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LAS MARÍAS

Beatriz García-Huidobro

1 A Mariana los tobillos se le habían hinchado por la diabetes y se estaba quedando ciega día a día. Aún así, tomaba por sí misma el trolley y se bajaba en la puerta del cementerio. Llevaba dos ramos de flores. El más grande para su hijo que había muerto a los dos años de fiebre tifoidea. Nueve partos y sólo un varón.

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¿Por qué no fue una de las niñas? Mariana repetía la frase cada vez que entraba al mausoleo. Eran ya tantos años con la misma letanía, que las palabras habían perdido su sentido original.

Junto a la lápida de su hija Soledad depositaba el ramo pequeño. A veces, era apenas una flor la que dejaba caer. Había sido la más hermosa de todas, callada y suave, como si escondiera pensamientos secretos en la parte más profunda y oscura de su mente. Los jóvenes suspiraban por ella. Golpeaban la puerta con caras ansiosas y ojos vidriosos. Ella los miraba, les sonreía y los dejaba hablar. Mariana sabía que su encanto no era más que una gran estupidez, que la mirada que creían complaciente era la expresión bovina de los cerebros vacíos y que sus cantos cadenciosos junto al piano tocado por alguna de las hermanas, eran lo único que había logrado aprender en diecisiete años de educación estricta y exigente.

Tenía cabello largo y rubio que peinaba con dedicación noche tras noche. Se sentaba frente al tocador y con los ojos fijos en el brillo que se reflejaba en el espejo, contaba las cepilladas lentamente.

Fue una tarde a fines de la primavera. Unos jóvenes la pasaron a buscar para llevarla a la laguna a ver los cisnes. Mariana hizo que dos de sus hermanas la acompañaran.

No queremos ver un puñado de cisnes devorando mendrugos de pan… dijo Vicenta.

… mientras ellos se la devoran con la mirada… rezongó Estela.

Preferimos quedarnos clamaron ambas.

Hablaban con energía y decisión, pero Mariana era mucho más decidida y enérgica que ellas, y tras recibir Estela un golpe en la boca por sus malas palabras, subieron ágilmente al coche. Estaban acostumbradas a dar brincos independientes. Nadie les extendía la mano para ayudarlas. O por lo menos, no hacían el gesto a tiempo.

La tarde estaba tibia y ventosa, como solían ser las tardes primaverales en Nocedales. La trenza de Soledad se desenrollaba lentamente, al compás del viento. Delgadas hebras de pelo le tapaban los ojos, mientras los jóvenes se abalanzaban a quitárselas. Suavemente, rozando como sin querer su piel blanca y transparente, esa piel que olía a duraznos tiernos, a jazmines y a alhelíes.

Estela le tocó el hombro a su hermana y dijo:

Siete jóvenes le clavaron una mirada furibunda. Los vaivenes de la trenza les permitían acercarse más de lo prudente y aspirar sus aromas. El carruaje tomó una curva y la trenza de Soledad se deshizo por completo. Su largo pelo alborotado se enredó entre las ruedas de madera y la jaló hacia atrás como si fuera una muñeca de trapo. No lograron detener los caballos a tiempo. Ni el conductor ni los jóvenes que se lanzaron hacia las riendas. Ni los que corrieron a la parte posterior a levantar a la niña terrosa y ensangrentada, el cuero cabelludo arrancado con violencia y la sangre corriendo, sin dejar de correr por su rostro impasible, hacia esos ojos para siempre abiertos.

A veces Mariana lamentaba en silencio que hubiera sido esta hija y no otra la que hubiera muerto. Ella la habría cuidado, no le permitiría andar de arriba abajo en esos carros a los que subía con tanta dificultad, mientras el chofer trotaba detrás suyo, rogándole que usara el auto y le diera a su trabajo un sentido más allá que el de cortejar a las empleadas, limpiar los vidrios relucientes y degustar los guisos de cada día. Posiblemente, Soledad habría descubierto los dulces que guardaba en el baúl, protegiéndola así de sus irrefrenables tentaciones. Y se habría casado con un hombre fuerte, que llevaría ahora los negocios. A esas alturas de su vejez había descubierto lo que las mujeres hermosas eran capaces de obtener, la forma en que el mundo parecía moverse en torno a ellas y envolverlas con el tibio manto de la despreocupación.

No tendría que estar todavía detrás del mostrador gruñía, sin que hubiera ningún mostrador al frente, ya que algunas de sus hijas, yernos y nietos se ocupaban de los negocios y muchos de éstos escapaban ahora de su entendimiento. Pero Mariana se empeñaba en estar cada día en todos los lugares y controlar que las cosas se hicieran a su modo, aunque éstas siguieran un curso acelerado y diferente que no alcanzaba a asir.

Había sido así desde el día en que se casó. Tenía dieciséis años y la comprometieron a un joven de provincias, tosco y grande, diez años mayor que ella. Hijo de inmigrantes españoles, heredero de prósperos negocios en Nocedales; un buen partido para una joven sin dote ni especial belleza. Lanzaba grandes risotadas en cualquier momento, sin el menor tino. Una tarde había estallado en una ruidosa carcajada cuando el presidente desfiló por las calles de la ciudad. El orfeón sonaba detrás de la comitiva y sus resoplidos hicieron perder el tono al de la tuba. Mariana lo miraba incrédula. No es que le sorprendiera su estupidez; el equilibrio del mundo se lograba con personajes de este tipo. Lo que la tenía estupefacta era la perspectiva de compartir su vida con ese gigante y el enorme desafío de hacerlo pasar desapercibido. Pensaba en el día del matrimonio y temblaba. Ella de blanco, sonriendo por el pasillo central de la iglesia y él, sacudido por su propia sonrisa, vibraría como un flan mientras sus amigas disimularían la risa y, las de alma caritativa, la compasión. En los periódicos la describirían acertada y discretamente como una boda alegre.

Después de la ceremonia, que resultó bastante cercana a lo que Mariana había temido, con el vozarrón de Vicente tropezándose con las palabras durante el juramento de fidelidad y sus ruidosos brindis de mesa en mesa, levantando tantas copas como las que volteaba, iniciaron el largo viaje en coche hasta el campo donde él se desplomó sobre ella con urgencia y arrebato. Aunque era una mujer menuda, tenía caderas anchas y musculatura fuerte que le permitieron resistir sin ahogarse los estertores de él sobre su cuerpo y decidir que el sacrificio de la carne no era tan terrible como había insinuado su madre con esa mirada beatífica y dolida clavada en el cielo, buscando palabras que no podía pronunciar y que al final callaba con un apretón de manos y un suspiro. Además, duraba mucho menos de lo que había pensado. Con el tiempo aprendió a apurarlo más, susurrándole al oído palabras que la avergonzaban, pero que lograban que él se desinflara como un globo, se hiciera liviano y cayera a un lado, dando los últimos resoplidos antes de dormirse en forma definitiva.

Algo había escuchado acerca de los ciclos del mes, de los cálculos necesarios para evitar los embarazos o al menos programarlos distanciadamente en el tiempo. Pero a

Vicente cualquier cuenta de este tipo le parecía tan absurda como la planificación del trabajo.

Eso no se puede evitar aseguraba.

En tres años, Mariana ya tenía tres hijas y veía con espanto que eso no iba a detenerse y que sosteniendo un ritmo de tal constancia y entusiasmo, las posibilidades de llegar a parir veinte o más niños eran temiblemente ciertas.

Si bien Mariana, temerosa de que recién terminada estuviese otra vez embarazada, se paseaba de un lado a otro por la habitación, cargando a la recién nacida en brazos y atisbando con la mirada a las dos pequeñas que jugaban sobre un chal en el suelo, el pensamiento acerca de cómo detener el ímpetu de sus entrañas, era una preocupación menor respecto de otra que crecía en su interior y la devoraba lenta pero concienzudamente.

Y es que cada día se le hacía más claro que su marido caminaba recto y seguro hacia la ruina total. Tenía la gran capacidad de tomar las decisiones equivocadas y aplicar las normas del descriterio ante cada situación, socavando cada año parte de su patrimonio para compensar los errores del período anterior.

Mariana observaba el gran bodegón frente a la plaza, donde Vicente almacenaba la mercadería en inmensos sacos amontonados uno sobre otro. Cada vez que entraba un cliente, él o sus dependientes rezongaban y sencillamente se negaban a vender en ese momento si es que el saco requerido estaba en un lugar de difícil acceso.

Venga en dos o tres días más y la cosa va a estar despejada les decía tan campante, mientras perdía la venta sin tener noción de lo sucedido.

En el centro del enorme local estaba la romana, una balanza de gran capacidad. Vicente tenía con ella una dedicación que no podía destinar a nada más. Amontonaba los sacos y anotaba las cifras que después sumaba con lentitud exasperante. Su gran desafío consigo mismo en particular y con la humanidad en general, era vender la cantidad exacta, ni un gramo de más ni uno de menos. Mientras dejaba caer los puñados de mercadería vigilaba las agujas con mirada de halcón, con la clara intención de transmitir el mensaje de que a él no se le iba detalle. No, señor. De él se podría decir cualquier cosa excepto que engañaba o se dejaba engañar con el peso.

Mariana veía con espanto cómo su marido jugueteaba con la romana, mientras pequeños locales se abrían en los alrededores y se llevaban a los clientes. Revisaba como al descuido el desorden de sus cuentas y comprobaba que él no tenía la menor conciencia de que lo almacenado por largo tiempo se traducía en pérdida; que compraba caro y vendía sin calcular márgenes de utilidad razonables; que algunos objetos le resultaban antipáticos y no los ofrecía en la tienda, perdiendo de este modo la fidelidad de sus clientes y pedidos más grandes y con mayores márgenes. En pocas palabras, no entendía nada de nada.

Por otra parte, más de la mitad del campo estaba abandonada. Vicente tenía fe ciega en el arroz y sumergía hectáreas y más hectáreas bajo el agua. El arroz era caprichoso. La tierra era caprichosa. No se sabía cómo iba a ser cada año. Él no era el profeta Elías que pudiera andar aventurando qué tal se veía venir la mano. Así es que esos maravillosos y fértiles suelos de los que la fruta brotaba grandiosa y perfumada, eran cada temporada sepultados por los torrentes de agua que Vicente hacía desbordar desde canales construidos a un alto costo.

Hay que asegurar el agua decía con sabiduría, mientras la lluvia caía y regaba los campos vecinos que se enriquecían con la fruta, los viñedos y los sembrados tradicionales.

Mariana había visto que más al sur, donde la lluvia arreciaba por meses, las haciendas de rulo o pantanosas se reservaban para el sembrado de arroz, remolacha y todo aquello que la tierra ofrecía con el desprecio de lo sobrante. Además, el almacenamiento del arroz era conflictivo. Si las bodegas se humedecían, los granos se saturaban de agua y tenían un olor y un sabor detestables que no desaparecía ni con el sol ni con todo el calor del mundo. La cosecha del año se liquidaba y Vicente repetía su sabia retahíla acerca de lo impredecible. Terminaba el discurso con una mirada penetrante dirigida certeramente a los ojos de Mariana y sentenciaba: Las cosas se ponen difíciles.

También frente a la plaza, por otra calle, Vicente era dueño de un enorme terreno que abarcaba una manzana completa. Había gastado una fortuna en cercarlo para que en su interior sólo creciera la maleza y se derrumbara un bodegón en el que se amontonaba y estropeaba la mercadería que le robaban sistemáticamente, sin que se diera cuenta y le producía gran desconcierto en meses venideros comprobar que sus planillas de registro no concordaban con lo existente.

Vamos, que el bodegaje no es tan simple como se cree decía transpirando antes de que las planillas acabaran en la basura y él aceptara como un hecho de la naturaleza las nuevas cantidades.

Mariana temía que Vicente decidiera liquidar este terreno por inservible y que alguien se haría rico poniendo un negocio rentable en ese lugar privilegiado, en una ciudad que crecía a gran velocidad, rodeada de campos fértiles y grandes viñedos.

Había cumplido veinte años, tenía tres hijas que criar y muchas más que nacerían de año en año, y un marido que las conduciría a una perfecta bancarrota. Primero perdería el terreno, luego el campo y finalmente quebraría el negocio mientras él se mantendría alerta y vigilante con la aguja de la romana.

Los padres de Mariana eran ancianos. Ella nació sorpresivamente, como un regalo de menopausia, tardío y fuera de lugar. La única y real satisfacción que les dio fue casarse rápido e irse lejos. Había crecido prescindiendo de ellos y no podría recurrir a su inútil ayuda cuando estaban frente a la puerta de salida. Sus dos hermanos eran amistosamente indiferentes. El futuro era extenso y solitario, un desierto árido y miserable para ella y sus niñas y las tantas más que seguiría teniendo, si se consideraba que el vigor y la frecuencia con que Vicente la abordaba cada noche, no disminuía ni un milímetro en los años que llevaban juntos.

En las horas en que se desvelaba, cuando los pensamientos se volvían extremos y desesperados dando vueltas a uno y otro lado de la cama, mientras Vicente roncaba con una constancia enervante, concluía que sólo tenía dos opciones: eliminarlo o abandonarlo. La primera era la más factible, pero fuera de sus esquemas, sólo imaginable en las extensas noches en vela. Y la segunda, impracticable. Y estas dos posibilidades, cuando finalmente amanecía y podía ver con más claridad, convergían a una sola: neutralizarlo. Multiplicar por cero los efectos de su creatividad empresarial y hacerse cargo por sí misma de los negocios.

Durante el desayuno, Mariana observaba con estupor cómo las manazas de su marido trituraban el pan, le untaban mantequilla o nata fresca, y lo humedecían en el té hirviendo, dejando sobre el líquido humeante una película de grasa que se espesaba y flotaba iridiscente. Era asombrosamente repugnante verlo insistir una y otra vez en la operación hasta que se vaciaban repetidamente la cesta y la tetera. Iba a ser imposible neutralizar a esta maquinaria en marcha con permanente abastecimiento de combustible.

Después que él se iba, madrugador que disponía de suficientes horas para boicotear el negocio, Mariana limpiaba la mesa y se servía una taza de té. Francisca, la mayor de las niñas, se sentaba al frente y también tomaba té en una tacita de porcelana. Cogía trozos de pan, los empapaba de té y, mientras los tragaba, decía:

¡Delicioso!

Soledad se encaramaba a su silla y hacía lo mismo, con menos fortuna, ya que el pan se le perdía en el líquido y se deshacía en grumos que emergían como trozos de nata.

Pilar asomaba su cabecita hasta el borde de la mesa y emitía unos chillidos que daban a entender claramente que ella también aspiraba a participar en la repulsiva ceremonia del remojamiento.

Mariana, al término de su cuarto embarazo, sentía náuseas por las mañanas y la perspectiva de que sus hijas se transformaran de manera lenta pero segura en una réplica femenina de su padre, la aterrorizaba. Así es que suprimió por tiempo indefinido la participación de las niñas en cualquier evento culinario con su padre. Les daba de comer en el repostero y velaba por sus buenos modales sin piedad.

Fue de este modo como, sin intención previa sino sólo por una medida reactiva, sus hijas crecieron amantes de la buena mesa y desarrollaron un refinamiento que no habrían tenido si su padre hubiera sido más mundano.

Por las mañanas, las niñas jugaban risueñamente con los dados sobre una mesita de mimbre. Construían torres que se derrumbaban rápidamente, dibujaban caminitos serpenteantes o peleaban un poco para matizar tanta alegría.

Mariana resistía estoica y solitaria la deglución de Vicente y el sonido de los dados cayendo como música de fondo. Sentía un constante malestar que no podía endosar exclusivamente al embarazo. Su interior se retorcía en nudos que se hacían piedras convulsas. Recordaba a su tía Ema. Había crecido oyendo decir que se parecía a esta tía de destino fatal, a la que sólo se asemejaba en que ambas tenían el pelo rojo y sedoso. Su marido desapareció una tarde como otra cualquiera, la desesperación de su llanto desbordó las habitaciones, cuadrillas de hombres lo buscaban por los callejones de la ciudad, los niños moqueando se aferraban a su falda, las mujeres con sus chales negros la abrazaban envolventes. Meses después se descubrió que había decidido irse a vagar por Europa, con una amnesia focalizada, apuntando única y exclusivamente a la familia que lo tenía harto. La tía Ema pasó de mártir a abandonada, y los niños, de trágica orfandad a vulgares desechados. Se tuvo que refugiar alternadamente en las casas de sus hermanos y acostumbrarse a los patios traseros y al desdén de todos los parientes. Cuando llegaba a la casa de Mariana, su madre resoplaba sin disimulo, con una mezcla de resignación y fastidio. Tampoco ocultaba su alegría al verla partir, con su cada vez más escasa ropa en esos baúles gastados, el cuero raído y los bordes levantándose como las cabezas desdeñosas que la miraban sin compasión. Y la tía Ema envejecía gris y opaca, sus hijos se ocupaban en cualquier trabajo, sus hijas se casaban con empleaduchos y se alejaban de ella, de su mala suerte, del rencor que les provocaba esa mujer que no supo retener a su marido y los hundió en la miseria.

Mariana imaginaba ese futuro y las piedras de su interior dejaban de retorcerse y caían con estrépito entre sus órganos comprimidos. Vicente le explicaba sus planes mientras sorbía su té grasiento y ella temblaba. ¿Cuánto podía demorarse un hombre torpe en perder una pequeña fortuna? Mariana sabía que la tierra y los negocios tenían un alto valor y muchas proyecciones, pero no constituían un patrimonio lo suficientemente fuerte como para resistir la creatividad de Vicente. Eran bienes que debían ser trabajados o desaparecerían con la velocidad del pan remojado en el estómago de un hombre hambriento.

Intentaba no escucharlo, pero no podía sustraerse a su vozarrón, a las palabras pronunciadas con energía y dicción de buen español de la costa, a ese afán por masticar los temas como si fueran hojas de tabaco que no acababa de escupir, con una falta de síntesis que, definitivamente, malgastaba el tiempo y acortaba sin piedad la vida de quienes lo rodeaban.

Pues que no ha sido una temporada de coser y cantar y ahora se ve que la próxima viene difícil comenzaba a decir. Luego explicaba con lujo de detalles, sin percibir su responsabilidad, los acontecimientos fortuitos que se habían confabulado cósmicamente para arruinarlo. Precisaba con orgullo las acciones que emprendía, anticipándose a los hechos y previniendo desastres que igualmente ocurrían porque había más factores de los que cualquier persona podía imaginar.

El hombre propone y Dios dispone concluía, eximiéndose de toda responsabilidad final en el orden divino y terrenal.

Cada una de sus palabras parecía desgarrarle un poco más las vísceras, se las abría como cortinas de teatro que develaban el escenario de una miseria cada día más cercana, y él, en vez de percibir en la dilatación de las pupilas de su mujer el horror y el pánico, sólo veía el interés de su mujer por escucharlo entre sorbo y sorbo de té.

Francisca trataba de enseñarles a sus hermanas algunos juegos con los dados, como girarlos hasta ordenar seis de menor a mayor formando hileras, o agrupar dos dados con un valor y coronarlos con el dado que representaba la suma. Las niñas eran demasiado pequeñas para entenderla y Francisca las apartaba de un certero manotazo, demostrando que la enseñanza no sería su profesión y que a pesar de ser bajita y delgada, poseía una fuerza de sorprendente precisión.

Las niñas lloraban y Francisca, en propio descargo, decía:

Son tontas, no saben jugar.

El desapego de Vicente por sus hijas era sistemático: nunca les hacía caso. Su única participación efectiva había sido no claudicar en la inscripción del nombre en el registro civil, anteponiendo el nombre de María a cada cual de acuerdo a la tradición de su familia, de modo que en su vida adulta sufrieran los inevitables contratiempos de llamarse todas de la misma manera. En la casa, sólo él las llamaba por su nombre completo y en algunas oportunidades, por su nombre y apellido.

Tenía la teoría de que los niños entraban a la edad de la razón recién a los siete años y sólo entonces podían integrarse paulatinamente a la vida de sus padres. Antes de esa edad, debían ser criados por las niñeras en los patios interiores de las casas. Por eso Mariana lo vio con extrañeza acercarse a la mesita de mimbre, vociferar un poco a diestra y siniestra, forcejear con una de las sillitas hasta arrancarle un brazo para poder sentarse, y luego trenzarse con Francisca en un juego con los dados.

María Soledad Lledó, traiga el juego de dominó.

La niña lo miró desconcertado y Mariana se apresuró en llevarle la caja. Vicente le enseñaba a su hija mayor a mover las fichas y a calzarlas de acuerdo a los números.

Las niñas alegaban y se arrimaban a la mesa, pero Mariana intuyó que esta vez no debía intervenir y las llevó a jugar en el jardín. Por la ventana atisbaba desconcertada la escena. Cualquier madre habría estado orgullosa y sorprendida al descubrir que su hija de apenas cuatro años era capaz de seguir las reglas de un juego, pero a Mariana eso la tenía sin cuidado, estaba acostumbrada a la mente brillante de su hija mayor. Era la atención de su marido lo que la impresionaba. Ese hombre que no se concentraba por más de cinco minutos al leer el periódico y que veía danzar las cifras en las planillas, estaba inmovilizado frente a una mesa haciendo girar fichas y dados frente a una niña de trenzas y dientes de leche.

María Francisca Lledó, va a ser usted una buena jugadora. Desde ahora le prohíbo los juegos de azar sentenció Vicente.

Y luego agregó a su mujer:

Quítele el vicio antes de que empiece.

Es sólo un juego dijo Mariana. ¿Qué daño podría hacerle a alguien distraerse un poco? Tal vez usted debería…

Vicente se explayó acerca del daño que había sufrido su familia por causa del abuelo que perdió tierras y fortuna en España, que destrozó el futuro de sus hijos sobre una mesa verde, que si no hubiera sido por su padre y su tío que rescataron lo que pudieron y se embarcaron a América, ahora vagarían hambrientos por las calles de Valencia, realizando trabajos miserables y siendo humillados por cualquier transeúnte.

Vicente repetía el discurso como si lo hubiera memorizado. Era evidente que lo había escuchado mil veces de su padre y que lo recitaba sin convencimiento. Porque Mariana había visto el brillo en sus ojos y comprendió que bastaba un pequeño empujón, leve, casi imperceptible, ante una mesa de juego, y el hombre se desplomaría sobre una silla para no levantarse más. Y al vicio y a la ruina no les tenía temor. Vicente era suficientemente avaro como para regular los montos de sus placeres. Y en las provincias no se apostaba fuerte, apenas el menudeo para divertir a los hombres en las tardes solitarias, en la planicie de los anocheceres silenciosos y estrellados.

Sólo tenía que dirigirlo sutilmente, acercarlo a otros hombres y arrimarse poco a poco a los negocios y darles un rumbo, si no ascendente, a lo menos recto.

Vicente era un hombre muy poco sociable. Desde su matrimonio destinó sus energías a preocuparse improductivamente, pero preocupado al fin de los negocios y a arreglar los rincones de la casa. Porque poseía una especial habilidad para realizar tanto tareas gruesas como delicadas. De sus manos toscas salían muebles en miniatura tallados con delicadeza y buen gusto, tan hermosos, que Mariana los usaba como adornos en las repisas en lugar de entregárselos a las niñas para que jugaran con sus muñecas. Otras veces, de sus horas de encierro en el taller, surgían mesas, sillas, cómodas, que llenaban lentamente la enorme casa de campo. A Mariana le admiraba su trabajo, pero no tenía interés ni sensibilidad por embellecer su hogar, ella pertenecía a la categoría de personas a quienes les importa que las cosas funcionen bien, no que luzcan bonitas ni armonicen entre sí, de modo que estos muebles quedaban instalados en cualquier lugar donde pudieran cumplir un fin, sin perifollos ni cuadros, recostándose solitarios contra los desnudos muros de adobe.

Con su barriga a punto de reventar, Mariana hizo que le prepararan el coche y que fuera el viejo Marcial quien lo condujera hasta la ciudad, que era poco más que un caserío pueblerino en torno a la plaza, pero que crecía día a día, sin que le faltara mucho tiempo para llegar a ser una importante ciudad de provincia.

A una cuadra del negocio de Vicente estaba el club La Hermandad. Algún antiguo caballero lo bautizó con ese nombre sugerente y ambiguo que se prestaba para que los hombres tuvieran un abanico de posibilidades a la hora de inventar pretextos que les sirvieran para alejarse de sus casas. Los socios se dedicaban a la beneficencia, organizaban un naciente cuerpo de bomberos, debatían y analizaban con profundidad temas políticos, gestándose los líderes provinciales a su alero. Esto, en teoría. Porque en la práctica la beneficencia se la endosaban a sus mujeres, la política era sólo un griterío entre copas y se erigían como adalides los más asiduos, los más enterados de las menudencias del pueblo y los que tenían mayores oportunidades de viajar a Santiago y traer noticias frescas de la capital.

El club era una casa de gruesos muros de adobe de color ocre, tejas en el techo y estrechas ventanas con marcos de madera y rejas de fierro forjado. Como las mujeres no tenían permitido el acceso, Mariana se quedó sentada en el coche, esperando. Llevaba papeles en su bolsillo y una pluma, para pedirle al cochero que le dijera los nombres de cada uno de los caballeros que cruzaba la puerta del club.

El primero en acercarse fue don Eusebio, un hombre pequeño, de grandes bigotes blancos y una prominente barriga que nada tenía que envidiarle a la de Mariana. Llevaba un bastón con empuñadura de plata en la mano y caminaba erguido, con un donaire que ponía en evidente riesgo la estabilidad de su sombrero. Así como a él, Marcial fue nombrándolos uno a uno intercalando confusas historias acerca de las familias de cada cual. Después de pasar la mañana, ella no recordaba ninguna anécdota, pero tenía una lista con los catorce nombres más significativos, suficiente para comenzar.

En la casa redactó una carta para invitarlos a una partida. Tenía una letra enérgica y caprichosa, que se desviaba ascendente por la hoja de papel, pero suficientemente clara para expresar sus deseos. Mientras escribía, Mariana se reprochaba a sí misma su falta de sociabilidad. Cualquier mujer ya conocería a las otras y empujaría a su marido a acercarse a los hombres más influyentes.

Como suele suceder con los niños que se crían solos, ella estaba acostumbrada a la soledad. Se entretenía tocando el piano, bordando, preparando conservas, estirando el día hasta que se acababa y venía otro idéntico, sin que hubiera escrito a sus vecinas invitándolas o acudido a la misa del pueblo. Recién llegada la recibieron en una de las casas de campo aledañas y ella retribuyó la invitación con desgano en una velada desastrosa, los bocadillos se hornearon más de lo necesario y a medida que la tarde se extendía en conversaciones forzadas y amplios silencios, se produjo un temblor insignificante que sembró el pánico o tal vez fue el pretexto para que las mujeres huyeran en estampida, dejándola con las tazas humeantes y los bocadillos calcinados. Ocasionalmente les enviaban una invitación a un matrimonio u otro evento masivo. Mariana usaba sus embarazos como pretexto y se excusaba la mayoría de las veces, hacía llegar un discreto regalo e intentaba que Vicente fuera en nombre de ambos. Él encogía los hombros desinteresado y solía declinar la invitación; se encerraba en su taller durante horas y no mencionaba más el asunto.

Al principio, a Mariana le parecía que viviría transitoriamente en Nocedales, que apenas las niñas crecieran se iría a Santiago. Pero ahora se daba cuenta de que la necesidad de vigilar los negocios las obligaría a quedarse en el campo, creciendo las niñas, envejeciendo ella, en una soledad donde esa pequeña ciudad sería su único referente de la civilización.

Decidió que, apenas diera a luz, se obligaría a hacer y recibir a lo menos una visita semanal. Y aunque no tenía afinidad alguna con la iglesia, iría con su familia a misa todos los mediodías de todos los domingos. Rescataría la vieja mantilla de su suegra, enrollaría un rosario alrededor de sus muñecas y permanecería hincada aunque sus rodillas rezongaran con desesperación. Y si era necesario que apoyara actividades de caridad, también lo haría.

Selló con lacre los sobres y envió a Marcial a repartir las invitaciones. Necesitaría dos días para completar el recorrido, tiempo suficiente para encontrar el modo de explicarle a Vicente que había una partida de hombres organizada en su propia casa y que le correspondía hacer el papel de anfitrión.

Se despejaría el salón principal y se instalaría una gran mesa hexagonal con doce sillas. En torno, ubicaría otras tres mesas redondas y sobre cada una de ellas, los naipes, los cachos y dados, y los dominós. Así, si no estaban en un juego, estarían en otro, pero nadie dejaría de apostar y jugar, y el entusiasmo de los hombres impregnaría el aire como el humo espeso de sus cigarros, envolvería a Vicente, penetraría en su carne y lo dejaría sentado por varias horas al día frente a un tapete verde.

A la cocinera le encargaría platos livianos y rápidos de vaciar, pero deliciosos y en cada mueble habría botellas de cognac, jerez y vino, que les alegrarían la noche y les harían añorarla.

Nunca supo Mariana cómo se desarrolló la partida, a qué hora terminó ni cuánto dinero corrió por la mesa. Tenía dolores que intentó controlar sin remedio, ya que al amanecer de ese mismo día dio a luz a su cuarta hija. Al anunciarle la matrona que era otra niña, Mariana decidió bautizarla con el nombre de su marido, inevitablemente antecedido por María, y olvidarse del heredero. Por alguna razón, en su matriz sólo se gestarían otras matrices.

En esos días, una de sus cuñadas la acompañó. Estaba casada con su hermano mayor y había aportado una buena dote al matrimonio, herencia de la fortuna que su padre había amasado durante los años de gloria del salitre en el norte. Se llamaba Irene y tenía la cintura esbelta y los pies pequeños y finos, sus trajes le llegaban de Europa y en sus salones de Santiago se recibía a la gente más distinguida de la ciudad.

Mariana vio su propia imagen tosca y desparramada sobre una cama, entre sábanas de dura crea, con monogramas rebuscados y vulgares bordados con hilos de colores deslavados, la leche desbordada de sus pechos, agriándose sobre las telas que la envolvían como a una larva. La pequeña Vicenta berreaba con inusual energía en brazos de su aya, una niña campesina con el delantal torcido y el pelo desmañado, sosteniéndola con un pánico e inestabilidad que revelaban que éste era el primer recién nacido que caía en sus manos y que no tenía modo de garantizar su sobrevivencia.

Mariana se veía a sí misma con los ojos de Irene, sus guantes bordados, impecables, reposando en el ruedo de su falda y su moño imperturbable, sin una hebra fuera de lugar. Tenía varios años más que ella, pero pronto, muy pronto, Mariana sería una anciana y se vería mayor que su cuñada, la misma a quien siendo ella una niña le llevó la cola del vestido de novia y arrojó pétalos de flores por la nave central de la iglesia y terminó dormida bajo una mesa, atiborrada de merengues y dulces de camote, con el vestido de organdí hecho un desastre.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Irene dijo:

El cuerpo se desgasta con cada parto. Tienes que distanciar unos de otros.

Mariana habría querido llorar. Con esfuerzo lograba alejar a Vicente de su dormitorio durante la cuarentena, pero apenas se cumplía el plazo que él controlaba tarjando números en el calendario de la tienda con matemático rigor, no había argumentos ni manotones suficientemente enérgicos y claros que pudieran hacerlo a un lado. No lo alejaban su cintura cada vez más ancha ni sus muslos y caderas en desbocada expansión.

Es su deber.

Esa era la frase más amable que él le decía en los forcejeos. Y Mariana veía en sus ojos la más absoluta incomprensión a la relación causa efecto que demostraba su infalibilidad con la precisión de un reloj, en exactos nueve meses.

Irene había tenido cuatro hijos, ahora niños y jóvenes que crecían en un hogar ordenado, guiados por una madre imperturbable que se daba el tiempo de viajar a la provincia con los dos menores y acompañarla en nombre del resto de la familia, que ya estaba harta de visitarla a esas tierras húmedas y plagadas de zancudos, para exclusivo beneficio de la cosecha de arroz.

El vinagre es lo que menos falla susurró Irene. Y le describió las lavativas que había que hacerse para que la acidez no permitiera la fecundación. Le habló de las fechas conflictivas, cómo calcularlas para evitar la cercanía del marido en esos días. Le enseñó otros trucos para desviar el torrente de savia, que las sonrojaron e hicieron reír. Pero sobre todo, le explicó cuál era la fuente de la vida y cómo en las entrañas se formaban los seres humanos.

Mariana había recibido una educación bastante poco esmerada, por no decir que fue casi nula. Padres fatigados y sin recursos para mantener una institutriz permanentemente. Y estaba la razón de mayor peso: era mujer y no valía la pena invertir. Su madre era una anciana silenciosa y distante. Pasaba las mañanas en la cocina, donde Mariana aprendía lo que ella suponía grandes secretos, aunque más tarde descubriría que eran los más elementales y desabridos guisos, conservas rudimentarias y una repostería simplona. Dormía largas siestas, se levantaba fatigosamente para irse a desplomar nuevamente en la sala, renovado escenario donde cosía y bordaba hasta que la luz natural se extinguía, y se iniciaba la rutina del rosario. El rezo se realizaba en la penumbra de un rincón, las velas titilando y la letanía de los murmullos adormeciéndola, Mariana se rezagaba y entre los ruedos de las faldas de las dos sirvientas, cerraba los ojos para no pensar en nada y poderse mantener quieta y silenciosa.

Las visitas que hacían o recibían eran esporádicas y tan fastidiosas, que Mariana prefería vagar por la casa, ayudar en la cocina o sentarse ante el piano. La música era lo único que la ensimismaba y le permitía alejarse del aburrimiento. No era una niña que se sumergiera en ensoñaciones y el cuerpo le hervía de impaciencia por hacer algo y mantenerse activa.

Aunque estaba consciente de sus carencias, no pretendía revertir el pasado ni lamentarse por él. Lo único que podía ofrecerles a sus hijas era la música y una cierta disciplina. Le gustaba sacar conclusiones que condujeran a medidas prácticas y aplicables: ella ya no iba a cambiar, pero sus hijas podían ser mejores. Irene era mejor, Irene vivía en

Santiago, Irene viajaba constantemente a Europa, por lo tanto, sus hijas vivirían en Santiago, irían a Europa y serían mejores. En Europa una mujer podía aprender a conocer su cuerpo sin avergonzarse. Las mujeres podían ser más libres si sabían algo. La ignorancia era lo que las mantenía atadas. Y para alcanzar estas metas era imprescindible que el campo y el negocio se consolidaran, para que pudieran alejarse y aprovechar de ellos.

Acercarme para podernos alejar concluyó mientras amamantaba a la recién nacida y sacaba cuentas.

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