Otro paseo andino

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R

ecuerdo

a

la

profesora

Milly

en

el

bachillerato

explicándonos, o eso intentaba, la distinción entre civilización y barbarie a propósito de la ciudad y el

campo en Doña Bárbara, también recuerdo, un par de años más tarde en la universidad, al profesor Vilanova en una cátedra magistral de Literatura Grecolatina hablando de la ciudad de Troya en la Ilíada como el lugar de la acción. De ese par de recuerdos puedo decir que en Venezuela los griegos no dejan de actualizarse. El lugar de la acción se reconoce como un espacio de múltiples posibilidades y cancela el ingenuo maniqueísmo donde, en oposición al campo, la ciudad se presenta como modelo de la cultura y lo racional. Son curiosos los momentos y los modos en que algunos recuerdos escogen para emerger, pienso, sentada en el velorio de mi abuela. Reconozco la gente confiable por su respiración. Los hombres de inhalación profunda me descomponen, mi abuela lo sabía, Bruno aún no. Catar el aire fue una habilidad que desarrollé en una infancia rica en desplazamientos. Mis padres y yo llegamos a Venezuela a finales del siglo XX, como buenos inmigrantes pasando de un siglo al otro. Un momento de aire no menos pesado al de ahora en la frontera venezolana de San Antonio del Táchira con las fragancias aceitosas de los guardias. El recorrido finalizó en Mérida el veintitrés de marzo de 1991, llegamos al


barrio La Milagrosa. Nos instalamos en casa de mi abuela materna, una gocha de sesenta años que supo trabajar con comida y borrachos entre el porche y la sala hasta que mi padre compró su propio apartamento en la avenida Las Américas, el largo corazón de la ciudad cuyos latidos parecen reclamar aquel ferrocarril que debió pasar en 1890. De esos vestigios me hablaba mi abuela lanzando el humo del cigarrillo por la ventana, lejos de la urna. Amaneció, llegó la hora de continuar un orden para seguir pareciendo civilizados: deshacernos del cadáver. Aunque no me dejaba fumar, mi abuela siempre fue mi compañera de ventanas en el carro, en el autobús, en el avión y que ahora esté detrás de mí en el mismo automóvil dentro de una caja de lata que simula ser madera, no es extraño, es triste. La carroza fúnebre Ford año ochentaiocho recorre la ciudad en acción que observo sola desde la ventanilla de copiloto. Siempre imaginé este momento bañada en lágrimas convulsivas, pero desde mi tensa calma no sé si cuando quiero llorar no lloro o simplemente aún no preciso el motivo para hacerlo. Mi madre escogió la ruta del paseo fúnebre cumpliendo con la petición de mi abuela de recorrer la ciudad a no menos de 50km/h evadiendo el peligro, eso que mi madre entendía por las zonas color “carne” o lo que poéticamente los sociólogos llaman


“cinturones de pobreza”. Comienza el recorrido y la carroza funeraria se apaga en el viaducto Campo Elías. Es la una y media de la tarde y el clima, propio de los Andes tropicales, se hace sentir en un carro sin aire acondicionado. A esta hora el frío merideño solo es una visión lejana en la cima de los picos. Mientras mi padre y algunos vecinos empujan el carro una de las señoras estimada por la difunta se acerca a mi ventanilla para disculparse, pues se ha dado cuenta por las bolsas de los peatones en el viaducto que están vendiendo jabón donde los chinos de la calle veinticinco, no se preocupe, entiendo, mi abuela también lo haría, le dije mientras otras ocho señoras se bajan del bus de los servicios funerarios para acompañarla. Finalmente, el carro encendió y comenzamos a bajar por la avenida

cuatro,

lugar

de

tránsito

constante

de

Tila,

así

llamábamos a mi abuela, quien caminaba estas aceras huyéndole a los chamos tatuados y a los Testigos de Jehová; primero creyó en el infierno después en Dios y nunca pudo invertir esos lugares, según ella nada personal, solo respetaba el orden de llegada. Muchos de estos paseos en pantalones de algodón,

converse, gorra y sombrilla, decía que no trataba de evitar las arrugas, sino cuidar las que ya tenía. Se hacen las tres de la tarde y creo que percibo el olor a hielo seco de Tila, el carro se detiene nuevamente, esta vez para dar


paso a una caravana de motorizados que toman la calle treinta y dos para que puedan desplazarse sin la dificultad del tráfico que a todos nos corresponde en esta ciudad de tres esquinas. Nos detenemos para que exhiban: ¿sus cervezas, sus pañoletas rojas sosteniéndoles la cabeza o sus carencias? No me quiero morir en este gobierno se lamentaba mi abuela todos los días, y ahora comprendo con más claridad por qué lo decía: la muerte aquí no es extrañamiento, es la rutina de un olvido que se repite, un cadáver que puede esperar por el dolor y el llanto mientras el otro se desocupa de la cola en el supermercado. Comida y jabón. Comer y lavar. Saciar el hambre y acicalar una conciencia que nos permita recordar, de vez en cuando, que alguien ya no está más. Hashtag: Arepa y trapos limpios. Uno de los motorizados se cae haciendo maniobras mordiendo el vaso plástico de cerveza. Bruno, que no puede evitar ser médico y noble, se baja de su carro que viene justo detrás de nosotros e intenta ayudar, pero recibe de otros tipos, más ebrios que el caído, empujones para que se aleje. Algunas veces la ingenuidad de Bruno me corta la nota, me saca a pasear el deseo, me avergüenza. El manubrio de la moto Bera 150 se partió igual que la pierna izquierda de su dueño. Después de varios intentos de diálogo nos permiten pasar con el cadáver de Tila. Nos desviamos para bajar por la avenida Don


Tulio y un grupo de estudiantes con batas blancas organiza pancartas en la acera para lo que, evidentemente, será una protesta contra el gobierno. “¡No nos van a callar!” leo que usan el futuro próximo y no el simple en una de las láminas de papel, inmediatamente imagino, como en un diálogo platónico, la posible respuesta del gobierno, también en futuro próximo: “Pero los vamos a matar”. En ese momento sentí que podía morir aplastada por una lágrima, pero la única humedad en mi rostro era producto del calor. A medida que bajamos por la ruta hacia el cementerio, veo subir del otro lado las patrullas con la policía antimotín, funcionarios completamente protegidos porque siempre es posible hacerse daño mientras se lo hacen a otros. Cruzamos hacia la plaza Glorias Patrias y mi madre sentada entre el chofer y yo le pide que se detenga un momento frente a la farmacia del Estado, sale del carro. Son las cuatro de la tarde, es viernes,

siento

un

ligero

mareo,

me

preocupa

que

los

sepultureros decidan no esperar. Al regresar de la farmacia mi madre trae una caja de Losartán, llegó esta mañana, una sola caja que hace cuatro días pudo salvar a Tila, dice con la voz quebrada mientras se monta nuevamente en el carro. Con Tila muerta comprar el medicamento parecía un acto de soberbia distanciado de su intención de donarlo.


Llegamos al semáforo en rojo rumbo, nuevamente, a Las Américas por el viaducto Miranda, un chamo muy rubio, o muy teñido, con bufanda morada en el carril de al lado baja el volumen de Chino y Nacho en su Spark azul y logro escucharle “I’m sorry”, le doy una sonrisa de gratitud y la luz verde se enciende para darnos paso al otro tramo de la ciudad. Ya son las cuatro y media de la tarde y estoy cansada de que Tila siga muerta. El mareo se fusiona con la rabia que me sube desde los pies hasta el estómago, se materializa el híbrido, le pido al chofer que se detenga, cruza el viaducto, la primera acera que corresponde después del cruce está frente al CICPC, del otro lado el Palacio de Justicia, abro la puerta y mi estómago, más emocional que mis ojos, descarga cualquier cantidad de pedazos de pan, papas, berenjenas ni un rastro de carne. Aquello parecía simbólico, pero le ganaba la literalidad: vómito entre dos instituciones del Estado ¿o del gobierno? Bruno se acerca para tomarme la tensión y puedo asegurar que su perfume me devolvió el aliento y/o el deseo, es un golpe de calor, le dice a mi madre. Aún no pasábamos por la avenida Los Próceres y ya casi eran las cinco de la tarde, nuevamente le hablo al chofer para que, por favor, acelere un poco más y este aprovecha para quejarse de la ruta que, según él,

mi madre había diseñado con el fin de no


perderse ningún embotellamiento. Esta vez, el silencio sepulcral no solo era más genuino, sino que se transfiguraba en una especie de disculpa ofrecida por mi madre, por mí y por Tila. 05:45 p.m. Llegamos al cementerio Parque la Inmaculada. 07:15 p.m. Salimos del cementerio Parque la Inmaculada. El lento oficio de enterrar cuerpos con un solo sepulturero agotado y molesto porque su compañero ese mismo día se había caído manejando su moto. Las señoras que temprano habían optado por la cola donde los chinos lograron llegar sonrientes en las últimas paladas de tierra, pues, además de jabón pudieron comprar champú, se disculparon nuevamente y una de ellas, incluso, me ofreció un poco de lo que había comprado, no se preocupe le dije, y con más bostezos que lágrimas todos se fueron despidiendo. Yo me quedé unos minutos más frente a la tumba esperando que la tierra se abriera para que la mano de Tila reclamara la mía. Mi madre se fue con sus amigas. Busqué un taxi y como en Tuyo

es mi corazón de Alfred Hitchcock mis emociones se hacían cada vez más densas, pero legibles. Hasta allá son novecientos, me dice el chamo en el volante notando que sigo la letra de la canción a la que le sube volumen, no tienes pinta de que te guste el HipHop, dice. Tampoco tengo pinta de querer estar aquí,


pienso. Levanto los hombros como respuesta a los ojos claros que me miran por el retrovisor con la calcomanía de José Gregorio Hernández y sigo cantando Hace falta soñar de Canserbero. Es de noche y la ciudad se trasviste, pasa de la dilatación a la contracción térmica, no deja de estar en acción, los indigentes acurrucados lo saben y mis manos en los bolsillos también. Disfruto la lágrima que se derrama en mi mejilla, huelo la ventanilla, el reloj me dice que son las ocho y veinticinco de la noche, cierro los ojos para condensar el deseo por las dos cervezas en la nevera. Ojalá haya más.

Rosa Cruz


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