Dibujos de Hiroshima - Marcelo Simonetti

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Dibujos de Hiroshima

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Una historia llama a la puerta

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Del día en que su abuelo murió, Renzo Nakata recordaba dos cosas. La mariposa que entró al dormitorio pocos segundos después que dejara de respirar. Y las últimas palabras que salieron de su boca, que en rigor fueron una sola: “Hiroshima, Hiroshima”.

A nadie sorprendió que ante la inminencia de la muerte, el abuelo recordara la ciudad donde había nacido y vivido hasta que sus padres optaron por una vida distinta al otro lado del mundo. Sin embargo, para Renzo esas palabras encerraban algo más, una suerte de mensaje cifrado que el abuelo había dejado caer como si develara una cuenta pendiente.

El abuelo no había sido un japonés tradicional. Los años en Valparaíso terminaron por convertirlo en un personaje distinto A ratos adoptaba en sus modos ese minimalismo tan propio de sus compatriotas, a lo que sumaba una pasión por la caligrafía oriental. Podía pasar horas en solitario, encerrado en su estudio, empeñado en esas formas tan particulares de la escritura japonesa.

Pero la mayor parte del tiempo se confundía con los habitantes de la ciudad: entrando y saliendo de los mercados, acodado en la barra de un bar donde tomaba una malta con huevo, subiendo y bajando los cerros en el ascensor Reina Victoria o El Peral. Renzo siempre tuvo la sensación de que su abuelo buscaba algo, una respuesta, la pista de un rompecabezas que no podía armar del todo.

Suponía también que aquellas tardes cuando se quedaba largos minutos en el muelle Prat, viendo el movimiento de las lanchas y los barcos, fumando un cigarro, y luego otro, y otro más, el abuelo trataba de conectarse con un territorio que estaba lejos del que habitaba. Tal vez era Hiroshima, tal vez el mundo de los muertos, tal vez otro que Renzo no podía imaginar.

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Toda la familia Nakata se había librado del horror de la bomba. El azar o la previsión de los mayores los empujó a dejar Hiroshima en el verano de 1937. Aunque inicialmente habían resuelto radicarse en Perú, donde había una abundante colonia japonesa, un malentendido los hizo permanecer en el barco una vez que este atracara en el puerto de El Callao. Cuando desembarcaron en Valparaíso quedaron maravillados con esa ciudad que se desplegaba frente a ellos con la irregularidad de una ostra. El abuelo de Renzo tenía entonces once años.

La guerra trajo consigo días duros para la familia Nakata. Pasaron a ser los otros, los del bando contrario. Comenzaron a ser vistos con sospecha. Les quitaron el saludo. Cuando los aliados dejaron caer la bomba sobre Hiroshima hubo quienes celebraron. Los festejos se repitieron con la bomba en Nagasaki. Los Nakata no tuvieron tiempo de compadecerse de la suerte de sus compatriotas. Entendieron que había dos caminos: huir, iniciar una nueva vida en otro lugar o dejar de honrar la memoria de sus antepasados. Prefirieron el olvido. -

El tiempo suele curar las heridas, pero debieron pasar varios años para que la guerra fuera parte del pasado y los Nakata volvieran a ser lo que alguna vez habían sido para sus vecinos. El abuelo de Renzo consiguió ganarse la vida con un centro de lavado: lavaba, secaba, planchaba. Vivió de eso hasta la mañana en que su corazón dejó de funcionar, hasta el día en que una mariposa entró en su dormitorio segundos después de pronunciar sus últimas palabras que, en verdad, fueron solo una: “Hiroshima, Hiroshima”.

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Lentamente, todos los Nakata fueron acostumbrándose a su ausencia. Todos menos Renzo, quien estaba convencido de que el abuelo sobrevivía en las palabras no dichas, en las historias no contadas, en los silencios. Hubo ocasiones en que creyó verlo regresar: oía la llave en la cerradura, sus pasos, el silbido de siempre y sin embargo nada de eso ocurría. O al menos no de la manera en que Renzo hubiera querido.

Sin buscarlo, comenzó a repetir algunas de las rutinas del abuelo. Entraba y salía de los mercados, se acodaba en la barra de algún bar para tomar una malta con huevo, subía y bajaba los cerros en el ascensor Reina Victoria o El Peral. También llegaba hasta el muelle Prat para ver las lanchas y los barcos.

Supuso que era algo normal, parte del duelo por el que cualquier deudo debía pasar. Pero cuando el abuelo se hizo una presencia recurrente en sus sueños, intuyó que su historia no había terminado de escribirse

En uno de esos sueños, Renzo seguía a su abuelo por una Hiroshima brumosa. Lo seguía hasta perderlo en medio de la niebla. Entonces, un ruido soterrado inundaba el sueño, un ruido que se hacía insoportable, que crecía hasta convertirse en un silencio triste.

En otro de los sueños, el abuelo era un niño que lo miraba desde una ventana trizada, mientras los pájaros se estrellaban, torpes y porfiados contra el vidrio.

El estudio del abuelo había permanecido inalterable desde el día de su fallecimiento. Una mezcla de pudor y respeto llevó a los padres de Renzo a concluir que aquello era lo más prudente. Había también cierta inexperiencia para lidiar con el tema de la muerte y quizá por lo mismo esa sala pasó a ser un lugar que los Nakata ignoraban, como si no existiera.

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Un día, Renzo giró la llave de la puerta y se coló hasta el estudio. Le resultó extraño ingresar a ese orden tan propio del abuelo. De no mediar una finísima capa de polvo que cubría los muebles, cualquiera pudo haber asegurado que el abuelo acababa de salir de ahí. La luz que ingresaba desde una ventana superior las celosías impedían el paso por las ventanas inferiores parecía confirmar aquello, brindándole a ese mediodía una cotidianidad mayor.

Renzo sabía que buscaba algo, pero no sabía qué. Revisó la agenda del abuelo, también algunos cuadernos de anotaciones y una veintena de libros sin encontrar nada que valiera la pena. Cuando ya se daba por vencido, en uno de los cajones del escritorio halló una caja circular del tamaño de un vinilo. Le llamó la atención el diseño: era plateada y en sobrerrelieve aparecía un árbol que a Renzo le recordó el hongo atómico que se levantó en Hiroshima en agosto de 1945. Dentro de la caja había unos dibujos con trazo infantil, unos papeles de arroz sobre los cuales se desplegaban las formas de la caligrafía japonesa. En el fondo, un par de cartas, dobladas cuidadosamente, y unos poemas en los que pudo reconocer la letra del abuelo.

Uno de esos poemas se titulaba «Mañana» y decía así: “Sueñan:/ un obrero sueña, clavando la piqueta,/ con el sudor convertido en cicatrices/ por la explosión./ Una esposa sueña, inclinada sobre la máquina de coser,/ entre el olor enfermo de su piel desprendida./ Una vendedora de boletos sueña, con las cicatrices ocultas,/ como pinzas de cangrejo, en ambos brazos./ Un vendedor de cigarrillos sueña,/ con astillas de cristal clavadas en el cuello./ Sueñan:/ que gracias a un elemento hecho de pechblenda y canotita,/ mediante una interminable cadena de energía,/ los desiertos hambrientos se convierten en fértiles campos;/ que brillantes canales circundan la ladera de montañas labradas;/ en ciudades y pueblos construidos de oro puro,/ bajo soles artificiales, en los desiertos del Ártico./ Sueñan:/ que banderas de fiestas ondean/ a la sombra de árboles donde descansan los trabajadores/ y labios benignos relatan las leyendas de Hiroshima./ Sueñan: que esos cerdos con forma humana,/ que no saben

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emplear el poder del centro de la tierra si no es para matar,/ sobreviven solo en libros ilustrados para niños;/ que la energía de diez millones de caballos de vapor por gramo,/ mil veces más fuerte que el más poderoso de los explosivos,/ será puesta por el átomo en manos de la gente;/ que la rica cosecha de la ciencia, se transmitirá en paz a la gente,/ como racimos de suculentas uvas,/ húmedas de rocío recogidas al amanecer”.

Cuando terminó de leer, Renzo sintió como si un fuego lo quemara por dentro. Guardó el poema dentro de la caja circular y, sigilosamente, salió de la sala con ella bajo el brazo.

Esa noche releyó el poema y entendió que, de alguna manera, su abuelo nunca se había ido de Hiroshima.Dentro de las cartas que el abuelo guardaba, hubo una, en particular, que llamó la atención de Renzo. Ya el “querido y recordado Ryu” que encabezaba la página le resultó sorpresivo. Las líneas que seguían no abandonaban el tono cercano y cariñoso con el que Tadao interpelaba a su “viejo amigo”. La carta detallaba la vida en Hiroshima, la forma en que el paso de los días iba cambiando la cara de la ciudad, el espectáculo de los cerezos en flor. También se adentraba en cuestiones familiares, como el nacimiento de su primera nieta, Akiko, y la enfermedad que aquejaba a su padre. Finalmente, a lo largo de cuatro párrafos, se volcaba a una argumentación que tenía por objeto que el abuelo de Renzo considerara la posibilidad de un regreso.

“Deberías volver, querido Ryu. Aunque solo sea por unos días. La ciudad ya no es la misma que alguna vez conociste. Ni siquiera es la misma de hace diez o veinte años atrás. Pero acá están tus raíces, los antepasados de tus antepasados, los que crecieron contigo, la materia prima de tus emociones y afectos”. La correspondencia cerraba con un “siempre estás en mis recuerdos, Tadao”.

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La lectura de la carta dejó confundido a Renzo. ¿Cómo nunca antes nadie había mencionado a este amigo del abuelo?, ¿por qué ni siquiera él había dicho que mantenía correspondencia con Hiroshima?, ¿sus padres estaban enterados de esto?

Tendría que averiguarlo.

La madre de Renzo le dijo que más de una vez ella había recibido correspondencia para el abuelo venida de Japón. Lo sabía por los matasellos y por los nombres con clara ascendencia nipona. No estaba en condiciones de recordar ninguno. Por lo demás, el abuelo siempre había sido muy reservado respecto de esas cosas.

El padre de Renzo recordaba haber oído al abuelo hablar de un par de amigos que le contaban noticias de Hiroshima y creía recordar también que alguna vez uno de esos amigos había viajado hasta Chile para visitarlo.

Nunca lo vi. Tampoco recuerdo su nombre. Tengo la idea de que sí vino alguien a verlo. Pero como dice la mamá, él no hablaba mucho. Todo lo que yo sé de Hiroshima, lo poco y nada que sé de la vida de nuestros antepasados lo sé porque me lo contó mi abuela.

Se llamaba Tadao.

¿Cómo?

El amigo del abuelo. El que le escribía. O el que alguna vez le escribió. Tadao.

No. No me suena. ¿Tú escuchaste alguna vez algo sobre un Tadao?

No.

¿Por qué nunca regresaron?, ¿por qué nadie de la familia ha querido volver a Hiroshima?

No lo sé. Nosotros, al menos, no tenemos a nadie allá. Y tu abuelo, no sé, a lo mejor tenía un poco de miedo.

¿Un poco de miedo?

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Sí. Miedo a no reconocer la ciudad que dejó.

¿Ustedes sabían que el abuelo escribía poemas?

¿El abuelo poeta? No creo

Escuchen esto: “Devuélvanme a mi padre,/ devuélvanme a mi madre,/ devuélvanme a mi abuelo y a mi abuela; / devuélvanme a mis hijos y a mis hijas,/ devuélvanme a mí mismo./ Devuélvanme a la raza humana./ Mientras esta vida dure, esta vida,/ devuélvanme la paz,/ que nunca se acabe”.

¿Eso lo escribió el abuelo?

Estaba entre sus papeles junto a otros poemas. Es su letra. Miren dijo Renzo y les alcanzó la hoja de papel de arroz en la que el abuelo había escrito el poema.

Ese poema no es de él.

Es su letra.

Sí, pero no es de él. Yo lo conozco. Lo he leído. No sé dónde, pero lo he leído. Estoy seguro.

En verdad, ese poema era de Sankichi Toge; ese, también el que se titulaba «Mañana» y un par más que el abuelo había transcrito. Renzo supuso que había en ellos lo que suele haber en la mayoría de los buenos poemas: una verdad que es más cierta y profunda que la verdad de los hechos. Eso debió ver el abuelo en los versos de Toge. Al igual que él, Toge había nacido en Hiroshima pero nunca abandonó su tierra. Estudió comercio para emplearse luego en la Compañía de Gas de la ciudad. Alternaba su trabajo de oficinista con la escritura de poemas de amor. Uno de los estudiosos de su obra apunta que “la estética que la poesía de Sankichi Toge alcanzó luego de la bomba en Hiroshima está a años luz de aquello que escribía cuando su ciudad natal estaba lejos del horror y la barbarie”.

El 6 de agosto de 1945, Toge estaba exactamente a tres kilómetros del lugar donde cayó la bomba. Como todos los habitantes de Hiroshima, apenas pudo reaccionar: la luz blanca lo cegó y la onda expansiva lo elevó y lo lanzó a varios metros de distancia

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de donde desayunaba. Sobrevivió. El tiempo suficiente para escribir los poemas de la bomba atómica. En 1949 fue hospitalizado por una afección pulmonar. En 1953 moría a consecuencia de la radiación. Tenía solo 36 años.

Renzo volvió a leer los poemas de Sankichi Toge. Cerró los ojos y trató de imaginar las cosas que hubiera escrito el abuelo No pudo hacerlo. La tristeza lo venció.

En las semanas siguientes, Renzo buscó más información sobre Hiroshima y sobre los orígenes de la familia Nakata. Incluso fue hasta la embajada de Japón. Todo resultó en vano. Era como buscar un grano de arena en el desierto; si al menos hubiera sabido qué era lo que quería encontrar. La imagen del abuelo profiriendo esas últimas palabras que en verdad fueron solo una volvía a él cada tanto, pero cada vez con menos fuerza. Hiroshima fue quedando de lado y las obligaciones propias de la vida universitaria, lo mismo que su relación con Alejandra lo llevaron a olvidarse del asunto.

Suéltalo. Deja que el recuerdo de tu abuelo se vaya. Le hará bien a él, también a ti le dijo Alejandra una tarde, recostados sobre el pasto de los jardines universitarios.

No hay nada malo en recordar.

Pero hay formas y formas de hacerlo.

Quizá tengas razón dijo Renzo y con delicadeza le tomó la cara con las manos y se acercó para besarla.

El profesor Ramírez tenía una particular manera de entender las palabras. Se paseaba delante de la clase eligiendo con cuidado cada una de ellas. Como si antes de salir de su boca las paladeara, igual como se hace con un buen vino. “En las palabras está el secreto de todo. No solo denotan y connotan. También nos movilizan, nos doblegan, nos provocan a hacer algo. Ahí reside su importancia mayor”, decía. Todos los

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estudiantes caían seducidos por su forma de entender el lenguaje, de ahí que los alumnos que tomaban sus ramos soñaran con cambiar el mundo a partir de una historia. Renzo Nakata no era la excepción, tampoco Alejandra.

De su mano, los estudiantes conocieron aquellos autores que hicieron más ancho el territorio del periodismo al adentrarse en los caminos de la «No ficción»: Gay Talese, Alma Guillermoprieto, Ryszard Kapuscinski, Truman Capote, Gabriel García Márquez, Gunter Wallraff, Rodolfo Walsh y tantos otros. En el viaje hacia la escritura de esos autores, el profesor Ramírez quería que sus estudiantes encontraran el camino propio. Por eso los azuzaba, por eso los provocaba.

A veces las historias se encuentran en los lugares menos pensados. Capote halló «A sangre fría» en tres míseras líneas de una breve policial. Walsh conoció una hebra de la historia de «Operación Masacre» mientras conversaba con un amigo en un café de Buenos Aires. ¿Dónde buscarán ustedes?, ¿dónde meterán sus narices?, ¿lo saben?

Renzo y Alejandra no lo sabían. Por eso, al día siguiente, salieron a buscar: en los avisos clasificados, en los obituarios, en las cocinerías del mercado Cardonal, en las conversaciones que los colectiveros de la plazuela Ecuador tenían con sus pasajeros, en los rayados que los parroquianos del «Roma» hacían en las mesas.

Precisamente en una de esas mesas fue donde Renzo halló la historia que buscaba: la de Fabián Aristimuño La descubrió debajo de una botella de litro de «Escudo». Decía así: “Hablo con gente muerta. Llámame. Fabián”. De primeras, dudó. ¿Era una broma? Se lo comentó a Alejandra y su primera reacción fue soltar una carcajada.

¿Por qué te ríes?

Es una trampa. Si lo llamas, es porque estás muerto.

¿Cómo?

Él habla con gente muerta. Si hablas con él es porque estás muerto.

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No seas tonta.

Renzo apuntó el teléfono que aparecía bajo el nombre de Fabián. Al otro día digitó el número y para su sorpresa, del otro lado, una voz cavernosa le respondió. Fue un diálogo breve. Quedaron de verse esa misma semana en el «Roma»

Fabián Aristimuño ofrecía la imagen de un ser mitológico. Llevaba un abrigo largo y una barba que bajaba como una catarata por su pecho. En el dorso de su mano lucía un tatuaje de un hombre tocando el saxo. “Es Johnny Carter, el protagonista de «El perseguidor», el cuento de Cortázar”, le dijo. Cuando se sentó frente a él, Renzo vio en sus ojos una profundidad tan abisal que intuyó que podía ver lo que otros no veían. Le contó quién era y por qué estaba interesado en hablar con él. Fue Aristimuño el primero que entró en materia.

Hablar con los muertos me calma.

¿Te calma?

Los muertos viven con nosotros, pero en otra realidad temporal. ¿Entiendes?

No están muertos.

Están muertos. ¿Cómo no van a estar muertos? Pero la muerte es una bendición. Llegan al Nirvana, a un estado de equilibrio absoluto. ¿Entiendes? El tiempo para ellos no es lineal. Los muertos gobiernan el tiempo desde antes de Adán y Eva. Imagínate Desde antes de Adán y Eva. Esa permanencia eterna me calma, me tranquiliza.

Al cabo de una hora de conversación, Renzo llegó a la conclusión de que Fabián Aristimuño estaba loco. Pero tenía una manera tan atractiva de presentar su locura que supo que se trataba de una historia que debía contar.

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Johnny Carter, por ejemplo, él es un muerto. Ha entendido que el tiempo no solo es una convención, también es una realidad que se puede habitar. ¿Leíste «El perseguidor»?

No.

Ah, claro Bueno, Johnny Carter es en verdad Charlie Parker, el músico. ¿Lo conoces a Parker?, ¿has oído alguna vez Dizzy Atmosphere? Tarararararará, tarararará, tararararará… Debieras oírlo, de verdad debieras oírlo. ¿Cómo era tu nombre?

Renzo.

Sí, claro, Renzo. Bueno, Johnny Carter, o sea Charlie Parker, en el cuento de Cortázar, dice que el tiempo es como un ascensor. ¿Entiendes? Estando en la caja tú puedes moverte entre un piso y otro. Ahora está en el presente, luego subes al futuro, ahora estás en el pasado. Los muertos saben habitar esa caja. Para ellos no hay ayer, no hay futuro, no hay presente. Pucha, no me entiendes, ¿cierto?

Trato.

El metro. Esto también lo dice Johnny Carter. Se sube al metro en una estación. Entra en sus recuerdos. Se acuerda de su vieja, de su familia. Se acuerda de los días en que tocaba en un club de jazz. Revive una noche entera y después, o antes, ¿entiendes?, después o antes un amigo le cuenta una historia de caballos salvajes, y después o antes escucha a su vieja recitar una oración larga eterna. Tarararararará, tarararará, tararararará… No sabe cuánto tiempo ha estado en sus recuerdos. Pero cuánto tiempo dirías tú que ha pasado.

Quince minutos.

Eso mismo dice en el cuento, pero en realidad, Johnny Carter, cuando sale de sus recuerdos, ha avanzado apenas una estación. ¿Te fijas?, ¿entiendes? El tiempo es elástico. Para los muertos el tiempo es elástico. A veces creo que estoy muerto.

Cuando el profesor Ramírez leyó el perfil que Renzo Nakata había escrito sobre Fabián Aristimuño, no solo le puso un 7. También le pidió llevarlo al «Roma» a conocer a ese

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hombre. Aunque encontraron el rayado en el que se podía leer eso de “Hablo con gente muerta. Llámame. Fabián”, Aristimuño nunca más volvió a aparecer Telefonearon a su número. Fue inútil.

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Ese año ocurrieron dos cosas que alteraron la rutina estudiantil de Renzo Nakata.

Una fue la lectura del libro «Hiroshima», de John Hersey. La imagen de la señora Nakamura, abriéndose paso a manotazos frenéticos en busca de sus hijos, segundos después de haber quedado encandilada con el blanco más blanco que hubiera visto, lo perturbó con violencia. Pensó en su abuelo y en la madre de su abuelo, en el destino que hubieran vivido de no haberse embarcado rumbo a América casi diez años antes de que los norteamericanos lanzaran la bomba. Cada vez que volvía sobre esa imagen, descrita con maestría por Hersey, unas agujas le clavaban el corazón.

La otra cosa que marcó un antes y un después en la vida de Renzo Nakata fue el sobre que llevó el cartero justamente la mañana del 6 de agosto de ese año La firmaba Tadao Kobayoshi, quien creía que su abuelo aún estaba vivo.

Le llamó la atención el papel de arroz en el que la carta había sido escrita. También la pulcritud y belleza de la caligrafía. Cada página parecía una obra de arte. Además, Tadao Kobayoshi manejaba el español con toda naturalidad, al punto que el cariño que profesaba por su amigo podía advertirse en cada palabra. A medida que leía, Renzo no podía entender cómo esa relación de amistad se había mantenido a pesar de la distancia y los años. Era una carta hermosa que, para sorpresa de Renzo, contenía un enigma. En uno de los párrafos, Tadao Kobayoshi hacía referencia a un hallazgo importante: “Es probable que no me creas. La historia puede ser inverosímil. Finalmente he encontrado la pieza que faltaba para resolver el puzle. Increíble, ¿no?

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Hemos tenido que hacernos viejos para acercarnos a la verdad. Por eso vuelvo a pedirte que regreses. Resolveremos el misterio juntos. Solo te ofreceré una pista: Natsuki. Para saber el resto de la historia tendrás que viajar”.

Esa noche, Renzo Nakata no pudo dormir. ¿Qué había descubierto Tadao Kobayoshi?, ¿cuál era la verdad de la que hablaba en la carta?, ¿qué significaba Natsuki? Se sentó frente al computador para buscar alguna referencia del amigo de su abuelo. No tuvo suerte. Entonces, tomó papel y lápiz, y escribió.

A la mañana siguiente estaba frente al buzón de correos depositando la carta con destino a Hiroshima.Espero semanas y meses, hasta convencerse de que no tendría respuesta.

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“Las historias no solo se escriben, también se habitan”, dijo Ramírez y un silencio de noche se extendió por la sala. Se acomodó el mechón que le caía sobre la frente y caminó entre los alumnos saboreando la tensión que algunas de sus sentencias sembraba en ellos. Alejandra levantó la mano y preguntó: “¿Qué quiere decir exactamente con habitarlas, profesor?”. Ramírez se detuvo con un dramatismo teatral y, poniendo sus ojos sobre la muchacha, respondió: “Habitarlas con intensidad, con los sentidos alerta, conocerla a fondo, sus rincones, sus grietas, los lugares donde anidan los miedos, los espacios placenteros, sentirla propia, como la habitación en la que crecimos. Vivirla, con todo lo que eso implica”. Tras eso apoyó su tesis en varios ejemplos: desde Hemingway y «El viejo y el mar» hasta Susan Orlean y «El ladrón de Orquídeas». Luego citó a Borges y su idea respecto de aquellos lectores que leen para encontrar el mundo al que pertenecen. Como esos lectores, muchos escriben para descubrir las historias de las que, sin saberlo, forman parte. “Solo debemos estar

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atentos para saber cuando una historia a la que pertenecemos toca a nuestra puerta”, dijo en el momento justo en que una cuadrilla de aviones cruzó el cielo obligando a los alumnos a mirar por la ventana.

Ahí acaba de pasar una historia dijo y todos se echaron a reír.

Esa mañana, Renzo Nakata supo que debía hacer todo lo posible por viajar a Hiroshima, que esa historia le pertenecía.

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Una tarde de verano, luego de echar a su mochila una fotografía de su abuelo, las cartas que Tadao Kobayoshi le había escrito y el libro de John Hersey, abordó el vuelo que lo llevaría a la ciudad donde Ryu Nakata había vivido sus primeros años de vida.

Hiroshima, la primera experiencia

La herencia oriental se había atenuado en los rasgos de Renzo Nakata. Hasta la forma de sus ojos había ido cediendo terreno a los genes sudamericanos. Aun así, cuando abordó el avión pudo reconocerse en algunas caras de los pasajeros que se acomodaban en sus asientos. A esas alturas no iba a renegar de su naturaleza tercermundista, pero había algo que lo hermanaba con esos pasajeros que le recordaban al abuelo: la delicadeza en sus movimientos, la sencillez de carácter, la paz que parecían irradiar.

Era un viaje largo, cerca de 27 horas. Nunca antes había volado por tanto tiempo. Se ajustó el cinturón, cerró los ojos y antes de que el avión despegara se sumió en un sueño profundo. En ese sueño, del otro lado de una ventana trizada, volvía a aparecer

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el abuelo convertido en un niño. Aunque no era exactamente su cara, Renzo lo reconoció por la chaqueta que llevaba: era la misma que el abuelo usó hasta el último de sus días una chaqueta color marengo, con coderas de cuero y un pañuelo rojo asomando por el bolsillo superior . Como en un sueño anterior, los pájaros volvían a estrellarse torpes y porfiados contra el vidrio, solo que esta vez la sangre ofrecía dibujos sobre la ventana. En el sueño, Renzo intentaba acercarse a esos dibujos, para descubrir qué eran, qué escondían. Pero una vez que se acercaba, los pájaros muertos echaban a volar.

Despertó con el aletear de los pájaros en sus oídos. A su lado, un chico hacía dibujos sobre un papel, apoyado en la bandeja desplegable. Supuso que era hijo de la pasajera que estaba ubicada en el asiento del pasillo. El niño debía andar por los ocho años y tenía los ojos de la madre, también sus labios, que apenas se insinuaban sobre la piel blanca. Trató de imaginar la historia que había detrás de la madre y el hijo. ¿Viajarían como él a la tierra de sus antepasados por primera vez? Probablemente no. A pesar de que no había pronunciado palabra, la madre parecía una japonesa auténtica. Minutos después, el niño se aburrió de los dibujos y le dijo a la madre algo que Renzo no alcanzó a entender. La madre le contestó acariciándole la cabeza. Las palabras que salían de su boca eran incomprensibles. Lamentó no haber aprendido algo de japonés. Intentó aguzar el oído pero fue imposible. La lengua era parte importante de la identidad de un pueblo. Por unos segundos recordó al personaje de Bill Murray en «Perdidos en Tokio». Se vio a si mismo tratando de sortear esa barrera gigante que suponía una lengua indescifrable. Tal vez el viaje a Hiroshima había sido un error. Quizá debió buscar en los lugares en los que el abuelo vivió de adulto. Observó el dibujo que el niño había hecho. No supo qué era. Parecía un árbol, o un pájaro con las alas extendidas, tal vez otra cosa.

Miró por la ventana. Solo vio nubes. Cerró los ojos.

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Afuera ya era de noche. La azafata empujaba el carrito con bebidas y licores. Pidió un jugo de naranja. Minutos después le llevaron una bandeja con pasta y carne. Comió sin prisa. Observando a los pasajeros que se levantaban para ir al baño. Cuando le ofrecían el café, el niño que iba en el asiento contiguo vomitó. Su madre alcanzó a acercarle la bolsa de papel en el momento preciso. De cualquier modo, el olor agrio le inundó el olfato. Para desentenderse encendió la pantalla de su asiento, eligió el idioma y jugó a «¿Quién quiere ser millonario?». Avanzó sin problemas en las primeras fases. Hasta que hubo una pregunta que no supo responder. Lo intentó varias veces. Para llegar al millón debía contestar quince preguntas. Al décimo intento quedó a tres preguntas del final: ¿Cómo se dice «olvido» en japonés? a) Monowasure. b) Inoshishi.

c) Kenbō. d) Oboete Iru. Si el abuelo hubiera estado a su lado pudo haberle dicho cuál era la respuesta correcta. Marcó «Oboete Iru». ¿Respuesta definitiva? Sí. Se equivocó. La opción era la a).

Pensó en el abuelo. Trató de recordarlo hablando en japonés. Recién ahí se dio cuenta de que nunca lo había oído. Tal vez cuando niño alguna vez le escuchó decir: ¡sayonara! Pero, ¿el resto del tiempo?, ¿por qué la distancia?, ¿por qué nunca el abuelo había vuelto a pronunciar las palabras que había aprendido de niño? Si el lenguaje era también una de las formas de la patria, ¿por qué el se había rehusado a vivir en él? Y si así había sido, ¿por qué poco antes de expirar recordó la ciudad que lo había visto nacer?

El avión aterrizó en Tokio, en el aeropuerto de Haneda. Una llovizna suave caía en el terminal aéreo. La señalética del aeropuerto estaba en japonés e inglés. Avanzó por los pasillos buscando la conexión el vuelo que debía llevarlo a Hiroshima. Contra todo pronóstico, no tuvo problemas en encontrar la puerta indicada en la tarjeta de embarque. Minutos después se ubicaba en el asiento A15. La azafata le hizo una pregunta en japonés. Debió reconocerlo como uno más de la tribu. Renzo, en inglés, le pidió que le repitiera la frase. La chica sonrió. Le dijo que solo estaba dándole la

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bienvenida. Luego repitió el saludo con el pasajero del lado. Ambos comentaron algo en japonés. Renzo supuso que hablaban de él. Miró alrededor y tuvo la certeza de que en ese vuelo solo había japoneses. Había cruzado un umbral. Intuyó que algo parecido debió vivir la familia de su abuelo cuando llegó a Valparaíso. ¿Cuánto tiempo tuvo que pasar para que ellos se sintieran como en casa?, ¿cuánto tiempo para aprender la lengua?, ¿para descifrar las costumbres y los acertijos cotidianos? Trató de imaginar cuánto demoraría él en entender y balbucear algunas palabras. Por suerte, Tadao Kobayoshi hablaba español.

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Desde lo alto, Hiroshima era hermosa. Los brazos del río Ote serpenteaban la ciudad como queriendo protegerla. Se preguntó si el piloto del «Enola Gay» habría tenido la misma sensación. A medida que el avión descendía los manchones verdes que crecían en medio del cemento le daban una frescura impensada. Recordó las últimas palabras del abuelo y quiso creer que en ellas había una declaración de amor. Improbable, tardía, pero declaración de amor al fin y al cabo.

El primer encuentro con la ciudad fue luminoso. Un transfer lo llevó hasta el departamentito que había arrendado por «Airbnb.com», a pocas cuadras del Parque de la Paz. Se sorprendió de las plazas y los niños que descubrió a medida que el vehículo avanzaba bajo una fina llovizna Había imaginado que Hiroshima sería una ciudad triste, recelosa. Sin embargo, lo que se le ofrecía a través de la ventana del transfer era distinto.

Detenido en un semáforo, cayó en la cuenta que todas las imágenes que tenía de la ciudad de su abuelo, por alguna extraña razón, prescindían de los colores. Incluso antes de viajar, cada vez que trataba de visualizar lo que vendría lo hacía en blanco y negro. En este punto, la ciudad también parecía reinventada: fresca y colorida, a pesar

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del frío. Los avisos publicitarios, los parques, los mercados, incluso la ropa de la gente, daban forma a un Pantone de colores más propio de un carnaval que de una ciudad destruida por la guerra.

El viaje era largo, así es que tuvo tiempo de pensar incluso en la familia Nakata que había quedado desperdigada por la ciudad. ¿Habrían sobrevivido? Y si así había sido, ¿no era lógico que hubieran tratado de comunicarse con la familia que había emigrado a Sudamérica?, ¿por qué nunca habían hablado de ellos? Tal vez, con un poco de suerte pudiera encontrarlos. -

Cuando llegó al departamento, le llamó la atención que era mucho más pequeño de lo que parecía en las fotos, al punto que por unos segundos pensó en la posibilidad de buscar otro lugar. Era un dos ambientes diminuto, con una cocinilla y un baño en el que el espacio era aprovechado al máximo. Satoru, su dueño, también parecía hecho a imagen y semejanza del departamento. Pequeño y delgado, tuvo la sensación de que no había otra posibilidad para habitar ese espacio. Por lo mismo, no se sorprendió de los arbolitos que estaban repartidos por todos los rincones. Satoru se dio el tiempo de enumerar ese pequeño jardín interior.

Aquí tienes un cerezo y el de allá es un cerezo rojo. Cuando florecen, son hermosos. No he visto otro espectáculo parecido en la naturaleza. Aunque mi árbol favorito es la glicina. Es la que está sobre los libros. En circunstancias normales crece hasta 30 metros. También tengo ciruelos y maples… dijo y se quedó unos segundos en silencio.

¿Qué pasa?

No te rías, pero les he dedicado tanto tiempo que a veces creo que yo también soy un bonsái.

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Renzo no dijo nada. Apenas sonrió. Quizá tenía razón. Tal vez había quienes terminaban pareciéndose al objeto de sus obsesiones.

Si quieres, mañana puedo llevarte a conocer la ciudad. Hay dos bicicletas. Si no llueve

Okey. Si no llueve.

Satoru se despidió haciendo una reverencia.

Sayonara dijo. Y ante la sonrisa incrédula de su invitado, agregó . Mis abuelos se despedían así.

Sayonara respondió Renzo e improvisó una reverencia.

Ya a solas, se tiró en la cama. Encendió el televisor y fue como estar en otro planeta. Una sensación de orfandad lo invadió. Miró el cielorraso, miró la ventana, miró su cuerpo yaciente sobre la colcha roja. Para no sentirse solo, escribió en un papel el nombre de las personas que quería. El abuelo encabezaba la lista.

El cielo estaba cubierto de nubes grises. La llovizna era más ligera de lo normal, casi piadosa. Los japoneses avanzaban por las calles con pasos cortos y veloces. Satoru iba delante suyo. Pedaleaba a buen ritmo. Desde el sillín de la bicicleta, la ciudad se revelaba ante sus ojos como una secuencia de fotogramas. Era extraño estar ahí, en la ciudad de su abuelo, y recorrerla como él probablemente nunca la había recorrido: en dos ruedas. Aun así, la posibilidad de que la ruta por la que él se desplazaba se intersectara con los recorridos que, siendo un niño, el abuelo había hecho, le provocó una emoción íntima. Mediaban más de ochenta años y una bomba atómica, pero era la tierra en la que Ryu Nakata había aprendido a caminar, a hablar, a leer

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3.

Era evidente que Satoru ignoraba lo que él estaba viviendo. Cómo podía saber que detrás de ese recorrido turístico se escondía un viaje emocional de dimensiones inciertas. A medida que Hiroshima se desnudaba delante suyo como si fuera una estriptisera tímida , Renzo comprendió que la ciudad también vivía a dos bandas: en las orillas del presente y del pasado.

A sus calles modernas, a los letreros luminosos, al metro, a los muchachos que caminaban conectados a sus móviles, se anteponía una ciudad muy distinta. Bastó que entraran al barrio de Nakjima y se detuvieran frente al esqueleto del edificio de la Prefectura de Hiroshima para que se diera cuenta. Coronado por una cúpula, se mantenía en pie a pesar de que la explosión de la bomba se produjo a solo 160 metros de distancia.

Me gusta venir a este lugar dijo Satoru.

Sí. Inspira paz.

Es más que eso. No sé si la palabra sea paz. A veces creo que aquí es posible hablar con los muertos.

Renzo prefirió guardar silencio. No supo si lo que Satoru había dicho debía entenderse en sentido figurado o literal. Por unos segundos pensó que entre él y Fabián Aristimuño podía existir una extraña conexión. Permanecieron parados frente al edificio, sin decir palabras, un par de minutos.

El edificio, conocido como la Cúpula Genbaku, era parte del Parque Memorial por la Paz que se había levantado a mediados de los 50 como homenaje a las víctimas. Entraron al parque y fueron recorriendo de uno en uno los lugares más emblemáticos: el Monumento a la Paz de los Niños, la Antorcha y el Estanque de la Paz, el Cenotafio, el Monumento a las Niñas de la Escuela Femenina. El Museo estaba cerrado por reparaciones, así es que optaron por orillar el río Motoyasu hasta llegar a un bloque de

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piedra en el que había una leyenda escrita. Satoru leyó en voz alta: “Devuélvanme a mi padre,/ devuélvanme a mi madre,/ devuélvanme a mi abuelo y a mi abuela; / devuélvanme ”.

Sankichi Toge dijo Renzo.

¿Cómo?

Ese poema es de Sankichi Toge.

Claro Es suyo ¿Leen en Chile a Sankichi Toge?

No.

Pero lo conoces.

He leído ese poema y un par más.

El estudió en el mismo colegio de mi abuelo.

¿En serio?

Si, él estaba muy orgulloso de su compañero. Lo admiraba por ser anarquista y poeta.

Tu abuelo sobrevivió a la

Se salvó de milagro. Era vendedor. La mañana del 6 de agosto debió despertar en Hiroshima, pero en un cambio de última hora lo obligó a viajar a Kobe. El 9 debía estar en Nagasaki.

¿Y?

No alcanzó a llegar. La bomba estalló antes de que él saliera hacia allá.

Me gustaría conocerlo. ¿Vive?

No. Tuvo una muerte tonta. Se resbaló en la ducha.

Esa noche, ya en la cama, una duda le quitó el sueño. ¿Por qué había hecho ese viaje? ¿Había sido por su abuelo?, ¿por Sankichi Toge?, ¿por las víctimas de la bomba?, ¿por él? Cerca de las 4 de la mañana la llovizna se convirtió en un diluvio. Renzo Nakata no lo supo. Se durmió apenas unos minutos antes.

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4.

La casa de Tadao Kobayoshi no quedaba tan cerca. Había que tomar el metro y llegar hasta la estación Inokuchi, para luego adentrarse en un laberinto de calles. A pesar de que Renzo le había dicho que no era necesario que lo acompañara, Satoru había insistido en hacerlo.

No todos en Hiroshima hablan inglés.

Pero Tadao Kobayoshi habla español.

¿Y si no lo encuentras? ¿Y si te pierdes?

Finalmente, Renzo accedió. En el trayecto le fue contando parte de su historia, los motivos que había tenido para hacer el viaje, el delgado hilo que lo mantenía unido a esa ciudad.

La casa era pequeña, cuando menos por fuera. Llamaron a la puerta y al cabo de unos segundos se asomó una anciana enjuta, levemente encorvada, a la que los anteojos le resbalaban por la nariz. Renzo hizo una reverencia y, empujado por la ansiedad, le habló en inglés a la anciana: “Buscamos a Tadao Kobayoshi”. La anciana lo observó con tal desconcierto que no fue preciso pedir la intercesión de Satoru. El muchacho que amaba los bonsái adoptó el tono de quien debe explicar algo enrevesado y desarrolló un parlamento que a Renzo le supo excesivamente largo.

Anda al grano, Satoru. No le des tantas vueltas.

Le estoy explicando quién eres tú y por qué estás aquí le dijo, con una cuota de molestia. Luego prosiguió el diálogo con la anciana hasta que el rostro de la mujer ensombreció. La elocuencia de Satoru amainó de golpe. La anciana movió la cabeza de un lado a otro y un silencio incómodo se interpuso entre ellos.

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¿No es la dirección?, ¿no lo conoce? Dile que he viajado desde Chile solo para verlo, que se escribía con mi abuelo.

Satoru no dijo nada. Sacó un papel del bolsillo de su chaqueta y apuntó algo en él. Luego, le pasó el papel a la anciana. Hizo una reverencia y dejó que desapareciera detrás de la puerta.

¿Qué hiciste? Tenías que ayudarme. ¿Ya no vive acá?

Ya no.

¿Dónde está?

Ya no está. Murió.

Esa noche, Renzo Nakata pensó en la muerte. La imaginó de distintas formas: una calavera, una rata, una mujer tuerta, la oscuridad más profunda. En un momento llegó a creer que la muerte tenía algo en su contra. Que el deceso de su abuelo y el de Tadao Kobayoshi eran un asunto personal. Cerró los ojos temiendo no volverlos a abrir más.

La teoría de los espejos

El invierno vivía sus últimos días con furia en Hiroshima. Llovía como solo había visto llover en el sur de Chile en Valdivia, en Osorno, en Chiloé . Le gustaba el sur. También la lluvia. Pensaba en eso cuando la vio por primera vez. Tuvo la impresión de que la conocía de antes. Algo había en su rostro que le resultaba tremendamente familiar: una elegante tosquedad en las facciones, la forma en que abría y cerraba los ojos, sus movimientos un tanto desarticulados.

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1.

Eran pasadas las diez de la mañana y Renzo aún no se reponía del todo de la noticia de la muerte de Tadao Kobayoshi. ¿Qué iba a hacer ahora?, ¿qué posibilidad había de reconstruir la historia de su abuelo?, ¿cómo habría de saber cuál era el misterio que Tadao Kobayoshi pretendía resolver con su amigo avecindado en Chile?

Entonces apareció. Aunque no llevaba paraguas, la lluvia había sido condescendiente con ella. Algunas gotas permanecían en la superficie de su parka naranja. Satoru, quien le había abierto la puerta, irrumpió tras ella.

¿Hay alguien que quiere verte? le dijo en inglés.

¿A mí?

Sí, es la nieta de Tadao Kobayoshi. Se llama Akiko.

Tú debes ser Renzo Nakata le dijo ella en un perfecto español

No debía tener más de veinte años. Era un poco más alta que él, morena. Llevaba el pelo hasta los hombros, con mechas teñidas de azul. Antes de reaccionar, Renzo tuvo tiempo incluso de imaginar cuánto de ella pudo haber tenido Tadao Kobayoshi.

Sí, yo soy.

Te imaginé más alto.

¿Dónde aprendiste a hablar español?

Es un cuento largo. Dejémosla para otro día.

Renzo Nakata no tuvo que contarle toda su historia. Sabía de la existencia de ese japonés amigo de su abuelo que se había instalado en un país al sur del mundo. También sabía que meses antes Ryu Nakata había muerto. La carta que Renzo le enviara a Tadao Kobayoshi no había alcanzado a llegar a tiempo para que él pudiera leerla: un infarto le había privado de ella y de la vida. Eso no había impedido que Akiko la abriera y se impusiera de las cosas que Renzo le había escrito a su abuelo.

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¿Por qué no me escribiste de vuelta?

¿Tenía sentido?

Akiko Kobayoshi era una muchacha difícil de definir. Encasillarla era tanto o más complicado que atrapar un pez con las manos. Renzo tuvo la impresión de que era de esas chicas que guardaban dentro suyo más de un secreto, aunque por momentos ofrecía una trasparencia a prueba de fallos. Ella conocía muy bien la amistad que habían construido, a pesar de la distancia, su abuelo y el de Renzo. Incluso, a partir de las cosas que Tadao Kobayoshi le contara, había creado un imaginario en torno a ese país que parecía caerse del mapa y en donde había echado raíces su viejo amigo. Dentro de ese imaginario, Chile era un país tan estrecho como un callejón, donde las casas colgaban hacia el mar, una tierra que no pasaba un día sin que se moviera y en donde un dictador con apellido francés había hecho desaparecer, en un sangriento acto de magia, a miles de chilenos.

¿Tu abuelo te contó todo eso?

Algunas cosas sí, otras las leí en las cartas que llegaban desde Chile Las cartas que escribía tu abuelo.

¿Tienes esas cartas?

Tengo varias.

Me encantaría leerlas.

Ya no son de tu abuelo, ahora son del mío.

Pero, murió.

El tuyo también.

La conversación avanzaba a tropezones. Renzo trataba de descifrarla sin mucho éxito. Había momentos en que ambos sostenían su mirada en la del otro esperando por una palabra que no llegaba. Entonces, el ruido de la lluvia en la ventana parecía aumentar.

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Bueno, me voy. Pero, ¿cómo?

Tengo cosas que hacer. Solo quería conocerte. Y las cartas Hay cosas que quiero saber de Ya sabes donde vivo. Búscame dijo y sin despedirse deshizo sus pasos para dejar el departamento.

Antes de almuerzo salió a caminar por la ciudad. Orilló el río Ota pensando en Akiko y en las cartas que tenía. De seguro que en ellas podría encontrar más de una respuesta a lo que estaba buscando. Pero, ¿qué era exactamente lo que estaba buscando? Caminó sin prisas hasta que se detuvo debajo de un árbol de hojas rojas. Desde ahí se podía ver la Cúpula Genbaku. Se quedó unos minutos en silencio, como queriendo escuchar lo que la ciudad tenía para decirle. Volvió sobre el rostro de Akiko y recién entonces supo a quién le recordaba. Había algo en ella de La Pequeña Gigante, esa muchacha de madera de cinco metros que un par de veces se había paseado por las calles de Santiago. Cuando la viera de nuevo le diría. Seguro que a ella eso le iba a gustar.

Esa noche, Satoru lo invitó a tomar algo. Ya no llovía. Fueron hasta una calle larga llena de letreros luminosos, restoranes, bares y clubes nocturnos. Parecía verano. La gente bullía por las veredas como hormigas. Algunos llevaban paraguas blancos. Un par de chicas disfrazadas de colegialas, con uniformes azules y medias blancas hasta las rodillas, intentaron seducirlos. Satoru las esquivó con facilidad y luego de tres cuadras entraron a un izakaya, uno de esos bares tradicionales del Japón. Se sentaron a la barra y pidieron cervezas.

Era un poco extraña, ¿no?

¿Quién?

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-
-

La chica, Akiko.

Sí, un poco.

Bueno, todas las japonesas lo son.

¿En serio?

De cerca, todos los somos Ellas y nosotros. ¿Qué quería?

No lo sé. Dijo que conocerme. Pero tengo la sensación de que esconde algo. Bueno, tiene las cartas que mi abuelo le escribió al suyo.

¿Te gusta?

¿Por qué tendría que gustarme?

No sé.

Ella se parece a una muñeca gigante que se paseaba por Santiago.

Así como Godzilla.

Es más linda que Godzilla. Me dijo que la buscara.

Tiene el síndrome de la adolescente japonesa. No sabe lo que quiere. ¿La vas a buscar?

Solo porque tiene las cartas de mi abuelo.

Sí, por supuesto, solo por eso dijo Satoru y prácticamente de un sorbo vació el vaso de cerveza que le habían llevado. Luego, le dio la aprobación levantando el pulgar derecho. Renzo hizo lo propio. Y después de beberse la mitad del vaso, se limpió la boca con el dorso de la mano. Él tenía curiosidad por saber del abuelo de Satoru, quería detalles de cómo había vivido, cómo había sido ser un sobreviviente de esa Hiroshima devastada.

Bueno, en rigor no fue un sobreviviente. Tuvo la suerte de librarse de ambas bombas. A los que sobrevivieron a la explosión se les llama hibakusha. Muchos de los amigos de mi abuelo lo fueron. Es imposible que puedas entender lo que sufrieron. No es fácil mirarte un día en el espejo y ver que tu cara está desfigurada y que se seguirá desfigurando hasta dejarte convertido en un monstruo.

Debe haber sufrido mucho por sus amigos.

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Sufrió y tuvo rabia. Mi abuelo creció odiando a los norteamericanos. También a los propios habitantes de Hiroshima que les dieron la espalda a los hibakusha.

¿Por qué les dieron la espalda?

Temían que los contagiaran, que la radiación fuera como un virus. Mi abuelo debió tener entonces cerca de veinte años. Él volvió a Hiroshima y ayudó a enterrar a los muertos. Cerca del puente del río Ota los cadáveres estaban apilados por cientos, qué digo cientos: ¡miles! Muchos de ellos no tenían rostro ni brazos ni piernas… Esta ciudad es un milagro. Tu abuelo, ¿nunca volvió?

Nunca.

Fue sabio.

¿Por qué?

Se quedó con la imagen de la otra Hiroshima. La ciudad hermosa, viva, sin heridas, sin cicatrices. Tal vez haya sido mejor.

Tal vez.

Bebieron varias cervezas. Hablaron de música, de películas, de bonsái y de mujeres. Una vez en la calle, el cielo volvió a cerrarse desatándose una lluvia infernal. Corrieron hasta alcanzar un taxi. Una vez dentro, se rieron, cómplices.

2.

El día en que Renzo Nakata volvió a ver a Akiko Kobayoshi los informativos del tiempo anunciaban la alta probabilidad de nieve en Hiroshima. El frío era tanto que entumecía las manos. Por lo mismo se apresuró para entrar en la estación de metro y ya dentro del carro agradeció la calefacción que hacía más llevadero el invierno japonés.

Volvió a la superficie luego de bajar en la estación Inokuchi. Caminó rápido repasando mentalmente el trayecto que días antes había hecho con Satoru, esperando que la nieve se tomara su tiempo antes de caer. Contra lo que había pensado, no le costó

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trabajo llegar hasta la puerta de la casa de los Kobayoshi. Le abrió la misma anciana de la vez anterior.

Akiko le dijo.

Akiko respondió la mujer y sonrió contenidamente. Lo invitó a pasar y, una vez dentro, le enseñó un pequeño sillón verde donde Renzo se sentó. En silencio, la mujer desapareció detrás de una puerta. Desde el pequeño jardín interior que se vislumbraba a través de la ventana se colaba un aroma floral como si hubiesen estado en la mitad de la primavera. La anciana regresó a los pocos minutos con una taza de té. Y volvió a desaparecer con esa sonrisa contenida.

Renzo rodeó la taza con sus dos manos. El calor fue entibiando sus palmas. Le gustó esa sensación, lo mismo que la imagen de la taza de té humeante, la silueta recortada de un gato contra la ventana y el sonido de un piano a lo lejos Por un momento tuvo la sensación de que de haber nacido en Hiroshima viviría en un lugar muy parecido a ese.

Pensé que ibas a venir ayer dijo Akiko entrando con toda naturalidad. Traía en sus manos una pequeña caja de zapatos.

Hola. No estaba seguro de que quisieras verme.

Que estés aquí no significa que quiera verte. Tú eres el que ha venido. Cuéntame, ¿por qué estás acá?

Bueno, ya sabes. Me gustaría poder leer las cartas que le envió mi abuelo al tuyo

Eso ya me lo dijiste. Lo que quiero saber ahora es ¿por qué estás acá?, ¿por qué has viajado desde Chile hasta Hiroshima?, ¿qué es lo que estás buscando?

La pregunta descolocó a Renzo. Instintivamente, se echó hacia atrás hasta que su espalda tocó el respaldo del sofá verde. ¿Qué era lo que estaba buscando?, ¿cuál era la verdad última de su viaje a Hiroshima? Se vio a sí mismo como esos boxeadores que se dejan caer sobre las cuerdas intentando evitar el nocáut. Desde el desconcierto,

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intentó hacer foco en el rostro de la muchacha. Sí, era cierto, se parecía a la Pequeña Gigante.

Porque me imagino que no habrás venido solo a leer algunas cartas ¿o sí?

No. O sea, he venido a eso. Quiero decir, no solo a eso. Yo escribo.

Escribes Ya.

Escribo historias…

Ya.

Y para escribirlas… para escribirlas, tengo que encontrarlas. Eso es lo que estoy haciendo.

¿Qué?

Tratando de encontrar la historia de mi abuelo cuando dijo eso, algo se iluminó dentro de Renzo Nakata. Sin quererlo, había proferido una frase que ordenaba las piezas que hacía rato luchaban por juntarse. Lo dicho operaba como una revelación: si había viajado a Hiroshima no era para otra cosa que para escribir la historia de su abuelo.

Puedes estar equivocado.

¿Cómo?

Que puedes estar equivocado. Tal vez aún no descubres a qué has venido realmente dijo ella y por primera vez Renzo tuvo la sensación de que ya no lo miraba con los ojos de quien mira a un desconocido.

La nieve comenzó a caer cerca de las dos de la tarde. Ambos se habían asomado a la ventana que daba a la calle para ver cómo los copos de nieve se acumulaban sobre el asfalto.

¿Sabes? Te pareces a una muñeca gigante que se paseaba por las calles de Santiago le dijo Renzo y le ofreció la mejor de sus sonrisas . Era de madera. O sea, es de madera.

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La muchacha lo miró imperturbable. Mantuvo unos segundos su mirada alineada con la de Renzo. Luego volvió al espectáculo callejero: los autos avanzaban lentamente; las veredas, de a poco, comenzaban a cubrirse con una fina capa de nieve; un par de niños levantaban sus brazos al cielo, parecían reír.

Ese día, luego de tomar una sopa de raíz de ñame con jengibre y comer okonomiyaki, volvieron a la salita de estar. Se sentía bien estar ahí dentro, mientras afuera la nieve caía copiosamente. A esas alturas, Renzo y Akiko habían descubierto que tenían más de una cosa en común: a los dos les gustaba escribir, los dos habían crecido viendo series como Dragon Ball Z y Ranma ½, los dos le temían a las polillas.

Ahora sí que me vas a dejar leer alguna de las cartas de mi abuelo, ¿cierto?

Si es una, no hay problema dijo Akiko y buscó en el interior de la caja de zapatos.

¿Cuántas son?

Varias. Por lo menos, veinte. Algunas son muy antiguas. Toma Akiko le extendió una de las cartas dobladas horizontalmente. Renzo reconoció el papel de la esquela, más de una vez había visto encima del escritorio del abuelo el cuadernillo con el ícono de un velero en la esquina superior derecha. Antes de desplegar ante sí la esquela, se preguntó si aquello era correcto, si el hecho de ser el nieto de Ryu Nakata lo autorizaba para poder enterarse de esas palabras dirigidas a un destinatario que no era él. Supuso que Akiko ya la había leído, lo que atenuó la culpa. Titubeó unos segundos, como esperando armarse del valor necesario. Entonces, la abrió. Cuando quiso leer, no pudo. Akiko estalló en una carcajada.

Perdona, no lo pude evitar La carta estaba escrita en japonés Dámela. Yo voy a leértela.

La carta decía así:

Querido Tadao: Lo primero es disculparme por el paso del tiempo. A nuestra edad, el reloj avanza más rápido de lo que uno quisiera. ¡Y hay tantas cosas que a uno le

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