Maju, ¡cambiá esa cara larga! / Maju, Change that Long Face!

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No soy maleducada

Estamos en el patio de la escuela y por suerte Joaco, que es mi mejor amigo (aparte de Julia y de Gero, que antes no nos bancábamos pero ahora sí), defendió el arco y se tiró pila de veces palomita, cosa que me gusta porque quiere decir que de verdad está concentrado en el partido.

Es que a veces Joaquín se distrae con sus inventos y, como le tengo que recordar poniendo cara de enojada, no está dando todo lo que podría en la cancha.

Hace un mes, más o menos, estaba taaaaan concentrado en darle un uso a una licuadora rota (la había encontrado en un contenedor

de basura) que cuando se paraba frente al arco era ver una estatua. Lo mismo. ¡No servía para nada! Llegaba la pelota y él reaccionaba media hora más tarde. Los del equipo contrario gritaban «GOOLLL» como desacatados y Joaco miraba a su alrededor sin entender por qué tanto festejo. Era para acogotarlo. Obviamente, pila de compañeros se enojaron y lo quisieron sacar del cuadro, pero yo lo defendí, obvio, porque es mi amigo…

Eso sí, tuve que hablarle reseria y recordarle que como árbitra no le iba a perdonar ni una sola falta, porque mi trabajo es importante y nunca jamás un árbitro puede tener favoritos. Le advertí —con tono amenazante— que si no encaraba rápido y cambiaba, iba a terminar en el banco de suplentes (que, en realidad, no existe porque no tenemos ni banco ni suplentes, pero ta). Sirvió bastante. Joaquín no quiere dejar su puesto de golero, así que empezó a rendir más y fue zafando.

Mejoró pila el rendimiento cuando terminó con su proyecto de la licuadora, que transformó en un vaporizador. O sea, enchufás la licuadora

y en vez de licuar (el papá de Joaco le sacó las cuchillas), larga vapor. Es raro. Supuestamente tenés que meter la cara en el agujero y el vapor hace que te limpie la piel. «Te abre los poros y te cura los granitos», me dijo, como si yo supiera qué son los poros. Estoy convencida de que él tampoco sabe qué son los poros, pero tiene algo que ver con la piel. Leí algo en la computadora de casa, que está en el escritorio de papá, y que es lo único que mis padres me dejan usar para buscar cosas por internet (están redensos con que tengo que seguir siendo una niña, que no necesito celular ni tablet ni nada… pero bien que ellos tienen todo eso y se pasan tiquitiquitiqui todo el rato, aunque digan que es por trabajo).

Joaquín envolvió la licuadora-vaporizador con papel de regalo, le puso una moña medio canglueca que encontró en un cajón de la casa y la guardó en el ropero de su cuarto. Se la va a dar a la maestra el Día del Maestro para que se le vayan los granitos que tiene en la frente, bien arriba, donde nace el pelo, digamos.

Pero no sé, como regalo es un poco chocante. Primero, porque es un regalo que tiene forma

de algo que no es (licuadora), y segundo porque es como regalar un desodorante: medio que te están diciendo que te laves los sobacos o que tenés olor a chivo, como repite mi abuelo cada vez que vuelvo de jugar al fútbol y me manda a bañarme, tapándose la nariz.

Ah, hablando de mi abuelo, desde que adoptó a Gerónimo como nieto los dos lo llamamos «abuelino». Me gusta más que abuelo. Lo que no me gusta tanto es que Gero y abuelino compartan tanto tiempo con Balú sin mí.

Balú es el perro más divino del mundo mundial. Lo rescatamos de la calle y lo cuidamos un montón hasta curarle todas las heridas que tenía. En eso nos ayudó Karen, la novia de mi hermano Andrés (bah, es medio hermano, porque nació de otra mamá pero de mi mismo papá), que estudia para ser doctora de animalitos y es reeeeebuena: curó a uno de mis cuatro hámsteres el año pasado (aunque a mi hámster no hubo que operarlo, como al pobre Balú)…

En fin, la cosa es que abuelino se quedó con Balú y entonces Gero, que amó a Balú como yo desde el mismísimo momento en que lo vimos

abandonado, sucio y temblando en la puerta de la escuela, se pasa en la casa de abuelino.

No estoy celosa, aunque mi abuela Zulma diga lo contrario. Es que no me gusta que salgan a pasear a Balú y no me lo digan o no me inviten. O lo hagan cuando yo no puedo ir.

¡Ay, no lo puedo creer! ¡Juro, juro que no puedo creerlo! Lo volví a hacer. Volví a hablar sin parar antes de presentarme.

No soy maleducada, es que me olvido porque tengo pila de cosas importantes para contar y arranco sin pensar antes.

Eso me dice papá: que tengo que pensar más antes de hablar, pero no es fácil. Una vez casi le digo a Gertrudis, la vecina que tiene cinco gatos y odia a mis hámsteres, que tiene cara de rata (es que ella dice que mis hámsteres son ratas). Pero pude aguantarme. Conté hasta diez y respiré hondo, como me enseñó la abuela Zulma.

Ajjj, sigo sin dejar de parlotear... Perdonen.

Me voy a presentar: me llamo María José pero todos me dicen Maju. Cuando sea grande voy a ser árbitra de fútbol y capaz que también cuidadora de animalitos (no sé si se puede trabajar de

eso). Es que me gustan pila los animales. En casa no podemos tener perro porque la abuela Zulma les tiene alergia. Si hay un perrito cerca se le hincha toda la cara y estornuda veinte mil veces.

Aunque me enoja no poder tener uno (¡es mi sueño!) no cambiaría por nada que la abu viva con nosotros. Yo era rechiquita cuando se separó de abuelino y se vino a vivir a casa. Abuelino y ella se llevan rebién pero según la abuela es porque no viven juntos.

Ahora que está tanto tiempo yendo de acá para allá (mi abuela Zulma ganó un concurso de reguetón para la tercera edad, o sea, para los abuelos, y no ha parado de viajar por el país), la extraño horrible. Dormimos en el mismo cuarto y cuando no está, extraño hasta sus ronquidos, que a veces se parecen a los de un camello.

(Shhh: ¡ella cree que no ronca!).

Tengo una vida!

—Maju, ¿querés ir a lo de abuelino a ver a Balú hoy? —pregunta Gero, cuando me siento en el piso y recuesto la espalda a la pared del patio. Lo miro desde abajo y achino los ojos. Me revienta que se haga el superadito con Balú, como si él fuese su único dueño.

—No es solo tuyo el perro, ¿eh? Si quiero ir voy y punto, no me tenés que invitar. Gero se encoge de hombros y se va. No me importa. Mejor que se vaya. En realidad sí quiero ir a ver a Balú, obvio, pero ahora no voy a ir nada así Gerónimo se da cuenta de que está hecho terrible mandón.

Mis padres y mi abu Zulma dicen que estoy muy malhumorada últimamente y que todo me cae mal, y un poco de razón tienen, pero estoy convencida de que en parte es culpa de ellos. Por ejemplo, ¿no tendrá que ver que me hayan pedido que «recoja los platos después de comer y los lleve a la pileta»? No soy una malcriada, yo levanto mi plato, mi vaso y mis cubiertos, pero parece que no alcanza, que tengo que levantar las cosas de todos, y eso es injusto. Se los dije clarito:

—Si todos comemos y todos ensuciamos, todos tendríamos que recoger la mesa. ¿Por qué solamente yo?

—No te pedimos nada del otro mundo, Maju. En una familia todos colaboran… —dijo papá. Mamá asintió.

Miré a la abuela buscando su apoyo con los ojos pero ella levantó las palmas de las manos como sacándose el problema de encima.

Corrí la silla hacia atrás, haciéndola chirriar bien alto, me levanté y sin decir nada más recogí la mesa con el ceño fruncido. Me mordí la lengua, posta. Después hasta me dolió y todo, pero

preferí eso a decir todo lo que me hubiera gustado decir porque segurísimo iba a meter la pata.

Al poco tiempo, mamá salió con que sería una buena idea que comenzase a hacerme la cama:

—Son cinco minutitos antes de irte a la escuela y vas aprendiendo…

Sentí como un fuego que me subía desde la panza hasta la garganta. A ver, apenas logro levantarme cuando papá me despierta, voy al baño como una zombi, me cepillo los dientes como una zombi, me hago las dos colitas como una zombi, hago pis como una zombi, todo como una zombi y ¡pretenden que haga la cama!

La interrumpí con un gruñido que me salió como del estómago:

—¡No quiero aprender! No me importa. ¡No me importaaaaa si la cama está hecha! ¡Es al cuete hacer la cama si igual la vas a deshacer cuando te vas a dormir!

—Maju, ¡no me hables en ese tono!

—¡Además, para que sepas, hago pila de cosas antes de ir a la escuela! ¡O sea, tengo una vida!

—Es cuestión de organizarse los tiempos. Ya estás grande y…

—¿Estoy grande? Entonces, ¿por qué no me dejás tener celular? ¿Eh, eh, eh, ehhh?

Mamá se quedó callada unos segundos y luego respondió:

—Porque sos grande para ciertas tareas pero chica para…

La corté de una:

—¡Claro, soy grande pero solo CUANDO A USTEDES LES CONVIENE!

Di un portazo y me fui con mis hámsteres que son los únicos que me tranquilizan: ellos dan amor sin pedirme nada de nada.

Pinchacito amoroso

Eso de recoger la mesa, hacer la cama o pasar la aspiradora como hace la abu Zulma me embola mal. Sin contar con colgar la ropa en la cuerda del patiecito cuando la sacan del lavarropas, esperar a que se seque, descolgarla y doblarla.

Por suerte todavía no me pidieron que haga algo de eso, pero ya me veo que en cualquier momento arrancan con que sería una buena idea que «ahora que estoy más grande empiece a doblar la ropa», ¡por favor!

Los adultos dicen que es por mi bien, para enseñarme responsabilidades y para no sé qué. Pero no. Es porque quieren molestarme, lo sé.

Si ellos quieren doblar la ropa, que la doblen, yo cuando sea grande ni loca doblo la ropa, prefiero guardarla arrugada y ponérmela arrugada, no me cambia nada de nada y soy más feliz.

Lo mismo con hacer la cama. Tampoco la voy a hacer cuando sea grande.

Mamá dice que las camas sin hacer parecen nidos de cotorras y que la mente no queda tranquila cuando hay desorden. Pero nah, estoy archisegura de que mi mente está genial si duermo en un nido de cotorras, o sea, en una cama sin hacer. Hubo dos días que la abu Zulma no hizo mi cama porque no estaba y mis padres no tuvieron tiempo (porque fueron días de locos entre la escuela, sus trabajos y que se quemó una torta de fiambre que papá puso en el horno y se olvidó de sacar), y yo dormí como un tronco, así que está más que comprobado que se descansa igual o capaz mejor que si hacés la cama.

Las tareas de la casa están en la lista de las cosas que más odio. Después le siguen las vacunas e ir al dentista.

Bah, ahora que lo pienso, capaz las vacunas van primero. No me acuerdo bien de bien qué sentí cuando me la dieron hace dos o tres años pero lo que sí recuerdo es el pánico total cuando vi la aguja. Odio las agujas con toda mi alma.

Y aguja más jeringa es igual a diablo. Listo. Veo una vacuna y me despatarro.

Por eso cuando me dijeron que en un año y medio me tengo que vacunar me puse a llorar, y que conste que yo no lloro nunca, soy valiente.

Papá me consoló explicándome que era para que no me vengan enfermedades y que, además, el pinchacito (sí, sí, dijo «pinchacito», como si fuese algo amoroso, algo lindo, algo que da ternura) se sentía como cuando te picaba un mosquito.

No creo que sea taaan así porque el mosquito tiene tamaño de mosquito y la vacuna es quichicientas veces más grande que un mosquito. ¡No soy boba!

Mi amiga Julia se tuvo que dar una inyección el año pasado y me juró que no le dolió nada, que casi ni se dio cuenta, pero para mí fue porque estaba con pila de fiebre y no sabía ni qué le pasaba.

No sé… no quiero pensar en cuando me tenga que dar la vacuna.

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