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Un viejo sobreviviente
Dirigió la vista hacia su interlocutor con toda la rapidez que pudo, la que, a decir verdad, fue escasa. Trató de enfocar su rostro: una actividad compleja para él, comparada con la lectura de los documentos que gustaba extender sobre aquella anticuada carpeta de papel secante rosado en su bien iluminado escritorio, resabio de tiempos remotos. Ciertos contornos comenzaron a delinearse en la borrosa faz del impertinente que entró a su despacho sin anunciar su llegada. Debía tratarse de su asistente, el único capaz de cometer tan flagrante tropelía. La respuesta que debía traerle lo intrigaba, aunque la intuía. Se tranquilizó al reconocer su voz, atenuada por el bajo volumen de sus audífonos. Gustaba trabajar en silencio y, aunque en su residencia este se imponía habitualmente, prefería asegurarse ajustándolos a un nivel mínimo. Se tranquilizó, pues temía la materialización de su pesadilla recurrente: una banda osada que invadía su mansión saltándose la exigente seguridad, moderna, mas no inexpugnable.
En su mente terminó por dibujarse el rostro de Marco Antonio, sus finos rasgos que contrastaban con ese corpachón de luchador jubilado y levemente obeso. El corte de pelo perfecto, al igual que el meticuloso nudo en la corbata, armonizaban con su naturaleza de asistente: preciso, oportuno, servicial y prolijo. De él rechazaba pocas características: religiosidad extrema, excesiva locuacidad y risa destemplada; todas las demás eran virtudes. Sonrió con aridez para mantener la autoridad y se
preguntó acaso sus esfuerzos tendrían algún efecto. ¿Podrían aquellos gestos reflejarse en su rostro?, un territorio surcado por infinitas arrugas, verdaderos canales que comunicaban los colgajos de piel ubicados sobre y bajo sus ojos, en las mejillas, la frente, la papada suelta. Los años habían ido convirtiéndolo en un ser parecido a un perro Shar Pei; esa masa peluda repleta de arrugas. No, un gesto como aquel era incapaz de atravesar la capa de piel suelta que cubría su rostro. Se necesitaba mucho más: escupir un insulto, maldecir con vigor. Un esfuerzo impensable para aquella mañana en que se sentía agotado desde que abrió los ojos al nuevo día. Su asistente ganó la iniciativa al saludarlo.
—Buen día, don Jerónimo. ¿Cómo se siente usted hoy? Afuera hay un sol maravilloso, radiante, y el cielo está despejado. ¿Desea que le abra la cortina? –hablaba con sonoro entusiasmo, aunque el viejo estaba lejos de contagiarse.
—¡No! ¡No lo haga! –exclamó el anciano con una energía que lo sorprendió a él mismo–. El dermatólogo asevera que el sol daña mi pellejo marchito. Mi cutis adquirió la pésima costumbre de llenarse de manchas con semillas de maldad.
—¿Semillas de maldad? –interrogó el asistente.
—La enfermedad maldita, Marco Antonio. No quiero invocarla. Menos ahora que estoy cerca de exorcizarla.
—¿Lo ha pensado bien, patrón? –el semblante del asistente ensombreció como si una horrible tormenta se cerniera sobre ellos–. Mal que mal estaría desafiando a las leyes…
—¿Las leyes de Dios? ¡¿Dónde están escritas esas leyes, Marco Antonio?! –crepitó el viejo–. ¿En la Biblia, en el Corán, en la Torá, en el Tao Te King, en la mente del Dalai Lama o de un chamán del Mato Grosso? No me vengas con idioteces dignas de un gaznápiro –concluyó con ferocidad.
Sobrevino un pesado silencio. Ambos se miraron como perros a punto de reiniciar el ataque. El anciano estaba consciente de la dureza de sus palabras y la sensibilidad de su asistente. Pero
también consideraba que las debilidades de Marco Antonio, en especial su vigorosa fe religiosa, era una especie de prisma mediante el cual se podía observar al mundo. La única forma de contrarrestar esa cosmovisión, era por medio de un ataque frontal, al estilo de las divisiones blindadas de Rommel. El asistente hizo oscilar su cabeza como si se negara algo a sí mismo y retomó la palabra.
—Un gaznápiro –musitó el asistente acariciando el vocablo con su lengua regordeta–. Usted y sus términos extravagantes. ¿Qué significa?
—Algo así como ignorante o imbécil –escupió el irritado anciano–. Usted suele comportarse como un gaznápiro a todo dar, sin dubitación posible. Logra sacarme de quicio. ¿Qué es lo que los preceptores enseñan a las nuevas generaciones?
Marco Antonio osciló nuevamente su cabeza en una larga negativa y finalmente se conformó. Pasó por alto su interrogante acerca del vocablo preceptor, asumiendo que se trataría de un sinónimo de maestro. Inspiró con fuerza antes de hablar.
—No me refiero solamente a los efectos religiosos de su decisión. Hay un riesgo inherente muy considerable –calló unos segundos, masticando bien las palabras que saldrían de su boca–. Hablo acerca de la posibilidad que el asunto salga mal y usted muera. Eso es –concluyó con un resoplido de alivio que confirmaba el esfuerzo hecho.
El anciano lo contempló en su turno de masticar palabras. En la mente rumiaba toda clase de ideas y sentimientos, muchos de ellos contradictorios. La verdad es que sentía miedo, pero era incapaz de reconocerlo, mucho menos ante un subordinado. Jamás lo había hecho y a duras penas fue capaz, en su oportunidad, de hablar con unos pocos elegidos acerca de temores vetustos, perdidos en la espiral del tiempo; miedos que ya habían perdido toda efectividad. Ahora solo eran fantasmas de temores, fósiles inútiles. Para él hablar de sus miedos equivalía a un acto de cobardía. Los enfrentaba solo, en su interior. Hacía miles de
cálculos mentales y tomaba decisiones para vencerlos. Los encapsulaba para que no interfiriesen en su cotidianidad.
—Conozco los riesgos –concedió con un hilo de voz–, se trata de riesgos calculados. Es una cirugía que parece imposible, pero el doctor Urquiola es un profesional eficaz, cuidadoso y de enorme capacidad; un auténtico genio. Estoy cierto que el cuerpo que creó para mí es perfecto. Bueno, no perfecto en sí. Es una réplica de mí mismo a los veinte años. No es Adonis, ni Hércules, pero veinte años es nada frente a ciento treinta y dos. A estas alturas soy un fenómeno de feria científica, aparte de un prodigio de la medicina. ¡Cuarenta años por encima del promedio es demasiado!, vengo a ser uno de los mayores veteranos de la historia. El milagro lo puede lograr una montaña de dinero. Pero le diré, Marco Antonio: estoy harto de este cascajo en cuyo interior vivo atrapado. Siempre está fallando algo, igual que en un automóvil arcaico. Oídos, ojos, piernas, dedos, hígado, corazón. Ya no tengo una pieza buena, ¿entiende? Todo me duele alguna vez en el día. Los últimos granos de arena caen por el estrecho conducto, mi fiel amigo. Es el fin. No hay alternativa.
—¿Habrá que contradecir…? –interrumpió la frase y habló en voz baja, para sí mismo, sabedor que el viejo no podría oírlo–. Es inútil, ya se lo he repetido tantas veces.
—¿Qué dice, hombre? Hable fuerte para poder oírlo –espetó el cascarrabias–. ¡Otra razón más! ¿Ve usted?, apenas puedo escuchar lo que habla. Voy quedándome aislado en este caparazón vetusto, inútil y obsoleto. ¿Me comprende, Marco Antonio? –esperó unos segundos y se respondió solo– ¡Qué me va a entender, si apenas ve más de allá de sus anteojeras religiosas!, esa amorfa masa de patrañas, ¡parece un estafermo, muévase hombre, reaccione…!
—¿Un estafermo? ¿Qué es eso?
—Un ser inanimado como usted. Un ingenio sin vida. Esos muñecos que utilizaban los caballeros medievales para
practicar el combate antes de los torneos. Les daban de lanzazos para entrenarse.
—Mmm, rara palabra, estafermo… ¿De dónde saca esas cosas? En fin… le hablaba de los riesgos legales, don Jerónimo. La fabricación de clones está estrictamente prohibida desde hace una década. Utilizarlos como fuente de órganos fue declarado delito contra la humanidad y la ley establece penas durísimas. A eso me refiero, señor.
—Cadena perpetua, ¿verdad? Y le pregunto ¿cuál viene a ser mi costo de oportunidad? Estoy convertido en un despojo humano a punto de sufrir un colapso definitivo. Ocurrirá en cualquier momento. Ha estado a punto de producirse varias veces durante este año. Solo soy un muerto viviente que respira. La cadena perpetua no significa nada para mí. Firmé el documento que libera de toda responsabilidad a quienes me ayuden, mi estudio de abogados cobró una fortuna por redactarlo a la perfección. El único que corre riesgos soy yo. Además, el doctor Urquiola podrá retirarse convertido en millonario, si tiene éxito… –esa última cláusula la subrayó con su voz gastada, orgulloso de su proverbial habilidad para los negocios–. Moriré convertido en momia o renaceré joven, pletórico de energías –se puso de pie, transformado en un enardecido orador y al instante cayó desplomado sobre el sillón.
El asistente se precipitó sobre él para auxiliarlo. Le aplicó una mascarilla y abrió uno de los balones de oxígeno que estaban listos para sus frecuentes emergencias. El viejo inspiró con avidez el gas milagroso. No bien recobró las fuerzas, apartó a la mascarilla y al asistente, con molestia.
—Ya estoy bien –musitó con su hilillo de voz–, déjeme hombre, déjeme ya. Se lo ruego –agregó al final, vencido por el agotamiento.
Durante unos minutos que parecieron prolongarse hasta la eternidad, el viejo quelonio se quedó mirando el infinito, buscando allí signos misteriosos que lo fueron tranquilizando.
De repente, sin que se hubiera evidenciado ningún cambio sustancial en su condición, reemprendió el diálogo.
—Además, para su tranquilidad Marco Antonio, si en algo puede proporcionarle paz espiritual, le aclaro que mi clon fue cultivado a partir de un procedimiento que ha desarrollado su cerebro para cumplir solo funciones reguladoras y motoras. No ha adquirido conciencia de sí mismo. No es un ser humano; tiene la apariencia de una persona, pero nada más. Es un hombre sin experiencia, sin historia ni sentimientos.
—Ante los ojos de Dios es un asunto diferente –sentenció el asistente con tono grave–. Solo Él puede juzgar con imparcialidad la situación. Durante milenios se creyó que alguna parte del género humano carecía de la condición de tal: negros, indios, mujeres, judíos, enfermos o deficientes mentales… como es sabido, algunos dementes llegaron a construir ideologías para justificar sus objetivos genocidas.
—¿Me estás comparando con Hitler, miserable gordinflón predicador? –carraspeó don Jerónimo peligrosamente cerca de un ataque de cólera con ribetes mortales, pues se llevó una mano al pecho–. Eso sí que no te lo permitiré, ¡badulaque insolente! –enarboló el bastón con cacha de marfil como si fuera un mortal mazo con cadena y bola del Medioevo.
—No, señor, cómo se le ocurre semejante barbaridad –se disculpó el asistente, azorado y nervioso–. Por favor, no trate de levantarse, puede empeorar y así no podría operarse… El anciano se relajó. De alguna manera interpretaba aquella frase como una autorización de su escrupuloso asistente para seguir adelante con la intervención. Aunque su decisión de realizarla estaba tomada, sentía alivio al contar con alguna anuencia de Marco Antonio. Jamás se lo confesaría, pero, para él, su asistente era una especie de hijo. Había ido tomándole aprecio con el transcurso del tiempo a fuerza de compartir un día tras otro, de la misma forma en que alguien se encariña con su mascota. Pero Marco Antonio Jeldres había llegado
a ser una pieza fundamental en su imperio: leal, esforzado, creativo y sobre todo empecinado a la hora de lograr objetivos. Dispuso –en caso de muerte– que una parte de su fortuna iría a parar a las arcas del empleado, cláusula que Jeldres –por supuesto– desconocía. Y si lograba el éxito, lo recompensaría convirtiéndolo en su socio. No obstante, era preciso mantener cualquier expectativa bajo control: las cosas en su lugar hasta el momento apropiado. Una lección aprendida en su larguísima vida, llena de episodios afortunados y momentos amargos.
El umbral de la vida eterna
El doctor Urquiola, arrastrado por la ansiedad, miró por centésima vez su Rólex y se maldijo a sí mismo al comprobar que el segundero se había desplazado apenas una fracción de arco desde la ojeada anterior. Estaba nervioso, más bien trémulo. Uno de los mejores cirujanos del siglo convertido en un bebé temeroso. Se levantó para estirar las piernas que sentía adormecidas y caminó hasta enfrentar su propia imagen en el espejo de cuerpo entero, junto al viejo colgador de ropa heredado de su abuelo, una auténtica reliquia. Lo que vio en el espejo fue una réplica exacta del recuerdo de su antecesor, el ejemplo que lo había llevado a donde estaba: médico brillante, desprejuiciado, innovador y exitoso. Él lo convenció de seguir la carrera y pagó sus estudios en las mejores universidades. De alguna manera era su alter ego, un clon perfeccionado gracias a sus consejos y apoyo permanente.
—Lograste lo que Jerónimo Lisboa anhela, permanecer en el tiempo –le dijo a su difunto abuelo mirándose a sí mismo reflejado en el espejo–, soy tu réplica, una prolongación de tu vida más allá de las posibilidades del ser humano.
Quedó en silencio, como si tratara de penetrar en aquella mirada ajena y familiar al mismo tiempo, esperando una respuesta, una señal proveniente de la quieta efigie.
—Ya sé que son casos muy diferentes –expresó al fin, respondiendo a una interlocución ocurrida en lo más profundo y oculto de su ser–, Lisboa atenta contra las leyes naturales. Tú
solamente buscaste una extensión natural en tu nieto, partiendo de la asombrosa semejanza genética.
Sintió pasos acercándose a su oficina y se apresuró a regresar al escritorio. Allí se sentía seguro para enfrentar a cualquier visitante inesperado. Cuando escuchó el golpeteo suave de nudillos en su puerta de roble, pronunció el consabido “pase, está abierto”. Denegó con la cabeza y apretó los párpados un instante para reconcentrarse. Debo controlar mis nervios, se dijo, y abrió los ojos al escuchar el chirrido de los goznes. Con rápidos trazos escribió en su interminable lista de tareas “aceitar bisagras puerta”. Levantó la mirada y se encontró con la atractiva silueta de la doctora Anríquez. Se incorporó impulsado por un resorte invisible, azorado por la presencia de aquella mujer que lograba inquietarlo de múltiples formas: su voz, el aroma suave que desprendía, la mirada azul límpida, su boca de labios carnosos, la forma de vestir, su natural gallardía… y, por cierto, la juventud.
—Isabel, bienvenida –rodeó el escritorio para recibirla.
—Buenas tardes, Arnaldo. Quise venir a conversar un rato contigo antes de la operación. ¿Tienes tiempo para mí?
—Para ti, siempre –respondió Urquiola, con una galantería que incluso a él lo sorprendió.
Intercambiaron besos en las mejillas. Urquiola aprovechó aquel instante de cercanía para emborracharse con el celestial aroma de la joven médica. Se sintió transportado al cielo y demoró una fracción de segundo más allá de lo prudente en alejar su rostro. Ella lo miró con expresión divertida, diciéndole con los ojos que detectaba su debilidad y que la complacían sus señales. El cirujano sintió cómo el corazón daba vuelcos en su incómoda prisión. La invitó a sentarse en el estar de su oficina, un conjunto de dos lujosos sofás de cuero negro, y le ofreció: ¿té o café?
—Prefiero té –dijo ella como si su voz acariciara–, simple, por favor.
Urquiola caminó hasta la mesa de arrimo donde mantenía los elementos necesarios. Escogió una taza bellísima producto de su obsesión por las antigüedades. De una caja de madera tallada extrajo una bolsa.
—Me permití escoger el té por ti. Una deliciosa variedad india, ahumado, Lapsang Souchong. Vertió el agua hirviente sobre la taza y luego miró aquellos maravillosos ojos azules.
—¿Azúcar o endulzante? –inquirió.
—Azúcar –y sin pausa entró en materia–. Sospechas por qué vine, ¿verdad?
—Supongo –revolvió y se acercó para ofrecerle la taza humeante–. Le puse una sola cucharada, ¿Está bien?
Ella asintió débilmente. Urquiola captó su gesto y le ofreció más azúcar.
—No, no, está bien –aclaró ella–. Arnaldo, te lo voy a decir sin ambages: no quiero participar en la intervención de esta noche. Tengo conflictos éticos –tragó saliva–. Sé que es tarde para dar el aviso y debí hablar antes…
—Si, es tarde e imagino que comprendes la importancia de esta operación. Dime, Isabel, ¿por qué haces esto? –preguntó con sequedad el cirujano.
Ella lo miró con angustia y sus ojos se humedecieron levemente. Contuvo apenas, con sobrehumano esfuerzo, las lágrimas que luchaban por invadir sus bellos ojos. No quería aparecer como una débil ante los ojos de Urquiola, menos aún que él pensara que trataba de manipularlo.
—Es una trasgresión gigantesca, un salto al vacío, hacia un lugar desconocido. Implica torcer la mano a la muerte, violar una regla esencial de la naturaleza.
—¿Eres naturalista, Isabel? Te consideraba mucho más inteligente –el cirujano escupió las palabras como una cobra furiosa–. No pediré permiso para efectuar esta intervención. Estoy ajustado a derecho al utilizar órganos de reemplazo. Da lo mismo que pertenezcan a un cuerpo cultivado en mi laboratorio
por ingeniería genética. En estricto rigor no es un ser humano: su cerebro carece de funciones racionales, solo realiza tareas fisiológicas básicas. En esa masa encefálica no reside un ápice de conciencia. Carece de pensamiento y emociones. No es una persona –concluyó enfáticamente.
—No es ese el origen de mis cuestionamientos –terció la joven doctora, animada por una súbita corriente de energía–. En lo fundamental apoyo tu interpretación, aunque sea imposible afirmar categóricamente que aquel cerebro no alberga alguna forma de conciencia, puesto que tendríamos que penetrar en él para demostrarlo… y eso es imposible… al menos por ahora. Tampoco es posible demostrar lo contrario. Es un punto muerto, en donde solo inciden las convicciones personales. Ningún jurado en su sano juicio podría condenarte.
Urquiola sonrió satisfecho, su vanidad había sido tocada de lleno. El halago de la bella muchacha lo regresó al territorio frágil en donde se abandonaba a los actos de aquella hada extraordinaria. Asintió para señalar que la oía atentamente.
—El desafío es vencer a la muerte. Si la mente de Jerónimo Lisboa puede trasladarse a un cuerpo anfitrión, se iniciará una nueva era. La inmortalidad al alcance de la mano… siempre que surja un fajo de billetes lo suficientemente grueso como para financiar el cultivo del anfitrión y la correspondiente cirugía. ¿No es así, Arnaldo? Un gran negocio en ciernes.
—A los costos hay que sumar la preparación previa, un extenso, complejo y oneroso protocolo, y un largo tratamiento postoperatorio. Una fortuna completa. ¿Cuál es el auténtico problema para ti, Isabel? ¿La inequidad?, el acceso de unos pocos privilegiados a la frontera de la inmortalidad, ¿o la trasgresión en sí misma?
—La trasgresión. Tendría que ser demasiado ingenua para creer en la equidad del acceso a la salud a estas alturas. Si tuviera esa postura, habría tenido que renunciar al ejercicio de la profesión el primer año.
—Cualquier rigidez extrema impide los avances. La medicina se ha desarrollado justamente sobre la base de la inequidad. Los emperadores y hombres de negocios han podido disfrutar de privilegios de todo orden, medicina incluida. Sin embargo, con el transcurso del tiempo, todas las personas han ido teniendo acceso a una mejora global en la salud. Y eso es lo que importa.
—Parece como si estuviera escuchando el discurso anual del ministro de Salud. Verdad y mentira a la vez. En nuestro mundo lo que manda es el negocio. Pero eso no me arredra. A ti todavía menos –lo miró son severidad de jueza–. El motivo de mi vacilación es la inminencia de la inmortalidad para alguien, un elegido. Uno entre miles de millones alcanzará un estatus diferente. Se convertirá en una especie de dios viviente, como los faraones. Tendrá acceso a un poder tan alto que las proyecciones de su ejercicio son imposibles de prever.
—La inmortalidad no tendría por qué ser una fuente de poder omnímodo. Muchos emperadores, dictadores y presidentes han tenido en sus manos un poder de decisión tan gigantesco que la Tierra ha corrido peligro. La inmortalidad en sí no es un riesgo, al igual que cualquier otro avance científico.
—No lo sabemos, Arnaldo, esa es la verdad, tampoco podemos asegurarlo. Es imposible elucubrar lo que un hombre inmortal sería capaz hacer. La sabiduría que puede acumular, la continuidad de sus esfuerzos, la proyección de sus acciones, decisiones y logros a través de siglos. Eso es lo que temo –concluyó la mujer, acongojada–. ¿Cómo tener garantías de que tal poder sería utilizado por un hombre sabio y bueno?
—Y desconfías de las motivaciones de nuestro paciente. Tendría que decir, “naturalmente desconfías”, ¿verdad? Jerónimo Lisboa no es el prototipo de hombre altruista: es rico, ambicioso, está muy bien relacionado y sabe moverse entre los hilos del poder.
—Y con tantos billetes al alcance de su mano, podrá administrarlos todavía mejor –concluyó ella.
—Míralo de esta manera Isabel: esos inmundos billetes han pagado nuestras investigaciones estos últimos siete años. Muchos de ellos han ido a parar a tu bolsillo, los míos y de todos los colaboradores –señaló Urquiola con expresión burlona.
—Si quieres decir que mis remilgos son tardíos, tienes toda la razón –suspiró con amargura–; hemos comido de su mano como aves amaestradas… ¡qué vergüenza! –en silencio rumió pensamientos oscuros y violentos hasta que finalmente estalló–. Necesito marginarme del equipo; es lo que puedo hacer. No quiero involucrarme.
—Es demasiado tarde para renunciar. Harías mucho daño. Quizás incluso se derrumbaría el proyecto. Jerónimo Lisboa está muy mal de salud. Su cuerpo es incapaz de seguir funcionando por mucho más tiempo: experimentará un colapso terminal en cualquier momento. ¿Entiendes? No hay dónde buscar reemplazante… Se necesita una formación muy extensa para llegar al punto que tú alcanzaste –el médico hizo un alto para mirarla y empaparse de su arrobadora belleza–. Te lo ruego, Isabel, no abandones al equipo ahora. ¿Quieres verme de rodillas? –le ofreció con los ojos brillantes por la emoción– ¿Eso quieres? ¿Verme humillado?
La joven doctora lo contempló con una expresión cercana a la picardía. Es evidente que la oferta de su jefe le provocaba placer: su maestro de hinojos, obnubilado ante su poder de fémina. Pronto reaccionó y se recompuso.
—Arnaldo, Arnaldo, ¿cómo se te ocurre? –habló con enfado–. No podría obligarte a realizar un acto tan… indigno.
—Soy capaz de hacerlo –la desafió–, al menos en esta circunstancia. No me queda otro recurso que despertar tu piedad. Dejar el orgullo de lado, los galones, los años… y caer de rodillas.
Urquiola las dobló como para ejecutar una flexión de piernas, pero ella se acercó y lo detuvo, tomándolo por el brazo. Él la aferró con ansias y la atrajo para besarla. Isabel se dejó arrastrar con furia por el impulso y fueron abandonándose al influjo de la pasión.
En la frontera de la muerte
Su habitación era sencilla, tan austera que resultaba intolerable. Lo único que escapaba al estilo minimalista eran tres reproducciones de Monet en un formato tan reducido que resultaba difícil apreciar la maestría del pintor.
Al fin y al cabo, se trata de una clínica y no de un hotel de cinco estrellas, meditó el anciano. No vengo a reposar, sino a dar un gigantesco brinco al vacío. Un pequeño paso para un viejo, un gran salto para la humanidad. Sonrió para sus adentros, pero la masa de arrugas de su rostro siguió inconmovible.
¿Y si la intervención no resulta, si Urquiola no es capaz de llevarla a cabo con precisión? Bueno… no le conviene perder la oportunidad de su vida. Será millonario si tiene éxito. No necesitaría trabajar un día más… a menos que lo deseara. Tal vez sería buen socio en un negocio revolucionario: la venta de vida eterna. Ya habrá tiempo para eso, reflexionó el viejo, ahora debo concentrarme en este salto. Después se dará inicio a un mundo muy distinto; uno donde la muerte dejará de ser la ama y señora. Al menos no gobernará sin contrapeso, como lo ha hecho hasta ahora. Un accidente, un crimen, una patología súbita siempre estarán dentro de las posibilidades para un final repentino. Sin embargo, la vejez y las enfermedades degenerativas se convertirán en meros recuerdos de una era arcaica.
No existe impedimento para que un cerebro se traslade de cuerpo en cuerpo, en una cadena sin fin. Quizás más adelante la mente pueda migrarse a cuerpos mejorados genéticamente, resistentes a las
enfermedades y al deterioro, dotados de enorme fuerza muscular. Se les podrían insertar piezas electrónicas y mecánicas que los conviertan en súper humanos. ¿Por qué no? Si no hay límites para la imaginación tampoco los hay para la ciencia. Rejuvenecer. Sentir de nuevo aquella potente energía de la juventud corriendo por las venas. La vida a raudales. El deseo, la virilidad fluyendo de nuevo por el cuerpo. Poder dar y recibir placer. ¿Cómo era aquello? Cerró los ojos y trató de reconstruir la sensación, pero no logró que su viejo organismo se estremeciera al ritmo de lo que su mente recordaba a duras penas.
Interiormente rio de buenas ganas, aunque nada de esa alegría se reflejó en su rostro surcado por mil arrugas. Se abrió la puerta e ingresó el doctor Urquiola. No venía acompañado por su séquito de asistentes, como de costumbre. El viejo concluyó que sostendrían aquella conversación privada y decisiva que aguardaba con ansias.
—¿Cómo están las fuerzas, don Jerónimo? –interrogó el médico al verlo despierto–. Necesitamos sus energías en máxima tensión.
—Usted sabe que las energías abandonan mi viejo cuerpo a una velocidad vertiginosa. Quizás me resten unos pocos días de vida… si es que no horas o minutos, ¿cómo saberlo? –su voz era trémula, a punto de cortarse definitivamente con cada esfuerzo–. Mejor no saber cuándo vendrá el soponcio –concluyó–. Dígame, doctor, ahora que estamos solos. ¿Está todo dispuesto?
—Sí, don Jerónimo. Cada pieza está en su lugar, aguardándolo en el quirófano. Usted es el actor principal en esta obra. Dependemos del protagonista. Por eso la pregunta. La operación demanda un esfuerzo enorme de su parte: hay un periodo de tiempo muy breve durante el cual su cerebro estará en tierra de nadie, un limbo a medio camino entre la vida y la muerte. En el interregno entre la existencia y la nada.
—¿Y? –carraspeó el anciano con expresión de tortuga aburrida–. No existe otra salida. Es la nada o esta operación
–respiró con dificultad–, creo que perdemos el tiempo con estas conversaciones. La vida se me escapa a torrentes.
—Mi deber de médico es preguntar. Pudo cambiar de opinión. ¿Está todo firmado, don Jerónimo?
—Mi abogado está afuera. Todavía no estoy cucufato. Todo en orden.
El médico sonrió de buena gana.
—Ya sé, ya sé. El gandul de mi asistente se burla continuamente de mi léxico. Le complace tomar las cosas serias en chunga. Cucufato significa demente… demencia senil.
—Lo sé –el médico disfrutó del episodio–, mi abuela utilizaba ese término y me hacía mucha gracia.
—Soy materia de mofa, ya ve usted –suspiró el anciano–.
Firmé toneladas de autorizaciones, poderes, deslindes de responsabilidades penales y civiles. Diez mil papeles. Trabajé con el licenciado Arriaza, un mercachifle astuto. Pagué un dineral. Buena suma se ha embolsicado el pinganilla. Usted está a salvo. Y colmará sus faltriqueras… quiero decir, se convertirá en un hombre muchísimo más rico si logramos el éxito –lo miró con sus ojos casi muertos por un segundo, antes de dictaminar su juicio final–. Proceda, Urquiola. Tenga piedad de mí. Sáqueme de esta prisión letal –los ojos de la tortuga brillaron con luz propia por un instante, fue una especie de milagro–. Hágalo por dinero. Hágalo para alcanzar la gloria. Hágalo para demostrar que es posible derrotar a la muerte. Hágalo por lo que quiera. Y que algún día se sepa que usted lo hizo. Se sumió en un suave sopor producto del agotamiento. Urquiola le tomó el pulso y asintió con tranquilidad. Después llamó a sus asistentes mediante el pequeño micrófono que llevaba prendido en la solapa. Había llegado el momento. La hora decisiva. Cerró los ojos e inspiró una bocanada, como para adentrarse en una inmersión profunda.
Mens sana in corpore sano
Ingresó al quirófano tras chequear una extensa lista mental de acciones a realizar que había ido perfeccionando en treinta años de experiencia como neurocirujano. Comprobó que había efectuado la primera parte de la rutina sin que apareciera síntoma alguno de anormalidad, por mínima que este fuese. Sonrió para sus adentros, rehusando pensar que se trataba de una operación demasiado diferente a todas las anteriores. Una oportunidad que podía significar un salto histórico sin precedentes. Sin embargo, era preferible no pensar en ello, pues podría distraerse. Era preciso enfocarse en el trabajo y hacerlo de forma brillante, mejor que nunca, con cero defectos. ¿Acaso había cometido grandes equivocaciones en el pasado? No, se contestó a sí mismo, rotundamente no, pero siempre puede hacerse mejor. Es lo que predicaba a sus discípulos. Sonrió satisfecho.
El equipo de especialistas lo esperaba con ansiedad, listo para entrar en acción. Vilenski, el anestesiólogo, volvió el pulgar arriba; podían comenzar. Señaló a Isabel; ella debía practicar la incisión en el cráneo. A la cabeza calva y deforme del anciano la surcaban una multiplicidad de trazos azules en su parte superior. El arrugado rostro del paciente estaba cubierto por una pañoleta verde; sana costumbre. Le habría costado mucho más dirigir la operación viendo aquella masa informe de rasgos invadida de pliegues. Parecía más bien el rostro de un horrendo extraterrestre y le recordaba imágenes de películas de terror de su infancia.
Tras su indicación, la hermosa Isabel activó al robotcirujano láser, que bajó desde el techo para cumplir su misión. Pacientemente, con voz suave e imperturbable, la joven fue dirigiendo las delicadas incisiones. Una especie de araña metálica se dejó caer sobre el cráneo y clavó sus patas en la piel para retirar la calota que cubría la masa encefálica de Jerónimo Lisboa. El doctor Urquiola pensó que en ese momento el viejo había dejado de existir. Un horror inexplicable lo recorrió de pies a cabeza. Estaban ante el umbral de la vida y la muerte: ahora había que dar el gran salto.
Junto al cuerpo exánime y descerebrado del anciano, se hallaba el clon. Otro equipo de cirujanos se hizo cargo de extraer su cerebro de niño, el cual ya reposaba, inane, condenado irremisiblemente a muerte sobre una bandeja de acero inoxidable.
¿Qué relación existe entre el cerebro de un ser humano y su conciencia, sus recuerdos, su temperamento?
Esa pregunta acudía obsesivamente, una y otra vez, a la mente del médico. Era una antigua obsesión que provenía de su adolescencia, cuando se interesó por las novelas fantásticas que abordaban el controversial tema desde varios ángulos. Se obsesionó con ese tipo de literatura y la buscaba por librerías, bibliotecas y catálogos. La religión, en cualquiera de sus versiones tradicionales, condenaba cualquier intento por modificar los designios de las divinidades consideradas amas y señoras de la creación por derecho propio. Y una amplia variedad de hipótesis no religiosas, sino con raigambre científica, otorgaban al cuerpo un rol preponderante en la formación de la conciencia. Mente, cuerpo, emociones y razonamiento forman parte de un solo entramado inseparable. Urquiola apretó los dientes, como si con aquella fútil dentellada pudiera despedazar los argumentos que repudiaba.
Se acercó al mesón para iniciar la extracción del cerebro y sus prolongaciones: cerebelo, bulbo raquídeo, hipotálamo, tálamo, epífisis, hipófisis y las conexiones con la médula
espinal. No bastaba con la masa encefálica; lo tuvo claro desde siempre. Urquiola estaba convencido de que la conciencia podía ser trasplantada a otro cuerpo a condición de que el sistema nervioso central fuera extraído y trasladado adecuadamente a un huésped que cumpliese con características fisiológicas similares a las del anfitrión actual. Eso es, un clon del original. No obstante, ni siquiera el cumplimiento cabal de estas condiciones aseguraba el éxito de la intervención. Se necesitaba algo más: el ingrediente que solo él conocía y marcaba la diferencia entre el éxito y el fracaso. Una vez finalizada la delicada intervención, un portento que dependía de la interacción entre la microcirugía láser computarizada y las disciplinas médicas más avanzadas, era requerida una intervención más allá de la biología: cuando culminaba el trabajo experto del equipo de neurocirujanos, cardiólogos, anestesiólogos, endocrinólogos, enfermeras y asistentes, llegaba la hora de una invitada estrella; la nanotecnología. Para muchos aparecería como la convidada de piedra, intrusa, foránea y entrometida. Mas no para Arnaldo Urquiola, que aquilataba sus enormes poderes. Así fue que arrolló los paradigmas de la medicina clásica, incluidos algunos de los principios más sagrados de su propia disciplina, la neurocirugía, que había contribuido a renovar y fortalecer con osados y revolucionarios descubrimientos. No en vano, año tras año figuraba cada vez más alto en la lista de candidatos al Premio Nobel de Medicina. Sin embargo, poco importaban los honores a estas alturas; sabía que, si lograba lo que se había propuesto, su gloria sería imperecedera. Y tal vez también su propia existencia.
Urquiola había llegado a la convicción de que no era suficiente trasplantar el sistema nervioso central completo, ni tampoco realizar las principales conexiones, al fin y al cabo, representaban solo unos pocos centenares entre millones de posibilidades. Concluyó que era preciso restablecer el mayor porcentaje posible de aquellas conexiones creadas a lo largo
del aprendizaje y la experiencia de la vida de un ser humano. En el caso específico de Jerónimo Lisboa, una vida larguísima, intensa y rica, esto es, decenas de millones de enlaces nerviosos; muchos de ellos deteriorados o destruidos. Había que replicar y reconstruir las conexiones con ayuda de la nanotecnología. Ese era su mayor descubrimiento. Diseñó –con el apoyo de su equipo de especialistas– robots microscópicos especializados que efectuaban las diversas tareas necesarias: descubrir, analizar, documentar y mapear el cuerpo original. Luego, entraban en acción en el cuerpo del clon, para reproducir un símil exacto a las conexiones originales. Era perfectamente posible que el traslado de la mente al nuevo anfitrión permitiera recuperar partes olvidadas de la memoria. Eso sería un logro adicional y extraordinario.
Al trasplante seguía una inmediata inyección de millones de nanobots con misiones específicas, cuyo resultado final sería la reconstrucción del tejido nervioso a imagen y semejanza del original: don Jerónimo Lisboa. Tras breve tiempo, el cerebro y los demás órganos no serían capaces de percibir diferencias con el anfitrión original. No obstante, habría notables mejoras, en especial en la movilidad y los reflejos.
Esta parte de su método era desconocida para los demás integrantes de su equipo. La había llevado adelante en secreto, con un laboratorio de nanotecnología externo que contrató al efecto; nada menos que a uno de los líderes de la disciplina. Tres años de dura labor bajo su supervisión directa consiguieron el efecto esperado. Para los nanotecnólogos habría sido una misión imposible, pues desconocían lo más elemental acerca de la biología molecular del sistema nervioso. Esa era su ventaja: el conocimiento acumulado por décadas integrado en una visión sistémica cuya potencia era inigualable.
El nuevo anfitrión se encontraba listo para recibir el sistema nervioso de Jerónimo Lisboa. Instruyó a los asistentes para que realizaran las operaciones correspondientes. La mantención
del flujo de sangre y oxígeno al sistema era fundamental para preservarlo con vida, pero ese problema lo resolvía el dispositivo que diseñó con su colega Giacomo Alderighi; otro éxito que añadir a su extensa lista de méritos. Todo fue ejecutado con la precisión requerida y quince minutos después, el sistema nervioso de Jerónimo Lisboa fue trasladado a su nuevo anfitrión, abocándose a la tarea de restablecer las conexiones principales. Los neurocirujanos se agolparon sobre el cuerpo para llevar a cabo su trabajo con el apoyo de las computadoras y los dispositivos láser.
El doctor Weishaupt, jefe de cirujanos, se acercó a intercambiar algunas palabras.
—Todo marcha conforme al plan –informó como si se tratara de una operación militar– y no veo razones para preocuparse. El cerebro del paciente se encontraba en óptimo estado, tal como indicaban los scanners. Un milagro… considerando su edad.
—Eso lo sabíamos, Weishaupt. Esta intervención no habría ocurrido si hubiéramos constatado daños nerviosos. El viejo jamás dejó de ser un lince. Un lince encerrado en una jaula deteriorada y al borde de la muerte.
—Ojalá funcione bien la integración al nuevo cuerpo. Ahí es donde veo la complicación –reflexionó Weishaupt con expresión sombría–, si el cerebro no entiende donde está, el caos será inevitable. Pero usted dice que sabe cómo resolver ese problema.
Weishaupt aguardó sin éxito por una respuesta a su inquietud. Urquiola sonrió, se frotó las manos y partió en busca del elixir mágico.
—A su debido tiempo conocerá la respuesta, doctor –respondió mientras se alejaba–, pero requerimos de una gigantesca dosis de suerte –se detuvo y dio la vuelta para agregar una última frase–. Algo así como un milagro.
Después se concentró en lo suyo, la etapa final y decisiva. Cuando ya todo estaba hecho: debía inyectar la mezcla milagrosa
en el torrente sanguíneo del huésped, una vez que el sistema nervioso estuviera integrado a él. El éxito ahora dependía del trabajo acucioso de aquellas pequeñas, invisibles y avezadas criaturas robóticas.
Despertar a una nueva vida
Jerónimo Lisboa despertó e instantáneamente supo quién era. Eso lo sorprendió, porque no tenía la menor idea acerca de dónde se encontraba, ni cómo había llegado a ese sitio desconocido. Poco a poco fue comprendiendo su situación. Concluyó que se encontraba en una clínica por el tipo de habitación; colores y aromas confirmaban su impresión. ¿Qué hacía allí?, esa era la cuestión. Sonrió. Se sentía bien, demasiado bien, como si por arte de magia le hubiesen insuflado energía infinita. Envió una orden a su mano derecha, demandándole que se alzara; ella obedeció y se levantó ante sus ojos. La vio con nitidez, otra sorpresa que aumentó su estupor. Pero mucho más lo impresionó el aspecto juvenil del brazo, la tersura de la piel, la fuerza que animaba sus movimientos. Entonces entendió: ya no era un carcamal descuajeringado ¡había resucitado en un cuerpo nuevo y joven! Sus pensamientos fluyeron a enorme velocidad. La nueva situación lo llenó de alegría y emitió una especie de gemido ahogado, un remedo de risa tan grotesco que le arrancó una carcajada aún más lamentable que el anterior intento.
Tendría que aprender a manejar su nuevo cuerpo, pensó. Sería un trabajo arduo, toda una dura prueba para su perseverancia. Aunque no más dura que muchos episodios de su vida anterior. Eso es, una nueva vida, concluyó, la posibilidad de recomenzar. Los recuerdos próximos comenzaron a fluir a su mente. Una reencarnación con la memoria de la existencia pasada. Un sueño
de la fantasía humana hecho realidad. Él, Jerónimo Lisboa, era el pionero entre pioneros. Había franqueado la puerta de la inmortalidad al género humano. Justo cuando se disponía a imaginar el futuro utópico de una nueva raza de inmortales jóvenes, bellos y sabios, entró el doctor Urquiola, seguido por una excitada corte de colaboradores. Lo reconoció de inmediato: su vista ya no estaba constreñida por la neblina difusa que lo acompañó por décadas.
El médico se sobresaltó al encontrarlo despierto y moviendo repetidamente sus brazos.
—¡Usted! –lo señaló con el dedo como un fiscal acusándolo de un crimen terrible– ¡No tiene que moverse! –ordenó destempladamente–. Todavía no es hora de que lo intente. Ni siquiera debió despertar… sino hasta mañana –se tranquilizó de manera repentina–. Aunque sea una excelente señal. ¿Sabe su nombre? –inquirió.
Lisboa intentó comandar a sus labios y cuerdas vocales para pronunciar su propio nombre, pero no lo consiguió. Un barboteo ininteligible emanó de su boca antes de que Urquiola lo detuviera con un ademán enérgico.
—¡No hable, hombre! ¡Qué idiota soy! –se increpó a sí mismo– Usted no podrá hablar hasta dentro de unos cuantos días, cuando las criaturillas terminen su labor… quiero decir cuando su sistema nervioso se integre en propiedad al…
Se amordazó mentalmente, estaba diciendo idioteces. No podía hablar de nanobots delante de su séquito; era preciso mantener el secreto. Y Lisboa tal vez no estaba entendiendo ni una gota de sus palabras. Lo más probable es que su mente fuera un libro en blanco, limpia de recuerdos y de pensamientos, como un recién nacido. Entonces una idea acudió a su mente.
—Usted –volvió a señalarlo–, no trate de hablar. Puede asentir o denegar moviendo la cabeza, ¿entiende?
Lisboa hizo un esfuerzo y asintió. El rostro de Urquiola se iluminó de gloria. El mundo estaba en sus manos.
—¿Sabe quién es? –preguntó con ansiedad.
El viejo en cuerpo de joven volvió a asentir y dibujó una sonrisa en su rostro pleno de vitalidad. El médico volaba más allá de las nubes.
—Dígame, ¿su nombre es Jacinto Bilbao? –esta pregunta la formuló con voz muy grave.
El paciente denegó. Urquiola le dio otro nombre incorrecto y su interlocutor volvió a rechazar. Insistió con un error por tercera vez y el hombre lo refutó. Entonces pronunció el nombre correcto y el rostro del clon se iluminó asintiendo. Urquiola estuvo a punto de abrazarlo y besarlo, pero se contuvo. El triunfo estaba en sus manos. La gloria de derrotar a la muerte. La posibilidad de la vida eterna. Suspiró.
—La operación ha sido un éxito –anunció a su séquito–. Este hombre es Jerónimo Lisboa: su mente está allí, instalada en el nuevo anfitrión. Biológicamente tiene veinte años, mentalmente sobre ciento treinta. Un prodigio, por no decir un milagro –luego se dirigió al paciente–. Jerónimo, deberá ir paso a paso, sin prisa. Su mente está conectándose con su nuevo cuerpo. Eso tomará un tiempo. Veo que lo está haciendo magníficamente. No esperaba que a estas alturas fuera capaz de hacer lo que ha logrado. Es una tarea larga, compleja y exhaustiva que requiere billones de operaciones de prueba y error. Un trabajo que nadie hizo, hasta ahora. Su mente aprenderá a manejar al nuevo anfitrión, ¿entiende?
El joven de la cama asintió con entusiasmo y levantó su mano aún temblorosa. La contempló con orgullo y emitió una serie de extraños gemidos.
—Hablar le tomará al menos dos meses. Trabajará con un equipo de especialistas en todas las ramas. Se asemeja a la recuperación de un infarto cerebral… es como si hubiera sufrido una parálisis general a causa de un derrame. Tendrá que tener mucha paciencia y perseverancia.
Lisboa asintió y levantó el otro brazo, triunfante. Urquiola le estrechó una mano. Que sintió cálida, fuerte, llena de vida. Comprobó que su triunfo estaba ad portas. Cada detalle había sido planificado con rigor y se avecinaba un trabajo duro, sobre todo para Jerónimo Lisboa. Ahora él tenía la palabra. Él y los especialistas que seleccionó con tanto esmero tras una búsqueda acuciosa de los mejores en sus respectivos campos.
—Bienvenido a esta nueva oportunidad –le dijo el médico a su paciente, sin soltarle la mano–, una experiencia inédita para el género humano. Usted, Jerónimo Lisboa, inició un nuevo capítulo en la historia de la humanidad. Nada será igual a partir de ahora.
Lisboa asintió y cerró los ojos. Se había dormido, exhausto por el gigantesco esfuerzo. No obstante, recién estaba comenzando una travesía que sería extensa. Eso pensó el doctor Urquiola, mientras lo envolvía una cálida sensación de gloria.
Quebrantando las leyes de dios
Marco Antonio Jeldres ingresó a la Clínica Praga convertido en presa de aquella turbia masa de temores inciertos que lo angustiaban desde el día en que su patrón anunció que se internaría para efectuar aquella aborrecible intervención. A todas luces era un insulto a dios, una abominación, una herejía que violaba las leyes naturales. Pero eso no inquietaba a Jerónimo Lisboa, cegado por la posibilidad de vivir sumido en la eternidad, convertido en un ser superior. Admiraba a su jefe, reconocía sus dotes múltiples e infrecuentes. De él había adquirido gran parte de sus conocimientos acerca del mundo de los negocios. Era un maestro tan excepcional como exigente. Un maestro que no aceptaba restricciones. Tampoco del presunto dios que tomaba decisiones desde el remoto cielo. El único dios que reconocía era su ambición infinita y sus habilidades excepcionales. Aunque sometido a la mortalidad como cualquier otro ser humano. Por eso inició –muchos años antes– la alianza con Arnaldo Urquiola, el médico brillante, osado y siempre necesitado de dinero para financiar sus investigaciones en las fronteras de la ética.
Jeldres se detuvo unos segundos para aplicar un arrugado y húmedo pañuelo sobre su frente sudorosa. El sobrepeso le cobraba la cuenta. Estaba ansioso por ver a su jefe y comprobar si efectivamente se trataba de él. Desconfiaba de Urquiola. Por teléfono el médico le aseguró que el trasplante había funcionado bien en un ciento por ciento, pero que se requerían meses para
lograr que la mente de Lisboa dominara al nuevo cuerpo. Le advirtió que no podría hablar con su patrón hasta la sexta semana. Aquella restricción exaltó su recelo a un nivel mucho más alto. Seis semanas era un periodo lo suficientemente extenso como para entrenar a un joven ambicioso e inteligente que suplantara a don Jerónimo. Marco Antonio rechazaba la posibilidad de que Jerónimo Lisboa pudiera reencarnarse en el cuerpo de un clon. Nadie estaba autorizado a violar las leyes de dios. Arrastró el pañuelo empapado por su rostro y lo dobló antes de reemprender la marcha hacia los ascensores. Marcó el piso seis murmurando una y otra vez “seiscientos cinco”, la habitación de Lisboa, hasta que se percató de que no estaba solo en el elevador y que los demás viajeros lo miraban intrigados. Volvió a encapsularse en sus atribulados pensamientos. Él sabría reconocer al impostor, eso no lo calculó Urquiola. Era poseedor de cien secretos únicos y bien guardados acerca de los negocios, propiedades e intereses del imperio de Lisboa. Lo denunciaría y llevaría a la cárcel a los responsables. Pero, ¿correría peligro su vida? Había muchos miles de billones en juego, dinero suficiente como para exterminar a una miríada de obstáculos humanos que trataran de interponerse en el camino de aquella farsa. ¿Cómo él, Marco Antonio Jeldres, un ser humano común y corriente, iba a enfrentar aquella omnímoda maquinaria de poder? ¿Bastaría con la ayuda de dios? Sabía que no, según lo aprendido junto a Lisboa. Dios poco y nada tenía que ver con los designios de los poderosos. Lo animaba la confianza en el ajuste final de cuentas al término de la vida terrenal. Aquel paso al territorio celeste que su propio amo ponía en duda, tratando de navegar en las aguas de la inmortalidad.
Por otra parte, según el testamento que unos días atrás leyó mientras le temblaban las manos, un tres por ciento de aquella inmensa fortuna le pertenecería. Una suma suficiente para sostener mil vidas humanas. “Te necesitaré junto a mí en la eternidad, Marco Antonio, aunque sigas con tus malditas
prédicas. Eres leal y confiable como ningún otro”, le había dicho el viejo al despedirse. “Tú me ayudarás a culminar el inicio de mi nueva vida”. Esta última frase, Jeldres la repitió en voz alta y captó la atención de los presentes. Se mordió la lengua y salió del ascensor cuando llegó al sexto piso. Caminó aceleradamente hasta la habitación 605 y se detuvo acezante. Sacó el pañuelo, convertido en húmedo estropajo, y lo arrojó a un basurero. Cerró los ojos y oró en silencio frente a la puerta; apenas movía los labios y su voz era inaudible. Estaba conmovido hasta los tuétanos, como si dialogara con el creador en persona y aguardara su consejo en un momento aciago.
Por fin logró desconectarse de su fervor y acercar su temblorosa y regordeta mano a la perilla dorada de la puerta. Al comenzar a girarla, tomó conciencia de lo que estaba haciendo, y tocó la puerta dos veces. De inmediato una voz potente contestó desde el interior. Una voz que lo invitaba a pasar. Una voz que en nada se asemejaba a la de su patrón.
—Permiso –dijo apenas, ahogado por su respiración turbulenta, sintiendo el corazón dándole patadas en el pecho–.
¿Puedo entrar?
—Ya dije que sí, Marco Antonio. Y apúrese, que el tiempo apremia –dijo la desconocida voz, plena de energía.
Marco Antonio caminó con lentitud, pese a la estentórea conminación. Temor, rebeldía y angustia se mezclaban en su afligida mente, produciéndole un caldo de total confusión.
¿Correspondería esa voz a la de su amo?, transportado por obra de un milagro científico al cuerpo robusto de un jovenzuelo.
—Seguramente divaga acerca de las consecuencias religiosas de este logro –el joven hombre miró al regordete asistente con un sello de superioridad–. No dude, Marco Antonio, soy yo, Jerónimo Lisboa… bueno, mi mente es la misma… el cuerpo… bastante diferente. No podría imaginar cómo me
siento ahora: lleno de energía que fluye por las venas, ansioso por salir de aquí y reincorporarme a la vida de una vez por
todas. Tengo que luchar con denuedo contra estos ímpetus, pero la experiencia me ayuda. ¿Qué le parece? –levantó ambos brazos y tensó los bíceps, que emergieron como dos peñascos bajo la piel; después guardó silencio unos segundos–. Por desgracia, mis piernas tienen una recuperación más lenta… He tenido que aprender a caminar de nuevo, como un niño. ¿Qué tal? Derrengado, descuajeringado, desconchabado, ¿cómo puedo explicarle?
—Entiendo –tragó saliva ante la andanada de términos inextricables–. Magnífico, señor, impresionante –Jeldres se lo quedó contemplando como si estuviera recorriéndolo con un rayo detector.
Lisboa sonrió complacido antes de emprender su ataque.
—Sé que cuida mis intereses. No abrirá su boca hasta asegurarse que soy su jefe. Acérquese. No quiero que nadie oiga lo que diré.
El asistente se aproximó al joven recostado en la cama y puso la oreja frente a sus labios. El mocetón recitó en voz bajísima una larga y complicada frase mientras el compuesto visitante palidecía progresivamente.
—No cabe duda –musitó apenas–, ¡es usted, don Jerónimo!
Cayó de rodillas junto al lecho, trémulo, como si se le hubiera manifestado una divinidad. Lisboa lo observó con una mezcla de piedad y resignación, tal y cual habría hecho dios con uno de sus creyentes. Después, con gran calma, se despegó de los cómodos almohadones y acarició la cabeza de su vasallo.
—Hijo, estoy aquí –utilizó una voz paternal y cariñosa–, no soy una aparición, ni un milagro, menos un fenómeno sobrenatural. No vayas a intentar defenestrarme. Soy tu patrón, el mismo de siempre, en versión remozada. Joven y viejo a un tiempo. Medio derrengado, pero…
Marco Antonio levantó la cabeza para enseñarle su rostro bañado en lágrimas.
—Pensé que jamás lo encontraría de nuevo –tomó su mano para besarla con devoción–, tenía miedo de perderlo, patrón. Mi vida depende de la suya…
El joven viejo miró a su asistente con afecto, conmovido por sus palabras y actos. Tras unos segundos sonrió con picardía.
—Mal negocio mi retorno, Marco Antonio, ya sabes que mi muerte te había reportado ganancias importantes.
—Usted sabe que tengo más de lo que necesito… carezco de ambiciones, señor, aunque ello me cueste su desprecio.
—Lo quieras o no, tendrás lo tuyo. Igual te entregaré parte de mis negocios. Eres leal… y obcecado. Si solo dejaras de lado esas creencias absurdas que te absorben el seso…
—Mis creencias me han hecho honrado, don Jerónimo –bajó la vista, como si se avergonzara por lo dicho–, son como una moneda: aunque tenga dos lados, es una sola unidad.
—Tienes razón, papanatas. Ahora siéntate allí y saca el cuaderno de tu cartapacio. Tienes que anotar las tareas que te ocuparán las próximas semanas. Me refiero a lo que tú personalmente deberás hacer –enfatizó el pronombre para recalcar la importancia de lo que iba a confiarle–. Después hablaremos de las cosas que delegarás en terceros. ¿Entendido, pelafustán? El asistente asintió resignado y enarboló el lápiz como si se tratara de una temible arma. Ignoraba el alcance de los apelativos que le espetaba su jefe, pero optó por no exigirle aclaraciones. El joven se reclinó en sus almohadones y cerró los ojos para concentrarse.
—Hablarás con el abogado Walter Arriaza sobre mi heredero. Con él y con nadie más, ¿entendido, truhan? No aceptes que te ponga como contraparte a uno de sus asistentes. Mira que dilapido una fortuna en sus honorarios.
—¿De qué heredero me habla? Que yo sepa, usted no tuvo descendencia, ¿o hay algo que desconozca? –Marco Antonio se inclinó hacia su patrón.
—Sabes todo acerca de mi vida, más que nadie. No seas mentecato.
El asistente se reprimió de preguntar acerca de aquella nueva palabra desconocida, otro de aquellos extravagantes arcaísmos que tanto le agradaba utilizar a don Jerónimo. No cabía duda de que se trataba de él, aunque ahora residiera en un cuerpo diferente.
—Sucede que debo heredar mi propia fortuna. No puedo aparecer por allí declarando que me he trasladado al cuerpo de un clon y ya… ¿verdad? Terminaría en la cárcel o en el manicomio. Me vería como un sujeto atrabiliario, ¿entiendes?
—No sé qué significa atrabiliario –tarde se tapó la boca.
—Deberías dedicarte a leer diccionarios, como hacía un poeta que conocí un siglo atrás. Buscaba palabras extrañas para incluirlas en sus poemas. Significa irascible, cascarrabias, ¿te hace sentido?
— Para eso no necesita ir a la cárcel o al manicomio –aseveró el asistente en un arrebato de confianza del que se arrepintió–. Pero comprendo. Requiere una nueva identidad, una historia convincente. Ante el mundo debe transformarse en su propio hijo. ¿Eso es?
—A Jerónimo Lisboa, o mejor dicho a su antiguo cuerpo, le daremos cristiana sepultura una vez resuelta esta dificultad. El fantoche de Arriaza tiene capacidad y contactos para solucionar toda clase de problemas, sobre todo si se le estimula con la sustancia mágica: dinero…
—Mmm –gruñó Jeldres entre dientes–, es uno de esos tipos que adora al becerro de oro.
—No empieces a recitar versículos bíblicos porque vas a impacientarme. Te decía que enterraremos el cuerpo de Jerónimo Lisboa en cuanto posea mi nueva identidad. Urquiola puso los restos en el congelador a la espera del momento apropiado. Extenderá el certificado de defunción y fin. Arriaza hará lo suyo para resucitarme legalmente.
—Déjeme adivinar. Será hijo único y se llamará igual que el padre.
—¡Brillante! No quiero cambiar de nombre. Seré el vástago de mí mismo. Un bebé de probeta crecido en el vientre de una fémina que arrendó su útero al plutócrata excéntrico.
Jeldres rechinó los dientes al oír tanto vocablo desconocido, pero no abrió la boca.
—Bueno, te vas donde el petimetre de Arriaza y le proporcionas cuanto necesite para cumplir con el deber.
—¿Y qué le digo, don Jerónimo? Podría creer que se trata de una estafa.
—¿Crees que puede amedrentarse ese cocodrilo hambriento? No te preocupes, antes hablé con él y lo instruí de manera precisa. Obedecerá tus órdenes. Si no lo hace, no solo perderá una fortunilla, sino que su exitosa vida se vendrá abajo —el postrado joven dejó escapar una carcajada que al asistente le resonó algo siniestra.
—¿Lo está chantajeando? –preguntó horrorizado el regordete secretario, con los ojos dilatados como limones.
—Es una opción –comentó el joven–, pero imprecisa. Más bien estoy protegiendo un preciado secreto suyo. Una debilidad, podría decirse. Es una forma de protegerlo –sonrió paternalmente–. No todos son seres tan correctos e intachables como tú, Marco Antonio Jeldres. Hay demasiadas flaquezas en este mundo –guardó silencio unos segundos–. Solo tienes que ir a verlo. E instruirlo. Hará lo que pidas, sin hacer preguntas. Al término conforme le pagas un millón de machacantes.
—Entendido –asintió con resignación el disciplinado asistente– ¿qué más?
—Varias cosas más, pero la primera es la fundamental. También te encargarás de los preparativos para mi sepelio.
—¿Sepelio?
—Funeral, exequias ¿no sabes español? Eres asaz ignaro, mi buen amigo. Buscarás una mansión adecuada para mi nueva
vida. Algo más juvenil, moderno, donde puedan organizarse buenos saraos.
—¿Asados? –preguntó el colapsado Jeldres, a punto de experimentar un desvanecimiento lingüístico.
—Saraos, fiestas, celebraciones –el joven, abrumado por tanta consulta, sacudió la cabeza con una dosis de impaciencia en crecimiento–. A orillas del mar. Una casa fastuosa, innovadora, exquisita. Asesórate con un arquitecto de vanguardia. Los gastos dan lo mismo. Para eso mi versión antigua se dedicó a acumular dinero. Don Jerónimo Lisboa versión uno.
Jeldres lo miró con reproche, cuestionando la dilapidación que el viejo jamás habría permitido. Lisboa, el nuevo Lisboa, comprendió la severidad del sermón implícito e intuyó que debía aclarar el tema.
—Lo que yo haga con mi hacienda es asunto mío. Eso incluye, por ejemplo, la gruesa suma que te transferiré por tus servicios –explicó con severidad–. De modo que guarda tus miradas amonestadoras para otra ocasión. O deja de estar a mi servicio. No temas por el legado que anuncié: es por servicios prestados en el pasado, no en el futuro. Siéntete libre, pero debes decidir si continuarás trabajando conmigo.
Le clavó aquellos ojos negros, inquietantes, refulgentes de energía, cuya fuerza de voluntad conocía desde hacía demasiados años. Jeldres meditó unos segundos. ¿Qué otra actividad podría desarrollar? Retirarse era una alternativa viable con sus ahorros, más aún teniendo en cuenta el cuantioso donativo del viejo, pero retirarse a qué… ¿a elevar plegarias a ese dios del que empezaba a dudar a partir del milagro de la resucitación de Jerónimo Lisboa? Mecánicamente secó el sudor de su frente con otro pañuelo, que sacó del bolsillo. ¿A disfrutar de placeres terrenales lejanos a sus códigos morales?
¿Afiliarse a una organización sin fines de lucro, ayudar a ancianos enfermos y abandonados, niños en situación irregular, víctimas de violencia extrema? Refunfuñó al imaginar esa
clase de vida que lo sumergiría en el más atroz aburrimiento. Solo imaginaba continuar junto al caprichoso y extravagante millonario. Aunque habría cambios, estaba seguro. La sangre joven corriendo por sus venas lo haría menos prudente. Tembló de pavor en sus pensamientos. Eso aumentaba la importancia de su presencia como factor de equilibrio. Tenía que contestar ahora.
—Sí, don Jerónimo –dijo con gran firmeza–, continuaré a su servicio mientras usted lo requiera.
—Excelente –repuso satisfecho–. Entonces seguirás llevando mis negocios. Estoy disponible para cuando tengas dudas, Urquiola dice que en dos meses estaré convertido en un ser humano normal.
—No veo nada anormal en usted. El joven rio de buena gana.
—Aquí en la cama me veo bien, pero si me vieras caminar… mejor dicho, tratando de caminar. Un bebé lo hace mil veces mejor. Aprender a utilizar un nuevo cuerpo es una tarea ardua y lenta, supieras lo que he tenido que pasar –guardó silencio unos segundos mientras repasaba secuencias de penurias inenarrables–. Al comienzo utilicé un exoesqueleto, los débiles impulsos nerviosos eran transmitidos a los músculos –que poco y nada entendían mis órdenes– y de allí al traje especial. Un desastre. A pesar de todo he recuperado la movilidad desde la cintura hacia arriba en un porcentaje muy alto. De las caderas hacia abajo es otro asunto. Estoy descuajeringado, como si me hubiera despernancado. Incluso puede que dos meses no sea tiempo suficiente. Ya lo sabremos. Dos meses tienes para resolver estos asuntos: nacimiento, entierro, herencia. Cuenta conmigo para los asuntos más complejos, eso aliviará tu jornada mi buen amigo. Me alegra muchísimo que sigas conmigo –sonrió con real afecto al asistente.
A Jeldres le agradó aquella proximidad. Concluyó que por primera vez el magnate lo trataba como a un amigo. Quizás era
una manifestación positiva de aquel rejuvenecimiento repentino y milagroso. De aquella herejía hecha realidad. Tenía mucho para reflexionar.
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