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Juan Arvizu, el cronista caballero de “El Universal
from Macroeconomía 334
Por Roberto Rock L.
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Eran los inicios de 1982 y los dos nos topamos en la cobertura de la campaña presidencial de Arnoldo Martínez Verdugo, que competía por el recién creado Partido Socialista Unificado de México (PSUM), la apuesta más institucional y estructurada en la ya entonces sexenaria historia de la izquierda mexicana.
Una docena de reporteros asignados por periódicos y estaciones de radio de la ciudad de México acumulábamos un par de meses sobre los asientos del autobús bautizado “El Machete” -en alusión a la publicación legendaria del Partido Comunista- para dar cuenta de las actividades proselitistas de Martínez Verdugo.
Se trataba de un hombre formado originalmente en la tradición comunista ligada al estalinismo soviético, pero que tuvo la visión de trepar en el futuro a los comunistas mexicanos, y luego fue el artífice de una alianza sólo posible por la reforma electoral de los años 70, alentada por Jesús Reyes Heroles para abrir una ruta hacia el poder para facciones que poco antes habían nutrido a la guerrilla rural y urbana.
La campaña llegaba a Guerrero, un estado emblemático para este proceso, y ahí se estacionó por varios días para recorrer los caminos que alguna vez pisaron Lucio Cabañas y
Genaro Vásquez Rojas, y emprender un recorrido de horas por lo que llamaban la “Montaña roja”, hasta llegar al remoto municipio de Alcozauca, el primero que había conquistado el Partido Comunista en su nueva etapa legal.
Pero estar en Alcozauca, frente al alcalde, el maestro Othón Salazar -líder de las protestas magisteriales de los 60, un hombre menudo con historia de gigante-, obligó a superar una sucesión de caminos de terracería desde los cuales se levantaba una nube de fino polvo que entraba a “El Machete” y empanizaba el cabello, el rostro y la ropa de reporteros, novatos en su mayoría, deslumbrados por un
México que ni siquiera imaginaban.
En la víspera se había sumado a la comitiva de prensa un joven periodista, muy delgado, muy moreno, lentes gruesos, con aire reservado, pero de gesto decidido y rostro sonriente. Era enviado por “El Periódico”, un proyecto que tuvo corta vida. Algunos de nosotros, que ya nos considerábamos “veteranos” en la campaña y que portábamos acreditaciones de medios como “El Universal”, “Excélsior” o “Proceso”, recibimos a Juan Arvizu con más condescendencia que camaradería.
Durante toda esa jornada lo vimos tomar notas en forma incesante en una maltrecha libreta; hablar con todo aquel que tuviera cerca, incluso otros reporteros. Hurgaba en busca de detalles, frases, colores de ropas, facciones, historias. Preguntaba y apuntaba, miraba y apuntaba.
Un par de días después, cuando tuvimos a la vista una fotocopia de la crónica de Arvizu sobre la gira por Guerrero, el desdén de aquellos diaristas que se asumían parte -pequeña, pero parte al fin- de la llamada “gran prensa” cedió paso al respeto por el talento de ese colega de ánimo modesto. Estaba de moda una película titulada “Johnny tomó su fusil”, sobre un joven que se tomaba la vida
como un toro por los cuernos. En ello se apoyó David Martín del Campo, enviado del “UnomásUno” y entonces ya un novelista incipiente, para quitarse el sombrero simbólicamente y declarar en público: “Aquí está Johnny (Arvizu), que tomó su crayón…”.
Con el tiempo me enteré de que 10 años antes, en 1971, el adolescente Juan Arvizu había formado parte de la primera generación de estudiantes del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), la iniciativa educativa más innovadora en la educación media superior en décadas, impulsada bajo un nuevo modelo por el rectorado de
Su experiencia profesional lo condujo casi naturalmente a la crónica parlamentaria, en ambas cámaras del Congreso, donde lo encontró su aniversario 30 en el oficio
Pablo González Casonava.
Vivía entonces en la añosa colonia Prohogar y acudió al plantel Azcapotzalco, como parte de una familia que acumulaba hijos y que eventualmente debió mudarse a una zona más remota, en el municipio mexiquense de Tlalnepantla, donde probó suerte en el comercio.
Los libros que Juan devoraba
desde niño y la magia del CCH, con una formación más crítica y autodidacta, habrían encaminado a este joven de apariencia tímida hacia las aulas de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, en Ciudad Universitaria. El mismo hechizo capturó simultáneamente a otro muchacho poco extrovertido, también fundador del CCH, pero en el plantel Naucalpan.
Ni los estrechos pasillos de esa
facultad, ni los salones atestados, ni los profesores más populares -Granados Chapa, Froylán López Narváez, Gutiérrez Vega, Julio Scherer García, Flores Olea- nos hicieron coincidir como compañeros de banca, al menos hasta donde los recuerdos nos alcanzaron años después. Leopoldo Borrás, un creativo maestro, tuvo en Juan una influencia importante y lo recomendó para su primer empleo en un periódico, “El Sol de México”, que acababa de asumir Mario Vázquez Raña tras la caída del coronel José García Valseca, fundador de la mayor cadena de diarios en el país hasta la fecha.
Tras un breve paso por esa casa editorial, en la que se desempeñó como enlace entre el cuerpo directivo y la Redacción, Juan migró al desaparecido “Avance”, ya como reportero, y después de algunas otras escalas, arribó a la Redacción de “El Universal”, de la mano de Fidel Samaniego, el legendario periodista de la empresa propiedad de Juan Francisco Ealy Ortiz.
Samaniego fue amigo, mentor y modelo a seguir por Arvizu, que lo sucedió en la cobertura de la “fuente” de la Presidencia de la República, bajo la administración de Ernesto Zedillo, luego de que aquél había sido uno de los cronistas más destacados del impetuoso gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Al recibir su acreditación en Los Pinos, Juan estaba listo para dejar su propia huella.
Durante una gira de Zedillo por España, Arvizu formó mancuerna en la cobertura con la corresponsal Ana Anabitarte, que con empeño y buena fortuna logró entrevistar al presidente anfitrión, José María Aznar. La costumbre profesional
indicaba que ambos periodistas estamparan su firma en la exclusiva. “De ninguna manera…es un logro tuyo; sólo tú la firmas”, le dijo a Ana, que aún recuerda con gratitud el momento vivido con este compañero, sin saber que Juan acumulaba ya fama en el gremio de ser un colega que sumaba el respeto y la generosidad con las formas de un caballero de tiempos pasados.
Las crónicas de Arvizu Arrioja revelaron el cambio de estilo personal de gobernar en México. Se conoció que sus trabajos despertaron el respeto presidencial y el afecto de la primera dama, Nilda Patricia Velasco de Zedillo. Con acceso pleno a ese círculo, nada cambió en la vida personal del periodista, que casó con una compañera de la Redacción, Micaela Ruiz, una periodista de ánimo alegre y decidido, con quien tuvo dos hijos varones que les dieron reiterados motivos de orgullo. La familia Arvizu-Ruiz vivió en un departamento de interés social en un conjunto habitacional cuya edificación fue alentada por “El Universal” para sus trabajadores.
Tras la cobertura de la Presidencia, Arvizu se mostró abierto a desempeñar las comisiones que le fueran asignadas, con un énfasis importante en la crónica social y política. En diversas etapas en la evolución del área editorial, se le invitó a asumir una jefatura, con el sólido respaldo personal del licenciado Ealy Ortiz, que le profesó por años un afecto sincero, secundado más tarde por su hijo, Juan Francisco Ealy Lanz Duret. Pero Juan rehusaba la propuesta de ascenso. “Yo quiero seguir en la calle”, decía, con sinceridad y la misma sonrisa franca que lo caracterizó por décadas.
Su experiencia profesional lo
condujo casi naturalmente a la crónica parlamentaria, en ambas cámaras del Congreso, donde lo encontró su aniversario 30 en el oficio, que fue acompañado por un aplauso de pie por los integrantes del Senado en esa época.
Sus crónicas eran directas, incluso ácidas, pero también se permitían destacar momentos luminosos de los personajes que retrataba. Un equilibrio que lo caracterizaba a él mismo y, de alguna manera, reflejaba la esencia plural de “El Universal”, cultivada por medio siglo de la era Ealy Ortiz. Y más allá, luego de casi 105 años de que el fundador del diario, Félix Fulgencio Palvicini, escribiera: “Mi pluma es amiga, pero no esclava…”.
En esa ruta seguiría hoy Juan Arvizu Arrioja, que ya rebasaba las cuatro décadas en el oficio, pero a su puerta tocó la epidemia que ha trastocado a la humanidad. Todavía dio una batalla firme, seguramente plena de amor por la vida. Pero no pudo evitar ser arrancado del lado de su familia y de sus compañeros, que, tras su muerte, el pasado 17 de febrero, desbordaron las redes sociales con muestras de respeto, de cariño y del tipo de evidencias que distinguen a un ser humano de excepción.
Descansa, compañero.