16 minute read

índicE

ingrEdiEntE principal

Una noche Alhelí anunció que pronto se iría de casa. La idea no me sorprendió. Intuía que esta noticia llegaría en cualquier momento y estaba preparada para recibirla. Las señales me las dio la propia Alhelí: semanas antes, había ido corriendo a traer cuaderno y lápiz para anotar la receta, cuando yo comenté —con toda inocencia— que cenaríamos tortilla de papas. Entonces recordé que cuando, a esa edad (20), la necesidad de dejar la casa de mis padres se me volvió irrefrenable, busqué a Gudi, nuestra querida cocinera, y anoté los secretos de su tarta de manzana. Mi partida era inminente. La suya también lo era.

Advertisement

Varios meses antes de este anuncio, habíamos acordado con Alhelí preparar juntas un librito de recetas. Ella quería desarrollar un proyecto editorial para su taller de diseño gráfico y a mí siempre me había gustado escribir y cocinar. Escribir, porque con ello lograba evadirme en cada letra de cada palabra de cada página. Y cocinar, en fin, porque crecí con hambre. Pero esas historias no las contaré aquí.

Motivada con el plan, me puse a pensar que para cada receta podría narrar la circunstancia que me llevó a prepararla o probarla por primera vez. O podría contar los recuerdos de mi niñez asociados a los miles de postres que me comí o, más bien, que deseé comer. Y me deleité soñando con la posibilidad de imaginar una infancia en la que los relatos estuvieran vinculados solo a cosas dulces.

Pero no.

Con el anuncio de Alhelí, el librito de recetas dio un giro copernicano y tomó forma final: no serán las recetas de mi pasado, sino las de su futuro; y no llevarán historias de mi infancia, sino de la suya. Este librito porta, entonces, un sentido de hembra mamífera: son recetas para ayudar a la cría a encontrar su propio hogar. Si me preguntan por el tipo de mamífero, diría una elefanta: barroca con su sola presencia, hiperprotectora, matriarcal y memoriosa.

Por lo tanto, quienes entren en estas páginas deberán saber que ingresan a un territorio lleno de intimidad y de afectos (diría “burbujeantes”, pero es muy obvio). Si buscan la receta para dejar ir a una hija, no la tengo. Simplemente espero que, gracias a estas recetas, cuando Alhelí lo requiera, un poquito de mí estará con ella.

caspirolEta para El cocolEcamiEnto

1 vaso de leche

1 cucharada de azúcar rubia o 1 de miel

1 rama de canela

1 chorrito de vainilla

2 o 3 clavos de olor

1 huevo

1 chorrito de oporto

Antes de entrar de lleno en esta receta tengo que explicar un término de uso frecuente en nuestro ámbito familiar: cocolecar. Todo un verbo. Una puede usarlo en voz activa (te voy a cocolecar), pasiva (me dejo cocolecar), subjuntiva (¿querrá que la cocoleque?), suplicante (cocolécame, por fa); también como un sustantivo (el cocoleque o cocolecamiento) o adjetivo (¡qué situación tan cocolecada!). La palabra la introdujiste tú, Alhelí, a partir de una traducción libre de una canción de Axé Bahía, ahí por inicios de los 2000. Como no entendías la letra, terminabas el estribillo cantando “beijo na boca … cococolecado”. Alan, atento siempre a los giros del lenguaje, la in- corporó rápidamente a la cotidianeidad familiar: era la forma en que expresaba su cariño. Así nació cocolecar.

Tú cantabas sonriente y divertida y la palabra pronto empezó a colmarse de una suma de sentidos positivos: ser querida, protegida, cuidada. Estar especialmente cómoda, ojalá en un espacio mullido, esmerado; haciendo algo que a una le guste mucho, que tenga un ápice de travesura, de exceso. Y, por supuesto, tomando o comiendo algo rico. Este “algo rico”, eso sí, tiene que incluir una pequeña preparación; ¡no puede abrirse un paquete simplemente! Requerirá de un proceso voluntario y gratuito en la cocina, aunque sea breve. Y si los cocoleques quieren ser mayores, pues una pasa horas pelando, picando, batiendo, colando, endulzando.

Porotrolado,elcocolecamientoesmuchomásadecuado para el invierno. Como bien sabes, lleva preferentemente tarde fría y lluviosa, zapatos húmedos ya retirados de los pies, tapita de lana o plumas, película o música o libro o juego. Y, por supuesto, el pábulo antes referido. Por ejemplo, una caspiroleta.

Solo así el cocolecamiento eliminará momentáneamente la necesidad, la carencia, el extrañamiento. Solo así detendrá la prisa y los pendientes. ¡Ah!, y porque pone en peligro la rutina, no es apto para los procrastinadores severos, por si te encuentras uno por ahí. Porque, quién sabe qué podrían llegar a diferir con tal de recibir un cocoleque.

Cuando vayas a preparar una caspiroleta tienes que poner a la otra persona en la condición ya mencionada, es decir, tienes que cocolecarla primero. También puedes preparar el ambiente para cocolecarte a ti misma, si estás sola. Me acuerdo que mi mamá me preparaba caspiroleta algunas veces allá en Perú, cuando llegaba de la piscina con el pelo mojado y cansada del entrenamiento. Aunque en ese entonces no existía tal palabra, esas ocasiones fueron lo más cercano a un cocoleque que tuve de niña. Pero más básico, o más vacío. O tal vez más interesado: solo para que no me resfríe. Porque para eso también sirve la caspiroleta.

Ahora sí. Pon en una ollita leche, azúcar, vainilla, canela, clavo. Llévala a punto de ebullición y apaga el fuego. Retira canela y clavo. En una licuadora o con un batidor de mano, mezcla vigorosamente la leche caliente con el huevo y el oporto. Si optaste por la miel, agrégala ahora.

Es parte del encanto de esta bebida quedar aireada y espumosa, ella misma cocolecada en su factura final.

¡Y listo! Caspiroleta para el cocolecamiento. Porque, cuando Alhelí me dijo que se iba, lo primero que pensé fue: ya no la podré cocolecar.

Si quieres peruanizar o chilenizar esta receta, usa pisco en vez de oporto.

7 yemas más 2 huevos enteros

½ kilo de azúcar granulada

2 tarros de leche evaporada

1 kilo de azúcar en polvo, cernida previamente

Suele asociarse a ciertas horas del día la ingesta de determinados dulces. Se supone que hay algunos que funcionan mejor como postres (los de cuchara), otros en el desayuno o en la merienda (los de tenedor), otros entre comidas (los de dedos furtivos). Pero el maná es un dulce previsto para ser comido mientras una duerme. Sí, un dulce cuyo estado ideal de consumo es el que se alcanza cuando postergamos la racionalidad diurna y nos sometemos a la autoridad de los sueños.

Estas cosas pensé cuando eras muy pequeña aún, después de que una noche comenzaras a inquietarte y sollozar en tu cuna. “Es solo un mal sueño”, te susurré. Y cuando estaba a punto de tomarte en brazos, me regalaste las dos sílabas que toda madre elefanta espera ansiosamente escuchar por primera vez: “maaa-naaa”.

Un observador que circulaba por la zona indicó:

—¡wow!, tiene cinco meses y ya te dijo “mamá”.

Pero,sinquitarleméritoslingüísticosalapequeñaAlhelí, su observación no fue del todo acertada. ¡Era demasiado pequeña para decir “mamá”! Definitivamente dijo “maná”.

El episodio me llevó a comprender, no obstante, que en el país de los malos sueños solo hay una cosa que puede asemejarse a la arquetípica madre: el maná. Los retóricos explicarían esta semejanza mediante la figura de la paronomasia; los new agers, por ley del dharma; los psicoanalistas dirían objeto transicional; y los bíblicos, milagro. Pero yo simplemente entendí que el maná es un nutrimento lleno de filantropía, con el que sosegar la sensación de extravío o desesperanza que suele llegar por las noches, como una falsa convidada de piedra.

En aquel tiempo nació el mito: cuando tuviera que ausentarme en horas nocturnas, para mitigar cualquier sensación de abandono que mi ausencia pudiera provocar, dejaría una bolita de maná en la mesa de noche de Alhelí. Y así, durante años, segura de encontrarlo, palparías a tu alrededor hasta dar con el codiciado maná, que disolverías en tu boca en plena duermevela, exorcizando los malos sueños e instruyéndote de paso en los principios del placer.

Preparar este postre requerirá de tu tiempo y tu paciencia. En sus distintas etapas, toma casi un día entero. Solo revolver con la cuchara de palo será una tarea de al menos una hora y media. Por lo tanto, lo ideal es tener un cómplice con quien turnarse en esta faena.

Comienza así: en una olla de fondo grueso pon yemas, huevos enteros, azúcar granulada y leche. Mueve bien y elimina cualquier sólido de los huevos antes de llevar al fuego. Cuando la mezcla esté pareja, enciende la hornilla a baja temperatura. La leche no debe llegar a hervirenningúnmomentoporquelasyemassecortarían y estropearían la receta. Revuelve, revuelve, revuelve. La cocción está lista cuando logres llevar con la cuchara toda la mezcla hacia un lado, de modo de despejar aproximadamente el 40% del fondo de la olla.

Cuando llegue al punto indicado, vierte la mezcla en una superficie previamente cubierta con azúcar en polvo. Rocía azúcar también encima y deja enfriar completamente. Una vez fría, amasa suavemente y de forma envolvente, incorporando el resto del azúcar en polvo poco a poco. Es posible que no llegues a usar todo el kilo de azúcar: cuando la mezcla esté suficientemente firme como para darle forma de bolitas, habrás terminado de amasar. Forma las bolitas y hazles algún adorno con el dorso de un cuchillo. Si estás creativa, puedes modelar y pintar frutitas.

Es parte del encanto de este dulce ser fuente de goce sublime. Justamente por ello, no es apto para compartirlo con cómplices hedonistas, por si alguno te tiende su telaraña. Porque, reforzados en sus fundamentos, querrán comer sin revolver.

Porque sé de noches pesadillescas sin una elefanta a la que recurrir, cuando Alhelí anunció que se iría de casa, me sentí comprometida a mantener vivo el mito: si alguna noche, cuando esté lejos, la angustia, el desaliento, la melancolía, se filtran como un viento frío por la ranura de su puerta, debe saber que siempre podrá volcarse a la dulzura de esta maná.

Si quieres traer el maná a la contemporaneidad, considera que en Perú las monjas de clausura lo vienen haciendo de la misma manera desde hace cuatrocientos años y deshecha la idea.

110 gramos de mantequilla

1 taza de azúcar

⅓ taza de cacao amargo en polvo

¼ cucharadita de sal

1 cucharadita de vainilla

2 huevos

½ taza de harina sin polvos mantequilla o margarina para engrasar

Cuando Alhelí nació, Ivana tenía siete años. A las pocas horas, Ivana la tomó en brazos y agitó tan fuerte el sonajero que Alhelí abrió los ojos y le sonrió. Reflejo, acaso, pero el hecho es que le sonrió. Desde ese primer momento, Ivana fue una estructura fundamental en la identidad de Alhelí. Pero, así como fue un pilar de su personalidad, fue también un modelo exigente, de esos que te hacen oscilar entre la mímesis perfeccionista y la distinción radical. Porque hay que alcanzar cierta madurez antes de entender que la clave para diferenciarse de una hermana mayor —o de una madre-elefan- ta— no es necesariamente convertirse en su opuesta: es mejor focalizarse en crecer con independencia.

Pero me estoy adelantando. Por el momento hay que decir que, en los primeros años, como Ivana era creativa, graciosa y espontánea, Alhelí la seguía e imitaba todo el día. Como Ivana hacía gimnasia rítmica y practicaba con sus implementos, Alhelí aprendió a gatear tras ella, intentando alcanzar la punta de la cinta, sin duda para chupársela. Y como Ivana era, ya desde niña, toda una pintora, Alhelí se manchaba hasta el pelo tratando de asestarle al papel, muchas veces con colores sustraídos en la clandestinidad del horario escolar. Por otro lado, para Ivana, Alhelí era su muñeca: la disfrazaba, la peinaba, le leía cuentos, le hacía títeres, casitas, y le enseñaba canciones y coreografías pegajosas. Siempre con cariño y paciencia, aunque a veces con un poquito de malicia infantil también. Por qué no decirlo.

Con el tiempo, Ivana fue destacando: graduación secundaria con honores, ingreso a universidad en primer puesto, titulación con reconocimientos, beca en el extranjero, cuatro idiomas. Se fue convirtiendo así en una referencia robusta para Alhelí. La pequeña aplaudía estos logros, como todos lo hacíamos, pero, internamente, sé que la presionaban. Tanto que una vez me dijo —como quien pide permiso— que lo que ella sí sabía de su futuro era que no quería ser la mejor del mundo en nada.

Un día Ivana decidió hacer brownies para una convivencia universitaria. Esa noche nos contó que le habían quedado raros. Ricos, pero raros. Demasiado dulces, excesivamente crujientes, un poco amelcochados. Juntas empezamos a repasar los pasos de la receta para detectar el error:

—¿Segura que usaste 4 huevos?

—Sí.

—¿Disolviste el cacao en la mantequilla?

—Sí.

—¿Dejaste que se enfríe un poquito?

—Sí.

—¿Le pusiste la harina al final?

—¿Harina?

En casa estábamos acostumbrados a las distracciones de Ivanita, pero olvidarse de ponerle harina a un queque… Era, pues, una oportunidad irresistible, que había que aprovechar. Y así lo hiciste, Alhelí: tirada en el piso de la cocina, te reíste a carcajadas legítimamente resonantes, durante dos períodos consecutivos de siete minutos cada uno. Esa risa, sin dejar de ser sororal, reportaba una descompresión: si Ivana podía equivocarse en algo tan elemental, tú quedabas exenta del paradigma de la perfección.

Fue un camino largo el que Alhelí tuvo que recorrer, hasta hace no mucho, para independizarse de su hermana en la construcción de su identidad. Anoten las lectoras que esto sucedía al mismo tiempo que las dos, Ivana y Alhelí, intentaban quitarse de encima a la elefanta. Esfuerzo no menor, como se podrán imaginar. Especialmente porque la elefanta había blindado la crianza de sus hijas contra sus propios terrores infantiles [silencio especulativo], dejando pocos espacios para la incertidumbre y la insurrección.

A pesar de todo, los brownies sin harina fueron elogiados en la convivencia de Ivana. Puedo afirmar, entonces, que el encanto de esta receta está en la lección que nos propone: es un dulce que se deja saborear aún en sus imperfecciones. Como la vida. Y la vida, aprovecho de alertarte, Alhelí, es más llevadera lejos de quienes toleren únicamente resultados perfectos.

Derrite la mantequilla. Agrega azúcar y deja que se enfríe por cinco minutos. Añade el cacao, la sal y mezcla bien. Luego los huevos y la vainilla. Al final agrega la infaltable harina y asegúrate que todos los ingredientes queden bien combinados. Vierte la mezcla en un molde cuadrado y engrasado (puedes espolvorear el molde con cacao en polvo para que no se pegue). Hornea por 20 o 25 minutos a 180°. Los brownies deben quedar un poco húmedos en su interior, así que no dejes que se sequen en el horno.

Una vez fríos, corta en cuadrados y espolvoréalos con azúcar en polvo.

Dejo esta receta para valorar el temple con el que Alhelí fue creciendo como persona y consolidando su autonomía. Algo que se hizo evidente el día en que Ivana se fue a Alemania a estudiar. Sabíamos muy bien que sería un viaje sin retorno y cada uno de nosotros elaboraba su duelo como podía. Alhelí sacó toda su ropa (la suya propia), sus juguetes, sus papeles, sus tesoros. Separó, clasificó, jerarquizó, desechó y guardó el resto. Cuando algunos años después Alhelí anunció su partida, supe que el día en que su hermana se fue a Alemania, había comenzado a hacer, ella también, sus maletas.

Si quieres llevar esta receta a su versión más sublime, usa cacao orgánico peruano del distrito de San Juan de Bigote, de la provincia del Morropón.

1 kilo de fresas

½ kilo de azúcar

10 clavos de olor

1 anís estrella

1 rama de canela

½ litro de crema de leche

Llegó el momento de hablar del sonambulismo de Alhelí. Me tomó varios años captar que se trataba de eso. Simplemente pensaba que dormía ligero y poco. Incluso recién nacida tenía que tener el cuidado especial de entrar a su cuarto de puntitas, porque al menor respingo despertaba. A los nueve meses se resfrió. La llevé al pediatra con el mayúsculo interés de que le prescriba un jarabe con efectos secundarios. Yo necesitaba tan desesperadamente dormir que, con un lápiz de ojos, me acentué las ojeras para que el médico se apiade de mí. Esa noche le di el jarabe, pero Alhelí se despertó igual.

Cuando aprendió a bajarse de la cuna comenzó a asomarse a mi dormitorio como una presencia perturbadora. Yo había recibido el mandato de devolverla a su cama, cosa que hacía. Pero cuando el mandatario por fin se fue, fui flexibilizando la disciplina. En el nuevo contexto, me quedaba hasta tarde trabajando y, cuando llegaba a acostarme, casi siempre Alhelí ya se había trasladado a mi cama sin auxilio de agentes físicos conocidos. Y dormía allí serenamente. La secuencia de la flexibilización fue la siguiente: primera etapa, la cargaba y la devolvía a su cama; segunda etapa, si llegaba la dejaba dormirconmigo.Lapermanenciadefinitivadelatercera etapa tuvo un hito fundacional: una noche subí y Alhelí no estaba. Por esa época, como me estaba siendo difícil afrontar la noche sin su compañía, fui a buscarla y con el auxilio de mis brazos la trasladé a mi cuarto y la acosté junto a mí durante dieciocho meses.

Recuerdo especialmente el primer invierno en Santiago. Usabas un pijama enterizo rojo, que te daba forma de osita colorada, ovillada y acurrucada. Sí, así, con su rima y todo. Y si tuviera que ponerle un ritmo a esa rima, diría que fuiste mi panalivio, ese ritmo de las viejas haciendas azucareras del Perú, que los esclavos percutaban para mitigar el peso de la esclavitud. Porque en ese entonces yo era como una esclava de la pena y tú, sin darte cuenta, me fuiste quitando uno a uno mis clavos (habilidad que te será demandada en esta receta). La bolita roja en la que te convertías cada noche encajaba perfecta en mi abrazo de elefanta que nos calentaba a ambas. En favor de esas cucharitas bienhechoras, hasta pusiste tu sonambulismo en suspensión.

Como diría Nicomedes Santa Cruz, la receta “dice así”: en una olla vierte fresas bien rojas cortadas en mitades, azúcar, clavos, anís y canela. Cuenta los clavos para que al retirarlos no pierdas ninguno. Moviendo con cierta frecuencia, haz que tome punto de mermelada no muy espesa, esto es, unos 25 minutos a fuego medio. Ten cuidado, porque durante la cocción la mezcla salta y puede quemarte. Cuando el dulce de fresas esté totalmente frío, retira los clavos uno a uno, el anís y la canela. Luego bátelo para que la fruta se deshaga un poco.

Aparte, bate la crema de leche hasta convertirla en una chantillí suelta. Vierte el dulce de fresas sobre la crema chantillí y une todo con el batidor. Llévalo al congelador. Aproximadamente cada 30 minutos, y hasta que el helado tome la temperatura definitiva, saca la mezcla y bátela un par de minutos. Esto evitará que se formen cristales de agua en su interior.

Es parte del encanto de estos helados dejarse comer entre dos. Cada uno con su cucharita, pero ofreciendo alternadamente la porción a la boca ajena. Bajo estas condiciones, este postre no es apto para egocéntricos, por si alguno —ardid mediante— logra entrar en tu vida. Porque ellos abrirán más la boca y estirarán menos la mano.

Dejo estos helados para las madrugadas de invierno. Porque cuando Alhelí anunció que se iría, imploré: en los inevitables desvelos o sonambulismos de la nocturnidad, ya sea para darla o recibirla, que nunca le falte su cucharita.

Si quieres que esta receta esté a la moda, haz uno o varios de los siguientes reemplazos: fresas por frutos del bosque, leche por yogur, clavos de olor por pimienta de Jamaica en grano. O simplemente cámbiale el nombre a “helado artesanal de fresas”.

arroz con lEchE

¾ de taza de arroz

1 litro de agua

1 ramita de canela cáscara de limón (opcional)

2 tarros de leche evaporada

2 tarros de leche condensada

½ cucharadita de vainilla (opcional) canela en polvo

Es casi imposible preparar o comer arroz con leche sin evocar el imaginario de aquella ronda infantil, en la que la viudita del barrio del rey declara su voluntad de contraer matrimonio. Para ser justa con Alhelí, este modo formal de iniciar una convivencia no aparece, al menos por el momento, en su horizonte. Sin embargo, Alhelí sí nos ha introducido, a Ivana y a mí, en una serie de asuntos de señoritas, que bien podrían asociarse a los subterfugios conservadores que forman parte de la búsqueda de un marido. Pero no se confunda la cocinera lectora: esta cría, lejos de ser una niña frívola o tradicionalista, era defensora y activista de la igualdad de género, incluso antes de que sus contemporáneas supieran qué diablas era eso.

Pero volvamos a lo de señoritas. En esto Alhelí fue una pionera familiar. En primer lugar, introdujo el concepto girly, aunque no usó el término hasta mucho más tarde. Ella sencillamente encarnaba ese espíritu, como una expresión de su absoluta libertad y de un sentido lúdico que —por carencias propias— estuve siempre dispuesta a alentar. En segundo lugar, hay que darle el mérito de haber legitimado su derecho a poseer la siguiente colección: esmaltes de uñas, set completo de manicura y pedicura, rizador y alisador de pelo, maquillaje para ojos ahumados, rímel azul y negro, gama de labiales, peinetas con lentejuelas, sprays, burbujas, mousses, geles, perfumes, exfoliantes. Y un poco más tarde, mediante su celular rosado y sus redes sociales, una cantidad de tips aprendidos en blogueras de moda que hasta el más profesional envidiaría tener. Y todo esto antes de los diez años. ¿¿¿Quéééé??? Este combo de feminidad tradicional resultará muy normal para mucha gente. Pero esta elefanta, domesticada en el rigor de la disciplina victoriana, se vio obligada a hacer un esfuerzo de adaptación.

El día que Alhelí cumplió nueve años, fuimos de paseo a una granja y nos sacamos fotos con terneritos y patitos. Pero cuando cumplió diez, me pidió hacer una fiesta con pista de baile, bola de luces y botella borracha. El resultado de este evento —dejando de lado el aspecto sociológico— me trajo problemas con las apoderadas del colegio, específicamente por la ronda de la botellita. Porque las madres, “desprevenidas”, no estaban preparadas para que sus señoritas se iniciaran en pensar con qué señoritos se casarían ellas.

Puedo recuperar nítidamente esa noche. Te observé repartir selectivamente los vasitos de arroz con leche, organizar la coreografía por parejas, dirigir con astucia la operación de la botella. Te observé reír con la nuca lanzada hacia la espalda. Supe del arribo de algo nuevo cuando, un poco ya deshechos los rulos y arrugado el canesú, botellita en mano, supiste abrir la puerta para ir a jugar. Puerta que desabrochaste a tus anchas y que atravesaste sin que te importara lo que dejabas atrás.

En una olla cocina el arroz en agua, con canela y cáscara de limón. Cuando ya esté listo, cuela y devuelve el arroz a la olla. Mantén la canela y la cáscara de limón. Agrega leche evaporada, condensada y vainilla. Mueve con cuchara de palo por aproximadamente 18 minutos (máximo 20), para que la mezcla deje su tono blanco y adquiera uno más dorado. Hay que tener en cuenta que cuando el arroz con leche se enfríe, espesará conside- rablemente. Sirve en una dulcera grande o en pocillos individuales. Espolvorea con canela y deja enfriar hasta que alcance temperatura ambiente.

Afina tu garganta, pues es parte del encanto del arroz con leche hacer cantar a sus comensales como si fueran niños y niñas otra vez. Pero cuidado con quien se niegue a cantar: una vida sin juego es una vida sosa, como un zurcido descolorido, como un bordado en el aire.

Dejo esta receta llena de reminiscencia iniciática. Porque, cuando Alhelí anunció que se iría, pensé desde el pecho: espero que cuando cruce este nuevo umbral —como ya lo hizo diez años antes— no tenga necesidad de mirar atrás.

Si quieres darle un nuevo sentido a este dulce, puedes reemplazar el arroz por quínoa orgánica, la que crece en las alturas andinas de la sierra peruana.

This article is from: