La colección de los tulipanes negros - Juan José Vidal Wood

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La colección de los tulipanes negros

Primera edición: 2018

ISBN: 9788417321109

ISBN eBook: 9788417483555

© del texto: Juan José Vidal Wood

© de esta edición: , 2018 www.caligramaeditorial.com info@caligramaeditorial.com

Impreso en España – Printed in Spain

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Mi tic nervioso de abrir y cerrar la boca se agudizó cuando la viuda de mi antiguo maestro de artes marciales me pidió que escribiera una biografía sobre él. Me lo pidió de forma directa, sin preámbulos, cuando llegué a su casa en Kunming, la capital de la provincia de Yunnan. Yo estaba con la guardia baja, por eso acepté. Pero si hubiera sabido todos los problemas en los que me iba a meter, habría rechazado la propuesta de forma educada. La viuda me entregó una serie de cajas, papeles y libros que me ayudarían a inspirarme y a escribir esta obra que, como me dijo ella, debería sobrevivir al paso del tiempo e inspirar a las nuevas generaciones de artistas marciales. En mi interior sabía que yo no era el hombre indicado para esto. La verdad es que la última vez que vi al maestro Alfred Tang fue hace más de diez años, pero la viuda insistía en que confiaba en mí. Su idea era que en doce meses le llevara el primer borrador.

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China 1

Encontraron el cuerpo del maestro Alfred Tang —ese era su nombre inglés, su nombre chino era Tang De— en un cerro donde él iba regularmente a caminar. Al parecer, murió de un ataque al corazón. El único detalle extraño fue el tulipán negro que este tenía en la mano derecha. Una flor poco común en la región de Yunnan. Su funeral ha sido el único en que he participado en todo este tiempo desde que vivo en Asia. Tuve que preguntar a varias personas cuál era la ropa adecuada para asistir. En Chile —mi país— uno puede ir tranquilo con una traje azul marino o negro, más camisa blanca y corbata oscura; está dentro de lo socialmente aceptado.

Pregunté a varios colegas chinos que trabajan conmigo en Shanghái, también lo hice con algunos clientes con los que tenía confianza: «¿Cuál es la ropa adecuada para asistir a un funeral en China?».

La pregunta los descolocaba, porque la muerte no es algo de lo que les guste conversar, hay algo de superstición; si se piensa en la muerte, puede pasar algo negativo a alguien de tu familia. Cada uno me dio sus consejos de vestimenta. En resumen, las opciones eran las siguientes: a) ropa que uso diariamente, b) short y camisa de manga corta —porque en el sur hace calor—, c) traje de seda tradicional, de color blanco con botones dorados, y d) jean de buena marca, zapatillas y polo.

Sé que al maestro Tang le hubiese encantado que todos asistiéramos a su funeral con nuestras ropas de entrenamiento. Siempre, cuando íbamos a comer a algún restaurant, todos sus estudiantes, no importando la antigüedad, usábamos nuestros cinturones. Finalmente, decidí llevar un traje color negro, zapatos del mismo color y camisa blanca.

El funeral fue en su casa, que quedaba en un cerro rodeado de árboles. Como era julio, hacía bastante calor, unos 34°.

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Yo era el único extranjero, mejor dicho, el único occidental; reconocí algunos estudiantes de las escuelas de Malasia y Tailandia de la época cuando yo entrenaba. Algunos hombres fumaban un tabaco de olor fuerte, uno de ellos me ofreció un cigarro, le dije en mandarín «no, gracias», porque me gustaba hacer deporte. Este se me quedó mirando extrañamente, probablemente, pensando «qué raros son estos extranjeros», porque en una situación como esta el fumar estaba dentro de las reglas para poder socializar.

La señora Tang me dio algunos inciensos. El cuerpo del maestro estaba en un ataúd oscuro, a unos tres metros de distancia había dos cojines que servían para arrodillarse; alguien me prendió los inciensos, me arrodillé y comencé a inclinarme en señal de respeto. Mis dos manos tenían los palos de incienso y me los acerqué a la frente. Traté de aguantar la respiración, pero de golpe desde mi garganta, salió expulsado con violencia el sonido de un hipo. Traté de no respirar, contando hasta quince, pero no hubo caso; al llegar a diez, otro hipo me hizo perder la cuenta. Pese a todo, intenté mantener la dignidad y me incliné tres veces como me dijeron que era lo tradicional. Cerca del ataúd había un gran recipiente de hierro que tenía arena en el fondo, me levanté y enterré en ese recipiente los palos de incienso para que se siguieran quemando. Había cientos de restos de otros palos de inciensos ya quemados. El olor era fuerte.

Me incorporé y me dirigí frente al ataúd, otro hipo salió de mi garganta, esta vez no hizo ruido alguno. Pude ver la cara del maestro, nunca le dije por qué dejé de entrenar tai chi chuan y kung-fu tradicional. Simplemente, nunca más lo llamé y tampoco volví a su casa. Sé que preguntó por mí a algunos de sus alumnos, pero la verdad es que nunca tuve el coraje de decirle que no creía en lo que estaba haciendo. La práctica de artes marciales tradicionales sirvió durante cientos de años, pero en pleno siglo XXI había que hacer cambios. Muchas técnicas estaban obsoletas,

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ya no servían. Durante años entrené cada día, haciendo las diferentes formas, técnicas que nos enseñaba el maestro Tang, pero cuando le pregunté si en una situación real me podría defender, él se enojó conmigo. Me dijo que debía tener confianza y no preguntar, solamente, aceptar.

—Todo va a venir cuando te enfrentes a un enemigo —solía decir.

En esa época yo vivía en Chongqing y estudiaba mandarín en una de las universidades de la ciudad. Una noche, estábamos despidiendo a Claudio, un amigo colombiano que era seminarista católico —aunque oficialmente estaba como instructor de fútbol en un colegio—. Se iba a Estados Unidos para ordenarse como sacerdote.

En el bar, algunos amigos estábamos celebrando la partida de nuestro futuro sacerdote. Para lo cual teníamos varias botellas de ron porque Claudio amaba el ron. Como él mismo decía: «La Biblia se lee mejor junto a una copita de ron puro». Al bar llegaron muchos amigos y conocidos de él. Era tarde y habíamos tomado bastante. Una persona de la mesa de al lado se levantó y se acercó a nuestra mesa. Él estaba borracho. Nos preguntó de qué país éramos. No sé por qué razón, cada uno comenzó a decir países diferentes al que realmente proveníamos. Creo que yo dije México. No recuerdo bien. Era todo una broma, nosotros nos reíamos. El borracho, definitivamente, no había captado el juego. Seguía preguntando a cada uno de nosotros de dónde veníamos. Hasta que Giovanna, que tenía pelo castaño y ojos muy verdes, originalmente del norte de Italia, dijo que era japonesa. La cara del borracho cambió; comenzó a insultarla. No se le entendía mucho, pero habló de la matanza de Nanjing y la invasión de los japoneses a China. De un momento a otro, se fue contra ella y trató de golpearla. Yo estaba sentado al lado de ella, por lo que pude detener el brazo del borracho y lo empujé. La mesa donde él estaba sentado se levantó y comenzaron a arrojarnos vasos y

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botellas. Todo pasó muy rápido. Mientras tratábamos de escapar, un hombre que estaba en esa mesa se puso frente a mí y trató de golpearme. El movimiento no fue rápido —gracias a lo que había tomado—, en ese momento, esperé la energía mágica que debía venir de alguna parte, la que me ayudaría a defenderme. Nada llegó. El cosmos tampoco se abrió en mi favor. Simplemente, usé lo que había aprendido a los dieciséis años en mis primeras clases de karate. Patada circular, dos golpes de puño, patada frontal, dos golpes de puño. Eso nos dio tiempo de salir del bar con mi amigo colombiano, correr y tomar el primer taxi que encontramos. Los demás del grupo ya estaban en otros taxis.

Ya seguros en el campus de la universidad, el novio de Giovanna, un sueco grande, me fue a encarar.

—¡Ustedes, los latinos, son tan violentos! En Suecia tenemos muchos problemas con los asilados políticos; y los chilenos que llegaron han robado y siempre están con los grupos negativos.

—¿Hubieras preferido que golpearan a tu novia? —le pregunté.

—Yo no vi ese supuesto golpe, fue tu interpretación, me parece que eras tú quien quería pelear y pavonearte ante ella —dijo él.

Mi amigo alemán, que estaba escuchando toda la conversación, no encontró nada mejor que tomarme del codo y decirme que la violencia no conduce a nada, que podríamos haber arreglado el problema conversando.

—Pero si nos estaban lanzando vasos y botellas, solo traté de defender a Giovanna y, de paso, mi pellejo; nos hubieran molido a golpes y botellazos. Esta conversación la podríamos tener en el hospital con un par de dientes quebrados. ¿Pero saben qué más?, ¡váyanse a la mierda ustedes dos! —lo dije en español, porque encuentro que uno debe decir este tipo de palabras en el idioma materno. Hay más fuerza y seguridad cuando se pronuncian.

Al sueco lo vi un par de veces más, desde lejos, ni siquiera nos saludamos.

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Después de ese incidente, volví a ver —por última vez— al maestro Tang, le comenté lo que me había pasado y, simplemente, me miró sorprendido porque no había ocupado la defensa energética, o del Qi, o alguna de las técnicas milenarias que entrenábamos. Fue un balde de agua fría con el que desperté, pude mirar a los demás instructores y alumnos, y ver que los cinturones no eran puestos a prueba, vivíamos en una práctica teórica, sin verdaderos combates, sin una resistencia real de un oponente.

Me costó tiempo darme cuenta de que el maestro era un hombre como cualquier otro. Durante años lo idolatré, lo tenía en un pedestal. Pero fue su ego lo que no le permitió cambiar lo que estaba enseñando. Tenía varias escuelas en muchos países, el negocio funcionaba, los alumnos pagaban, él era famoso, entonces, ¿para qué cambiar?

Su cuerpo estaba cubierto por un gran paño de seda blanco. Su cara estaba muy blanca por el maquillaje, sus labios estaban pintados con un rojo pálido, las pestañas también habían sido retocadas, su pelo estaba perfectamente peinado. Un nuevo hipo interrumpió mis recuerdos, recordé la fórmula de mi abuela para tratar los hipos, decía que había que tomar un vaso de limón puro con algo de miel. Me acerqué a la viuda y con voz muy seria y respetuosa le pedí un vaso de limón. 2

Esa noche me quedé a dormir en la casa de los Tang. La ceremonia de cremación iba a comenzar temprano al día siguiente. La hija de la viuda me contó que había llegado un monje budista, quien era conocedor del proceso de la cremación. Según el confucionismo, la cremación estaba prohibida, pero su uso en China

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se extendió con la llegada del comunismo a partir de 1949. Por un tema, sobre todo, de salubridad pública.

El monje, junto a dos de sus ayudantes, armó una pira de maderas muy bien cortadas, cada una del mismo largo. La forma de poner las maderas fue conformando una estructura donde se iba a depositar el cuerpo del maestro. La viuda vistió al maestro con su mejor traje de artes marciales, tanto la chaqueta como el pantalón eran de color blanco, tenía en su cintura amarrado un cinturón dorado con diez líneas —lo que significaba que era décimo dan, que es lo máximo que se puede aspirar en artes marciales tradicionales chinas—. Después de las 9 a. m., llegaron más personas, algunos de sus estudiantes más cercanos y autoridades locales. Peter, que era su único hijo hombre, su sobrino —que todos llamaban Soldado— y algunos amigos cercanos del maestro, cargaron el ataúd y lo depositaron sobre la pira de madera que había realizado el monje budista.

Todos los que estábamos presentes nos pusimos alrededor de la pira. El monje comenzó a recitar un mantra; su voz era profunda y repetía cada vez la misma frase.

Cubrió el cuerpo del maestro con una manta de dibujos dorados. Después, prendió fuego a las maderas. Mientras veía las llamas crecer, pensaba en algunos momentos que compartí con el maestro Alfred Tang, por ejemplo, cuando me recibió por primera vez en su casa. Yo había llegado con toda la ilusión de que me aceptara como su discípulo para estudiar artes marciales. Nuestras caminatas entre los árboles con sus perros, sus consejos prácticos, a veces, demasiado prácticos sobre cómo vivir y ganar dinero. Las llamas crecían, había humo, pese a que nunca más lo llamé y dejé de entrenar con él hacía muchos años, sentía dolor por su partida. Sobre todo, porque nunca me despedí de él, nunca le pude decir lo agradecido que estaba de haberlo conocido, porque me ayudó a cumplir uno de mis grandes sueños, que

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era practicar artes marciales en China. Dejé mi país y mi familia por ese sueño que, con el paso del tiempo, fue cambiando y se transformó en nuevos sueños y experiencias. Conocí a mi esposa y tuvimos hijos. Si me hubieran preguntado el día que estaba en el aeropuerto de Santiago de Chile, hace más de quince años, los cambios que iba a tener mi vida, nunca lo hubiera esperado.

—Gracias, maestro, por todo —dije en voz baja, mientras las llamas se movían por el viento. 3

Esa noche la señora Tang nos invitó a un pequeño grupo a comer a su casa. La mesa de madera era redonda, tenía un gran vidrio al medio, el cual se podía girar para facilitar la elección de los platos. Éramos quince personas en aquella mesa. Antes de sentarnos la Sra. Tang me presentó a los demás. Todos eran asiáticos. Los reconocí a casi todos porque habíamos entrenado juntos alguna vez. Las únicas dos personas que no conocía se acercaron y me entregaron tarjetas con las dos manos en forma de respeto, saqué la mía y se las entregué con las dos manos, siguiendo el protocolo chino.

—¿Usted trabaja para una empresa de pianos? —me preguntó uno de ellos que tenía el pelo negro luciendo una permanente, con grandes rulos que caían en su frente. Le confería un aspecto de actor de una película de baja calidad de los años ochenta.

—Así es —respondí—, es una marca de pianos nueva, tenemos dos fábricas, una en Europa y la otra acá en China.

—¿Y cómo están las ventas? —me preguntó el mismo hombre.

—En general, bien, hay un gran consumo por parte de la clase media china que quiere que sus hijos toquen algún instrumento; los padres gastarán lo que sea necesario en clases y en instrumentos para que sus hijos puedan aprender.

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—Pero la señora Tang me dijo que usted es abogado —comentó el otro hombre, de baja estatura, que también se había acercado. Daba la sensación de que los botones iban a ceder en cualquier momento ante la presión de su gran vientre.

—Sí, soy abogado de profesión, pero no trabajo como tal, me reinventé en China —le contesté con una sonrisa.

—Como abogado tributario usted hubiera ganado mucho dinero y hubiese tenido más seguridad —aseguró el hombre de los rulos.

Le iba a responder, pero el del vientre grande comenzó a hablar:

—Yo llevo a mi nieta todos los domingos a que aprenda a tocar violín, no sé si se ganará la vida como violinista. Es una vida difícil y de mucha competencia, pero yo le digo a ella que siga, que no hay nada mejor que tocar un instrumento. En todo caso, señor Lucas, no se preocupe por lo que diga este hombre, tiene una sensibilidad de piedra. Las pocas veces que lo he visto emocionado es cuando suben o bajan las acciones en Hong Kong.

—Perdón, sí soy un hombre sensible —expresó el hombre de rulos—, es verdad que me emociona las acciones, pero también tocar un asiento de cuero de un Ferrari —lo dijo mientras se reía con una carcajada.

—No hay caso contigo, amigo mío, me deberías acompañar a la ópera.

—El mejor canto es el sonido de un motor de una moto o de un auto.

—Bueno, a final de año te invitaré al recital de mi nieta, tocará en un cuarteto. Creo que preparan algo de Schubert, no me puedes decir que no, es mi nieta.

Ok, ok, ok, tomaré bastante café para no dormirme y roncar.

—Si roncas, te voy a poner ají en la boca abierta. Se notaba que ellos se conocían desde hacía bastante tiempo. Había ese tipo de confianza que solo se tiene con los viejos amigos.

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En mi cabeza tenía una serie de frases clichés sobre la música y el arte preparada para cuando hablo con un cliente más difícil: «La música hace bien para el alma, ¿qué sería del hombre sin belleza?», o algo por el estilo. Pero sonaba tan cliché, era como esas frases para el viento que se escuchan en la radio o en la televisión, dichas por la animadora de turno, acostumbradas a tanta banalidad que ya son parte del día a día. No supe qué más decir, con el paso de los años me he dado cuenta de que nunca fui muy ingenioso. Una frase con humor hubiera sido mejor como respuesta, o mejor aún hubiese sido recitar algún poema de Nicanor

Parra o de Ernesto Cardenal, pero no recordé nada. Solo dije después de un incómodo silencio que una casa sin libros y música es una casa sin vida.

El hombre de rulos miró al del vientre grande. Después me miraron y los dos comenzaron a reírse.

—Tenemos a Confucio acá en vida —apuntó el hombre de rulos, mientras me abrazaba y me decía—: Dejémonos de tanta teoría, mejor a sentarse y comencemos a beber y comer.

La comida comenzó a llegar a la mesa. Por costumbre, siempre debe haber más platos de comida que de número de invitados. La viuda nos dijo que hoy solo habría platos de esta región, salvo Hong shao rou. El cerdo estaba cortado en trozos rectangulares, la parte inferior es la carne más suave y sobre ella hay una espesa capa de grasa, todo esto preparado con una salsa espesa dulce. Probablemente, un cardiólogo lo prohibiría de forma inmediata. Debo admitir que es un plato que me encanta. Este gusto también lo compartía el líder comunista Mao ze dong.

Mi vecino de mesa sacó una gran cucharada de arroz que estaba en una piña, junto con almendras, nueces y vegetales. Había un pescado cocinado con champiñones y Baijiu —alcohol tradicional chino, algo dulce, en general, sobre los 50° de alcohol—.

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Continuó el desfile de platos: bambú cocido al vapor y cortado en trozos largos, lechuga frita con jengibre y té, puré de papas con ají rojo y cebollas, y pequeñas tortas de arroz.

—Una de las especialidades de la casa —dijo en voz alta la viuda—, los tallarines cruzando el puente, cocinados en caldo de pollo, con carne de cerdo y vegetales, junto a varias especias.

Había dos platos de tofu en distintas preparaciones, y algo que me llamó la atención, queso de cabra. Le pregunté a la viuda sobre el queso, ella me dijo que en esa zona se comía este tipo en concreto.

Todos teníamos una pequeña taza, donde había Pu er, un té de esta zona. Es un té oscuro bastante fuerte y dicen que ayuda a limpiar el organismo.

Trajeron, además, cervezas de una marca que desconocía. Me imagino que de la zona también. Uno de los invitados de cabeza grande y corte de pelo tipo militar, que era el jefe de la sede de la escuela de artes marciales en Malasia, sacó dos botellas de Baijiu.

—Hoy tomaremos en honor a nuestro gran maestro Alfred Tang.

Recordé tantas borracheras que había tenido con el Baijiu. Al bajar por la garganta uno siente como va quemando. Ya con una pequeña copa, uno nota ese golpe que cae en el estómago. Pero lo peor es la resaca al día siguiente.

El efecto del alcohol, más las conversaciones en la mesa, hacía que hubiese mucho ruido.

—Por el maestro —todos gritaron «ganbei», ‘dejar el vaso en seco‘.

Algunos conversaban sobre lo malos que eran los equipos chinos de fútbol y la liga nacional, otros hablaban de la vida sexual de un famoso jugador de ping-pong, quien medía menos de un metro setenta, y su enamorada —una jugadora de voleibol del equipo nacional chino— medía cerca de los dos metros. «¿Se

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imaginan a los dos en la cama?», comentaba mi vecino en la mesa. «Esa mujer era de muslos grandes, duros, atlética, mucha mujer para mí», decía otro de ellos. Todos se reían. No había un ambiente de melancolía, por el contrario, esta comida podría estar sucediendo en cualquier otra ciudad, donde todos comen, conversan y beben. El dolor por la pérdida del maestro estaba presente, pero diría que había hasta una cierta alegría, quizás era la influencia del alcohol o que todos se conocían desde hacía años, era una verdadera familia. Pese a todo, me daba vueltas en la cabeza el porqué el maestro tenía en la mano un tulipán negro. Sé que le gustaba caminar por los cerros y observar los árboles y la vegetación. Aunque como último gesto antes de morir, tener una flor en la mano no tenía sentido. O quizás fue una especie de acto poético, pero él era un hombre práctico. Nunca le gustó la literatura.

La señora Tang se levantó, su cara estaba roja por el alcohol que había tomado. Algo que siempre les ocurre a los chinos y asiáticos cuando toman. Se ponen rojos. Dicen que es una reacción de su pigmentación. Siempre se me olvida preguntar si eso es verdad.

—Quiero realizar dos ganbei —dijo ella—. El primero, por mi marido, quien dio su vida por las artes marciales tradicionales chinas y fue desarrollando a través de ellas el uso de la energía y métodos de sanación. El próximo mes saldrá un artículo en una revista de medicina de Singapur sobre cómo curar las depresiones con la práctica del tai chi chuan. ¡Ganbei! —dijo gritando.

Todos los que estábamos en la mesa nos tomamos el vaso de baijiu.

—El segundo ganbei es para contarles que he decidido irme a Estados Unidos a vivir con mi hermana, que está en Nueva York. El señor Zhang, que está acá presente, me propuso hoy comprar

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esta casa a un buen precio, por lo que estoy muy agradecida, señor Zhang. Ya saben todos que me pueden ir a visitar, así que ¡ganbei! —manifestó muy emocionada.

Traté de ver las reacciones de las otras personas a esta noticia; en lo personal, me parecía bastante rápida la decisión de vender todo y partir a Estados Unidos. Su marido había muerto hacía solo tres días.

En la mesa estaba la hija del maestro, Elizabeth, quien vivía en Inglaterra hacía muchos años y trabajaba en un estudio de arquitectura. Se vestía de forma moderna, de piel blanca, llevaba el pelo corto y negro. Era bastante atractiva como mujer.

A su lado estaba su hermano Peter, era programador de computación en Singapur; su aspecto estaba lejos de ser el de un deportista, más bien era el de un investigador de universidad. El maestro solo tuvo dos hijos, se decía que tenía otro hijo de una aventura que tuvo en Hong Kong, pero eran solo rumores.

¿Podría incluir ese dato en la biografía?, ¿este tipo de rumores? Lo ideal sería encontrar a esa amante. Ese hijo no reconocido podría tener acceso a la herencia que dejaba el maestro. Sobre todo, la escuela internacional de artes marciales tradicionales Tang, que estaba en varios países de Asia, Europa, Estados Unidos y Sudamérica. Escuché en la mensa que alguien decía que había más de 20 000 alumnos. Por lo que una de las preguntas que nadie hacía era quién iba a tomar el control de todas estas escuelas. Era un negocio que, al menos, desde afuera se veía prospero. Su hija, Elizabeth, no estaba interesada y su hijo, Peter, no tenía el respeto de nadie en lo referente a ser un artista marcial.

Nos levantamos de la mesa y salimos de la casa, había una gran extensión de pasto y flores muy bien cuidadas. Se escuchaban los grillos. La casa de los Tang quedaba afuera de la ciudad de Kunming, en un cerro rodeado de eucaliptos.

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La Sra. Tang se acercó a mí y me preguntó si quería llevarme algunos libros de la biblioteca.

—Te puedes llevar lo que tú quieras, Lucas, voy a tratar de vender los libros, y los que sobren los voy a quemar.

—Pero, señora Tang, disculpe, ¿cómo va a quemar los libros?, tienen mucho valor.

—Valor sentimental, Lucas, pero no me los puedo llevar, quizás pueda ganar algunos RMB por ellos; por eso, llévate los libros que quieras, sé que te gusta leer.

—Entonces, voy a ir ahora mismo a la biblioteca —le respondí.

La imagen de una gran fogata de libros fue como un puñetazo en la cara que me hizo despertar del mareo por el alcohol. A menos que sea por un tema de sobrevivir, y no haya otra salida que hacer una fogata para no morirse de frío, quemar libros siempre me pareció un acto violento. Es quemar conocimiento, historia, vidas. Solo las dictaduras queman libros. Es lo que habría dicho mi padre, que cuidaba sus libros poniéndoles cubiertas de plástico para que duraran más, y el peor crimen era rayar una página de un libro.

La noche estaba agradable, era pleno verano. Algunos siguieron fumando, otros trajeron nuevas botellas de baijiu y siguieron tomando bajo el cielo estrellado. Todos estábamos afuera, en ese momento, se acercó al grupo el sobrino del maestro Alfred, el Soldado, ya que había estado en el ejército por algunos años. Su nombre era Chris Tang. Si tuviera que escoger algún animal que represente a Chris, diría que el tigre sería la mejor opción. Era alto, con una buena musculatura, atlético, había entrenado una serie de artes marciales como Sanda —disciplina marcial donde se aceptan golpes de mano, pie, además de técnicas de derribamiento—. Chris fue campeón nacional de Sanda en China y ganó una serie de competiciones en otros países de Asia. Además,

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practicaba artes marciales tradicionales chinas que le había enseñado el maestro Alfred desde que Chris era pequeño.

—Tengo entendido que nuestro maestro te estaba enseñando tuishou —dijo Soldado en voz baja a Peter, el hijo del maestro—. El alcohol hace que uno esté más relajado, veamos qué tal las técnicas que te han enseñado, hagamos un combate, pero en familia, primo —dijo el Soldado, serio.

Originalmente, el tuishou era una forma de combate en que dos oponentes están en contacto entre sí a través de los brazos o las manos. Uno de los objetivos principales es ganar o mejorar la posición y desequilibrar al otro. Algunos dicen que la forma más pura de tuishou es fluir con la energía del otro, para lo cual el cuerpo, los brazos y las piernas deben estar relajados.

Peter puso su pierna derecha hacia delante, en posición de combate. El Soldado, simplemente, dio un pequeño paso y estiró los brazos. Hubo algunos segundos de silencio, los dos se miraban a la cara. Los demás estábamos callados. Sin que nadie dijera nada, los brazos respectivos de ellos hicieron contacto. De forma muy relajada, comenzaron a moverse en círculo, no había fuerza ni violencia. Las manos y brazos de ellos parecían ser uno solo, todo parecía muy coordinado.

—Nada mal, tienes una buena técnica, primo —dijo el Soldado, con una sonrisa burlona.

Inmediatamente avanzó con la pierna derecha y golpeó con su rodilla el muslo de Peter, quien se desconcentró, por lo que no vio venir el golpe del Soldado a la cara.

—Quizás lo que aprendiste sirva en alguna competencia, pero en la calle, como defensa, no serviría de nada, tu práctica está bien para los viejos en las plazas —señaló el Soldado.

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—Pero el tuishou es, ante todo, un intercambio de energía, es poder conocerse a uno mismo y al otro, es un ejercicio que puede ayudar a mejorar nuestra sociedad, de poder conectarse con uno y con el otro, es un camino de espiritualidad y paz en la mente, ¿qué es más importante que eso? A mí no me interesa la defensa y pelear en las calles —dijo Peter, mientras se tocaba lo boca donde había recibido el golpe.

—Entonces, dedícate a ser gurú de medicina alternativa, de Qigong, pero no de artes marciales. Vamos, hagamos una vez más tuishou —señaló el Soldado con voz enérgica.

Esta vez, al estar frente a frente, los dos estaban tensos. La respiración más agitada. Peter, nuevamente, avanzó con la pierna derecha y estiró los brazos. Pero el Soldado se quedó con los pies y piernas en forma paralela. Estirando solo sus brazos para hacer contacto. Peter trató de relajar los hombros, cuando estaba dando un paso hacia adelante, el Soldado agarró con su mano izquierda el brazo de su primo, lo empujó hacia abajo y con el codo lo golpeó en la nariz; después tomó con las dos manos una pierna de Peter, levantándolo como si fuera un muñeco de plástico y dejándolo caer duramente en el suelo.

—Esto es el futuro —dijo el Soldado, mientras miraba a Peter que gemía de dolor en el suelo, tocándose la nariz que, probablemente, estaba quebrada—, una mezcla de artes tradicionales con todas las técnicas modernas de combate.

Peter trató de sentarse, su nariz sangraba. Vi su cara de perfil, la nariz no estaba en su posición normal. En ese momento, la madre de Peter acudió a ayudarlo.

Ok, Soldado, ya es suficiente, ya demostraste tu poder y dejaste a mi hijo en el suelo, sabemos que tú eres el más fuerte, ¿qué más quieres? —dijo la señora Tang.

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—Buena pregunta, lo que quiero es dirigir y ser la cabeza de la academia de artes marciales Tang, creo que soy el único indicado para seguir adelante con esta tarea.

—Eso ya está decidido. Mi marido, junto a su comité directivo, ya tomaron su decisión tiempo atrás. Esperaba dar la noticia mañana, pero lo haré ahora. Será el instructor de estados Unidos, Phillip Armstrong, quien tomará las riendas de nuestra academia. Porque ha hecho un gran trabajo en esa sede, tiene madurez, trabaja duro, es cinturón negro de kung-fu shaolin y tai chi chuan y, sobre todo, un hombre que encarna los valores que queremos mostrar.

—Pero no es de la familia, la academia debe estar antes que todo en manos de la familia, ¿por qué dársela a un extranjero?, ¿a alguien que no tiene nuestro apellido?

—Por eso mismo, es bueno que nos abramos y veamos nuevas realidades. Tú estarás en el consejo de la academia, quienes deciden la directriz y qué cosas vamos a hacer, los métodos de estudio, los currículos tanto para estudiar artes marciales como también todo lo que es el área de salud, que es muy popular en el extranjero, pero la cabeza a nivel mundial será Phillip Armstrong —dijo la señora Tang, mientras lo miraba a los ojos.

—No estoy de acuerdo, y tampoco me interesa pertenecer a esta academia de esa forma —dijo el Soldado, quien en ese momento se alejó caminando, pero antes se dirigió a su primo, que seguía en el suelo, y le preguntó si quería que le arreglara la nariz.

—Yo creo que está quebrada —dijo Peter.

—Bueno, es ahora con ese dolor que sientes —dijo el Soldado—, con la sangre que está saliendo que podemos hablar de espiritualidad y ese tipo de temas que te gustan.

—¿A qué te refieres?

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—El camino de las artes marciales está hecha de sufrimientos, de lesiones, de miedos, tu problema es que has enfocado siempre el tema de la espiritualidad como algo teórico, lejano al día real. ¿Tienes ahora esa paz o esa armonía? Ahora estás enfocado en tu sangre, en ese dolor que está creciendo en tu nariz, en no poder respirar y tener que respirar por la boca, con saliva y sangre. Si logras tener espiritualidad con dolor, yo me haré tu estudiante. ¿Quieres que te arregle la nariz, sí o no?

Ok, sí.

El Soldado se arrodilló, tomó la mano de Peter y comenzó a hacerle una especie de masaje. En los siguientes minutos los dos comenzaron a sincronizar sus respiraciones. El Soldado hacía que cada inhalación fuera más lenta, más distante entre una y otra. Peter lo imitaba. Los dos cerraron los ojos. No sé cuánto tiempo estuvieron de esa manera. Todos mirábamos en silencio. La mano izquierda del Soldado seguía haciendo una especie de masaje en la mano de Peter. Con la mano derecha, el Soldado tomó la nariz de Peter y con ciertos movimientos seguros la puso en el lugar que estaba antes de la pelea. Después, sacó un pañuelo y limpió la sangre de su primo. —En una semana vas a estar como nuevo, primo —dijo, mientras se alejaba.

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Shanghái 1

La llegada a Shanghái fue sin sobresaltos. Salvo el pago de kilos extras por tanto peso —básicamente, libros, cajas y papeles del maestro Alfred Tang—. El departamento estaba vacío. Mi esposa y mis hijos estaban en Francia, visitando a mis suegros, aprovechando las vacaciones de verano del colegio. No había nada en el refrigerador. Pedí una pizza con anchoas. Sé que es un tema que genera controversia, hay gente que detesta ese tipo de pizzas, otros la adoran, bueno, yo estoy en este grupo. Pensé en poner una película, esas que nunca puedo ver cuando está toda la familia. Quizás hacer un maratón de películas de Bruce Lee. Gran ídolo. Pero tengo que ser disciplinado y comenzar a escribir la biografía o, por lo menos, intentar ordenar algo de esas cajas que recibí. Coloqué todo el material que me había entregado la viuda sobre el escritorio. Abrí la primera caja y encontré una serie de papeles; algunos de color blanco, otros más crema, casi amarillos por el paso del tiempo. La mayoría estaba en inglés, algunas

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páginas estaban escritas en caracteres chinos. En las primeras páginas, había dibujos del cuerpo humano realizados a grafito. En un costado, había una explicación con cada detalle del trabajo del Qi (energía) sobre cada parte del cuerpo humano, de cómo esa energía podía fluir en un brazo —de forma externa e interna a la vez—. En notas de pie de página, entregaba detalles de cómo la circulación del Qi podía prevenir enfermedades y curar lesiones. Las hojas siguientes eran sobre casos reales que el maestro había tratado. Uno de ellos tenía una tendinitis en el brazo. Había una descripción de la lesión, características del paciente y tratamiento; que consistía en práctica diaria de tai chi chuan, ejercicios de qigong, además de acupuntura para continuar desbloqueando los canales. Había otros ejemplos de pacientes con trastornos de sueño, depresión… Estaba el caso de un hombre que fue operado de meniscos y su rehabilitación mejoró de forma importante gracias a estos ejercicios del maestro Alfred. Podría ser una opción incluir en la biografía un capítulo sobre su experiencia en el tratamiento de personas y cómo se sanaron. Otro capítulo debe ser sobre su faceta más de estrella, cuando realizó una serie de películas marciales en los años sesenta y setenta en Hong Kong, además de sus asesorías como coreógrafo en escenas de peleas en Hollywood.

Abrí la segunda caja, solo había fotos, aparecía el maestro cuando joven junto a un grupo de estudiantes. En otra foto aparecía en un bote, en el fondo se distinguía cumbre Victoria, la montaña más grande de Hong Kong. Había fotos en blanco y negro, otras en color. Debía haber por lo menos unas cuarenta en total.

Dudo que la viuda me autorice a escribir sobre ciertos aspectos más íntimos del maestro. Como, por ejemplo, que le gustaba estar muy cerca de la televisión para ver las noticias, o sacarse mocos con el dedo índice y después pegarlos bajo la silla —lo

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sorprendí muchas veces haciendo el mismo gesto—, o en plena comida se tiraba pedos porque no le gustaba retener gases. «Hace mal para los intestinos», decía seriamente el maestro —lo cual comprendo—. Ese tipo de detalles podrían hacer más humana la biografía de cualquier persona. Pero por lo que entendí, la viuda buscaba una imagen perfecta para que él fuera recordado como un ídolo.

Abrí la última caja, había cuatro libros: el I Ching, o el libro de los cambios, de autor anónimo, El arte de la guerra de Sun zu, Las analectas de Confucio y el diario de Mateo Ricci, del 1583 al 1610.

¿Qué relación tienen unas fotos del maestro en blanco y negro con El arte de la guerra? Tal vez en sus últimos meses se estaba volviendo loco y puso todos sus recuerdos en estas cajas. Abrí el libro del I Ching, estaba usado, era una edición antigua realizada en La Habana, Cuba. Era bilingüe español-mandarín. El maestro Tang no hablaba una palabra de español. Había una serie de marcas en algunas páginas. Son triángulos dibujados a mano. Algunos de ellos están pintados en el interior con tinta de color negro, en otras páginas los triángulos están al revés, con la cúspide hacia abajo. En la primera página hay una dedicatoria escrita en inglés:

«Para que los tulipanes negros nunca mueran». En un movimiento torpe de mi parte, boté una taza con té que tenía en mi escritorio. Saqué los papeles lo antes posible, pero una de las cajas ya se había mojado en su base. Decidí darle la vuelta para que cayeran todos los papeles y que no se humedecieran. Cayó algo de polvo, una araña muerta y una pequeña libreta con tapas de cuero color café oscuro. Abrí la libreta y en la primera página encontré un párrafo que, supuse, fue escrito por el maestro. Estaba en tinta de color verde.

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Después de dedicar mi vida a las artes marciales y llegando, quizás, al final de ella, me he preguntado por qué me dediqué a su práctica. Debo admitir que hubo ego, busqué fama y dinero, pero ese no era el camino verdadero. Creo que dediqué mi vida a las artes marciales para sanarme, mejor dicho, autosanarme de mis miedos, que me atormentaban. Tuve en algún momento una vida de excesos, pero ahí estaba el volver al camino, al entrenamiento, el cual ordenaba mi vida, mi forma de comer y de dormir. Tenía razón mi amigo Bruce Lee cuando dijo que la medicina para su sufrimiento la tenía con él desde el inicio; me imagino que se refería al camino de las artes marciales, y es lo que me ayudó a vivir.

Me llamó la atención el tono de sus palabras. El maestro siempre era pragmático en sus decisiones, en su forma de actuar, nunca me hubiese imaginado que tenía este tipo de dudas existenciales. Le gustaba reírse de cosas a veces, sin sentido, con un sentido del humor casi de niño. Cuando alguien le traía un problema existencial, le daba una respuesta práctica y cambiaba de tema. La primera vez que estuve en su casa, en Kunming, le conté que era abogado, pero que no quería trabajar en un estudio. Yo estaba todo complicado con mi futuro. El maestro me miró y me dijo que de algo tenía que vivir. Sea lo que sea. Trabajando en un banco, de trader o lo que sea.

—Esta vez lo que te voy a enseñar es gratis. Pero la próxima vez que vengas tendrás que pagar la semana de entrenamiento, que incluye comidas, alojamiento y la práctica diaria de ocho horas de entrenamiento. Por lo que debes conseguir un trabajo para poder pagar mis clases. Te podría regalar las clases, pero te estaría haciendo un daño —me dijo.

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Después, se levantó y me invitó a ver televisión. Ahora que escribo esto, me doy cuenta de que eso era lo que necesitaba en ese momento. Un consejo con cable a tierra. En la página siguiente de esta libreta, había un dibujo hecho a mano, con lápiz negro, el dibujo era una gran biblioteca. La perspectiva del dibujo no tenía fin, continuaba infinitamente con sus libros que se iban haciendo más pequeños. En el dibujo algunos libros estaban con colores: rojo, amarillo, verde. ¿Habrá sido el maestro Alfred Tang quien dibujó esta biblioteca? No tenía idea de que dibujara tan bien. Me quedé contemplando el dibujo que, gracias a sus contrastes de colores, tenía una belleza especial. Seguí viendo qué había en las otras páginas: frases sueltas, algunas en latín, otras en italiano e inglés… En una página habían pegado una lámina en la cual se mostraba a dos misioneros, en la parte inferior de la página estaba escrito «Ricci». Me metí a Google y encontré varias opciones de personas con el mismo apellido, definitivamente, no era el futbolista que jugaba en un equipo en el sur de Italia. Tampoco el músico argentino que tocaba la trompeta. Era la figura del misionero italiano Mateo Ricci, del siglo XVI. Decidí llamar a la hija del maestro Tang, a quien había visto en el funeral, para saber si ella sabía algo de esta historia. 2

—Hola, Elizabeth, hablas con Lucas. ¿Todavía estás en China con tu madre? —le pregunté.

—Sí, estamos cerrando algunos temas, pero tengo pasaje a Inglaterra para el fin de semana, ¿qué pasa?, ¿todo bien?

—Todo bien, no sé si te contó tu madre que tengo algunas cajas de tu padre, porque voy a escribir una biografía sobre él.

—Sí, algo me contó, ¿cómo va eso?

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—Bastante material y hojas sueltas, pero encontré una pequeña libreta con tapas de cuero. En su interior aparece un dibujo de una maravillosa biblioteca que no tiene fin, además, hay un dibujo del misionero italiano Mateo Ricci, una serie de frases en varios idiomas e incluso en el final de la libreta hay un pequeño mapa cartográfico de China del siglo XVII. ¿Tú sabes qué es todo esto?

Hubo un largo silencio. Pensé que se había cortado la llamada.

—¿Aló, Elizabeth?, ¿estás ahí? No te escucho.

—Acá estoy, sí, perdona, pensé que mi padre había quemado esa libreta de anotaciones. ¿Me dices que estaba en una de las cajas?

—Sí, al final de una de las cajas. ¿Por qué tu padre iba a querer quemar esa libreta?

—Porque fue su obsesión durante toda su vida, y durante mucho tiempo solo tuvo angustia por no poder encontrarla.

—No te entiendo, ¿a quién no pudo encontrar?

—Esa libreta que encontraste en las cajas es la investigación que hizo mi padre sobre los tulipanes negros, él creía que existían, muy poca gente le creyó o, mejor dicho, casi nadie.

—¿Me puedes explicar algo de todo esto, por favor?, ¿quiénes son los tulipanes negros?

—Se supone que es una colección de libros anónimos. Crecí escuchando a mi padre esta historia; él creía que estaban ocultos en algún lugar de China, mi madre le decía que dejara de perder el tiempo, que eran mitos, historias fantásticas que lo único que hacían era ayudarlo a perder el foco en su carrera de artista marcial.

—¿Alguien encontró esos libros?

—La verdad es que lo ignoro, pero te voy a llamar en una hora para darte el contacto de un amigo de mi padre, quien compartía la afición por esos libros, ¿te parece?

Ok, gracias, espero tu llamada.

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Elizabeth cumplió, en una hora exacta me llamó. Me dio el nombre y número de teléfono del amigo de su padre, que era profesor en Shanghái.

Llamé al profesor y quedamos en ir a comer al día siguiente a un restaurante que preparaba solo platos de Shanghái.

Llegué a las 6:59 p. m. al restaurante, nuestra cita para comer era a las 7 p. m. El mozo me indicó la mesa, el profesor ya estaba sentado. Nos dimos la mano e inmediatamente intercambiamos tarjetas. Él la tomó y comenzó a leer en voz alta:

—Lucas Vascones, sales manager de la empresa Musical Enterprise Limited para China y Hong Kong. Así que vende pianos —inquirió.

—Así es, trabajo en el área comercial de una empresa francesa-china, la cual fabrica pianos —le respondí.

Él me entregó su tarjeta, «profesor Yang, Facultad de Historia y Filosofía de la Universidad de Fudan, Shanghái». Era un hombre de contextura muy delgada, de baja estatura, debía estar entre los sesenta y setenta años, usaba unos anteojos de gran aumento. En su cara había pequeñas cicatrices, mejor dicho, pequeños hoyos, probablemente de una juventud llena de acné.

—Muchas gracias por aceptar mi invitación a comer —le dije—, sé que usted es un hombre ocupado. —Mi miró con sus anteojos de botella y simplemente hizo un movimiento de cabeza de aceptación—. Elizabeth me comentó que usted era amigo del maestro Alfred Tang.

—Sí, para ser preciso, compartíamos una gran pasión por la filosofía china, sobre todo, por algunos libros clásicos.

—Qué interesante, además, tengo entendido que al igual que el maestro a usted también le interesa la ubicación de la biblioteca de los tulipanes negros.

Vi que el profesor miró inmediatamente hacia los lados, incómodo, se movió en la silla tratando de buscar una nueva posición.

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—Le pediría que tuviera cuidado al hablar sobre este tema —dijo él con voz seca.

—Si le parece, puedo pedir que nos cambien a una pieza privada.

—Si no le molesta, lo preferiría. El mánager del restaurante nos cambió de lugar y nos arregló una pequeña pieza privada, por la cual había que pagar un extra. Nos sentamos y pedimos algunos platos. Una vez que el mozo se fue, el profesor, sin mirarme, me preguntó qué es lo que realmente sabía.

—No sé nada, la viuda del maestro Tang me entregó unas cajas para que escriba una biografía sobre él. En las cajas encontré una libreta de anotaciones con un dibujo de una espléndida biblioteca y una imagen del sacerdote jesuita Mateo Ricci.

—No sé si creerle, pero usted viene recomendado por la viuda del maestro Tang, por lo que espero que me esté diciendo la verdad.

—¿Por qué iba a mentirle?

—Me llama la atención que el maestro haya dejado la instrucción de dejarle esas cajas con toda esa información, debe haber confiado en usted.

—La verdad es que a mí también me llama la atención; para ser honesto, hace mucho tiempo que dejé de entrenar con él, la última vez que lo vi fue hace más de diez años. Quizás él no confiaba en nadie, y yo estoy lejos del círculo de todos sus amigos.

—Alguna razón habrá tenido. Creo que, en sus últimos años, el maestro Tang no confiaba en nadie, incluso diría que se estaba transformando en alguien huraño. En su grupo cercano todos querían algo de él. Dinero, contactos o participar en la escuela de artes marciales. Ahora que lo pienso, por eso lo eligió a usted, porque usted está lejos de todo ese mundo de poder. Bueno, cam-

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biando de tema, para ser específicos, no es una biblioteca, es una colección de libros.

—¿Colección sobre qué?

—Mateo Ricci murió en Beijing en el 1610. A todo esto, ¿sabe usted quién fue Ricci?

—Leí algo de él hoy en internet.

—Partamos con el contexto histórico —dijo con voz académica—. En 1582 llegó a China, a la ciudad de Macao, un misionero jesuita llamado Mateo Ricci. La Iglesia católica envió a un grupo de misioneros a expandir la fe cristiana en Asia. Ricci comenzó a aprender el idioma local, a estudiar libros clásicos chinos y el confusionismo. China, pese a tener una alta cultura, era un país bastante cerrado. Era considerado para sus autoridades como el centro del mundo, y sus vecinos y extranjeros, simplemente, eran bárbaros.

»Pero Ricci lentamente y con mucho trabajo fue ganando espacio en esa sociedad china. Realizó el primer diccionario portugués-mandarín. Además de un mapa cartográfico de la zona. Ricci trajo a China la enseñanza de la astronomía, álgebra y ciencias occidentales. Su influencia fue creciendo a través de los años, teniendo finalmente acceso a la corte imperial en Beijing de la dinastía Ming. Incluso algunos altos funcionarios chinos adoptaron como religión el cristianismo. Fue después del año 1600 d. C., en el que Mateo Ricci recibió una invitación para abrir una sede de misioneros jesuitas en la región de Henan. Ricci envió a una delegación de misioneros de su orden, quienes se establecieron en esa zona.

—¿Esto que me cuentas es real?, ¿pasó realmente? —le pregunté.

—Así es, estos datos están en cualquier libro de historia de Asia o de Europa, Mateo Ricci es una de las figuras claves en la evangelización y en la entrada del cristianismo a China —guardó un breve silencio, y continuó—. Como decía, los misioneros

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estaban repartidos en diferentes provincias. Muchos de ellos comenzaron a aprender y hablar fluidamente mandarín, que era el idioma oficial, y también lograron aprender dialectos locales. Siguiendo los pasos de Mateo Ricci, estudiaron el confusionismo, budismo, incluso hasta el taoísmo, sobre todo, para poder usar algunos conceptos de esas tradiciones que les ayudarían a enseñar la palabra cristiana.

—Perdone que le interrumpa, profesor, pero me parece que no debe haber sido muy popular en las esferas católicas de esa época tratar de usar conceptos de otras religiones para enseñar la palabra cristiana.

—Exacto, ahí comenzaron los problemas para Ricci, porque cuando llegó a China, la relación entre misioneros y locales era de iguales, ninguno era superior a otro, los dos mundos, las culturas de Occidente y Oriente se respetaban. Aunque para los ojos del Imperio chino, estos extranjeros eran bárbaros que, de alguna manera, aspiraban a aprender la cultura milenaria. Pero, en realidad, los jesuitas lograron intercambiar conocimientos matemáticos, astronómicos, teorías y experiencias, fue una época de gran entendimiento.

—Pero el objetivo de los misioneros era misionar, o sea, enseñar la palabra de Cristo.

—¿Que le parecería si le dijera que los sacerdotes además de misionar se dedicaban a sanar? —dijo el profesor con una sonrisa.

—No le entiendo, ¿a qué se refiere?

—Hay una serie de fuentes escritas que señalan que los misioneros actuaban como sanadores.

—¿Los misioneros católicos sanaban a la gente?

—Así es, hay registros de sacerdotes que apoyaban y trataban de curar psicológicamente y, en algunos casos, hasta físicamente a los estudiantes que fallaban el famoso examen de admisión para

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la administración pública China, lo que significaba un fracaso, depresión e incluso suicidio.

—Quizás me equivoque, pero eso no creo que esté en línea con el objetivo de misionar.

—Uno de los objetivos de esas misiones también fue sanar, porque una persona se puede quebrar la pierna y tendrá que ver a un médico; obviamente, es un acto de sanación, pero ¿qué pasaba con esos jóvenes que fracasaban en sus exámenes y caían en depresión? ¿El ayudar a este tipo de jóvenes es menos importantes que el médico que ayuda al que se quebró la pierna? ¿Usted es cristiano?

—Es una pregunta difícil de responder, la verdad es que hace mucho que no voy a misa, soy bastante mal practicante.

—¿Pero fue criado en la religión cristiana?

—Sí.

—Entonces, según lo que usted aprendió en su juventud, ¿acaso la fe en su Dios no es una forma de creer en algo sobrenatural que lo ayudará y le dará fuerza para salir adelante? ¿A encontrar finalmente cierta paz? Bueno, me parece que esa paz es uno de los objetivos de la sanación.

—Entiendo lo que señala, ¿pero la Iglesia aceptaba esos actos de sanación?

—No debe olvidar que estamos hablando de los siglos XVI y XVII, todavía existía la inquisición en Europa. Al parecer, algunos actos eran aceptados, como por ejemplo, actos de sanación en nombre del cristianismo, pero había otros que no lo eran, por lo que se mantenían en secreto, incluso los nombres de los jesuitas que escribían en sus diarios y comentarios lo hacían con nombres falsos, y en lenguas como el portugués e italiano, no en latín.

—¿A qué otros actos se refiere?

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—Todo lo relativo a los exorcismos se manejaba en secreto, aunque eran actos realizados en nombre de Dios. Lamentablemente, Ricci murió en el 1610 en Beijing y todos sus escritos, diarios y experiencias que tuvieron los misioneros en China estaban en su oficina privada.

—¿Y qué pasó con esos escritos?

—Después de la muerte de Ricci, el sacerdote Nicholas Trigault llevó a Italia los escritos que encontró, en línea con el Vaticano y realizó la traducción al latín de algunos documentos y experiencias de viaje de Ricci.

—¿Por qué dice «los que encontró»? ¿Se robaron los diarios y escritos?

—Acá viene la especulación y las teorías. Mi teoría, que muy pocos comparten, es que toda la información que no estaba en línea con Roma fue guardada en la casa de un alto oficial de la corte Ming. Quien se había convertido al catolicismo. Esa casa del oficial fue un lugar de protección de libros y escritos. Por otro lado, un pequeño grupo de oficiales chinos tenía contacto con lo que estaba pasando en otros países de Asia, como Japón, India y el sudeste asiático; por lo que también tenían acceso a otras experiencias en la región, algunos libros y escritos eran aceptados y protegidos.

—¿Protegerlos de quién?, ¿de algún grupo?, ¿de la inquisición?

El profesor se rio de una forma compasiva por mi comentario.

—Lucas, el problema no son los grupos, ni las teorías de poder, ni de conspiración que están tan de moda en estos momentos. El problema es la codicia humana. Cuántas obras de arte han sido robadas para ser vendidas al mejor postor. Cuántos libros han sido robados de sus bibliotecas para pagar favores a alguna autoridad política, militar u hombres con poder. Nunca he creído en esas teorías conspirativas, el problema real es la avaricia, la envidia,

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el odio, el rencor. Por eso creo que ese oficial arriesgó y protegió esos libros de Mateo Ricci.

En ese momento, hubo un silencio en la conversación, quizás el profesor se dio cuenta de que estaba dándome demasiada información; su mirada estaba en un punto fijo. Después de un rato, me dijo que había dedicado toda su vida a la búsqueda de esta colección de libros.

—Como usted puede ver —seguía mirando ese punto perdido—, esta búsqueda no ha sido del todo exitosa, por el contrario, diría que está más cercana al fracaso, pero siempre pienso que a la vuelta de la esquina la suerte puede cambiar a mi favor. La viuda Tang me dijo que podía confiar en usted, por eso, si tiene tiempo, le pido que venga mañana en la tarde a mi casa, le quiero mostrar algo. 3

La casa del profesor Yang estaba ubicada en la zona de Puxi, en la antigua concesión francesa. En un cité construido por un arquitecto francés en los años 1930. Cuando entré a la casa me dio la sensación de estar en otra época. En las paredes había fotos y cuadros de imágenes antiguas de China. Me invitó al segundo piso. Las escaleras eran de madera, bastante estrechas, crujían cuando apoyábamos los pies. Entramos a su estudio. Había un gran telón blanco sobre una de las paredes. El profesor prendió un viejo proyector que ya estaba instalado en su escritorio, nos sentamos en dos sillas de madera tradicionales del siglo XIX. Las imágenes comenzaron a aparecer proyectadas sobre el telón. Aparecía el maestro Alfred Tang, muy joven, haciendo unos movimientos marciales, golpes en el aire, patadas circulares; nunca había visto al maestro tan ágil, se reía, decía algunas bromas en cantonés que

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no pude entender. Después de un par de segundos, se escuchó una canción de chachachá. El maestro Tang se colocó frente a la cámara y comenzó a moverse al ritmo de la música, un, dos, tres, chachachá, moviendo sus caderas de forma exagerada, casi como un robot. Trataba de mantener el ritmo, pero perdía la cuenta. Sus movimientos eran demasiado estructurados, rígidos, a veces, repetía en voz alta: «Un, dos, tres, chachachá».

Stop, stop —dijo el Maestro—, esta canción es muy lenta, ¿tienes otra? Quiero ganar esta competencia.

Una voz de hombre le respondió algo en cantonés, la cámara se quedó fija, el maestro Tang quizás no se dio cuenta de que todavía estaba prendida, mientras subía sus brazos para estirarse, y después continuó moviendo las caderas en forma circular.

La música comenzó nuevamente, era una canción de Benny Moré. El maestro Tang comenzó a bailar con los pasos del chachachá, movía las manos de forma histriónica, demasiado aceleradas.

—Uno, dos, tres, giro, uno, dos, tres, giro.

—Alto, para la música —dijo el maestro—, no están bien estas vueltas, no están perfectas, creo que estoy a destiempo —le dijo al hombre de la cámara—. Quizás necesite hacer ese paso con Vicky.

Se escuchó la voz del hombre detrás de la cámara, gritando el nombre de Vicky.

Tras unos segundos, apareció en la proyección una mujer alta, vestida con un qipao verde oscuro que delineaba su cuerpo, no pude ver su rostro porque seguía dando la espalda a la cámara. El maestro la tomó por la cintura y comenzaron a bailar al ritmo del chachachá. La mujer comenzó a moverse lentamente, como cuando un gato se está despertando, su cintura se meneaba con gracia, al girar pude ver su rostro; de piel blanca, sus labios estaban pintados de rojo. Sus ojos rasgados de asiática, pero de color verde. Estaba seria, no había ninguna expresión, quizás diría que había algo de lejanía, como si estuviese recordando. Ella

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marcaba bien el ritmo, sin esfuerzo, con fluidez, como si toda su vida hubiera bailado el chachachá. Ella llevaba a al maestro, mostrándole lo que debía hacer.

Los dos seguían bailando juntos, dieron dos giros, la voz de Benny More se escuchaba con la fuerza de siempre. El maestro Tang dejó de abrazarla por la cadera, solo se mantenían en contacto con sus manos. En la espalda del qipao había un espacio en forma de triángulo donde se veía su piel. Un nuevo giro y vi nuevamente su cara, esta vez esa lejanía ya no estaba, ahora había una pequeña sonrisa en sus labios.

Dejaron de bailar, el maestro desapareció y solo quedó ella frente a la cámara.

—Ahora, míreme, porque estás marcando otro ritmo —dijo ella con voz segura—, parece que estuvieses bailando salsa, por favor, cambien la música y coloquen salsa, quiero que Alfred sienta la diferencia —dijo en inglés.

Comenzó a sonar una salsa, no pude reconocer quién la cantaba, la melodía era conocida, ¿quizás la orquesta de Aragón?

La mujer comenzó a bailar sola, moviéndose con gracia, marcando con sus caderas las cadencias del ritmo.

Miré al profesor con cara de asombro, él sonrió.

—Es fantástica, ¿cierto? Ella es Vicky Cifuentes Zhang. Creo que es una de las claves para encontrar La colección de los tulipanes negros.

—¿A qué se refiere?

—Por la información que hemos recolectado en todos estos años, tengo la certeza de que ella fue pareja de un comerciante de Guandong, quien se enamoró perdidamente de Vicky; dejó todo, familia, amigos, bienes y se fue con ella a vivir a diferentes lugares del mundo. Este comerciante tenía dos grandes pasiones, bueno, fueron tres, una de ellas fue Vicky, la segunda fue el vino y la tercera los libros. Dicen que tenía una colección de más de

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cincuenta mil libros, le gustaba coleccionar primeras ediciones olvidadas, autores de los que ya la historia no recodaba. Porque, al final, uno recuerda a algunos escritores, los que tuvieron la suerte, el buen tiempo, llámelo como quiera, de quedar en la historia, pero la gran mayoría queda olvidada, con algunos libros publicados que ya nadie lee. La obsesión de este comerciante era coleccionar a estos autores olvidados, y entre esos libros olvidados estaba La colección de los tulipanes negros.

—¿Y cómo llegó este comerciante a tener La colección de los tulipanes?

—Es una hipótesis, pero, según pude averiguar, este comerciante había contratado a una persona para que buscara libros en China, Asia y el mundo entero. Por lo que esta persona compraba y después le llevaba los libros al comerciante. De esta manera debe haber obtenido la colección.

—¿Y dónde está la biblioteca del comerciante?

—De la gran biblioteca no queda nada, él se llevó algunos libros en sus últimos viajes, realizó algunas donaciones a colegios e instituciones y, probablemente, los demás libros fueron saqueados, quemados… En fin, como tantas bibliotecas a lo largo de la historia.

—¿Entonces es un bonito mito?

—La historia siempre va dejando algunos rastros. Un coleccionista privado en Nueva York me contactó hace algunos años para que comprobara la veracidad de un libro. Yo no soy experto en eso. Pero al mencionar el tipo de libro acepté de forma inmediata. Era uno de los libros de la colección. Lo tuve en mis manos, lo pude leer, oler… fue una gran experiencia.

—O sea, que existe.

—Sí, existe; la colección completa debe estar dando vueltas por el mundo, pero al menos yo tuve la suerte de tocar y leer uno de los volúmenes.

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—¿Pero quién hizo esta colección?, ¿fue Mateo Ricci?

—No lo tengo claro, en el prólogo del libro que tuve en mis manos hablan de amigos y admiradores de la obra de Ricci. El objetivo de esta Colección de los tulipanes negros habría sido el recopilar los escritos de Ricci y algunos de sus discípulos sin censura alguna.

—¿Y por qué el nombre de «tulipanes negros»?

—Ricci realizó varios mapas cartográficos de China y su costa, eran tan extraños y diferentes que se les llamó tulipanes negros. Esta flor en China era muy extraña. Por eso, la colección de libros toma el nombre de «los tulipanes negros» para honrar el trabajo de Ricci.

El profesor guardó silencio por algunos segundos, bajó la cabeza y se miró las manos, estaba pensando en algo, sin mirarme, comenzó a hablar.

—La verdad es que no tengo apoyo de nadie en esta búsqueda, salvo el maestro Alfred Tang, con quien hemos estado buscando décadas, pero ahora él está muerto. Así que estoy solo. Diría que este es mi gran hobby, y me gusta la idea de que los hobbies se compartan, así que si usted está dispuesto a comenzar a estudiar e introducirse en esto, lo puedo aceptar como un ayudante.

Sin pensar mucho, acepté la propuesta.

—Bueno, ¿cómo seguimos? —le pregunté.

—Por el momento, comience a leer el diario de Mateo Ricci para que entienda mejor el contexto histórico —dijo el profesor, como si yo fuera un alumno más.

—En paralelo hay dos cosas por hacer, la primera es que vaya a Macao a un pequeño seminario sobre Mateo Ricci, donde habrá varios especialistas sobre su vida y obra —dijo el profesor.

La verdad es que no me entusiasmó la idea de gastar dinero para ir a Macao y estar en un seminario que, probablemente, sería aburridísimo. Pero moví la cabeza dando a entender que iría.

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—¿Y cuál sería la segunda cosa que hay que hacer? —le pregunté al profesor, esperando algo quizás más aburrido, como investigar sobre alguien del siglo XVI.

—Acá tiene la dirección de Vicky Cifuentes Zhang. Ella aún vive. Está en Hong Kong. Creo que sería necesario que la visite y ver qué información le puede sacar, yo he ido algunas veces, pero lamentablemente su cabeza no está bien, solo tiene algunos recuerdos vagos de su vida; aunque quién sabe, quizás usted tenga más suerte.

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