Dulce es la noche

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Dulce es la noche Xavier Gassó i Lorido


Dulce es la noche 1. Sueños

No fue aquella la primera vez que su espesa cabellera rubia se quedó enredada en las manos de su amante. No parecía que fuera a ser tampoco la última, eso creían ambos, pero por alguna razón, más allá de las turbaciones o de las molestias que les pudiera haber causado aquel nuevo contratiempo, los dos sonrieron y compartieron un suspiro, muy sonoro, prácticamente al unísono. Él se retiró lentamente. Apartó sus manos con dulzura y dejó que fuese la mujer la que, poco a poco, acabara con la no siempre sencilla tarea de desenredar su pelo de entre los dedos del hombre. Mientras lo hacía dejó que su mente, madura y ya algo cansada pero todavía con la suficiente clarividencia como para volver a sus principios, la hiciese viajar a la primera vez que les sucedió algo semejante. Una ligera, casi tímida, sonrisa se dibujó en su rostro. Él la miró sorprendido. - Siempre me pregunto qué debe haber en tu mente en momentos cómo este… tus silencios, tus pensamientos… me torturas con ese misterio. Ella le dedicó una gran sonrisa, tierna y cariñosa, mientras liberaba sus últimos bucles rubios de entre el dedo índice de su compañero de cama. - Si te preguntas algo, ¿por qué no me lo dices? - Porque si lo hiciera…

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Hizo un leve silencio, dibujando un gesto torcido en su rostro, como si fuera un movimiento súbito que hubiera pasado desapercibido a cualquier persona menos a ella. Porque ella lo conocía lo suficientemente bien como para comprender, siempre había sido capaz de hacerlo, lo que en aquel instante estaba sucediendo en la mente de su hombre. - … si lo hicieras, romperías la magia, ¿verdad? Asintió. - Y si rompieras la magia, entonces crees que todo esto se acabaría, ¿no es cierto? Volvió a esbozar el mismo gesto afirmativo al tiempo que cerraba lentamente los ojos y dejaba escapar todo el aire que quedaba en sus pulmones. Un segundo después, volvió a llenarlos sintiendo como aquel fresco oxígeno le devolvía la vida. - Entonces, cariño, si eso es lo que piensas que podría pasar es mejor que no me lo preguntes. - ¿Y tú qué piensas? La mujer entreabrió ligeramente la boca y dejó que su lengua humedeciese muy superficialmente aquellos labios que deseaban encontrarse con los de su acompañante. - Que hablas demasiado y me besas muy poco. Le cogió de las espaldas, con fuerza, se acercó a él hasta sentir sus pómulos prácticamente tocándose, nariz a nariz, compartiendo un aliento que les era totalmente familiar, tanto cómo el sabor que no tardaron en sentir el uno en los labios del otro. Fue otro beso largo. Otro beso cálido, dulce y sincero, que se convirtió, poco a poco, en un beso placentero, salvaje y atrevido.

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Después, tan sólo un segundo después, ella se despertó. - Vaya, al final se rompió… Lourdes se levantó despacio. Su cabeza aún no se había conseguido adaptar a la oscuridad de aquella noche. En realidad jamás lograba hacerse a la idea de que aquellas horas existían para vivirlas, por alguna razón su cuerpo, al sentir que ya era la luna la que reinaba por encima de la cabeza, se iba desplomando poco a poco hasta que, finalmente, caía presa de un sueño tan profundo como intenso. Había sido así siempre, desde que tenía recuerdos, unos recuerdos en los que no había ni una sola noche de vela, ninguna, jamás había conseguido superar despierta el punto horario de las doce de la madrugada, nunca había visto como eran las estrellas que brillaban en un oscurísimo cielo nocturno. Nunca. A ella siempre la vencían sus párpados y se pasaba las horas estirada en su cama, deseando, de alguna forma, vivir una vida que el destino le había prohibido. Pero después llegaba la claridad de la mañana y toda aquella incapacidad de permanecer despierta se convertía en una absoluta imposibilidad por desconectar de su mundo real. Las primeras horas del día siempre empezaban igual. Su hijo pequeño llamaba a la puerta, tímidamente, el pequeño siempre había sido tímido, esperando a recibir un permiso que sabía que cada mañana acababa llegando. Después cruzaba lentamente el silencio de la habitación, se recostaba en un lado de la cama, daba un pequeño salto y, aprovechándose de la fuerza de sus rodillas, acababa llegando al lado de su madre.

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A su izquierda, él siempre dormía a su izquierda, el padre del pequeño refunfuñaba los cuatro insultos habituales, después se levantaba y se perdía durante unos minutos en el servicio. Eran instantes de un silencio extraño. El pequeño miraba a su madre, la abrazaba y le regalaba siempre un par de besos antes de que ella le hiciese el clásico gesto con la mirada indicándole que debía volver a su habitación, cambiarse de ropa y bajar al comedor para desayunar. Cuando el pequeño la obedecía, porque eso también lo era, obediente, mucho, ella cerraba los ojos y suspiraba. Deslizaba su mano derecha hacia la entrepierna y apretaba con fuerza. No tenía tiempo para nada más. Sabía perfectamente que en un par de minutos él saldría, perfectamente arreglado, del lavabo y que, en cuanto lo hiciera, ella tendría que estar ya preparando el desayuno, con las llaves del coche delante de la taza de café de su marido, el diario que cada mañana recibían, a la derecha y a la izquierda el paquete para el desayuno que siempre, siempre, contenía la misma rosquilla industrial que, desde hacía años, pudría las arterias de Federico. Federico, su marido, era un hombre rancio, seco, áspero en el trato y en absoluto cariñoso. Todo cuanto era capaz de hacer por Lourdes se limitaba al típico polvo del sábado noche, el mismo que había sido el causante de engendrar a los dos hijos que tenía el matrimonio. - Esta noche no vendré a cenar. - ¿Y eso? Él suspiró ruidosamente. Miró a su mujer, propinó un fuerte golpe en la mesa y dejó que la siguiente frase que fluyó de su voz lo hiciera de forma tranquila pero amenazadora.

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- No soy yo quien te tiene que dar explicaciones, Lourdes. Y se levantó. Cogió las llaves del coche, su desayuno y silbó dos veces, intranquilo, para avisar a sus hijos de que había llegado el momento. Los dos se levantaron como un resorte de la mesa, el mayor dio el último sorbo de su leche chocolateada y miró a la madre con un gesto que ella quiso interpretar como de profunda comprensión y, casi, tristeza. Unos segundos más tarde del habitual portazo de cada mañana a la misma hora, escuchó el rugido del viejo motor francés de su coche subiendo la cuesta de la calle y fundiéndose, lentamente, con el bullicio que cada mañana la abandonaba con su realidad. Y entonces se miraba al espejo. Se contemplaba en silencio, durante muchos minutos, tantos que siempre fue incapaz de imaginárselos. Se miraba, nunca sonreía, a veces lloraba, y siempre buscaba la forma de soñar despierta. - Aquí estamos… Su voz resonaba casi metálica de tan rutinaria que era. - … aquí estamos. Suspiró. Cerró los ojos e intentó recordar, recuperar, aquellas imágenes que la acompañaban en sueños. Pero era imposible. Siempre era imposible. A pesar de lo temprano que cada noche se conseguía dormir, jamás había conseguido visitar el mundo de los sueños antes de aquella hora, nunca, no conocía la siesta, siquiera una pequeña cabezada. Nada. Triste por aquel nuevo fracaso, sola y enfadada con el mundo que la rodeaba, se dio media vuelta y subió al piso de arriba.

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Entró en su baño, sucio como cada mañana después de que Federico pasara por allí, dejó los ojos en blanco y se recostó sobre la nueva encimera que se había hecho colocar hacía tan sólo unas semanas. - Esta es tu vida… Volvió a mirarse en el espejo. Éste le seguía devolviendo la misma imagen triste, perdida, desconsolada. - … tu maldita vida. Sollozó. Decir que quería acabar con todo aquello era demasiado obvio, cómo también lo era el hecho de que jamás hubiera sido capaz de reunir el valor necesario para hacerlo. Así que se sentó sobre la taza del váter. Tomó aire, sacó las tijeras grandes, metálicas y desafiantes, del segundo cajón del armario y se quedó un par de segundos observando su reflejo en aquella pieza que se abría y se cerraba como queriendo avisarla de que su aspecto era lo que menos debía preocuparla. Después hizo el primer corte. Prácticamente sin permitir que transcurriese un segundo más, Lourdes efectuó el segundo, y sin respirar dio rienda suelta al tercero y al cuarto. Un pequeño grito de rabia y de dolor se apoderó de su garganta, pero ella lo reprimió y siguió con su intensa labor. Los cortes se hicieron más rápidos, más certeros, más continuos. El proceso duró tan solo un par de minutos, un instante que no había de significar nada en aquellos más de cuarenta años de toda una vida que quedaba por detrás, sin embargo, al incorporarse, sintió su cabeza rodando y se dio cuenta que su existencia nunca volvería a ser la misma.

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Suspiró profundamente antes de contemplarse, de nuevo, en aquel espejo. Después, Lourdes, cerró los ojos e intentó recordar el tacto de las manos de aquel hombre que la acompañaba noche tras noche. -

Es por ti… por ti.

Recogió uno a uno aquellos mechones de pelo rubio que parecían haber creado una alfombra natural en el suelo oscuro de su lavabo. Su respiración seguía exaltada, a medio camino de un nerviosismo que parecía poderse apoderar en cualquier momento de su cuerpo. Temblaba. Federico jamás le había permitido cortarse la melena, nunca, y sabía que cuando él llegara, tarde, aquella noche, difícilmente podría comprender la decisión que acababa de tomar. Sacudió la cabeza. Se libró de cualquier pensamiento sobre su marido e intentó dibujar el rostro de aquel amante nocturno que la seguía esperando más allá de la almohada. -

Dime qué sientes…

Su voz sonaba tan triste que parecía quererse fundir con el silencio que la seguía rodeando. -

Dime qué puedes hacer para salir de esa prisión…

Se contemplaba a sí misma en el espejo, manteniendo un diálogo que la trascendía de una forma que no llegaba a comprender, cómo si aquel reflejo fuera, en realidad, su otra yo, la persona que cada noche se convertía en una persona capaz de amar y de ser amada, de dar y de recibir, de desear y de ser deseada, la que vivía una existencia que aquella que acababa de cortarse a tijeretazo limpio su rubia melena, odiaba tan profundamente al saber que jamás conseguiría disfrutar.

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-

Dime como me puedes ayudar…

Lourdes se mordió la lengua. Aspiró aire y se apoyó una última vez en la encimera del mueble. Después dibujó una casi imperceptible sonrisa en su rostro y continuó recogiendo lo que quedaba de su sesión de peluquería. Pasó la mañana escondida en la oscuridad de los rincones de su hogar, tal y como solía hacer día a día. Espero que llegase la hora de comer, lo hizo a solas, encendió el televisor y dejó que lo que pasaba al otro lado de la pantalla la llevase de viaje hasta algún punto en el que poder desconectar de su realidad. No existía ella. No existía nada. A media tarde llegaron los niños. El mayor se encerró directamente en su habitación, puso la música a todo volumen y, antes de propinar el otro habitual portazo del día, exigió que nadie le molestase. La madre sabía que empezaba la rutina de siempre, masturbación, tabaco y llamadas de teléfono con la muchacha con la que, por aquel entonces, salía. El hijo pequeño se sentó a su lado, en el sofá. Ambos contemplaron juntos, en silencio, el programa infantil que les entretenía cada tarde. No fue hasta unos cuantos minutos más tarde que él se dio cuenta. -

Estás guapa… ¡más guapa!

La besó dulcemente, acarició lo que quedaba de su pelo e hizo un inocente gesto de aprobación que ella recibió como un gran y precioso regalo. La sinceridad de su hijo la emocionó durante un segundo, pero fue un instante mínimo. Él se volvió a refugiar en aquel programa, ella se tuvo que levantar para preparar la cena, de nuevo en su propio mundo, de nuevo en silencio. Cenó sola.

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El pequeño lo hizo en el sofá, delante del televisor. El mayor en su habitación, como siempre, exigiendo la cena en la puerta, abriéndola al saber que Lourdes no estaría allí, y dejándolo todo, de nuevo, fuera, a medio comer, para que ella lo recogiera antes de ir a dormir. Sola. Lourdes acompañó a dormir al pequeño. Le cantó la misma vieja canción de cuna con la que noche tras noche su madre siempre le había obsequiado. Le besó, y salió en silencio de la habitación. Decidió ducharse. Lo hizo rápidamente, después se vistió con el pijama, se metió en la cama y susurró al silencio su tristeza. -

Un día más.

Pero el silencio no le regaló ninguna respuesta. -

Ahora volveré a ti…

Cerró los ojos, se sorprendió a sí misma acariciándose la cabeza, buscando una mata que ya no ocupaba su sempiterno lugar, se giró un par de veces intentando encontrar una posición cómoda. No estaba cansada, no lo necesitaba tampoco, nunca lo había necesitado, lo único que importaba era que dejaba tras de sí otro día, uno más, uno de tantos, pero lo más interesante era lo que se le ofrecía por delante, allí la esperaba su refugio, su otra realidad, quizás su realidad más cierta o, si más no, la que más ansiaba que se hiciera presente. Así que cerró los ojos. Susurró un dulce “buenas noches” que se fundió con la oscuridad pacífica de su habitación. Sonrió y se refugió plácidamente en su almohada.

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Su mente se empezó a nublar, sucedía cada noche antes de visitar su mundo onírico, después tarareó mentalmente las notas de una canción que su padre solía cantarle cuando era una niña, aquel recuerdo la relajaba enormemente, siempre se dormía mientras le parecía escucharlo. -

Lourdes, tienes que sonreírle a la vida….

-

¿Por qué, papá?

-

Porque si tú le sonríes, ella te devolverá la sonrisa.

Y entonces su padre la besaba tiernamente en la mejilla, la cogía de la mano y la sentaba en su regazo mientras le explicaba cómo le había ido el día. Amaba aquel instante, lo adoraba profundamente. Tanto cómo adoraba dormirse cada día con el mismo recuerdo, tierno, rondando su mente, cómo si aquella memoria le fuera a prometer un sueño reparador, agradable, casi podría definirlo como un primer paso hacia una paz que, más allá de la oscuridad de la noche, no había sido capaz de conocer desde que aquel hombre murió. Se volvió a girar. Apoyó su hombro izquierdo sobre el colchón. Sentía los muelles quejándose amarga y metálicamente bajo su peso, la cabeza le pesaba más que otras noches, curiosamente no había sido suficiente el recuerdo de su padre. Se volvió a esforzar, no recordaba cuando había sido la última vez que le había sucedido. Tragó saliva. Dibujó otra historia de su niñez, en esta ocasión era algo relacionado con su abuela, amaba a su abuela, pero no estaba segura de si lo estaba inventando o formaba parte de algo difuso que su inocente mirada de niña le había permitido descubrir.

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No importaba. Se volvió a girar. Quedo boca arriba. Suspiró profundamente. Miró la mesilla, el reloj brillaba contra la oscuridad y marcaba la una y cinco minutos de la madrugada. No mentía. Se quedó sorprendida. Era la primera vez en su vida que tenía conciencia de estar despierta a aquella hora. Debía ser un accidente. Se removió incómoda. Tomó aire y cerró los ojos con fuerza. Su mente divagó lentamente. Intentó recordar el torso de aquel amante nocturno que, aquella noche, parecía quererse resistir a visitarla. No lo consiguió. Acto seguido buscó en un instante de placer solitario la forma de relajar aquel intenso nerviosismo que ya se había hecho amo y señor de su espinazo. Pero el ligero orgasmo que consiguió propiciarse tampoco parecía ser suficiente. Murmuró un par de frases de desesperación. Se levantó. Fue al baño, orinó aún sin tener ganas de hacerlo, se miró en el espejo y quedó de piedra al darse cuenta que, su rostro, a aquellas horas de la noche, aparentaba ser mucho más viejo que cuando lo contemplaba antes o después de sus reparadores sueños. Sacudió la cabeza, se remojó con agua tibia para intentar calmar aquella

extraña

sensación

de

nerviosismo

que

rondaba

todas

sus

extremidades. Volvió a la cama, rezó. Hacía décadas que no rezaba, pero creyó que aquel era un buen momento para volver a hacerlo. Le dedicó un par de oraciones al Dios que su madre amaba y respetaba y, después, se tumbó de espaldas e intentó caer dormida. Hacia las tres de la madrugada su marido llegó. Se desvistió lentamente y se tumbó a su lado. Olía a alcohol, olía al barato aroma de una prostituta de burdel, olía a tabaco rancio. Se apretó contra su cuerpo, le quitó lentamente la parte de abajo del pijama y la ropa interior mientras respiraba violentamente.

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-

¿Se puede saber qué estás haciendo?

-

¿Estás despierta?

-

¿No lo ves?

-

Nunca lo habías estado, a esta hora… jamás te habías desvelado cuando…

-

¿Qué pretendías hacerme?

Él se quedó en silencio, descolocado. Su

¿Lo has hecho otras noches, Federico? marido

se

giró

de

espaldas,

refunfuñó

algunas

palabras

incomprensibles y dejó que sus ronquidos dieran por concluida aquella conversación que, de hecho, jamás había comenzado. A su lado, Lourdes se volvió a colocar el pijama. Miró el reloj de la mesilla y suspiró. Parecía que la magia se había roto de verdad.

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2. Amaneceres

Fulminó a su marido con la mirada a la tercera madrugada. Lourdes pasó las dos anteriores preguntándose el porqué de aquel maldito cambio en sus hábitos, el porqué de aquellas noches en vela que la estaban castigando sin piedad, llevándola continuamente a un oscuro universo de susurros imaginados, de luces que se dibujaban en el negro techo de su habitación, o de percepciones oníricas que se iban transformando en sus propios miedos segundo a segundo. Pero no fue hasta aquella madrugada en concreto cuando Lourdes decidió que había llegado el momento de compartir su malestar con Federico. La noche anterior su marido había llegado, una vez más, borracho y con aquel profundo y nauseabundo olor a sexo impregnado en sus manos. Desde la primera madrugada sin dormir, desde aquel instante en que ambos se dieron cuenta de cuán delgada había podido ser la línea entre el sueño y la realidad, Federico no se había vuelto a acercar a su mujer. No importaba lo que sucediera. Él se sumía en su vida laboral, llegaba tarde a casa y se metía en la cama esperando que las horas pasaran lo más rápidamente posible mientras ella ni tan sólo se esforzaba en hacerse la dormida. Al contrario, cada noche, al oírlo llegar en las deplorables condiciones en las que lo hacía, Lourdes chasqueaba la lengua, dibujaba un ligero e invisible gesto de desaprobación y, después, volvía a hundir su cabeza en la almohada deseando que aquella vieja rutina, la de dormir, soñar, descansar, volviera a hacerse presente en su vida.

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Lo curioso para Lourdes, era que aunque aquella necesidad no se viera satisfecha por más vueltas que diese en su cama, no llegó a tener en ningún momento la sensación de irse debilitando, al contrario. Sabía que era anormal, que no tenía explicación y que, incluso, debía ir contra natura, pero su cuerpo parecía haberse rebelado contra cualquier lógica. Ella se levantaba cada mañana con energía, abrazaba a su hijo pequeño mientras él se metía en su cama, como de costumbre, después preparaba desayunos, el diario, los bocadillos y dejaba todas las tareas listas. Les observaba marchar, limpiaba la casa y se susurraba para sí misma todas las canciones que conocía y alguna otra de inventada, mientras contemplaba el paso de las horas. Y todo sin que su organismo se inmutara lo más mínimo. Llevaba tres noches enteras sin dormir cuando, por primera vez, decidió que había llegado el momento de dejarse llevar por algo parecido a un atisbo de malhumor, aunque todavía no estaba segura que fuera por culpa de su insomnio. -Quiero que me digas por qué me haces esto… Federico la contempló entre sorprendido y medio atemorizado. Jamás había contemplado aquella fuerza, serena pero también tan intensa que hería su alma, en los ojos de su mujer. -¿Hacerte el qué? -Sé que prácticamente no nos tocamos, casi te diría que me das el mismo asco que yo debo darte a ti, soy consciente de ello, pero ¿por qué ni tan sólo te dignas a disimularlo?

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Su marido suspiró con resignación. Pareció buscar durante un par de segundos una respuesta que fuera más eficaz que la que había cruzado en primer lugar su mente. Finalmente, pero, decidió optar por algo que no usaba de forma habitual, la sinceridad. -Porque jamás te habías dado cuenta. -¿Cuenta? -Nunca, ninguna noche, llegara a casa en el estado en el que llegara, tú me habías prestado la más mínima atención. -Dormía. -Lo sé, profundamente, tanto que no recuerdo ni una sola vez en la que te desvelaras… hasta ahora. -Es que nunca me había pasado. -¿Y por qué ahora ya no duermes? Lourdes chasqueó la lengua y mordió sus palabras hasta que consiguió evitar que no salieran de su boca. No le quería otorgar el placer de una explicación. Ambos se debían demasiadas cómo para ser ella la primera en empezar a pronunciarlas. -Lo único que te pido es que no vuelvas a hacerlo. -¿Hacer qué? -Salir con esos a los que llamas amigos, acabar en cualquier club de mala muerte, rodeado de esas prostitutas a las que soléis frecuentar… no quiero que vuelvas a hacerlo.

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El hombre pareció dudar un insignificante instante. Fijó su mirada en la puerta de la habitación, en la que resonaron los tres golpecitos habituales con los que, cada mañana, su hijo pequeño les avisaba que estaba a punto de entrar. Al volverse hacia Lourdes se encontró con la misma mirada de hacía tan sólo unos minutos. -¿Qué puedo hacer para que me perdones? Ella se sorprendió. Durante un par de segundos se quedó sin respiración, entre sorprendida y asustada. En absoluto era la respuesta que se esperaba. Por su mente habían circulado centenares de posibilidades, de todo tipo, en algunas, las peores, se había llegado a imaginar a sí misma con un labio partido, en otras insultada y menospreciada. Incluso le había parecido volver a escuchar aquella frase que, todavía, seguía marcada a fuego en su mente “no es a mí a quién le debes pedir explicaciones”. Pero jamás, en ningún caso, se hubiera imaginado que él estuviera dispuesto a hacer un voto de expiación. Quizás por esa razón decidió apretar más su gesto, hacerlo más rudo y seco, menos amable. -¿Por qué debería perdonarte, Federico? Ni es eso lo que pretendo, ni tampoco entiendo que tú lo esperes. Lo único que te pido es que no vuelvas a comportarte cómo un animal si lo que quieres es vivir en paz aquí… Lourdes le dedicó una sonrisa áspera. Precisamente en aquel instante su hijo pequeño acabó de cruzar el espacio que separaba la cama de la puerta y ya se había medio acomodado entre ellos. -Hoy no, mi vida… -¿Cómo dices mamá?

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-Digo que hoy no puedes quedarte aquí… sal de la cama, vete a tu habitación, vístete y espéranos con tu hermano abajo, en la cocina… enseguida bajaré. -Pero… ¿estás enfadada conmigo? La madre acarició la suave cabellera morena de su hijo pequeño. -No es eso… mamá necesita hablar a solas con papá. El niño obedeció. Con un par de lágrimas desafiantes naciendo de sus ojos, abandonó la cama y después la habitación, ajustando cuidadosamente la puerta. Cuando el silencio les volvió a rodear, Lourdes dejó que fueran sus ojos los que hablaran por ella. - Haré lo que me pidas… Federico, a la derecha de aquella cama, se había hecho pequeño, casi insignificante. Que ella recordara, aquella madrugada había sido la primera vez en la que le había plantado cara, quizás porque nunca antes había sentido la necesidad de hacerlo. Se enamoraron en el instituto, lo dejó todo por estar a su lado, los estudios, la familia, todo, él le prometió una vida plagada de felicidad y de compromiso el uno con el otro, sin embargo, por alguna confusa razón, aquello hacía años que se había acabado sin que a Lourdes le importara realmente. Lo cierto era que ella tampoco era, ya, aquella adolescente ensoñada, aquella muchacha que creía en una especie de amor puro que iba a durar eternamente, que se aferraba al brazo de un hombre que le había jurado acompañarla siempre en sus pasos, fueran cuales fueran.

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Ya no lo era, y no creía en hombres, no creía en personas, capaces de trascenderla, ya sabía que quien fuera a ser, o quien ya fuese en aquel instante de su vida, era responsabilidad de ella y de nadie más. -Ya sabes lo que quiero. No te lo volveré a repetir, Federico. Le sorprendió la serenidad de su voz, le maravilló la facilidad con la que era capaz de pronunciar aquellas palabras, cómo si una fuerza oculta estuviera aflorando noche a noche, cómo si en romper aquel extraño hábito que la ligaba al mundo de los sueños, estuviera siendo capaz de recuperar las riendas de su vida y de conducirla hacía un destino con el que se sintiera más segura. Claro que llevaba, tan sólo, setenta y dos horas sin dormir. Por su mente pasó la quimera de imaginarse toda la vida sin volver a cerrar los ojos y evadirse de la realidad. Se preguntó cuántos días sería capaz de soportarlo, cuántos le quedaban por delante de vida si no volvía a perderse en lo que tanta gente llamaba un sueño reparador. Media hora más tarde, el viejo utilitario enfilaba ya la cuesta de la calle, dispuesto a conducir hacia la rutina habitual a sus hijos y a su marido. El pequeño prácticamente no la había mirado a la cara en toda la mañana, el mayor, cómo era habitual, tan sólo lo había hecho para observar aquel nuevo peinado que lucía su madre y mofarse en silencio de él. Nada de cariño, siquiera una leva muestra. Ella estaba sola, sola con sus sentimientos, pero sobretodo, sola contra el mundo que la rodeaba. -Si necesitas algo… Justo antes de cruzar el umbral Federico había soltado aquella frase, la dejó caer lentamente, masticando las palabras, cómo si se estuviera arrepintiendo de decirla al mismo tiempo que los sonidos se iban pronunciando.

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A Lourdes le causó una impresión extraña. Primero tuvo la sensación de que él era sincero, una especie de sinceridad retorcida con la que quería, en el fondo, demostrar que podía ser un buen marido para ella, si bien ambos sabían que aquello era absolutamente imposible. Después, aquella impresión inicial se fue convirtiendo en una certeza que no tenía nada de reconfortante, Federico se sentía culpable, se sentía prácticamente humillado, y no había sabido reaccionar de ninguna otra forma. Era un animal herido que buscaba la aprobación de la manada con el rabo entre las patas. Había otro cambio mayor en su marido. La rudeza de sus acciones, de sus gestos, se había ido transformando en movimientos mucho más acompasados, cómo si en ellos estuviera buscando una aprobación que, de repente, parecía necesitar más que nunca. Una aprobación que chocaba frontalmente con el ritmo de vida que él había ido imponiéndose los últimos años, una vida en la que no había lugar para explicaciones, ni justificaciones, un ritmo de vida en el que ella se había convertido en un simple adorno cuya única utilidad era la de servirle cuando a él le apeteciera. La vida para Federico era sencilla, disfrutaba lo que hacía o dejaba de hacer por las noches, en esas visitas a locales nocturnos con sus cavernícolas compañeros de trabajo, gastando dinero en prostitutas de mal vivir y castigando a su mujer con el eterno sufrimiento de acabar, algún día, contagiada de algo que no fuese capaz de superar. Pero aquella mañana, por primera vez, sintió una aguda punzada en su vientre que no supo descifrar. Un pinchazo que la retorció durante un par de segundos mientras diez palabras se marcaron a fuego en su pensamiento. “No soy yo quién te tiene que dar explicaciones, Lourdes”.

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Un extraño e intenso mareo se apoderó de ella. Se sintió ingrávida, un ligero cosquilleo se hizo presente en sus piernas subiendo a través de ellas hasta convertirse en una desagradable molestia en su estómago. - Si no eres tú… ¿entonces quién me las dará? Esperó a que el pinchazo pasara para recomponerse. Aunque lo intentó evitar, no pudo reprimir algunas lágrimas creadas a medio camino entre el dolor y la tristeza. Se había estirado en el sofá con sus manos recogidas por debajo del estómago, haciendo una ligera presión, como si quisiera borrar aquel dolor para convertirlo en algo mejor. Algo mejor, eso era imposible. Lourdes hacía años que había decidido que lo mejor que le podía pasar ya había sucedido en algún instante anterior, por lo que su único objetivo era vivir día a día y esperar. Siempre esperar. Y lo volvió a hacer durante las horas que siguieron a aquella mañana. Cuando llegaron sus hijos miró al mayor con cierta desesperación. Él la observó un segundo antes de encerrarse en su habitación para dedicarse a su rutina habitual. El pequeño se acercó a ella y la besó en la mejilla. - ¿Ya me vuelves a querer, mamá? Lourdes lo miró enternecida antes de que una irracional sensación de arrepentimiento se apoderase de sus emociones. Le abrazó con fuerza y besó su tierna y sonrojada mejilla, que a aquella hora tenía un ligero regusto salado. - Siempre te querré, cariño. La tarde pasó rápida. Aquella noche Federico la acompañó a la cama y se acostaron al mismo tiempo por primera vez en años. -Quizás te apetezca…

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La voz de él sonó ronca, espesa, turbia. -Hace noches que no consigo dormir… ¿De verdad crees que es un bueno momento? -Nunca lo es. -No parece que eso te haya frenado antes, ¿verdad? Federico suspiró ruidosamente, asintió con la cabeza y se giró para quedarse de espaldas a ella. Durante unos minutos Lourdes pudo escuchar la tensión que existía en la respiración entrecortada y nerviosa de su marido, pero como era habitual en él, aquel sonido no tardó en convertirse en ronquido, y el ronquido dio pasó a otra noche más. Una noche oscura y fría. -Qué dulce que eres, mi amor… Su voz resonó amargamente triste contra aquel áspero vacío. Cerró los ojos y esperó a que los sueños se la llevaran por fin. Borró de su mente la sensación de insomnio que la había acompañado todo el día, dibujó la sonrisa de su pequeño y la promesa de unos brazos que pudieran encontrarla en el mundo de los sueños, por más que fuera consciente de la realidad que había detrás de aquella dulce imagen. Así que dejó ir lentamente el aire de sus pulmones. Se acomodó en la almohada, tal cual solía hacer todas las noches de su vida, intentó evadirse de la molesta compañía de Federico y sonrió mientras su corazón deseaba iniciar el viaje hacia una realidad que adoraba más que nada en el mundo.

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De las noches en vela había dos cosas que había aprendido a temer profundamente. La primera eran las formas que su imaginación era capaz de crear en la oscuridad. Mientras se debatía consigo misma intentando conseguir dormirse, cada vez que abría los ojos y se quedaba contemplando aquella negrura que la rodeaba, le parecía ver personas y objetos que sabía que era imposible que estuvieran allí. Odiaba aquellas percepciones porque herían sus recuerdos, odiaba observar el contorno del rostro de su madre dibujado entre las tinieblas que la rodeaba, aquella era la imagen que más veces la asaltaba. Lo segundo que temía del insomnio eran los sonidos que le parecía escuchar y que llegaban de algún lugar para atormentarla. De entre todos uno, temía especialmente uno, la nana con la que tantas veces se había dormido y que, entonces, parecía una castigo en su mente. Así que aquella madrugada, cuando por cuarta vez en cuatro días escuchó los tres golpecitos en la puerta Lourdes se dio cuenta de que la magia ya no iba a volver a su vida, cómo mínimo no lo iba a hacer de la forma en la que ella lo hubiera deseado. Suspiró, se incorporó lentamente, se encerró en el baño y lloró su amargura durante unos minutos ignorando lo que pasaba más allá de aquel cuarto. Se miró en el espejó y se asustó en ver el rostro que la contemplaba desde allí. Las ojeras se habían hecho oscuras y profundas, sus labios parecían estarse consumiendo y adelgazando segundo a segundo e incluso su piel se estaba haciendo más pálida y quebradiza. Aquello, junto al poco pelo que le quedaba, le confería un aspecto enfermizo, terminal, tan desagradable que le costó reconocerse en lo que veía. Al salir se quedó contemplando cara a cara a Federico.

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-Ayer me pediste que te perdonara… ¿lo recuerdas? Él asintió con la cabeza. -Está bien, ahora te tengo que pedir un favor, y no quiero que me hagas ninguna pregunta. Tan sólo cumple con lo que te pida y, si lo haces, quizás empezaré a perdonarte. Federico tragó saliva, miró de reojo a su mujer y volvió a repetir aquel gesto afirmativo. -Sin preguntas… -No te las haré, Lourdes, te lo prometo. La mujer estiró sus manos y cogió las de su marido. Se las llevó a su pecho y la condujo por todo su cuerpo ante el asombro de él. -¿Todavía me deseas? -¿Cómo? -Quiero que me hagas el amor cómo me lo hacían en mis sueños… -No sé cómo… -Sé que lo sabes, Federico. Él la abrazó y la besó. Fue un beso tenso, nervioso, dos labios que, más que encontrarse, chocaron el uno contra el otro, igual que sus trémulos cuerpos. Federico acarició cada rincón del cuerpo de Lourdes, se entretuvo en sus pezones y resiguió lentamente la curva de sus caderas para perderse, después, en el ombligo. La levantó, la sentó encima de él y dejó que uno se encajara en el otro, lentamente, como si fuera la primera vez, o quizás la última. -¿Todavía me amas? El silencio de su marido la torturó.

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-Sé que ya no me amas, Federico, pero podrías mentirme en un momento cómo este… Él suspiró entre gemido y gemido. -Sabes que te quiero con locura… Un instante después, todo se acabó. Él se detuvo, se estiró en la cama y respiró profundamente. Ella se incorporó y dejó que sus ojos se perdieran en el juego de luces que los rayos de sol provocaban en el techo de aquella habitación. Ya había tomado una decisión y estaba dispuesta a llevarla a cabo costara lo que costara. Iba a abandonar su vida.

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3. Susurros

Apretó a fondo el pedal del acelerador. Las ruedas se quejaron amargamente, en contacto con el frío asfalto de aquella noche, al tiempo que iniciaban un movimiento brusco que acabó con las cervicales de Lourdes resintiéndose del latigazo que acababan de sufrir. Volvió a apretar el pedal del embrague, su cuerpo se desplazó súbitamente hacia delante hasta casi acabarse golpeando el rostro contra el volante. Dignamente, repitió el movimiento para conseguir que el coche avanzara con una armonía más propia de lo que se suponía que debía ser. Al conseguirlo, sonrió tranquila justo antes de meter la segunda marcha y empezar el camino. Aquella era la quinta noche que Lourdes pasaba sin dormir. El día había sido tan rutinario cómo extraño. Su mente se estaba habituando a las imágenes que sus ojos contemplaban con una claridad tan nítida cómo si fueran reales, aún sin serlo. La sonrisa de su madre, la mirada lacónica de su padre, los gestos contrariados de aquellos amigos perdidos por el camino que, en ocasiones, se sentaban a su lado para recordarle que había escrito una hoja de ruta que no había sido capaz de cumplir. Aún así, ella sabía que siempre estaba a tiempo de recuperarla. Lourdes se quiso resistir a llamar alucinaciones a aquella especie de visiones que en ocasiones la atormentaban pero que, otras veces, le regalaban una cómoda y casi confortable sensación de entumecimiento. Se resistía porque sabía que formaba, tan sólo, parte de esa extraña irrealidad que la rodeaba por culpa de sus noches de desvelo.

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Teniendo en cuenta aquella quinta madrugada que sus ojos estaban a punto de contemplar, las horas que Lourdes había contado despierta superaban ya el centenar. Su cuerpo seguía combatiéndose a sí mismo, negando la evidencia de un declive físico que no parecía repercutir en su habilidad para superar la rutina diaria. Sin embargo, los momentos de absoluta lucidez iban desapareciendo lentamente para convertirse en aquella absurda sensación de compañía, casi, etérea. Hacía tan sólo unas horas del abrazo de Federico. Aquel gesto, que debería ser natural en la mayoría de parejas, había trastocado todas sus emociones hasta convertir la que debía ser una noche más con los ojos abiertos, en el peor de todos los insomnios Él cumplió con su promesa. Llegó a casa temprano, cenaron juntos los cuatro, incluso el hijo mayor se sentó en la mesa con ellos muchos meses después de la última vez. Se cruzaron algunas palabras en lo que se podría haber definido como una conversa tradicional de la típica familia convencional. Un agradable halo de placidez se apoderó durante aquellas horas del alma de la mujer, observó a su familia sentada en la mesa, sintió el agradable tacto en su piel de la calidez que aquella imagen impregnaba en su alma, y dejó que todos sus nervios se fundieran en un suspiro evaporado en el ambiente, ligero, de la noche. - Dime que así puedes ser feliz… Federico la miró por encima de aquellas gafas con montura de pasta negra que solía llevar. - No es tan fácil…

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Ella tragó saliva y se entretuvo un segundo contemplando la mirada curiosa de su pequeño, que parecía agradablemente sorprendido al ver a sus padres charlando sin el habitual menosprecio. - Pídeme lo que necesites… - De momento, Federico, quiero que esta cena dure para siempre… Lourdes sabía que era un deseo imposible. La cena finalizó enseguida. Los niños se encerraron en sus respectivas habitaciones mientras ella y Federico se quedaron ante un televisor encendido que ofrecía imágenes a las que nadie atendía por más que ambos no le quitaran el ojo de encima. - ¿Nos vamos a dormir? Ella le miró un segundo, prácticamente sin que él se diera cuenta. Aquella iba a ser la segunda noche consecutiva en la que iban a acostarse al mismo tiempo, pero por primera vez en años, la propuesta había nacido de los labios de su marido. Así que, a medio camino de caer presa de sus propias emociones, ella asintió con la cabeza. Subieron juntos, se desvistieron juntos y, antes de darse cuenta, ya estaban ambos buscando la postura más conveniente para viajar a sus propios sueños. Y fue entonces, fue precisamente en aquel instante, cuando Federico lo hizo. Fue en ese momento cuando se giró hacia su derecha, se quedó de lado, acercó sus piernas a las de su mujer y después, lentamente, delicadamente, hizo lo mismo con el resto del cuerpo, buscando acoplarse al de ella para, finalmente, pasar su brazo izquierdo por encima de la cintura de Lourdes y acabarla abrazando, apretándola hacia él, tal y cómo solía hacer cuando todavía eran novios y pasaban las vacaciones juntos.

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Después él se quedó dormido. Lourdes podía escuchar perfectamente aquellos ronquidos sin acabar de comprender lo que había pasado. Era incapaz de recordar la última vez en la que sintió el cuerpo de su marido tan próximo al suyo, más aún sin que mediara intención sexual de por medio. Federico, sencillamente, se había refugiado en ella para dormirse, y fue precisamente aquella sensación, saber que él había decidido ocultarse en su propia calidez, la que convirtió el abrazo de su marido en un tormento del que ella no sabía encontrar la forma de escapar. Cerró con fuerza los ojos. En su mente se empezaron a dibujar las formas que la venían visitando más a menudo de lo deseado. Se transformaban lentamente, adoptaban rostros o siluetas que no siempre reconocía, pero que ya le resultaban familiares. Suspiró ansiosa, los colores empezaron a convertirse en sonidos abstractos, y de allí nacieron las primeras onomatopeyas vocales que después se convirtieron en palabras, hasta que escuchó una voz tan nítida que la llenó de un pánico irracional. - ¡Huye! Se levantó de un saltó sin mirar atrás, no tardó ni un segundo en ponerse, por encima del pijama, la vieja bata azul, satinada, y las zapatillas de felpa, rápidamente atravesó la oscuridad de su habitación, una profunda negrura a la que estaba perfectamente habituada, de hecho tenía la sensación de que sus ojos ya habían aprendido a ver en la penumbra, y antes de darse cuenta, estaba sentada en el asiento del conductor del viejo utilitario francés de su marido.

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Hacía una eternidad que no conducía, por lo que la primera vez que intentó poner el coche en marcha, el motor renunció a seguir sus órdenes y caló bruscamente. El segundo intento fue brusco, pero efectivo, y al tercero ya consiguió avanzar con normalidad. Lo que no conseguía era comprender hacia dónde avanzaba. Porque de hacerlo, de comprenderlo, quizás hubiera dado media vuelta un segundo antes de girar hacia la izquierda al final de su calle, allí donde cada mañana sus ojos perdían de vista aquel mismo coche que ella dirigía, con firmeza, hacia su destino final. Se detuvo un segundo a la salida de la urbanización. Dejó su coche detenido en la cuneta y se bajó de él. Hacía un frío intenso, un viento gélido que helaba sus pulmones cada vez que inspiraba, dejándole una sufrida sensación de dolor que, a pesar de todo, le reconfortaba ligeramente. Lourdes levantó su mirada hacia el cielo. El universo aparecía en todo su esplendor, se sentía pequeña, se sentía infinitamente minúscula debajo de aquel manto de estrellas que llenaba de puntos de luz la noche. Su quinta noche despierta. Chasqueó la lengua al darse cuenta de aquella realidad, al darse cuenta de la cantidad de horas que llevaba despierta, sin poder cerrar los ojos, sin saber si lo volvería a hacer. -

¿Cuántas horas de vida me quedarán?

Su voz se perdió en la oscuridad, en el silencio de la noche, en su propia garganta. -

¿Cuántas…?

Aquella vez se convirtió en un grito de rabia que sacudió la paz que la rodeaba.

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-

¿Cuántas…?

Un último susurro se escapó de sus cuerdas vocales y se perdió más allá de las lágrimas que caían por sus mejillas. Sus manos cubrían su rostro, Lourdes temblaba de frío, temblaba de miedo, a duras penas era capaz de conservarse erguida, levemente apoyada en el capó de su coche dejó de escuchar las voces que inundaban su mente y dejó que su corazón se derrumbase un par de segundos antes de volver a retomar el mando de su vida. Pensaba en lo irracional de lo que estaba haciendo, en lo absurdo de la idea que se había ido dibujando en su mente quilómetro a quilómetro, pero sobretodo, pensaba en qué le esperaba más allá de la vida que estaba abandonando tras de sí. El abrazo de Federico la había llenado de una insana sensación de rechazo, algo extraño se había apoderado de sus emociones al sentir aquellos brazos sujetándola con una fuerza que hacía años que no sentía. -

Has hecho bien…

La voz de su madre volvió a sacudir sus pensamientos. -

Sé que sí.

El tiempo transcurrió más rápidamente de lo que ella misma se sentía capaz de comprender. En silencio volvió a subirse al coche, lo puso en marcha y apretó, una vez más, a fondo el pedal del acelerador. El vehículo arrancó con fiereza hacia un lugar que tan sólo Lourdes conocía. A aquella hora de la madrugada, si hubiera sido capaz de dormir, su mundo se habría reencontrado con el de su amante soñado.

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No le importaba saber lo que existía detrás de aquella realidad onírica, lo que añoraba era no poder llegar a ella, sentirla en sus dedos, perseguirla con sus labios hasta encontrar los de él, recuperar la sensación del sabor de unos besos que añoraba con todas sus fuerzas y, sobretodo, perderse en abrazos que fueran realmente deseados. Media hora después, ya con el sol despuntando en la línea del horizonte, detuvo el vehículo delante de la vieja casa en la que había pasado toda su infancia. Cómo era habitual, su padre ya se había despertado, podía ver la luz en su habitación, y sabía exactamente qué estaría haciendo en aquel instante. Prácticamente le podía escuchar renegando de la vida, desayunando una café tan cargado que era enfermizo, escuchando el noticiario de la radio y esperando, porque no podía hacer nada mejor, esperando que las horas le llevasen a una nueva noche en la que reencontrarse con la mujer que siempre había amado y que ya no estaba a su lado. Lourdes suspiró. No iba a entrar, hacía años que no veía a su padre y no esperaba que aquella madrugada aquello fuera a cambiar. Volvió a poner el coche en marcha, lo dirigió hacia las afueras de aquella ciudad donde, media hora más tarde, encontró el bloque de pisos al que su madre se había mudado tras abandonar al hombre con el que había vivido toda la vida. Observó desde lejos la ventana del comedor. La luz también brillaba. Sabía perfectamente que ella no había podido dormir más que un par de horas, cómo era habitual, la imaginaba mirándose al espejo, deseando que volvieran unos años que se le habían escurrido entre los dedos para siempre, contemplando una vida que no conseguía comprender porque tenía la sensación que se había convertido en un juego contra ella.

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Siempre era igual, todo se había acabado reduciendo en “el mundo contra mí”. Y Lourdes temía profundamente acabar igual. Probablemente por aquella razón siempre acababa escuchando la voz de su madre, susurrándole consejos, desde que había dejado de dormir, quizás era su propio subconsciente que buscaba formas de ponerla en alerta, de no permitir que acabara llegando a convertirse en aquello que tantísimo temía, en su propia madre. Chasqueó la lengua, se la mordió con fuerza para evitar que las palabras que habían cruzado su mente se convirtieran en voz. Siquiera las quería oír en su propia soledad. Tampoco iba a entrar en aquel bloque de pisos, tampoco pensaba reencontrarse con la mujer cuya silueta se difuminaba nada sutilmente a través de las cortinas. No. Les había abandonado, jamás iba a perdonarles. Era una decisión, y cuando ella tomaba decisiones se ligaba a ellas hasta las últimas consecuencias. Por esa razón sabía que no podía volver con Federico. Al volver a oír el rugido del motor se estremeció. Los niños ya deberían estar despiertos, probablemente él ya se habría dado cuenta, a aquella hora, de que ella no estaba y, lo más seguro, es que también se hubiera percatado de que faltaba el coche. Sabía que no iba a llamar a nadie, jamás se arriesgaría a ponerse en ridículo ante cualquiera de sus conocidos, jamás asumiría sus errores, así que se lo imaginaba explicando cualquier sandez a los pequeños, tal vez que su madre había tenido que salir de urgencia aquella noche, quizás que no se encontraba bien, o que la había llamado la tía Susana, su hermana, para que la fuera a acompañar después de que a ésta la hubiera abandonado su última pareja, algo que era más que habitual.

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Sí, seguro que aquello era lo que estaba sucediendo en ese preciso instante. Sonrió un segundo y sacudió la cabeza en un gesto de negación que no era nada más y nada menos que la demostración de cuán nerviosa estaba. No podía ser verdad que fuese a hacer lo que iba a hacer. -

¿Por qué, hija…? ¿Por qué quieres acabar como tu madre?

El coche se detuvo quince quilómetros más tarde. El sol seguía apuntando sus primeros rayos directamente hacia el parabrisas del vehículo, cegándola lo suficiente como para obligarla a salir de él y encontrarse cara a cara con el destino que acababa de fabricarse. Era una casa pequeña, de una única planta, paredes blancas, un jardín no demasiado bien cuidado y un huerto en el que parecían crecer tomateras en la parte posterior. Estaba rodeada por un pequeño muro de obra vista que hacía las funciones de separación entre el terreno privado y el mundo exterior. Un par de árboles frutales acababan de conformar el mundo que se dibujaba frente a sus ojos cómo si se tratara de un cuadro impresionista, repleto de colores, de formas, de sensaciones prácticamente abstractas y que no era, todavía, capaz de comprender. Fuera lo que fuera, era real. Tan real que la mujer se sintió sobrepasada por la certeza que tenía delante de sus ojos. -

¿Lourdes?

Aquella voz… -

¿Eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí?

El temblor que se había apoderado de las piernas de Lourdes se hizo más insistente. Aunque lo intentara, su voz era incapaz de pronunciar ninguna palabra.

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En aquel instante, su vida convencional transcurriría en la cocina, con Federico acabando de leer el diario, los niños finalizando el desayuno mientras obedecían a su silbido para levantarse y montarse en el coche que les debía conducir, cómo cada mañana, al mundo real de más allá de su hogar. Pero en lugar de eso, en lugar de aquella rutina que la había acabado devorando, estaba en el único lugar del mundo en el que jamás se hubiera imaginado que iba a acabar. Suspiró profundamente. -

¿Ha pasado algo, Lourdes?

Buscaba la respuesta en su mente, buscaba convertirla en palabras para explicar por qué había cruzado su mundo para llegar justo al otro extremo, al opuesto de aquel en el que ella siempre había vivido, algo que explicara, con claridad y coherencia, porque su existencia se había reducido a una huída que no tenía vuelta atrás. Pero no era capaz de encontrar la forma de hacerlo, porque no sabía ordenar las emociones que se habían apoderado de sus pensamientos. -

¿Ha pasado algo, verdad…?

-

Sí…

Un primer sollozo la empujó a sus brazos, el segundo hizo que rompiera a llorar cómo una niña pequeña mientras se refugiaba en sus brazos, tras el tercero comprendió que todo había cambiado, para siempre. Por siempre. Todo mientras él la abrazaba con fuerza intentando reconfortar su alma herida.

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4. Silencios

Su espesa cabellera rubia se quedó enredada en las manos de aquel hombre. No era la primera vez que les sucedía y tampoco parecía que fuera a ser la última, o eso creían ambos. Tal vez por esa razón, más allá de las turbaciones o de las molestias que les pudiera haber causado aquel nuevo contratiempo, los dos sonrieron ligeramente y compartieron un suspiro, muy sonoro, prácticamente al unísono mientras él se retiraba poco a poco, apartaba sus manos con dulzura y dejaba que fuese la mujer la que, delicadamente, acabara con la no siempre sencilla tarea de desenredar su pelo de entre sus dedos. Lourdes no pudo evitar que su mente, sus recuerdos, le hicieran viajar a primera vez que les sucedió algo semejante. Una ligera, casi tímida y turbada, sonrisa se dibujó en su rostro. Él la miró sorprendido. -

Siempre me pregunto qué debe haber en tu mente en momentos como este… tus silencios, tus pensamientos… me torturas con ese misterio.

Lourdes cerró los ojos. Sintió un dulce escalofrió recorriéndole la espalda, la agradable sensación de haber vivido antes aquel instante que se estaba dibujando frente a sus ojos. Suspiró profundamente y le dedicó una sonrisa, tierna y cariñosa pero cargada de una gran melancolía, mientras liberaba el último bucle rubio del dedo índice de su compañero de sofá. -

Si te preguntas algo, ¿por qué no me lo dices?

-

Porque si lo hiciera…

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De repente la agradable sensación que la había estado acompañando se convirtió en una aguda punzada en su vientre. ¡Qué sencillo había sido caer en el error de creer en lo increíble!. -

No puede ser…

-

¿Qué no puede ser, Lourdes?

-

Tú… esto… no puede ser real.

-

¿Qué te ha pasado?

La mujer se echó las manos a la cara y susurró algunas palabras inconexas antes de dejarse llevar por la tristeza que la consumía, una tristeza que hizo acto de presencia en forma de lágrimas. -

Te he soñado tantas veces…

-

¿Soñado?

-

Martín… tantas veces…

El hombre se separó ligeramente hasta librarse de lo que quedaba del abrazo de Lourdes. Sus ojos se encontraron en la distancia, en los de ella había un par de lágrimas que continuaban rebelándose a la lógica de la gravedad mientras que en los de él se dibujaba un extraño brillo que la mujer era incapaz de definir. -

Ya hemos vivido esto…

-

¿Cuándo Lourdes?

-

En mis sueños…

-

¿Sueñas conmigo?

Ella se mordió la lengua mientras asintía con la cabeza. -

¿Y cómo son esos sueños? ¿Buenos?

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A Lourdes se le escapó un ligero suspiro mientras volvía a repetir un casi intuitivo movimiento de afirmación que esta vez prácticamente se había limitado a una tímida caida de ojos. -

Explícame esos sueños, por favor…

Una súbita sensación de vergüenza que se tiñó de rojo en su rostro se apoderó de Lourdes. Ella tosió ligeramente al tiempo que desviaba su mirada hacia cualquier rincón perdido de aquella habitación. -

¡Oh Martín!... eso no es posible…

Se dio cuenta de que su mano temblaba ostensiblemente. Por fuerza él también se debería haber percatado, pero mantuvo la mirada tranquila fija en la de aquella mujer que parecía estar pasando por algo indescriptiblemente emotivo. -

¿Por qué?

-

Porque si lo hiciera, Martín, se rompería la magia…

Tras finalizar la frase Lourdes hizo un leve silencio, dibujando en su rostro un gesto torcido que volvió a resultarle excesivamente familiar, como si fuera un movimiento habitual que hubiera podido pasar desapercibido a cualquier persona menos a ella. -

Eso es absurdo… ¿qué magia?

Lourdes sonrió. “La que acabas de destruir”, penso para sí misma mientras volvía a refugiarse en los brazos de Martín. Lloró desconsoladamente durante unos segundos pensando en todo lo que podría haber sido pero que jamás llegaría a ser. Finalmente, tragó saliva, le miró a los ojos y pronunció aquellas palabras que tanto temía escuchar en su propia voz.

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-

He dejado a mi marido…

Cuando esas cinco palabras se convirtieron en aire, y el aire se fundió con la tormenta de ideas que se había adueñado del pensamiento de Lourdes, ella supo que no había hecho bien pronunciándolas. Sin embargo, ya no había vuelta atrás, así que levantó la cabeza y volvió a clavar sus pupilas en las de Martín, esperando una reacción que fuera lo más parecida posible a la que tantas veces había soñado. -

¿Qué has qué?

-

Dejado a Federico…

-

¿Por qué?

Por primera vez ella se tuvo que enfrentar a aquella -

Porque ya no le quiero…

Lo dijo como quien escupe una cáscara de pipa tras pelearse con ella para conseguir el fruto anhelado, con violencia, casi con un punto de asco aunque con la sensación de haber degustado cada instante previo. - ¿Estás segura de eso? En los ojos de Martín ella pudo ver un velo de algo que parecía la sombre de la incomprensión. - Ya no hay pasión… - ¿Esto es todo? - Ni me cuida, ni me trata bien, ni tiene detalles conmigo, jamás me sonríe al llegar a casa, y nunca siento su aliento protegiéndome, más bien al contrario, cuando está cerca apesta y me maltrata con el recuerdo de sus actos, con las imágenes que se crean en mi mente pensando en todo lo que ha hecho más allá de las paredes de casa…

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Lourdes se mordió la lengua, pero prosiguió al instante. - …Ya no me abraza, nunca me abraza cómo me abrazaba antes, y besarme… no recuerdo el último beso robado, sin que yo se lo pidiera, no existe nada que no sea forzado o producto de la misma vieja rutina… Martín se retiro ligeramente. Se levantó del sofá y se quedó un par de segundos de pie observando a aquella mujer que lloraba, ya descompuesta, esperando un consuelo que él no sabía cómo entregarle. - Te entiendo… - ¿He hecho bien, verdad? Él tragó saliva, suspiro profundamente y se giró de espaldas a ella. Se quedó un instante observando aquella mañana que iba llenándose poco a poco de colores. - Si tu corazón te dice que sí… - ¿Tú qué opinas? Martín se revolvió incómodo. Se detuvo a contemplar el azul del cielo pensando que hubiera sido fantástico haber empezado aquel día abrazado al cálido cuerpo de la persona a la que amaba. - Somos amigos desde niños, Lourdes, siempre has estado cuando te he necesitado. Si tú crees que has tomado la mejor decisión yo también lo pensaré. No lo dudes. Ella asintió con la cabeza. La palabra “Amigos” se entretuvo un instante en su pecho hasta llegar a su estómago, dónde se convirtió en un amasijo inquieto de nervios. Ansiosa le pidió, casi en un susurro, que se volviera a sentar a su lado, a lo que él obedeció con una dulce sonrisa, de complicidad, de cariño.

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Lourdes odiaba aquel cariño, odiaba aquella complicidad, odiaba el hedor fraternal que despedían cada uno de los actos de Martín, lo odiaba porque anhelaba algo que no podía poseer más que en aquellos sueños que la atrapaban en bucles infinitos. Lourdes deseaba a aquel hombre. Le deseaba desde que ambos eran niños pero jamás le había podido poseer. - ¿Me dejas abrazarte? - Lourdes… no tienes siquiera que pedirlo… Ella agradeció aquellas palabras con una sonrisa. Cerró los ojos y buscó la calidez que siempre había encontrado en el pecho de Martín, otra vez más. El recuerdo de Federico se iba desvaneciendo lentamente. Le costaba creer que estuvieran realmente preocupados por ella, le costaba imaginarlo sufriendo por su ausencia, tal vez el pequeño, pero no Federico ni el hijo mayor. No, sabía que huir era una opción a medio camino entre lo cobarde y lo ruin, pero no sentía ni la más mínima sobra de arrepentimiento. - ¿Te ha hecho daño, tu marido? - ¿Daño? - Ya me entiendes… Lourdes chasqueó la lengua y entrecerró los ojos procurando que las lágrimas no anegaran su voz. - No, eso no.

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Martín hizo un gesto en el que se pudo entrever un gran sosiego. Después volvió el silencio, ella en los brazos de él, con la mirada perdida en sus sueños mientras el hombre pensaba en lo complicada que estaba siendo aquella mañana. No pudo evitar sentirse ciertamente egoísta, pero su cabeza estaba lejos de ella. Estaba justamente al otro lado de la puerta. El timbre sonó, y cuando lo hizo Martín se levantó prácticamente de una forma irracional. Sonrió a Lourdes mientras dibujaba un gesto con sus cejas a medio camino entre la disculpa y el nerviosismo. - Hay algo que te quería explicar… - ¿El qué? - Siento no haber tenido tiempo, todavía, pero casi es mejor así… Martín salió rápidamente de la habitación y fue hasta el recibidor rápido cómo el viento. Abrió la puerta. Lourdes apenas pudo escuchar las voces que se mezclaban, quizás un beso, o dos, y algunas risas medio filtradas por lo que parecía ser una petición de discreción. No tardó en comprenderlo. - Te tengo que presentar a alguien, Lourdes… Martín, en el umbral de la puerta del salón sonreía nervioso mientras realizaba un gesto con su mano derecha invitando a alguien a entrar en su espacio visual. - … Es mi pareja… “Su pareja” pensó Lourdes, precisamente aquel cargo honorífico que ella tantísimo había deseado siempre. Triste por dentro, secó sus lágrimas y engulló su orgullo, para conseguir que sus labios se convirtieran en una bella sonrisa.

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Una sonrisa que era forzada, durante unos segundos se sintió la peor mujer del mundo. Martín era su mejor amigo, lo había sido siempre, y sabía que debía alegrarse de que él sí hubiera encontrado al auténtico amor de su vida. Si es que aquel joven, castaño, delgado y tímido, en apariencia, lo podía ser. - … Su nombre es Suso. - ¿Suso? - Sí… - Bonito nombre. - ¿Tu eres Lourdes? La voz de Suso sonó inesperadamente potente, nítida, masculina. - Sí. - ¿“Su” Lourdes…? El chico miró de reojo a Martín, sonriendo. - No sé si soy “su” Lourdes o no, pero a no ser que haya otra Lourdes en su vida, sí que me imagino que soy yo, si… - Pues claro que eres tú… ¿quién sino? Martín guiñó el ojo derecho en dirección a la mujer mientras abrazaba con energía a su chico y le besaba, dulcemente, con una ternura maravillosa, en su joven mejilla, sonrosada e imberbe. - ¿Cuánto tiempo hace… Martín? Lourdes se levantó, se acercó hasta Suso y le saludó con dos afectuosos besos. - Un par de semanas, más o menos… - ¡Oh! ¿Y cuando pensabas explicármelo?

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- Apenas nos vemos, Lourdes… aunque quizás eso cambie a partir de ahora, ¿no? Ella se retiró unos pasos y bajó la cabeza, prácticamente sin darse cuenta, un largo suspiro se fugó de sus labios. - ¿Qué ha pasado? Aquella tristeza no le pasó desapercibida a Suso. - Acaba de dejar a su marido… - ¿Ese que tú siempre dices que es un desgraciado?... - ¡Cariño…! - … pero eso es una buena noticia, ¿no? Ella asintió con la cabeza, dirigió una triste mirada de agradecimiento hacia Martín y perdió la voz. Porque si no la hubiera perdido le habría explicado que su corazón estaba roto, lo estaba no porque se acabara de separar de su marido, no porque su marido jamás la llegó a amar de verdad, no porque él fuera un ser despreciable cada día, ni porque su vida se hubiera convertido en un absurdo ir y venir rutinario, no, no eran ninguno de aquellos los motivos por los que su corazón estaba roto. Era uno, tan sólo uno, que le perseguía desde hacía años, desde aquel día en que él la invitó a su casa siendo tan sólo adolescentes, una noche en la que ella esperaba su primer beso y se encontró cara a cara con una realidad que jamás había imaginado. Su corazón estaba roto por aquella opción sexual que Martín había elegido y que cerraba cualquier opción para ella. En realidad, el corazón de Lourdes odiaba ser el corazón de una mujer, porque cada día, al despertar, deseaba ser el corazón de un hombre, tan sólo para poder enamorar al amor de su vida. Lo demás, todo lo demás, no importaba en absoluto.

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- Creo que será mejor que me vaya… - No, Lourdes, quédate… hoy no deberías salir sola… Las palabras de Martín sonaron sinceras. - No te preocupes, estaré bien… además, querréis estar solos, no quiero molestaros… seguro que tenéis planes para hoy… Suso y Martín callaron. Se miraron un segundo, fue una mirada cargada de la complicidad propia de dos personas que se aman profundamente, una mirada de la que nacieron aquel tipo de chispas que ella jamás había podido compartir con nadie. Lourdes comprendió el silencio, incómodo, que se había acabado de originar. - Será mejor así. Te llamo y te explico cómo va todo… ¿te parece bien? Martín se acercó a Lourdes, la abrazó con una emotividad inmensa y la besó en la mejilla. - Sólo prométeme que estarás bien… La mirada que Lourdes le dedicó decía “por favor, no me pidas eso”, pero sus labios pronunciaron una promesa totalmente diferente. - Por supuesto… La mujer se separó lentamente de aquel cuerpo que tantísimo deseaba, se mordió el labio superior y ahogó la última de sus lágrimas, mientras se despedía de Suso, regalándole una cómplice mirada que, sin embargo, llevaba algo de envidia navegando en su retina. - Si necesitas algo… Aquella frase de Martín revolvió las entrañas de Lourdes, sin embargo ella disimuló aquella emoción tan negativa que había surgido en su interior y la convirtió en una especie de gesto de agradecimiento.

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- Te llamaré, no lo dudes. Antes de darse cuenta, Lourdes ya volvía a estar al volante de aquel viejo utilitario. Su corazón bombeaba alocadamente, sus manos temblaban y apenas era capaz de sincronizar el movimiento de sus pies. Le costaba respirar, le costaba mantener sus ojos abiertos, le costaba vivir, no quería vivir. Así llegó a aquel lugar en el que sus manos volvieron a desenredar su pelo de entre los de dedos de Martín bajo su mirada silenciosa, tímida, y compartiendo una sonrisa que rápidamente se fundiría en un beso dulce, sensual, un beso tan deseado que la saliva tenía el sabor de la miel. - Esto es un sueño, ¿verdad? - Vuelve a ser tu sueño, Lourdes… - Entonces… ¿Estoy dormida? - Me temo que sí, querida… - ¿Por qué te lo temes? - Porque no debería haber pasado. Lourdes se abrazó al cuerpo desnudo de Martín, resiguió con sus labios el rostro de su amante en sueños, acarició su torso y se escurrió hasta llegar a las ingles para acabar perdiéndose, después, en su propio deseo. - Te amo… La voz de Martín sonó entrecortada, jadeante. - … pero te tienes que despertar ya… - No quiero… - Hazlo Lourdes… - ¿Por qué? - Por ti…

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- No podría estar en ningún lugar mejor que aquí, contigo… - Lourdes… - ¿Qué? - ¡Ya! El sonido de una sirena despertó a Lourdes bruscamente. Su corazón se había detenido, un estruendo metálico parecía haberla engullido, apenas conseguía ver nada, siquiera era capaz de comprender lo que había pasado hasta que escuchó una voz, ronca, que parecía llegar desde detrás de ella. - Señora… ¿está bien? No consiguió responder. - ¿Se encuentra, usted, bien? Un leve murmullo surgió de los labios de Lourdes. Suficiente. - No se preocupe, la sacaremos de aquí. Ella volvió a cerrar los ojos. Una dulce y confortable placidez la rodeó rápidamente. Creyó sonreír, aunque sabía que aquello era imposible, pero dejó que su mente la engañara mientras sentía que una fuerza sobrenatural empujaba contra ella. No había decidido, todavía, si volvería a abrir los ojos.

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5. Sweetness

Mientras cerraba la puerta del prostíbulo, una noche más, se fijó en el, no siempre estrellado, cielo que decoraba aquella noche la capital. Era incapaz de comprender el significado de aquella iluminada oscuridad. A sus ojos no era más que una absurda señal, algo así como una amenaza parecida a “el cielo se puede caer en cualquier momento sobre tu cabeza”, pero su mente no acababa de conservar la cordura necesaria, no a aquellas horas de la madrugada, cómo para dar con la clave interpretativa justa. Se sacudió todos los extraños pensamientos que acudieron a su cabeza y sonrió con la escasa valentía que todavía le quedaba. Suspiró. El día se había hecho largo, eterno, odiaba la sensación de que por más que pasaran las horas, todavía quedaba un mundo entero por delante y, sin embargo, era todo cuanto podía hacer para mantener viva la llama de aquella especie de falsa realidad. Antes de despedirse de las chicas que trabajaban cada noche en aquel local, cómo solía hacer siempre, se acercó a la madamme que lo regentaba y la besó en le mejilla derecha. Fue un gesto cargado de un gran respeto e, incluso, de cierta complicidad. -

Gracias…

-

Sabes que no tienes por qué dármelas.

Federico sonrió. Siempre había un buen motivo para dar las gracias. Él había crecido así, aprendiendo a ser agradecido, comprendiendo que la vida era, tan sólo, lo que cada uno quería que fuera, y si él era agradecido conseguiría lo mismo de los días que pasaran.

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Y, aunque las cosas no habían funcionado según lo previsto, era incapaz de dejar de comportarse de aquella manera. Así que se dirigió a las chicas, las sonrió y les deseó una feliz noche, tal y cómo hacía siempre, mientras no podía evitar reprimir un absurdo pensamiento que se había convertido en una especie de obsesión en su cabeza. “No sé qué demonios estoy haciendo aquí…” Era absurdo porque sabía que era su única alternativa. Su existencia entera se había dirigido hacia aquella especie de callejón sin salida del cual ni él mismo era capaz de escapar. Agachó la cabeza y cerró los ojos durante un par de segundos intentando recordar todo cuánto estaba destinado a ser, todas las promesas que había hecho y que había incumplido, a su mujer, a su familia, a sí mismo. “No sé qué demonios estoy haciendo aquí…” Una fuerte palmada en la espalda le arrancó, bruscamente, de sus pensamientos. Miró hacia atrás y se encontró con Damián, el fornido guarda de seguridad que se encargaba de proteger a las chicas del club. -

¿Una mala noche?

La voz de aquel hombretón impresionaba tanto cómo sus bíceps. Era robusta, grave, profunda, se anclaba en el alma y se quedaba impresa a fuego, cómo un recuerdo del que nadie era capaz de librarse. -

Cómo todas…

-

¿Me acompañas a hacer la última copa?

Federico sonrió con una amarga tristeza. Observó la tez morena de Damián, su mirada valiente era un claro reflejo de lo que había sido su vida entera, un constante ejercicio de superación personal.

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-

Esta noche no, hoy estoy demasiado cansado…

-

Claro. Lo entiendo… pero no me negarás una última calada, ¿verdad?

-

Al contrario. Te la agradeceré.

-

Perfecto… entonces dejamos por hoy el plan de la “última copa” y te acompaño a casa. Me apetece una buena charla.

Los dos hombres sonrieron. El guarda de seguridad empezó a liar un cigarro con el tabaco que había comprado en su último viaje a Francia. Por alguna razón, juraba y perjuraba que el mejor tabaco, el más auténtico, sólo se podía conseguir al otro lado de la frontera y, aunque aquello no era algo que le importara lo más mínimo a Federico, él escuchaba entusiasmado aquellas historias buscando en ellas un refugio a sus propios fracasos. Además, el cigarro no era más que una burda excusa. Cualquier cosa le servía, a Federico, para optar a conseguir una compañía que hiciera con él el camino de vuelta a casa. No le gustaba la noche en aquel barrio algo marginal de su ciudad, no le apetecía en absoluto descubrir los secretos que se ocultaban tras cualquier esquina de cada una de las calles que debía cruzar. Había aprendido, a golpes, que no había sido criado para defenderse siguiendo los hábitos callejeros así que, sencillamente, cruzar la noche al lado de un hombre como Damián le reconfortaba enormemente. -

… ¿Te he explicado alguna vez lo que descubrí la vez que estuve de vacaciones en el Sahara?

Federico cerró los ojos. Se sabía de memoria aquella historia, conocía los detalles de la supuesta máscara que Damián había encontrado en un bazar y el inmenso valor que parecía tener. Sonrió.

49


-

No. Me encantará escucharla.

El fornido hombre le devolvió la sonrisa, guiñó su ojo derecho y dejó que las palabras fueran surgiendo lentamente de su garganta. La noche era fría, lógicamente fría teniendo en cuenta la época del año en la que estaban, así que pensar en un desierto cálido, casi ardiente, y en un oasis donde perderse le pareció, a Federico, un plan perfecto para recorrer los más de treinta minutos a pie que le separaban de su hogar. Al llegar frente a la puerta de su casa, Federico le dedicó una profunda sonrisa a Damián, algo así como un “gracias, amigo” que finalizó con otra severa palmada del fornido hombre en la espalda de su acompañante nocturno. -

¿Nos vemos mañana en el club?

-

Por supuesto, Damián, cómo cada noche… ¿Dónde iba a estar, sino?

Un extraño gesto a medio camino entre la complicidad y la tristeza se dibujó en los ojos de Federico, pero su amigo fue incapaz de descifrarlo. Se despidieron rápidamente, Damián no tardó demasiado tiempo en perderse detrás de una esquina cualquiera mientras él entraba en aquella casa que, cómo cada noche, estaba sumida en un profundo e intenso silencio. Era tarde, siempre era tarde, demasiado tarde para que la vida entrara con él, por aquella puerta. Tenía la sensación que se había olvidado de existir y que lo único que hacía era sobrevivir.

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Al entrar en su habitación esperó a que sus ojos se acostumbraran a aquella oscuridad. En el lado izquierdo de su cama dormía, plácidamente, profundamente, su mujer, Lourdes. Su llegada no alteró ni un ápice aquel sueño, jamás se había despertado en medio de la noche, nunca. Federico tomó aire, dejó los ojos en blanco y recordó las viejas promesas que le había formulado y que jamás iba a poder cumplir. Un escalofrío recorrió sus entrañas, pero consiguió disimularlo y convertirlo en aquella misma sensación que le acompañaba siempre, añoranza, melancolía, tristeza. Se desvistió rápidamente, se puso el pijama y se estiró al lado de su mujer. Sintió el calor, confortable, de su cuerpo cerca del de él y lo abrazó con fuerza, cómo si todo lo bueno que quedaba de su vida estuviera en aquella frágil calidez. -

¿Martín?

Federico tembló al volver a escuchar aquel nombre, lo oía cada noche en la voz de su mujer pero no había conseguido acostumbrarse, todavía, a la extraña sensación que se apoderaba de él cada vez que aquel viejo fantasma se fundía con el silencio de la habitación. -

Martín, hazme el amor… hazme el amor…

Lourdes seguía dormida. Dormida y soñando, cómo cada noche. -

… Qué dulce es la noche a tu lado, Martín…

Un par de lágrimas, trémulas, se dibujaron debajo de los párpados de Federico mientras desvestía a su mujer bajándole, lentamente, los pantalones del pijama y subiendo la camiseta hasta poder observar sus preciosos pechos. La besó con una infinita dulzura.

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Acarició cada centímetro de su tersa piel y se detuvo en la entrepierna hasta sentirla estremeciéndose. Después, se libró él de su pijama, se estiró a su lado y la volvió a besar. Lourdes seguía dormida, aunque sus sueños se fundieran con la realidad. -

Sí, Martín, por Dios… ¡más!

Y él, sin ser aquel Martín de los sueños de Lourdes, ese hombre al que odiaba a pesar de saber que jamás había existido, obedecía y no se detenía, se encajaba detrás de aquel cuerpo medio sudoroso, excitado, dejaba que su cuerpo se fundiera con el de la mujer y, con los ojos cerrados, deseaba que fuera el suyo el nombre que ella repetía sin cesar cada vez que le sentía dentro de ella. Al dormirse soñó con el rostro que su imaginación había dibujado. Un rostro que respondía a aquel nombre que Lourdes deseaba en sueños. Y, como siempre, un espeso escalofrío se apoderó de su alma y se transformó en un desagradable despertar. A la izquierda de la cama, su mujer se desperezaba lentamente, unos segundos más tarde los golpecitos en la puerta presagiaron la llegada de su hijo pequeño, instante que Federico aprovechó, a regañadientes y entre juramentos varios, como era habitual, para levantarse e ir al baño, cerrar la puerta, sentarse en la taza y dar rienda suelta a aquellas emociones que lo embargaban y lo convertían en un ser débil. No podía permitir que nadie, siquiera su mujer lo viera así, no podía permitir que ninguno de sus conocidos fuera capaz de adivinar cuán lejos se sentía del mundo que él había imaginado vivir. No. No lo iba a permitir.

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Así que se secó las lágrimas. Se mordió la lengua y se afeitó, en silencio. Se limpió la cara, levantó las cejas y se contempló en un espejo que temblaba ante aquella mirada de una infinita desesperación. -

Vas a conseguirlo.

Serró los dientes mientras comenzaba a vestirse siguiendo su rutina de cada mañana, empezando por los calcetines y acabando en aquella corbata oscura que ponía el punto y final a su perfecta apariencia de funcionario aburrido. Al salir, en una habitación solitaria, Federico miró una última vez la cama y suspiró. Endureció sus facciones, tomó aire y se dirigió hacia la cocina. Allí, según lo habitual, los chicos desayunaban en silencio bajo la atenta mirada de la madre que había preparado el espacio para él dejando las llaves del coche delante de la taza de su café, el diario que cada mañana recibían a la derecha y a la izquierda el paquete para el desayuno que contenía la misma rosquilla que él tanto adoraba. Federico se sentó. Tomó el café, a pequeños sorbos y echó una mirada rápida a las noticias del día. Después se levantó, clavó su mirada en los ojos oscuros de su mujer y dejó que su voz, grave, profunda y distante, volviese a clavarse en el corazón de Lourdes. - Esta noche no vendré a cenar. - ¿Y eso? El hombre suspiró, cansado de dar explicaciones, molesto y enfadado por el mundo que se extendía frente a él.

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Le dedicó una mirada severa y cargada de rabia, dio un fortísimo golpe en la mesa y dejó que el silencio hiciese el resto antes de concluir la última frase que estaba dispuesto a pronunciar aquella mañana. - No soy yo quien te tiene que dar explicaciones, Lourdes. No. Tenía el convencimiento de que no era él. Era ella quien deseaba a aquel Martín y Federico no podía evitar sentir un profundo resquemor que iba creciendo noche a noche. Poco después, volvió a tomar el volante de su viejo utilitario francés para dejar a sus hijos en sus respectivas escuelas, cómo siempre en un trayecto silencioso y cargado de tensión. -

Papá… ¿no quieres a mamá?

La pregunta del pequeño, justo al bajar del coche quedó flotando en el aire que respiraba Federico. No hubo respuesta, siquiera se la planteó. Tan sólo les observó alejándose hacia la entrada de la escuela, ligeramente separados el uno del otro, conservando un espacio entre ellos que reforzaba la diferencia de edad que existía entre ambos. Después Federico volvió a ponerse en camino hacia su trabajo. Despachaba informes y organizaba archivos en una oficina de los juzgados de la ciudad, un sueldo bajo y un trabajo molesto para quien había estudiado con el objetivo de salvar el mundo. Lejos quedaban aquellos sueños, lejos y enterrados bajo toneladas de papel. Doce horas más tarde, tras otro típico día rutinario, Federico volvía a entrar por la puerta del prostíbulo.

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Tomó la primera copa de whisky, rancio y seco, de la noche y se ubicó detrás de la mesilla dónde desde hacía ya unas cuantas semanas, velaba por los números y la contabilidad de aquel local de pésima reputación de su ciudad. Damián, el guardia de seguridad, le saludó con otra afectuosa palmada en la espalda. -

¿Cómo estás viejo?

-

Jodido. Estoy jodido.

-

Bueno… la vida suele ser jodida, ¿verdad?

Federico sonrió con un gesto de cierta amargura y abrió el libro de contabilidad con el habitual suspiro de desgana. -

¿Y tu mujer, cómo está?

-

Fantástica, como siempre…

-

Me alegro, me alegro…

Damián se despidió con un gesto militar y volvió a pie de la puerta, controlando los clientes que ya empezaban a visitar aquel, más concurrido de lo aparente, local a la afueras. Hacia las dos y media de la madrugada se despidió, siguiendo el ritual habitual, de la madamme y de las chicas. Se acercó hasta Damián y fumaron juntos el último cigarro del día, entre sorbo y sorbo de aquel viejo whisky que ambos compartían habitualmente. -

¿Te acompaño a casa?

Federico sonrió. -

No hace falta Damián.

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E inició solo el camino. Anduvo rápidamente, intranquilo, pensando en aquella llegada, en otra noche solitaria al lado de su mujer. Antes de darse cuenta ya había insertado las llaves en el paño de la puerta de su hogar, y en un abrir y cerrar de ojos estaba en su habitación, observando extrañado el aspecto de su mujer con el pelo corto, sin aquella preciosa melena rubia que siempre la había acompañado. Suspirando, se estiró a su lado, se desvistió lentamente y la acarició como solía hacer cada noche. Fue entonces cuando ella se revolvió incómoda. -

¿Se puede saber qué estás haciendo?

-

¿Estás despierta?

-

¿No lo ves?

Un súbito gesto de extrañeza se dibujó en el rostro de Federico, que no acertaba a comprender lo que estaba sucediendo. -

Nunca lo habías estado, a esta hora… jamás te habías desvelado cuando…

-

¿Qué pretendías hacerme?

Aunque las buscó, Federico no fue capaz de encontrar las palabras que explicaran lo que estaba ocurriendo. -

¿Lo has hecho otras noches, Federico?

Finalmente, él optó por girarse de espaldas, mascar unas palabras de decepción mezcladas con otras de desilusión y cerró los ojos intentando que la noche se lo llevara rápidamente, cómo sucedió enseguida. Mientras dormía, un recuerdo cruzó su mente. Se vio a sí mismo rodeando a su mujer, hacía años, aunque no fue capaz de concretar cuantos.

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Era todo confuso, complicado de definir, ella sonreía con un gesto que se había borrado día a día, semana a semana, mientras él le juraba un dulce amor eterno que jamás se iba a acabar. Y después de aquel recuerdo, otra imagen se apoderó del sueño. Él se removió inquieto mientras, a su lado, Lourdes sostenía los ojos abiertos en otra noche de vela. Federico soñó con un dolor que crecía y que se extendía, una herida en el alma de su mujer que él no era capaz de cicatrizar y que se convertía en su último aliento. Supo que debía cambiar. Supo que ella debía conocer la realidad, la verdad de lo que él estaba haciendo, el motivo por el que se había convertido en un ser triste, amargado, alejado del mundo y sin capacidad para amar porque se odiaba a sí mismo. El tiempo transcurrió con normalidad hasta la tercera madrugada en la que Lourdes le fulminó con la mirada. -Quiero que me digas por qué me haces esto… -¿Hacerte el qué? -Sé que prácticamente no nos tocamos, casi te diría que me das el mismo asco que yo debo darte a ti, soy consciente de ello, pero ¿por qué ni tan sólo te dignas a disimularlo? Federico suspiró. Quizás había llegado el momento de explicarlo todo. Tal vez, pero algo en su interior, algo parecido a un insano orgullo que no podía superar se lo impidió, tragó saliva y esperó que una nueva bocanada de aire llenase sus pulmones. Una tormenta de preguntas y respuestas, de reproches cruzados y mutuas acusaciones encogieron el corazón de Federico. -¿Qué puedo hacer para que me perdones?...

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Aunque fuese tarde, aunque sabía que era tarde, algo en su alma le decía que su vida estaba a punto de sufrir un altibajo del que no estaba seguro que se fuera a recuperar jamás. -

… Haré lo que me pidas.

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6. Despertar

- ¡La magia! Lourdes abrió los ojos de repente. Su mirada se iluminó súbitamente como si toda su energía se hubiera encendido automáticamente producto de un interruptor que, de alguna forma, alguien había activado en su cabeza. - ¿Qué dice? A su lado, una mujer de mediana edad, con el pelo excesivamente rojo para ser su color natural y unos rizos que tampoco parecían obra de su genética, se volvió hacia Federico con una ligera mueca de interrogación. - Cada noche sueña con lo mismo, su magia, la magia, siempre tiene miedo de que se acabe… La doctora asintió con la cabeza y suspiró ligeramente mientras su colega comprobaba el estado de la paciente. - En todo caso, es una excelente señal que ya haya recuperado la consciencia. Cerró los ojos y levantó la barbilla al acabar aquella frase cómo si, al hacerlo, estuviera dotando de mucha más solemnidad a sus palabras. Federico asintió detrás de ella y tomó aire, lo retuvo unos segundos en sus pulmones y después lo dejó ir lentamente. Una gran sensación de alivio se apoderó de él. Por fin su mujer abría los ojos, por fin podrían empezar a dejar atrás toda aquella pesadilla. Observó a la doctora cuya cabeza se había ladeado ligeramente hacia la derecha escuchando las palabras de su colega y compartiendo con él reflexiones en voz alta que eran completamente indescifrables para los funcionarios oídos del marido de Lourdes.

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De hecho, tampoco le prestaba mayor atención a las divagaciones, porque era lo que parecía en realidad, que estuvieran especulando sobre el presente y, en especial, sobre el futuro de su mujer, negociando lo que, sin duda, debía acabar siendo la versión oficial que le iban a explicar a él. A él. A Federico le había tocado vivir un calvario difícil de explicar, o cómo mínimo difícil de imaginar, para un hombre cómo él en un momento de su vida cómo aquél. Cuando todo comenzó no pudo evitar que un intenso temblor se apoderara de todas sus extremidades. Volvió la cabeza, vio la mirada asustada de sus hijos y supo que algo grave estaba sucediendo pero, por alguna extraña razón que todavía no había conseguido descifrar, su cuerpo era incapaz de reaccionar por culpa, sin duda, de una mente que se negaba en redondo a formular órdenes que pudieran ser obedecidas. Aún así fue capaz de tomar la decisión de llamar a Damián que, como siempre, se encargó de todo lo demás. Pocas horas después llegaba al hospital. Era interrogado, mirado con recelo y castigado en boca de muchos de aquellos hombres y mujeres de bata blanca con los que se cruzaba. Después, tras unas horas inquietantes, consiguió por fin el permiso para visitar a su mujer. Al encontrarse frente al cuerpo de Lourdes, volvió el temblor, volvió el mismo nerviosismo que lo había devorado cuando todo sucedió. Y, sin embargo, allí estaban los dos. - Deberá seguir ingresada unos días más. - ¿Perdón? Federico se había olvidado por completo de la pareja de médicos que velaban por la salud de Lourdes.

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- Le decía que deberá seguir aquí, en el hospital, unos días, hasta que estemos convencidos que no ha habido ningún daño neurológico. - Claro, comprendo… Desvió la mirada hacia su mujer que, de alguna forma, había conseguido centrar en él sus ojos y le observaba con un gesto de difícil explicación en su mirada. Quizás culpa. Tal vez preocupación. - … pero las buenas noticias son que no parece que haya nada de lo que preocuparse. - ¿No? - No, sin duda su esposa es una mujer fuerte… - Sí que lo es, sí. - Han sido ustedes afortunados. Federico asintió con la cabeza, refunfuñó un par de palabras que se mezclaron con el silencio creando un sonido extraño que nadie, siquiera él mismo, fue capaz de descifrar pero que acabaron provocando una sonrisa de complicidad en aquella doctora de peinado diabólico. - Imagino lo que ha sufrido… pero lo peor ya ha pasado. Una superficial y casi automática caricia en el hombro de Federico selló las palabras de la doctora y sirvió como despedida. Al sentirse a solas de nuevo con su mujer, él se acercó hasta la cama y la cogió lentamente de la mano, con una ternura que hacía años que no era capaz de demostrarle y con la única intención de hacerle comprender, con o sin palabras, que estaría allí, con ella pasara lo que pasara. - Per… - No hables Lourdes… descansa mi vida…

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La mujer hizo un gesto, intranquilo, de negación con la cabeza y volvió a abrir la boca cómo intentando conseguir llevar a cabo su propósito, pero lo cierto era que se topaba una y otra vez con aquella especie de incapacidad que frenaba sus pensamientos justo a la altura de su garganta. - Mañana será el momento de hablar, cariño… cierra los ojos y duerme… llevas todo el día luchando por tu vida, ahora te toca descansar… Una suave y cariñosa caricia en el rostro de Lourdes le sirvió a Federico para llegar hasta los párpados de su mujer y cerrarlos lentamente. Se acercó hasta que sus labios quedaron a dos centímetros escasos de la boca de su mujer y, tras superar el primer segundo de duda, la besó dulcemente. - Descansa, porque cuando abras los ojos yo seguiré aquí. Siempre seguiré aquí… Ella asintió con la cabeza y exhaló lentamente todo el aire que contenían sus pulmones en un gesto de rendición que él acompañó con una sonrisa de complicidad. - … perdóname… Con el último aliento antes de quedarse dormida, Lourdes encontró la fuerza para convertir aquel pensamiento en voz y poder descansar en paz. Federico suspiró y cerró los ojos luchando contra aquella lágrima que quería vencer su masculina resistencia. Sabía que sus dos realidades prácticamente no coincidían en nada, que los años habían acabado por convertirlos en dos extraños y, lo que era aún peor, en un matrimonio incapaz de comunicarse, incapaz de explicarse sus miedos, sus pensamientos, sus deseos, incluso los más ocultos. Se juró a sí mismo que aquello iba a cambiar, que haría lo que fuera necesario para hacerlo posible.

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Acarició la cabeza de su mujer, aquellos cortos y extraños cabellos rubios que habían substituido a la preciosa melena que ella siempre había lucido. “¡Cuántas cosas debo haber hecho mal para que te hayas tenido que sentir así…!” A su lado Lourdes volvió a abrir los ojos. Una intensísima luz la cegó. Escuchó voces a su alrededor. Al principio eran demasiadas y todas hablaban al mismo tiempo, era un sonido que la asustaba porque no parecía provenir de la misma realidad en la que ella se encontraba. Después, poco a poco, aquel ruido fue desapareciendo y el brillo se hizo más suave, más confortable, se sintió flotando, como si un par de ángeles la estuviesen llevando en sus mullidas alas. Sabía que estaba sonriendo, si algo hacía en aquel instante era sonreír. -¿Estás bien? Al fin escuchó la única voz que ella quería oír. Su corazón se aceleró, las palabras se atragantaron durante unos instantes. Quería gritar, quería decirle al mundo entero que sí, que estaba bien, que estaba mejor que nunca. Pero tan sólo fue capaz de dibujar un sutil movimiento con su cabeza. - No sabes lo asustado que he estado, Lourdes… Martín acarició la cabellera rubia de la mujer, dejó que, en aquella ocasión de forma totalmente voluntaria, sus dedos se enredaran con los rizos de la mujer mientras la besaba, tiernamente, en las mejillas. - Me temía lo peor…

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Seguía hablando. No dejaba de hablar. Lourdes sonreía y pensaba que estaba en el cielo, que Martín era el más dulce de los arcángeles, que quizás ella podía escoger cómo era el querubín que la debería guiar en aquel tránsito y que, por supuesto, su subconsciente le había escogido a él. - ¿A quién mejor? De repente volvió su voz. - Lourdes… - Sí, Martín. Aquí estoy… - He tenido tanto miedo a perderte para siempre… Lourdes se echó a sus brazos y sintió una incontenible necesidad de llorar. De todas las cosas que deseaba en el mundo, aquel llanto resguardada en el pecho de su amado era lo que más anhelaba, y con diferencia. - Dime que me podré quedar contigo… - Claro que sí. - Dime que será para siempre… - Por supuesto, Lourdes, para siempre… - Dime que nunca amarás a nadie más que a mí… Martín chasqueó la lengua. Lourdes no le pudo ver, pero arqueó las cejas y esbozó una mueca de tristeza. - Nunca, Lourdes, jamás. - ¿Y qué pasará con Suso? - Él no importa… - ¿Me lo prometes, Martín? - ¿Necesitas que te lo prometa?

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Lourdes tomó aire, se secó las lágrimas y le miró a los ojos. Martín pudo contemplar en aquella mirada una desesperación que no provenía de aquel mundo ni de cualquier otro que él conociera. Comprendió que nada era sencillo, incluso en lo que ambos compartían, incluso siendo lo que era. - Lo siento pero sí, lo necesito, necesito escucharlo de tu voz, necesito creerte cuando me digas que soy la única para ti, que me quieres y que me vas a amar siempre… - Entonces te lo prometo… - No volverás a dejarme sola nunca más, ¿verdad? - Nunca jamás. Martín la volvió a rodear con sus brazos, fuertes y perfectamente torneados, hasta que sintió que Lourdes recuperaba la calma en forma de una respiración más acompasada. Ella se removió para encontrar una postura en la que pudiera ver sus ojos, los de él, que brillaban a la luz del sol con una belleza nada usual. - Dime que me ha pasado… - ¿No lo sabes acaso? Lourdes agachó la cabeza y se mordió la lengua. No quería hablar de aquello. - Entonces dime cómo he llegado hasta tu casa. - Como tú misma lo has decidido. - ¿Yo?... Martín asintió con la cabeza y la apretó con más fuerza entre sus brazos, como si quisiera levantarla del suelo, hacerla levitar, conseguir que ella olvidara todo y se quedara, por siempre, en aquel lado del espejo.

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- … ¿Quién me ha traído? - No necesitas que te responda a eso… - Sí… quiero saberlo. - Lourdes, ya lo sabes. Pero olvídalo. Ahora no tiene importancia, nada tiene mayor importancia… - Yo tuve un accidente y… - Olvídalo Lourdes, por favor… Los rizos dorados de la mujer se estremecieron súbitamente. - … No es posible. - Te digo que lo dejes… - No puede ser, Martín, no puede ser… - Lourdes, por favor, no te hagas esto ahora… La mujer se separó de él. Abandonó aquel confortable refugio que había encontrado entre sus brazos y, temblando de miedo, se acercó hasta la ventana de aquella habitación. La abrió. Dejó que el aire llenara sus pulmones y lo soltó lentamente. - ¿Es esto real? Él desvió su mirada y suspiró profundamente. - Tan sólo si tú quieres que lo sea. Lourdes cerró de un golpe la ventana. Se dirigió hacia la puerta y salió de aquella pequeña casa. Allá fuera, en el jardín, una rosa roja destacaba bellamente entre todas las demás. La tomó entre sus manos, no fue capaz de sentir dolor en el pinchazo que, de alguna forma, sabía que acababa de sufrir, pero en cambio, su aroma la embriagó y la hizo viajar a algún lugar que no conocía, pero que debía ser precioso a juzgar por los aromas que lo formaban.

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- ¿Tampoco esto? Martín la seguía de cerca. Intranquilo. Observando preocupado cada uno de los pasos que ella daba en aquel jardín, en aquel universo pequeño que ambos compartían. - ¿No es real todo lo que estoy viendo, Martín? Los brazos de Lourdes estaban abiertos intentando abarcar todo lo que el mundo le ofrecía justo entre ellos. Un precioso paisaje verde, de colinas repletas de bosques que no parecían tener final y el mar a la izquierda, ofreciendo el contrapunto azul justo para que nada fuera comparable en belleza a lo que estaba contemplando, todo coronado por un cielo brillante, cálido. El sonido de un par de lechuzas, a lo lejos, perdidas en un bosque que se extendía más allá de lo que su mirada conseguía contemplar, le provocó una sonrisa incómoda. - Siquiera esto… nada, ¿verdad? - Lourdes, tú decides si es real o no. Si te castigas, lo destruirás todo. - ¿Qué destruiré? Se acercó hasta el cerezo en flor que coronaba la pequeña parcela que poseía Martín. Lo observó con una infinita tristeza en su pupila y, antes de darle tiempo a él para que reaccionara, comenzó a arrancar las flores y a partir las ramas. Lo hacía a una velocidad enfermiza. Partía, arrancaba, gritaba, volvía a arrancar, lloraba, partía con más rabia, suspiraba, y volvía a empezar, - ¿Cómo puedo destruir algo que no existe…? - Lourdes... - Siquiera tú eres real, Martín, ni tan sólo lo es mi pelo, me lo corté hace días pero vuelve a ser largo y espeso, rizado… ¿qué está pasando?

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- ¿Acaso eso importa…? - Pues claro que sí… pues claro que sí… Lourdes cayó sobre sus rodillas. No sintió ningún tipo de dolor. Sollozó amargamente. - ¡Pues claro que importa, Martín, maldita sea! - Yo estaré aquí, para ti, siempre… - No puede ser. - ¿Qué no puede ser? - Que no me haya dado cuenta antes… - Lourdes… por favor… no lo hagas. - ¿Qué no haga el qué? - No lo destruyas… no acabes con esto… no rompas la magia. - ¡La magia!... Lourdes abrió los ojos y se encontró cara a cara con Federico, que la observaba nervioso, sujetando su mando derecha y con un gesto de preocupación dibujado en sus labios. - Si te sigues despertando así, mi amor, acabarás provocándome un infarto… - ¿Dónde estoy? A Lourdes le dolió la garganta cómo si estuvieran clavándole mil alfileres. Carraspeó ostensiblemente. Federico, con un gesto de ternura, le humedeció los labios con una gasa mojada en agua y sonrió cariñosamente. - En el mundo real, mi vida… estamos en un hospital, tuviste un accidente, y todavía no puedes beber agua, por eso tienes la garganta tan seca. No deberías hablar demasiado.

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- ¿Un accidente? Seguía sufriendo un dolor demasiado agudo para cualquier otra persona, pero no para ella. Ella necesitaba hablar. - Si, cariño. Pero no pasa nada, aquello forma parte del pasado. Has conseguido ganar la batalla y ahora estás aquí, viva, conmigo. Juntos… La palabra “juntos” provocó un torbellino de emociones en el alma de Lourdes. - ¿De coche? - ¿Qué quieres decir, mi vida? Lourdes volvió a carraspear. - ¿Un accidente de coche? Él tomó aire antes de responder. Dejó que su mirada se perdiera en algún punto inconcreto entre él y su mujer y tragó saliva. - No, cariño, fue en casa. Al final conseguiste quedarte dormida. Fue a la quinta noche, te abracé y enseguida sentí que lo habías conseguido, por fin. Yo también me dormí y no me di cuenta… fue mi culpa, lo siento. - ¿De qué no te diste cuenta? - Te levantaste sonámbula mi amor. Saliste de la habitación, cruzaste todo el pasillo, a saber dónde creías que ibas o dónde creías que estabas, pero en tus sueños no parecía haber lugar para recordar las escaleras de casa, y te caíste por ellas. El estruendo de la caída nos despertó a mí y a los niños. El primero en encontrarte fue el pequeño, yo llegué poco después… estaba muerto de miedo, sangrabas tanto… tanto… creí que estabas muerta. - ¿Cómo que me caí en casa?

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- Sí. No sabía qué hacer. Sabía que tenía que llamar a una ambulancia, o a emergencias, pero no era capaz de recordar ni el número. Así que llamé a la primera persona que me vino a la cabeza y él me ayudó. - ¿A quién? - A un compañero del trabajo. - ¿Del juzgado…? Federico enmudeció un segundo. Comprendió que no era el momento, pero decidió que no iba a dejar pasar más tiempo cuando ella se hubiera recuperado. - No. De otro empleo en el que hago horas extras… Lourdes giró la cabeza y se mordió la lengua. - ¿Sabes? Al llegar aquí la policía me ha interrogado pensando que te había tirado yo… todo el mundo me ha tratado con tanta frialdad… - Eso es absurdo, Federico… - En todo caso nada importa, ya. Estás conmigo, estás bien, mi vida… yo te protegeré de ahora en adelante, yo cuidaré de ti… - Entonces, no he tenido un accidente con nuestro coche, ¿verdad? Federico cogió su mano derecha, acarició aquel pelo corto que tantas veces había peinado con sus dedos aquellas últimas horas y suspiró. - No, mi vida… eso ha sido sólo un sueño… una pesadilla.

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7. Finale

Agarró su rubia cabellera entre las manos. La sujeto con fuerza llevándosela contra su propio cuerpo hasta que, en un último arqueo de su espalda, consiguió encontrar la postura que ambos deseaban lograr. Se encajaron, Lourdes suspiró y se dejó llevar, ansiosamente, por aquella intensa sensación de placer que entumecía sus piernas. Detrás, pegado a su cuerpo, los jadeos de él se convirtieron en otra agradable sensación que se perdía en la espalda de la mujer, sudorosa, trémula. Carne contra carne, en un universo que, fuera el que fuera, ella dominaba cómo si se tratara de su propia creación, a cada embestida creía ver una nueva estrella encendiéndose en el firmamento, a cada beso en su nuca, el mundo se estremecía bajo sus rodillas hasta que, finalmente, un último espasmo se llevó su mirada y la devolvió a aquella luz que brillaba tan intensamente en su sonrisa. - ¿Cómo hemos llegado aquí? - Yo te he traído… Federico suspiró aliviado al escuchar las palabras de su mujer. - Me gusta este mundo, tu mundo, Lourdes. Ella sonrió. Se separó lentamente de él sintiendo cómo la piel del hombre se iba despegando célula a célula dejando, tras de sí, un intenso aroma que ella no supo definir, tal vez era el olor a sexo que ambos habían convertido en la más sensual y primitiva de todas sus emociones. - Te había echado de menos tanto, Federico… - ¿Tanto?

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- La vida se había convertido en algo extraño, para mí… - No sabes cómo te entiendo. Ella sonrió, provocando la misma reacción en los labios de Federico. Un hermoso silencio de complicidad les envolvió durante unos segundos que se convirtieron en un regalo para sus apaciguadas almas. Una, la de ella, aspiraba a que aquel instante se convirtiese en un “para siempre” que nada ni nadie pudiese estropear jamás. Su imaginación, prodigiosa, viajó hasta aquel rincón que tantas veces había compartido con su Martín, pero lo hizo para despedirse por última vez de él. Al hacerlo, un gran peso se libró de su corazón, volvió a mirar a Federico y le abrazó, convirtiendo aquel simple y rutinario gesto, en la más bonita y pura demostración de ternura que habían sido capaces de compartir en muchos años. A su lado, el alma de Federico se entretuvo en rememorar su pasado, navegar por todos los recuerdos que herían su pensamiento y dibujar puntos después de las frases que jamás había conseguido pronunciar. Eran puntos finales, puntos que deberían haber llevado una sonrisa como firma, como rúbrica de un acuerdo tácito que nadie iba a ver jamás escrito, pero que tanto él como su mujer sabían que existía y que era para siempre. - Porque será para siempre… - ¿Perdón? Lourdes se revolvió entre las sábanas, deslizó su mano derecha hasta hacerla reposar en la mejilla barbuda de su marido y, después, dulcemente, resiguió con sus dedos los labios de Federico intentando grabar, en su tacto, el perfil de aquella sonrisa. - … decía que será para siempre.

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- ¿Qué será para siempre? Federico se levantó de la cama, el brillo en su mirada había cambiado para adoptar un tono más encendido, más intenso. - Tú. - ¿Yo? - Tú serás para siempre. Cayó de rodillas sobre ella que apenas tuvo tiempo para reaccionar. Sus manos se enroscaron en su cuello mientras el

peso de su cuerpo la

aprisionaba contra la cama. Siquiera pudo tomar la última bocanada de aire, clavó sus pupilas en las de Federico, una lágrima furtiva se escapó de ellas antes de que sus párpados se cerraran lentamente. No pudo exhalar. Convulsionó un par de segundos en lo que era el último esfuerzo de su instinto por sobrevivir. Pero no tardó en abandonarse y dejarse llevar hacia un lugar mejor, un lugar distinto. . En paz. O no. - ¿Lourdes? Una sacudida de nervios volvió a apoderarse de su cuerpo. - ¿Lourdes, estás bien? Al abrir los ojos el blanco clorofórmico de aquella habitación de hospital golpeó con una fuerza monstruosa los nervios de la mujer. Sus manos temblaban, sudaba, sus labios se habían resecado y apenas era capaz de pronunciar nada que fuera, ni de lejos, comprensible. - Tranquila, tranquila… ya te has despertado, estoy aquí, contigo, a tu lado, no te va a pasar nada…

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Lourdes masticó su propia saliva, cerró los ojos y sollozó amargamente. La mirada de Federico irradiaba una ternura que hubiera tranquilizado a la más salvaje de las fieras, pero que fue incapaz de borrar aquella nebulosa espesa que se había creado en su corazón. Se giró de espaldas a él y adoptó aquella añorada postura fetal que tantas veces la había acompañado en sus dulces noches, el mundo había implosionado contra ella, y ella no sabía cómo podría reaccionar ante aquella situación. Aún así, y quizás guiada por aquel mismo instinto que, en su sueño, la había llevado a patalear para luchar por su vida, dejó que sus dedos encontraran a su marido, enlazó unos con los otros y se aferró con fuerza a aquella mano que, entonces lo descubrió, temblaba tanto como la suya. Y se volvió a dormir, pero no volvió a soñar. Pocas semanas después, Lourdes se detuvo un par de metros antes de llegar a la puerta hacia la cual él la había guiado. Suspiró profundamente y se tragó las palabras que quisieron ser pronunciadas por su voz. Hizo un segundo de silencio, molesto, absurdo, tenso, hasta que Federico volvió sobre sus pasos, la agarró de la mano derecha y, con un gesto, que suplicaba confianza, empujó de ella con la dulzura que su, todavía frágil, estado requería. - Te lo tengo que mostrar… La mujer se pasó la mano por la cabeza, su pelo corto le provocó cosquillas en la palma pero ni tan sólo aquella agradable sensación fue capaz de devolverle la sonrisa. - Está bien.

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Damián fue el primero en recibirles con una sonrisa que cruzaba todo su rostro. Detrás la madame salió del local con un amplio gesto de bienvenida que se acabó convirtiendo en un efusivo abrazó a Lourdes. - No sabes la alegría que me da tenerte aquí…Federico nos ha hablado tanto de ti… - Lo cierto es que a mí nunca me habló de vosotras… - Oh… bueno, supongo que sus motivos tendría… pero lo cierto es que tenerlo aquí ha sido un alivio para mí. - ¿Y eso? - Nos ayuda mucho a controlar el negocio… - Es curioso, ¿cuando aprendió a llevar un negocio…? - Tu marido aprende rápido, querida… La mujer guiñó el ojo derecho en dirección a Federico y les invitó a entrar en el local. Al entrar, Lourdes observó con cierto disgusto el aspecto a medio camino entre lo obsceno y lo depravado que se desprendía de cada una de las paredes. - ¿Queréis tomar algo? Federico agradeció la invitación pero la rehusó con un ligero movimiento de ojos. Lourdes pidió un vaso de agua, desde el accidente solía tener la boca seca demasiado a menudo. - ¿Y dónde trabajas tú? - Allí mismo. Su marido señaló una puerta al otro extremo del cuarto, tocando prácticamente al recibidor. La acompañó y, al entrar, ella descubrió un despacho pequeño, asfixiante, recargado.

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- ¿Por qué jamás me lo habías explicado? - Vergüenza… - ¿De qué? Su marido sonrió molesto. Desvió sus ojos hasta encontrarse con la de Damián que se había quedado en el umbral del cuarto y que entendió aquella mirada al instante. Cerró la puerta y los dejó a solas, en silencio. Corazón a corazón. Finalmente él se atrevió a pronunciar aquellas palabras. - De que supieras cuán bajo había caído… - ¿Y por qué no me lo explicaste? - ¿Explicártelo? Porque no me sentía con fuerzas de decirte que todo cuánto te había prometido se había convertido en un imposible, que jamás iba a conseguir tener éxito en mi profesión, que a duras penas conseguía mantener a flote la economía familiar… Me convertí en un ser amargado, triste, decepcionado con la vida, la tuya, la mía, la nuestra, que odiaba lo que hacía porque no se parecía en nada a lo que tantas veces había soñado. Era, soy, un espejismo del hombre del que te enamoraste. Lourdes asintió con la cabeza y suspiró ruidosamente. - Me lo tendrías que haber explicado… deberías haber confiado en mi… - Fue un error, lo sé. - Nos convertimos en dos extraños viviendo bajo un mismo techo. - Eso creo, sí. Un silencio tenso se creó entre ambos. - Las explicaciones de las que hablabas, Federico, pídemelas…

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Su marido se sentó en la vieja silla de despacho que solía ocupar cada una de las solitarias noches que pasaba en aquel despacho. Se rascó la cabeza y esbozó una mueca de nerviosismo. - Dilo… Federico carraspeó ligeramente temeroso de que su voz fuera a fallar en el momento más importante. - ¿Martín…? Apenas fue capaz de pronunciar aquel nombre sin sentir un puñal atravesando su garganta. - Pregúntalo… Ella permaneció impasible, frente a él, con su mirada oteando la de aquel hombre que se había convertido en un pequeño recipiente descontrolado de nervios. - … ¿existe? “Existe”. Aquella era una pregunta curiosa. Lourdes sonrió amargamente. - De alguna forma sí, existía… en mí. - ¿En esos sueños? Lourdes asintió con la cabeza, seria. - Tan sólo allí… pero ya no está. - ¿Cómo que ya no está? - Ya no sueño con él. No sé cómo, pero le hice desaparecer… El hombre cerró los ojos, levantó la cabeza y se recostó pesadamente sobre aquella butaca en la que pasaba tantas horas cada noche de su vida. Las palabras de Lourdes sonaban a una promesa de felicidad.

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No era fácil, para él, convivir siempre con el fantasma de aquel hombre, escuchar en sus labios, dormidos, el mismo nombre madrugada a madrugada, sentirse un intruso en su cama, un intruso dentro del cuerpo de su mujer, un intruso, en definitiva, en su propia vida. Si lo que ella le decía era cierto, creyó vislumbrar una puerta brillante que se abría de par en par. - ¿Crees que podemos volver a empezar? Ella escuchó con una mirada de infinita ternura las palabras de su marido. Suspiró, dulcemente, tomó aire y le dedicó una sonrisa amable y comprensiva. - Nunca es tarde, Federico… nunca. Aquella noche, tras hacer el amor por primera vez después del accidente de Lourdes, ella se durmió envuelta en una muy agradable placidez. Sus rutinas habían regresado a la normalidad. Cerró los ojos y al abrirlos al otro lado se volvió a encontrar con la mirada de Federico. La besó. La acarició. Resiguió con sus dedos cada centímetro de su piel, humedeció sus labios en los de ella y dejó que el tiempo se evaporase hasta que, tras el último jadeo, Federico la observó en silencio durante unos segundos, cargó de ira su mirada, se arrodilló frente a ella y, con sus manos alrededor del cuello de la mujer, hizo que su fuerza acabara con la inútil resistencia de Lourdes. Por la mañana, el pequeño volvió a llamar a la puerta. Entró en la habitación tímidamente, se metió en la cama entre sus padres y dejó que el calor de los dos le llenase de tranquilidad. Desayunaron juntos, en un silencio confortable, cómplice. Sus mundos habían cambiado, sus miradas también.

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Fue Lourdes la que acompañó a sus hijos a la escuela. El benjamín se despidió de ella con un dulce beso en la mejilla, el mayor le regaló una sonrisa que ella interpretó cómo el primer gesto para una reconciliación que ella deseaba más que nadie que llegara. Le devolvió el gesto, cerró los ojos, suspiró y puso la primera para arrancar el coche. Antes de darse cuenta, un golpe seco la empujó hacia adelante sacudiendo sus vertebras. - ¡Qué demonios…! Al abrir los ojos se encontró frente a frente con la parte trasera de un cuatro por cuatro que, prácticamente, conservaba inmaculado su parachoques. Aún así, del vehículo bajó rápidamente un hombre alto, maduro, canoso, que la observaba interrogante. - ¿Se puede saber en qué estaba pensando? Lourdes suspiró profundamente. - Lo siento… no me di cuenta que estaba delante. - ¿Se encuentra bien? La mujer se secó un par de lágrimas que habían aparecido en su rostro. - No es nada, tan sólo el susto del golpe… El otro conductor sonrió. - No se preocupe, no tiene mayor importancia. Al llegar a casa Lourdes dejó las llaves del coche sobre la mesa y se estiró en el sofá. Le dolía el cuello. Cerró los ojos pero no consiguió quedarse dormida, a aquella hora no podía hacerlo. Así que suspiró y esperó, pacientemente, a que aquellas pastillas hicieran efecto.

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Miró el parte del accidente. Se mordió el labio superior valorando aquella opción que se había dibujado en su imaginación. Al final, cansada de darle vueltas, cogió el teléfono y marcó las nueve cifras del teléfono que él había dejado anotado en aquella hoja. - ¿Dígame? Al escuchar su voz al otro lado de la línea, su corazón dio un extraño vuelco. - ¿Martín? Soy Lourdes… la del accidente de esta mañana… - ¡Lourdes! Claro… me alegra que me hayas llamado. La voz de aquel hombre adoptó un tono mucho más aterciopelado de lo que había sonado hacía tan solo unas horas. - Me gustaría aceptar tu invitación… - Fantástico… nos encontramos en la cafetería, ¿entonces? La mujer dio una respuesta afirmativa que no se podía creer que estuviera pronunciando. Subió rápidamente a la habitación, se vistió con su escote más sensual y la falda que mejor dejara entrever sus preciosas rodillas. Se observó durante unos segundos en el espejo, intentando comprender por qué había hecho la locura de cortarse la melena, pero no importaba. Nada importaba. Mientras le observaba, frente a ella, al otro lado de aquella mesa de una cafetería del centro de la ciudad se dio cuenta de que se le había dibujado una sonrisa tonta en el rostro, que se reía con cada una de las ocurrencias que aquel nuevo Martín que había entrado en su vida le explicaba y que no podía dejar de mirar el brillo que desprendían sus ojos.

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- Lo cierto es que no he podido dejar de pensar en ti desde esta mañana… La voz de Martín sonó nerviosa, como si un gran miedo se escondiera detrás de aquella frase. - Yo tampoco… La de Lourdes fue trémula, pero sincera. - Quizás te parezca muy descarado, pero… ¿te gustaría acompañarme a mi casa? Por primera vez aquel sueño que durante años la había acompañado noche tras noche, tomó visos de convertirse en realidad. Lourdes tartamudeó la respuesta, pero no dudó lo más absoluto en aceptar aquella propuesta, indecente pero infinitamente deseada. Martín la desnudó lentamente, intentando que cada prenda que caía y que desvelaba una nueva sorpresa conservara la magia del descubrimiento en su memoria. Ella dejaba que sus caricias removieran su alma, sus emociones, aquellas sensaciones que se convertían en un dulce torrente de emociones que la iban fundiendo placenteramente. Beso a beso él la llevó hasta la cama. Allí se entregaron por primera vez. Martín acariciaba el corto peinado de la mujer y se agarraba, con la otra mano, con fuerza a su cintura mientras la penetraba con decisión y fuerza. Las gotas de sudor se entremezclaron, sus dos mundos se hicieron uno mientras ella sentía nacer una chispa de placer en lo más profundo de su ser. Al explotar, juntos, ella cerró los ojos y se perdió en un universo que no estaba en ningún lado del espejo. Tan sólo existía para ella y, por primera vez, era real también para él. - ¿En qué piensas?

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- En lo extraña que es la vida… Los pezones de Lourdes se mantenían erectos por el frío que había vuelto a rodearles. - ¿Extraña? - No lo comprenderías jamás… no importa. Ella suspiró profundamente, se refugió en los brazos de su amante, en un gesto que pedía a gritos la ternura que él le regalo en aquel preciso instante. - Nada puede ser mejor que esto… ¿verdad? Lourdes permaneció en silencio. No quería que ninguna palabra pudiera estropear aquel instante, romper la magia. De repente se dio cuenta de que sus dos mundos se habían invertido y ya no sabía en qué lado estaba ella misma. - ¿Sabes…? Ella sintió un ligero escalofrío. No quería que Martín siguiera hablando, tan sólo esperaba que el silencio se los llevara, que nada pudiera entrometerse para que aquel instante fuera eterno, perfecto. Que nada rompiera la magia. - … Lourdes, juraría que esto es un sueño, ¿tú no?

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