Nº39 – PVP 9€
39 I Sangre nueva I Eñe. Revista para leer
Arturo Pérez-Reverte Gustavo Martín Garzo Fogwill Mercedes Cebrián Antonio Colinas Ganadores del premio Cosecha Eñe 2014
CULTURA PARA TODO EL MUNDO ILUSTRACIÓN BOA MISTURA
39 I Sangre nueva
HAVANA 7 Una sólida apuesta por la cultura
Desde su compromiso con el mundo de la cultura, Havana 7 continúa apostando por todos aquellos creadores que tienen algo importante que contar, por todas aquellas historias que merece la pena ser contadas. Así nació el proyecto Club Havana 7 Cultura Abierta junto a La Fábrica, que lleva más de 15 años dinamizando la cultura española con los proyectos más atractivos y originales. Un universo de iniciativas culturales de calidad que se ven reforzadas con la presencia de Havana 7 y que se llevan a cabo en su sede de Madrid. Entre ellas, conferencias, debates, performances… Todo un mundo por delante. El mundo de Havana 7 Cultura Abierta. Autenticidad, originalidad y carácter. Estos son los rasgos que diferencian a los creadores más interesantes y a los mejores proyectos culturales. Y esas son también las señas de identidad de Havana 7 en su clara apuesta por la cultura. www.disfruta-de-un-consumo-responsable.com 40º
HAVANA 7 HISTORIAS QUE CUENTAN
Eñe. Revista para leer 39 I Sangre nueva
5
Cosecha 2014
3
Editorial
8
Diario Mercedes Cebrián
22
Conversación Arturo Pérez-Reverte Antonio Lucas
32
La Batalla Gustavo Martín Garzo
38
Aixa de la Cruz
44
Walter H. González
49
Manuel Crespo
55
Alejandro Morellón
61 Río
65
85
Miguel Ángel Muñoz
91
Miguel Sanfeliu
101
Festival Eñe Isabel García Mellado
105
Preestreno Fogwill
111
Biblioteca Particular Antonio Colinas
118
Alberto Haj-Saleh
El Juicio Final Cristina Fallarás
72
123
Luis Bagué Quílez
81
Silvina Chague
Autores
128
Planeta Eñe
Director General Álvaro Matías Directora Camino Brasa Coordinadora Elena Medel Dirección de arte Pablo Rubio / Erretres Dirección creativa Quico Vidal / Nadie. The creative think tank. Maquetación TMori Director de Desarrollo Fernando Paz Director de Producción Rufino Díaz Directora Comercial Chelo Lozano Jefa de Prensa Myriam González Agradecimientos M. Cebrián, E. Martínez, L. Miguel, P. Novo, A. Rodríguez y S. Rodríguez Distribución Raúl Muñoz Suscripciones Emilio Gómez T. +34 91 360 09 24 suscripciones@lafabrica.com ISSN – 1699 58 56 / DL – M 12803 2005 Edita La Fábrica Presidente Alberto Anaut
La Fundaci贸n SM est谩 con los autores y los ilustradores
www.smdiccionarioilustradores.com www.smdiccionarioautores.com
Editorial El orgullo de leer Esta revista es un puñetazo. Esta revista aspira a dar un golpe sobre la mesa y ondear una bandera: la de la lectura. Queremos construir, contigo, el orgullo de la gente que lee. Porque pensamos que leer es una militancia; leer define una manera de ser y estar en el mundo, una actitud intelectual. Leer es un orgullo. Leer es una forma de vida. Sabemos que leer te hace mejor, que quien ha leído reflexiona y baraja más dudas que respuestas, que quien ha leído cuenta hasta diez antes de hacer. Creemos que leer nos cambia: aspiramos a que cada artículo, relato o poema de Eñe nos sacuda y transforme lo que pensábamos. Los medios nos informan sobre manifestaciones ante el descenso de categoría de un equipo de fútbol que no ha pagado impuestos. ¿Por qué no se ha convocado ninguna en favor de la lectura? ¿Qué protestas se escuchan en torno a la ley que pretende que se pague por los libros en las bibliotecas? ¿Qué pancartas exigen no zancadillas, sino ayudas para mantenerlas? ¿En qué artículo de qué ley se defiende la animación a la lectura desde el aula? Corren tiempos de preocupaciones hondas, en las que un asunto como el de la lectura puede disolverse. Si cuesta pagar el alquiler, si escasea el trabajo, ¿de qué sirven los libros? De mucho, de todo. Un libro no alimenta, pero sí alimenta. La defensa de la lectura, el orgullo de los lectores, tiene que recuperar un lugar central en la cultura. Tiene que transmitirse y contagiarse: leamos en público, recomendemos libros, dejémonos llevar por el entusiasmo de descubrir una historia y de contarla. Esta revista quiere dar ese golpe, devolver a la lectura la voz alta que nunca debió perder. Queremos que te sumes a nuestra batalla. Que leas Eñe apasionadamente, que la recomiendes apasionadamente, y que nos ayudes a hacerla mejor. Ahora nos encontrarás no solo en las librerías cada tres meses, sino también a diario en nuestra web, cada mes en los Ring Eñe, en los Festivales Eñe dos veces al año… Queremos contar contigo y que tú cuentes con nosotros. Queremos leer contigo. Acompáñanos. 3
Mercedes Cebriรกn
FOTOGRAFร A DANIEL MORDZINSKI
Diario
EÑE 39. DIARIO
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FOTOGRAFÍA DANIEL MORDZINSKI
Mayo Miércoles
Terence Dooley, a la sazón yerno de la difunta Penelope Fitzgerald (la escritora best seller de la editorial Impedimenta), me ha traducido varios poemas de Mercado común al inglés y les ha encontrado acogida en una revista inglesa de nombre muy coherente: Long Poem Magazine. Eso es exactamente la primera parte de Mercado común: un long poem dividido en ocho fragmentos que por primera vez aparecen publicados en traducción. Me animo a acudir a la presentación de ese número de la revista, que se celebra en la biblioteca del Barbican Centre de Londres y que incluye un recital de varios poetas participantes, incluidos Terence y yo. Jesús, qué setentero es el Barbican. Tiene algo de Fundación Juan March en lo que respecta a la estética, o, más bien, a la intención de quienes lo diseñaron allá por el final de los sesenta. Los visualizo manejando términos como confort y funcionalidad a la hora de plantear el proyecto. La Juan March sigue también enmoquetada, luciendo dorados y maderas. Y orgullosa de ello, sin haber sufrido esos lavados de cara que dejan a los edificios de rancio abolengo convertidos en hoteles nh sin serlo. Algo así le ocurrió a la Residencia de Estudiantes tras su renovación. Yo no llegué a verla antes, por tanto, al no poder comparar, le tengo cariño a esas maderas claras, un poco escandinavas, y a la tapicería gris de sus sillones, pero, por lo que me cuentan, en ella había fantásticos muebles de madera de principios del veinte, que regalaban a quien los quisiera durante el proceso de reforma. En uno de los eventos a los que acudí cuando era becaria, entre bandejas de gloriosos canapés de carpaccio de ternera, recuerdo hablar con ¡Zapatero! al respecto, un Zapatero todavía candidato a la presidencia del gobierno (hablo de 2003 o 2004). Desde que le saludé aquel día supe que me había posicionado a solo dos apretones de manos de Obama, de Ratzinger y de un montón de celebridades de diverso pelaje. Ese juego en el que intentas calcular a cuántos grados de separación estás de Camila Parker perdió ahí toda su emoción. 9
Arturo Pérez-Reverte POR ANTONIO LUCAS
FOTOGRAFÍA VICTORIA IGLESIAS
Conversación
FOTOGRAFÍA VICTORIA IGLESIAS
Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) gasta una energía anfetamínica. Tira de una parla entusiasta y se arrima por igual a los pormenores de la escritura y al furtivismo de saber andar sin ser notado en algún hotel de alguna ciudad donde se cumple alguna guerra. Mantiene intacta la curiosidad de aquel joven reportero del diario Pueblo, galeón de papel (según Raúl del Pozo) donde convivían pícaros y bohemios que amaban sin límites esta «puta profesión», capaces de vender a su madre por mojar en portada. Pérez-Reverte viene de aquel «Mayflower» de la calle Huertas de Madrid. Y se le nota. Se apasiona y se cabrea en la misma conversación varias veces. No tiene ni dios ni amo. Pero tampoco a eso le da demasiada importancia. «Sé lo que digo. Y cómo lo digo. Pero no tiene ningún mérito. Yo tengo para comer todos los días», se excusa. Pero lo dice. Es uno de los escritores de mayor éxito de ventas. Algunos críticos le han dado duro. Pero nada lo detiene. Está en la literatura con un punto de pasión y otro de desafío. Disimula lo primero y aventa lo segundo. Pero tiene algo en el hablar, en el recuerdo de sus lecturas escogidas y en el calambre con el que se refiere a su escritura un grado alto de entusiasmo. A los sesenta y dos años, más de treinta libros publicados y con novela casi rematada
repasa el oficio de la literatura y el del periodismo. En su caso: la vida tal cual. Afectos y desafectos. Acordes y desacuerdos. Contesta cada pregunta pronunciando hasta las comas. Trae una ironía dinamitera bien puntuada. El académico responde y mira de frente con los ojos fuertes, sin perder la corrección ni en la soflama. Suelta sentencias observándose las manos mientras estruja un papel. Es el único signo aparente de concentración que exterioriza. No parece necesitar más. Siquiera esos lentos chupitos de vino blanco que mezcla con una copa en la que vuelca agua para un pastillón efervescente. Estamos bajo la cúpula de Hotel Palace de Madrid, donde los camareros le paran a cada rato con un abrazo y un ejemplar por firmar. A todos los saluda por el nombre. No tiene arrogancia, pero sí ese punto de tipo duro que mira cada rato con las córneas al modo de un gran angular, como cuando estaba en algún lugar remoto durmiendo con los ojos sin cerrar, por si había que echar a correr sin mirar atrás. 23
ENTREVISTA. JUAN VILLORO
La Batalla
ucede como si a la plenitud (feliz o no) de la existencia hubiese siempre de ponérsele un veto, una mancha, morderle su ansia de totalidad. Es lo mismo que Chesterton notó que sucedía en los cuentos de hadas: el cumplimiento de los deseos o de las situaciones más inverosímiles o fantásticas es posible si, y sólo si, no se comete determinada acción, a menudo absolutamente banal y, por cierto, ajena a toda relación con las circunstancias del acontecimiento prometido. (“Usted podrá vivir en un palacio de oro y zafiro si no pronuncia tal palabra, o si no entra en tal habitación recóndita”, o bien: “Usted puede vivir felizmente con la hija del rey si no le muestra a la joven una cebolla”). El cumplimiento siempre depende, pues, de un veto. Tal como ha comentado esto Slavoj Zizek (en El títere y el enano): “¿Por qué esta condición singular, aparentemente arbitraria, siempre limita el derecho universal a la felicidad? La solución profundamente hegeliana de Chesterton es la siguiente: para dar ‘extrañeza’ al derecho/ley universal, para recordarnos que el Bien universal al que logramos tener acceso es igualmente contingente, que las cosas podrían haber sido completamente al revés. Si la Cenicienta preguntara: ¿Por qué tengo que abandonar el baile a las doce?’, el hada madrina podría responderle: ‘¿Por qué puedes permanecer en el baile hasta las doce?’. La función de la limitación arbitraria es la de recordarnos que el objeto mismo, cuyo acceso está limitado, se nos da mediante un gesto milagroso, inexplicable y arbitrario de don divino y para mantener así la magia de que se nos haya permitido tener acceso a él”. Ese gesto milagroso es el mostrar mismo en el sentido wittgensteiniano, en oposición al decir con su carácter lógico y representativo. El mostrar consiste en una manifestación de mundo que no tiene alcance propositivo. Un sentido, por decir así, que está más allá de toda dicción o pensamiento, pero que en su propia inconsistencia constituye los límites mismos en que se asienta nuestro mundo. Gesto inefable para el cual no hay palabras que valgan, y que es también, por su propio carácter prodigioso, inexplicable y al tiempo frágil e inconsistente, el que expresa o puede dar cuenta de la existencia entera como un don, un don de condición sublime ante el cual sólo cabe decir lo que el Tractatus: lo sublime no es cómo sea el mundo, sino que el mundo, precisamente, sea. Y, por esta misma razón, responder lo que Wittgenstein a Russell: “Los argumentos no hacen más que perjudicar la belleza de una idea, me da la sensación de estar tocando una flor con las manos sucias”. Sucede como si a la plenitud (feliz o no) de la
Gustavo Martín Garzo
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FOTOGRAFÍA PENGUIN RANDOM HOUSE
Defensa de los cuentos maravillosos
EÑE 39. LA BATALLA
FOTOGRAFÍA PENGUIN RANDOM HOUSE
Nuestro mundo ha dado la espalda a los cuentos. Los cuentos viven esa zona intermedia que hay entre el mundo de la fábula y el mundo histórico, entre lo contingente y lo necesario, entre lo visible y lo que no podemos ver. Coleridge dijo que la misión de la poesía era transformar lo extraño en familiar, y lo familiar en extraño, y eso hacen los cuentos maravillosos. Nos llevan por caminos inesperados a esos prados de la verdad de que hablaban los griegos. En realidad, sus personajes cumplen el mismo papel que aquellas divinidades de la frontera que adoraban las culturas antiguas. Ellas eran las encargadas de crear las condiciones para que los hombres pudieran aventurarse más allá de los límites de la ciudad. Propiciaban la relación con lo Otro, desde la relación con la muerte, lo Otro absoluto, hasta con todos los diferentes: el bárbaro, el esclavo, el extranjero, el joven o la mujer. Artemisa, la diosa de los bosques y de la fecundidad, era la diosa mediadora por excelencia de ese panteón. Protegía el hogar, el nacimiento de los niños, de los que se ocupaba hasta que estaban en condiciones de integrarse en el mundo adulto; pero también era la diosa de los animales, de la casa, de las espesuras. Los personajes de los cuentos infantiles son los hijos de esas antiguas divinidades; seguirles es visitar ese mundo que existe más allá de nuestra razón. Porque ¿qué son los cuentos sino los sueños de los niños despiertos?
Pero el mundo de los sueños está lleno de hechizos fatales y los cuentos le enseñan al niño a superarlos. Hay una diferencia entre llegar a un lugar nuevo y perderse, escribe Marcelo Birmajer. Esa diferencia es saber volver. Es la enseñanza de El flautista de Hamelin. El flautista decide vengarse porque los aldeanos no le quieren dar lo prometido por liberarles de las ratas, y un día, mientras están en la iglesia, hace sonar su flauta y se lleva a los niños tras él. Todos desaparecen en la montaña. Pero uno de los niños es cojo y, al no poder seguir el ritmo de los otros niños, se queda rezagado, lo que le se salva de la maldición del flautista. En otras versiones son un niño sordo, que no puede escuchar la música del flautista, o uno ciego, que no ve exactamente por donde va, los que se salvan. Son ellos los que regresarán al pueblo y contarán la historia a los atribulados padres. Es decir, los que cuentan el cuento son los niños que regresan, pues de otra forma ¿cómo podríamos enterarnos de lo que pasó? ¿Y qué les dice este cuento a los niños que lo escuchan? 33
Sangre nueva Los relatos ganadores del Premio Cosecha Eñe 2014
La Cosecha Eñe de 2014 incluye animales, muertes naturales o en situaciones nada claras, teléfonos móviles, padres e hijos, campos de fútbol y oficinas, pisos y cementerios. No lo tuvo fácil un jurado compuesto por Andrés Barba, escritor y ganador de Cosecha Eñe 2009; Juan Casamayor, responsable de Páginas de Espuma, la editorial por excelencia del cuento en España; Antón Castro, escritor y periodista, ganador en 2013 del Premio Nacional de Periodismo Cultural, y Camino Brasa y Elena Medel, en representación de Eñe. La deliberación, exhaustiva y ajustada, brindó no solo un ganador de altura, el relato «Famous Blue Raincoat», de Aixa de la Cruz, y nueve extraordinarios finalistas, sino también un diagnóstico optimista: la excelente salud del cuento en español, la convivencia feliz de voces y temas diferentes, y el surgimiento continuo de nuevos escritores que dirán mucho, sí, pero que están diciendo ya. Nuestro agradecimiento a participantes, jurado e integrantes del Comité de Selección. Ahora pasen y lean.
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Aixa de la Cruz Famous Blue Raincoat RELATO GANADOR DEL PREMIO COSECHA EÑE 2014
And you treated my woman to a flake of your life, And when she came back she was nobody’s wife. Leonard Cohen, Famous Blue Raincoat
Dentro de una caravana perdida en el desierto, un hombre sostiene una carta entre sus manos. Mira fijamente la despedida: «Saludos cordiales, L. C.». Parece la clase de pie de una carta de negocios. La ha leído del tirón y después de tantas frases determinantes, intencionadas, escritas con el objetivo de impugnar toda una vida, lo que más le sorprende es eso: «Saludos cordiales, L. C.». Aséptico. Tan impersonal como una sentencia de muerte en boca del juez. Contrasta con el tono del cuerpo de la carta de una forma brutal y aun así, no ve indicios de ironía. Es más bien un retractarse en el último momento. L. C. se acobarda, o miente. L. C. sigue escribiendo a máquina y lo hace con torpeza. Hay tachones y letras superpuestas. El papel es grueso y acusa no solo la tinta, sino surcos que han dejado las teclas al impactar contra un suelo mullido. Pasa la yema de un dedo sobre las frases y siente el relieve de las palabras como el relieve de un tatuaje reciente. Qué hago con esto, se pregunta en voz alta. Tiene que deshacerse de la carta antes de que vuelva su mujer, pero no hay chimenea en la que quemarla; por no haber, no hay cubo de la basura. A cien metros de la caravana se acumulan cascotes y grava en torno al proyecto de una casa en la que envejecer lejos del mundo. Por el momento, utilizan la zona en obras de vertedero. Camuflan su basura entre la que generan los trabajadores para que estos se deshagan de ella. Emily no quiere que el coche huela. Hace más de tres horas que se fue al pueblo a por comida. Cuando están juntos en la caravana, la escasez de espacio vital es insoportable y solo quiere que ella se esfume. Pero luego se siente solo. Mira el paisaje y se engaña creyendo que el punto más lejano, esa línea perfecta en la que sus ojos esquematizan la infinitud, es la línea del 38
EÑE 39. SANGRE NUEVA
horizonte. Cuando recuerda que esto no es posible, lo embarga una nostalgia total. Pero lo cierto es que ha visto el mar abierto cuatro o cinco veces en su vida. Esta añoranza solo puede ser un espejismo; uno más de los muchos que a menudo le provocan el aburrimiento y la sed. Porque desde que se instalaron en el desierto, se deshidrata con facilidad. No es que falte el agua; lo que ocurre es que se le olvida beber. Es como si su mecanismo de alerta ante esta necesidad fisiológica se hubiera estropeado. No siente la boca seca, la saliva pastosa, calambres en el estómago; no. Solo recuerda que lleva más de treinta horas sin beber cuando es demasiado tarde para evitar la visión nublada y el sudor frío que se desliza por su frente, segundos antes del desmayo. Emily le ha configurado el reloj despertador de tal manera que un pitido le recuerda cada dos horas que sigue vivo y que, por tanto, se debe a ciertas obligaciones de mantenimiento biológico. El pitido es metálico y recuerda a las campanitas que utilizan los señores para avisar al servicio en las películas de época. Es el ruido el que lo interrumpe a punto de iniciar una nueva relectura de la carta. Obediente, abandona por primera vez en horas la cuartilla de papel sobre la mesa y se dirige a la cocina. Al incorporarse, percibe movimiento en los faldones que cubren hasta el suelo el sofá-cama. No es la primera vez que entran alimañas. Hace unas semanas, encontraron un reguero de cagarrutas pequeñas dentro del mueble donde almacenan conservas. Colocaron trampas con veneno para roedores y al cabo de unos días, un olor intenso a carne podrida los alertó del cadáver de una zarigüeya atrapado bajo el fregadero. La cabeza picuda del animal se había congelado en una mueca de dolor patética, capaz de inspirar náuseas pero no culpa ni ternura. Dejó que Emily se encargara de retirar los restos. Desinfectaron la zona con productos de limpieza industrial, pero aun hoy, si se esfuerza, reconoce un aroma dulzón flotando en la cocina que solo se vuelve desagradable cuando recuerda de dónde proviene. Un reducto de pensamiento infantil le susurra: «Esta zarigüeya ha venido para vengarse», y empuña una escoba con aprensión. Se aleja del sofá todo lo que la largura del palo le permite y adentra las púas en los bajos. Realiza un barrido rápido de lado a lado y nada ocurre. Aguarda unos instantes y se acerca un palmo, empujando el cabezal hacia el fondo. Repite el movimiento de un extremo a otro y a mitad de camino, se topa con un escollo. Su cerebro procesa el sonido, parecido al 39
Walter H. González Luz de noche
Cada vez que pasa un coche me asomo. Si frena para cargar nafta o para comprar algo en el negocio, tengo tiempo para recuperarme de la pequeña sacudida. Una chica, un muchacho, alguna anciana que espera en el coche, el hombre, el hijo, el novio. Un breve escrutinio, el movimiento rápido de la pupila saltando de cara en cara, y listo. Un breve saludo, un agradecimiento frío y calculado, una actuación perfecta. Ya es un proceso mecánico, un reflejo que mi cuerpo desarrolló con el paso de los años. Supongo que a ella le pasa igual. Si en cambio el coche sigue de largo, algo queda latiendo en mí, una inquietud pequeña que se adelgaza y casi desaparece con las horas, aunque nunca lo haga del todo. Al final del día, cuando apagamos los neones, bajamos la persiana y nos replegamos en cámara lenta a la vivienda, que es apenas un comedor con cocina, una habitación y un baño donde no entran dos personas de pie, siento cómo esa fina sombra de una duda demasiadas veces repetida se deposita sobre otro montón de imágenes de coches, camiones o camionetas que pasaron de largo, sin entrar a la estación, dejando una columna de polvo en el horizonte reducido de retamas y silos abandonados. Vi por última vez a Mariana hace treinta años, en mayo de 1980. Habíamos parado en la ypf que estaba a la salida de El Leal. Yo quería seguir hasta Bahía Blanca, cenar, tal vez pasar allí la noche. Pero ella se encaprichó, primero con hacer pis y después con comer algo en el pueblo. Yo le dije que era temprano para cenar, y que ya íbamos retrasados si queríamos encontrar algo abierto en Bahía más tarde, que se deje de joder. Meá en la cuneta, le dije. Nada de lo que dijese tenía ninguna importancia; estaba claro. Todavía la veo: ríe y gira el cuerpo una vez más antes de perderse en el pasadizo que llevaba a los baños, haciendo volar la parte baja del vestido floreado que compramos en el Once, antes de salir. Ahora esa ypf ya no existe; en su lugar hay una Repsol, más fría y aséptica, pero mucho más fácil del limpiar (formica, acero, plástico). Tampoco existen 44
EÑE 39. SANGRE NUEVA
sus viejos dueños. Aquella ypf, ahora nuestra Repsol, apenas si se movió un par de metros, cuestiones de napas freáticas o algo así. La rutina es fija. No es que así lo hubiéramos querido. A decir verdad: nunca se lo planteé. Simplemente sucedió. En el tiempo que Irma y yo vivimos aquí, a fuerza de transcurrir sin otro deseo que verlos aparecer (yo a Mariana, e Irma a Guillermo, su marido), nuestras costumbres se decantaron en lo justo y necesario, y nada más. Las comidas en horarios inalterables. El desayuno siempre igual. El almuerzo y la cena, siguiendo un esquema de tres o cuatro platos. No tomamos alcohol, no es necesario explicar por qué. En cambio el té y el café son vitales, y siempre tenemos al menos una docena de cajas de té y varios kilos de café molido. No los vendemos al público, aunque los compremos al mismo distribuidor que las papas fritas y los sánguches de miga. Alguna vez, hace muchos años, alguien del pueblo nos trajo una fuente de comida. Era Nochebuena, o tal vez Año Nuevo. El caso es que la fuente se quedó allí, sobre el mostrador, casi una semana, por completo olvidada, plagándose de moho y moscas. No sé si fue Irma o fui yo quien finalmente tiró la comida a la basura; da igual. Al principio la policía buscó a Mariana en el pueblo. El comisario de Cacique Queupo, a unos pocos kilómetros de El Leal, se hizo cargo del asunto y aprovechó el evento para liquidar algunas viejas deudas: entró a un par de casas, revolvió alguna cómoda fría, hasta tajeó un colchón. Mariana no estaba allí. Ni en el colchón desplumado, ni entre las medias de la cómoda, ni en ninguna de las casas del pueblo. Al poco tiempo vinieron varios policías de Bahía y de Mar del Plata. Siempre contesté, del mismo modo, las mismas preguntas. Al menos dos docenas de veces. Tampoco tenía mucho para decir, más que el relato aparentemente trivial de aquella discusión, yo quería ir a Bahía Blanca, ella… Desde el primer momento me instalé en la pensión Osaka, a diez minutos andando a buen paso de la ypf. Allí recibía a la policía, y durante un par de meses, a periodistas. Inclusive un escritor de Necochea se acercó interesado por la historia. Supe que tiempo después escribió una novela en la que había un secuestro, pero no tuve interés en confirmar o refutar nada. No habían pasado seis meses cuando ya nadie se acordaba de mi historia, aparte de quienes me veían pasar, cada día, por los mismos lugares: la caminata desde el hotel a la ypf, el recorrido de los baños, dos vueltas al perímetro de la estación, 45
Manuel Crespo La piraña
Llueve. Está lloviendo. Cada tanto pasa algún auto borroso, los faros encendidos en pleno mediodía. En el interior de su negocio, sin dejar de mirar la calle difusa bajo el agua, Arturo Kappel lleva una mano hasta el vidrio que tiene frente a sí. Más que ponerse a desempañar, lo que hace esa mano es recomponer el mundo del exterior, devolverle lo sido antes de que la humedad y el calefactor conspiraran para enturbiarlo. Ahora Kappel también es visible desde afuera, la cara flaca asomando entre cañas de grafito y variedades de anzuelos. La piraña está más abajo, a los pies del maniquí vestido de pescador, suspendida en la soledad de la pecera. —¿Estás cerrando, Arturo? La figura se detiene en la entrada del negocio. Las gotas caen del rompevientos al parquet desgastado. —Marini —dice Kappel achinando los ojos—. Pasá nomás. ¿Qué se te ofrece? —Abono —responde el otro—. Dos bolsas. Mientras Kappel busca en una esquina, Marini deja un billete junto a la caja registradora, recita el pronóstico meteorológico de la mañana y después, una por una, las obligadas frases de ocasión: hacía falta, lo bien que le viene a la soja, igual mejor que vaya parando. La lluvia repica contra el vidrio, contra el techo. Cuando Marini vuelve a hablar, es como si las dos preguntas no se hubieran formulado en su mente ni en su voz, sino en ese repicar disperso, en el asedio múltiple del agua. —¿Cómo la venís llevando, Arturo? ¿Cómo anda tu mujer? Kappel le entrega el pedido y el cambio. —Bien, Marini. Estamos bien. Acá tenés. Saludos a la familia. Minutos después Kappel sale a la calle. Alguien pegó un código de barras en la vidriera. No es la primera vez que pasa: la gente viene del supermercado y a la cuadra ya está revolviendo las bolsas de nylon, 49
MANUEL CRESPO
rompiendo los paquetes. Kappel se agacha un poco frente a la etiqueta. El viento hace flamear el toldo y la lluvia lo roza. Hay dos vidrios de por medio y también debe tenerse en cuenta la empañadura, pero de todas maneras es como si el código de barras estuviera adherido al lomo de la piraña. Kappel la mira flotar. Tiene el vientre anaranjado, la boca siempre abierta, los dientes de abajo mucho más grandes que los de arriba. Quizás se esté preguntando qué es esa forma extraña que se mueve frente a ella, que rasca el exterior como intentando alcanzarla. La piraña está dentro de su pecera, que a su vez está dentro del negocio. Una pecera dentro de otra. Kappel termina de despegar la etiqueta y regresa al trote. Al rato entra Jorgelina, empapada de pies a cabeza, una bolsa de supermercado en cada mano. Kappel le pregunta por qué tardó tanto. —Ya sabés lo que duran las misas, Arturo —responde ella. Kappel baja la vista al diario desplegado sobre el mostrador. —¿Cerramos o comemos acá? —Comemos acá. —¿Trajiste para el dientudo también? Jorgelina se va para el cuarto del fondo, donde hay una heladera y un horno chico. Al minuto llegan los ruidos de ollas. Son ruidos distintos a los de hace dos meses. Antes esos ruidos no molestaban, no decían cosas. Y no es solo en el negocio. En la casa también hay cambios: rezos constantes, olor a incienso, ideas raras. Kappel se negó desde el principio a participar de ese nuevo mundo. Jorgelina y él están juntos en el espacio, eso es todo. Primero fue la iglesia, después la bruja. Una vieja de piernas chuecas que vive cerca de la Cañada de los Peludos, en una quinta poblada de gallinas y duendes de jardín. Fueron solo dos visitas. De la primera Jorgelina volvió muy tarde, llorando. Para la segunda, la vieja le pidió que llevara algo que hubiera pertenecido a Iván. Esa segunda vez Jorgelina regresó temprano, cuando todavía ni siquiera era de noche. En la cara tenía un gesto de disgusto y en la mano el mismo pulóver a rayas grises y azules que se había llevado un rato atrás. Lo único que dijo antes de encerrarse en la habitación fue: «Vieja mentirosa, chorra». Y ahora es la iglesia de nuevo. Misa todos los días, de once a doce. Kappel se imagina la escena: el padre Marcelo, los monaguillos, Jorgelina, 50
Alejandro Morellón Cuidado con el huevo
1 Hay un huevo enterrado en el cementerio de La Almudena, no un huevo de ave sino un testículo, el testículo izquierdo, enorme, de alguien que lo dejó escondido allí. Apenas se distingue el lugar entre dos lápidas, un ligero abultamiento, la curvatura del césped, el color de la tierra más oscuro donde se ha excavado recientemente. Pero hay un huevo, hay un testículo humano —del tamaño de una cabeza— enterrado entre dos tumbas, en el cementerio de La Almudena. 2 El día en que Carlos se lo dijo a su mujer estaban discutiendo y él había sacado el tema en medio de la conversación, sin venir a cuento de nada, más por el impulso de ahorrarse una bronca que de querer compartirlo con ella, pero ya estaba dicho. Sofía le había estado rindiendo cuentas por no se sabe qué cosas de un asunto familiar cuando él la interrumpió y ella, al escucharle, se había callado de golpe. Le había dicho, así sin más, que hace unas semanas venía notando algo distinto, que le parecía que le estaba creciendo un testículo, y ella se lo había confirmado después de mirárselos los dos detenidamente; sí, el izquierdo es más grande. Ninguno había dicho nada sobre ir al médico de momento, lo habían dejado estar, y después dedicaron el resto de la noche a hablar de otras cosas, de sus próximas vacaciones, o de la cena a la que iban a asistir la semana que viene. Dejaron de discutir y olvidaron el enfado y pronto se durmieron el uno junto al otro, tocándose como solían tocarse, con una caricia leve sobre el pelo, o con la mano sobre la pierna, hasta que se durmieron. Habían crecido en el mismo barrio; habían sido novios desde el principio, antes incluso de ir a la universidad, solo porque sus padres eran amigos y ellos eran jóvenes y vivían a dos calles el uno del otro y se gustaban un poco. Eso y que todos hablaban. Carlitos en unos años será todo 55
ALEJANDRO MORELLÓN
un mozo, Sofía, a sus trece años, ya se peina como las mujeres desposadas, y todo el vecindario había participado de esa comidilla alegre que significaba aventurar un futuro a una pareja de niños. Una casa para los dos, algo de dinero, un coche, unos niños con los ojos claros de él o con el pelo rizado de ella, o las dos cosas. Pero no había llegado lo uno ni lo otro, ni junto ni por separado, sino que ahora lo que le ocurría a Carlos era que le estaba creciendo un testículo, y eso no lo había predicho nadie. El huevo siguió creciendo, lo supo él y se lo callaba, pero Sofía se enteró casi tan pronto como él —solía mirarlo disimuladamente en la ducha o cuando se acostaban—. El día de su aniversario se quedaron hasta después de medianoche despiertos y desnudos, y a ella no le pareció bien que siguieran sin hablar habiendo pasado ya siete meses desde aquel primer día, siete meses, veintiocho semanas, desde que él le había dicho a ella que a su huevo le pasaba algo, y para entonces ya era un par de centímetros más grande. Ha crecido, ¿verdad? Sí, un poco más. ¿Te duele? No, aunque a veces molesta. ¿Quieres ir al médico? Más adelante quizá, ahora estoy bien. Pareció por un momento que ella iba a reclinarse y hablar de otra cosa, como había pasado la primera vez, pero ella no se movió, acaso solo para acercarse un poco más y tocarlo con ambas manos. A mí me gusta, dijo, y el marido, Carlos, sonrió un poco. *** Cuidado con el huevo, decía ella siempre que él salía a trabajar. O al principio era solo por las mañanas, cuando iba hacia la oficina en transporte público, pero luego fue siempre que saliera a la calle, a comprar tabaco o a la reunión de vecinos. Había empezado a hacérsele más molesto al caminar. Lo sentía colgando cada vez con más fuerza, balanceándose al ritmo de los pasos y chocándose muchas veces con el otro, el huevo derecho, que mantenía las dimensiones habituales. En el metro solía llevar siempre una mano en el bolsillo para protegérselo, establecía una línea defensiva entre su testículo y los empellones de la gente, los codos y las manos y los paraguas que él percibía como formas hostiles. Ya no podía jugar a fútbol sala con los de la empresa, ni ir a la piscina los sábados (el huevo le abultaba demasiado bajo el bañador). Ya no podía bajar las escaleras corriendo si escuchaba que el vagón 56
Río Omertá
El cuerpo tardó sus segundos en caer hasta que resonó, contra el verano y contra todo pronóstico de vida. La madre bajó corriendo las escaleras de la casa, sin esperar al ascensor, como queriendo reproducir la misma caída del patio pero sin caída. Ortogonal. Peldaño tras peldaño. Yo fui quien tuvo que asomarse a la ventana para ver aquello que, sin zapatillas, se doblaba en las baldosas del patio como un ángel. Años después leí en algún lugar que los suicidas que elegían la modalidad de la ventana solían quitarse antes las zapatillas. Por qué. Me preguntaba. Por qué las zapatillas y no el reloj, o las gafas. Pero no era esa la pregunta, en realidad. Los segundos que tardamos en cubrir el trayecto por la escalera han sido convenientemente cancelados de la memoria. Sé que no se usó el ascensor, tal y como aconsejan en caso de incendio. Los incendios no solo se alimentan de objetos, casas o seres vivos. También los tejidos, también un cerebro se incendia a sí mismo al momento. De su trigo quemado se renace. A través de las ráfagas de aire, se pensaba. Se pensaba qué. La noche tal vez habría sido hermosa. El cielo de julio, recién sacrificado. Aquella carne golpeada era amor y era yo misma. En mi cerebro recién quemado brotaba el árbol de esa carne golpeada, brotaba el árbol del corazón de la madre, su hipertensión regaba el sistema. Qué hay en la masa golpeada de los hombres. Qué hay. Si yo les dijese ahora palabras como lágrimas, como desesperación si yo escribiese. Había una aglomeración de gente ante la pastelería. Mi tío dijo: El chico habla. Está consciente. Lo anunció como una buena noticia. Pero a mí me contrajo más aún: su dolor habría de ser entonces consciente, milimetrado. En la familia preexistía esa intachable noción de consciencia. Dos años antes yo había bebido bastante. Nunca perdí la consciencia, jamás me separé de mí. El chico estaba consciente. Una cae en la cuenta de que por entonces se trataba de un chico. 61
RÍO
Un policía vino a hablarme. Es tediosa la insistencia en extraer información. En el futuro condenarán esa insistencia, ese mal gusto de noticiero. Lo sé. Quería mirar más detrás de los ojos de aquel agente cumpliendo su trabajo, hacia la calle arremolinada entre los huecos de la gente, la madre, los murmullos, las luces de emergencia. Había raciocinio en mi pánico. Había una forma de proteger la unión tras la ventana. Una fórmula de intimidad dividida por el número de ojos morbosos, de intereses en crudo. A nadie más que a la madre y a mí. El resto no componía nada. Con todo, resultaba inesperada aquella forma de separación. Aquel acto individual por excelencia. El chico arrojaba libros por la ventana, voces vociferadas por la ventana, por qué no, desde ese punto de vista, sumarse al conjunto. La espiral de mi adn se levantó ante mí como una cobra india. Comprendía el acto en sí. Su simetría. Por supuesto que fui la primera en hablar con él y lo que me dijo, al cabo de unas horas en una habitación de urgencias, fue algo como pero yo te quiero. Os quiero. Debía yo interpretar todo aquello como un acto de amor, como el preludio aparatoso y preciso para desembocar ahí, en esa frase con magulladuras y huesos rotos, aunque en apariencia la frase llegó bien a mis oídos, completa, sin vacilaciones, cumplió con su cometido en el aire calmado a base de calmantes. Debía yo interpretar todo aquello como lo que era: una llamada de atención desesperada, insensata. Solo una llamada de atención ejercida con la fuerza bruta sobre el propio cuerpo. Mi tío realizó una llamada para que no se mencionase nada en la prensa del día siguiente. Nada de suicidios. Nada de intentos. Yo se lo pedí, expresamente. Iría con iniciales. Es que no queremos nada, ni siquiera con iniciales. Algún día se condenará todo eso. Esa modalidad de información. Lo sé. No acierto a explicar por qué sucede con los tiempos verbales. Su capacidad de acongojar, mucho mayor que la de un adjetivo o un adverbio. Iré o no iré. Fui o no fui. Habría supuesto. Fingiría. Durase. Tardaron mucho en adaptarse a mí. La curva de la ría que la familia de mi madre por lo visto cruzaba a nado años atrás: la ventana de la habitación la exponía como un cartel de vacaciones. Dormimos allí. Mamá y yo. Nos envolvimos en la vida. Quisimos devolvérsela, como a un durmiente en un cuento, en esos cuentos sin piedad con el hálito helado de la huella adulta. Era 62
Alberto Haj-Saleh El timbre
La sala de profesores era el último reducto de las ciudades libres antes de la llegada del ferrocarril, de la ley y el orden, de la constitución y las reglas. Los carteles de «No fumar» no tenían efecto en aquella estancia notablemente más grande que cualquiera de las aulas del centro; había alcohol, ruido, chistes machistas y racistas y la sensación de que lo único que faltaba para completar el cuadro era unas cuantas cabezas de caza mayor desperdigadas por las cinco paredes de la sala. Sí, cinco, otra de las absurdas características arquitectónicas ideadas por el diseñador del edificio veinticinco años atrás, uno de esos arquitectos con delirios de grandeza y obsesionado con la belleza muy por encima de la funcionalidad. Y el resultado era aquel instituto de secundaria: feo y disfuncional. Entre otras iluminaciones, el genio había colocado algunos baños dentro de las aulas, así que para utilizarlos había que atravesar las clases por fuerza. Las escaleras de incendio no daban a ninguna parte, el suelo del patio era irregular y estaba inclinado por los bordes y las salidas de emergencia se encomendaban a la intervención divina. Al menos eso respondía el director o la jefa de estudios cuando alguien preguntaba por ellas: «Dios no lo quiera». La sala de profesores, nuestra pequeña parcela de poder, eso le había dicho Lola, una de las profesoras de inglés, cuando Marga entró en el centro como interina sustituta. Dos meses, en principio, luego tres, luego el año, luego hasta que nadie diga lo contrario, la burocracia se había olvidado de ella y de su sustitución, pero afortunadamente no de su sueldo, así que mientras las clases de lengua y literatura funcionasen y nadie viniese a preguntar nada, ninguno de los responsables del centro tenía nada que objetar. Marga preparaba su mochila cada noche con ánimo de condenado a muerte el día antes de subir al cadalso, pensando «mañana me despiden». Al principio vivía con angustia esa espada de Damocles, una más que sumar a la timidez, a la ronquera crónica, a la caída del pelo, al miedo a los alumnos, a la voz baja, a la alergia al polvillo de la tiza, al 65
ALBERTO HAJ-SALEH
frío en el cuerpo mientras duraba la clase. No había superado ninguna de esas cosas; simplemente vivía con ellas, estaban allí acompañándola a diario, como su color de ojos o ese olor dulzón que tenía su sudor. Un golpe de suerte, lo de su sudor, una compensación a los chorros de agua que salían de sus poros ante casi cualquier situación fuera de su control. A lo mejor en eso consistía superar los traumas, en vivir con ellos todos los días sin derrumbarse por el camino. Ahora cada día iba a clase con el pensamiento de su despido inminente en la cabeza, pero casi como parte de su rutina, intercalado con recordatorios de la lista de la compra al salir del instituto o con alguna canción que se le hubiese pegado. —¿Cómo haces para que se estén tan quietos? —le preguntaba Marcelo, el de física y química—. Yo pierdo la voz de los gritos que tengo que darles a esas bestias, sobre todo a los de 4º D. Tengo que reunir toda mi calma para no soltarle una hostia a más de uno. Y a más de una. —Marga les impone. Está tan seria siempre que se acojonan —era Lola la que se medio burlaba, medio la defendía, eso nunca lo tenía claro Lola, que sonreía un poco y hacía un gesto de quitarse importancia con la boca. Lola se la quedaba mirando muchas veces, sobre todo a las manos agrietadas por la tiza y a los labios medio amoratados—. Haces bien en no quitarte el abrigo en clase. Y no solo por el frío. La lucha de Marga contra sí misma había creado un personaje curioso de ver para los alumnos: el gesto serio, el ceño fruncido, siempre hablando en voz baja, el abrigo hasta las rodillas siempre puesto, incluso en verano, aunque fuese un abrigo más fino y lo dejase abierto por delante. —Ese culo conviene taparlo delante de los quinceañeros —le decía Lola a veces—. No tienen los límites nada claros. —Mi culo es normal —musitaba Marga, que había tenido que escuchar muchas veces de su compañera halagos sobre lo delicado de su cara o sobre la forma de su trasero. Halagos que a Marga le sonaban a insulto la mayoría de las veces, aunque no pudiera explicar por qué. Pero lo cierto es que en tres años la combinación entre seriedad, ronquera y abrigo largo había creado una atmósfera a medio camino entre el cuento de hadas y el de terror en cada una de sus clases, donde rara vez se oía un murmullo, más allá de la voz de la propia Marga explicando que el Quijote parodiaba cosas como Amadís de Gaula y haciendo a alguno de los alumnos leer el acróstico vertical de los versos preliminares de 66
Luis Bagué Quílez El empleado del mes
No se sabía desde cuándo trabajaba allí. Tal vez en algún oscuro pasillo del inconsciente se le veía llegar a la oficina y dejar sus pertenencias sobre el escritorio que desde entonces se convertiría en una fortaleza repleta de folios, expedientes y archivadores de los que emergía una caligrafía ilegible. Sobre su vida circulaban varios rumores sin confirmar. Ni siquiera despertaba esa curiosidad que suscitan algunos individuos de apariencia mediocre, pero a quienes se les atribuye una personalidad tumultuosa; eso que llaman «rica vida interior». Según la fuente consultada, podía ser simultáneamente viudo inconsolable, solterón vocacional, hombre marcado por el estigma de una separación traumática. Creo que tiene un hijo mayor, dijeron que murió al poco de nacer, parece que no quiso o no pudo tener descendencia. Si en algo coincidían era en su carácter reservado, poco proclive al discreto encanto de la crítica gremial. Debido a ello, cuando la empresa se vio abocada a aquel ere que amenazaba con dejar en la calle a un tercio de la plantilla, las miradas se dirigieron unánimemente hacia su escritorio, donde él seguía desordenando una babel de cuartillas, ajeno a la redacción de las primeras listas negras. El jefe de personal afirmaría que, antes de entrar, llamó a la puerta un par de veces. Asintió con la cabeza mientras le exponía la grave situación por la que atravesaba la empresa, lo mucho que lamentaban prescindir de tan valioso capital humano y los remordimientos de conciencia que provocaban decisiones dolorosas que, de no venir dictadas por la actual crisis sistémica, jamás se habrían adoptado. Siguió asintiendo una vez que el jefe de personal hubo finalizado su monólogo. Después pronunció «gracias». El jefe de personal sopesó si lo habría dicho con ironía, pero lo descartó de inmediato. Se limpió la comisura de los labios ayudado de los dedos índice y pulgar, y se dispuso a repetir la disertación. Adelante, pase, tome asiento. En el interior de una caja de cartón, el ahora ex trabajador fue depositando sucesivamente un bolígrafo bic sin capucha, una calculadora solar, una 72
EÑE 39. SANGRE NUEVA
grapadora, la capucha mordida de un bolígrafo bic, un calendario chino del año anterior, una fotografía de tamaño carné (la mujer fallecida, la ex mujer, el hijo mayor, el hijo nonato) y unas tijeras. Cerró la caja y se fue sin despedirse. Quienes habían puesto sus últimas esperanzas en escuchar la detonación de un portazo se sintieron defraudados una vez más. A las ocho y cinco de la mañana siguiente, cuatro minutos antes de que se abriera la puerta principal, ya estaba frente a la verja. Llegaba siempre a esa hora, con insolente puntualidad. Aquella mañana no fue una excepción. El primero en advertir su presencia fue el consejero adjunto, cuyo excesivo humanismo, forjado a partir de lecturas metódicas de manuales de autoayuda, lo había hecho inmune a cualquier adversidad. Digamos que su capacidad de sorpresa y su nivel de alarma se mantenían por debajo del umbral del dolor, lo que le daba un aire de permanente perplejidad. Para algunos era un tipo con nervios de acero. Para la mayoría, un idiota que flotaba en el vacío como un derviche. ¿Qué hace este aquí? Habría jurado que. Pocos segundos después, el individuo fue avistado, desde la ventana de la quinta planta, por una secretaria que había coincidido con él en una cena de Navidad. Además de proceder a su identificación, este segundo testigo detectó una amenaza: el ex trabajador llevaba en sus manos un objeto sospechoso, tan rectangular como la ventana desde la que lo estaba viendo. Más tarde diría que experimentó entonces una desconfianza instintiva, una sensación viscosa que no era exactamente miedo ni repulsión, pero que se parecía al miedo y a la repulsión. Movida por una determinación poco frecuente —esa clase de ímpetu que conduce al heroísmo o al martirio—, la secretaria marcó el número de la centralita. La atendió una voz neutra, ligeramente nasal. Cuando culminó su descripción, el teléfono de la centralita emitió un pitido inconexo y a continuación un alud de música melódica, en cuya disonancia la secretaria creyó reconocer la banda sonora de un verano remoto. Luego la misma voz neutra, definitivamente nasal, emitió un sonido de agradecimiento y cortó la comunicación. Acababan de dar parte a seguridad. El guardia de seguridad de la empresa no se acomodaba al retrato robot de un sujeto robusto y con cara de pocos amigos. Sin embargo, su estructura física no carecía de poder persuasivo. Caminaba con las piernas arqueadas y con el cuello por delante del resto del cuerpo. Daba así la impresión de llegar siempre un poco después de sí mismo. El guardia 73
Silvina Chague La ochava
Se acomodó en la ochava, apenas empezando el día. La ochava contraria a mi negocio. Mi negocio es un puesto de diarios en Hipólito Yrigoyen y Pichincha. Ahí dónde Hipólito Yrigoyen es angosta, de barrio todavía. A las cinco ya estoy, para esperar el camión. A las seis ya llega el pibe, para el reparto. Se acomodó con inteligencia, después de mirar el sentido de las calles y de calcular el paso de los que caminarían por allí una vez empezado el día. Paralelo a la ochava, sin escalones, sin entrada. Los pies hacia el semáforo y la cabeza hacia la calle donde los autos ya pasan a una cierta velocidad, evitando que los caños de escape le dieran justo sobre su cara. Se acomodó con simpleza, el cuerpo todo en una línea, de costado, la espalda contra la pared, la cara hacia la calle. Los zapatos puestos. Así es más seguro. Mirar es más seguro. De día es más seguro. La ochava es más segura. Se dispuso a dormir. O a estar con los ojos cerrados, mientras yo iba desatando los fajos de diarios con noticias sobre miserias de otros lados. Lampedusa, Siria, Grecia. Dormir en la ochava no debe ser muy relajado. La cara a ras de las pisadas, de las meadas de los perros, de los picoteos de las palomas. Dormir a público. A los cuatro vientos. A cámara. Mi vecino del edificio hablaría de obscenidad. Para él todo es obsceno. Creo que lo que le gusta es la palabra y por eso la usa para clasificar cualquier cosa. Diría que es obsceno, por repugnante. No el tipo, pobre. Sino lo bajo que ha llegado la condición humana por esto del capitalismo salvaje y la exclusión y… Le llevaría un rato largo todo lo que una imagen así le despertaría. En las clases que tomo con él —es profesor de filosofía en la facultad y tiene un grupito en la casa— siempre la usa. Obsceno. Una obscenidad. Tomo clases para mantener el coco en forma. Una vez leí que ayuda 81
SILVINA CHAGUE
a demorar el Alzheimer y esas otras cosas que me esperan a la vuelta de una esquina en unos años. Me mantengo bien, pero la esquina está ahí y me espera. Así que un día le dije si me aceptaba. Para escuchar nomás. Para acompañar el pica pica que se arma. Hay dos pibes que se trenzan siempre. Una chica que no habla nunca y yo, que voy porque queda a dos puertas de mi casa y porque se me hace larga la noche ahora que Telma ya no está. La chica de la panadería le lleva un par de facturas en una servilleta y un vasito de café y se los deja ahí al lado de la cara, sobre la vereda. No se anima a despertarlo. Se lo deja nomás. Rica piba, simpática. Habla mucho, pero buena chica parece. El hombre no se despierta y yo, que soy malpensado por naturaleza, o por herencia de mi vieja que era una jodida, pienso que entonces es cierto que está dormido. Si está dormido debe haberle dado al escabio para lograrlo. De otro modo, no hay forma. No hay forma de dormir en la calle. No hay forma de haber llegado a dormir en la calle. Quién sabe desde qué vida se viene cayendo. Siempre me da por pensar eso: cuando veo a alguien que vive en la calle me pregunto desde dónde se habrá caído. De qué oficio. De qué rutina. De qué forma de familia. Hay los que se arman un rincón, con colchón y todo, bolsitas con pertenencias, libros, revistas. Hay los que andan de paso, hoy esta esquina, mañana otra. Hay los de cerveza, los de tetra. Los de petaca de caña. A la una ya voy a cerrar y el tipo todavía no se despierta. Entonces, caña, seguro. Y eso que lo andan esquivando las viejas que salen del banco. Hoy es día de jubilados, una fila en la calle, y cuando salen, lo esquivan como a mierda de perro. Pero el tipo, nada. Caña y mucha, debe tener encima. Quiero que se haga la hora, hace frío, tengo un poco de hambre. Seguro que Pascual hizo mondongo. Pascual es el del bodegón de la otra cuadra. Guiso de ternerita, una porquería dura como de vaca abuela. Cintas al pesto, un asco, duras o pegoteadas y de la albahaca ni me acuerdo. Pero cuando empieza el fresquete, como hoy, arranca con la temporada de mondongo, lentejas, polenta… y ahí sí que se luce el guacho. Parece que le hiciera falta el frío para desplegar su arte culinario que siempre es muy grasoso y muy pesado. Pero no me importa, porque yo después me voy a dormir la siesta. No tengo nada que hacer a la tarde. Ya no. Antes le preparaba unos mates a Telma mientras ella hacía alguna cosa en la casa. O nos íbamos a hacer algún mandado juntos. Parece mentira, pero a mí, 82
Miguel Ángel Muñoz Nombrar al hijo
Lleno de rabia, directo a la portería. Claro que escucha los gritos de Molina y Carlos, tan agresivo, pero ahora le toca a él. No voy a pasarles, esta es mía. Antonio reclamándole, tira o pasa, tira o pasa, y Eduardo ni pasa ni tira, aguanta, le apetece, es su rabia, su ira, la acumula con cada regate, a cada metro ganado, conforme ve más cerca la cara de Luis bajo los palos, con su sonrisa y los ojos entrecerrados, como cegado por el sol. Pero es de noche en Guadalajara, y venga risa y es igual, porque va a dispararle y el balón le pasará por la escuadra, agárrate a la madera, que te lanzo y saldrás volando. Ríe lo que quieras, hoy te puedo, no me iré sin marcar, cosas suyas, y Luis con sus mojigangas, pero Eduardo fiero, va fiero a por él y sus compañeros le reclaman la pelota, o disparas o pasas, decídete, decide, ¿qué nombre le pondremos?, sugiere o lo pongo yo, decídete o decido yo, su mujer arrullada en la cama bajo su brazo, a veces enfadada, como si fuese de verdad eso, un desafío, ponerle entre la pared y una espada muy dulce, y Eduardo remolón y lento, sin ira ni rabia, juguetón entre sábanas, déjalo para después, con Lucía lo decidimos en el último momento, y ni siquiera sabemos si ahora será hija o hijo, ella era partidaria de saberlo, pero él se empeñó, con la niña Lucía fue a tu manera, déjame que yo pinte algo, y su pintura fue un lienzo vacío porque prefirió abstenerse de saber, él o ella flota dentro de ti: disfrutemos, disfruta, y acomodaba su cabeza bajo el ombligo de Nuria y oía las palpitaciones pero se negaba a compararlas con las de Lucía, como su mujer le pedía, son parecidas, movimientos bruscos, tranquilo, él muy tranquilo, aunque a veces ella se sentía demasiado pesada y eso la ponía nerviosa, o lo nombras o decido yo, pero mujer, si no sabemos si es niño o niña, si no sabemos, le contestaba él, pero Eduardo, replicaba su mujer, no lo sabemos porque te negaste a que los médicos lo dijeran, y vamos a la prueba de las correas y lo mismo, le adviertes a la enfermera y al matrón, no quiero saberlo, y el matrón te recuerda que en esa prueba no se hace ecografía, pues no queremos 85
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ
saberlo, por si acaso aviso, aquella decisión una simple manía como otra cualquiera, así más tranquilo, remolón y lento, no te preocupes, estáte tranquila, estoy tranquila, pero bueno, te advierto, se llamará Leonor si niña, como mi abuela, Andrés si niño, como mi abuelo, niño viejo ya desde el principio, niño viejo, ya decidiremos, pero Nuria le recordaba que estaban a un mes, no tenían tanto tiempo para decidir, qué más te da, me veo gritando en el paritorio sin saber si Leonor o Andrés, decídete o decido yo, pero él se sentía tan cómodo bajo su vientre, apoyado en las piernas plegadas por Nuria formando una cuna para su cabeza, que muchas veces no era capaz de oír su voz, simplemente se dormía, tranquilo y lento, tan distinto al nervio de las noches de fútbol, voy a por ti, Luis, por toda la escuadra, iba a por él, a por todos, quería vencer a todo el equipo él solo, aunque el partido ya estaba perdido, no se explicaban aquel repentino ataque de ambición, un Eduardo que solía limitarse a iniciar la transición de la jugada entre la portería de su equipo y la del contrario, Eduardo tantas veces animado por los compañeros a que atacara el puesto de Luis, que lanzara y lanzara, pero siempre se detenía a unos metros, como cansado, mejor no me complico la vida, no disparo, mejor os matáis vosotros porque luego llegan los rechaces y las hostias acaban por pillarme, no le gustaba andar por medio, prefería la distancia, la celebración, mejor el salto del gol estando en defensa que obligarse a regatear a los amigos temiendo una mala patada, más de él hacia ellos que al contrario, y una vez que te metes en la cocina hay que pelear, llevar el balón al fondo, no puedes quedarte notando el sudor frío en la camiseta, y esa noche parece enfurecido por tantas veces que ellos le han pedido que se comprometa con el equipo, que se moje un poco, corre empujado por un frenesí irreconocible, también ahora se quejan, no saben lo que quieren, no me importa que Carlos esté desmarcado, brujuleando como siempre con su rapidez brillante muy cerca del área, moviendo los brazos con su delicada exactitud, sabiendo cómo debe cerrar el paso al contrario para seguir de cara al balón, mientras Luis se mueve en la portería con saltitos breves, aparentando mirar a los ojos de Eduardo para desconcentrarlo y cegarlo, buscando conseguir que yerre el tiro. Luego se reirá de él y le tirará por la espalda de la camiseta mojada, «Eduardo, Eduardito, no das una, conmigo no puedes», pero esa noche Eduardo se ha prometido que no, esa noche se la traga, podrá con Luis, que bromea con él cada noche, 86
Miguel Sanfeliu La ausencia
Escuchó la última respiración con claridad, la exhalación profunda de todo rastro de vida. Y luego el silencio, pegajoso como el incómodo sudor del verano más asfixiante, espesó la atmósfera del cuarto en penumbras. Todo había terminado. Cuarenta años de vida en común y siete de noviazgo. Lento envejecer, imperceptibles variaciones de carácter, distancias dilatadas milímetro a milímetro. El cuerpo de su mujer yacía a su lado, a escasos centímetros, pero ella ya no estaba allí. Alargó el brazo y sujetó el cenicero de cristal y lo colocó sobre el pecho. Luego abrió el cajón de la mesilla y extrajo un paquete de tabaco y un mechero. Sacó un cigarrillo, lo encendió y empezó a fumar. A ella no le gustaba que fumara en la cama, no lo soportaba. Dio largas caladas, aspiró con fuerza, llenó sus pulmones de humo, deseó estar en otro lugar, desaparecer, no tener que enfrentarse a ese momento, no ser testigo del final de la mujer a la que había amado y odiado y extrañado y abrazado y bebido sus lágrimas y respirado sus risas y aspirado el olor de su cuello sudado y de su perfume de fiesta y de la crema de sus manos y sus caricias llenas de dulzura y sus reproches furiosos y sus abrazos desesperados… Su mujer, su compañera, acababa de marcharse para siempre y él estaba solo. Apagó la colilla, la aplastó y dejó el cenicero de nuevo en la mesilla. Se sentó al borde de la cama y apoyó los pies descalzos sobre las baldosas frías. Respiró hondo. Se incorporó y rodeó la cama, despacio, hasta llegar junto al cuerpo. Entonces la miró. Tenía la boca abierta y los ojos cerrados. Su piel parecía haberse tensado y habían desaparecido los rastros del sufrimiento de los últimos meses, los gestos de dolor, las huellas de la enfermedad devastadora que había ido ganando terreno e invadiendo sus órganos. El sosiego de la batalla perdida, la rendición total. Buscó en los cajones de la cómoda y encontró un pañuelo suave, estampado con pequeñas flores azules. Lo colocó en la barbilla de ella y lo 91
MIGUEL SANFELIU
sujetó con un nudo en la parte superior de la cabeza, para poder cerrarle la boca antes de que el frío de la muerte la agarrotase y lo convirtiese en una tarea imposible y los de la funeraria tuviesen que romper la mandíbula en su intento por ofrecer una imagen serena. Se sentó en la pequeña butaca de terciopelo rojo, frente a ella, observándola. Le costaba respirar, pero las lágrimas no acudían a sus ojos. No podía llorar. Alargó el brazo y acarició la mejilla aún caliente, suave. Le retiró un poco el pelo y luego la cogió de la mano y se quedó así, sin saber qué hacer. Eran las dos treinta y tres en el reloj digital. Sin entender cómo, se quedó dormido en el sillón. Un sueño plácido y vacío. Cuando abrió los ojos eran las seis y media de la mañana. Su mujer, el cuerpo de su mujer, alumbrado ahora débilmente por la luz que se filtraba a través de las rendijas de la vieja persiana, parecía descansar. Por un momento, pensó que abriría los ojos y le diría que le trajese un vaso de agua, o lo que fuera. Alargó la mano hacia su mejilla y esta vez la notó fría, un frío que le recorrió el brazo y le apretó el corazón. Intentó sujetarle la mano, pero ahora estaba rígida. La abrazó y sintió un escalofrío. Le quitó el pañuelo y la boca no se abrió. Todo parecía ir demasiado rápido. Se incorporó y fue a la cocina, casi arrastrando los pies desnudos por el pasillo, agradeciendo la incómoda y fría brisa de esa mañana del mes de febrero. Se preparó un café, bastante cargado y muy caliente. Llevó la taza al comedor y se sentó en su butaca favorita, observando la pantalla apagada del televisor, en la que se reflejaba la ventana del salón, y la cortina que ella había elegido, que a él siempre le había parecido horrible pero que ahora le inspiraba cierta ternura. El café le iba quemando por dentro. Tan solo veinticuatro horas antes habían estado juntos, en ese mismo salón, y él había tomado una taza de café, tan solo veinticuatro horas y todo era diferente ahora. Las seis y media. Pensó que era buena hora para empezar a llamar. Sus hijos estarían despertándose y todavía los pillaría en casa. Se acercó al teléfono y llamó primero a su hija. Supuso que la hora la pondría sobre aviso y el mensaje sería más una constatación que una mala noticia. —¿Ocurre algo, papá? —preguntó nada más descolgar, la voz urgente, un poco temblorosa. Su mujer le reñía cuando él intentaba suavizar las noticias. Durante un tiempo, si había tenido que comunicar un fallecimiento, como el del 92
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Festival Eñe Isabel García Mellado Todas esas luces de azotea la calle se enciende como un fósforo y huele a flores blancas las mujeres son crines salvajes y los hombres humo, el mundo está firme en sus dudas se oye una carcajada que lo rompe todo a la mitad y sin embargo sé que hay un lugar para sentirse a salvo
no tenemos prisa pero tampoco sé cómo hay que armar las piezas para que todo siga igual que cuando nieva en las películas buenas en las que se habla poco, se dice mucho y la música siempre es increíble he de reconocer que no es el miedo sino esta sensación de árbol blanco en pleno invierno como no saber qué tengo que hacer para ser exactamente tal y como tengo que ser saltar al río y convertirme en un salvaje azul y no tenemos prisa, pero el tiempo se nos queda pequeño y andamos de aquí para allá con los ojos muy grandes sin ver nada sin darnos cuenta
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Preestreno Fogwill Nuestro modo de vida Temprano esa mañana, al notar que todos los automóviles estacionados frente a su casa eran azules, Fernando pensó que tanta uniformidad era un buen augurio para el día que comenzaba. Después, en el supermercado, cuando vio al personal de la carnicería, la verdulería y la quesería vistiendo impecables guardapolvos blancos con el emblema de la empresa bordado sobre el bolsillo superior izquierdo, sin advertir que era lunes, y sin saber que cada lunes los empleados debían revistar ante sus superiores con ropa limpia para toda la semana, pensó que ese también era un buen augurio y ya no dudó que lo esperaba una jornada favorable. «Es —se dijo mientras volvía a su casa— como si de repente hubiese llegado la primavera…». Pero no necesitó comentar con su mujer el optimismo que ahora lo invadía: ella advirtió que su hombre llegaba convencido de estar comenzando un día bueno por su manera de entrar a la casa y por la inflexión que adoptó su voz mientras agradecía que ella se hiciera cargo de los paquetes de las compras. En una mesa del living, cerca del balcón, estaba preparado el desayuno. La cafetera humeaba; había tostadas con manteca, casi derretida por el calor que aún conservaban las rebanadas rectangulares de pan caliente. La leche yacía en su jarra como esos lagos de superficie muy serena que prometen un agradable descanso. El frasco inglés de mermelada de ciruelas brillaba, limpio. Los cubiertos estaban en su lugar y la azucarera de peltre, como dispuesta a presidir una ceremonia de inusitada dulzura, relucía equidistante de los bordes de la mesa que Fernando y Rita, su mujer, ocupaban durante las comidas. Desde la cocina, llegaba la voz de Rita: —¿Querés mariscos? 105
FOGWILL
—¿Mariscos? —preguntó él, asombrado. Jamás imaginó que su mujer le ofrecería mariscos para el desayuno. —Sí… ¡Mariscos! —gritó ella, y sus palabras se mezclaron con ecos de cajones abriéndose y cerrándose cuando explicó—: ¡Tengo ganas de probar una de esas latas que trajimos de Chile…! ¿Te acordás? —Sí… —respondió Fernando. Recordaba que había traído de sus vacaciones un bolso de viaje con latas de picorocos y centollas disimuladas entre las botas de esquí y las camperas de duvé, para protegerlas de la revisión aduanera. —¿Querés o no querés…? —reclamaba ella. —¿Vos querés? —dijo él, dudando todavía. —Claro que quiero yo… —dijo ella. Era obvio: quería. —Entonces yo también quiero… No se me había ocurrido, pero si abrís una lata te acompaño… ¡Te ayudo a comerla! Ella no respondió, pero Fernando pudo oír el ruido del abrelatas eléctrico probando que su mujer se había decidido y estaba abriendo una de esas latas que hacía más de cuatro meses guardaban en la alacena. Recordó la aventura de la aduana: el temor de Rita, el escozor que él mismo sintió en su abdomen mientras la mano del requisa aduanero ingresaba en el bolso y acariciaba las mangas de las camperas de duvé como si el hombre sospechase que allí guardaban latas de conserva, y el éxtasis: la misma mano, ahora amable, que aplicaba una etiqueta adhesiva mientras se oía el golpe seco del sello aprobatorio sobre los pasaportes y la orden de salida. —Está bien… ¡Avancen hacia la salida! —había dicho el funcionario y los ojos de Fernando encontraron entonces la mirada de su mujer, ya dulce, ya aliviada, sin miedo. Rita volvía a preguntar: —¿Querés un jugo de naranja Purex? —Qué… —gritó desde el living. Había comprendido, pero no era habitual que desayunasen con jugo de naranja. —Un Purex de naranja, un jugo… Para tomar con los mariscos —explicaba ella. —Sí, ¡gracias! —respondió Fernando. Era comprensible: los mariscos no conjugaban bien con el café con leche, su bebida habitual de los desayunos. Pensó que Rita había tenido una buena idea: comería los mariscos, bebería el jugo de naranja y después, con una tostada con manteca y dulce 106
Biblioteca Particular Antonio Colinas Un manantial de libros De la fuente más remota de la memoria del escritor brota un manantial de libros. Me refiero a que si cierro los ojos y procuro extraer del pasado los recuerdos más vivos, viene a mí el recuerdo de los libros. O, si mi memoria se abisma aún más, acaso brote un solo libro: el primero. ¿Y cuál fue este en mi caso? Me veo muy pequeño, enfermo, en la cama. Mi padre ha ido de viaje y ha regresado con un libro de cuentos que me regala. Se trata de una selección ilustrada de los cuentos de Andersen. Me resulta muy difícil transmitir ahora la impresión, el placer que me produjo aquel inesperado regalo. ¿Pensando así creo que el libro es un símbolo poderoso, un arquetipo que duerme en lo más profundo de nuestro ser y que para algunas personas se nos revela como algo mágico, turbador y perturbador? Algo de esto debe suceder, pues ese placer vivo, delicioso, que sentí entonces no lo he olvidado jamás. Y
lo que no sabía es que, pronto, iban a venir otros libros a mi vida para producirme el mismo goce. Algo que siempre lamentaré es que aquel libro de cuentos que me trajo mi padre desapareció de mi vida. A los diez años nos cambiamos de casa; dejamos el caserón que habité hasta mis diez años y del que yo algo he dicho en El crujido de la luz, mi libro de memorias de la primera infancia. Luego, en las viejas librerías de ocasión y en internet me he esforzado por recuperar aquel libro; pero a medida que el tiempo ha ido pasando se ha hecho borrosa su referencia, su editorial y año de publicación, de tal manera que el libro ha quedado —acaso sea mejor así— como algo que he soñado. De aquella casa y de aquel tiempo de entonces sí se salvaron algunos otros libros escolares, los de la enseñanza Primaria, entre los cuales el librillo de Lengua de primero me sigue produciendo el mismo placer al 111
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El Juicio Final Cristina Fallarás ¿Pagar en las bibliotecas? Si a una le preguntan qué le parece que se pague por los libros que la gente lee prestados por las bibliotecas públicas pone el grito en el cielo, claro. Y con el grito ahí empiezo a indagar en ese tema, hablando con colegas y gentes de los libros. El primer y el segundo preguntados, bibliotecarios, están de morros, como imagino a todo el mundo. Pero el tercero, ay, el tercer preguntado. El tercer preguntado es Paco Camarasa, de la librería Negra y Criminal. «Las bibliotecas tienen que pagar a los autores», suelta rotundo. Ya, pero las bibliotecas son pobres. «Pues si no tienen presupuesto, que lo exijan», añade, «ese no es problema del autor». Ah, el autor. «El autor tiene que cobrar por su trabajo, porque si no desaparecerán los autores, y con ellos, los libros». Los autores: ese colectivo sin conciencia ni sindicato al que nadie pregunta y que, de vez en cuando, al hablar de sus derechos, sufre un súbito sonrojo. Caigo en la cuenta de 118
que sé la opinión de bibliotecarios, documentalistas, organizaciones sociales, partidos de izquierda… pero no de los autores. Todos los antes citados están en contra. ¿Y los autores? Ni idea, así que me pongo a ello. Para empezar, Lucía Etxebarria y Espido Freire se muestran de acuerdo con la opinión del librero. La segunda va al grano: «Yo no pido que el lector, de manera directa, pague por cada préstamo. Me he criado en bibliotecas públicas. Y no me gusta la idea de ser subvencionada. Pero creo que el autor ha de ser compensado, que se ha malinterpretado hasta el extremo el tema de los derechos de autor y que es necesario que se reivindique ese derecho». «Paco Camarasa tiene razón», argumenta Etxebarria, «el Estado tiene fondos de sobra, pero los destina a cosas como la tauromaquia. Las fiestas taurinas nos cuestan 564 millones al año en subvenciones. Los clubes de fútbol también, de forma indirecta.
P U B L I C I D A D
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Autores Luis Bagué Quílez (Palafrugell, Girona, 1978) es doctor en Filología Hispánica. Ha publicado los libros de poemas Telón de sombras (2002), Un jardín olvidado (2007), Página en construcción (2011) y Paseo de la identidad (2014), por los que ha obtenido, entre otros, los premios Ojo Crítico de rne, Hiperión, Unicaja y Emilio Alarcos. También es autor de los ensayos La poesía de Víctor Botas (2004) y Poesía en pie de paz (Premio Internacional de Investigación Literaria Gerardo Diego, 2006). Codirige la revista Ex Libris y colabora en el suplemento Babelia del diario El País.
Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1945) ha saltado entre géneros y ciudades. Poeta, narrador, ensayista, traductor, crítico literario… Canciones para una música silente, poemario editado en 2014, es su obra más reciente; se suma a títulos como Sepulcro en Tarquinia (1975), Libro de la mansedumbre (1997) o los Tres tratados de armonía (2010). Ha obtenido los premios Nacional de la Crítica (1975), Nacional de Literatura (1982), de las Letras de Castilla y León (1999), Internacional Carlo Betocchi (1999), Nacional de Traducción del Ministerio de Asuntos Exteriores de Italia (2005) y de la Crítica de Castilla y León (2012).
Mercedes Cebrián (Madrid, 1971) es autora de El malestar al alcance de todos (2004), Mercado Común (2006), 13 viajes in vitro (2008), Cul-de-sac (2009), La nueva taxidermia (2011) y El genuino sabor (2014), así como de la antología Oremos por nuestros pasaportes (2012), editada en Argentina. Asimismo, ha traducido a Georges Perec, Allan Sillitoe, Miranda July o Alain de Botton. Ha sido escritora residente en la Academia de España en Roma, el Civitella Ranieri Center, la Ledig House International Writers Residency y la Fundación Santa Maddalena. Realiza un doctorado en la Universidad de Pensilvania (Filadelfia).
Manuel Crespo (Buenos Aires, 1982) ha vivido la mitad de su vida en la localidad bonaernse de Chacabuco. Su primera novela, Los hijos únicos, ganó el primer premio del concurso nacional “Laura Palmer no ha muerto”, organizado por Editorial Gárgola en 2010, y fue publicada ese mismo año. Sus textos han aparecido en las revistas La Mujer De Mi Vida, La Balandra y Casquivana, y ha obtenido premios en diversos certámenes de cuento. Asiste al taller del prestigioso escritor Abelardo Castillo y trabaja en un libro de relatos y una novela.
Silvina Chague (Buenos Aires, 1964) es guionista, narradora y realizadora cinematográfica. Dirigió la película Tierras prohibidas (2010), docuficción sobre Cecilia Grierson. También es autora de los guiones de Una modesta proposición (2001), Un día en el paraíso (2003), Cleopatra (2003) y Gambartes, verdades esenciales (2007), así como de los de varias producciones para Canal + España y bbc Londres. En teatro escribió Kalvkött, carne de ternera (2010), adaptación de un cuento de su libro Los mudos, publicado ese mismo año. Está próxima a estrenar Puertas al este, su segunda obra teatral.
Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) es autora de las novelas Cuando fuimos los mejores (Almuzara, 2007) y De música ligera (451 Editores, 2009), ambas finalistas del Premio Euskadi de Literatura. También ha colaborado en antologías de cuento como Última temporada (Lengua de trapo, 2013) o Bajo treinta (Salto de página, 2013). Su obra dramática I Don’t Like Mondays, finalista de los premios Madrid Sur y Margarita Xirgu, se estrenó en México en 2012. Ha obtenido las becas de la Fundación Antonio Gala y de la Fundación Caixa Galicia “Primera Obra”. 123
AUTORES
Cristina Fallarás (Zaragoza, 1968) ha estudiado Periodismo en la uab. Ha colaborado con El Mundo, Cadena ser, El País, La Sexta, rne, El Periódico de Cataluña, Antena 3, Cuatro, Telecinco, adn o Sigueleyendo.es. Es autora de No acaba la noche (2006), Así murió el poeta Guadalupe (2009; finalista del Premio Internacional Dashiel Hammett), Las niñas perdidas (2011; Premio L’H Confidencial, Premio del director de la Semana Negra de Gijón y Premio Internacional Dashiel Hammett), Últimos días en el Puesto del Este (2011; Premio Ciudad de Barbastro) o A la puta calle. (2013). Dictará “El juicio final” en las versiones impresa y digital de Eñe. Fogwill (Quilmes, Buenos Aires, 1941 Buenos Aires, 2010) nos dejó novelas inmensas como Los pichiciegos (1983), En otro orden de cosas (2002), Urbana (2003), Un guion para Artkino (2008) y Nuestro modo de vida, escrita en 1981 y recuperada tras su muerte; Alfaguara la publicará en España en octubre y Eñe la preestrena en este número. «Mi objeto, si se lo alcanza a detectar en la novela, es el límite entre el adentro y el afuera de la obra como alegoría del límite entre el adentro y el afuera de la vida humana». También publicó libros de poemas, de relatos y ensayos. Jorge Fuembuena (Zaragoza, 1979) vive y trabaja entre Madrid y Nantes (Francia). Fue becario artista de la Casa de Velázquez (Madrid) y seleccionado en las exposiciones Contexto crítico. Fotografía española siglo xxi (Madrid, 2013) y new spanish photography_Visions beyond borders (Nueva York, 2014). Está incluido en el Diccionario de fotógrafos españoles. Del siglo xix al xxi (La Fábrica, 2014). Entre sus exposiciones individuales destaca The end of the cathedrals, dentro de la programación de PHotoEspaña 2013. Ha publicado en revistas como OjoDePez o Exit.
Isabel García Mellado (Madrid, 1977) nos ha brindado uno de los más emocionantes poemarios de la temporada: La traductora de incendios, publicado por Valparaíso, y que adelantó en el pasado Festival Eñe. Antes publicó los libros Tic tac, tic tic (2009) y Cómo liberar tigres blancos (2010), ambos en Ya lo dijo Casimiro Parker. Forma parte de antologías como Por donde pasa la poesía (Baile del sol, 2011), Erosionados (Origami, 2013) o El descrédito (Lupercalia, 2013). Participa en el documental Se dice poeta (2014), dirigido por Sofía Castañón. Walter H. González (Marbella, Málaga, 1978) creció en Buenos Aires, donde cursó estudios de física. Vivió en Shanghái hasta 2008; desde entonces reside en Madrid. Ha publicado “Crónicas de JingAn Temple” en la web Los Trabajos Prácticos (2006), y ha traducido poesía del chino mandarín (La Comunidad Inconfesable, 2009). Su relato “¡Andrei los había programado!” forma parte de la antología Felices juntos (Tenemos las máquinas, Buenos Aires, 2014), sobre nuevos narradores argentinos. Actualmente trabaja en un volumen de relatos y en su primera novela. Alberto Haj-Saleh (Sevilla, 1978) es periodista de formación. Ha sido editor de la web cultural librodenotas.com durante siete años, donde además ha escrito una veintena de microobras de teatro y una columna semanal de cine. Dirige la colección de novela pulp Memento Mori para la editorial Alegoría. Ha publicado relatos en antologías como Viscerales (2011), Prosa inmortal (2013) o Episkaia (2013). Ha escrito una novela y un manual por encargo, y algunas obras de microteatro para el ites de Barcelona. Organizó el festival ¡Hostia, un libro!, de edición independiente. Vive en Madrid.
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AUTORES
Antonio Lucas (Madrid, 1975) trabaja desde 1995 en el diario El Mundo. Ha publicado los ensayos José María Sicilia. Fukushima-Flores de invierno (ac/e, 2013) y Soledad Lorenzo. Una vida con el arte (Exit, 2013), así como los poemarios Antes del mundo (accésit del Premio Adonáis 1995), Lucernario (1999; Premio Ojo Crítico), Las máscaras (2004), Los mundos contrarios (Premio Ciudad de Melilla 2009) y Los desengaños (Premio Loewe 2014). En Eñe guiará la conversación. Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948) fundó las revistas Un ángel más y El signo del gorrión. Además, nos ha marcado su obra literaria, que incluye la narrativa infantil y el ensayo, y se centra en la narrativa: El lenguaje de las fuentes (1993), Premio Nacional de Narrativa; Las historias de Marta y Fernando (1999), Premio Nadal; Tan cerca del aire (2010), que obtuvo el Ciudad de Torrevieja… Acaba de publicar Los siete pecados capitales (La Fábrica), coescrita con Elisa Martín Ortega y con fotografías de Cristina García Rodero, y La puerta de los pájaros (Impedimenta), ilustrada por Pablo Auladell. Alejandro Morellón (Madrid, 1985) creció en Palma de Mallorca. En 2008 coordinó el festival internacional Mallorca Fantástica, e impartió talleres de guion de cine. Disfrutó de una beca de creación en la Fundación Antonio Gala. Entre otros certámenes literarios, ha ganado el premio de libros de cuentos que otorga la Fundación Monteleón, por su obra La noche en que caemos (Eolas, 2014). Reside en Madrid. Miguel Ángel Muñoz (Almería, 1970) es autor de los libros de relatos El síndrome Chéjov (2006) y Quédate donde estás (2009), ambos en Páginas de Espuma, y de las novelas El corazón de los caballos (Alcalá, 2009) y La canción de Brenda Lee (Menoscuarto, 2012), Premio Sintagma y de la Asociación de Libreros de Almería. Desde 2006 publica el blog El síndrome Chéjov. Incluido en Siglo xxi. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto) y Pequeñas resistencias 5 (Páginas de Espuma).
Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, Murcia, 1951) estrena las conversaciones de Eñe. Tras más de dos décadas como reportero de prensa, radio y televisión, se dedica en exclusiva a la literatura. Desde El húsar (1986) hasta El francotirador paciente (2013), ha sumado éxito tras éxito, incluyendo El club Dumas (1993), Territorio comanche (1994), La piel del tambor (1995), La carta esférica (2000), La reina del Sur (2002) o la serie protagonizada por el capitán Alatriste. Es miembro de la rae. En noviembre publicará, en Alfaguara, Vida de perros. Historias ilustradas de hombres y de perros. Río (A Coruña, 1974), o Estíbaliz Espinosa, es escritora, traductora y músico. Ha publicado los poemarios en lengua gallega Pan (libro de ler e desler), —orama, número e, Zoommm. Textos biónicos y papel a punto de —en castellano—. Es autora de relatos y artículos sobre música o la relación literatura +ciencia; asimismo, ha grabado podcasts y videopoemas. Organizó Pinte un bisonte na caverna, por favor, encuentros sobre arte, blogs y nuevas tecnologías o Escrita no ceo, espectáculo de astronomía y literatura. Como socióloga y filóloga imparte clases sobre comunicación y escritura. Miguel Sanfeliu (Santa Cruz de Tenerife, 1962) reside en Valencia. Es autor del libro ilustrado Anónimos (Traspiés, 2009), de los libros de relatos Los pequeños placeres (Paréntesis, 2011) y Gente que nunca existió (E.d.a. libros, 2012) y de la novela Parece que cicatriza (Talentura, 2014). También ha publicado en diversas revistas y libros colectivos, como el monográfico que la revista Batarro dedicó a Medardo Fraile, o los libros Ellos y ellas (Calamar) y Cine xxi (Cátedra). Gestiona el blog Cierta distancia.
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Según John Berger la palabra «poeta» es más un adjetivo que un sustantivo, por lo que uno mismo difícilmente podría presentarse como tal: solo al lector corresponde decidir si un poeta lo es. El presente volumen, en edición bilingüe, confirma sobradamente la solidez de la producción poética de Berger. Se trata prácticamente una obra completa, ya que abarca los poemas escritos entre el año 1955 y 2008 y lo acompaña un CD con la voz del autor, que recoge veintiuno de los más de setenta poemas incluidos en esta compilación.
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