Este es mi nombre. Compuesto por una serie de tonos e intensidades.
A veces me despierto salvaje y desmedido.
Claro que es un bosque, siempre ha sido un bosque. Cada arbusto cada trozo de madera cada gusano que se arrastra cada flor que anima el camino cada río atraviesa la viva conexión entre carcajadas. Estalacticas y estalagmitas. Largas y punzantes. Atrabésame.
Es común tratar de destruírme cada mediodía.
El ego aburrido en la esquina de la pista de baile observa cómo el carnaval se alza por debajo de todas las cosas el susurro que abraza no es más que el eco de una constelación rendida al azar. Para despedir en un estallido el estado de conciencia que amarga y corona. El sol nace cada día y el cuerpo se alegra con su presencia. Agita la cabeza, nubla la vista.
Por las tardes, mis manos trazan una oscura melancolía. ¿Y la lágrima? Aún no he encontrado la cama adecuada, aún no sé dónde acoger la lágrima. Que son reales, he aprendido que fueron reales. Aún no entiendo qué ocurrió: si fue lo que sentí o si sentí lo que fui. Aún no comprendo cómo no vuelven, ya no están, ya no me conocen. Añorar el rostro indómito, el espíritu que se derrama, que se hace fluido: esa lágrima. Cómo sentir la falta de vacío.
También me atrevo con manifiestos, que claman e incitan. Quizás ya no tengas nada que decir... quizá el mar más azul haya pasado a mejor vida... quizá la última rama del árbol más solitario es el fruto prohibido... quizá no te hayan dejado claro que lo bello es lo inalcalzable... quizá es momento de triturarte y pasar a ser puré... Pero, en fin, encuentra la jaula que te haga feliz, que te mantenga en equilibrio, encuentra esa puta jaula y ocúpate, por el resto de tu vida, de prender fuego a cada barrote, a tratar de arrancar el último clavo que te ata a ese maldito equilibrio. Desdibuja.
Pero la noche es mi mayor cobijo. Fértil en tonalidades, en máscaras que no dejan de aparecer. Hay días en los que me gustaría empezar un texto con estas palabras. Ahora enserio, tampoco muy enserio, más a risa, hay días en los que has respirado más allá de la atmósfera. Esos que te dejan tumbado en la cama, antes de dormir, deseando atrapar de nuevo aquello que te hizo temblar. Algo tembló: te paras a pensar y tampoco aciertas qué fue exactamente. Pero sentías que temblaba, que lo que estaba ahí en un momento podría no estar al siguiente, sentías que cada palabra era una roca que se desprendía del monte. Eres un gran monte rocoso boscoso y hasta desértico, un monte que alberga vida, un monte que se va desprendiendo de sus rocas. Uno de esos días en los que has visitado tres iglesias de cuatro religiones distintas, has comido sin tener hambre y has agitado lo frágil. Un pequeño detalle no es ya un pequeño detalle, es la autopista que cruza el espacio de sentido diario, sin intermediarios, tú y tus cabilaciones.
Un día lupa: aumenta la dimensión de cada esquina que has girado. Un día que te deja tumbado en la cama, antes de dormir, deseando cerrar los ojos y poder mirarte. Tampoco sabrías muy bien qué ponerte en un día de estos. En realidad te das cuenta al final del recorrido, en realidad tampoco tuviste tiempo de pensar en qué ponerte. Más bien sabías que lo que te ibas a poner era lo que te querías poner. El resto daba un poco igual. El pan, integral. Los huevos, mejor cocidos. El ambiente, córtamelo en trozos. Tus ruidos, en plato hondo. El reloj se ha ido de copas. Ha pedido un zumo de naranja y le han sacado un whisky doble. No ha dicho nada, juró que ese día no habría mesura. Aunque supo que las previsiones anunciaban lluvia, se puso chancletas: alega locura transitoria. Promete que no volverá a medir otro reloj, promete que nunca marcará la hora.