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Una invitación muy especial
DIEGO Y PABLO subieron al bus desde el paradero del colegio y se sentaron al fondo, donde casi no había pasajeros.
—¿Sabes lo que hay aquí? —preguntó Diego exhibiendo un sobre blanco con el membrete azul del colegio.
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—¿Te dieron una comunicación?
¿Un castigo? —Pablo habló con extrañeza. Su primo era favorito de los profesores y se había mantenido en los primeros lugares del curso durante toda su vida escolar.
—Este es nuestro pasaporte al desierto más árido del mundo. Como sé que tu mamá y la mía se van a resistir a darnos permiso, porque van a pensar que es una invitación muy importante y cara, que vamos a molestar a esos señores extranjeros, que tal vez prefieran que vayamos a la playa con ellos y todo eso, le pedí al jefe del departamento de Historia que nos solicite un reportaje acerca de La Tirana, que será equivalente a un trabajo de investigación.
—¡Hablaste con el Perro Matus! —exclamó Pablo con admiración. El señor Matus era el profesor de los cursos superiores y era reconocido por su estrictez.
—Así es. Le conté que teníamos esta oportunidad y le ofrecí un completo documental acerca de esta fiesta.
—¿Vamos a hacer una película?
—Pablo no era amigo de los trabajos rigurosos y complicados. Había imaginado esa semana en el norte como una aventura donde no realizaría más esfuerzo intelectual que, tal vez, solo tal vez, abrir ocasionalmente el cuaderno de matemática y echar una ojeada a los ejercicios y problemas que tanto lo atormentaban. Así se lo hizo saber antes de bajar en el paradero. Diego se rió. A diferencia de su primo, él nunca imaginaba lo malo que pudiera venir, sino que, por el contrario, solo esperaba lo mejor para los días siguientes.
—Entrevistaremos a todo el mundo, no solo a la gente de Iquique y de los otros pueblos, sino también a los sobrecargos del avión y, si tenemos suerte, a los pilotos...
—¿Avión, dijiste avión? ¿Nos vamos a subir a un avión? —Pablo miraba con incredulidad a su primo, temeroso de que él le respondiera que había entendido mal.
—¡Por supuesto, si son casi dos mil kilómetros! Tomaremos el avión hasta Iquique, nos alojaremos en un hotel y desde ahí viajaremos a La Tirana, a Matilla, a...
—¡Vaya, subir a un avión! ¡No puedo creerlo! ¿Estás seguro, realmente seguro? Yo, Pablo Hernández, tras doce largos años de espera, subiré a un avión, sabré cómo se ve el mundo desde las al- turas, veré como atravesamos las nubes y nos montamos sobre ellas, sentiré el vértigo del aterrizaje y...
Diego aprovechó la pausa que hizo para respirar y dijo:
—Estás hablando más acelerado que Antonia.
Pablo se enfurruñó un poco, pero la perspectiva de volar en avión lo alegró de inmediato.
—Tú ya anduviste en avión, por eso no te interesa tanto.
—Tenía tres años. Es como si nunca hubiera pasado.
Diegohablabaconvozenronquecida. Cada vez que recordaba su primera infancia, desviaba el tema tan pronto como podía. Poco después de cumplir los tres años, su padre abandonó a la familia y nunca más supieron de él.
Aunque su mamá se esforzaba porque nada le faltara y era muy comprensiva y dedicada con él, y además contaba con el papá de Pablo como si fuera su propio padre, Diego sentía que carecía de algo importante. Como no podía solucionarlo, prefería apartarlo de su mente.
Rápidamente se repuso y dijo:
—Lo importante es que deberemos realizar ese reportaje para nuestros compañeros, nos vamos a evitar el próximo proyecto de investigación y tendremos un registro de nuestra experiencia. Y los demás van a aprender gracias a nuestro paseo.
—Con tal de viajar en avión, no me importa si tenemos que hacer veinte trabajos —siguió Pablo—. A todo esto, ¿qué es La Tirana? ¿Una fiesta? ¿Un pueblo? ¿Y por qué se llama así?
—Acá traigo un libro que nos cuenta la leyenda de su origen. Te lo voy a leer.
—¡No, gracias! —interrumpió Pablo—. Ya me enteraré de todo. Por ahora voy a buscar en Internet el modelo de avión en que nos tocará volar. Me pregunto si es un Airbus 320 o el 340, o un Boeing 767 o...
Apenas entraron a la casa, la mamá de Pablo salió a recibirlos. Llevaba puesto el delantal con que pintaba cuadros de paisajes que producían una sensación de calma y bienestar en quienes los miraban.
—Qué bueno que ya llegaron. Necesito hablar con ustedes. La abuela se asomó desde la cocina con un cuchillo y un tomate en la mano y les hizo un gesto de cariño, demostrándoles que, pasara lo que pasara, ella estaba de parte de ellos. Entraron a la sala y la mamá cerró la puerta.
—Hace un rato me llamó la mamá de Cósima para invitarlos a un viaje durante las vacaciones de invierno. Yo sé que es una gran oportunidad, pero no estoy segura de que podamos aceptarlo.
—¡Por favor, mamá, no puedes decirnos que no! ¡Iremos en avión! —exclamó Pablo.
—Por eso mismo. Imagínate lo caro que es que ustedes vayan de viaje junto a su familia. Y la preocupación que significa hacerse cargo de dos niños en medio del tumulto de la fiesta de La Tirana. Es una invitación demasiado grande.
—¡Mamá, es un viaje en avión! —insistió Pablo.
—No les he dicho que no en forma definitiva. Aún no logro comunicarme con el papá ni con tu mamá, Diego. Yo creo que es algo que debemos decidir en conjunto, de común acuerdo entre los tres.
—Tiene razón, tía —dijo Diego—. Convérselo con ellos, pero tengan en cuenta que, como usted dice, es una oportunidad única para nosotros, que nos vamos a portar responsablemente y que coincide perfecto con un proyecto de documental que presentaríamos en el colegio y que nos permitiría cubrirnos de gloria. Imagínese, durante las vacaciones reportaremos la fiesta religiosa más espectacular de Chile, la editaremos y exhibiremos no solo a nuestro curso, sino a todo el ciclo. Los profesores van a estar felices y nos van a poner una nota excelente.
—¡Sin necesidad de hacer otro trabajo de investigación! —saltó Pablo.
—De hecho, acá tengo una comunicación del profesor jefe de Educación Media que nos solicita que si tenemos la posibilidad... —Diego extendió el papel, que su tía leyó con atención.
—Es cierto que es un gran viaje —dijo ella—. Yo he estado en el norte y he visitado el pueblo de La Tirana, pero no en la época de la fiesta. Parece que el fervor popular es impresionante, son días durante los cuales nadie descansa y los bailes y los cantos se desbordan por el desierto.
—Debe ser espectacular —murmuró Diego.
—Y se llega en avión —agregó Pablo.
—Como sea, tenemos que pensarlo y discutirlo esta noche.
Antonia irrumpió en el cuarto sin la menor consideración, se dejó caer en el sofá y dijo:
—¿Qué hicieron los angelitos que tienen que pensar y discutir su castigo?
¿Algo del colegio...? No creo que Diego haya hecho nada en contra de sus ama- dos profesores. Tiene que ser Pablo el culpable. ¿Desorden, malas notas? Todo es posible para mi hermanito. Y cualquiera que sea el castigo, lo tiene merecido. La mamá miró fijamente a Antonia y le pidió que saliera. Ella se fue refunfuñando a la cocina a interrogar a la abuela para saber qué estaba sucediendo. Esa noche se reunieron la mamá de Diego y los padres de Pablo. La abuela, intentando ejercer su autoridad de madre de las respectivas mamás y suegra del papá, interrumpía constantemente a favor de los niños. Además, debía demostrar su sabiduría de persona mayor, descendiente directa de un empresario de las salitreras que había dejado sus huesos en la pampa:
—Ellos deben conocer el lugar donde trabajó durante tres años mi padre, es decir, su bisabuelo, y donde su hermano, o sea, mi tío, se quedó administrando una de las salitreras más grandes del mundo. En medio de la aridez del desierto, rodeado de peligros, cuando el viaje desde Santiago hasta Iquique era de varias semanas en tren y la gente moría en el trayecto, mi tío se instaló con su familia y sacrificadamente trabajó de sol a sol.
—La que en verdad se sacrificó fue su familia —dijo Antonia, temblando al pensar que pudiera tocarle un destino semejante—. Porque si a él se le ocurrió buscar ese trabajo espantoso, es su problema. Pero la pobre familia que tuvo que dejarlo todo para instalarse en el medio de la nada... —miró a sus padres con cara de súplica y agregó—: Por favor, nunca me hagan eso.
—Iquique es una ciudad preciosa, estarías feliz ahí —dijo su mamá.
—Tal vez ahora lo sea y ya no esté tan lejos gracias a los aviones. Pero imagínate que a ustedes se les ocurriera irse a colonizar unas islitas en el extremo sur, cerca de la Antártica. ¡No cuenten conmigo!
A pesar de las interrupciones y tras un llamado a los padres de Cósima, acordaron aceptar la invitación. Les dieron miles de instrucciones que los niños escucharon pacientemente e iniciaron los preparativos del viaje.