Premio de cuento ediciones 7 y 8

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Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores Vii - VIii

( 2013 - 2014)

Prólogo

Héctor Torres


© Policlínica Metropolitana, C.A. © 2015 Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores 2013-2014 Coordinación editorial

Samir Kabbabe Héctor Torres

Edición y Corrección

Rosa Linda Ortega Diseño de portada

David Morey

Producción gráfica

Books Luthier Group www.books-luthier.com Hecho el depósito de ley Depósito legal: Ifi25220158001532 ISBN: 978-980-7736-01-5

Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores Vii - VIii

( 2013 - 2014)


PRÓLOGO Héctor Torres

E

n el excelente prólogo que hizo para ese hermoso libro de Paul Auster, titulado El cuaderno rojo, el escritor, traductor y periodista español Justo Navarro señaló que “recordar que las personas son terriblemente frágiles es una obligación moral”. Es decir, que es tanta la fragilidad de nuestro paso por el mundo, que recordarlo es rendir un tributo a esa condición. Lo que corresponde a señalar, de igual manera, que escribir, como una de las tantas formas de asentar el testimonio de nuestro paso por la vida, termina por ser un imperativo para con nuestra efímera condición humana. Escribir entonces obedece, más que a un impulso irresistible, a un secreto —aunque fallido— deseo de permanencia. El hombre, que está hecho de tiempo, cuenta historias también hechas de tiempo para atenuar su efímera estancia por el mundo.


Y ese deseo de arraigo lo lleva a testimoniar no sólo su paso por la Tierra, sino también por su porción de esta. Quiere contar las historias de su comarca. El hombre, en sus hábitos más inocentes, precisa su singularidad. Y si alguna forma literaria cuenta con inconsciente honestidad, esas singularidades de la tribu constituyen —sin duda— la ficción. En ella, los autores relatan anécdotas salpicadas de gustos y hábitos, actitudes y naturalezas, formas de pensamiento y valores, terrores y anhelos. El escritor, para dar credibilidad a sus historias, las alimenta con la misma materia con que alimenta su entorno. Los creadores presentes en este volumen no escapan a estos mandatos naturales. Escribieron cuentos para dejar constancia de su paso por la vida, en los que atmósferas y situaciones hablaban de nuestra realidad más que cualquier estudio sociológico. Son los testimonios de 18 jóvenes autores que ofrecieron, en sus ficciones, sus testimonios de esos duros años que van del 2012 al 2014. Años que corresponden a los de la salida de escena de un personaje que copó todos los espacios de la vida pública nacional, y de una transición que no termina de tomar forma en medio del caos imperante por unas erráticas políticas económicas, un país agotado de la pugnacidad y de una lacerante realidad que vuelve a sus habitantes sobrevivientes sin rumbo ni certeza acerca de su destino. En este volumen se registran los textos ganadores y finalistas del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores de las ediciones correspondientes a los años 2013 y 2014, VII y VIII edición, respectivamente. El jurado encargado de escoger los 18 cuentos que componen esta muestra estuvo conformado por reconocidos autores, investigadores literarios y académicos, algunos de 8

los cuales se desarrollan en más de una de las áreas señaladas. Los nombres de Rubi Guerra, Gisela Kozak y Fedosy Santaella presentes en la VII edición; y Ángel Gustavo Infante, José Pulido y Violeta Rojo en la VIII, demuestran el énfasis que pone la organización del evento en invitar a figuras calificadas y conocedoras del acontecer literario venezolano para cristalizar la muestra de cada año. Luego de ocho ediciones ininterrumpidas, el Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores se ha consolidado como uno de los encuentros más importantes del país al que acuden las plumas (o los teclados, que es el caso) nacientes de nuestra narrativa, las cuales están conscientes de la creciente relevancia que adquiere dicho certamen en esa labor de no sólo dar a conocer las voces nuevas de la narrativa local, sino de asentar los primeros pasos de muchos nombres que en la actualidad ya tienen su lugar propio en la extensa geografía de la narrativa venezolana actual. Este volumen recoge cuentos de Delia Mariana Arismendi, Gabriel Payares y Maikel Ramírez como los ganadores de la VII edición; así como de Tibisay Rodríguez, Rodolfo A. Rico y Juan Manuel Romero en la VIII edición. A estos nombres se le suman textos de Nora Edén Mora, Andrea Carolina López, Carlos De Santis, Ricardo Ramírez Requena y Caín (VII edición); así como de Pedro Varguillas, Isabella Saturno, Víctor Mosqueda Allegri, Yorman Alirio Vera, Diego Alejandro Martínez, Roberto Enrique Araque y Rosanna Álvarez Barroeta, participantes de la VIII edición. Leer este volumen es pasearse por una muestra del pensamiento y las vicisitudes a las que ha estado enfrentándose la juventud venezolana durante estos difíciles 9


años. Es leer su manera de permanecer, de estar, de ser parte. Su manera de recordar la fragilidad humana en un país en el que esta percepción acecha cada instante en que estos jóvenes respiran, otean horizontes, creen sin creer. Viven. Sean bienvenidos.

vI I edición

2013

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Veredicto

N

osotros, Rubi Guerra, Gisela Kozak y Fedosy Santaella, miembros del jurado de la VII edición del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores, reunidos en la ciudad de Caracas con el fin de emitir el veredicto de dicho certamen, hemos decidido de forma unánime, luego de haber leído todos y cada uno de los cuentos participantes, conceder: El primer lugar a “Barricadas”, firmado bajo el seudónimo Babs Johnson, por tratarse de un cuento que narra, de una manera verosímil y sin caer en lugares comunes ni abyecciones, una historia profunda, cruda y al mismo tiempo conmovedora, de uno de esos personajes de la periferia social que suelen ser tratados desde la incomprensión y la burla, construyendo una visión de mundo, una forma de estar en la vida, dolorosa, contradictoria, ricamente humana y llena de matices. El texto rebosa de humor negro y de una sexualidad exuberante, fálica y violenta, que al


mismo tiempo evidencia una tragedia afectiva tremenda. La prosa cuidada transmite conciencia estética y rigor. El segundo lugar al cuento “Para Elisa”, firmado bajo el seudónimo Carlos Andrés Pérez, un texto en el que, en un fino equilibrio entre lo íntimo y lo histórico; lo reflexivo y lo narrativo, se construye una historia que se mueve entre las fronteras de la legalidad, acerca de un “amor” trágico, en un contexto sociopolítico muy específico, de fuertes conflictos sociales y humanos, pero que al mismo tiempo conserva vigencia en la actualidad. Es un texto narrado desde una voz madura, verosímil, con una cadencia levemente irónica y poética, a pesar de su violencia explícita. Y el tercer lugar al cuento “Apocalipsis a la carté”, firmado bajo el seudónimo Max Foster, por su acercamiento lúdico, escrito con frescura y oficio, sobre el tema de los zombis como excusa para reflexionar, sin alambicamientos ni pretensiones académicas, en torno a la condición humana en la contemporaneidad. La cultura del mass media hace su encuentro con lo literario y lo filosófico en este bien logrado texto, donde lo narrativo y lo anecdótico son fundamentales en la búsqueda siempre de la tensión y el suspenso. Es un cuento muy completo en su conjunto. Abiertas las plicas, los ganadores resultaron ser, en ese orden: Delia Arismendi, Gabriel Payares y Maikel Ramírez Álvarez. De igual manera, hemos decidido otorgar menciones especiales a los siguientes cuentos (listados sin orden de preferencia):

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- “Esta Propatria”, de Nora Edén Mora. - “Decembrina noche caraqueña”, de Andrea Carolina López. - “También sobre el alma nieva”, de Carlos De Santis. - “No somos modernos”, de Ricardo Ramírez R. - “Friend”, de Caín. En Caracas, a los 12 días del mes de abril de 2013. Rubi Guerra Gisela Kozak Rovero y Fedosy Santaella

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l u g a r

Barricadas Delia Arismendi

No he hecho otra cosa que ser hasta el límite lo que soy La víctima Saul Bellow

D

e por sí ya la vida es jodida, mi gordo, pero si eres un maricón puteándose en las calles con la mierda de hombres que te toca a diario, la cosa se pone peor. El corazón se parte, todos los días el corazón se te parte, te lo digo yo, mi vida. Los hombres buenos no existen. Sólo hombres malos que lo menean muy bien, se lo meten a uno hasta el fondo y después andan presumiendo de ser machos homofóbicos. Un día estaba descansando en una plaza, ni siquiera buscando clientes, sino sentado, de lo más normal, porque uno será muy puto, mi amor, pero también tiene días para no hacer nada más que sentarse en una plaza y ver a las palomas cagarse. Hay días de estar tranquilito, sin nada metido en el culo. Entonces vino un tipo con unas viandas de comida en las manos, dijo “vente rapidito antes de llevarle esto a los carajitos hasta la escuela”. No sé por qué soy tan puto, mi vida, debe-


rían tatuarme en la frente Soy muy puto, porque entré al carro del tipo, me subí la faldita y sentí esa verga finita como un dedo haciéndome cosquillas en el culo. El carajo acabó rapidito. Luego nos arreglamos en el carro como pudimos y le reventé ese culo con mi verga; era medio divertido porque cada vez que se lo empujaba él tocaba corneta con la cabeza... hasta que acabó. Me pagó mi plata y le dije “chao mi amor, no se vaya a enfriar la comida de los carajitos”. Gritó “mamagüevo”, le contesté “rico”, y el tipo tú sabes, pisó el acelerador y desapareció. Voy a una plaza, a un parque o cualquier vaina, de lo más tranquilo, como una puta en receso, pero no hay manera, papi, siempre llegan los tipos a pedirte el favor de que se la mames. Les encanta. ¿Tú has visto, papi? ¿Dime, a ti te la mama tu mujer? Ja ja ja. Ni siquiera cobro tan caro, pero pagan bien porque yo sí sé hacerlas. Toda una vida en esto. Tenía como trece años cuando se la mamé a un muchacho; en ese tiempo yo también era un muchachito, ni por aquí me pasaba ponerme tan bello, con estas tetas y este cuerpo. Fue en el liceo, nos escondimos en el baño mientras todos los muchachos estaban en clases. Le mentí al profesor. Dije que iba a cagar y no podía aguantarme, así que me dejó ir. Cuando entré al baño, él estaba esperándome, era de quinto año. Yo era de segundo. Se bajó los pantalones, sacó su verga y la metió en mi boca, así nada más. Cuando terminé, me dio plata. Desde ese momento entendí el don que mi diosito me había dado y los billetes que podía sacar por eso. El chamo siempre me trató bien, sin golpes ni ratadas. La última vez que lo vi ese año, yo estaba en noveno y él a punto de graduarse.

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Fuimos a la parte trasera del liceo, dijo que había pasado un año muy bueno, pero nadie podía enterarse de nada, que debíamos dejarlo hasta allí. Una mierda. Me jodió. Mi primer despecho. Llegué a casa, y encerrado en el cuarto, puse a todo volumen las canciones que mamá tenía en un cassette viejísimo de boleros. Es muy triste que te rompan el corazón cuando tienes trece años. Después me olvidé del chamo. A veces nos vemos en la calle, pero no nos saludamos nunca. Trabaja en una zapatería, si no me equivoco, por el centro de la ciudad. ¿Pero sabes quiénes son los más sucios, mi amor? Los policías. Cuando he tenido que dormir en la calle y se acerca un policía, de una vez le doy plata para que no me agarre a coñazo. No es fácil. Una noche, unos policías nos vieron a la Katy y a mí, dijeron que nos quitáramos la ropa y nosotros preguntamos por qué, porque nos da la gana, contestaron, y como ya sabíamos por dónde iban, les hicimos caso. También nos obligaron a modelar. Los tipos se cagaban de la risa. Con arrechera, los mandé a comer mucha mierda, entonces uno del grupo me dio unos coñazos mientras otros dos le enterraban a la Katy en el culo una botella de cerveza que no sé de dónde coño salió. La pobre Katy empezó a chillar y como fui a ayudarla, me tiraron al piso y aplastaron los huevos con las botas. Los muy malditos se llevaron los trapitos que teníamos puestos. Le saqué del culo la botella a la Katy y como pudimos nos fuimos desnudos hasta el rancho donde vivía. Por eso digo, son los hombres más sucios. La esposa del policía del que te quería hablar me contrataba para arreglarle el pelo y las uñas en su casa. Tú sabes, uno se rebusca y esas viejas sueltan la plata como si ellas la cagaran. Viven en

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unos ranchos sin agua, papi, donde ves las ratas pasear por la cocina, las cucarachas, toda esa porquería, pero las putas esas te dan lo que pidas por estirarles el pelo y pintarles las uñas. La primera vez que fui a la casa de la mujer del policía, él abrió la puerta. Me miró así todo raro, el pelo, las tetas, los zapatos. Tú te diste cuenta de lo reina que me pongo, con mis zarcillos bien coloridos y esas tetas afuera, papi, así como buscando cliente. Ese día yo tenía el pelo rubio her-mo-so, y ahí estaba, toda una gata, con los huevos bien escondidos. El carajo abrió y dijo de mala gana que la mujer no estaba, que iba a tardarse una hora más o menos porque estaba en el banco. Pero lo hubieses visto, mi amor, con su vozarrón, diciéndome que si quería entrar a esperarla, que afuera estaba haciendo mucho sol. Uno se da cuenta de las cosas, mi vida, yo me daba cuenta de que no dejaba de verme las tetas, y pues dije, ay, éste se va a resbalar, y entré a la casa. Nos pusimos a hablar. Lo hubieses visto, con el cuerpote de hombre muy macho, un tipo de casi dos metros, bien catire, ¡si te lo imaginaras, papi! Imagínate a un hombre tan bello como él abrazándote, con esos brazos, con ese pecho lleno de pelos, todo un macho. Pues esa verga se le fue pa’arriba cuando le agarré una rodilla y fui subiendo por los muslos. Dije qué calor está haciendo y le abrí el cierre, y saqué eso, señor, esa vaina sin nombre, bien cuidada, grandota como si se fuese a explotar, mi amor, qué cosa tan inmensa; y me la metí en la boca. Tú sabes cómo se siente eso en la boca. Se la mamé, de arriba abajo, primero lento, después rápido. Le miraba los ojos desorbitados, y daba alaridos con su vozarrón, hasta que acabó en mi boca, tan bello, tú

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sabes cómo se siente uno de poderoso. Se quedó como un minuto quietico en la silla, reponiéndose. Estuve un rato de rodillas, sobándole esa verga que parecía un pescado fuera del agua. Después se levantó, fue al cuarto y regresó con unos billetes, mi amor, tú sabes que uno también lo hace por necesidad, ja ja ja. Me dio la plata y me dejó sola en la sala. Ya luego llegó la mujer y el carajo ni bolas me paró cuando ella y yo nos metimos al cuarto donde ellos dormían, porque era el único con aire acondicionado. Son unos sucios esos tipos. Fue él quien empezó a buscarme. Todos los sábados nos íbamos para un hotel, o en su mismo carro nos cogíamos, porque llegó un tiempo en que él también me la metía, esa verga grande, templada, a punto de reventar en mi culo, entrando y saliendo. No me daba por jadear sino por reírme, eso eran carcajadas, griticos de alegría más bien, porque te lo digo, nada me pone más feliz que un tipo casado cogiéndome. Ese año fueron unas olimpiadas de cogedera. El tipo le decía a la mujer que tenía que meterse a equis barrio porque había operativos, pero era mentira, pues resulta que preparábamos citas y nos veíamos en esquinas de mala muerte, de noche, cuando todo el mundo estaba demasiado borracho para decirte cualquier cosa, y uno, y dos, y tres, cinco, diez… veinte mamadas en una noche. Hasta allí todo fue bien, pero el peo vino cuando me enamoré. Armé mi película. El policía me trataba malísimo. Yo le dejaba mensajitos de texto en el celular, cosas como “mi vida, te amo, quiero chuparte el pipí”, y se arrechaba, varias veces me golpeó y dijo que dejara de escribirle o me mataba. No le escribí más, pero empecé a acosarlo en el trabajo. Grave error,

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mi gordo, no se puede hacer eso con un policía. Casi lo pierdo (como si alguna vez hubiese sido mío), amenazó con no verme más nunca, con matarme si no dejaba de acosarlo. Me asusté. De verdad amaba a ese tipo, amaba su verga y él seguro amaba la mía, aunque no lo dijera con palabras, tú me entiendes. Imagina cómo sufría cada vez que iba hasta su casa y la mujer le decía “mi vida”, “mi amor”, “papi” o cuando lo acariciaba delante de mí. Pero con todo lo malo que me hacía, no me cansaba de decirle que lo amaba, y el maldito siempre respondía vainas como “métemelo hasta el fondo, puto” o “así, perra, que me duela”, ¿sabes?, escucharlo de él era lindo. Escucharlo de otros hombres era asqueroso. ¿Puedes creerlo? Podían decir exactamente lo mismo, pero sólo en él era tierno, cuchi, lindo. Estaba en sus manos porque nadie más me lo hacía como él. Tragaba si él me lo pedía, podía acabarme en las tetas si él quería. Hubiese matado por él. Uno se vuelve demasiado estúpido cuando se enamora. Era casi su sirvienta, o mejor dicho, su esclava, pues las sirvientas cobran, y yo no le cobraba, sabes por qué: ¡Porque lo amaba! Mierda, el tipo se estaba chuleando al mejor culo en todo el barrio y ni siquiera dejaba para comprar condones. Si no hubiese sido por esta boquita y todos los penes ambulantes del bulevar no sé cómo habría sobrevivido. Con todo eso, quería vivir con él. Lo imaginaba en mi casa, en mi cuarto, tirado en la cama, sin camisa, viendo televisión. Yo haciendo comida, limpiando la casa, lavándole la ropa. Soñaba con ser la más vulgar ama de casa, la más explotada, me habría encantado lavarle los interiores, porque para mí no hay nada más hermoso que eso. De verdad, te hace sentir dueño

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de ese hombre, nadie más le toca las bolas, se las lame, se las aprieta suavecito. Me habría encantado lavar los interiores del policía alguna vez. Es que soy muy soñador. Cuando estoy en mi casa, que miro pasar las ratas por la cocina, papi, esas ratas asquerosas que no hay manera de acabar con ellas, pasan por la cocina, por la mesa del comedor, sobre los platos, me pongo a pensar que si el policía viviese conmigo hasta las ratas se verían bien. El rancho sería una mansión y el tremendo olor a mierda de todos los días ya ni molestaría. La Katy dice que soy muy bueno y necesito a alguien bueno, que el mamagüevo ese no me quería. Pero no era fácil para él quererme, mi vida, o sea, ya es difícil ser un maricón con tetas, imagina si se enteran de que eres el tipo que se coge al maricón con tetas. Ojalá, mira, ojalá algunos de esos golpes hubiesen sido porque estaba celoso. Ay, cuántas veces le he rogado a Dios eso. Como soy muy soñador, papi, cuando estoy triste por cualquier cosa, veo las ratas en la cocina que pasan y pasan, las veo y tengo ganas de hablarles, de decirles coño, el policía me amaba, los coñazos me los daba porque estaba celoso de los otros hombres, y las ratas van dejando pedazos de mierda por ahí como gritando qué marico tan pendejo. Pero un día decidí que estaba cansado de botar leche para él como una vaca recién parida. Me estaba quedando con muy poco, mi rey, mendigando amor así como así. Decidí que tenía que decírselo. Cuando esa noche nos viésemos en el hotelito de siempre, lo pondría a escoger, o su mujer o yo, así de sencillo. Sí, mi vida, pensaba que tenía el derecho de exigirle vainas. Me arreglé ese pelo de lo lindo, llamé a la Katy y le pedí que me acompa-

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ñara a comprar una bata de seda elegantísima que había visto en una tienda. Gasté veinte mamadas en esa bata, pero valieron la pena, porque la idea era estar bella. Pues bien, regresamos con la bata en una bolsa linda que todavía tengo guardada por ahí, dos maricones bien putos por la calle, te imaginarás las miradas, y nosotros de lo lindo, con las tetas bien puestas, tambaleándole ese culo a los mirones, haciendo oídos sordos a las risitas, pues esos putos que se ríen tanto cuando pasas son quienes te buscan para metértelo, mi amor. Entonces para nosotras, las cochinadas que escuchamos mientras íbamos de regreso con la bata de seda, fueron halagos. Cuando llegamos a casa, la Katy y yo nos pusimos a hablar del amor, de que lo iba a recibir así, con la bata semiabierta, con las tetas asomándose y la verga bien parada, porque por supuesto iba a hacerme unas cuantas pajas antes de que llegara. Así fue, cuando entró dejó sus corotos sobre la peinadora, la pistola y la chaqueta. Le grité ¡te amo!, pero nada, el maldito venía con todo. Me vio la verga así, apuntándole a diosito que todo lo puede, se bajó los pantalones y puso el culo para metérsela. Le comencé a dar lenguas y repetí: “te amo, mi amor, te amo, quiero que dejes a la puta de tu mujer y vengas a vivir conmigo, ya no tienes que volver a meterte al barrio a matar a esos asquerosos, a correr el peligro de que te maten”. El tipo no estaba escuchando nada. Me gritó “¡puto!” cuando le eché un lechazo en la espalda. Se levantó de la cama, agarró sus cosas y salió del cuarto. Qué bolas, ¿no? Al menos a una puta le hubiese dejado plata, pero a mí ni eso, nada. Por él hubiese sido capaz de cortarme una bola si me lo pedía. Lo perseguí gritando que lo amaba. No me había dado cuenta de que

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iba por los pasillos del hotel con la bata abierta, con las tetas y los huevos al aire. Lo perseguí hasta la entrada. El maldito se regresó y con la pistola me partió la boca. Me dio una coñaza tremenda, patadas en la cara y en la barriga. ¿Tú sabes que los dientes de adelante fue él quien me los voló?, pues sí, de un puñetazo cuando amenacé con contarle a la esposa. Te hubieses divertido con ese espectáculo en el hotel, la gente salió de los cuartos a ver qué pasaba, y yo le gritaba: “¡Se lo voy a contar a tu mujer! ¡Yo te amo!” (Sí, mi vida, estaba tan loco como para amenazar a un policía). Y yo de rodillas, llorando, con la bata abierta, y todos en ese hotel con las bolas duras viéndome la mercancía. Todo eso pasaba en el pasillo frente a la recepción del hotel. El maldito se dio la vuelta y me agarró del pelo, arrastrándome por el piso, dándome patadas en la cara, mi vida, y después me dio una patada tan fuerte en los huevos que me cagué encima, maldita sea, ahí mismo estaba cagado. Sentí la pistola en la frente. Pensé, sí, hasta aquí llegó esta belleza llena de mierda, pero la viejita que atendía la recepción me jaló y me metió detrás del mostrador. De puta quería irme adonde estaba él, entonces la vieja me metió un coñazo, cerró el puño, apuntó bien y me dejó tendido en el suelo. Salió y le dijo al desgraciado ese que se fuera, que no quería problemas. Bueno, más bien se lo rogó. Pobrecita, medio recuerdo que estaba temblando. No sé cómo se fue así nada más. No lo vi irse, pero lo imaginé tambaleándose, con la pistola en la mano gritando te voy a matar puto maricón. Esa viejita fue mi salvación. Me cuidó y me llevó al hospital. Allá dijo que yo era su sobrino, y que me habían atracado. No le creyeron mucho, pero igual me atendieron.

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¿Los dientes? Una millonada. La viejita dijo que no tenía dinero para mis dientes y claro, al principio me puse triste, pues yo antes estaba más flaca y con unos dientes lindos, derechitos. Después me acostumbré. Los hombres dicen que les encanta así, sin dientes. Cuando sienten la encía tocándoles la verga, se vuelven locos. En parte se lo agradezco al desgraciado ese, y ojalá lo tuviese enfrente para hacerle una buena mamada. Al tipo lo volví a ver. Pasaron tres meses y regresé a su casa para arreglarle el pelo a la mujer. Se puso nervioso al verme, pero mi cielo, con esa coñacera en el hotel me olvidé de las amenazas de contarle a la mujer, normal, fui a hacer mi trabajo, aunque en el fondo acepté ir porque tenía la esperanza de verlo. Entonces los escuché discutir en el cuarto. Decía que estaba harto de los maricones en su casa y otro poco de mierda. Ella regresó, qué pesar, toda avergonzada porque yo había escuchado la pelea. Está jodido en el trabajo, no le pares, tú sabes cómo son los hombres. Pues claro que sé cómo son y lo que les gusta, respondí, y nos echamos a reír. Le pinté esas mechas más bellas, rojo rojo. A los meses, cuando ella volvió a llamar porque necesitaba que la peinara para ir al matrimonio de una prima, dije que había tenido un accidente y tenía las manos quemadas, ja ja ja, la pobre se lo creyó, se puso triste. Para esa casa no volví más, tú sabes, me alejé, y no por miedo, sino porque me hacía daño, es más, todavía me duele acordarme del policía. Todavía se me corta la voz, ¿escuchas? Bueno, eso era lo que te explicaba del amor, papi. En esta situación es difícil enamorarse. Cuando uno se enamora lleva mucho coñazo, pero si se enamora de un policía, mucho más, es como si te lloviera mierda, como

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si estuvieras rodeado de una barricada, pero de mierda. Y no se puede hacer nada porque el amor no escoge dolientes, ¿verdad? Ay, anota eso también, papi, que me quedó bello: “El amor no escoge dolientes”.

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l u g a r

Para Elisa Gabriel Payares

para José Roberto Duque

La ley nace de los inocentes que agonizan al amanecer Michel Foucault

E

xtranjero:

La noche es densa, apenas si veo tu cara en los matorrales. Debes tener el ceño fruncido, quién sabe si hasta los ojos cerrados, protegiéndote de este hervidero de bichos tropicales, de moscas, zancudos, escarabajos y mariposas, tantos alrededor que uno los siente pasar rasantes, lamiéndole a toda velocidad el sudor del cuello y de la espalda. Si no fueran tantos, y si no vinieran tan ciegamente hacia la luz, te juro que encendería los reflectores que trajimos para que pudieras verlo todo. Sólo así podríamos verla, detallarla completa por última vez. No porque vaya a olvidarla, no, porque tengo cada minuto de su historia grabado aquí, repitiéndose en la cabeza como en un VHS. Y de todos modos ya ni se parece a ella misma, sino a una muñeca sucia y rota, a un maniquí que alguien violó y después echó con asco a la basura. Ya es imposible que


sepas lo buena que estaba, que te imagines lo que es tener a aquella mujer abierta y encima. Porque allá de donde vienes, extranjero, las mujeres no tienen esa canción en las caderas. Pero no aguanto a los bichos estúpidos estrellándose contra el bombillo, ni queriendo beberle a uno el agua de los ojos o metérsele por la nariz. Se llamaba Elisa, extranjero, que era el mismo nombre de su abuela y el segundo nombre de su mamá. Y siempre fue calladita como las joyas en las tiendas, como los cuadros de los museos, como esas cosas lindas escondidas con un vidrio. Algo en esa distancia, en ese frío como de fantasmas, me hace imaginarla aún vivita y coleando, vestida con el uniforme fucsia que le ponen a las muchachas bonitas en los bancos. Ahí, detrás del vidrio de la taquilla, atendiendo al público en silencio y sin levantar la cara del monitor, avergonzada de tener entre manos tanto dinero prestado. ¿Cuántos hombres pasaban frente al vidrio cada día, comiéndosela con los ojos y tratando de sacarle con un piropo una sonrisa? Montones, claro, pero de todos esos nos interesa uno solo: uno que no tiene nombre, que andaba en los treinta y tantos y ya no servía sino para Guardia Nacional, para dar planazos y poner una cara seria. Tú sabes cómo es: la ve, se acerca, y se arregla el uniforme como quien no quiere la cosa, porque aquí todo se consigue vestido de verde y de botas punta de hierro. A menos de un metro de ella, este tipo desliza su planilla de depósito por el agujerito en el vidrio, susurrando un buenos días, mi reina que la hace esconder los ojos negros en el papel que tiene en las manos. Entonces ella teclea ruidosamente y sin verlo hasta que de pronto le dice, con un hilito de voz, que le faltó la firma en el re30

cibo y se lo extiende junto con un bolígrafo negro. Él escribe su nombre lo más legible que puede y le pregunta si también le hace falta un número de teléfono. A lo mejor le guiña un ojo después. Ella lo agarra todo, en silencio, hasta que sus propios dedos le rompen la concentración: él tarda un segundo de más en liberar el papel, un instante apenas, suficiente para soltar el recibo sin despertar mayores sospechas, pero también para quitarle una mirada de sorpresa, quién sabe si hasta una sonrisa. Del modo que sea, extranjero, aquella mirada es la que lo echa todo a perder: la deja a ella con un sustico como de hormigas en la barriga, y a él con el brillo de los ojos negros de Elisa detrás del vidrio. Desde ese día empieza este hombre a frecuentar el mismo banco, aunque le quede muy lejos y esté siempre repleto de gente. A veces va sin una razón verdadera: insiste en retirar efectivo con la libreta en lugar de usar el cajero automático, o pide de nuevo y de nuevo los requisitos para una tarjeta de crédito que nunca van a aprobarle. Elisa lo nota todo de inmediato, y permite en silencio que nazca entre ellos la complicidad de una rutina. Si llegan a coincidir sus miradas por mucho rato, ella retoma de inmediato el tecleo en la computadora, como queriendo callar sus pensamientos y sumergirse de nuevo en la multitud de nuestros queridos ahorristas. Pero día tras día juegan ambos el mismo juego, la misma persecución invisible, como las que hacía la tropa en los pueblitos de la frontera, aterrando a los campesinos con paracos y guerrilleros inventados. Que no se diga que nuestro hombre se rindió a la primera: tras dos semanas ya había logrado respuesta a sus buenos días, a poco de un mes obtuvo un gesto de reconocimiento y casi una mirada frontal, y 31


algunos días después se adueñó finalmente de su nombre. Él nunca había conocido a ninguna otra Elisa. Y no pasó demasiado tiempo entre aquel día victorioso y la tarde en que, empalagada por lo que sólo él sabía mirarle, lo dejara quitarle lentamente la ropa, con el cuidado y la paciencia con que se desviste a un niño pequeño, como si doliera cada centímetro de piel que se muestra a la luz de una habitación de hotel. La tela olía al detergente con que limpiaban los vidrios del banco, como de tanto reflejarse en ellos todos los días, mientras que Elisa tenía un olor profundo que nacía en el espacio entre las tetas y le corría hacia el cuello y hacia abajo, arrastrándose por la piel morena como una culebra en la hojarasca. Olía a cerveza quemada, a hectáreas de trigales ardiendo, al sudor seco de muchas horas de trabajo mezclado con algún perfume, dulce e insoportable, que algún novio le habría regalado en Navidad. Estar con Elisa era hacerla acabar sin demasiado esfuerzo, casi por accidente, y verla después quedarse así como sorprendida, como cruzando una frontera que ella misma no sospechaba tener. ¿Y a quién no iba a encantarle verla pálida y silenciosa, con tanto miedo a lo que le iban a hacer sentir, aunque uno supiera que aquella no era, ni de lejos, su primera vez encaramada en un hombre? Y así siguen viéndose por un tiempo largo, disfrutando del rato que pasan sus uniformes en el suelo, entremezclados, hasta que ella recoja la chaqueta camuflada y se la ponga para ir al baño, escabulléndose con un rapidito, que ya me tengo que ir. Aquellos encuentros cierran con una despedida lejana de parte de ella, como queriendo huir y abrazarlo al mismo tiempo, hasta que él la toma con fuerza de los codos y le da un beso tan largo que la 32

acompañe hasta la puerta de su casa. Y aunque ella le explica más o menos en dónde vive, las pocas veces que él le pregunta, jamás le cuenta nada de su familia, ni lo deja acompañarla más allá de alguna boca del Metro o alguna parada de taxis. Esa intriga al principio lo molestaba, pero ya había aprendido a mirarla siempre desde lejos. No hay que ser un genio para saber que Elisa tenía marido, y es que era tan obvio. Nuestras mujeres son así, extranjero, se matan por tener un hombre en su casa, así tengan después que aguantarle los cachos y las borracheras, y en eso Elisa no era ninguna excepción. Los encuentros se daban de una manera en extremo cuidadosa: con ella no podía ser de otra manera y eso estaba bien para él. Simplemente se aparecía en el banco y ella le decía si el día era adecuado o no. Si lo era, la recogía en la salida y se iban de cabeza al hotel; y si no, pues no. Anotaban el intercambio sobre las líneas y renglones de las planillas de depósito, que él tomaba de a montones en el estante y después echaba a la basura al salir. Casi no hablaban, y de todos modos ninguno era muy ducho en la palabra. Precisamente por eso le fue imposible prever la ausencia repentina de Elisa durante casi una semana completa, en la que ni hubo mensajes, ni recados, ni nada que le explicara a la otra empleada sentada en la taquilla de Elisa. ¿La habrían despedido injustificadamente? ¿La habrían transferido a la bóveda, a otra agencia de la ciudad? Después de esperar por un par de días, se atrevió finalmente a depositar un dinero en su propia cuenta, tan sólo para poder preguntarle a la cajera por el paradero de Elisa; y la respuesta fue un gesto de resignación, un encogimiento de hombros: que estaba enferma, que creía que hospitalizada, que volvía en poco tiempo al trabajo. Él asintió, 33


sin añadir nada más, y esperó unos cuantos días antes de volver a pisar aquel banco. Cuando por fin él volvió a sus andadas, el vidrio pulcro de la taquilla le mostró apenas un remedo de Elisa: demacrada, escuálida y enrojecida, no supo disimular el malestar que le produjo verlo a la cabeza de la fila. Daba la impresión de que de haber podido correr, Elisa lo habría hecho de inmediato y con todas sus fuerzas; y así, como por arte de magia, la esfinge se convirtió en un espantapájaros. Él esperó su turno, impaciente, estrujando el papel entre los puños cerrados como martillos; y cuando por fin llegó a la ventanilla, después de ceder el paso para no ir a dar a la de al lado, ella intentaba taparse los ojos con el cabello. Claro que ni eso, ni las toneladas de maquillaje que llevaba puesto evitaron que él detallara su nuevo rostro: una sombra verde en una mejilla se colaba hacia su ojo derecho, donde estallaba en un montón de ramitas rojas sobre el fondo blanco; su boca pintada, más roja que de costumbre, casi disimulaba por completo el bulto hinchado en el labio de arriba, rasgado como si fuera de tela; y su cabello suelto casi no dejaba ver las marcas rojas de apretones en el cuello. Aquellas huellas las conocía de sobra, podían verse a diario en el cuartel, y en ese sentido no habrían tenido que sorprenderle. Pero en la cara de Elisa significaban algo completamente diferente. Le recordaron las grietas que un temblor había dejado en las bases del edificio de su infancia. Aquellas huellas no eran sólo para ella, sino también para él: un grafiti en la pared de su casa, un mensaje dejado en el lugar más visible que existe. Sin quitarle de encima la mirada y sin saber si reclamarle su abandono o si mostrarle indiferencia o compasión, anotó en su planilla un ¿y a ti 34

qué coño te pasó?, que encajó el golpe faltante en aquel rostro tan magullado. Allá, en el fondo, muy adentro, Elisa se volvía pedacitos. El nada, no preguntes que ella garabateó en el apartado blanco de la firma le encendió una pequeña mecha de rabia: ya se sabía esa respuesta de memoria. Monto del depósito: Dame el nombre del cabrón ese pa’ joderlo. Fue culpa mía, respondió ella en una esquina del documento. No te metas. Pero cómo no iba a meterse. ¿Se enteró?, escribió él, lleno de angustia por saber si aquello era todo en el fondo su culpa; pero ella negó con la cabeza y bajó la mirada. Hoy mismo te vas conmigo y dejas a ese marico, dijo en voz baja, rompiendo el protocolo, y recibió un Mejor no me busques más como cierre del trámite bancario, a lo que siguió una firma, sello, arrancar el papel carbón y devolver la copia por el hueco en la ventanilla. De inmediato se interpuso un cartelito azul que ofrecía disculpas por la Caja cerrada, y Elisa desapareció a paso rápido en las entrañas del banco, dejándolo allí parado, con los puños cerrados y un grito atragantado en la barriga. Contra todo pronóstico, porque tenía órdenes claras de volver aquel mismo día al cuartel, deambuló durante horas por los alrededores del banco, haciendo tiempo mientras caía la tarde. Tenía en la boca un sabor metálico, y en el pecho el corazón latiéndole como loco, como haciéndole la guerra al reloj. No le sorprendía el maltrato que Elisa aguantaba, ni el miedo que de seguro sentía y que la hacía reaccionar de aquella manera: los rehenes nunca se atreven a negociar, aunque en ello se encuentre su único chance de libertad. Sólo así se explicaba que ella fuera tan tajante en su deseo de echarlo de su vida. Si lo hacía por protegerlo, protegerse a sí misma o simplemente 35


ya no meterse en más problemas, era algo que él estaba determinado a averiguar; por eso esperó hasta la hora de cierre, hasta ver salir al personal del banco y hasta que Elisa apareció, hasta que allí todo cobró sentido de pronto al verla subir a una patrulla de la Policía Metropolitana y saludar con un beso rápido al conductor. Un beso rápido porque sabía que la espiaban, o porque lo hacía obligada o porque los labios le dolían demasiado. Fue imposible ver mucho más que eso, extranjero, aunque sí pudo quedarse con la placa de la patrulla. Con razón, murmuró mientras la patrulla arrancaba. Elisa sabía que ya estaba sentenciada. Una vez traspasada la hora de entrada al cuartel, daba igual en qué momento de la noche se devolviera, el castigo iba a ser siempre el mismo. Así que caminó, mientras dejaba morir la tarde, hasta escaparse hacia otros sitios más familiares. Y es que no puede uno andar por ahí, en uniforme, metiéndose a la ligera en cualquier puticlub que se aparezca: no tanto porque el honor sea la divisa, sino porque se puede salir tiroteado. Por eso siempre hay un local amigo, en el que ignoran por completo el uniforme y le brindan una copita por la casa, distinguido. Lo demás, extranjero, lo puedes imaginar sin que te lo cuente: con la rabia todavía por dentro, se bebe dos o tres cervezas de botella, mientras mastica, como vidrio entre las muelas, algo que días después se va a convertir en determinación; un par de horas después hace lo propio entre los muslos de una puta trigueña y jovencísima que estará todo el rato llamándolo mi héroe, mi soldado mientras él se lo mete de espaldas y le tira de las greñas pintadas de amarillo. Una puta que, por qué no, podría hacerse llamar también Elisa. Me lo imagino llegando 36

esa noche al cuartel, de madrugada, oliendo a colonia de puta y a jabón de hotel, y sentenciado a la mañana siguiente a nueve días seguidos de arresto. Una sanción que iba a recibir con alivio. Necesitaba tiempo para pensar. Pero nueve días no es nada, hay gente que ha estado allí metida un mes. Cuando por fin salió del calabozo, se sentía como con concreto bajo la piel. Algo dentro de él clamaba por justicia, por venganza o por las dos cosas juntas. No era el fogonazo de los celos, de sentir que había perdido una batalla sin siquiera pelearla lo que le ardía bajo la lengua y tras la mirada, sino más bien el deseo de borrarse la cara de Elisa, de amputársela de la memoria, de arrancarse de adentro algo profundo sin saber muy bien qué. Cuando por fin pisó de nuevo la calle, ya sabía lo que tenía que hacer. Hizo un montón de llamadas a números de teléfono que nunca antes habría querido marcar, contactó coroneles y sargentos, pidió ayuda, jaló bolas, prometió favores sin pensarlo mucho y al precio que le pusieran. Así, pudo un día convertir el número de placa de la patrulla en un nombre: Asdrúbal, y en un apellido: Rivero, y después en un teléfono y después en una dirección de habitación. ¿Qué más que eso necesitaba? Ah, pero no es fácil matar a un policía en plena calle y quedar impune, a menos que tengan los suficientes recursos para tapar la huida o silenciar el crimen: o mucho dinero o amigos muy influyentes, y está de más decir que nuestro amigo no tenía ninguno. Pero Dios le sonríe a las venganzas, y la suya comenzó un día en Guarenas. Nadie entendió a qué se debían las protestas; pero en pocas horas, lo que había sido un llamado preventivo a cuartel se convirtió en un despliegue militar, a medida que los enviados a controlar la turba eran sobrepasados 37


por lo que empezaba a llamarse el Sacudón. La Guardia Nacional hizo un llamado a cuartel, y esperaba todavía sus instrucciones cuando llegó la noticia de los saqueos en Caracas. Entonces nos reunieron a todos en el patio y nos explicaron que la calle estaba prendida y que la prioridad era garantizar el orden público a como diera lugar. En pocas palabras, nos estaban soltando la correa. Y cuando subimos a los transportes, convertidos ya en máquinas de guerra, había quienes lloraban y había también quienes tenían, debajo de la máscara antigás, una tremenda e incontenible sonrisa. Cada quien reacciona distinto al hormigueo en la espalda que da el peso del equipo antimotines, que es incómodo, pero le hace a uno sentirse indetenible. Con la voz del sargento confundiéndose con el rugido del camión, se nos anunció el primer foco de disturbios que íbamos a sofocar: ay, extranjero, era el mismísimo barrio de Asdrúbal Rivera, el mismísimo barrio de Elisa. Te imaginarás lo que sintió nuestro amigo en ese momento. Dándose cuenta de que todo jugaba a favor de su venganza, lamentó no haberse trazado un buen plan durante su semana de arresto. Y es que así sucede la mayoría de las veces: la velocidad de la vida lo obliga a uno a sacar todas sus cuentas al momento. La policía estaba también en la calle, ellos eran el primer cordón de contención ciudadana; así que el amigo Asdrúbal estaría ocupado, allá lejos de su casa, y no habría riesgo de toparse frente a frente con el enemigo. Incluso, si había suerte, la turba lo lincharía en Guarenas y les solucionaría el problema a él y a Elisa. Si no, tal vez ella recogería lo más importante y abandonarían juntos el resto, amparados en el desastre

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como una gran cortina de humo. Mil planes se le ocurrieron en el camino; todo se decidiría sobre la marcha. La calle, en cambio, era pura improvisación: todo estaba patas arriba, lo de adentro tirado en la calle y lo de afuera rompía las vitrinas. La gente aprovechaba el desorden para saldar sus cuentas pendientes con la vida: robar, saquear, violar y romperlo todo, como si el mañana no fuera de nadie. No había tiempo para formaciones ni disparos de advertencia, ni tampoco muchas ganas de andar con rodeos. En pocos minutos armamos y lanzamos las primeras lacrimógenas, apuntándole a las salidas para obligar a la gente a amontonarse. Esa estrategia no falla. Y ya después no hicieron falta más instrucciones: el gas hacía su trabajo y nosotros el nuestro, arremetiendo contra lo que se moviera, dentro y fuera de las tiendas, parados y listos para correr, o arrodillados, intentando respirar con un pañuelo. Nada importaba, todos probaban el orden público de nuestras manos con las máscaras antigás haciéndonos ver como lobos enormes, como el cruce entre un soldado y un dragón. En instantes como ese todo era sospechoso y no había que pensarlo demasiado para disparar los perdigones al cuello, a la cara o a la parte de adentro de los muslos. Creo que si la gente supiera lo fácil que resulta causar tanto dolor no saldrían ni siquiera de sus casas. Y entonces fue cuando nos dispersaron, metiéndonos al barrio por diferentes direcciones y dándole luz verde a la cacería: vamos a hacer que se acuerden, nojoda, que no se les olvide más nunca. Allí, mientras quebrábamos las filas que se habían resistido a la peinilla, persiguiéndolos prácticamente adentro de sus casas, lo vimos alejarse del grupo corriendo a toda velocidad, dejando caer el escudo

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antimotines para trepar más rápido los escalones y escabulléndose entre las venas del barrio, pues estaba cerca de la dirección que ya se sabía de memoria. Nadie intentó detenerlo. A nadie le importaba. Creo que todos en su lugar habríamos hecho lo mismo en ese instante. Ya va, que el relato sigue, extranjero, pues nuestro amigo dio finalmente con la puerta que tanto buscaba y con la plana firme en una mano, rebotó los nudillos de la otra sobre el metal de la puerta cerrada. La máscara le contenía la respiración, devolviéndole un sabor amargo, como de bronce, mientras contaba los segundos sin respuesta, dispuesto a tocar la puerta otra vez. Mil cosas podían salir mal en ese momento. Entonces una voz le dio el ¿quién es?, y poco después una mentada de madre; una voz masculina con la que no contaban sus planes. Bueno, en realidad no contaban con nada. Dando un paso atrás, revisó las señas de la casa y no había lugar a equivocaciones; pero siempre podía haber sido un error de sus informantes. Podía ser que Elisa y su marido se hubieran mudado hacía tiempo, o que vivieran allí con otros familiares, tíos, primos, hermanos, hijos, cualquier cosa. O a lo mejor, quién sabe, se trataba del mismísimo Asdrúbal, allí enconchado con su mujercita mientras el barrio se prendía en candela. ¿Asdrúbal Rivero?, preguntó entonces, con toda la mala intención. ¿Quién lo busca?, respondió del otro lado la misma voz áspera de antes. Y ahí no supo ni qué decir, pero no le hizo falta pensar demasiado: la respuesta perfecta brotó de sus labios sin darse cuenta, después de tantos años de oírla, decirla y pensarla. ¡Abran esta vaina, que es la Guardia Nacional! Pasó medio minuto en silencio y entonces volvió a tocar, con más fuerza. ¡Guardia Nacional, abran esta puerta, carajo! Y allí sí es40

cuchó finalmente el traqueteo de la cerradura, mientras la puerta empezaba a abrirse y gritaban desde adentro un ¡Ya va, coño! que apenas si tuvo chance de escuchar. Tenso como un resorte, levantó la plana y preguntó de nuevo: ¿Asdrúbal Rivero?, y aunque no contestaron, no había ya lugar para segundas oportunidades. Lo siguiente ocurrió tan rápido que no hay modo de saber si es este el orden correcto: mientras la puerta se abría a la mitad, una puntada de rabia le cruzó al soldado como un rayo entre las tripas, cuando tiró del metal de la puerta y se tropezó la mirada submarina de Elisa, de la pendeja de Elisa, a quien su marido ponía a abrir la puerta cuando pedían a gritos su nombre y apellido, sin saber si era un disparo lo que esperaba del otro lado, y aquel pozo de rabia que le burbujeaba por dentro le subió como una oleada de vómito a la boca: un chorro de insultos que precedieron su entrada en la casa –hijueputa cobarde cabrón maricón de mierda ya vas a ver cómo es la vaina–, como queriendo sacarse de adentro aquella acidez, y así mismo agarró a Elisa con fuerza por un brazo y la lanzó hacia la calle sin decirle una sola palabra, lanzando su peso entero en una patada contra la puerta, que se incrustó en el cemento y retumbó en la casa entera como un disparo. Pero ya estaba dentro, y al asomarse hacia un lado lo vio, aplastado contra un lado de la puerta y bañado en sudor, con el uniforme azul abierto sobre el pecho peludo, sosteniendo su revólver en una sola mano temblorosa, la misma con que le había partido a Elisa la boca y la frente. Allí, cara a cara, Asdrúbal y él se vieron por primera y última vez, y fue una mirada tan sincera, tan ya todo está dicho, mamagüevo, que no hizo falta abrir la boca para dejar en claro lo que iba a pasar, y que duró apenas los segundos 41


que tardó el acero de la plana en cortar el aire entre ambos y morderle a Adrúbal la carne de la cara. Elisa gritó desde afuera, pero ya no había nadie que la escuchara: el sable cayó de nuevo, aprovechando el momento de confusión, sobre el cuello del enemigo derribado y entonces volvió a caer, sin darle descanso al brazo, una y otra vez como una máquina, fuera de balance, hasta que tuvo fuego en los hombros y chispas de sangre en la máscara y los guantes. Supo al detenerse que había estado gritando, por el ardor en la garganta y el timbre en los oídos, mientras Asdrúbal a sus pies luchaba por respirar, entre burbujas de sangre, como un lagarto escupiendo sus propios jugos por la nariz. Vio que había cinco o seis dientes del policía regados en el suelo y que los ojos de su rival no eran más que una gelatina morada. Asdrúbal, el policía, era un monstruo irreconocible. Trató de recuperar el aliento, estirándose hacia atrás para agarrar la escopeta de perdigones en su espalda y dar el tiro de gracia a la bestia, pero no alcanzó la culata a tiempo porque un peso enorme lo arrojó de pronto contra el suelo. Fue a dar de bruces al piso, enterrándose la máscara en las encías y en la nariz, mientras las uñas de Elisa se le clavaban en el cuello, la única parte del cuerpo expuesta a aquel repentino ataque a traición. Zafarse de ella fue engorroso y cruel: tuvo que retorcerse como un gusano mientras las manos de Elisa le bailaban frenéticas encima, buscando otro punto débil en la armadura, y con su propio sudor ardiéndole en la carne viva del cuello, apoyó su peso y el de ella sobre las rodillas, para poder incorporarse de un golpe y sujetarla por las muñecas, empujándola hacia atrás con todas sus fuerzas. La sintió aterrizar sobre la espalda, con un sonido seco y delicado, y 42

pensó que así era todo con Elisa, como esforzándose por pasar siempre desapercibida. Cuando al fin logró levantarse, la máscara rodaba por el suelo y un rugido le salía entre los labios. ¡Soy yo, coño e’ tu madre! y le dio unos cuantos segundos para que le viera la cara desnuda; pero no hubo en aquellos ojitos tristes ninguna señal de agradecimiento, cuando por fin se dio cuenta de a quién se estaba enfrentando. Más bien se le torció la boca en una mueca horrible y gimió como si le estuvieran arrancando un pedazo del vientre. Mi héroe, mi soldado. ¿Quién puede entender, extranjero, los gruesos lagrimones que dejó escapar allí mismo, echándose hacia atrás como un animalito huyendo del fuego? ¿Hubiese sido mejor no saber quién la liberaba, quién le volvía a poner la vida en sus propias manos después de arrancársela a Asdrúbal de los zapatos? Esas preguntas se quedaron sin respuesta. Preguntas que él no le hizo y que ya no tienen ningún sentido. A lo mejor es esa la razón por la que los héroes se ocultan con disfraces. A nadie le gusta ver el rostro del soldado en la batalla. La frustración de todo aquello la descargó a patadas en la cabeza de Asdrúbal. No supo cuántas fueron, pero a los pocos segundos tenía las botas empapadas de sangre. Y sólo allí se dio la vuelta, de puro cansancio, justo a tiempo para verla ponerse de pie con el revólver del marido entre las manos. Apenas si lo podía creer: aquella mujercita sometida, a la que el marido molía a palos cuando quería, era capaz de matar allí mismo a su amante, allí en su casa y con la puerta abierta, para seguro después ir a explicarle a todo el mundo que tuvo que defender a su marido como pudo. Y no sería difícil de probar: aún debe tener pedacitos de piel metidos bajo las uñas. En ese instante 43


nuestro amigo entendió que un soldado no debe esperar nunca la gratitud de nadie, así como tampoco la piedad del enemigo; porque al final dan tanto miedo como los monstruos mismos con los que pelean. Y para muestra, extranjero, un botón: con un solo guantazo en la cara, le arrebató a Elisa el revólver de las manos y la dejó sangrando por la nariz, sentada de rodillas como dispuesta a pedir clemencia. Aquella imagen le dio asco, un asco terrible que le hizo querer limpiarse los guantes con la tela misma de sus pantalones. No digas un coño, bichita. Con razón te caían a coñazos. Entonces la agarró de los cabellos y la arrastró hasta su cuarto, sin fijarse en si lloraba o gritaba o qué. Ya nunca iba a poder confiar en ella de nuevo. No me preguntes los detalles de la muerte de Elisa, extranjero. Prefiero dejarte eso a la imaginación. Lo que vino después es mucho más simple de contar: algunos compañeros consiguen la casa bajo un asedio de piedras, gritos y botellas, con los vecinos reclamando un crimen que nadie jamás iba a denunciar; el sargento gritándole a nuestro hombre a la cara que por qué coño había desaparecido en acción, que si estaba loco, que incluso pensaron que ya estaría muerto. Luego dando la orden de sacar los cadáveres a la calle y dejar la puerta abierta, para que tarde o temprano los propios vecinos saquearan lo que había en la casa. Y nada más: los llamaban en otro lugar y no había tiempo que perder en aquello. Lo siguiente fueron nuevas horas de calabozo, mientras el ejército hacía el relevo y metía en cintura al país. Horas que nuestro amigo pasó mirando sin ver en lo oscuro, y ya más nunca se ha sabido de él. Todos cuentan una versión diferente.

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Algunos dicen que sigue allí, perdido en sí mismo y en el calabozo. Otros dicen que quiso darse de baja y no pudo: debía ya demasiados favores; como un esclavo, hace lo que le dicen y a cambio lo ascendieron a sargento. Otros dicen que se volvió loco, que ha intentado varias veces suicidarse y no lo consigue. Puros cuentos. La verdad no se va a saber nunca. Lo único cierto, extranjero, es lo que dejaron los soldados atrás y es hoy trabajo tuyo y mío a la medianoche. Esto a lo que llaman desde arriba conserjería, porque limpiamos el desastre que deja la fiesta, y es castigo de los que tenemos demasiadas cuentas pendientes. Pero ahí está ella, extranjero, lo que queda de ella y de todo este relato: una cara más entre la muchedumbre. Elisa, si es que Elisa alguna vez existió, si es que ese fue algún día su nombre, hoy forma ya parte de la marea, anónima y olvidada por todos, excepto por mí. Cava, extranjero. Cava.

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3o

l u g a r

Apocalipsis a la carté Maikel Ramírez Álvarez

It´s the end of the end of the world as we know it and I feel fine REM

H

abíamos sobrevivido a la noche aciaga. Atrás dejábamos la carnicería humana que se precipitó sobre nuestro barrio. Para nuestro profundo pesar, fuimos testigos de cómo, con esa asquerosa ferocidad, nuestros vecinos engullían a nuestras familias, y también cómo estas se lanzaban a devorar nuestras carnes trémulas, durante la hora que Conrad, supongo, llamaría La noche de los primeros tiempos. Me avergüenza recordar que fui yo quien le dio muerte a Irene, mi esposa. Bueno, la verdad es que me había pedido el divorcio antes de que irrumpieran las abominaciones esas. Al cabo de unas horas, Irene pasaría de querer parte de mi salario mensual a querer rellenar su panza con mi pellejo. Si no hubiese sido por su cara, doctor, descolorida e inerte, como de pescado en refrigerador, además del hedor a lago de Valencia que se desprendía de su cuerpo, le aseguro que habría creído que su lengua enroscada y su dentadas eran una invitación al sexo oral,


usted sabe, una forma de izar la bandera blanca de la paz después de tanto tiempo de confrontaciones domésticas. Pocas horas más tarde, recobrábamos fuerzas acostados sobre el césped del centro comercial Maracay Plaza. Éramos sólo cuatro sobrevivientes: mis vecinos –el barbero Manuel y el hábil comerciante Jesús (o el Maracucho, como le gustaba que le llamaran)–, mi primo Sergio, joven dedicado a los deportes, la música y los videojuegos, y yo, cursante del octavo semestre de Lengua y Literatura, obsesionado con la presencia de los perros en la producción literaria de Occidente, ya que, sostenía (aún hoy sostengo) que de aparecer perros en la literatura china lo harían tan pobremente como aparece la comida en el Banquete de Platón o en las orgías del Satiricón, de Petronio, en la literatura de esta parte del mundo. No sé cuánto tiempo había dormido antes de que fuésemos alertados por el grito del Maracucho: “Vergacioooooooooón, primo”. Vimos entonces que desde las partes norte y sur de la avenida Bermúdez, así como de la parte oeste de la avenida Aragua, nuevas jaurías de los muertos insaciables se dirigían hacia donde nos encontrábamos. El Maracucho nos despertó de nuestra perplejidad al dar la primera carrera, al tiempo que espetaba su odio intestinal por aquellas monstruosidades: “¡No joda!, malditos mediomuertos del coño”. Fue entonces cuando vimos a un hombre que nos llamaba, escopeta en mano. Nos hizo señas que dejaban entender que quería que nos refugiáramos en su casa. Pero justo cuando nos disponíamos a avanzar el Maracucho, cuyos instintos estaban mejor a tono con los peligros del momento, me sujetó el brazo izquierdo: “¡Qué molleja, primo! Vos no podéis sobrevivir ni unos minutos entre los 48

Teletubies. ¿No veis que ese hombre puede ser un zombi que mutó? ¡Verga! ¿Es que vos no habéis visto Residente evil? Esa verga que repiten a cada rato por TNT”. Volteé para buscar confirmación en el rostro de mi primo, quien con desgano movió la cara en afirmativo. Supe que el Maracucho tenía razón. Recordé tantas películas y me reconocí en el primer muerto de la historia, aquel idiota que decide hacer el amor entre unos matorrales, sin siquiera cerciorarse de si hay una mapanare o unos bachacos asesinos cerca, o aquel pendejo que sale de su casa a preguntar si hay alguien en la oscuridad, cuando es evidente que una persona prudente no pregunta un carajo, se encierra en su casa como en un búnker. Mis pensamientos fueron interrumpidos por la voz de Manuel dirigidas al extraño, quien aseguró en voz alta que no había nada que temer. “Este peluquero ya encontró marido”, soltó socarronamente el Maracucho. “Barbero, Maracucho, barbero. Y déjate de güevonadas”, respondió Manuel malhumorado. Su nombre era Henrik Stoll, descendiente de europeos que emigraron a Venezuela a pocos días de estallar la Segunda Guerra Mundial, una semana posterior a la invasión de Hitler a Polonia, para ser exactos. Cuando terminó el bachillerato en un liceo privado de Maracay, puso sus documentos en regla y se fue a estudiar Filosofía en la Universidad Central de Venezuela, en Caracas. Luego de fundar una revista académica y un círculo de filosofía en la ciudad capital, ambos con una buena reputación en aumento, Stoll decidió emprender estudios en ultramar, por lo que escogió Alemania como su destino final. “Por algo Mefistófeles es alemán. Los españoles tienen a un loco que confunde molinos de vientos con gigantes y, para ser franco, daría igual si confundiera muestras de 49


excremento con piezas de lego. Los ingleses, para mayor vergüenza, ni siquiera tienen a un inglés, sino a un príncipe danés más confundido que Alí Babá en la baticueva. Los franceses. A ver, ¿qué tienen los franceses?, y ni decir de los italianos. Mefistófeles, permítanme decir, es el personaje de ficción que compendia toda la búsqueda de la civilización, que no es otra cosa que la humanidad entera: la eternidad de las ideas”, solía argumentar con orgullo durante aquellos años. Además, Stoll era un hombre de complexión fuerte, un duro, un Clint Eastwood al estilo de Gran Torino. No pude dejar de compararlo con el pequeño Buck de El llamado de la selva, de Jack London. Por eso, uno podía entender la mirada escrutadora de Stoll cuando a Manuel le tocó presentarse. Era fácil reconocer la misma mirada de desprecio de las prostitutas cuando se han percatado de que hablan con un hombre sin dinero, un limpio, como decimos nosotros. Manuel tuvo que repetir que ser barbero era muy diferente de ser peluquero, explicación que a Stoll no pareció importarle mucho, ya que, a decir verdad, lo apremiante era encontrar los medios para sobrevivir en medio de la hostilidad de los muertos vivos en nuestro nuevo mundo apocalíptico. ¿Cómo desconfiar de un hombre que vivía en una de las mejores zonas de la ciudad y que demostraba una envidiable erudición? Ah, dígamelo usted, doctor. Recuerdo que, ante el inminente estado de sitio de las bestias, Stoll nos condujo a un sótano que había construido el antiguo dueño de la casa. Usted sabe, un norteamericano de esos que arrastra sus costumbres adondequiera que va, algo así como el venezolano que, sea en el país que sea, reserva un cuarto donde echa sus cachivaches. Aunque austero, digamos que el lugar ofrecía algunas comodidades. Ha50

bía una nevera de oficina, una pequeña cocina eléctrica y varias camas cuidadosamente tendidas que serían las únicas cosas útiles tres semanas después, cuando dejamos de tener energía eléctrica. También conté la presencia de muchos libros, sobre todo de filosofía alemana y, pese a que no había un televisor, de una robusta colección del cine expresionista alemán acompañada de un afiche de El testamento del Dr. Mabuse, de Fritz Lang, colocado en el centro de la pared a la izquierda de la entrada. Pero lo más sobresaliente era el absoluto silencio que la habitación tenía. Uno podía decir que era como eso que en literatura llamamos otredad. Sí, ese era un espacio otro. Difícilmente, alguien podía pensar que sobre nuestras cabezas, a unos pocos metros, el mundo había enloquecido. Un codazo en el costado me sacó de mis pensamientos: “¿Vos escuchaste al peluquero? Dice que el cuarto es acogedor. a-C-O-G-E-d-o-r. Este como que ya anda buscando pelea, primo”, me susurró el Maracucho al oído, lo que puso a Manuel en guardia: “Maracucho, busca tu muerte natural”. El Maracucho sólo paró de reír convulsivamente cuando vimos a mi primo llorar sobre la cama que Stoll le había asignado. Fue en ese preciso momento cuando caímos en cuenta de todo lo que habíamos perdido tan sólo unas pocas horas antes. No imaginábamos que lo peor estaba por venir. Mes 1 del apocalipsis. El pozo séptico que construimos ha funcionado muy bien, menos mal, ya que si bien ninguno de nosotros quiere morir bajo los dientes rabiosos de los mediomuertos, tampoco quiere hacerlo de una infección. Hemos acordado que cada uno realizará una de las tareas 51


para mantener el lugar en orden. Luego de varias semanas decidimos rotar su realización. Debido a que es el único que porta un arma, Stoll es el encargado de dar rondas en el exterior para mantenernos al tanto de lo que ocurre. El Maracucho no ha parado de mamarle gallo a Manuel, al punto que Stoll ha tenido que intervenir más de una vez para decirles que parecen marido y mujer. Mi primo luce ensimismado. Imagino que para un muchacho de su generación es difícil no tener una computadora a la mano o algún otro equipo electrónico. El Maracucho me dice que a mi primo le hacen falta sus páginas porno on line. “Un pajizo crónico como tu primo sobrevive en un mundo de zombis, chukys, marcianos o cualquier otra vaina, pero nosotros, tú y yo, sin totona no somos nada. Nuestros días están contados, primo”, me dice con honesta aflicción. En cuanto a la comida, nuestro anfitrión conserva varios kilos de carne que nos permitirán sobrevivir por el período de un mes, calculo yo. Para lograrlo, necesitamos racionar lo máximo posible. Una noche de la semana pasada, mientras el cuarto se encontraba en completo silencio, Stoll comenzó a todo pulmón una de sus pocas disertaciones, una algo inquietante, por cierto: “He allí los verdaderos superhombres sobre los que habló Nietzsche, el filósofo del futuro. Véanlo: ellos han superado el modelo de Estado moderno que heredamos de la Ilustración, puesto que no dependen de él ni tampoco obedecen a gobernante alguno, ya sea este un rey, un presidente o un primer ministro. Cónsono con esto, sus vidas no se encuentran mediadas por una formación jerárquica. Con respecto a la religión, nada les impone doctrinas morales. Ningún mandamiento anula la plenitud de su ser. Esos zombis, estimados amigos, se encuentran 52

más allá del bien y del mal, tal como nuestro brillante y lúcido Nietzsche estimó en su magnum opus Also sprach Zarathustra. Ein Buch für Alle und Keinen”. A pesar de verse impresionado por la articulación intimidatoria del alemán Stoll, el Maracucho no pudo evitar replicar: “¿Y está bien que se coman a la gente, jefe?. “Eso es hedonismo puro, en su quintaesencia, Herr Jesús, un hedonismo que no estábamos preparados a enfrentar. Representamos para ellos lo que los animales representan para nosotros. Entiendan bien que para ellos somos seres inferiores. Nuestro tiempo ha terminado, señores. Recibamos al superhombre”. Sin que lo notara Stoll, el Maracucho se apuntó la sien con el dedo índice y la hizo girar en ralentí, gesto que indicaba que nuestro filósofo había perdido la cordura y que más tarde el Maracucho me confirmaría de forma oral y especificando idiosincráticamente el grado de intensidad: “Está loco e’ bola, primo”. Nuestros días felices están por terminar con los últimos restos de carne que quedan. Hay que salir a buscar provisiones si queremos seguir sobreviviendo. Stoll ha tomado su escopeta y le ha ordenado al Maracucho que lo acompañe. Aguardaremos por su llegada. Mes 2 del apocalipsis. Tenemos provisiones, pero se han comido al Maracucho. Stoll se encuentra en estado de shock. Cuenta que, luego de entrar en una carnicería, una manada de mediomuertos rodeó el local, por eso la única forma de escapar era por el techo, para luego ir saltando de casa en casa hasta alcanzar la avenida Fuerzas Aéreas. El asunto es que mientras corría, continuó contando Stoll, el Maracucho cayó en una alcantarilla que 53


no tenía tapa por la desidia gubernamental. “Vi cómo docenas de zombis también caían en el hueco, y luego oía sus gritos hasta que enmudeció. Eran demasiados, maldita sea”. Con la desaprobación de nuestro anfitrión nietzscheano, Manuel, mi primo y yo rezamos por el alma del Maracucho. Ahora somos menos. Hemos tenido pocas ganas de hablar. Mi primo arregla, desordena y vuelve a arreglar la cama, como Penélope cuando desbarataba su tejido para no perder la cordura por la tardanza de Odiseo. Manuel ha tomado todos los libros ilustrados e imagina cómo afeitaría a los hombres que cubren sus páginas. Ingenia, nos lo ha hecho saber, formas novedosas para cuando el mundo vuelva a la normalidad: “Estaré al último grito de la moda”. Stoll, en cambio, pasa el tiempo puliendo su escopeta, pensando en trampas para zombis y en vociferar con vehemencia “Dios ha muerto”. Yo he pensado más que nunca en el pequeño Buck, perro de gran temple, paradigma de la adaptación por la sobrevivencia. Estoy convencido de que yo también atenderé al llamado de lo salvaje cuando llegue su momento. Probaré ser fiero ante la adversidad, una fiera letal. Hemos ensayado una velada de chistes picantes, lo que nos ha hecho echar de menos al Maracucho. Creo que Manuel ha sido uno de los más afectados, pues en condiciones como las que estamos, incluso un chalequeo como el del Maracucho se transforma en un gesto de atención, un cariño disimulado, una forma de paliar lo efímero de la vida y lo absurdo de la muerte. Han pasado varias semanas y me temo que nuevas situaciones riesgosas se aproximan. Se ha terminado la carne, de manera que hay que salir nuevamente a buscar más. Stoll toma su arma de un zar54

pazo y con su dedo índice señala a Manuel, quien nos mira con la resignación que debe haber tenido Luis XVI ante la guillotina. Mes 3 del apocalipsis. También hemos perdido a Manuel. Stoll nos ha contado que, una vez habían conseguido la carne, Manuel se detuvo en una tienda que tenía tijeras para barberos: “Quiero tomarlas para yo mismo cortar la carne”. Pero cuando emprendían la huida, Manuel quedó enredado entre unas cortinas y se clavó las tijeras en la garganta. El filósofo lo dejó atrás porque no podía cargar con ambas cosas. “O era él o éramos nosotros”, respondió con la firmeza del acero. Indignado le dije que podía haberle colocado los pedazos de carne en la garganta para que no se desangrara, que si hubiese hecho eso, tanto Manuel como la carne habrían llegado al refugio. “Soy un modesto pensador posmoderno, no McGyver. ¿Estás consciente de lo que me estás diciendo?”. Tuve que admitir que Stoll tenía razón, que yo era un insensato. Por un rato, me acosté rendido, agotado. Pensé en los cuentos de Quiroga. Pensé en el cuento del escritor uruguayo que trata sobre el hombre al que se le encaja un machete y agoniza sobre el follaje. Con esfuerzo recordé que su título era El hombre muerto. Pero sobre todo quise pensar en el desventurado Yaguai, canino de una mala suerte sin igual, muerto a manos de su propio dueño. Ya van varias semanas del infausto día de la muerte de Manuel. Noto a mi primo más conversador de lo normal. Creo que el haber perdido a Manuel y al Maracucho nos ha acercado más. Me cuenta que tenía una novia por Internet, que la conoció por Facebook, que los muertos apestosos cagaron 55


su futuro noviazgo, que sólo habían podido hacer el amor por Skype. Sin pena, Sergio intimó: “Primo, vi cómo mi papá se convertía en uno de ellos. Desde hacía meses veía que saltaba hacia la casa de Betty, la vecina de las tetas operadas, a montarle cachos a mi mamá. Pero esa noche fue diferente. Había un ruido como de un coro de cantantes de trash metal. Cualquiera creería que mi viejo había ligado Viagra con revientacolchón. Debió pasar entre una hora y una hora y media cuando mi papá llegó a la casa mordiendo a todos como si fuese el propio demonio de Tazmania. Era una vaina burda de rápida como cuando Neo le echa coñazo a los agentes Smiths en Matrix reloaded. Me salvé de vainita, primo. La sobrevivencia es una vaina burda de arrecha. Yo sé que la gente hablaba paja de mí, que si por tanto juego me iba a poner agüevoneado y tal, pero fue gracias a los juegos de videos sobre zombis que pude dejar la peluca a tiempo”. Admiré la astucia de mi primo quien, sin ser teórico literario, ponía en práctica las ideas de las ciencias cognitivas tan en boga. El suyo era un caso como los que Jorge Volpi explicaba en su ensayo Leer la mente. Es decir, cómo la ficción constituye una herramienta para la evolución, por cuanto, cognitivamente, los lectores amplían su marco de conocimiento y pueden afrontar con solvencia situaciones que nunca habían experimentado. Durante varias semanas, me he dado a la tarea de decodificar los libros de filosofía escritos en alemán, pero no he tenido suerte cuando he comparado mis traducciones con las de Stoll. Mi primo ha estado recibiendo lecciones de tiro por parte del filósofo. Siento lástima de que un hombre tan culto sea arrastrado por el más brutal de los salvajismos. He venido observando cómo se reduce nuestra reserva de co56

mida. No he querido pensar qué ocurrirá cuando llegue el momento de ir a buscar alimento. Tras unas semanas más que en la anterior ocasión, dado que somos menos bocas por alimentar, el día ha arribado. Stoll monta la escopeta sobre su hombro y de inmediato me ofrezco como voluntario para que mi primo tenga más oportunidades de sobrevivir. Al fin y al cabo, yo soy responsable por lo que le pase, ya que es mucho menor que yo. Pero luego de una acalorada discusión mi primo da un paso adelante. El argumento de que Sergio tiene más probabilidades de escapar de un ataque zombi por ser más delgado parece convencerlo. Stoll ha logrado persuadirlo. Parece que esta vez no ocurrirá lo mismo que las veces anteriores. Mes 4 del apocalipsis. Sólo yo soy responsable de la muerte de Sergio. Debí haberme negado firmemente a que saliera del refugio. Eso al menos hubiese significado unas semanas más de vida. No me queda nadie más en el mundo. Ha muerto mi sangre. He llorado y rezado por mi primo. No quise saber sobre los detalles de su muerte. Me bastaba el dolor de la pérdida. Saber no es necesariamente una bendición. Ignorar también puede implicar felicidad. ¿Habrá llegado el momento de mostrar mi instinto asesino? Vengaré la muerte de mi primo con la misma furia que Aquiles vengó a Patroclo. Me convertiré en un perro infernal. Sí, en un cancerbero. Enviaré tantas almas al averno que Caronte tendrá que comprar un yate. El tiempo transcurre y no me muevo. No he probado comida en varios días. Stoll practica estrategias de combate. Me dice que Sócrates participó en las Guerras del Peloponeso. La verdad es que no recordaba que ningún filósofo 57


hubiese estado en una confrontación bélica. Lo he visto releer a Nietzsche. Ha terminado Así habló Zaratustra en pocos días. Debo reconocer que es un lector voraz, de inteligencia aguda y un sentido crítico sin par. Parece irónico que este hombre viva rodeado de seres no pensantes. Ya han pasado algunas semanas desde la muerte de mi primo. ¿Cuántas exactamente? No lo sé. He perdido la noción exacta del tiempo. Me siento resteado a aniquilar zombies. Está escrito en mi destino. Hoy es el día. Debemos buscar más comida, y sólo somos Stoll y yo. El filósofo es quien primero sube las escaleras. El ruido de sus pasos me produce un vértigo que logro controlar con bocanadas de aire. La puerta silba un sonido agudo que se repite en un eco por toda la casa. No recuerdo que hubiese tanta resonancia acústica cuando ingresamos en este refugio. Stoll parece haberse asegurado de tener completo silencio en su residencia. Caminamos a media luz por un pasillo con cuadros que cuelgan de cada lado. Stoll me pide que espere unos segundos mientras inspecciona el salón que lleva a la entrada. Unos segundos después reaparece y me asegura que todo está despejado, que no hay nada que temer. Me pide que me adelante. Pese a su confianza, penetro el cuarto temblando. Mis dientes chocan con violencia, con espasmos de miedo. Me encandila la luz que entra por las ventanas. Una vez que mis ojos se han acostumbrando a la claridad, noto gente a través de la ventana. Me acerco y observo perplejo cómo fuera de la casa la vida transcurre de manera normal. Hay autobuses llevando a la gente a sus diferentes actividades cotidianas. Veo transportes repletos de escolares que cantan y aplauden. Veo transeúntes comiéndose un helado, hablando y besándose. Dudo de mi propia cordura, pero, 58

cuando volteo hacia Stoll y lo veo apuntándome con el arma, lo comprendo todo. El maldito viejo loco había matado a mis amigos, a mi primo y ahora era mi turno. Es evidente que lo que ocurre fuera de aquí no es obra de un día para el otro. Veo la maldita boca de Stoll hacerse agua, mientras sus ojos rastrean todo mi cuerpo. Luego apunta su arma hacia mi cabeza para hacer fuego, pero entonces lo más inesperado sucede. Un infarto logra arrebatarle su último bocado a Stoll. El viejo ha caído fulminado justo cuando imaginaba que iba a darse un banquete con mi carne. Vomité todas las tripas antes de escapar de aquel infierno. ¿Ve, doctor? A pesar de que la masacre zombi duró tan solo un mes, el viejo enloquecido, o quizá siguiendo su extraña interpretación del pensamiento de Nietzsche, nos mantuvo en el escondite y mató a mis amigos y a mi primo. En fin, para ir directo al grano, si acudo a usted, no es sólo para superar el atroz hecho de haber comido carne humana, cosa de por sí espantosa, sino de haber digerido la deliciosa carne humana. ¿Me entiende, doctor? Deliciosa carne humana. Por favor, dígame que usted lo entiende, doctor. ¿En verdad me entiende?

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menciones especiales

Esta Propatria Nora Edén Mora

pero la distracción, unos labios sobre otros labios, el alambre, el pollo y el gorrión, su esposo y ella, la chimenea tras el canalón, la boca tras la boca, boca y boca, árboles y senderos, árboles y camino principal, demasiado, demasiado, sin ningún orden, ola tras ola Witold Gombrowicz

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La fertilidad de la boca

ada treinta y cuatro minutos cronometrados debería pasar el autobús que te lleva a Dalston. Nunca he deseado que llegues a la parada justo después cuando uno acaba de irse; mucho menos que esté lloviendo y tengas que arreglártelas para meterte bajo el techito rojo. Llegaste y faltaban catorce minutos. ¡Qué ibas a saber tú de cuánto faltaba para que llegara el autobús! Al montarte pensaste que habías esperado, al menos, media hora. Eras buena calculando. La calle principal estaba llena de barro como si fuese una calle cerca del Ávila después de llover. Pero aquí no había montaña. Buscaste la grama de dónde pudiera saliera esa tierra y no encontraste nada. Te limpiaste los zapatos con el borde de la acera como si fuera mermelada de guayaba sobre pan andino. No habías


desayunado. Habías estado la noche anterior allí y pensaste que con la luz del día no reconocerías nada. Por las puertas de los locales llegaste hasta el 10-A. Estaba cerrado y parecía, en vez de un bar, una casa guardando luto. No te sorprendió que todo estuviese prácticamente clausurado. Sin embargo, te avergonzaste de no haber pensado en esa posibilidad una hora antes cuando te imaginaste entrando al bar y explicando lo que querías. Tocaste el timbre para no sentir que perdías el viaje, sabías que si llegaban a abrirte tendrías que estar dispuesta a someterte a la prueba de la estupidez. Me inquietó tu serenidad al ver que nadie respondía, después de todo pensabas igual que yo, ¿quién demonios abriría un bar un domingo en la mañana con ese palo de agua? Estar ahí era innecesario y al mismo tiempo indispensable. Eras el punto de unión entre varias acciones, te habías despertado y vestido sin bañarte, habías caminado hasta la parada, esperado treinta minutos –o solamente catorce–, viajado en autobús hasta Dalston y llegado hasta la puerta 10-A. No estabas loca al pensar que todo aquello tenía algo de estético. Ahí estaba la calle para que tú la miraras nuevamente. Todo muerto. No había manera de comprobar que esa puerta con ese número y esa letra era la misma que habías atravesado ayer. El vacío en la calle, la ausencia de cornetas con bajos temblando, la quietud de una cuadra entera que estuvo bailando a ritmos negros, en calles negras, te indicaba que era el sitio correcto. No es que dejara de ser la calle que era anoche, es que en la falta de sí misma anunciaba su máxima presencia, dormida pero aún allí. Esa pequeña cuadra pidiendo ser identificada, y tú ya le habías concedido el placer de llamarla negra. Todos con

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algo en la cabeza, gorros rastas, afros, dreads, trenzas, alisados o gorras hip hop. Pero tú no eras negra, no lo habías sido nunca. ¿O sí lo eras? No había nadie que te llamara hermana, aunque la puerta del baño al que tú entrabas decía sisters. Te paraste sobre la palabra. Negra y negro, pesaban tanto que al pronunciarlas la boca vibraba. Negra en tu boca se empezó a hacer más grande. Cuando decidiste moverte de allí, la palabra ya casi era un tumor. Sentías que estabas gritando ¡negro!, ¡negra!, ¡negritas!, ¡negritos!, ¡negrotas!, ¡negrototes!, ¡negrototas!, ¡negrotes! Y otra vez ¡negro!, ¡negra!, ¡negritas! Y así. Tenías la boca abultada porque se te salía la palabra, se reproducía en mil pedazos que sólo tenían la opción de salir de tu boca. Familia de palabras, tu lección favorita en primer grado. Querías purgarte y celebrar tu palabra favorita, mostrar el vibrar de los dientes. Tenías una indigestión bucal. Una boca dentro de tu boca que quería vomitar. Era inútil deshacerse de un vómito imposible, un malestar del intestino que tienes en el paladar. Pensaste que iban a seguir las bocas nauseabundas que no vomitan, hasta que escuchaste a alguien decir la bendita palabra. Eran tus héroes, tus hermanos que hablaban de ellos –y de ti–. Decían que el jazz sólo es posible cuando el que canta se peina sin gelatina. Estabas agradecida ante tanta consideración. Tus pisadas sucedían intensamente y caminabas cada vez más rápido. Estabas fuera de la calle que llevaba el adjetivo del que habías escapado. Tu cara tocaba las gotas con agresividad porque estabas decidida a encontrar lo que habías venido a buscar. Sólo que te estabas alejando. Ibas a lo tuyo alejándote de ello. ¿Habría una cura para tu gripe estética? Te detuviste al darte cuenta de que estabas en un lugar en

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el que no habías estado antes. No era una metáfora de tu estado mental, simplemente estabas en otro lado. Las calles empezaron a tener cada vez menos gente. Observaste personas vestidas como discípulos de Jesucristo y negocios que en la parte de afuera tenían platos con ofrendas a santos que no conocías. Vendían panes planos y en las tiendas había avisos de Harina Pan. Era posible que estuvieses caminado por Propatria. Quizás lo que habías venido a buscar no era algo buscable y por eso no estaba detrás de la 10-A. Seguiste porque había algo que te decía ¡sigue! Un imperativo que no sabías de dónde venía, pero era yo. Bajo la lluvia había otros territorios: la lluvia y tú, una. No, la lluvia una; y tú dos. Los treinta-catorce minutos de espera, y tú dos. Podría acabar justificándote y decir que es fácil olvidar la visa cuando llueve, contrabandear embriones cuando es de día y llevar en alto el nombre del país. Te molestaba tener todo esto como una plastilina que se te amasa entre las cejas. Por momentos estabas convencida de que pensabas en una modalidad caótica y ordenada. A veces eras una mala ciudadana de tu propio espacio. Debías volver a lo que buscabas, fuese lo que fuese. Entonces cruzaste la calle para volver por la otra acera. Querías conocer dos de los cuatro lugares que eran esa calle. Cuatro dimensiones para cuatro sitios: la ida y la vuelta, la acera de aquí y la acera de allá. Quisiste hacer dos diagramas del sitio, pero nunca dibujaste nada; los terminé haciendo yo con tus ideas. Las gotas ahora te pegaban en la nuca. Estabas en lo correcto, era un lugar distinto volver por el otro extremo. Pasarías de nuevo por el 10-A, querías buscar tus flores. Nombrabas tu misión. Decías que la calle cambiaba cada 64

veintiún pasos, me gustaban tus análisis. Eras buena para calcular. Así son estas ciudades cambiantes, decían los latinoamericanos cosmopolitas. Pero tu tesis era completamente comprobable, si caminabas desde cualquier punto en cualquier dirección veintiún pasos medianos, cambios en el panorama se empezaban a evidenciar. Como ejemplo tomaste los platos de ofrendas a santos del Medio Oriente (paso 1) y el pensamiento acerca del concepto gusto (paso 1 de la siguiente secuencia). Gusto es otra palabra impronunciable. Se queda tiesa en la garganta cuando se trata de pasar con agua, como el chicle. Esa palabra ha patrocinado varias batallas, te decías mientras sentías las piernas completamente mojadas. Pero el gusto no había llegado por sí solo al paso 1 de la siguiente secuencia. Habías encontrado ese café que podía ser identificado –por algún guerrillero del diseño– como algo con gusto. Te emocionaba saberte objeto de ti misma, quedarte en la ventana viendo hacia adentro preguntándote en qué clase de cesta entran –o entramos– los que quieren hacer un análisis del gusto en el medio de un lugar tan árido como este. Los muebles de madera reciclada, las alfombras rojas viejas y el olor a café te volvían a recordar tu visa. Lo estéticamente correcto de la contradicción, lo estéticamente incorrecto de lo arruinado, lo estéticamente correcto de las nacionalidades. Era fácil verte entrando y sentándote empapada en un mueble de gamuza recuperada de hace sesenta años. Pedir un café como lo harías en un refugio en el páramo merideño. En el páramo es un refugio del frío, aquí es un refugio ideológico del mal gusto. Te preguntabas si se trataba de una declaración de límites o si alguien secretamente seguía tu teoría y creaba una frontera de los veintiún pasos. Queremos decir que aquí 65


hay gusto, esa era la declaración. Una declaración que se te reveló por ser concreta y anacrónica –si entendemos el tiempo como los segundos que transcurren en veintiún pasos o después de la g de gusto–. Con el café caliente en las manos, nuevamente una palabra empezaba a crecer en tu boca. Deseaste salir corriendo en contra del tiempo y nunca haber salido de tu casa. Los problemas estomacales de la boca, esta vez sucedieron en cámara rápida. No sabías si anticipabas los malestares o si hablabas de ellos ya en pasado, pero de una manera u otra creíste haberlos evitado. Mentira. No pudiste huir de los espasmos de la lengua. La brisa convulsionaba el español o el castellano. Ca-lle, nun-ca, nun-ca, ca-lle, se movía sola. Querías apartarte de esa multitud de lengua pero estabas cada vez más en ella. Esta vez no crecía nada dentro de tu orificio bucal, al revés, perdías masa y sobraba espacio, quedaba un vacío enorme que hacía ecos. Creíste haber escuchado la resonancia que hacían los murmullos al chocar con tu paladar y sentiste cómo las paredes de tus cachetes, que preferiste llamar mofletes, se succionaban hacia adentro. Y fue moflete lo que te hizo dar cuenta de que el mal era peor de lo que habías diagnosticado. Habías escuchado esa palabra en una canción española y la habías leído en un libro argentino. Ante el fl de mo-fle-te, el vacío interno se hacía evidente y no sonaba la palabra. Había un hueco profundo, sin músculo, sin hueso –claro–, sin lengua. Te la pudiste haber tragado, pero la sensación nunca salió de la boca, en la garganta no habías sentido un trozo de carne. Te calmaste y buscaste las pistas de tu propio hoyo. La palabra gusto y la ausente lengua se asociaron y pudiste sentir las papilas –no todas, sino las que se activan con lo amargo–. La lengua volvió a ser grande en tu boca, 66

como un pez que vuelve al agua luego de haber estado dando contorsiones en tierra seca. Quisimos desde aquí contar tu historia con un hilo más resistente, quizás nylon, pero fue imposible. Fue tu culpa y no te importaría admitirlo. Volviste hasta la calle negra. 10-A seguía siendo el número que se leía en la puerta cerrada que volviste a tocar sin que nadie respondiera. ¿Qué harías ahora sin las flores? Flores también tiene fl. Ahora las querías. Anoche habías puesto las flores en una esquina y cuando llegaste a tu casa, te diste cuenta de que no te las habías llevado. Recordabas cómo era la libertad de no tener un ovario estético en la boca. Tratabas de recordar la forma de los pétalos y llegabas a la conclusión de que la fecundación de tu lengua había ocurrido quizás desde la noche anterior. Sentías el peso moral de no haber usado protección. Era un domingo. Llovía frente a la puerta de un bar cerrado en la calle negra. Había una puerta de distancia de las flores que te habían hecho caminar nauseabunda de palabras. Querías saber si el vientre bucal sostenía los embriones. ¿Cómo podrías conseguir una prueba de embarazo? Había que culpar a las flores y buscar la pastilla de emergencia.

Oración de la primera persona: adiós neologismos

Señor o señora, yo estoy aquí abajo o aquí arriba; permítame tener la oportunidad de ser culpable para disculparme. No he querido dañar este tipo de vida, pero reconozco mi irresponsabilidad. Pido perdón por no querer aceptar las consecuencias. He recibido órdenes que supuse divinas pero eran carnales. Me han llevado por lugares con descripciones exageradas que podrían calificarse 67


de pornográficas. He caminado por espacios que injustamente he asociado a palabras, y palabras vanamente han sido pronunciadas en calles propias. He jugado con los conceptos y no ha quedado más remedio que vomitar oraciones completas. Pido perdón por mi negligencia, por esparcir mi polen a muchos y no guardarme para crear un ser no bastardo. Ofrezco hoy mi mea culpa sin intentar una orgía de palabras litúrgicas danzando en mi boca. Me desharé de todo, estoy preparada para ser un eco y no una reproductora de los símbolos. Sé que escucharán mi clamor arrepentido y seré perdonada porque quien me puede ver, desde lejos reconoce en mí, la pureza. Hasta lo más limpio debe tener una marca que desmanchar para sentirse aún más limpio. Una cicatriz que le recuerde su naturaleza. El miércoles o el jueves, definitivamente antes del sábado, la vi llegar agitada. Daba vueltas por la sala buscando un diccionario de inglés-español. Ella sabía que no teníamos ninguno porque todo lo revisábamos en Internet, pero le dije que si quería el día siguiente se lo sacaba de la biblioteca que quedaba cerca de la casa. Me miró como en dos tiempos, primero con ganas de reproche y luego con ternura, como si ella misma no pudiera decidir entre una cosa y otra. Tenía al menos tres años diciendo que quería un diccionario con hojas de papel, pero cada vez que lo íbamos a comprar, a último momento decía que no debíamos tener uno porque era un despilfarro de espacio para nuestra biblioteca. Ese día, no se acordó de que la última vez, como todas las anteriores, decidió no comprarlo. 68

Con las palabras ella se convertía en una calculadora con un único botón de restas. Las oraciones y párrafos que construía eran fibrosos. No había nada extra. Por eso también el empeño con el espacio, los libros en la biblioteca debían ser los que ella quería tener, no algo que se le impusiera con abundantes letras que ella no pudiera soportar. Cuando yo me leía un libro después de ella, podía sentir esa manía correctora. Con un lápiz de una mina sumamente pálida, hacía amagos de eliminar letras, palabras, párrafos y hasta páginas. Ella me decía que era una cuestión de amor a estas construcciones. Yo debía entender que la disposición de palabras en forma ahorrativa era la mejor manera de mostrarles respeto. No somos iguales. Yo era un despilfarrador de palabras, no sin ninguna conciencia armónica del lenguaje, sino con una especie de capricho acaparador. Por eso para mí tener un diccionario era tener más palabras, yo hubiese estado a favor de tenerlo, si a ella no la hubiese atacado el pánico del espacio. Una de las veces, refiriéndose al diccionario, dijo que lo que más le molestaba era que las palabras se repitiesen en inglés y luego en español. Me explicaba que no se trataba de que se repitieran los mismos símbolos porque al traducirlas cambiaban, pero que en esencia guardaban algo que las hacía redundar constitutivamente como palabras. Yo traté de convencerla de que no era lo mismo freedom que libertad –quería usar esa palabra para sentirme más en mi terreno– porque la disposición de las letras y la palabra en sí es distinta. Pero ella insistía en que yo estaba olvidando otros elementos de las palabras y sus significados. Si fuesen palabras distintas, dijo, serían intraducibles y las usaríamos en las dos lenguas como hambre y starve que pueden convivir juntas por no ser lo mismo. 69


En las mañanas yo me despierto y preparo el café para mí solo porque a Amalia no le gusta, en cambio sí le gusta verme cuando me lo tomo. Escuchamos juntos los siete campanazos de la iglesia que está al lado y siempre tenemos la misma preocupación ¿Serán las siete al sonar la primera campana o al sonar la última? Terminamos pensando que estamos sometidos a horas más cortas que se cumplen entre el último campanazo de las siete y el primero de las ocho. Nos preocupan los días que transcurren dentro de los intervalos entre campanazos. Somos iguales. A veces ella hace el desayuno y a veces yo lo hago. Cuando yo lo hago siempre me provocan arepas con huevo frito. A ella le gusta comerse toda la parte blanca primero y luego la amarilla. Yo salgo a trabajar más temprano y la dejo en la casa bañándose. Vuelvo en la tarde primero que ella. Pongo en remojo los platos del desayuno y me quito la ropa. Es una rutinaplacentera, si es que se pueden usar esas dos palabras sin que se cancelen entre sí. Las pequeñas cosas me mantienen vivo. La sensación de ponerme y quitarme la ropa es perfecta. La ropa está todo el día rozándome la mayoría de las partes del cuerpo. Mientras trabajo, me rehúso a acostumbrarme a la sensación de la ropa y repaso el tacto del pantalón o la camisa, lo desnaturalizo como si fuese un sensación nueva cada vez. A veces abro los botones de la camisa sólo para dejar entrar un aire que cambie mi encuentro con la ropa. La sensación de las sábanas es algo que me hace profundamente feliz. Mi propia mano al tocarme la pierna produce una electricidad que mi alma agradece. No se me debería confundir con un fetichista, también disfruto el sexo, sólo que lo disfruto más si puedo pensar en cada movimiento y en cada sensación. Hacer 70

el amor tiene demasiados estímulos al mismo tiempo, entonces lo disfruto, pero no al mismo nivel, pues tienen distintas naturalezas. Sí, mi rutina es placentera y la de ella también. Ella tiene su lápiz pálido que cree que nadie ve pero desea que todos lo vean. Su trazo es lo suficientemente tímido para no ser agresivo, pero también es lo suficientemente fuerte como para notarlo. Han ocurrido cosas nuevas. Luego de esa confusión con el diccionario en nuestra biblioteca, ha estado ansiosa. Hace dos días me tomó de la mano y me pidió que le contara con detalles mis deliciosos encuentros con la ropa. Esto era doloroso para ella porque cuando yo hablaba de placer, sentía el placer y repetía todas las veces posibles las palabras tacto, ropa o placer. Pero lo hice por mí, ¿cómo no hablar de la piel tocando la tela? Ella arrugaba la cara pero quería escuchar más. Por momentos parecía que mi disfrute se confundía con el suyo. Me dijo que quería oír una vez más lo que le estaba explicando. Yo había leído hacía poco la palabra fruición y quise incluirla en mi argumento. Ella lo notó, me dijo que si estaba usando esa palabra para evitar usar placer o si realmente creía que esa palabra explicaba mejor lo que yo sentía. Me estaba pidiendo que no usara sinónimos, ni aproximaciones. Algo distinto había en su empeño con las palabras, pero no quise preguntarle. Ayer estuvimos fuera de casa con unos amigos y la vi tranquila, hasta que alguien apareció en el bar con una flores. Ella había estado riéndose de cómo cada zona de Londres trae una insignia o una identidad. Nos habíamos ido a la zona del jazz que quedaba a dos cuadras de una calle principal de árabes y turcos. Nos divertía hablar de la diversidad prescriptiva. Pero las flores la movieron de 71


sí. Me dijo que quería unas flores como esas. Le dije que el día siguiente le regalaría unas, pero ella las quería en ese momento. Me reí. Ella hablaba en serio. Conocía su manera de angustiarse. Yo me tocaba la pierna y sentía la franela tocando mis tetillas. No se me ocurrió nada mejor que pedirle las flores a la mujer que las traía. Allí Amalia me dijo, un poco borracha, que tenía una segunda persona. Yo no entendí o no quise entender. Pedí las flores y me las regalaron. Se las di a ella y me fui al baño un poco confundido. Me quité la ropa, toqué mis piernas desnudas suavemente y luego más fuerte. Sentí el aire del extractor del baño en mi espalda. Pasó un tiempo que me pareció largo, hasta que alguien tocó la puerta. Salí del baño sintiéndome más relajado. Volví y le pregunté si quería hablar algo conmigo. Me miró y me dio gracias por las flores. Dijo nuevamente que había una segunda persona y yo no entendía por qué ella tan cuidadosa decía segunda persona y no tercera. Yo la conocía, no estaba hablando de alguien, pero igual le pregunté, ¿quién es?, ¿a qué te refieres? Y decidió ir a poner las flores en una esquina y salir a quemarse la boca con un cigarro. Dejó las flores en el local y cuando volvimos a casa todo estaba quieto. Se despertó temprano el domingo y se fue un par de horas. Cuando volvió trajo unas flores en la mano, pero no eran las mismas que yo había visto la noche anterior. Una enmienda maternal, dijo ella. Parecía lista para estar lista para algo. La besé y saboreé el hierro de la sangre. La quise revisar y no se dejó. Comentó que ya todo había pasado y que no había de qué preocuparse, que la cuidara en su reposo. No quiero leer nada. Yo quería que me hablara y me mencionara de nuevo esa segunda persona. La conozco, sé que ha sido 72

fecundada para luego arrepentirse. Quiere eliminar el rastro de sus acciones, diciendo que fue otra voz. No hay nada que perdonarle, su brote culposo la hace disfrutar. Caminaremos por Dalston y ella bautizará las calles con su lápiz débil-fuerte. Mañana tendrá las encías rosadas y la lengua curada. Le haré el desayuno y le hablaré con palabras bien escogidas para que me ame y se sienta culpable al corregirme.

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Decembrina noche caraqueña Andrea Carolina López

L

a noche para Zaida había sido larga ese diciembre del 2005, tan larga que había obviado varios días. El sueño profundo de la embriaguez huía del azul cobalto del cielo para despertar con la claridad de la luna y las luces del estadio universitario. La prosperidad del mes procedía de dos fuentes: la primera, los juegos de béisbol que le proveían cuantiosas propinas por vigilar los autos que convertían en un gran estacionamiento a la plaza Las Tres Gracias. Y la segunda, de las jugosas ganancias que Estrella, su pareja, un joven transexual de cuerpo fornido, que podía ser su hijo, le dejaba cada mañana dentro de un improvisado bolso almohada en el que guardaba su ropa y enseres. Estrella también tenía una abultada y diversa clientela ávida de lujuria y destape. Ambas se habían conocido a fines de los noventa, justo cuando Zaida decidió huir de


la casa de su marido e hijos, y Estrella fue expulsada de la casa de sus padres por marico. La conexión entre ambas fue inmediata. A Estrella la deslumbró el cuerpo atlético de Zaida –excampeona de natación en su juventud–, su refinado gusto y educación, su carisma, su piel blanca y los ojos azules que reforzaban su liderazgo en la plaza; y aunque ahora lucía veinte años mayor que Estrella, el vínculo afectivo había superado la relación maternal para convertirse en una relación sólida, madura y honesta, poco común en el tortuoso mundo de la calle. Para Zaida, la relación con su pareja era también especial, pues desde antes de vivir en la plaza había tenido siempre parejas maltratadoras: hombres adictos, como ella, que la golpeaban o que la obligaban a hacerle la chupeta a cambio de unas pocas monedas cada vez más devaluadas. Por otra parte, al frustrarse su deseo de mudarse a la plaza junto a sus hijos, el afecto materno abandonado fue reemplazado por el cariño hacia Estrella. Con ella tenía una relación en la que no sólo compartía sus vicios, sino también una asociación libre de golpes, culpas y abusos sexuales. Juntas disfrutaban el placer de un pequeño radio, de la ropa que conseguían en la basura y de los arreglos que Estrella, también estilista, hacía de sus ropas, peinados y maquillajes, haciéndolos más sofisticados. “¿Y por qué la gente bota las cosas así?”, decía Zaida cada vez que encontraba en la basura unos zapatos cheché colé, como solía llamar a los calzados de marca, o la imitación perfecta de unos lentes oscuros Gucci. “Y es que no todo es así, marginalidad –proseguía–, porque trabajo estamos pasando todos. Los que estamos en la calle más que los que están en un cerro viviendo en un rancho que, por 76

más que sea, tienen lavadora, microondas, cocinita a gas, televisor de plasma y hasta DVD”. El lugar predilecto de ambas era un manantial escondido de agua dulce, cercano a las riberas del Guaire. Mientras nadaban en la intimidad del sitio al que peligrosamente accedían tras bordear por largo tiempo la autopista, la pareja soñaba con reunir el dinero que les permitiera hacer un gran festín allí en el manantial. Después se irían a dormir varios días en una habitación del barrio Hornos de Cal de San Agustín del Sur. La anhelada vacación les permitiría compartir varias noches y días de placer sin la angustia de que alguien las robara o maltratara. Conseguirían además estar libres de las ratas, esas enormes mascotas a las que ya habían puesto nombre para identificarlas durante las noches en que estas asaltaban la comida que celosamente guardaban. Y es que en los últimos meses, Estrella, previendo el hambre de las “mascotas”, acostumbraba dejar junto al dinero un mendrugo de pan que asegurara a su compañera la comida del día. El gesto era para Zaida, con toda razón, el símbolo más sublime de su genuino amor. Sin familia y sin amigos de verdad, ellas habían conseguido labrarse una relación plena de mutua confianza. De modo que, a pesar de que se querían mucho, ambas acordaron sacrificar su mutua compañía durante estos días en favor de gozar plenamente en el manantial. Tras el chapuzón y la nadada, Zaida se imaginaba sorprendiendo a Estrella con algún perfume costoso, aunque vencido, que alguno de sus vecinos de la plaza había desechado y que ella guardaba. Zaida pensaba en ese oasis imposible del Río Guaire, hurgando el bolso de bienes siempre cambiantes y maravillosos, rociándole a su pareja lo que 77


ella llamaba el perfume de los encantos, de seducción: la fragancia suave y limpia de Mousse de Cartier. Bajo la promesa del logro tantas veces anhelado en aquellas aguas de fantasía, trascurrían las Navidades. Estrella, a pesar de la extensa demanda de seres libidinosos, pasaba en algún momento del amanecer a dejar un dinerito y el mendrugo de pan acostumbrado dentro del bolso- almohada de Zaida, mientras esta dormía profundamente por el trabajo o el barranco –para Zaida era la misma cosa– de la noche anterior. Y así transcurría cada noche, vivida por Zaida como una sola noche, en la que despertaba con las cornetas, la música a todo volumen, los pitos y los vítores de la fanaticada. Comía su pan, se alistaba un poco con lo que estaba en su bolso y, dinero en mano, se metía en “el Hueco”, un pequeño barrio ubicado entre la autopista y el infecto río El Valle, a controlar la vitamina que le diera la vitalidad necesaria para encarar la ardua faena de los autos. Una vez recibida la vitamina a través del golpe de pipa y estacionados todos los carros, Zaida repetía el golpe y procedía a levantar todos los limpiaparabrisas. La estrategia, siempre exitosa, hacía imposible la escapada inadvertida de los clientes. “Antes de darse al pire tienen que tomarse su tiempo para bajar los limpiaparabrisas y ahí ¡zas!, les caigo yo”, comentaba orgullosa por su sapiencia y vivacidad para el negocio. Emprendedora, se hacía de un rebusque distinto durante las noches ausentes de béisbol. El más provechoso consistía en ser gestora de los policías. Los uniformados montaban sus garitas de “Operación Navidad”. Pero según Zaida, más que para vigilar el orden público los policías buscaban matraquear a los transeúntes para costear sus vicios. A sabiendas de que no podían entrar al “Hueco” a 78

comprar cocaína o una que otra piedra de crack, Zaida se ofrecía de mediadora. Avispada y rencorosa hacia los uniformados aunque no lo dijera, Zaida compraba una porción para ellos más barata que la que le habían pagado y antes de entregárselas les robaba un poco de su azuquita. Otras noches eran molestas. Y es que en esos días, a la madre de Zaida le entraba una enorme culpa e iba a verla. Eso sí, sin bajarse de su costoso auto y manteniendo el vidrio a una altura que impidiera el contacto físico con su hija. A Zaida le gustaba la comida que su mamá le llevaba y de corazón apreciaba su gesto, pero odiaba el sermón de tono religioso del que siempre había escapado en su infancia y juventud. Y es que en el fondo Zaida sabía que, intentando guardar las apariencias de una alta sociedad a la que creían pertenecer, su madre y sus hermanas se preocupaban más por el qué dirán que por ella. Negada a ser parte de ese mundo de apellidos, presunciones de éxito y buenas costumbres, la calle significaba para Zaida la libertad tantas veces negada en el claustro de las monjas, en la casa de su mamá y en el internado en los Estados Unidos. De este último logró escapar al robarle una patrulla a un policía con la que atravesó el país norteño hasta la costa Oeste. Deportada a Caracas, habían querido apresarla en centros de rehabilitación en los que no creía: “Pa´ rezá, rezo yo aquí en la plaza”, decía. También la asfixiaba la casa de su marido. Y es que Zaida había luchado demasiado por su libertad para que a esta altura, ya con más de dos lustros en la calle, viniera cualquiera a querer encerrarla. La autonomía de la calle era para ella algo incluso más preciado que el cuidado de sus hijos. Y aunque en principio le alegraba que Ronald, su hijo mayor, fuera a verla a la plaza, el encuentro terminaba 79


siempre a los golpes y a los gritos: “No quiere estudiar, no quiere trabajar y sólo viene a fumarse mi caramelo. Yo trabajé y sigo trabajando, lo que tengo me lo gano yo, no como él, que a cuenta de que es mi hijo siempre quiere quitarme mi piedra”. Y así, entre el dinero y el pan de Estrella, entre regalos de uno que otro transeúnte piadoso, entre discusiones familiares, negocios con la policía y con fanáticos del béisbol, pasó la Navidad y llegó el fin de año. Pasadas las doce campanadas, apareció Estrella. Hermosamente ataviadas con sus respectivos estrenos, ambas compartieron un abundante coctel de champaña y ron triple filtrado, rieron hasta el cansancio de lo pendejos que son los policías y de lo infelices que son los militares clientes de Estrella. La carcajada soltada por Zaida al escuchar a Estrella contar cómo el general Rodríguez suplicaba por llevar una tanga de luciérnaga bien encendida en las nalgas, fue escuchada por Monchito, un expresidiario que perdió su casa y su familia en el deslave de Vargas. El indigente buscaba en el piso y en la basura aquello que calmara su ansiedad y proporcionara un poco del néctar que hacía tan feliz a la pareja. En el fondo, a Monchito no sólo le molestaba el disfrute de ellas, también le daba rabia que Zaida le hiciera pagar comisiones por dormir en algún banco de la plaza y sobre todo, que despreciara el cariño de Ronald. Monchito pensaba siempre para sí, que si a él le hubiera quedado al menos un hijo vivo, habría luchado para sacarlo adelante y su destino no habría sido la calle. Embriagadas hasta la saciedad, con el maquillaje ya corrido y sus elegantes trajes arrugados, Zaida y Estrella decidieron que al menos en ese momento, no estaban en condiciones de partir para el manantial. Además aún no 80

tenían qué llevar para comer. “No importa, la noche es larga, muy larga, mejor nos vamos mañana que no hay marcianos”, decía embriagada Zaida mientras veía paranoicamente alrededor, vigilante de que no hubiera nadie por allí extraño a ese planeta tan suyo que era la plaza. Estrella, entretanto, aspiraba el polvo blanco saboreado con un largo sorbo del coctel. No lo había terminado cuando el estruendo de una corneta estremeció su tranquilidad. Se trataba de un coche oficial parado a escasos metros de la plaza. Zaida casi no podía ver, las luces altas prendidas y apagadas intermitentemente hacían imposible la visibilidad. Ante la perturbación del sonido y las luces, Zaida manoteó negativamente en señal de que el negocio del parkeo estaba cerrado. Pronto, Estrella contuvo su gesto. Se trataba del general Luciérnaga, como entre risas lo llamaban ellas, quien, ansioso, buscaba a la “trans” desesperadamente. “Qué fastidio, seguro que su mujer ya se acostó a dormir”, dijo Estrella apretando sus dientes y agitando su cartera. “Que se joda –replicó Zaida–, ¡arranca, chico, arranca pa’ otro lado!”. Pero el carro se negaba a marcharse, allí seguía estacionado con su incómodo juego de luces y su molesto sonido de corneta. Ante el impertinente grito de queja de una vecina en la ventana de un edificio aledaño, Estrella se acercó al carro. Zaida, mareada, veía cómo Estrella conversaba con el insaciable uniformado. Tras el intercambio, Estrella se acercó al banco. A Zaida no le gustó que el carro esperara, pues sabía que Estrella se iría. Una vez que su compañera le mostró el gordo fajo de billetes que le diera el general Luciérnaga, Zaida se aplacó. “Nos vemos en un par de horas, reina, yo traigo el pan de jamón y las hallacas. Vamos a convertir el manantial en la piscina del 81


Tamanaco, ¡no joda!”, le dijo Estrella. “¡Sí va!”, respondió Zaida entre risas, mientras la champaña con triple filtrado se derramaba entre los huecos de los dientes que ya no tenía. Y tras el beso cariñoso de Estrella en la frente de Zaida, la última despidió de mano a su compañera cuando se montó en el carro de vidrios ahumados que partió rápidamente. Zaida se dio otro golpe de pipa y con la botella en la mano vio el auto perderse. Era como la una de la tarde del primer día del 2006. A pesar de la quietud y el silencio inusual en otros días del año, Zaida despertó. Encandilada por el sol, se dio cuenta de que la noche eterna había terminado. Mareada, revisó los diferentes relojes que llevaba en su famélica muñeca. Todos estaban parados a una hora distinta, de modo que no supo qué hora era. Como ya era costumbre, metió su mano en el bolso-almohada y no encontró dinero, “¡Coño e’ la madre, ya me tumbaron, nojoda!”, se dijo a sí misma molesta. Sin embargo, presintió lo peor al percatarse de que tampoco había hallacas ni el acostumbrado pan. Temerosa y aún mareada, Zaida se levantó. Se acercó hasta el estanque de la plaza Las Tres Gracias y se lavó la cara. No habían transcurrido cinco minutos cuando escuchó que alguien, a lo lejos, la llamaba incansablemente. Cada vez más cerca de sí, divisó a Monchito quien, atareado, le dijo que habían matado a su hijo. “¿A quién? –preguntaba Zaida desesperada–, ¿a Ronald o a John?”. “¡A Ronald!, ¡a Ronald!”, contestaba Monchito consternado. “¿Pero cómo?, ¿cuándo? Ay sí, tremenda nota que te metiste, ¿no?”. Monchito besaba sus dedos en cruz: “No, no, te juro que no”. “¿Y tú cómo sabes eso?”, replicó Zaida. “Porque lo encontraron allá arriba en la autopista, lo atropelló una gandola en la madrugada que lo dejó 82

como papelito y se lo llevaron pa’ la morgue”. Zaida, desconfiada y preocupada, respiró profundo y giró instrucciones a Monchito: “Coño, cuídame esto aquí que por ahí debe vení Estrella. ¡Y ojo con una vaina!, que como sepa que me quieres tumbá te mato, coño e’ tu madre. ¿Oítes?”, gritó Zaida mientras lo señalaba con el dedo y apuraba el paso hacia la avenida Neverí. Monchito, rencoroso pero contenido, sólo asentía: “Tranquila, catira, tranquila”. En el camino, la entrada al “Hueco” la hizo dudar. A punto de entrar, se registró los bolsillos que no tenía y se arrepintió. Viviría lo peor así, sin la vitamina del crack, sin la anestesia que mantenía su cuerpo y el escape de su mente desde hacía quince años, y aunque los pulmones la regañaban, subió tan rápido como pudo la empinada avenida Neverí y llegó a la morgue de Bello Monte. Enceguecida por la desesperación, Zaida hizo a un lado a otras madres dolientes. Con apenas algunas palabras logró entrar a las cavas. Una de las gavetas fue abierta por el forense de turno y entonces Zaida rió mientras su rostro se llenaba de lágrimas. El forense la miraba con la indiferencia de quien los trescientos sesenta y cinco días del año convive con el rostro más genuino de la sórdida Caracas. “Entonces, ¿lo conoce?”, preguntó el forense con desdén. Zaida asintió con la cabeza, y con la sonrisa desdentada y el rostro enrojecido y mojado alcanzó a decir: “Disculpe, es que siento alegría pero también tristeza. Alegría porque este muerto no es mi hijo, y tristeza porque este es Juan Carlos, o mejor dicho, Estrella”.

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También sobre el alma nieva Carlos De Santis A.

E

n Caracas está nevando. La ventana me queda lejos, un poco más abajo de la cabeza, a la altura de los ojos. Por más que trato, el brazo no me alcanza para tocar la nieve; pero por lo menos puedo verla caer, deslizándose en el aire como suspiros helados. Es la primera vez que llueve nieve del cielo. Me imagino que tocarla se siente como golpecitos helados, que de tanto enfriarse acarician la piel susurrando cálidamente. Mientras caen, detienen el tiempo y se acumulan en montoncitos en el suelo gris de la calle. Eso ven mis ojos, porque no hay otra cosa más que mirar. Otras veces se me van las horas mientras imagino el sabor de la nieve si algún día llegara a probarla. Entonces me quedo callado y mi madre se me queda mirando con los ojos llenos de atardeceres… Siempre hemos sido mi madre y yo. Nadie más. Cuando era pequeño, mientras estaba acostado, acomodado en el


hueco que me hacían sus brazos, me decía que no me preocupara, que no nos quedaríamos solos toda la vida, que cuando empezara a nevar sobre Caracas me daría un hermanito. Eso me lo prometió tomándome las manos y poniéndoselas cerca de su pecho palpitante, donde resonaba su corazón. Ahora no sabe qué hacer. A papá lo mataron hace mucho tiempo, antes de que yo naciera, y ella está sola. A papá no lo recuerdo, pero mi madre me dijo que se parecía a una sombra. Que llegaba a casa tambaleándose muy entrada la noche, cuando los pajaritos del cielo ya no cantaban. Eso yo no se lo creo. Hay pajaritos que cantan toda la noche, y si no los hay, entonces soy yo que me los invento. Pero de todas maneras mi madre me lo dice. Ahora está sentada cerca de la ventana viendo caer del cielo los copos helados. Sus ojos parecen apagados, y la cara la tiene llena de angustias. Debe estar pensando mucho en mi hermanito, porque mi madre es de esas personas que siempre cumplen sus promesas. Y cuando digo siempre, es siempre. Un día me prometió que si no me callaba la boca, cuando llegáramos a casa me daría golpes con la correa que ella guarda en su cuarto. Y yo no me callé. Ella cumplió su promesa. Por eso siempre soy cuidadoso de portarme bien; no vaya a ser que mi madre recuerde esa promesa que me hizo el día que yo no me quise callar. Ahora la veo y me emociono porque cuando venga mi hermanito tendré con quien jugar. Así podré jugar con él en la nieve… Es que parece que no va a parar. La nieve sigue cayendo como si la llamara la tierra. Mi madre dice que empezó a nevar el día que mataron

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en una noche a trescientas cincuenta personas en uno de los cerros de la ciudad. Me dice que sintió como la tierra clamaba la sangre derramada. Que se escuchaban los gritos de las ánimas, penando por la muerte de tantas personas. Me lo dice así, con esas palabras crudas, porque ella piensa que yo ya estoy grandecito. Igual me da miedo. Yo no quiero que me maten y tampoco quiero que maten a mi madre. Ese día, cuando empezó a hacer el frío que trajo la nieve, mi madre cerró todas las ventanas, haciendo ruidos espantosos, porque según ella, se escuchaba el pasar de la muerte en el aire. Ahí mismo se puso a rezarle a los santos; ahí mismo junto a la ventana, con el humo de la muerte todavía saliendo de los cuerpos fallecidos. Le pidió protección a todos los que conocía y a los que no conocía para que no les pasara nada. Rezó por cada una de las personas que habitan la ciudad. Yo no escuché a la muerte pasar, solamente oí los murmullos de mi madre revoloteando entre las velas encendidas… Así, desde ese día, ya lleva horas sin parar de nevar. Desde aquí arriba, en la ventana, se puede ver cómo todo perdió el color, volviéndose blanco. Se ve que la gente que no tiene nada, sufre. Los que viven en la calle, buscan comida en la basura congelada. Ayer vi a un mendigo lamiendo el hielo que lo separaba de un pedazo de comida para poder llegar a ella. Pero nunca llegó a probarla porque cuando se estaba acercando, poco antes de que su lengua tocara la comida, se desplomó muerto sobre la nieve. Debe ser que se murió de tanto esperar por la esperanza…

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Ahora me doy cuenta de que Caracas no está hecha para la nieve. No hay techos a dos aguas. Aquí los techos son planos. La nieve se acumula sobre ellos y las casas se desploman. Eso pasó ayer. Al mediodía el edificio se estremeció como si hubiera temblado. Y cuando nos asomamos nos dimos cuenta de que allá lejos, en uno de los cerros, muy cerca de donde habían matado a las trescientas cincuenta personas, las casas de latón no lograron soportar el peso de la nieve. En el cerro quedó un hueco negro, anochecido y hecho de dolor. Mi madre dice que es un castigo la nieve. Ella piensa que es un castigo de Dios porque mataron a toda esa gente y la tierra se tragó la sangre que derramaron. Yo no le creo, pero la escucho. Debe ser que el frío no la deja pensar y la mente se le trastorna. Tal vez está molesta con Dios por hacer nevar y tener que cumplir su promesa. Y ella sigue ahí, en la ventana... Nunca había visto el viento hecho de color. Cuando no caía nieve, el viento se sentía en la piel, cálido; pero jamás se veía. Ahora es blanco, y mientras va volando, cuando está muy lejos, se vuelve gris. Tal vez la nieve y el viento sienten, y por eso se ponen grises. Deben sentir la tristeza del frío que hay en el aire. Tal vez son grises porque se llenan de pena al ver a la gente muriendo en las calles congeladas. Eso debe ser. Pobre madre. Ahora llora mientras saca la mano por la ventana. Debe ser el frío que la hace llorar, o el viento de color, o la nieve gris. Tal vez empezó a nevar también dentro de ella. Tal vez es una cosa que les pasa a los adultos. No lo sé. También sobre el alma nieva…

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Me gustaría preguntarle, ¿por qué lloras madre?, pero sé que ella no me contestará. Sé que cuando llueve o nieva dentro de ella es imposible acercarse. Quisiera llorar en su pecho retumbante pero tengo mucho frío. Si lo hiciera, las lágrimas me saldrían hechas de hielo. Me tapo los oídos porque no quiero escuchar a mamá llorando. Ella me ve, me abraza y me calienta el cuerpo con su pecho cálido y me dice al oído que vaya a la bodega a comprar un poco de café. Que eso nos hará sentir mejor. No le digo nada y me visto. Me pongo dos camisas y dos abrigos. Me pongo mis guantes para que las manos no se me congelen. Mi madre me enrolla su bufanda en el cuello y me da un beso en la frente. Sus besos son cálidos como cuando no caía nieve. El pomo de la puerta del edificio está frío. Se me resbala porque está cubierto de hielo. La puerta rechina con un grito de dolor. También la puerta debe tener frío. En la calle del frente hay un muerto que se quedó congelado. Está solo. La piel se le puso azul y se le cae a retazos. No me gustaría morirme solo. Pero hace demasiado frío como para pensar en la muerte. Las calles están desiertas. No se ven carros, ni personas, ni perros. Nada. Solamente la nieve blanca invadiéndolo todo. En la bodega le pido a la empleada que me de un frasco de café. Me lo alcanza. Su mano sin guante tiene un color azulado. La otra mano la tiene en la boca, soplando bocanadas de aire caliente. ¿Por qué vienes a comprar café con este frío?, vete a tu casa niño. Vete y abrígate, me dice. ¿Por qué viene usted a trabajar con este frío?, le pregunto. La vida está cara, me responde. Le creo…

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Mi madre todavía está en la ventana y llora mucho. La ha cerrado. Me gustaría decirle lo mucho que la quiero, pero las lágrimas la alejan de mi lado. No me gusta verla cuando llora. ¿Cuánto te costó?, me pregunta. Todo, le digo. La vida está cara, dice suspirando. Le creo… Ya no comemos como antes. Ahora comemos una sola vez al día. Mi madre dice que así es más sano, que no comer tanto es bueno para el cuerpo. Le gusta mucho agarrarme las manos y decirme que en el sendero de las penurias hay siempre una luz al final del camino. Le creo porque sus ojos son honestos. Ella toma el café entre sus manos y lo huele. Aspira el aroma como si fuera su último aliento. Le gusta mucho el olor del café. Dice que le recuerda al aroma de la tierra húmeda. Al olor que despiden las casas hechas de tierra de su pueblo. Su mirada me dice que tiene ganas de volver al interior, donde no debe nevar. Los ojos le titilan como las estrellas que cubren el cielo. Yo no me preocupo porque estoy con ella y me protege. Si empezara a nevar dentro de la sala, ella me protegería con su cuerpo cálido y suave. El aroma del café caliente vuela en la sala, como mariposas atolondradas. Es cálido, y el vapor que sale de la cafetera nos sirve para calentarnos las manos. Mi madre abre la ventana otra vez, la nieve entra y moja la alfombra de la sala. La abrazo para que me de calor. Ella cierra la ventana y se agacha para verme a los ojos. Te prometo, me dice, que cuando deje de nevar te doy un hermanito. Ahora abrázame y no digas nada. Me quedo callado. Sus brazos me comprimen el pecho. Yo sé por qué me lo dijo.

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Allá afuera se siguen escuchando gritos y disparos. Así que no creo que deje de nevar en mucho tiempo. Mamá me toma la mano y me promete que todo estará bien. Le creo. Mi madre es de esas personas que siempre cumplen sus promesas.

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No somos modernos Ricardo Ramírez Requena

A Violeta, Salvador y Gustavo

Zona Rental

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esde la muerte de Sofía, las cosas con Pedro se pusieron, Aldonza, cuesta arriba. Antes de sus quince años había tomado un bolso y se había ido, dejando en la casa un vaho a derrota, a pérdida, semejante a la del boxeador cuando recoge sus cosas y se marcha para siempre del gimnasio. Nunca supe manejarlo. Sofía lo suavizaba, lo ponía mansito. Yo fui incapaz de ese heroísmo. No soy fuerte, no resuelvo, soy dubitativo. Mi trabajo no es admirable tampoco. Soy operador del Metro, tengo veintitrés años siéndolo. Inauguré la Línea 2, allá en el 87 y ahora inauguro la Línea 4. Los jefes confían en mí para eso. Y me gusta, siento que abro caminos nuevos para los habitantes de esta ciudad, los que se joden. Pensé, además, que esa labor era digna de admiración por parte de Pedro, o que podría serlo. Pero nunca fue así. Cuando


estaba pequeño y lo paseaba en la cabina, sufría de un terror sin fin al adentrarnos en el túnel. No le gustaba, le tenía pavor. Las pocas veces que lo intenté, en las noches sufría pesadillas y corría a nuestra cama. Se aferraba a su madre y me daba la espalda. Entendía que era apenas un niño pegado a las faldas de su mami, pero con el tiempo las cosas no cambiaron. Era tanto el pavor que le daba el Metro, que sólo podía soportarlo de la mano de su madre, y con lágrimas en los ojos. El asma se le complicaba, además se bombeaba sin parar. Sofía tuvo que inventarse una ruta en la superficie para llevarlo al colegio, lo que significaba que debía salir más temprano del barrio. Eso lo hace sólo una madre. Yo pensé que todo se resumía en trabajar, ser honesto, estar pendiente de que nada le faltara, eso. No funcionó, Aldonza. La nueva línea tiene cuatro estaciones. De ahí empalma con Plaza Venezuela y la gente se va a Coche o a la Universidad. Faltan estaciones en esta línea, no se compara con la Línea 1 ni las otras. La siento como un atajo para llegar a Plaza Venezuela, más nada. Y ya yo voy perdiendo los tiempos de los retos. El sindicato cada día se pone más duro, más cerrado. Me he ido desligando. Tengo mis beneficios, tengo mis años de trabajo y mi jubilación. No quiero más nada: ni problemas con el gobierno, ni bajos asuntos, ni huelgas. Un sindicato es una mafia legal y llevo años haciéndome el loco ante esa mafia. Supongo que hasta eso me lo recriminaría Pedro: “No cogiste unos reales, no ascendiste. Más de veinte años en el túnel. En el hueco negro, oscuro, feo. Escondido como un topo. Caminando hoyos. Encuevado”.

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Tengo un amigo, Sancho, pero es una amistad complicada. A veces él me entiende las vainas, los caprichos; a veces no. Desde el primer día en esta nueva línea me ha entendido definitivamente. Antes le costaba, me ponía en duda todo lo que le comentaba. Claro, para alguien que se encarga de golpear a los ladrones detrás de las puertas grises de las estaciones, de aleccionarlos desde la inauguración del Metro, nada sorprende realmente. Ni siquiera recoger las manchas de sangre, huesos y excrementos que dejan los suicidas cuando se lanzan, cosa que empezó a hacer desde la llegada de la Línea 3. Los humoristas, los llama. Los jodedores, cuando anda encabronado. Sancho llegó a finales de los setenta a Venezuela, a trabajar con los franceses. Era bueno en su labor. Un día no aguantó más y pidió cambio, después de la inauguración de la Línea 1, en el año 85, si no recuerdo mal. En España, a pesar de lo bajo que era (le llevo una cabeza) había sido boxeador. De eso vivía en sus años mozos. Luego de fugarse del seminario de curas, se mantuvo en las calles echándole pichón a punta de coñazos. Y a punta de coñazos llegó a Francia, cruzándola en tiempos de visitar al santo en Compostela. Se mantenía vendiendo estampitas y otras cosas en el camino, en especial a los gringos. Con dólares, pesetas y algunos francos llegó al lado vasco, en la otra cara de los Pirineos, y se presentaba como “El gran Panza” en los cuadriláteros. Tenía un jab de izquierda que dejaba lelo a más de uno y que quebraba todo a su paso. Un día lo bombearon entre varios en un bar, (lo aventaban por los aires), se fastidió de arreglarse la nariz quebrada y se enroló como obrero en una construcción

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de bodegas vinateras. De ahí, bordeando Francia, llegó a Marsella, a Lyon, y de un solo golpe brincó a París. En cada avanzada hacía más dinero en mejores construcciones. Ya siendo experto con los años en trabajos bajo tierra, lo encomendaron como buen trabajador en Rotival, luego se fue con la gente de San Francisco, California, y con ellos llegó a Caracas. No tuvo problemas en venirse, nada lo ataba. Nada, hasta que se empató con Teresa y tuvo una hija. Sancho, Aldonza, es mi amigo, quizás el único que me queda en la compañía. No suelo hablar con más nadie. Cuando cuadramos los horarios, almorzamos por su casa en San Agustín o a veces en las noches nos llegamos por Bellas Artes a tomarnos unas cervezas. Los ojos grises, opacos de Sancho, me miran entre birra y birra. Me miran con compasión, con piedad, quizás de lo poco que le quedó de tiempos del seminario, además de un ritual de despedida que le hace a los suicidas cuando recoge sus cuerpos: saca una botella de vino de cocinar, la esparce por el lugar antes de aplicar el líquido para limpiar los rieles y dice: “La sangre ahora se purifica con la carne y se hace una con la tierra, sus metales, sus miserias. Púdrete, cadáver”. Hace la señal de la cruz como lo hacen los ortodoxos, para llevarle la contraria a la Iglesia romana y ser más hereje de lo que es, y se tira un peo. Es una mierda, pero por lo menos considera las almas de esos malditos. En su dureza piadosa también me dice que me olvide de mi hijo. “Pedro es un hombre y se marchó, déjale hacer su vida y sigue con la tuya. Así son las cosas siempre”. Sancho me escucha mis borracheras, esas en las que nunca lloro y me da por hablar más pausado de

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lo que hablo. Y le cuento lo que veo dentro de los túneles. Sólo tú y él saben de los espantos. En cada línea lo que veo cambia. En la Línea 2 se veían indios. Indígenas. Caribes. Me hacían señales, me gritaban, hacían señales para que me detuviera, golpeaban el vidrio. Al principio, me chorreaba. Pensaba que no duraría en el trabajo. Luego, cerraba los ojos. Los rostros se veían en los trazos de luz cuando ya todo el tren estaba dentro del túnel. Pensé que con el tiempo lo manejaría. Al pasar a la Línea 3 se sumaron rostros de blancos, de gente vestida para una gran comida, arreglada, cadavérica pero arreglada. Mulatos y negras, sudados, de cuerpos brillantes y miradas profundas. Veía que increpaban con voces, pero nunca pude entender del todo qué decían, así me esforzara en leer sus labios. A esa velocidad, era muy difícil. Una vez hicieron un congreso de sistemas subterráneos de transportes y, entre copa y copa, un argentino me comentó que en el subte no era muy distinto, más en las rutas viejas, las cercanas a Plaza de Mayo. Decía que eran los muertos de La Boca, pues el subterráneo no llegó nunca hasta allá. Los mexicanos eran más exagerados: aztecas, el mismo Moctezuma, conquistadores, los franceses que invadieron hace más de cien años, y hasta los abandonados por los rescatistas en tiempos del terremoto de no hace mucho. No les creí, el Metro allá no es subterráneo. Pero los gringos de Nueva York o los mismos franceses de París, tan serios y tan comemierdas, pelaron los ojos cuando lo comenté. No dijeron nada, pero sé que sus historias no serían tan distintas a la mía. Sancho sólo tenía una palabra cuando le contaba esto: superstición. Ateo como era,

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ateo militante además, que se encargaba de dejar volantes en los asientos de los vagones, decía que eso era simplemente paja. “No es a espectros a lo que hay que tenerle miedo, es a los vivos, y cómo manchan los rieles cuando se matan o cómo lloran cuando les destripas las bolas con alicates”. “¿Tú no crees en nada?”, le increpo. “No, no creo en nada”, respondía. Y era verdad: tratar con ladrones y suicidas endurece. “Eres duro entre tanta miseria en la que trabajas”. “No –me decía otra vez–, mámate el franquismo para que veas lo que endurece. Ustedes en este país, en donde llevo años viviendo y culeando y trabajando y esperando la muerte sonriente y negra, perdieron el fogueo, la conciencia del dolor, de pasarla mal. La democracia los volvió un mazacote, los volvió pupú, gente sin guáramo (una de sus palabras criollas favoritas, que repetía como un mantra). Se volvieron débiles. Yo escucho los cuentos de los que no son de acá y lo confirmo. No han llevado palo del bueno desde hace años y así no se hace el carácter. Tú podrás ver fantasmitas, todos ven fantasmitas acá, eso no te ha hecho más fuerte”. No sabía nunca que responderle cuando me atacaba con esas palabras. Bajaba los hombros. Me despedía con un leve “hasta mañana”. Parque Central

Al empezar en la Línea 4, me llené de valor para afrontar lo que venía en el túnel. Nunca entendí por qué no busqué otro trabajo, preciosa. Las primeras veces, apenas en el 87, cuando me bajaba más blanco de lo que soy y

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entregaba el turno, me iba a buscar ron a cualquier barra antes de llegar a casa. Luego, un día, aparecieron unas pastillas en la sala de reposo, cuando iba a comer. Me sentaba en el mismo puesto siempre, ahí estaban. Una nota decía: “Esto quita los fantasmas”. Las engullí. Eran dos siempre. Supuse que alguien viejo de la empresa, de los que inauguraron, del sindicato, me dejaba las pastillas. Los fantasmas no desaparecían en el túnel, sencillamente no me importaban; como si fueran una forma más de la luz. Con los años, supongo que el cuerpo se fue acostumbrando, sentía que las pastilla perdían el efecto. Una vez dejé una nota que decía “más”, y al día siguiente tenía tres, ¿puedes creerlo? Pero esas también empezaron a perder su efecto. Y ahora, comenzando en esta nueva línea, apenas aparece una de vez en cuando. Hace dos meses me dejaron una nota: La crisis, decía. ¿Qué bolas no? Me jodí, pensé inmediatamente. En esta línea no he visto el primer espanto, pero sé que en cualquier momento aparecerá. Nunca faltan. No sé si podré soportarlo. Hoy me tomé un Valium antes de salir de casa, y llevo otro guardado, pues nunca se sabe. Tú me entiendes, Aldonza. Me toca la hora del mediodía, lo que hace los tiempos más lentos, más cargados, más muchachitos parando la puerta para entrar, más gente coleándose sin vergüenza, más musiquitos, enfermos, personas mayores. Los musiquitos acomodan el mediodía de algunos y a otros los encabronan. Los hay de todo tipo: guitarrita y temas de moda; arpa, cuatro y maracas; hiphoperos. La Cindy-sin dientes, célebre mendiga, se mudó a esta línea a ver cómo le va, supongo. Sigue siendo la favorita de la fanaticada, suben

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sus videos a YouTube, ella hasta se entusiasma y piensa en un disco. Los enfermos no tienen fin, o los supuestos enfermos en muchos casos. Los vendedores son los más histéricos y gritones. Me fastidian los mediodías, pero por lo menos me entretienen, hacen que pase el tiempo más rápido. Soy un hombre alto y delgado, para que sepas. Tengo algunas hermanas que nunca se casaron, vagabundas, y un hermano muerto en un lance con la policía en los ochenta. Los malandros eran más y lo acribillaron. Vivo, desde la muerte de Sofía, en una casa de alquiler por Puente Hierro que comparto con una doña, una hija de una de mis hermanas y un italiano viejo que trabaja de barbero. En un anexo vive un curita retirado que fue confesor durante décadas en la parroquia Santa Rosalía de Palermo. Una vez intenté contarle lo que veía en el túnel, pero no entendía nada de lo que le decía, sólo hacía silencio y al final, antes de terminar de echarle el cuento, incluso, me absolvió, me dijo que rezara tres avemarías y me despidió. Me quedé con todo el frío de los muertos adentro. No recé los avemarías. Cerca del Nuevo Circo hay una iglesia evangélica y probé llegar hasta allá. Me recibieron. Me hicieron unos rezos, cantaron loas al Señor y me pidieron dinero. Me molesté y me fui. Dejé la cosa de ese tamaño, no era cercano a verme con brujos ni santeros. Cargaría con mis fantasmas. No recuerdo si de niño veía aparecidos, Aldonza. La verdad que no. No sé a ciencia cierta cuándo empecé a ver cosas. Comencé a beber y a meterme vainas recién salido del colegio. Hice múltiples oficios. Encontré luego a Sofía

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y nos enamoramos. Fue mi tiempo más feliz. Años después de comenzar en el Metro, Sofía empezó a sentirse mal y un día fue al médico. Cáncer de pecho. Nos dio en la madre eso, a Pedro y a mí. En menos de cuatro meses se puso chiquitica, se la cayó el pelo, Aldonza. No aguantó mucho la quimio, los médicos decían que no valía la pena ni siquiera extirparle el pecho. Nada; se nos murió. Pedro estaba ya grandecito, y entre mi trabajo y otros oficios que estaba haciendo para terminar de pagar la plata que me prestaron para el entierro, se me echó a perder: se jubilaba del colegio, se juntó mal, robaba reproductores de carros, celulares. Un día me lo llevaron unos conocidos de la policía y me dijeron que lo moliera a palos, que se me iba a salir por la tangente, que no lo perdonarían la próxima vez. Nada de lo que hice resultó, mi reina, y cada vez que levantaba la correa para cuerearlo, no podía dejar de ver al niño que lloriqueaba cuando viajaba conmigo en el Metro. Nada pude hacer, lo dejé andar, se alimentaba y dormía en la casa, trataba de hablar con él. No sirvió de nada. Un domingo ya tenía cuatro días fuera de casa, y el lunes, al volver de mi turno, no estaban sus cosas en el cuarto. Lo llamé al celular, le mandé correos, sin respuesta. No lo vi nunca más. Nuevo Circo

Ahora Aldonza, a estas horas, las estaciones están más llenas. En esta línea los tiempos de espera son mayores, y para colmo te anuncian el tiempo de llegada en unas pantallas. Eso ayuda, pero en un subterráneo, no sé para qué.

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Total, ¿a dónde vas a ir? La llegada del tren ocurre relajadamente y suelo esperar un poco más a que se monten los pasajeros, que se aglomeran como pasa por ejemplo en Ciudad Universitaria o para ir a Caricuao. Pero ese día, hace un mes exactamente, las puertas de los vagones tardaron en cerrarse. El primer pensamiento fue la gente trabando las puertas. Di el anuncio de que debían dejarlas cerrar para seguir. Aun así, el sistema me daba la señal de que seguían abiertas. Lo intenté nuevamente sin lograrlo, chama. Di un segundo llamado diciendo que si había algún contratiempo, presionaran el botón de emergencia. Aún nada. Luego de dos intentos más, decidí salir. Encontré el pasillo de la estación vacío y con un silencio poco común. A dos metros de haber salido de la cabina, vi al espectro: mi hijo, vestido extrañamente, que me miraba cabizbajo. Lo reconocí enseguida a pesar de eso; supe también, por el olor, que estaba muerto. Permanecimos en silencio, y yo, en mi terror, empecé a buscar una salida. Estaban cerrados los accesos a las escaleras mecánicas y a las de concreto. Empecé a gritar; le hice señas a las personas en los vagones, pero me miraban extrañados, como desconociéndome. Pedro se acercaba más, estirando el brazo izquierdo. Sentí que la tensión me bajaba, que me iba haciendo pequeño y el aire desaparecía de mis pulmones. Cuando lo tenía cerca, estando yo contra un muro, sin poder escaparme, grité con todas mis fuerzas. Los pasajeros del tren me hacían señas y se reían; algunos me increpaban, mostraban impaciencia. Al final, me habló. Me dijo que no me preocupara. Entonces vi salir del túnel de llegada a la estación a todos los espectros

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que había visto en mi vida: los indios, los españoles, todos los fantasmas del pasado. Llegaron otros, que por su vestimenta reconocí como trabajadores de subterráneos. Estos me hablaron y por sus acentos y expresiones noté que eran americanos, argentinos, franceses. Por último, levanté la vista hacia Pedro. Me miraba con tristeza. Lo rodeaban. Intentó dirigirme la palabra nuevamente, pero se lo impidieron. Le pregunté cómo había muerto, por qué no estaba con su madre, pero fue inútil. Rápidamente se lo llevaron. Poco a poco fueron partiendo. Estaba helado. Volví a quedarme solo. Cuando reaccioné, Sancho estaba a mi lado. Apartaba a la masa de pasajeros de la estación que se aglomeraba alrededor de mí. Sancho me dio dos pastillas y un poco de agua, y me ayudó a levantarme. De los mendigos, se escuchaban abucheos y carcajadas. De los enfermos, lamentos y expresiones solidarias. Luego, alguien entró en la cabina y, al minuto, el tren continuó su marcha. No podía moverme cuando la estación quedó casi vacía. Cerré los ojos; me supe en una camilla y que entre varios me llevaban. Teatros

Me fui con Sancho. Nos llegamos por Sabana Grande. “Alonso, ¿qué te pasó?”, me preguntó. Junto a él estaba un estudiante, un joven muchacho, aprendiz del oficio de Sancho. Nuevo en el Metro, debía acompañar a su superior adonde quiera que este lo llevara y Sancho había logrado que los paramédicos me dejaran ir. “¿Cómo que

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qué me pasó? Los espectros Sancho, los espectros vinieron todos a verme hoy”. Me observó con rabia y desconsuelo; el estudiante no mostraba emociones en su rostro. “También estaba Pedro”, le insistí. “Claro –me respondió– ya entiendo”. Hubo un largo silencio de repente. Nada se escuchaba. “¿Se habrá tomado sus pastillas?”, me preguntó el estudiante. Me molestó que se metiera en nuestra conversación y así se lo hice saber. Sancho me tomó por el brazo, refrenándome. “¿Qué le has dicho de mí?”, le increpé. Volteó a mirar al estudiante (creí ver una expresión de complicidad), y luego abrió amplios los brazos y dijo: “Que eres mi mejor amigo”, y me abrazó. En el camino a casa, pues insistió en acompañarme, me dijo que debería tomar vacaciones, que él tenía cuadrada una casita por Los Caracas, Teresa quiere salir, que me fuera con ellos. Le dije que le avisaba. No lo he hecho hasta ahora. Al llegar a casa, abrí una de las botellas. Bebí casi un cuarto de ella. Sentí que al fin me relajaba, que todo volvía a la normalidad, que eso no estaba sucediendo. Eso, el sentir que los espectros me miraban con los ojos muy abiertos, es como siento cada día. Luego del segundo gran trago, supe que ni todo el ron del planeta, ni todas las pastillas, los sacarían. Comprobé lo que un día me dijiste: viven entre nosotros. Días después, pude ver por el cable a la Cindy-sin dientes dando declaraciones en un programa de entrevistas. Contaba su versión de los hechos. Nada de lo que decía coincidía con lo que yo pude vivir en carne propia. Ya verá la Cindy-sin dientes quién es el señor de esta historia. Ya verá Sancho que yo sí tengo pantalones. Ya verán

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mis vecinos cuando aparezca yo, Caballero de la Triste Figura, en la tele, contando la verdadera historia. Se la contaré al mundo, Aldonza, se la mostraré al mundo aunque crean ver en mí sólo a un viejo, casi un jubilado, con problemas en la cabeza. Tú lo sabes más que nadie, Aldonza. ¿Dónde quedan, acaso, todos los años que llevamos conversando?

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Friend Caín

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epasaba episodios de su vida. ¿Dónde diablos se torció el camino? ¿En cuál encrucijada tomó la senda equivocada, aquella que lo llevó hasta un cuarto de tres por cuatro en aquel pueblo a orillas del mar en un país que no era el suyo y al que ni siquiera había ido de manera voluntaria? No había mucho que recordar. Nunca tuvo que tomar decisiones trascendentales, un par de riesgos sin éxito y una deuda económica que no estaba en condiciones de cancelar, al menos, en ese momento, con dinero. Ahora tenía tiempo de sobra para pensar y se descubría lleno de contradicciones: no era ambicioso y trató de hacer dinero de la nada, de la noche a la mañana; no se consideraba valiente (tampoco cobarde) y tomó acciones temerarias; temía a la muerte y apostó su vida (perdió, claro). Pero ya nada de eso importaba. Miraba las paredes húmedas, manchadas, casi sin color, ¿amarillas? ¿Beige? ¿Blancas


alguna vez? En algunos lugares la argamasa se había caído revelando formas y él las miraba (¿qué otra cosa podía hacer?) tratando de adivinarlas, como quien mira las nubes, y determinó que eran países. Recordaba haber visto mapas cuando estuvo en la escuela, pergaminos gruesos con colores y nombres escritos en letras diminutas, pero no recordaba con claridad las formas. Entonces se dedicó a rediseñar la geografía, a bautizar con aquellas formas los nombres de países que recordaba; descubrió así que sabía más nombres de países que el número de formas que estaban en la pared. Sabía que eso no lo llevaba a ningún lado, pero debía pensar, usar cualquier artilugio para distraerse, para no desesperar o enloquecer, quién sabe. Escuchaba un mosaico de voces en la calle y no entendía una sola palabra. También el rumor del mar se colaba a través de aquellos bloques podridos, rasgado constantemente por el sonido de los motores fuera de borda. Él sabía lo que era el mar, cómo no saberlo si venía desde una isla no muy lejana, pero que ahora se le figuraba inalcanzable, como de otro planeta. ¿Cuáles eran sus posibilidades de salir con vida de allí? ¿Cuándo se darían cuenta del engaño, de la estafa? En la demora cifraba sus esperanzas. Quería vivir, pero su vida era un objeto que tenía valor de cambio y estaba en manos de otros: había una deuda, un plazo y él, la garantía de pago. Cuando le propusieron absolverlo de su propia deuda, que era dejarlo vivir (o con vida para que tratara de vivir) sabía que algo oscuro había detrás, pero no tenía opciones. Aceptó viajar a Venezuela sin pedir explicaciones, no estaba en posición de exigirlas. Hizo una pequeña maleta y se despidió de la madre casi sin palabras, dijo que demoraría sin saber lo que decía. La madre lo escuchó sin apartar la mirada de la costura: 108

“Bye”, dijo. La miró gorda, con su vestido claro de flores, sus anteojos gruesos y manos de cayo. Pisó el umbral de la nostalgia, pero no había vuelta atrás. En el patio de enfrente su único hermano jugaba solo, sentado en el suelo. Tenía siete años. “Good bye”, dijo al pasar por su lado y frotó su cabeza. Se devolvió sin estar seguro de lo que hacía y se agachó junto a él: “Be a good boy and study hard”. El auto estacionado en la calle frente a la casa le hizo una señal con la bocina y él se apresuró a abordarlo. El auto se puso en marcha. Quiso mirar hacia atrás pero no lo hizo. Deseó volver a verlos, volver a esa pequeña casa que él mismo y su madre ayudaron a construir, y en la que siempre se sintió seguro, volver a pisar aquel patio donde se recordó sentado también cuando su mamá era visitada por alguien y ella misma le pedía que se fuera al patio a jugar: “Do not come back home until I say so, but do not leave the yard”. El auto fue directo al aeropuerto. Al bajarse del vehículo, fue como todos a la parte trasera por su equipaje; cuando se abrió el compartimiento el chofer le entregó una maleta que no era la suya y le precisó que “ese era su equipaje”, también entregó un sobre que contenía su pasaporte: “En el primer hotel desechas lo que llevas puesto”. Esperaron allí un par de horas. Los otros hablaban y él sólo abría la boca para responder con monosílabos: Yes. No. Al tomar aquella maleta que no era la suya, pero a la vez sí lo era, lo asaltó el temor de que esta contuviera drogas y aquello no fuera otra cosa que una trampa. Rápidamente desestimó que fuera posible: “In Venezuela we do not take drugs, we bring it from out there”, se dijo a sí mismo y se llenó de confianza. Ojeó su pasaporte y se miró en él, era la misma foto que la de su identificación, 109


también era su firma. Fue entonces cuando se fijó en el error: era su foto y firma, pero no su nombre. Comentó al hombre de confianza de Mr. Wallace el detalle del pasaporte, pero este le explicó que no era un error, que ese era su nombre y él era su hermano. Pensó que aquella situación no era más que un laberinto, y como todo laberinto tiene una salida, sólo debía encontrarla. Quería creer eso. Trataba de convencerse. Sólo conocía al hombre de confianza de Mr. Wallace (con quien él mantenía una cuenta deudora); al otro sujeto lo veía por primera vez y se preguntó si estaría haciendo aquel viaje en sus mismas condiciones. Pensó que le encargarían matar a alguien, pero eso reduciría sólo un poco su deuda, a menos que fuera alguien muy importante, un político o algo así. Who can be worth so much?, pensó, dando por hecho que mataría a alguien. Abordaron la avioneta que los llevó a Trinidad después de cruzar un cielo y mar igual de despejados. En Puerto España pernoctaron en el Kapok Hotel, en habitaciones individuales. Se quedó dormido tarde, después de ver televisión y darse un baño. Sintió curiosidad por el contenido de aquella maleta que el chofer del carro le había dado. Sólo entonces la abrió y descubrió en ella ropas nuevas de una calidad superior a las que el usaba, como la del hombre de confianza de Mr. Wallace. Estaban también unos zapatos nuevos, un reloj costoso y un perfume en el mismo tono. Era clara la apariencia que querían darle. Se preguntó cómo habían hecho para saber sus tallas. Le quedaba claro el poder del dinero. En la televisión parte de una película donde alguien se fugaba de la cárcel. Pensó en el destino y sus ironías. Él era un prisionero, un tipo de encarcelado libre y por eso no ha-

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bía posibilidades de escapar. De hacerlo, era seguro que no vería jamás a su madre ni a su hermanito. Puso mute al televisor y se impuso dormir. Lo despertaron dos toques fuertes en la puerta: “It’s time”. Se apresuró a salir. Había dormido en ropa interior. Vistió una muda de ropa de las que estaban en la maleta, junto con los zapatos nuevos y el reloj de lujo, se colocó un poco de perfume, y dejó la suya propia doblada en una esquina de la cama, como quien deja una marca en un árbol para indicar que estuvo allí. En el restaurante del hotel desayunaron rotis de pollo y se fueron luego a esperar en el lobby mientras desde la recepción llamaban un taxi. Este llegó con prontitud y los llevó a un puerto cercano adonde abordarían el ferry que los llevaría hasta Güiria después de cruzar el golfo. Percibía un olor que no lograba identificar, ni de dónde venía, estaba en la atmósfera o en el vaho del mar, no le quedaba claro, pero estaba allí, como una sombra, ese olor que si se le prestaba atención se volvía nauseabundo. Desde Trinidad pudo ver la costa de Venezuela, pensó que si había oportunidad de salir de aquel laberinto debía ser volviendo sobre el mismo camino, entonces memorizaba nombres y trataba de dejar migajas de pan, como le habían leído alguna vez en un cuento. El golfo no era tan sereno como había imaginado que eran los golfos, siempre creyó que era un lago de aguas muertas, pero él desconocía muchas cosas, nunca quiso estudiar, ¿para qué si se podía ganar dinero siendo jíbaro o narcotraficante? Se podía vivir de la droga, del dinero de su comercialización; conocía a alguien y le pidió trabajo, ayudarlo a vender algunos gramos y, gramo a gramo, se fue adentrando en el círculo donde pasó a ser de pequeño distribuidor a

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mula, asumiendo cada vez mayores riesgos y responsabilidades. Cuando se sintió seguro de hacerlo, después de conocer el modus operandi y consolidar algunos contactos, reunió todos los dólares que había ganado, que no eran pocos, pero sí insuficientes para su proyecto. Entonces asumió el riesgo en el que empeñó su vida: pidió una mercancía a crédito, una cantidad no para ser distribuida localmente sino para exportar. Canceló sólo una parte y el negocio que vio con claridad, con facilidad, se tornaría oscuro y difícil. Pero él no lo sospechaba. Conservó la discreción conveniente, hizo los movimientos estipulados y cuando sólo restaba camuflar la mercancía en el yate que la llevaría a Europa fueron asaltados por media docena de hombres fuertemente armados y el temor que tuvo en algún momento retornó vuelto pesadilla. Nadie herido, ni un solo disparo, sólo su mercancía desvanecida como sombra en la noche junto con aquellos hombres. Hizo esfuerzos inútiles por determinar quiénes fueron los autores materiales e intelectuales de aquel hecho que cobraba dimensiones funestas para él. Anhelaba conocer el nombre del Judas, pero no tenía modo de cobrarles, carecía de la fuerza suficiente y estaba solo en eso. Decidió tener cautela. “Muerto no cobra”, pensó. Con el paso de las semanas se desvanecieron las posibilidades de tener la certeza de un nombre, por lo menos uno, y la ira fue cediendo su lugar a la angustia en la espera de aquella llamada inexorable en la que él debía rendir cuentas. Resolvió ofrecerse para cualquier trabajo, el que fuera, que lo “usaran”, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa y por el tiempo que fuera necesario para pagar, hasta que se sintieran cobrados. Pero Mr. Wallace tenía muchos hombres dispuestos

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a lo mismo. Temía que fueran a cobrarle a su casa. Sólo ahora se daba cuenta de que no había protegido a los suyos; temía ser asaltado en su casa y que su familia saliera lastimada, ¿o acaso ellos serían parte del saldo? Decidió no esconderse, estar cerca de casa, en las inmediaciones –pero no dentro de ella–, alerta para no ser sorprendido por la muerte, sino más bien verla de frente; el temor era latente, permanente en cada auto que cruzaba la calle, en los rostros desconocidos; fue entonces cuando decidió hacer aquella llamada definitiva. Marcó el número conteniendo el aliento en cada repique. Habló sólo él, pidió que se cobraran con su vida, enfatizando que fuera sólo la vida de él. Era ampliamente conocido en el barrio, en el que se sabía todo, y si moría de un disparo la gente sabría las razones de aquel hecho y los responsables. Entonces tuvieron paciencia para cobrarle. La certeza de la muerte se desvanecía, ya no pensaba en ella a diario, cuando recibió aquella llamada y la proposición de absolverlo de toda deuda si colaboraba en un trabajo fuera del país. Estaba listo para lo que fuera sin importar los riesgos y no vaciló en asentir. Sólo hizo la observación de que no tenía pasaporte. Ellos resolverían el detalle. Le pidieron estar atento y no fue sino un par de semanas después cuando volvieron a llamarlo y le pidieron que se alistara, que preparara equipaje como para una semana. Ya mandarían a buscarlo. Al acomodar unas pocas mudas de ropa en la maleta de mano, lo invadió un temor que no había sospechado, sintió que aquella ropa no la usaría, que perfectamente podían matarlo en el extranjero y nadie en el barrio se enteraría. ¿Pero era posible eso, invertir tanto en su muerte sólo por hacer un “trabajo limpio”?

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Debía estar preparado, incluso para no volver por la razón que fuera. Así se lo propuso. Con esa determinación abandonó su casa. En Güiria los esperaban. El hombre de confianza de Mr. Wallace lo presentó como su hermano. Hablaban como viejos conocidos, en español, pero él no entendía nada. La ciudad no le pareció nada diferente a las de su propio país, desordenada, sucia, con su perenne aura de pobreza. Almorzaron cerca del puerto, en un restaurant como una casa corriente, con unas cinco mesas forradas con manteles plásticos, dispuestas en un corredor no cómodo. Todos comieron pescado frito con patacones y ensalada verde. El día era caluroso y el restaurant no ofrecía nada para contrarrestarlo, ni ventiladores. El hombre de confianza de Mr. Wallace no paraba de hablar. Entonces todo aquello le pareció un teatro, y se dirigió a ellos en su propio idioma y les pidió que hablaran de cualquier cosa, que se despreocuparan, pues no los entenderían, pero que necesitaba que hablaran. Después de almorzar abordaron el auto, el hombre de Mr. Wallace adelante y ellos dos atrás, el aire acondicionado borró la lasitud que empezaba a acusarlo. El viaje fue de hora y media hacia otro mar. El paisaje era vegetal del que se disfrutaba con sobresaltos porque a menudo el carro daba brincos al pasar por los huecos de la carretera. Llegaron a un pueblo grande y colorido, un tanto más ordenado y limpio que Güiria. Tendría tiempo de averiguar su nombre. Llegaron directo a un hotel cerca del mar. Miró a través del cristal ahumado del carro el alboroto del mercado de pescado y verduras, y lo impresionaron los botes apilados en la orilla de la playa como nunca antes los había visto. En

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el lobby los atendió el encargado con tal entusiasmo que parecían ser los únicos huéspedes en largo tiempo; él lo notó y pensó que tal entusiasmo se debía a que era nuevo en el cargo. El encargado les habló en un inglés aceptable, pero el hombre de confianza de Mr. Wallace insistió en hablar en su español igual de aceptable. Como en el hotel anterior, se hospedaron en habitaciones individuales, el hombre que los había recibido en Güiria y los había llevado hasta aquel hotel en otra costa, de mar más alegre y hermoso, se despidió amablemente estrechando las manos de todos con igual efusividad y quedó en verlos al día siguiente en ese mismo hotel, donde sostendrían un almuerzo de negocios y en el que finiquitarían los acuerdos. Le preguntó al hombre de confianza de Mr. Wallace si podía salir a caminar por los alrededores. Este le dijo que sí, pero lo conveniente era permanecer en el hotel y no correr riesgos que no valieran la pena. Más que dramática le pareció dramatizada aquella observación, que trataba de apresar una tensión que hasta ahora él no percibía. De no ser por el nerviosismo al que había estado sometido en los últimos meses, el recorrido desde su casa hasta aquel hotel en un punto de la geografía venezolana que él desconocía le hubiera parecido trivial. Optó por seguir la recomendación que le hicieron, no le habían ordenado nada, pero su salida del hotel podía ser considerada como un acto de desobediencia. Se encerró en su cuarto a ver televisión. No encontró nada interesante; estuvo tentado a bañarse en la piscina –sólo tentado–, salió de su cuarto y se sentó en los alrededores de esta y miró a siete niños de distintos sexos y edades bañarse mientras jugaban. Disfrutó aquella contemplación. En la noche

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aventuró unos pasos fuera del hotel, pensó que si no lo hacía no conciliaría el sueño. Era temprano aún. Supuso que la hora que marcaba el reloj era la de su país e ignoraba si existía alguna diferencia horaria. Al salir miró una muchedumbre que abordaba desordenadamente un bus en una pequeña estación justo al lado del hotel. Imaginó un largo viaje, era obvio por el equipaje de los pasajeros y la disposición que tenían. A escasos metros de la salida del hotel se le acercó un travesti que había estado oculto entre las sombras, detrás de unos kioscos colocados debajo de unos almendrones, y le ofreció sexo; él no entendió una sola palabra, pero ¿qué otra cosa podía ofrecerle aquella voz que le habló desde lo hondo de su figura carnavalesca? Él le dio una media sonrisa y continuó caminando. Cruzando la calle se encontraba una plaza en la que había pocas personas. Prefirió acercarse al mar. Le salieron al paso dos muchachos más jóvenes que él; pensó que lo asaltarían, se detuvo, le hablaron los dos a la vez. “I don’t understand”, dijo él y los muchachos mal vestidos y descalzos se voltearon desesperanzados. Se dio vuelta él también y regresó al hotel. En la recepción estaba el gerente. Le preguntó cómo se llamaba aquel pueblo y en qué parte de Venezuela estaba ubicado. “Amigo, usted está en San Miguel, en la península de Paria, estado Sucre”, dijo el gerente. “Es un bonito lugar”, observó él. Fue a su habitación y tuvo un sueño placentero. Para el almuerzo estrenó ropa, pero el hombre de confianza de Mr. Wallace le pidió que usara un par de prendas más que le facilitó sólo para la ocasión: una cadena y una pulsera de oro. También le dio un guión para seguir en el que enfatizó algunas cosas. Le quedó claro entonces

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que no fungiría de asesino a sueldo sino de inversionista del narcotráfico, algo que ya había hecho antes y en lo que no le había ido bien. Debía seguir con aquel juego si quería saldar su deuda. El hombre del día anterior los esperaba en el restaurant del hotel junto con otro hombre, claramente de un rango superior dentro de la organización; lo notó por la deferencia con que lo trataban. Almorzaron mariscos, en distintas preparaciones. Por la actitud de los hombres notaba que era una conversación difícil; y en el momento indicado, que él reconoció por las señales que le había dado el hombre de confianza de Mr. Wallace, intervino. Antes había respondido a unas preguntas en las que daba respuestas cortas y que el hombre de Mr. Wallace traducía para precisar algunas cosas. En su intervención dejó claro que los negocios debían cifrarse en la confianza, y a veces se debían asumir algunos riesgos, pero que estaban dispuestos a hacer lo que fuera necesario para que confiaran en ellos. Que en todo caso sus relaciones comerciales no eran nuevas, y que si en algún momento las cosas no habían salido como hubiesen querido, las dificultades habían sido sorteadas. El hombre de confianza de Mr. Wallace ponía en orden y en español su intervención porque el inglés de Miguel, el responsable de aquella operación, era precario. Miguel, quien no había estado el día anterior, preguntó sin rodeos si estaban dispuestos a dejar una garantía de pago. Aceptaría la fracción menor a la convenida inicialmente si dejaban dicha garantía, como les había propuesto en la conversación anterior. Un negocio de aquella dimensión, como había dicho el amigo, debía cifrarse en la confianza, y sólo de esa manera él se

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fiaría en que serían diligentes para pagarle. El hombre de confianza de Mr. Wallace le hizo la pregunta del guión y él respondió según lo establecido: “Well, if there is no alternative…”, dijo sin saber a lo que asentía. El hombre de confianza de Mr. Wallace, a quien nunca nombraba y ni siquiera hacía negocios en su nombre –pero que todos en la ciudad de donde venían sabían que era el jefe de la organización y que no se hacía nada sin su aprobación–, finiquitó con Miguel los términos del acuerdo. Miguel redujo a doscientos los kilos de cocaína (de los doscientos cincuenta previos); debían venir hasta aguas venezolanas por ellos, abonar trescientos mil dólares en billetes de cincuenta, y, más importante aún, que “su hermano” se quedara con ellos hasta cancelar el resto de la mercancía en un plazo no mayor a tres semanas. El hombre de confianza de Mr. Wallace y “su hermano” aceptaban el acuerdo sólo si ajustaban el precio del kilo, en esos términos no podrían cancelar a seis mil dólares la unidad. Propuso cuatro mil quinientos. Miguel exigió cinco mil por kilo. Todo esto lo hablaban en español y él no entendía nada. El hombre de confianza de Mr. Wallace dudó y él sabía que fingía, lo miró esperando que él tomara la misma actitud, le preguntó qué pensaba, si estaba de acuerdo en el precio y él dudó, como esperaba el hombre de confianza de Mr. Wallace, tomó su misma actitud, y al final estaban de acuerdo, sólo que él no sabía en qué. Permanecieron un día más en aquel pueblo. El hombre de confianza de Mr. Wallace y el otro hombre no salieron del hotel. Todos comían juntos. Hubiera preferido hacerlo solo, pero el hombre de confianza de Mr. Wallace pagaba todas las cuentas. Llevó poco dinero y lo 118

reservaba para algo especial; el resto lo había dejado en casa, en efectivo, en un lugar en el que su madre pudiera encontrarlo con facilidad, pero no a la vista. Sabía que ella podía estirar hasta un año ese dinero para vivir. Lamentó no haber podido hacer nada más por ellos. Prescindió siempre de toda suntuosidad esperando un momento que ya nunca llegaría; sabía que no era como los otros, quienes se jactaban de sus logros materiales acaso porque no perseguían otra cosa. Él sabía que era diferente a ellos, sabía que el lujo y la riqueza sin méritos nobles tenían enemigos, y se cuidó de ello, pero para nada. No tenía caso el arrepentimiento. No tenía alternativa, debía continuar aquel juego perverso que tendría un final, pero no decidido por él porque no era quien escribía el cuento o más bien, la tragedia de su vida, y lo colocaba en el centro de aquella historia grotesca, pero sin virtudes heroicas que le permitieran salir con vida del laberinto del Minotauro. Recordaba esa historia. El hombre que los recibió en Güiria fue a buscarlos después del desayuno. Los saludó a todos mostrando cierta alegría, con una simpatía un tanto extraña. ¿Acaso eran tan dados a los afectos? Esta vez escucharon música durante el viaje de poco más de una hora hacia el este, sobre una pequeña sierra húmeda y desde la que se divisaba la costa distante y pequeños pueblos incrustados en su orilla. Subieron y bajaron por una carretera que se desmoronaba en el borde de los desfiladeros hasta llegar a un pueblo cuya arquitectura de casa sobre casa evocaba las barriadas sudamericanas. En la orilla, el mar era el mismo mar caribeño, con un azul cálido, su danza de gaviotas y alcatraces, y sus propiedades analgésicas, capaces de sosegar cualquier dolencia tanto física como del alma. 119


Los autos de lujo, las casas inmensas en relieve sobre el tapiz común de ladrillos y la opulencia de algunos pueblerinos evidenciaban una transformación acelerada que dejaba atrás una forma de vida fundamentada en el trabajo duro de mar, en la humildad y fraternidad entre los coterráneos, donde sólo se vivía con lo necesario. Ahora otra se erigía sobre la ambición, la desconfianza y el individualismo, pero que los recompensaba con dividendos y los descubría miserables. Cada vez que el hombre de confianza de Mr. Wallace hablaba por teléfono él trataba de descubrir lo que había detrás de sus palabras, imaginaba la voz que llegaba al auricular del celular y que él no podía oír. Tampoco era que el hombre de confianza de Mr. Wallace se cuidara mucho de ser oído por ellos. No hablaba sino lo necesario, cambiando el nombre de las cosas por si la llamada era rastreada. Así, dijo que vendrían por doscientas cajas de camarones y que el vendedor requería un adelanto en efectivo, les dejó un número telefónico al que debían llamar a las cuatro en punto en el reloj de ellos (él sabía que se trataba de las coordenadas y la hora en que debían estar allí), mandó un emisario para verificar que todo se diera en los términos convenidos y él esperaría con el vendedor para contar y verificar a satisfacción. Todo se haría ese mismo día. Miró pasar el tiempo dentro de un bar a orillas de la playa, jugando pool sin verdaderas ganas y bebiendo una que otra cerveza del mismo modo. Desde el malecón presenció cómo los pescadores echaron al mar un bote de unos doce metros, pegaron en su popa cinco motores inmensos, abordaron combustible y salieron a probar. Todo

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estaba en orden. El hombre de confianza de Mr. Wallace había desaparecido con el otro sujeto que los había acompañado durante todo el viaje y el hombre que los había llevado hasta aquel pueblo. No había visto a Miguel (ese nombre sí lo recordaba, pues tuvo un interés particular en él, claro). Estaba solo. La gente iba y venía de cualquier lado. Unos pocos botes se echaron a la mar para la verdadera pesca. Un camión de plataforma llegó hasta orillas de la playa seguido de una camioneta de lujo de la que bajaron el hombre de confianza de Mr. Wallace y el otro hombre, y de la que alguien se encargó de bajar armas largas. Del camión bajaron unos sacos que embarcaron en el bote de los cinco motores, todo esto a plena luz del día y bajo la indiferencia de los lugareños. Recordó haber visto un punto militar en el recorrido desde Güiria hasta San Miguel, pero sólo ese en los cientos de kilómetros, del resto ni una sola camisa policial vistiendo siquiera a un espantapájaros. Entonces nada le sorprendió, excepto que se viviera con tanta armonía en un lugar donde no había señales de autoridad del Estado en cientos de kilómetros a la redonda. Las armas también fueron embarcadas y cuando todo estuvo listo y bajo la aprobación del hombre de confianza de Mr. Wallace y el otro hombre, el sujeto que los había acompañado durante todo en viaje abordó también la embarcación y esta zarpó. Todo volvió al curso de antes. El atardecer cayó sin remedio para él y vislumbró una noche insondable, larga. Los hombres volvieron al bar. Se sentaron apartados, donde la música llegaba con menor volumen, se notaban sonrientes, parecían verdaderos amigos, pero él sabía que no era posible, que sólo se

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daban confianza en que todo saldría bien. Él volvió a la mesa de pool. Le permitían jugar más que a otros y no desaprovechaba el privilegio. Era la única mesa en el bar. Con el avance de las horas y la oscuridad se llenaba más el lugar. Sentía muchas miradas sobre sí, miradas curiosas, como quien ve un animal extraño que sólo ha mirado en libros o en la televisión, pero que ahora se está frente a frente con él.. Seis horas más tarde la embarcación estuvo de regreso. Supo después que los hombres habían monitoreado toda la operación desde el rincón de aquel bar a través de sus teléfonos celulares. Sin inconformidad alguna se fueron a cenar y a descansar. Fue la última noche que estuvieron juntos. El hombre de confianza de Mr. Wallace dijo al hombre que los había esperado en Güiria que debía partir temprano, todo continuaría como había sido planeado, “su hermano” permanecería con ellos hasta completar el pago y, Dios mediante, todo estaría resuelto en un máximo de dos semanas. Pero habló en español y él no entendió nada. Todos se mostraron confiados y satisfechos. A la mañana siguiente no recordó haber soñado nada. Pensó que esa noche de sueño profundo se debía al alcohol que había ingerido y que al acostarse le hacía presión en las sienes. No escuchó ruidos en la casa. Permaneció acostado. Esperaba sentir la presencia de alguien para levantarse. Los motores fuera de borda roncaban a lo lejos, se oían más distantes de lo que en realidad estaban. De la calle llegaban sonidos guturales que él no lograba decodificar. Se sentó en la cama y se acostó varias veces. La luz del sol proyectada en el cristal ahumado de la ventana teñía las paredes de un violeta claro. Decidió salir

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cuando no soportaba las ganas de orinar. Ya había estado en el baño la noche anterior. Se dirigió con sigilo. Al salir del baño tuvo la impresión de encontrarse solo en aquella casa desconocida. Y estaba en lo cierto. Le sorprendió el hecho de no haber sentido nada, de no escuchar a los de casa cuando se marchaban. ¿Y con qué objeto lo habían dejado solo? Se dirigió a la puerta principal y estaba asegurada con llave. Se asomó por la ventana que estaba al lado de la puerta. Un muchacho que estaba en el porche, de su edad más o menos, le hizo una seña con la mano cuyo significado no precisó. Estaba confundido. El muchacho abandonó el porche y se perdió en la calle solitaria. Cinco minutos después estaba de regreso. Ya él no estaba en la ventana. El joven abrió la puerta y lo llamó por el que le habían dicho era su nombre. Él no lo entendió por la mala pronunciación, pero supo que con aquel sonido lo llamaban. Se asomó a la puerta. El joven le entregó una bolsa de papel que se transparentaba por el exceso de aceite y un jugo que supo de naranja por los dibujos en varias de las caras del envase de cartón. Se dio la vuelta y volvió a pasarle llave a la puerta. Entonces todo fue claro para él. No había forma de escapar. Podía hacerlo de la casa pero no de aquel pueblo. Y no se sentía lo suficientemente amenazado como para estudiar la posibilidad. Estuvo prisionero en la libertad de aquella casa cinco días, custodiado por el mismo joven; le llevaba comida tres veces al día. Pero pasó lo que él sabía que sucedería y esperó. El sexto día de cautiverio volvió a la casa el hombre que los había recibido en Güiria, claramente enojado, preguntando cosas que él no podía responder porque no le entendía. La desesperación en el hombre

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aumentó hasta el punto de gritar, y él sin entender. Le facilitó un teléfono y él supo así lo que quería, pero no podía complacerlo. Ni siquiera lo tomó. Ese día lo sacaron de aquella casa y lo llevaron a otra más hermética y lóbrega. Lo metieron a empujones en un cuarto pequeño, sin ventanas y de puerta metálica, con una cama desnuda y un baño diminuto. Una verdadera celda. La puerta sólo se abría cuando le llevaban comida, pero esta cada vez era más escasa y a deshora. No sabía cuántos días llevaba allí encerrado, creyó que mucho tiempo, pero no tenía forma de saberlo. Un día cualquiera volvió el hombre que los había recibido en Güiria en compañía de otros dos sujetos. Uno de ellos le habló en su idioma. Él explicó lo que tenía que explicar, sin saber si le creerían o no, pero no podía hacer otra cosa. Dijo la verdad. El hombre desesperó al confirmar la estafa. Sacó su arma y lo apuntó unos segundos. “Friend, friend, friend”, dijo él, oculto detrás de sus manos extendidas.

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vIII ediciรณn

2014


Veredicto

N

osotros, Ángel Gustavo Infante, José Pulido y Violeta Rojo, jurado del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores, VIII edición, después de examinar los 125 cuentos recibidos, decidimos: Otorgar el Primer lugar a “Blood” (firmada bajo el seudónimo Anthony Patch), por la habilidad demostrada en el montaje de un relato de sugerente actualidad, donde los códigos juveniles armonizan con el discurso literario y conducen al lector a un cierre que le permite armar las secuencias y reinterpretar las conclusiones. Otorgar el Segundo lugar a “Para siempre” (presentada a concurso bajo el seudónimo Viernes), por el impecable desarrollo de una historia que, mostrando un humor muy bien dosificado, cumple las expectativas creadas en torno a la relación entre Eros y Tánatos.


Otorgar el Tercer lugar a “Palmadas en el hombro” (concursando con el seudónimo Rubens), por la narrativa cruel, desoladora, basada en las transformaciones expuestas con total lucidez– experimentadas por un protagonista que impregna el entorno de fatalidad y cambia el destino de los personajes. Abiertas las plicas, los ganadores resultaron ser, en ese orden: Tibisay Rodríguez, Rodolfo A. Rico y Juan Manuel Romero. Además, decidimos otorgar menciones especiales a los siguientes cuentos (listados en orden alfabético):

- “Ya no seré otra habitante”, de Rosanna Álvarez Barroeta

En Caracas, a los 23 días de abril de 2014. José Pulido

Ángel Gustavo Infante

y Violeta Rojo

- “Día de gracia”, de Pedro Varguillas - “Flor”, de Isabella Saturno - “La mesa”, de Víctor Mosqueda Allegri - “La muerte elocuente”, de Yorman Alirio Vera - “La vida sexual y triste”, de Diego Alejandro Martínez - “Una escena al estilo de Steven Seagal”, de Roberto Enrique Araque

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l u g a r

Blood Tibisay Rodríguez

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-¿Q

uieres subir a San Antonio?

–¿Para qué? –A tomar algo. –Ok. Pasaste por mí a la salida de la universidad. –¿Y hoy de qué hablaron? –De Foucault. –¡Qué fino! –Ah, ¿es que lo has leído? –No, pero sé que es complicado. –Ajá… Buscamos a tu amigo, el divertido; lo sentamos atrás. –¿Qué tal, chica? ¿Trajiste alguna amiga? –No. –Malo, malo, mira que quiero conocerlas a todas. Iniciamos el viaje, padecimos la autopista.


–¿Puedes poner música? –Claro, ¿qué quieres escuchar? –Cualquier cosa que no sea reguetón. –¿Te gusta Kraftwerk? –Si no hay otra opción… Cola infernal, Kraftwerk y mis incontenibles ganas de orinar aderezaban el paseo. Había vivido escenas parecidas. Recordé una en especial. Mi tendencia a narrar situaciones penosas me obligaba a contarte ese incidente análogo de hace un par de años: Alguien de la Facultad me había invitado al cine y luego unas cervezas. Fuimos a los chinos, maldita rutina caraqueña a la que no me acostumbraba pero fingía disfrutar. Él me habló toda la noche de unos tales jammings poéticos que hacían en Bello Monte, en los que la gente se animaba a leer poesía en público. Qué aburrido, pensé. Pensé y no lo dije, porque ya sé cómo terminan estos comentarios míos. Intenté interesarme, me reí de sus chistes malos y simulé asombrarme del análisis de libros que decía leer. Lo miré bonito, sonreí hasta cuando me dijo que sus profesores eran “lo máximo” y que Gabriela Pérez –una jovencísima profesora que yo había bautizado con el oxímoron de aduladora irreverente– era una de las personas más eruditas en literatura rusa que existía en este país. Pidió dos más. Entendí que no hacía falta que sonriera, él tenía sus planes desde el principio y todo el juego quedaba de parte mía, mas no estaba segura. Me parecía lindo, sí, pero su optimismo y prepotencia literarios me desencantaban. Eso y sus maneras de mostrarse: el “Acompáñame a fumar” como eufemismo de querer meterme mano, por ejemplo. Decidí que no, que este pana no iba, a pesar de mi verano. Mencioné el Metro 134

y comenzó la lucha por la despedida. Que si “Tranquila, llamaré a un taxi”. No, mejor me voy de una. Que si “Tómate otra y te vas más tarde”. El Metro cerró. Los chinos cerraron. Quedamos a la deriva de la medianoche y tocó caminar infinitamente hasta la avenida. Atravesamos aquella plaza moribunda, nos quedamos un rato ahí, detenidos en un banco. Fue cuando aparecieron esas malditas ganas de orinar. “Busca una mata”. No puedo. “No te dé pena conmigo”. No es por ti, hay gente rara mirándonos. Yo no sentía miedo, sólo incomodidad, ganas de orinar. Había que moverse. “Conozco un lugar, nena”. Media vuelta para cambiar de dirección sin que las circunstancias de desolación y oscuridad mejoraran; eran, incluso, peores. Debíamos pasar un puente casi corriendo, entre basura y vómitos; no diré que eran piedreros. Yo apenas podía deslizar las piernas por la incontinencia. Llegamos. “¿Ves? Eso era todo, linda. Debimos haber venido aquí desde el principio, podrás ir al baño sin problemas”. Un hotel de regular muerte. Oriné. Vi su pecho desnudo e imaginé cómo sería perforar un tórax. Las comparaciones son odiosas, o así dicen. Las diferencias en cambio... Pero en lugar de contarte esta historia que se disparó en mi memoria mientras buscábamos un sitio donde pudiera expeler mi ansiedad, pregunté si faltaba mucho: –Sí. –¿Y no podemos hacer una parada? Es que tengo muchas ganas de ir al baño. –Sí, me pararé en la próxima bomba, tranquila. Mis amigas dirían que te portaste como un caballero. –Listo, la bomba es aquí. 135


–¡Ah!, está cerrada. –Preguntemos en la farmacia, ahí seguro hay un baño. –Okey. –Disculpe, señorita, ¿podemos usar el baño? –No prestamos el baño. –¡Es que es una emergencia! –Me vas a disculpar, pero la última vez que prestamos el baño lo dejaron vuelto mierda. –Nosotros no somos esas personas. Mira, sabes qué…. –Se los iba a prestar… pero ¡ya no! Preguntamos a otro empleado, después de advertirme que te dejara hablar a ti primero. –Disculpe, señor, ¿será posible que la chica use el baño de ustedes? Es que se siente mal. –Claro. Miraba por la ventana, sin prestar demasiada atención a la conversación que intentaste iniciar mientras manejabas. Llegamos a ese momento en el que, después de haber consumido las laticas, se crea una conexión más allá de las palabras, la chispa que desencadena el roce involuntario de pieles. Un movimiento fugaz para cambiar la velocidad del carro hace que me toques, la mano en la rodilla que apenas si la sentimos, pero, sí, la sentí. –¿Sabes? Yo siempre quise ser un dandi: extravagante, rico, con estilo –me dices. –¿Ah sí? Pues yo siempre quise ser un cocosette –dije con maldad. Llegamos al apartamento y a la cita. Ustedes se fumaron un cigarrillo en el estacionamiento observando la montaña, el bosque, tomando ánimos para subir los ¡once pisos! –¡Chamo! ¡Yo no sabía que la vaina era así! ¿¡Once pisos!? –le dices a tu amigo, the funny one. 136

–Sí, es que se fue la luz… –No, pana, mejor nos quedamos aquí abajo. –Coño, pero Luis nos está esperando arriba. –Ja ja, dile que baje él. –Ese no va a venir…, nos achantamos aquí un rato. –Eso. Una falla eléctrica cubrió la ciudad y el edificio de deliciosa oscuridad. Subimos las escaleras con la escasa luz proporcionada por nuestros celulares. Igual habría fiesta. –Dale, dale, prende ahí… eso, luz. –Marico, ya no puedo más… te lo juro… ¡ah! ¡Estoy sudando! –Apenas vamos por el tres. –Ay, pana, como que te falta subir el Waraira un par de veces en la vida. Acudí mansamente al rito social. Igual sólo había chicos, y yo, la única mujer, pasé inadvertida frente a la personalidad que lideraba el grupo: la del dueño de la casa y sus anécdotas viajeras, tema que reinó toda la noche. Que si Europa por aquí, Europa por allá. Me limité a callar y sonreír, y a tomar la mano que me ofrecías cada tanto. El apartamento iluminado por velas era centro de la complicidad y las risas de tus más íntimos amigos que esa noche te acompañaban. La narración fue impecable, historias de viajes y regreso, y por-qué-tuve-que-regresar. Arrojar el pasaporte al mar Mediterráneo, eso sí es poético, (te) dije. Al tiempo me aparté de las risas, busqué el balcón. Alcé mi mirada por segunda vez en la noche hacia la montaña, la neblina, y el caos generado en la autopista debido a la ausencia de luz. Me quedé absorta, como tantas veces; ansiosa, respirando intranquilamente. Así, ausente, lo mío era sentir el frío desde el balcón. En 137


eso andaba, en eso y en escuchar la mezcla de sonidos naturales y callejeros, pensando en por qué dije tal o cual cosa y en que ojalá todo entre nosotros –aquello que llaman “lo nuestro”– hubiese comenzado de otra forma; cuando tus manos en mi cintura y un beso en el cuello me hicieron despertar súbitamente. –¿En qué piensas? –En que tengo que dejar de ser tan puta –me reí, nos reímos. –¿Qué haces aquí? –Nada, mirar. Está caótico afuera, ¿sabes?, la falta de luz. Es una bonita noche. –¿No te gustan mis amigos? Lo siento, ellos son así. –No tienes que disculparte por tus amigos, ni por nada, estoy bien, en serio. Te miré fijamente un rato, stare, creo que le dicen los gringos. Sonreí, pensé en las posibilidades.

2 Ninguno de los dos sabía las señas. Estabas a la hora acordada en la puerta de mi casa, habías impreso un plano de Google maps, lo estudiamos, nos perdimos. Una clínica sitiada: de un lado bordeada por la universidad más grande del país; del otro, la inmensa montaña que parecía perseguirnos desde el primer momento. Llegamos tarde. En la recepción nos dieron un cuadrito plastificado con un número. No nos importó el nombre del médico, no conocíamos a nadie. Lista de espera, cola. Saqué mi libro de patologías para soportar la espera. Fui al baño unas diez veces, en mis manos quedó impregnado para siempre el olor a jabón antiséptico. Detallé cada pared, cada cartel 138

que insinuaba la ideología del lugar, uno de ellos llamó mi atención por estar corroído, eso creí que eran, le habían borrado la primera frase y sólo se leía: “… es una opción”. Escuché mi nombre a través de un altavoz y entré sola a ese consultorio. Tú esperaste afuera, en el carro, escuchando Kraftwerk, o eso imaginé que escuchabas. Al regresar, fui a la cabina y después de dos segundos intenté hablar de Foucault, ilustrarte en el asunto, pero no dejabas de interrogarme. Yo no dije nada, dejé de hablar de Foucault y respondí preguntando por tu amigo el chistoso aquel. Finalmente asomaste: “Ese Foucault tiene unos tratados sobre la violencia, ¿verdad?”. 3 Un día volví a la vía San Antonio, esta vez lo hice caminando y sobria. Sin tener ganas de orinar anhelaba encontrar un baño como el insomne desea el sueño de la noche. Mis manos… no quería verlas. Los carros pasaban con una velocidad difícil de calcular y la naturaleza hería mis tobillos, aunque mi dolor era otro, uno indescriptible. Di con aquella farmacia de luces de neón que se me hacía tan familiar. Pensé en ti, aunque el olvido ya empezaba a asomar sus garras con ferocidad, recordé a tus amigos y la fiesta sin luz. Mi palidez se vio opacada por un pensamiento: aunque nunca te lo dije, Scott, siempre pensé que cuando te pones tu chaqueta de cuero de verdad pareces un dandi. Entré ansiosa e inconsciente de mi aspecto. –Estoy sangrando, ¿puedo usar el baño? –dije, o pensé. Esta vez la recepcionista no me dejó entrar. 139


2o

l u g a r

Para siempre Rodolfo A. Rico

E

sta es la historia de cómo y por qué maté a mi novia. Era un día lluvioso. Martes. La noche anterior habíamos discutido. Una vez más. Un día por la forma en que trataba al gato, otro día por mis interiores sobre la poceta y cómo no, por sus sostenes dobladitos a la vista de todos en la repisa. A ella le gustaba dejar la puerta del baño abierta; a mí, cerrada. Yo soy un tipo pacífico, pero también tengo mis límites. Se lo dije varias veces. Pero ella seguía y seguía con la cantaleta, ¿cuál cantaleta? La de siempre: “Que tú no me apoyas, que yo lo hago todo, que estoy cansada y que no sé si te quiero”. No lo sabe. Luego de todo este tiempo, cinco años, entre saliendo y viviendo juntos, ella no sabe. No está segura luego de las risas que le han provocado mis flores y mis atenciones. Sí, porque no soy de los que las deja desatendidas. No, yo no. Soy del tipo atento y comprometido, de los que quiere una


relación seria. Ella no me creía al principio. Pensaba que sólo me la quería coger. Y yo sí, claro que me la quería follar, y como me la quería seguir cogiendo le dije lo que todas esperan: que sí, que me gustas, que eres tremenda tipa, que disfruto contigo y que sé que tú conmigo. Que yo soy un tipo serio y hagamos esto en serio. Vivamos juntos. Pero yo no sabía. No tenía claro lo que me esperaba. En ese momento, sólo pensaba en todo lo que me iba a ahorrar en hoteles, cines y comidas. Y en coger claro. Pasa cuando no se decide con la cabeza y cuando se tiene una visión demasiado romántica de la vida en pareja. Y sí, si se lo están preguntando claro que la apoyo. Yo también lavo la ropa, coleteo el piso y lavo el baño. Ah, y cocino. Bien, muy bien a decir de algunos. Con toques algo orientales, según dicen algunos amigos entendidos. Pero ella seguía con su cantaleta: “Que no bajas la tapa de la poceta, que no organizas la ropa por colores como yo y todo se ve desordenado”. Sí porque el desorden y que es malo según el feng shui. ¿ Y yo me pregunto es que acaso yo soy oriental? ¿Tengo cara de japonés? ¿Chino? ¿Coreano? La respuesta es no. Soy moreno. Caribeño. Pero moreno de verdad, no tostado por el sol. 1,78 de estatura. Y con barriguita de cervecero. Porque me gusta la cerveza, pues. Claro que ella antes decía que era un cojincito de amor. Y le gustaba. Le gustaba mucho y se recostaba en mi barriguita. Ya no. O más bien, últimamente no lo hacía. Pero yo la amo, la amaba, nos amábamos. Era una locura de amor, sobre todo mientras andábamos de novios, porque la vida en pareja poco a poco se fue volviendo subyugante, aprensiva, llena de normas, de cosas que estaba bien hacerlas y otras que no. Ese tipo de cosas que no aparecen cuando uno anda de novio agarrado de la manita, besuqueándose en 142

cada esquina. Es que al final ya no nos besábamos. Al menos no como antes. Y algunos besos se habían convertido en un ritual: beso antes de dormir, beso de despedida, beso en la cocina. Eran besos más automáticos, menos húmedos porque “me estás dejando llena de baba”. Pero no era cualquier baba, era mi baba. La misma que acompañaba a mi lengua cuando se jugaba en su entrepierna. Allí no le molestaba. Al menos no que yo supiera. No estoy seguro de habérselo preguntado, ahora que lo pienso. Lo cierto es que todo se fue apagando y me di cuenta de que era necesario preservarlo. Sí, porque todavía recuerdo que llegado un momento la convencí de que podíamos y debíamos tener muchachos. Que aquello era apostar al futuro, y a que todo era posible. Sí, sí, el que quería tener muchachos en este caso era yo. Ella nunca estuvo muy convencida del asunto, pero cuando empezamos a hablar de los juguetes que les compraríamos y, cómo no, del tipo de educación que podríamos darles, sabía que ya había conseguido a la madre de mis hijos. Pero no. Las cosas fueron cambiando. Llegamos a nuestro punto máximo de felicidad y a partir de allí todo fue en picada. Las cosas más insulsas se convirtieron en problema. Nunca teníamos tiempo el uno para el otro. Sí, estaba la cosa de nuestros trabajos, horarios desiguales que no ayudaban francamente mucho. Pero de verdad, no podía ser que todos nuestros sueños se estuvieran desvaneciendo a tanta velocidad. Esto había que pararlo. Y yo soy un romántico. De los que recita poesía y regala rosas. De los que susurra cosas al oído, escribe cartas de amor y le pone un sobrenombre cariñoso a la noviecita. Sí, digo noviecita, pero para que quede claro, me refiero a la jeva, al culito, a la hembra con la que me empaté 143


y esperaba que fuera la madre de mis hijos. Y yo quería, claro, que se mantuviera ella así, intacta en el recuerdo. Pensé en detalle desde el principio las cosas que no quería: ni hacha, ni sierras, ni sangrero regado. Matarla de un tiro era una posibilidad. Pero claro, eso pasaba por involucrar a alguien más. Porque yo no sé disparar nada. Y por supuesto, era alguien más que podía tratar de dárselas de vivo y después aprovecharse de la información privilegiada tratando de desangrarlo a uno, de chantajearlo. Y si ese alguien más era un sicario, cualquiera de esos acostumbrados a dar un mensaje y dejar a las víctimas tiroteadas, me iba a joder el recuerdo. Y eso, eso sí que no. Debe haber sido el exceso de libros de crímenes leídos, pero pensé en un veneno. Claro que no podía ser cualquier veneno. Tenía que ser uno cuyo efecto no provocara una muerte dolorosa, porque al fin y al cabo yo quería conservarla bien para siempre. Eso descartaba la estricnina porque provoca fuertes espasmos mientras mata; la amatoxina porque destruye los riñones y el hígado durante varios días; y el botox, que es medio fácil de conseguir en centros estéticos, pero que también mata dolorosamente. Está también el compuesto 1080, que mata rápido pero con dolor. Ántrax y sarín no están al alcance de mi mano y tampoco tengo idea de cómo hacer que alguien inhale mercurio, que igual mata, pensé. Todo esto me dejaba con dos opciones más: el cianuro y el fugu. El primero era demasiado obvio. Matar a una amante con cianuro era casi como poner un neón de autoinculpación. Quedaba la tetradoxina, que está presente en el pez globo, ¿pero dónde conseguía yo uno así, sin viajar a Japón? No era fácil. Sin embargo, tenía una ven-

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taja: cuando se trata de comida mi novia no se mide, es una de esas flacas que come y la comida nunca le llega a lugar alguno, me dije. Ella es eso que ahora llaman fodie, una loca por la buena comida. Yo también, pero prefiero llamarme gourmand. La describo a ella: hermosa e inteligente. De una belleza imperfecta que la vuelve más atractiva; esa imperfección que la hace poco consciente de su hermosura, pero sí de su inteligencia. Como casi cualquier mujer, vive contrariada con su cuerpo. Tiene una opinión sobre todo, aunque no sepa del tema. Cuando arquea su ceja derecha puedes adivinar el comentario ácido que vendrá después. Y sí, los últimos días de nuestra relación todo eran comentarios ácidos para mí. Y yo no quería que lo nuestro terminara, sino que quedara para siempre suspendido en el tiempo. Logré conseguir un sitio web en el que me vendían peces fugu –sólo expertos en Japón pueden preparar ese pescado–, pero por supuesto no era cualquier web. Era una de esas que alguien describió como la Internet profunda. Vendía todo tipo de cosas de las que es mejor no saber. Se pagaba con moneda virtual encriptada que no dejaba rastro. Sorprende reconocer que en nuestra relación los pequeños detalles que en un principio me parecían hasta simpáticos terminaron siendo exasperantes; ya dije lo de organizar la ropa por colores, pero también recoger con un dedo todas las migas de pan que caían en la mesa, el hecho de que todas las cosas tuvieran que estar en línea recta o que era imposible echarme en la cama sin que ella terminara arreglando mis pantuflas. Y sí, lo hizo la primera vez

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que cogimos. En un hotel, claro. Estábamos en la cama. Habíamos acabado. Conversábamos, cuando de repente se paró y me dijo: “Disculpa es que no puedo ver esto así”, y arregló mis dos zapatos. “Que jeva tan loca”, pensé. Pero me pareció simpático. Ahora lo sé. Fue ahí cuando me jodí. Por supuesto, no la iba a convencer de un día para otro de comer un pez envenenado para acariciar la muerte. Aunque ya nos habíamos amarrado mutuamente, nos grabamos videos, los publicamos con nuestros rostros tapados, acariciamos la idea de un intercambio swinger y jugábamos a asfixiarnos en la cama. Pero se trataba de que me dejara prepararlo a mí. Que todo pareciera la muerte casual de unos sibaritas arriesgados. De las preparaciones posibles de fugu la que me parecía más atractiva era la de sashimi. Sensual. Cortes superfinos de la carne de pescado. Aparentemente inofensivos, pero que si no se cortaban adecuadamente, podían contener dosis suficiente de veneno para matar. Y yo, tengo que decirlo, soy bueno con el cuchillo. Me gusta cortar. Estoy seguro de que mi manejo de los cuchillos es una de las cosas que a ella le impresionó de mí, en uno de nuestros primeros encuentros en casa. En la cocina, que era literalmente su centro de atención, me dediqué a cortar frente a ella palitos de vegetales para comer con las cremas que había hecho para la ocasión. Terminamos preparando ñoquis, yo con un paño blanco en la cintura detrás de ella, agarrando sus manos, enseñándole cómo darles forma. Igualito que Sofía Coppola y Andy García en El Padrino III. Probablemente la mejor actuación de Coppola en esa película es la de sus manos.

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Los ñoquis no los terminamos de comer. Tampoco era mi intención que eso sucediera. Llegado al punto en que su respiración aceleraba y mis pantalones apretaban, cogimos. Ella podía ser muchas cosas, pero no una chica fácil. De hecho, eso era una de las cosas que me gustaban de ella. Había que convencerla primero intelectualmente. Pero esa intelectualidad me obligaba a argumentarle todo, a estar en un eterno juego de preguntas y respuestas, y claro, de vez en cuando en una cita es algo retador y que fascina. Pero todos los días, viviendo juntos, terminaba por hartar. Ella decía que sólo lo preguntaba para complacerme. Para saber mi opinión sobre todo. ¿Quieres comer? ¿Chino o italiano? ¿Pasta o pizza? Toda pregunta medio retórica. Era como vivir en una película de Woody Allen, pura habladera. Y uno a veces prefiere una película de acción. Ya tenía el pescado. Ella estaba de acuerdo en comerlo. Iba a ser nuestro último intento de reconciliación. Sí, decía amarme y por eso se ponía en mis manos, a pesar de todo. Pero los dos sabíamos de sobra que aquellos eran nuestros últimos cartuchos. Yo lo sabía más que ella, claro. Lo haríamos el viernes. Mientras tanto ella preparaba unas crêpes para la cena de esa noche. Se veía linda así. Cocinando con un babydoll semitransparente y sus pies sobre unas sandalias que permitían ver sus siempre cuidados dedos. Afuera llovía. –¿Amor, te ayudo en algo? –Si quieres ve fregando. –Sabes que detesto fregar. –¿Entonces para qué me preguntas?

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–Porque te amo. –Si me amaras, fregarías. –¿El amor se mide en platos fregados? –Se mide en esas pequeñas cosas. –Uuuuum. –Sí, valen más las cosas que no te gustan. –Pero yo te quiero. –Yo en cambio te amo. –Sabes lo que quiero decir. –Sé lo que dijiste. –Está bien, te amo. –Ya no vale. –¿Por qué? –Porque yo lo dije antes. –La intención es lo que cuenta. –La intención a tiempo. –Están bonitos tus pies. –Gracias, pero... estás cambiando de tema. –No, es el mismo tema. El del amor. –Hablabas de mis pies. –Tus pies son el amor. –No seas tonto. Ella sonreía deliciosamente. Empezaba a doblar en triángulo un crêpe con queso Filadelfia y cascos de guayaba sobre uno de los dos platos blancos que tenía sobre la mesa. Con un minicucharón bañaba las crêpes con la reducción de chocolate al 73,5% de cacao, el que nos encantaba. –Te amo –le dije. No quiero perderte. Le pasé la mano detrás de la cintura, con la otra sostuve su nuca y, teniéndola en mis brazos, la besé, largo,

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profundo… Mi mano entonces torció su cuello hasta que sentí en mi boca su último aliento. La coloqué en una silla para verla y puse sobre sus labios un poco de chocolate. Tuve que hacerlo. Supe que nunca más iba a volver a verla tan feliz. Quería conservar ese momento, para siempre.

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3o

l u g a r

Palmadas en el hombro Juan Manuel Romero

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O

tra vez los médicos. Una vez más como alfa y omega. Como disparo y apósito. Como auscultando el pobre esqueleto de nuestros miedos. El doctor Tovar se sentó en su gran silla de reina de belleza y se me quedó viendo. Juntó las puntas de los dedos de ambas manos como si estuviera a punto de hacer una oración muy delicada. Mentiría si digo que estaba preparado para escuchar aquel asunto que es para machos. Después de rascarse la sien me soltó con su vocecita un aproximado al primer capítulo de Breaking bad. Todavía despierto escuchándolo: “Rubén, querido, tienes cáncer”. Tovar es gay. Mi esposa lo supo a los días. Se enteró de eso y de otras cosas más. Otras cosas más. Es difícil evitar ser un eco. Un asco.


Amanda, en las primeras semanas, se deprimió. No quería ir al trabajo. Extrañamente dejó el café y prendió menos el televisor por las noches. Pero empezó a preocuparme que, así como dejó el café, asimismo le dio por beber vodka y tequila. Luego, a la pobre, la atacó el insomnio. Y lloraba en la cama, a veces hasta la mañana. Así se inició el desvelo mutuo. Un día hizo maletas. Lo primero que empacó fue la ropa interior; sólo la nueva. Luego metió algunas blusas y unas faldas. Dos pantalones y los zapatos. Uno de los cierres de la maleta no quería hacerle caso. Tuvo que llamarme. Necesité un poco de cebo de vela para solventar el atasco. La mandé a sentarse sobre la maleta, mientras yo le aplicaba la doble tracción al cierre. Listo, le dije. Su respuesta fue verme a los ojos. Al rato escuché sus pasos; esta vez sonaron distintos. Y como si quisiera atropellarme, me dijo: toma, córtame el pelo. La máquina parecía un control remoto de los viejos. ¡Pero si a mí me gusta tu cabello!, exclamé. A mí no, respondió seca. No hubo forma. Por primera vez me tocó ser el peluquero de la casa. Menos mal que, para ese momento, mi pulso –calificado de “preciso” en las prácticas de tiro– aún no me había abandonado. Los mechones, oscuros y largos, cayeron al piso desmayados. Ella, coco pelado, definitivamente era otra. Juro que sentí pánico. Y eso, para un tipo como yo, en mi condición de jubilado y sereno ante lo bajo, eso del pánico era un absurdo o el primer roce con la metástasis. Ese aspecto –pensé– también lo tendría yo, más adelante. 152

Buscó la escoba y la palita. No dejó ninguna hebra. Abrió con parsimonia la puerta y la reja. Caminó por el pasillo, como si llevara una ofrenda de pelos hacia el altar de los barberos. El bajante se engulló todo. Al volver, roció medio pote de aerosol aromatizante. Tal vez para intentar dejarme en otro ambiente. No lo logró. Amanda apagó su celular y lo dejó sobre la mesa del comedor. Luego, salió rodando la maleta. Pasó doble llave, tanto a la puerta que se quejó de algo, como a la reja que acusó la despedida. Enseguida, el pasillo se llenó de pasos hacia el rencor. Prendí el televisor. Vi, hasta muy cerca de la medianoche, un programa sobre los hospitales venezolanos. Las explosiones y una densa nube de pólvora decretaron el año nuevo, forzadamente. El teléfono sonó varias veces, pero no atendí. Los diálogos nunca han sido mi fuerte.

2 En las primeras horas de la mañana del primero de enero, salí a caminar. Algunas cornetas trasnochadas todavía berreaban merengues de los ochenta. La luz es tímida al inicio del año. Mesurada para los borrachos. Discreta si se tiene una crisis. La mía no dependía de la luz. Y justo el día de la paz mundial, yo no lograba conciliarme con el mundo. Hasta me dio por pensar que la paz (mundial) es como ese sostén que vi abandonado en medio del estacionamiento, húmedo de rocío, oloroso a pólvora. Ni más ni menos. Un sostén al que le pasan por encima algunas hormigas, mientras absorbe el amanecer. 153


Volví al apartamento con esa imagen hundida en el cerebro. De pronto, mientras lo volvía a pensar, el sostén era rosado. ¿La paz era rosada? No, me corregí. La paz es como una sábana de hotel y cualquier cosa –cualquier semen– la ensucia. Y ¿de qué color palpitante es mi tumor? Enseguida resuena la voz galena que, en mi caso clínico, es como la voz de Olga Tañón cantando es mentiroso ese hombre, es mentiroso, y que termina siendo la de Tovar: Querido, esas cosas, no palpitan… Cierto. Aunque sé que esas pelotas –si es que tienen esa forma– no palpitan, el mío, mi tumor, sí lo hace, con saña, cada vez que el miedo vuelve a cogerme. Tovar, me dijo que la metástasis aún estaba lejos… Vale, le repliqué, ¡la distancia no es lo que me importa! Lo que me alteraba, para ese entonces, era su acecho. La palabra metástasis se me volvió un rostro constreñido, a punto de escupirme un gran esputo en el cuerpo. Al mediodía de la Paz mundial se me ocurrió ver, en vivo y en directo, desde Pasadena, California, The rose parade; esa redundancia gélida de imposibles alegrías. A mi esposa nunca le gustó ver ese desfile, no por la candidez forzada, sino porque a ella las flores, de sólo verlas, le daban alergia. Una vez, el alergólogo fue directo con ella: “Tu casa tiene que ser un médano, si quieres vivir”. La aridez o la muerte. Recuerdo que apenas ella escuchó médano, se imaginó la arena y el polvo y, enseguida, empezó con los estornudos, uno tras otro. No cualquier imagen es la adecuada. Desde ese día del alergólogo, los jarrones del apartamento lucieron la limpieza y la soledad. Y digo soledad por no hablar de aburrimiento. Qué bien hubiera resultado meter en uno de los jarrones el sostén rosado. Un 154

poco de paz hubiésemos tenido en el apartamento. Y tal vez la alergia habría entrado en calma. 3

Era tres de enero y tocaron a mi puerta. Abrí. Su esposa murió, dijo el policía. Más atrás estaba mi cuñada, con cara de zombi por tanto llorar. Resulta que Amanda se había llevado de mi colección (¡No joda, y no la vi!) la Walther P38. La pieza invalorable. La misma que utilizaron los nazis hasta la paranoia (valga la redundancia) para volarles la cabeza a los judíos. Por alguna extraña parentela hebraica de mi esposa o, simplemente, por ganas de joderme la poca vida que me quedaba, decidió llevarse encaletada la Walther para desparramarse el cerebro. María Auxiliadora, mi cuñada, por razones fortuitas y un poco cansonas para aclararlas ahora, reconoció a la tipa de la habitación 36 del HOT (el resto de las letras, EL, estaban quemadas, incluso las del propio nombre del antro). Como es obvio, intentaron reiteradamente comunicarse conmigo, pero como no contesté, el cuerpo de investigaciones designó, de manera muy pertinente, al novio de María Auxiliadora, para que fuese hasta la vivienda de la occisa. Por su parte, el agente llamó a su novia para que le diera la dirección y aquella, sin pensarlo mucho, decidió acompañarlo. La visita traía consigo un par de especulaciones. Una, el esposo que no había dado signos de vida, ¿habría tomado una decisión confusa luego de saber lo de su esposa?; o dos, Amanda antes de suicidarse, ¿habría decidido asesinar a su esposo? Pero ni una cosa ni la otra. 155


4 Antes de dispararse, Amanda sumergió su cabeza en un preparado absurdo. En un tobo con agua echó un kilo de jabón en polvo y un rollo de papel toilette desenrollado (la bolsa y el envoltorio fueron encontrados en el cesto del baño; pido disculpas a la policía por revelar este dato invalorable). El cadáver de mi esposa yacía al lado de la cama, vestía la ropa interior nueva que había empacado unos días atrás. Las paredes, aparte de estar salpicadas de sangre y sesos, estaban empastadas del preparado absurdo y, según arrojaron las investigaciones, el empastado fue antes de que se detonara en la cabeza, a juzgar también por cómo estaban embadurnadas las ventanas (otro dato que revelo para que se vea la calidad de análisis de nuestros efectivos; con perdón). La autopsia arrojó un dato extraño –otro, quiero decir–: el estómago de mi esposa estaba lleno de un líquido rosado; más tarde se supo que aquello era yogurt de fresa. Yo no lo podía creer, a ella jamás le gustó el yogurt. En todo caso, lo que quiero que se entienda es lo siguiente: lo del yogurt, sinceramente, no era cosa de gusto sino de alergia; y ni hablar lo que le producía el detergente. ¿Todas esas acciones ilógicas, u otras parecidas, las iba a hacer yo cuando llegara la quimioterapia? 5

ver cómo los del barrio jugaban con bombitas de pintura, huevos congelados, tánganas y otras cositas inofensivas. Por aquellos días fue cuando el novio de María Auxiliadora le propinó su primera golpiza. Al parecer, por celos. El tipo se enteró de que ella me había acompañado a las primeras sesiones de quimio y, por eso, como todo digno policía arrecho que se respete, le cayó salvajemente a rolazos, cachazos, rodillazos y un montón de azos más que los policías manejan tan vulgarmente bien. El tipo me vio una vez, cuando volvía de la farmacia. Me dijo, mira viejo marico, te voy a matar. Me parece muy bien, chamo; y le recalqué el muy. Bueno –respondió para contradecirse–, yo no mato a enfermos. Entonces, insistí, no le des más palos a la enferma de tu novia. Ella no está enferma, güevón. ¿No?, y ¿por qué crees que es novia tuya? El carajo sacó su arma. Apenas sentí el dolor del cachazo. Abrí los ojos y le vi los pies a la gente a mi alrededor. Alguien me cubrió con una tela o simplemente volví a desmayarme. Después el sol me daba en la cara y me llevaban cargado. Luego me metieron en un sitio oscuro y ahí perdí la visión otra vez. Al despertar, estaba en el hospital. El mismo de las quimio. Me encontraba en Urgencias y las enfermeras me llamaban por mi nombre. Fueron ellas quienes me contaron que al policía se lo habían llevado preso otros iguales a él. Fue un momento insólito, dijo una. Y debió serlo, porque una enfermera nunca dice que algo es insólito. 6

La famosa quimio llegó. Con cada vomitada se me iban varios cc de vida. Todo me daba frío y ya casi no quería abrir la nevera. Afuera era carnaval. Desde el balcón podía 156

Algunas semanas después volví a ver a María Auxiliadora. No voy a darle largas al asunto. Esa misma noche tuvimos 157


sexo. Por fin. Sin embargo, mis erecciones fueron modestas, intuyo que por la quimioterapia; tuve que detenerme cuando la penetraba analmente para ir a vomitar. María Auxiliadora fue hasta el baño, desnuda. Allí se quedó hasta que dejé de abrazar la poceta. Me dio a oler alcohol. Casi balbuceante, le di las gracias, mientras veía que sus grandes senos me apuntaban con ternura. Aunque, si bien es cierto que, encontrarnos había sido un exceso en medio de la confusión y la violencia, también lo fue que, mientras tuvimos sexo, nos cayeron unas gotas, espesas, rosadas: el remordimiento. Y el remordimiento fue tan rosado y espeso que sus senos me dieron náuseas. Así que sin poder aguantar, me fui en vómito sobre ella. Se bañó en silencio y así también se fue de mí. Antes de marcharse, me señaló con el dedo el sitio donde había puesto el pote de alcohol. Estaba sobre la mesa del comedor, justo al lado del celular de mi esposa. Yo no había modificado nada por respeto a ella. Sentirme minado por el cáncer hizo que todo perdiera gracia. Quizá eso justifique lo de los vómitos. Y también justifique que yo le haya soltado a Amanda, en su momento, esa hilera de culpas, excesos e infidelidades. Yo le dije, palabras más palabras menos, así: mira, mi amor, tengo cáncer, además me acuesto con tu hermana; ahora ódiame, como dice tu escritor favorito. Recuerdo muy bien que me dio la espalda y se fue a la despensa. Volvió con un paquete de harina de trigo y me lo echó encima. Luego, esperó a que yo me levantara para darme mi respectiva patada por el culo, igual que una escena de Los tres –en el caso nuestro dos– chiflados.

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Desde ese día ella y yo quedamos lívidos, igual que una sábana de hotel. Condenados a que cualquier cosa nos siguiera manchando. 7

Algunas mañanas iba al supermercado y a la farmacia a comprar las nimiedades que se podían encontrar: fósforos, cereales, jugos, pastillas (las que fueran). Mi paso era lento y continuaba sufriendo de mareos. Recordé que María Auxiliadora –la última vez que la vi– me dijo que me haría falta un bastón. Yo le dije que con mi arma bastaba. Ella no entendió. Otro día vi a su novio. Se sonrió cuando me vio la ceja con los ocho puntos de sutura. Con voz de trasnochado, el policía me dijo que a un tipo como él no lo dejaban mucho tiempo encerrado, que sus amigos lo habían soltado al rato y que el comisario le había dicho que se agarrara unos días para que resolviera sus rollos y que, por eso, allí estaba, otra vez. Ajá, le dije. Después saqué mi Glock de atrás del pantalón. Le disparé cinco veces. Los dos primeros balazos en cada una de sus rodillas; luego le incrusté una bala en la cadera y las dos restantes, cerca del corazón, más bien hacia el hombro. No murió, es obvio. Quien sí había muerto, me dijeron en la comisaría, era María Auxiliadora, a causa de otra paliza brutal propinada por unos colegas de su novio –como es fácil especular– a petición de aquel. Según y que se había enterado del encuentro que había tenido su novia conmigo y quería acabar, como buen policía, con este cáncer de la infidelidad…

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Inmediatamente cuando te arruman en una oficina, luego de casi treinta años subiendo escaleras de barrio echando plomo, lo que sigue es la jubilación. El insomnio. La suspiradera frente al ventanal. Aquella imagen, en la que te quitas la correa y se la enrollas en las muñecas a un carajo que tiene la cara pegada al asfalto hirviente, queda paralizada y flota por ahí, como la jubilación. Flotan rostros espachurrados en el piso de un centro comercial; mujeres inconsolables tapándose la cara con las manos; chispas que salen del cañón; Amanda lanzando al piso mis zapatos pulidos, con rabia. Pero poco a poco, para uno, las cosas en el Cuerpo de Policía aminoran. El radio no suena. Te da sueño en la oficina. Hasta un superior te pesca, pescando. Aguantas unas semanas más el aire acondicionado. Los movimientos insistentes del ventilador alborotando la tristeza. Uno se quiere quedar un año más como los grandeligas veteranos, pero eso no pasará. Incluso al bañarse, uno no hace sino pensar en el sobre arriba del escritorio. Cualquiera diría que el sobre de la jubilación late. Al abrirlo, otro es el veneno que suelta. La palabra fin, sin que aparezca exactamente con esas tres letras, ronda la vida. Y le empiezan a ocurrir vainas raras a uno. A mí, por ejemplo, me dio cáncer. Incluso le caí a plomazos a otro policía, a un chamo de esos que están comenzando en el Cuerpo. Me detuvieron, pero sólo algunas horas. Un tipo como yo no puede estar por mucho tiempo encerrado. Y menos porque yo era quien encerraba a los demás. Un policía jubilado no puede estar preso y punto.

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El comisario estaba enterado de mi enfermedad. Fue por él que salí rápido. Cuando me soltaron, me dieron palmadas en el hombro y luego dijeron (aunque no lo puedo asegurar ahora), “buen trabajo”. Atravesé a pie la avenida San Martín. Esquivar tanta mierda, tantas cucarachas, me puso nervioso y triste. Y más cuando en algún momento se ven hasta gotas de sangre, en hilera, que llevan a un fin aborrecible: un zapato Adidas que, como un pequeño tobo, contiene sangre hasta arriba. Dentro del edificio volví a darme cuenta de que el ascensor seguía dañado. Emprendí mi calvario de dieciocho pisos. Al rato, giraba los cilindros de la reja y forcejeaba con la puerta. Adentro, todo estaba quieto. Estrictamente apagado. En la oscuridad, tropecé con la mesa del comedor. Las cosas que están sobre ella (el celular y el pote de alcohol) se balancearon. Más allá, adiviné mi colección de armas, encerradas tras unas puertas de vidrio, huyendo del polvo. Fui presa del insomnio y ya no volvió a dejarme en el resto de las noches. Lo único que me faltó fue salir al balcón a ladrarles a los gatos y a las perras en celo. Ladrar hasta el cansancio. Ladrar hasta que la metástasis esgarrara y me escupiera la boca. Pude, incluso, haber pensado en gruñir, pero eso se lo dejé a la puerta; pude haber pensado en chillidos, pero eso se lo dejé a la reja. También pude haber pensado en aullar, pero aquello habría acabado en ceremonia, en una absurda ceremonia que grita lo obvio.

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m e n c i o n e s e s p e c i a l e s

Día de gracia Pedro Varguillas

a Constanza y Santiago

I

ba caminando de la Facultad al café donde solía reunirse con sus amigos de vez en cuando a las seis, siete y, de forma extraordinaria, ocho de la noche. Ese era un día fuera de orden. Pensaba en cosas de la universidad, el último examen de Filosofía, el próximo de Cultura. Repasaba las piernas de la muchacha que se sienta de primera en la clase de Estudios Comparados. Sintió que iba perdiendo espacio en la acera, como si de repente se hubiese quedado atrapado entre gente que parecía desandar a la manera de un carnaval. Una mano lo tomó fuerte por el hombro, una boca le dijo que se quedara tranquilo, otra mano le sujetó un brazo, muchos cuerpos le taparon la vista. Al llegar a la esquina de la calle el semáforo los detuvo, luego hubo una puerta abierta, un asiento, un paseo. En el automóvil intentó decir más de una vez que no tenía dinero, que estaban equivocados, que sus padres no podrían pagar un secuestro. En vano mostró su carnet


estudiantil, en vano les dio su cartera, su estampita de la Virgen, los cincuenta bolívares del café y la cena. No hubo pistolas, no hubo gritos, lo sujetaban fuerte y le daban silencio. Dieron vueltas por la ciudad, supo reconocer a María Lionza en mitad de la autopista, vio la punta del Obelisco de la plaza Altamira, recordó su entrenamiento por la mañana en el Parque del Este. Los hombres eran iguales entre sí, algo inexpresivo en sus rostros los hacía temibles. No parecían ser eso que las personas llaman malandros, asaltadores, secuestradores. El conductor del auto se detuvo frente a una arepera, preguntó quién comería, le ofrecieron y él se negó a recibir cualquier cosa. Pensaba que el miedo puede ser más fuerte que el hambre. La primera hora se sintió como la primera hora. Se sintió como el horror cuando el aire se hace pesado y un mareo extraño atraviesa el cuerpo debilitando la visión. Quiso vomitar y pensar que lo haría le llenaba de asco y le incrementaba el deseo de sacarlo todo, como si el terror fuese una cosa que se escupe sobre los pies de quienes lo infunden. Una hora y sintió, por primera vez en sus veintiún años, la necesidad de decir una palabra para saber que aún era dueño de su propia vida. Estaba ahí, en el borde del límite, exactamente donde las cosas pasan, donde lo humano se hace puramente animal. Era uno, uno entre millones, pensaba. Sabía que su breve condición de ser único lo convertía en otro, reconocía en su aislamiento inmediato su soledad inesperada como una lengua naciendo dentro de él, una lengua para nombrar lo indecible, lo inaudito, lo inexistente. Eso detrás de los vidrios del automóvil, eso que la ciudad veía sin la necesidad de abrir los ojos, un reflejo, un rostro en desplaza164

miento que no ha alcanzado la gestualidad necesaria para decir regálame una rayita de tu pupila. De pequeño le gustaba subirse a un árbol de mangos que había en el patio de su casa. Se sentaba sobre las ramas más gruesas para ver caminar los ciempiés y los gusanos. Al estirar su brazo para rodearlo de hojas se creía parte de esa altura, de ese mundo que se levantaba para caer como fruta dulce y dejar en el piso unas manchas amarillas. Él veía desde la copa del árbol las manchas y las creía soles achicharrados en el suelo, soles con vellitos húmedos que de a poco se iban secando, soles que los pájaros venían a picotear y en su desconcierto se reventaban los picos al intentar desprender el fruto del cemento. Al secarse, cuando su nana barría el patio por las tardes, quedaba una mancha con la redondez perfecta que sólo tienen los objetos naturales. Años después, en una clase de biología, una profesora le diría a todo el salón que la vida estaba compuesta de células, y para entender la imagen hecha con palabras complicadas (citoplasma, protoplasma) les dijo que pensaran en un huevo: la clara y el amarillo. Ahí estaba la vida, era eso, pensó. Un círculo, una mancha en el patio, un mango despaturrado por la velocidad y el peso de las cosas al caer. Un espejismo en los ojos que les destrozaba el pico a las aves, un hambre incurable que les tumbaba las plumas y les sesgaba el vuelo. Eso vio cuando alzó la cara por un instante. Puede que no haya movido los ojos, quizás el carro hizo un giro que puso al sol en su cara. Recordó a la mujer, algunos encuentros amorosos en la playa, la postergada pasión que se prolonga en la distancia, las sombras entre el sonido, las palabras que una voz reclama para el amor. Susurró “arriba eres un círculo de vida entre mis manos”, mientras veía su cintura 165


a contraluz, mientras estaba acostado con la cabeza hacia el mar. Quiso estirar sus brazos y alcanzarla como esa vez. Quería abrazar la única libertad que habría de conocer, esa levedad que se adquiere al reconocerse en otro como un par. Estaba descompuesto, aturdido, abrió los ojos de nuevo. El carro había girado y la sombra de un edificio le había quitado el sol de la ventana. Hacia frío. Le temblaban las manos como a los violinistas artrosos. Esos hombres que alguna vez habrían podido haber hecho sonar la tráquea abierta de alguna persona con un arco cualquiera. Sentía espasmos cada vez que alguna imagen le atravesaba el cuerpo. En la adolescencia se había cortado picando cebollas, el contacto con el metal le hizo pensar en algo parecido a la antigüedad del frío. Esa memoria desgastada que le eriza la piel a la gente, algún recuerdo mutilado cortando una genealogía donde la imaginación no llega. Solía deprimirse cada vez que estaba expuesto ante algo que había decidido nombrar “la condición humana”. Esa levedad opaca de algunos oficios que tomaba por mercaderes ambulantes de la tristeza. Le era imposible sostener la mirada sobre las personas, apenas si lograba mantenerla lo que dura un suspiro en los labios de los amantes. Era un muchacho de esos a quienes les guinda un hilo de tristeza en los hombros, como si arrastrasen una condena desde el origen. Todas las mañanas, al despertar, pensaba en el peso de las agujas de los relojes. Alguna vez vio salir a unos enanos mecánicos de un reloj gigantesco en una plaza de la ciudad de sus abuelos. Iban uno atrás de otro sosteniendo un martillo un poco más grande que su puño cerrado de niño que no conocía la voz de la ira, llegaban a una campana y la golpeaban con el martillo mientras sonaba una 166

música circense que le desataba el terror anudándolo a las piernas de su padre. El asedio de las horas, pensaba en las mañanas, cayendo como el agua derramada por descuido de un vaso en el borde de la mesa. Lo perseguían sobre los relojes, los martillos, el miedo de saberse preso de un tiempo que jamás sintió suyo, un tiempo al cual quiso darle nombre de algo que no fuera olvido. Sintió frío al poner sus manos sobre los antebrazos, como haciendo una silla, como abrazándose por lo corto, y se supo suspendido sobre su misma mirada sopesándole la leve brevedad del alma humana. Tenía veinte años de su vida sobreviviendo. Un domingo subido en un columpio sintió el peso de la gravedad y por primera vez supo que su vida le pertenecía. Inmediatamente quiso conocer el límite y llegar más alto que todos los demás niños, quiso ir más alto de sí mismo. Sus primos que se lanzaban desde del tobogán lo vieron asombrados y sintieron el temor de quien se enfrenta a la adrenalina y a la vitalidad de algunos hombres. El mundo era una bolita de vidrio que él descubría y que podía romper retomando el vuelo. Sintió el grado animal de lo humano, el vértigo en el estómago, la brevedad del sentir en la caída. El suelo, sintió el suelo y cómo su cuerpo se quebrada al contacto con la tierra. Su primer vuelo le dejó una cicatriz en la rodilla derecha y el ardor en la conciencia tras conocer la pureza de los límites. Esa tarde de domingo se le reveló en la sangre el hambre de estar vivo. Había sido distraído, de esos muchachos que parecen no tener contacto por entero con su alrededor. En su ultimo año del liceo más que callado era inoportuno, tenía esa capacidad de discernir entre ser aceptado por los demás o ser fiel con él mismo. Algunas veces le hicieron 167


bromas crueles, humillaciones sin sentido, estropajos de la memoria que le afinaron el carácter. Se veía a sí mismo como un tipo al que era difícil quebrarle el ánimo con amenazas vagas o manipulaciones. El auto estaba detenido desde hacía más de una hora, el conductor y uno de los hombres que estaban a su lado bajaron. Él recordaba sus años de entrenamiento militar. Cancha de infiltración y navegación. Tenía dieciséis años, estuvo en el liceo militar desde los doce y había sido entrenado para creerse un hombre. Vestía un uniforme que lo hacía pensarse inmune, era todo lo torpe que puede ser un muchacho probándose a sí mismo. El helicóptero dejó a su patrulla dos kilómetros afuera de la costa, saltaron al mar a diez metros de altura, uno tras otro. Estaba cumpliendo su sueño, había aguantado los primeros tres años del liceo sólo para hacer el curso de supervivencia. Era su cumbre, era su mas allá, era la convicción necesaria que requiere un hombre para verse la cara en el barro y decir “yo sí puedo”. Se repetía una y otra vez “el dolor está en la mente, el dolor está en la mente, el dolor está en la mente”. El gas lacrimógeno en el cuerpo, el uniforme empapado desde hacía dos días, el asedio con balas de salva, los mapas errados a propósito, el menguante que no ayuda. La brújula era su única guía. Se maldijo mil veces por ser el lector del mapa, se estropeó la mirada de tanta vanidad por ser el comandante de su patrulla y lucir como el mejor frente ante sus compañeros. Ahí en medio de la selva, donde él era los pies de los otros, él que nunca ganó una pelea, llegaría antes que las otras patrullas, le darían un diploma, una condecoración para el uniforme. Saldría más fuerte y se iría del lado de los militares para siempre. Era todo cuanto quería. Cuando no había más 168

latas de comida y el río registrado en el mapa no aparecía, entendió que el miedo es lo que nos mantiene vivos cuando excedemos nuestros límites, pero su límite no estaba ahí, su límite siempre estuvo en un más allá innombrable, guiándolo por corazonadas, trastabillando como un ciego al sonido de su bastón. La puerta del auto se abrió, entró un hombre diferente a los otros con la actitud de eficiencia que transpiran los burócratas en su hora de almuerzo. Como quien revisa un documento, observó al muchacho, le ordenó salir del carro. Le preguntó el nombre, le preguntó si reconocía su situación. Se volteó. Caminó hasta una garita, parecía un punto de control para entrar a otro lugar. Aunque hacía el mayor esfuerzo por intentar imaginar qué vendría luego, no halló respuestas. Comenzó a sentir miedo, luego pensó que después de la vida sólo puede venir la muerte y sintió el alivio de los ortodoxos. Muero por escuchar tu voz que me hace temblar. Quería aprender otro idioma, quería leer y cantar en la voz que no puede nombrarse por sí misma. Estaba aturdido de vitalidad, apenas terminó el bachillerato logró montarse en un avión que lo llevaría a cualquier lugar donde pudiese estar consigo. Se veía a sí mismo a través de una imagen por venir como si percibiera un aliento desvencijado de la existencia. De niño, una vez, su madre logró que lo dejaran viajar en la cabina de los pilotos en un vuelo nacional. Desde entonces, sólo quiso volar aviones. Cada vez que subía a un avión intentaba reconstruir la memoria de nubes cayendo como cascadas; no acertaba a saber si era un recuerdo o un sueño de esos que sólo se alcanzan volando, esos fragmentos de lo etéreo resbalando por las palmas de la mano como desvistiendo la conciencia. A veces veía las 169


cosas al revés, solía encontrarse con frecuencia tras el rastro de una demencia precoz. Hasta que llegó ella y se le trabó la vida en cinco versos Tú me amaste Silvia. Yo amé en ti el desafío/ a la sombra que antepone al bosque/ El desafío al bosque que se antepone al cielo/ Nos amamos y era allí en el amor donde comenzaría/ esta desaparición que nos anula. Creyó poseer la esencia de los espectros en disolución. Antes de volver a verla, a leerla, ya estaba invadido de “visualidad” pura. Era todo ojos, ojos que miran y palpan las cosas, había ausentado la materialidad de su cuerpo. Sintió que amaba. Empezó a brillar una de esas noches de invierno tan lejos de su trópico absoluto, del sol que no descansa. Había una gravedad en el aire que inclinaba su frente contra el suelo, pensaba que el frío empuja, encorva. Era un mandato natural de la ausencia tirar los ojos abajo y caminar despacio sin rastro sobre la nieve. Ahí estaba ella, cruzaba la calle, tenía los ojos idos como si estuviera frente al mar en los balcones de las playas amadas. Se le hizo pura efervescencia, así se registraba sobre las palabras lo que carece de nombre. Fue detrás de ella como haciendo una casa blanca desde su ventana congelada. Una mañana despertó a su lado, se supo ingrávido, le dolía respirar, quiso medir el ritmo de sus pestañas cerrándole los ojos. Se le fue la mirada buscando un hilo de luz en la ventana, ella despertó venida de otro tiempo con la pureza de quienes se entregan sin pensarlo. Sabía ser leve. Lo miraba caer como el rocío de enero en la montaña. Si acaso hay peso alguno en el silencio arrastrado entre las hojas, él había encontrado la medida para sostenerlo. No podía quedarse colgado de sí mismo, pero ciertamente alcanzaba a poner su cuerpo

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para ser el suelo donde ella se levantaba. Eran puentes cruzando vidas. Le hicieron bajar del auto, no tuvieron la bondad de vendarle los ojos. Esta vez no pudo evitar el asco, vomitó todo. Frente a él había tres muchachos con agujeros en los cachetes y en la frente. Parecían muñecos de plastilina entre el verde y el morado. Estaban como dormidos, como soñando una pesadilla. Reconoció el gesto de matarife en las miradas de los hombres que lo rodeaban. Le entregaron un papelito a un uniforme detrás de un escritorio. Eran rigurosos en el orden, todo parecía dispuesto para funcionar con la eficiencia de las máquinas. Oía palabras jocosas, escuchaba risas, sentía otra vez el frío del invierno atravesarle los huesos como mil puñales clavándosele en las piernas. “¿Tú sabes por qué estás aquí?”. Él no sabía dónde estaba, a esa pregunta le faltaba la certeza que toda respuesta acusa. Ensayaba una forma de contener la nostalgia cada vez que despertaba a su lado. Solía esperar sus primeras palabras, cada día el mundo se hacía de nuevo, podía atravesar la luz como si sus manos fueran el prisma que contrae los colores. Era un resplandor que nacía en los ojos de ella. Entonces sucedía, movía su cuerpo desperezándose como una supernova estallando de luz. Alcanzaba con los dedos su cadera, ella movía sus labios para decir buenos días. Él veía palpitar la tierra en sus palabras, tenía la certeza de estar vivo no por coincidir con ella, sino por ser con ella. Supo reconocer la fragilidad de lo pleno y tenía miedo de respirar, sentía terror de romper el tiempo aspirado en cada latir del corazón que llenaba sus venas de vida. El primer golpe le devolvió su cuerpo

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que ya no le pertenecía: él estaba lejos de ahí. Cada arremetida le devolvía un grado carnívoro de su corporeidad. Se preguntaba cómo sería tener un espejo para verse en ese momento, hubiese querido tener un cámara que atestiguara lo que no podían arrancarle, el testimonio de la pérdida, la persistente paranoia de la vigilia. Eso que no podían ver detrás de sus ojos entonces blancos. El rigor del dolor se amasa en el peso de la carne y más allá se achicharra, se tritura, se cuece. Veía la nieve atravesar la luz de los faroles, veía brillar las calles cubiertas del más puro blanco de la medianoche. Sonreía, sus ojos se llenaban de luz, sus cabellos tenían trozos diminutos de aire hecho granos de hielo, de nubes desterradas del cielo. Respiraban el aire congelado, entrelazaban sus manos detrás de varias capas de ropa, presentían el cuerpo, se reconocían en la intermitencia que media entre la desnudez del amor. Brillaban, estaban bañados de luz, atravesaban las avenidas consumidos por el peso de la gravedad sosteniéndolos sobre el mundo. En octavo año de bachillerato el primer examen de Electricidad era soportar por diez segundos un corrientazo de hasta cuarenta voltios, eso era un veinte. El profesor conectaba a un amplificador de corriente un cable TW14 y le decía a la clase “no teman muchachos, esto no los va a matar”. La única vez que sintió cosquillas en los nervios de todos sus dientes fue ese día cuando envalentonado pidió cincuenta voltios. Dime dónde pongo mi mano para tocar tu voz. Se desesperaba de esperarla cada noche, daba vueltas como un animal de zoológico en su jaula. Abría la boca como los leones para espantar las moscas de sus trozos de carne en el almuerzo. Rodaba sus ojos sobre los libros como los monos brincan de un lado 172

a otro en trampolines que han perdido su balanceo. Escribía notas fragmentadas de memoria instantánea en las paredes. Intentaba hacerla en el apartamento diminuto. Caminaba para oír crujir su voz en la madera del piso, lamía las esquinas donde ella se había posado, buscaba con obstinación restos de sus cabellos en el baño una semana después de su partida. Su celular sólo daba la hora en que ella había enviado el último mensaje. Should’ve I come over, lover? Esa noche la había esperado como ninguna otra. La angustia de no saber de ella lo alejaba de sí, deambulaba por las calles, lloraba en los trenes a deshoras. La segunda prueba fue de confianza. El profesor tomando una punta del cable había configurado el amplificador en cien voltios. El primer estudiante tomaba de la mano al profesor y el último sostenía la otra punta del cable. Hacían una cadena humana de corriente eléctrica compartida entre ocho personas. El rol más importante era el de quien debía desconectarlos halándolos por los cabellos cuando se enchufaran. Veía las rayas que los aviones trazaban en el cielo, se recostaba sobre sus piernas frente al agua, sentía rodar el mundo viendo sus cabellos gotear. Fue ahí cuando él tocó las palmas de sus manos con sus dedos y creyó sostener al mundo sobre sí, como una hormiga que gira sobre la tierra en su diminuta inmensidad. La miró a sus ojos miopes. Para ella, él era una mancha; para él, ella era el rastro necesario de saberse vivo. El primer choque de corriente le hizo pensar que alguien iría a halarlo de los cabellos. La descarga terminaría pronto. ¿Tú sabes por qué estás aquí? Olía a pelo chamuscado, a chicharrón sin carne. Sintió asco, no podía fijar la mirada. Sonrió. Iba de nuevo a la orilla que está en el lamento. 173


Sentía andar su sangre bajo la piel, le rasgaba los músculos, se hacía hojillas dentro de él. Exhalaba un sudor punzante. Era un instrumento de dolor. La primera vez que sintió el cuerpo fue después de lo que recordaba como su primer día en la playa. Él en realidad sólo tenía en la punta de la oreja la voz de su madre creciéndole como pie de página de una foto sobre la mesita al lado de su cama. Solían amarse. Creyeron ser tan felices que podían torcer los mandatos de sus estirpes y hacer nacer una especie extinta, una nacida sólo para amar. Eran los fósiles más antiguos de un tiempo remoto cuando los hombres calzaban con sus picos los colmillos de las estrellas. No eran fanáticos de ninguna secta, no estaban movidos por el espíritu de los tiempos. Se abandonaban al vaivén de la marea. Pulsaban el ritmo del mundo levantando con sus manos el peso de una casa junto al mar. Tendrá que ser de piedra porque hay sal en la ola, le leía ella arrastrando arena por las arcadas de las puertas, haciendo crujir sus cabellos entre las uñas de sus dedos. Crecían como la espuma en la orilla de las playas. Invirtieron el tiempo de los hombres: desaparecer era su único legado. Resplandecían hasta la efervescencia del susurro en la resaca golpeando la sal del mar sobre sed de la tierra. Tenían la voluntad abismada de las bromelias para amarse a cielo abierto cruzando el mundo en las caderas, escalando espaldas descalzados, crecían sobre sí mismos sin el misterio de lo que vendría. Entonces llegó él. Le gustaba pasar horas bajo el sol, aunque, entendieron muy rápido que no era algo voluntario. Él sólo hacía lo que ellos le habían enseñado. Esa noche durmieron con la canción de su lloro y creyeron ser mecidos por la piel quemada de su hijo. Algo les ardió adentro, se supieron chicos y carentes entre las cosas. 174

Algo arde en la sangre cuando el grito de la herencia reclama auxilio. Untaron con cremas su cuerpo. Le dieron ritmo a su llanto, escribían la memoria en la voz de un gemido. Apretaba sus dientes contra el trapo empapado de gasolina que le llenaba la boca. Media hora más tarde, la lengua se libró del peso que la aprisionaba, era sonoridad pura. Era el gesto más limpio del sufrimiento. El grito fue su signo de vida. Siempre estuvo demasiado consciente de estar a la deriva. Dado al llanto fácil de las cosas solía perder la mirada entre sus pensamientos. Tenía la cabeza preñada de imágenes. Se parchaba los ojos con la memoria de sus sentidos. Amaba la imaginación de las ventanas. Detrás de una ventana empieza el mundo, solía decirle su padre frente al mar. Hacían castillos de arena, cubrían sus cuerpos, salaban la memoria grano a grano. Quiso sembrarle el mar en los ojos porque era ahí donde los hombres terminaban, quería mostrarle la inutilidad humana de crecer hacia dentro, de ser interioridad pura. Al mar las gentes entran flotando, con miedo, son obligados a sentir su prescindible materialidad en el mundo. Por ello, cuando los marineros pisan tierra tienen el embriagado sabor de la conquista en los labios. Las personas no podían retener su propio cuerpo, eran la sustitución de una imagen, un nombre que los quebraba, un gesto que los hacía padecer, un trazo que construye su historia. El mar, en cambio, era materialidad en potencia. No podía ser bebido, era demasiado pesado, nunca está quieto, no tiene bordes, acaba donde empieza una nueva forma de existencia. No hay imagen que lo suplante, no hay ausencia que lo traiga a mano. Se va al mar para creer en la marea, no en el mar. Es entre las olas que lo mueven donde se asiste a su golpe. 175


Una vez quiso ser atravesado por el agua marina, necesitaba tenerla dentro de sí, como un rasgo para componerse. No hubo cicatriz, no hubo marca, no hubo sangre entre la piel abierta. No hubo manera de meter al mar en su cuerpo, supo entonces, su peso sostenido sobre la imagen del mundo, sobre la imagen de palabras rasgando el cuerpo de las cosas. Resignado a la ausencia de un cuerpo se aferró como un náufrago a las aberturas, a las hendijas, a lo chico que cruje como espiando un escape posible. ¿Tú sabes por qué estás aquí? Vamos a ver si te da por recordar. Forzaron sus párpados para mantener sus ojos abiertos, los rociaron de cloro. Ese olor siempre le hizo recordar el sol. La vista no se puede quemar como se queman las pieles. A la mirada le entra el fogonazo y resplandece más allá de las cosas, atraviesa la luz y devuelve su trasparencia, el grado más pleno del color. Había un aire de piscinas en el olor del cloro, de adolescencia con amigos en el borde del agua, de muchachita linda que mira coqueta sosteniendo una bolsa de Pepitos. Estaba ahí jugando al muchacho grande, había subido hasta el trampolín de cinco metros, sostenía con firmeza que para ser hombre –o tener el reflejo de lo que es un hombre– había que excederse a sí mismo. Él tenía los límites de donde su cuerpo estaba, se construía a diario como un mapa se extiende sobre la tierra, tenía la voluntad de quienes salen a la guerra, tenía su vida tomada por las manos. Sabía que su cuerpo delgado, quizás demasiado delgado, no llamaba la atención. Pero no es un cuerpo lo que el cuerpo hace, no es un músculo lo que se ve. Es lo que ese cuerpo hace, es lo que de ese cuerpo sale y es visto por los ojos de los otros. Saltó sin pensarlo como se entregan los amantes al roce de los cuerpos, esperaba 176

el golpe del agua que no es sino una caricia. Era una bala. Era el giro de un tormento rompiendo la voluntad de los errantes. Tocó fondo, su pie registró la hazaña, la pulsión natural del éxtasis sostenida en el instante. Salió a flote, ahí estaba ella. Sus amigos no aplaudieron, no lo felicitaron, nadie dijo nada. Tuvieron miedo de él, de su secreta voluntad para quebrar las cosas, de su misteriosa valentía para hacerse nombrar en la mudez del asombro. Sentía arder las raíces de sus cabellos, reconoció su cuerpo como un armazón de nervios que jamás había sentido. Su cuerpo le hablaba, se hacía inmenso como una lengua que arrastra la furia. Creyó poder sentir el movimiento de su estómago, la tensión de los isquiotibiales contraídos, el último chorro de orine corriéndole en la uretra, contracciones del intestino delgado camino del recto, la sangre corriendo por el ano. Unos dedos forzaron sus párpados y le dejaron abiertos los ojos. Revisaba la habitación. Había más de un cuerpo, acaso nunca logró ver sus rostros. ¿Cómo pueden ser los hombres? Brazos, piernas, manos, ojos, agujeros. Quería ver en la abertura de un cuerpo, en esos rasgos que hacen de alguien un nombre, un gesto. El resto necesario de un movimiento para hacerse su imagen en la memoria. Le faltaba la vista, sabía de sus ojos por el trazo de dolor buscando la utilidad del sentido en el instrumento material que descompone la transparencia física del mundo. Tenía ojos, ciertamente, ojos que no tocarían más cosas. Le había entrado el fogonazo, su mediodía más próximo. Entró en la casa de sus padres, quiso tocar sus paredes como la piel de un archivo que el tiempo ha guardado en las arcas que registran el desamparo de los hombres. Había en su materia misma la intención de desaparecer frente al mar. Se vio a sí mismo 177


adolescente frente a sus padres como el registro del amor. Pasó sus manos sobre su cuerpo y halló, en la resistencia de oponerse al paso del tiempo, el monumento más hermoso de la humanidad. Saberse breve y querer explorar la vida en esa temporalidad de luz que nos registra fue el estallido de su plenitud. Quería ser y ser en su tiempo, ser con las cosas, ser con las palabras. Hacer imágenes. Perderse en el trazo que intenta componer una memoria. Dentro de sí con el fulgor del repique de un bongó, como si palmearan su estómago buscando hacer salir un sonido, le creció el ruido, sintió recuperar sus fuerzas. Se creyó limpio cuando resbalaban por sus labios las cuatro palabras: ¿Qué necesitan de mí? Esa tarde ella corría a su apartamento buscándolo como un designio, con esa bondad agradecida de quienes han creído en los milagros, queriendo encender velas frente a las estampitas de los santos. Faltaba algo. Esa lentitud desgastada en sorber café sobre los labios, el inicio de una sonrisa interrumpida, faltaba espacio para componer el rito descansado de los amantes. Nunca comprendió su salto alucinado hacia la vida, sus fe rendida a las causas creadas sólo para ser perdidas, la voluntad de dejarse todo hasta caminar sobre sus pasos con el temblor del estremecimiento. Estaba en sus ojos, en las rayas de su iris, entre sus colores, estaba y se veía a sí mismo nacerle en el cuerpo como un llanto. Se veía rodar por su rostro. Desesperado, sin el alivio que da la pena, quiso gritar. Se preguntaba, una y otra vez, cómo suena un grito. Se acercó a ella hasta esa distancia donde los cuerpos huelen, respiró profundo y mordió sus hombros, quería romper su carne, quería verla sangrar, quería hacerla sonar, sonar como un grito. Quería sentirla

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mordiéndole la oreja tan solo una vez en su vida. Sucedió, soy toda oídos. Solía aterrarse ante la soledad de los orgasmos. Ese peso sostenido de los cuerpos atados sobre el giro del mundo, como el círculo de la cuerda donde los suicidas cierran sus vidas. Tenía miedo de quedarse suspendido meciendo su pies sin alcanzar suelo. Era así, tanta soledad acortada entre gemidos exhalados, tanto aire expulsado de las bocas como espirales de ira incendiando el frío. Cada tramo de presencia en otro cuerpo reclamaba una vida diminuta estallada hasta las pupilas. Algo de bailes trasnochados en las aceras había en ese pendular sobre la piel, esa otra piel donde las manos no alcanzan a rozar el vértigo sobre las que se sostienen. Faltaba detenerse en medio del vuelo, hacer la excepción que permite a los órganos ceder al desconsuelo de su funcionalidad, trocar palabras que tocaran las cosas como una brocha pintando las paredes sostenidas en el pudor del amor. Sentía terror del silencio porque no es exterior al lenguaje. Cedía al pánico de perder el alfabeto, se veía a sí mismo transpirando letras de figuras descompuestas, caligramas en el espacio, caracteres en las sábanas. Había cruzado la materialidad, era sonoridad pura. Un gesto apenas. No había de recomponer la sintaxis de sus pensamientos. Sabía que de los orgasmos queda el residuo de la existencia en estado de potencia. Presentía la muerte palpitándole entre las piernas. Apenas si pudo sostener la respiración, lo que dura un breve y vertiginoso relámpago extendido en el aire.

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Flor Isabella Saturno

I

A

brí los ojos y sentí la boca seca. En verdad, pastosa. Tenía el paladar viscoso y la comisura derecha de los labios llena de saliva seca. El ardor en la garganta sólo podía indicar que había fumado demasiado. Padecía de un curioso delay entre mi sistema nervioso y mis miembros… Pensé en Lindsay Lohan, en Amy Winehouse, en Robert Downey Jr. El primer impulso de joven educada en catolicismo y con la intención de, a pesar de todo, no empeorar las cosas, hubiera sido correr al lavamanos, cepillarse los dientes, usar el enjuague bucal. Irse. Pero yo no consideré el buen aliento ni la huida: le di vuelta a su cuerpo desnudo y dormido, y le clavé la lengua en la boca. Sin sorpresa, ella me correspondió. Apenas se sentía el sabor a ron y mi saliva cobró su densidad habitual al cabo de tres besos.


–Flor, ¿qué te pasa? –Nada –respondí descruzando las piernas. Últimamente, en la mesa, cuando me abstraigo entre los recuerdos de cómo cogimos, papá me mira orgulloso porque piensa que estoy en una posición intelectual, elucubrando sobre un tema importante: la legalización de la marihuana en Uruguay, los efectos de la posmodernidad, Snowden… Pero la verdad es que estoy oliéndome los dedos con los que la penetré toda la noche. El índice y el medio. Apenas se dilata, uso el anular también. El meñique es para la penetración anal, a veces el pulgar. Otras veces ni lo pienso. –Flor, ¿cómo está tu amigo Andrés? –Pues bien –respondí. –Invítalo a cenar. Confieso que no sé diferenciar entre el amor y el deseo. Hace unos días le declaraba mi fidelidad eterna mientras ella lamía, de arriba abajo, un dildo de color morado que colgaba entre mis piernas. Sé que tengo los síntomas de cualquier enamorada: me sudan las manos, siento un hueco en el estómago antes de verla y, si no me escribe, camino de un lado a otro… ¿Es tan grave como el caso Bridget Jones? No. Todo puede ser un espejismo producido por el rombo que se le forma, cuando se para de la cama, debajo y al centro de las nalgas, o por su clítoris rosado que brilla en la oscuridad o incluso por sus pezones equidistantes, tan bien puestos como los bloques de las pirámides de Egipto. –Flor, te va a entrar una mosca en la boca. –Que entre –dije.

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II

Mi hermana Cecilia lo sabe, lo supo desde el primer momento en el que yo decidí no jugar más con la Barbie y me convertí en el novio de todas sus amigas por ser el Ken. Ken las invitaba a subir a su carro convertible, las llevaba a cenar en un restaurante lujoso, les echaba protector en la playa y todas gritaban al verlo llegar en sus espléndidas bermudas de surfista. Cecilia, al principio, se sintió invadida por la manera en que sus amigas me buscaban. Celosa. Papá siempre la calmaba diciéndole que no se preocupara, que las dos éramos hermosas e inteligentes y merecedoras de muchas amistades. Pero él no tenía idea de nada. En secreto, y siempre que mi hermana organizaba una pijamada o una tea party, yo me besaba con todas sus amigas. Nos encontrábamos en el cuarto de la lavadora, donde se desvestía la señora que limpia. Jugábamos a que estábamos en una telenovela y ellas se turnaban el papel de Daniela Alvarado. Hacían fila. Cecilia nunca dijo nada. Cecilia siempre se callaba. Cecilia siempre me protegía. Me limpiaba las rodillas. Me obligaba a sentarme erguida. Hoy sé hacerme las trenzas por ella, e invito a Andrés a la casa cada vez que me lo recomienda, para evitar sospechas. Desde hace unos meses mi hermana encubre mis salidas por las noches y me abre la puerta en las madrugadas. De vez en cuando me pide que le cuente sobre lo que hice y yo le cuento. Le digo que me monté en el Lada color rojo de ella y, mientras cruzábamos la ciudad, hablábamos sobre la lengua de Miley Cyrus y compartíamos el cigarro, porque sólo nos

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quedaba uno. Que su casa es pequeña y tiene un olor a mantel guardado. Que vemos páginas de Tumblr con gifs que reproducen a tipas cogiéndose entre sí. Que tiene un gato que dejamos afuera mientras tiramos. Ahí Cecilia me hace un gesto de porfavorpara y yo no le cuento más, cambio de tema. Entonces hablamos de lo que ella quiera: el mantenimiento del jardín, la seguridad de la casa o sobre el cuerpo de la nueva novia de papá. Finjo interés, después de todo es lo mínimo que puedo hacer. Me besé con todas sus amigas, y ellas, hace mucho tiempo, dejaron de venir a visitarla. III

Mi casa es un laberinto que, por las tardes, prefiero no cruzar. Invento cualquier excusa para tener la mínima interacción posible con cualquier ser vivo que no sea ella. El celular vibra sin parar con sus mensajes, todos con la misma carga de ansiedad. Esta noche te voy a coger tan duro que quedarás inválida, me dice. Esta noche te haré un oral tan intenso que te volará los sesos, respondo. Se ríe. Me manda una foto de su culo. Quiero masturbarme pero pienso en ahorrar energía para más tarde. Ella me ha enseñado a mantener el deseo como un bajo continuo. He pasado un mes entero descubriendo dónde queda su/ mi clítoris, en qué posición se siente más su penetración, dónde tengo que morderla para que acabe… En cada salida con ella pienso que no regresaré a ver, otra vez, el techo de este cuarto. Olvidaré mis clases particulares de francés, dejaré atrás a los tutores, los desayunos, el piano, a papá. Papá y sus habanos y sus chocolates y sus trenes y sus vasos marcados con sus iniciales y sus novias pregun184

tándome por mis novios. Cuando la espero en la caseta de vigilancia, Eugenio me pregunta si yo no sé cómo están las cosas afuera, que no debería salir tan tarde y yo le ruego que por favor no le diga nada a nadie. El Lada se estaciona, pero ella no baja la ventana. La veo meter el cloche, poner el carro en neutro y me imagino cómo los músculos de sus muslos se contraen en esa acción. Me excito, es inevitable. Al montarme, apenas nos saludamos: sabemos esperar. A cien metros, en el mismo lugar, bajo el mismo edificio y frente a aquel árbol, nos engullimos a besos. Huele a pino, a esencia de vainilla, a Playa Medina, a coco, a silla de montar, a paraíso, a camisa recién planchada, a flauta de madera por dentro y siento cómo el lado derecho de mi cerebro se derrite mientras me lame los labios. Me invita una cerveza que lleva en una bolsa, la destapo. Destapo otra para ella y, mientras vamos colina abajo, le pongo la mano en la rodilla. Veo cómo mira por el retrovisor y sé que, a pesar de que me ha dicho que no le teme a nada, se está cuidando las espaldas. Le aprieto el muslo para que voltee hacia mí. Sonreírle de medio lado es el principio para que se moje. IV

Olvidé que era su cumpleaños. Al entrar a su apartamento, había muchísima gente. No puedo decir que no me intimidé. Sus amigas eran como nosotras, las veía besándose en los muebles, en los baños y cerrando las puertas de los cuartos. Ella me ofreció un ron y, agarrándola por la hebilla del pantalón, le pedí perdón por mi torpeza. Me prometió un castigo que me haría recordar, por el resto de mi vida, el día que ella había nacido. 185


Repetí mi nombre unas sesenta y dos veces. Dije que estudiaba Derecho. Vi un tatuaje que estaba en un latín mal escrito y me reí. Hablamos sobre política. Cantamos canciones de la última campaña presidencial. Les dije quién era mi papá. Les repetí quién era mi papá tras el asombro. Luego nos burlamos de él. De su programa de televisión y de sus fotos en los banners en las páginas de noticias. Me sentí feliz al verla reír estruendosamente. El tequila, el ron, la sangría, las cervezas, la guarapita, el cocoanís, el vino de cocina, el licor de naranja para las tortas y el ponche crema que estaba guardado para la Navidad fueron desapareciendo durante la noche. Yo nunca he penetrado a nadie por el ano. Bebía y la miraba. Yo nunca he tirado en un sitio público. Bebía y la miraba. Yo nunca he estado en un trío. No bebí. Ella bebió. No pude evitar poner una cara extraña. No eran celos lo que sentía, no. Era una especie de envidia. Hasta ese entonces yo sólo había estado con ella, sólo había lamido su clítoris, sólo había mordido sus pezones, y en un segundo imaginé todas las tetas que ella había visto y tocado, y todos los culos que penetró. Sucedían en mi cabeza, una tras otra, las posiciones en las que se había cogido a pelirrojas, negras, tukis, aeromozas, señoras… –Flor… Vente. Vamos al cuarto –me interrumpió extendiéndome la mano.

que, poco a poco, una a una, me iba cogiendo. En la popa veía millones de tetas, como si usara un caleidoscopio. Tenía certeza sólo de mi nombre, pero era un islote que dejábamos atrás. Me iba desdibujando. Mi mano no era mi mano, era la mano de todas. Cuando mi cabeza estaba entre unas piernas, los muslos me apretaban tanto los oídos que los gemidos de las demás se escuchaban a lo lejos, como si hubiese caído al agua. Las posiciones que sólo había visto en las porno se materializaban. No había razones para contar las veces en que llegaba y hacía que otra llegara. El capitán, Cecilia, no estaba, y tus amigas me rogaban que les halara el pelo mientras las penetraba con tres dedos. Hermana, yo sé que le dirás a papá que no llegaré a casa y que sabrás inventarle una excusa sobre mi repentina desaparición en el desayuno. Dirás que salí a trotar temprano en la mañana. Que me fui a estudiar Penal con Andrés. Que preferí ver el amanecer en la azotea de la casa. Tú sabrás idear cualquier excusa para que papá siga armando sus trencitos en el cuarto de atrás y para que tú puedas sentir que llevas las riendas de la casa, que controlas los detalles y que ninguna Barbie es mejor que tú. ¡Cecilia! Voy a llegar de nuevo y esta vez me lanzaré por el estribor y me hundiré para siempre en un eterno fluido.

V

Su cama matrimonial es un barco, un navío en el que cupieron, esa noche, otras seis como ella. Al principio no sabía dónde empezaban y terminaban los distintos cuerpos, pero fui entendiendo el ritmo de los culos a medida 186

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La mesa Víctor Mosqueda Allegri

I

S

u casa había desaparecido rodeada por la niebla. Para caminar por el piso de abajo era necesario introducir las piernas en esa bruma fría casi hasta las rodillas. Dos ventanas del piso superior habían quedado abiertas y la niebla se fue depositando escaleras abajo durante toda la noche. Emily corretea por los pasillos de la casa, espantando nubes sedimentadas entre carcajadas, ignorando la densa frialdad que carcome a su madre, al igual que a las paredes. María Elisa ve correr a su hija en cámara lenta y sus risas le llegan como un eco fatuo obligándola a detestarla por instantes. Le pide que deje de correr justo un segundo antes de que Emily se tropiece con la punta de una mesa de noche, escondida entre la niebla. La madre parece no escuchar el llanto de su hija, que al arrodillarse por el dolor desaparece por completo en la bruma. Por el contrario,


se dirige hacia la ventana del recibidor y a sus oídos sólo llega un ruido lento de olas sobre un fondo sordo. Camina erguida, con el cuello recto y los ojos vacíos, como un soldado que ha perdido la cordura a la mitad de una guerra y trata de atraer una bala directo al centro de su cerebro. Desde la ventana no puede ver siquiera la acera frente a su propia casa. No puede ver siquiera un arbusto sembrado a dos metros de donde sus ojos reposan. Su mente está viajando a escenarios tan fríos y a velocidades tan lentas como las del paisaje que contempla. Emily la hala por el pantalón devolviéndola a la realidad, apenas lo suficiente para volver a escuchar su eco aletargado mientras le cuenta de su herida con la mesa de noche. María Elisa camina hasta la cocina para buscar el botiquín de los primeros auxilios sin estar realmente consciente de ello. Sólo puede concentrarse en el profundo deseo de que toda esa niebla esconda su casa de tal forma que los hombres del camión de la mudanza no logren encontrarla ni esa mañana, ni nunca. Por eso no se ha atrevido a abrir ninguna puerta. Por el temor de que el calor circule y disipe parte de aquella nube que los mantiene invisibles, protegidos de abandonar ese espacio. Emily grita por el ardor del Merthiolate. Pudo haber elegido agua oxigenada, pero una voluntad ciega guió sus manos hacia el frasco rojo. Emily empieza a llorar bajo, como avergonzada de su falta de valentía, luchando por calmarse, secándose las lágrimas con las manos. María Elisa aprieta más fuerte el algodón sobre la herida y Emily vuelve a gritar. La madre se siente extrañamente complacida y, al notarlo, siente también miedo. Le quita el algodón y le pide que se vaya. No han pasado dos minutos cuando Emily ya está corriendo entre la bruma y María 190

Elisa está perdida de nuevo en un limbo errático, como el movimiento de la niebla. Retrocede los eventos y le llega todo como una iluminación floja. No ha terminado de salir de su casa, no ha movido las cajas y las maletas al camión de mudanzas, y ya su conducta se está transformando. Le viene como una reverberación aguda la imagen donde aprieta adrede el algodón contra la pierna herida de su hija, y le invade el espanto. No quiere que esas reacciones se le vuelvan naturales, ni a ella ni a la niña. Pero un ruido apagado le dice a María Elisa que Emily ha vuelto a tropezarse, esta vez con una de las cajas, y no ha terminado de comprender la situación cuando ha llegado a su lado y le ha asestado dos correazos, que no puede saber siquiera en qué partes del cuerpo de su hija han atinado. Tampoco sabe dónde ha conseguido la correa. Emily sube corriendo hasta su cuarto. A María Elisa le queda la niebla para ella sola. Se agacha, hundiéndose en ella, hasta quedar acostada en el piso. Últimamente se ha convertido en el único lugar en el que puede descansar. Anhela dormirse y amanecer en un mundo diferente, donde pudiese quedarse inmóvil por la eternidad, tan solo viendo las nubes. Dos semanas atrás había recibido una llamada de su madre. María Clara siempre había sido una mujer parsimoniosa, de un humor acuoso y grueso, pero esa mañana le habló rápido, pues sabía que María Elisa podía colgarle en cualquier momento. Le aseguró que le quedaban no más de seis semanas de vida, y le pidió que se mudara con ella, para compartir sus últimos días. María Elisa sabía que su madre era hipocondríaca y que sentía la necesidad continua de predecir su muerte, 191


que nunca llegaba. También sabía que el verdadero propósito detrás de esa petición era tenerla en casa el tiempo suficiente para legarle aquella maldita mesa que María Elisa había jurado no volver a mirar. Así que la ignoró y colgó el teléfono. Tres días después le llegó una carta donde su madre le repetía el mensaje. La quemó hasta su última fibra. Esa noche bajó la niebla a su casa por primera vez desde que el invierno había empezado. A la mañana siguiente Emily correteó entre los pasillos llenos de nubes bajas y se fue a la escuela. María Elisa aprovechó la ausencia de Emily para acostarse en el piso, quedándose dormida casi al momento de apoyar la cabeza sobre el suelo. Al despertar, media hora más tarde, llamó a su madre por primera vez en más de cinco años y le confirmó que se mudaría con ella al final de la siguiente semana. Cuando se levantó del suelo y subió a su habitación, el calor le fue regresando de a poco al cuerpo, y ya no se sintió tan segura de lo que había hecho. En la tarde, cuando el sol había disipado hasta el último rastro de la niebla, pensó que había tomado la peor decisión de su vida. Ahora, acostada de nuevo en el suelo, aun con todo el frío invadiéndole el cuerpo, no puede dejar de pensar que esa mudanza terminará de destruir el vínculo entre ella y Emily, y acabará con sus vidas. María Elisa se acaricia el vientre, rogando poder salir de casa de su madre, poder regresar a su propia casa, antes de que su nuevo hijo nazca. Aún faltan un par de semanas para sumar siete meses de embarazo, pero le aterra la idea de un parto prematuro. No puede permitir que 192

María Clara le vea al menos una sola vez la cara. Su hijo nunca la conocerá. Nunca permitirá que su madre le augure una muerte temprana. Al menos no una vez que estuviese vivo. Emily baja las escaleras con los ojos hinchados por haber llorado. Camina hasta la cocina, entra en los cuartos y no encuentra a su madre. Cree que se ha mudado sin ella y comienza a llorar. María Elisa se despierta, pero no está inmóvil viendo las nubes como había deseado. Le cuesta volver a vigilia, aunque ha dormido menos de cinco minutos. Cuando al fin entiende que lo que escucha es a su hija llorando, se levanta del suelo y su cuerpo emerge de la bruma. Se acerca a Emily, la abraza y le pide disculpas. Le promete que no volverá a pasar que la trate con desprecio, que no volverá a sentir rechazo por ella, que su vínculo no va a separarse, que no dejará que el hastío y la culpa llene la relación de las dos. Emily no entiende nada de lo que su mamá dice, salvo que le pide disculpas. Le devuelve el abrazo, confundida, y le promete que ahora sí se portará bien. Entonces es María Elisa quien no entiende la promesa de su hija. Vuelven a abrazarse y el abrazo se les hace polvo cuando suena la corneta del camión de mudanzas, que ha encontrado la dirección de su casa, y está parado enfrente. Los faros antiniebla y las luces altas se introducen por el estacionamiento, entran por la ventana de la casa y transparentan la bruma. Se ven un par de cajas, un bolso, una maleta y un triciclo. El resto del equipaje permanece oculto entre la niebla. No hay más de 30 kilos entre cajas y maletas, y María Elisa se pregunta qué absurda idea la llevó a contratar un servicio de mudanzas para tan pocas 193


cosas, en vez de pagar un taxi o algún autobús con servicio de encomiendas. De pronto, incluso, le parece que lleva demasiado para un encuentro que espera sea lo más fugaz posible. No se trata de que cuente con que la muerte de su madre llegará en el plazo acordado o antes de él. Entiende perfectamente que toda esa idea no es más que el producto de otro de sus delirios. Pero no se siente capaz de esperar un tiempo mayor al que ya se ha propuesto, y de no morir su madre igual estará fuera de esa casa en menos de un mes. De no haber contratado aquel servicio, habría encontrado una excusa mejor para no moverse de casa ese día y probablemente ningún otro. Cierra los ojos, lamentando el giro de sus decisiones, siempre dirigidas por una fuerza interna de la que rara vez sentía tener dominio. La corneta vuelve a sonar y María Elisa aprieta los ojos con más fuerza. II

Menos de diez años han pasado desde la última vez que María Elisa pisó la casa de su madre, y tiene la impresión de que toda la humedad del mundo ha ido a caer a sus pisos de madera. Las tablas parecen paletas de helado ensalivadas y mordidas, hasta el punto de haber quedado como masas blandas y elásticas. Han dejado de crujir bajo los pies y, al caminar sobre ellas, los zapatos resbalan sobre el moho acumulado. El papel tapiz de las paredes ha perdido su diseño y ahora parece un maquillaje corrido tras años de llanto débil pero sin consuelo, justo como se imagina ella que ha sido el llanto de su madre durante todos esos años de abandono autoinfligido. Justo como lo fue el suyo durante todo el tiempo que vivió allí. 194

A diferencia de la casa de María Elisa, aquí el calor es sofocante y todo parece siempre estar a punto de bullir, y en la piel descubierta se siente un vapor húmedo y caliente que se mezcla con el sudor y se pega como grasa, volviendo los días lentos y pesados. Sin María Elisa trabajando todo el día para mantener la casa viva, como antaño, y con su madre cada vez más desorientada y desolada, aquel lugar se estaba cayendo a pedazos. Ya no le extrañaba que su madre hablara de una muerte próxima. Si no era María Clara la que moría, sería la casa la que exhalaría su último aliento en cualquier instante, dejando al que estuviera adentro aplastado por una tonelada de basura podrida. Cierra los ojos desde el umbral de la puerta y casi puede ver a su mamá acostada encima de la mesa, abrazándola como si fuera los hijos que perdió, el esposo que perdió, la vida que perdió, noche tras noche, envuelta en un sopor que no le permite pasar más de dos horas despierta ni más de una dormida. María Elisa intenta jurarse a sí misma que una vez muera su madre, incendiará la mesa hasta sus cimientos. Es un juramento que ha empezado mil veces desde niña, pero siempre le ha faltado la convicción para completarlo. María Elisa finalmente cruza el umbral, con Emily tomada fuertemente de la mano. Su madre apenas las había mirado al llegar y se había largado, con su paso lento, al piso superior, evadiendo sus preguntas sobre la gestión de la mudanza. María Elisa atraviesa el corto pasillo del recibidor, entra a la cocina y sale al comedor por la segunda puerta. Allí se encuentra frente a frente con la mesa, intacta, como un sueño mórbido que regresa cada noche, en medio de una casa que se doblega por la humedad y el 195


calor. Los miedos de María Elisa permanecen intactos, y Emily, que siente el sudor y el temblor de las manos de su madre, sube la mirada para encontrarse con sus ojos, y al verlos rojos y húmedos, también teme. III

Las primeras dos semanas las pasa limpiando la casa y tratando de rescatarla de la humedad. No es una tarea sencilla y ello le permite evitar lo más posible a María Clara. Aunque también descuida a Emily, que se la pasa, igual que su abuela, la mitad del día durmiendo, la otra tratando de vencer el calor y el aburrimiento en una casa donde correr no es una opción, y donde imaginar mundos mejores tampoco resulta posible. La televisión no funciona muy bien y de cualquier forma no tiene los canales que Emily suele mirar. La radio funciona perfectamente, pero es algo que la niña no puede siquiera sospechar, pues aquella permanece guardada en un armario dentro del cuarto de María Clara, quien tiene al menos unos tres años sin encenderla. Los juguetes que se ha traído desde su casa han absorbido la humedad en menos de una semana y ya Emily no siente demasiadas ganas de utilizarlos. Por la mudanza han dejado a medias el año escolar y María Elisa decide no inscribirla en colegio alguno, para no sentir tentación de quedarse más tiempo del que sea estrictamente necesario. Después de dos semanas de trabajar en su limpieza y reparación, la casa luce un poco más presentable y el olor a humedad se ha disipado en buena medida. La madera del piso sigue peligrosamente blanda, pero María Elisa ha reforzado al menos los lugares más riesgosos. El calor, 196

sin embargo, sigue igual de fuerte y la humedad, ya lejos de las paredes, se pega con más presteza a la piel. María Elisa debe bañarse al menos unas tres veces al día, y aun así se acuesta sintiendo que su cuerpo es pega sólida. Emily ha empezado a sentirse más en ambiente y ahora se le ve dando trotes ligeros por la casa y jugando a atrapar mariposas en el jardín. Todo, en aquel lugar, luce menos deprimente que a su llegada. Pero el reparar y limpiar la casa, el tener a Emily contenta un tercio del día, lo único que consigue es volver más evidente el estado de abandono de María Clara. Podía pasar hasta cuatro días con el mismo vestido, acumulando sudores y malos olores sobre un cuerpo tan delgado y pobre de fuerzas que ahora María Elisa empezaba a creer que su madre realmente tenía la muerte cerca. Su rostro lucía demacrado y sus ojos miraban fatigada y lentamente las cosas, como si ya no quisieran volver a mirar más nada jamás. María Elisa le servía la comida tres veces al día, y tres veces al día apenas la probaba. Casi no habían hablado desde que llegaron y eso extrañaba a María Elisa. Ella esperaba que su madre intentara venderle todos sus delirios no bien hubiera puesto la primera maleta sobre su piso mohoso, pero la verdad es que María Clara apenas las había saludado al llegar. Parecía haber olvidado que su hija venía a vivir con ella y que traía consigo a su única nieta, a quien no había conocido, y que en su vientre llevaba al que sería su nieto, a quien probablemente no conocería, si sus cálculos sobre lo que le quedaba de vida eran correctos. Cuando el camión de la mudanza se había marchado de la casa y María Elisa terminado de arreglar sus cajas y maletas en la que antes fuera su 197


habitación, fue al cuarto de su madre esperando encontrarla en disposición para convencerla de cualquier cosa. No la encontró y bajó las escaleras, sólo para descubrirla durmiendo encima de la mesa, con un pie y un brazo sobre ella y los otros colgando en el piso. A lo largo de los siguientes días María Clara llegó a dormir sobre su propia cama apenas un puñado de veces. El resto del tiempo se le veía sobre la mesa, primero orando y luego completamente dormida con los labios pegados a la madera y los músculos tensos en un intento de no soltarla. Llevan dos semanas en aquel lugar y Emily ha tenido el tiempo suficiente de observar a su abuela. Esa noche le pregunta a su madre por qué la abuela nunca le dirige la palabra y en cambio siempre habla con la mesa hasta quedarse dormida. Por qué nunca la besa a ella, pero sí a la mesa. Por qué no la dejan usar la mesa para dibujar, por qué nadie come sobre la mesa, por qué la abuela llora sobre la mesa todo el día y luego camina triste y callada por la casa. María Elisa siente el temor subirle a la garganta, tal como si de nuevo fuera una niña. Se atraganta en un intento de improvisar justificaciones falsas para la abuela. No logra decir nada coherente y se muerde la lengua para no decir lo que sucede en realidad. Piensa en el daño que le haría a Emily saber sobre el linaje de mujeres obsesionadas con aquella mesa que le corría por la sangre. Cientos de mujeres habían custodiado aquella mesa si María Clara decía la verdad. Cientos de mujeres se habían legado entre sí aquella mesa a través de una línea estrictamente matriarcal, porque todos los hombres que acompañaban a esas mujeres tenían como destino inevitable la muerte, que debía ser, por demás, trágica y dolo198

rosa. Era parte de la maldición de aquella mesa, aunque usar esa palabra se considerase herético para cualquiera de ellas. Todas las mujeres sabían que el legado de aquella mesa era una bendición, muy a pesar de las muertes que la rodeaban. La razón era sencilla. La primera mujer que tuvo en su poder aquella mesa había sido María, la madre de Cristo, pues precisamente había sido Jesucristo quien había tallado el olmo gris de donde la mesa salió. María Elisa había escuchado esa historia un centenar de veces y todavía no sabía qué pensar sobre ella. Nunca conoció a su padre, pues murió poco antes de que ella naciera y nunca conoció a ninguno de sus tres hermanos, pues todos murieron también muchos años antes de su nacimiento. Cuatro hombres de su pasada familia habían muerto de forma atroz por factores que ella siempre quiso pensar fortuitos, por factores que ella siempre se negó a creer que tenían que ver con ese pedazo viejo de madera. Pero ahora también su esposo estaba muerto y ella llevaba en su vientre a un varón, y la acosaban las ideas de que el embrujo de la mesa fuera real, y no pudiera verlo crecer sano y feliz, o cuando menos enfermo y triste. En medio de esas reminiscencias, de esas dudas y augurios, María Elisa rompe a llorar, muy suavemente, conteniendo la respiración, abriendo de más los ojos, la sonrisa, para fingir que nada pasa, tratando de ocultar de los ojos de Emily el terror que la congela. Su hija, sin embargo, entiende que no es buena idea preguntar por la abuela o por aquella mesa, y deja a su madre sola, para que llore sin sentir vergüenza. Se va a correr al pasillo que lleva al recibidor, uno de los pocos espacios que todavía no parecen estar a un mal paso de derrumbarse. 199


El corazón de María Elisa, en cambio, está absolutamente derrumbado. Con los ojos llenos de lágrimas, y sin darse demasiada cuenta, toma una de las sillas de la mesa, se sienta y empieza a orar. IV

Esa noche, María Elisa sueña que es una niña nuevamente y que su padre, del que no guarda ningún recuerdo, aún está vivo. El hombre que debía de ser su padre luce idéntico a Jesucristo y María Elisa lo ve tallando un olmo gruesísimo para hacer una mesa. La niebla cubre toda la casa y un frío inusitado se siente en las paredes, cuyo papel tapiz ha vuelto a mostrar su diseño original. María Elisa le pregunta a su padre si todas las historias que su mamá le ha contado sobre aquella mesa son ciertas. Su padre se quita la franela, llena de aserrín y sudor, y en su pecho se ven veinte agujeros de bala. Metiendo el dedo en uno de ellos le pregunta si a ella le parece que eso luce como un simple cuento o como algo real. María Elisa no puede evitar llorar. Se lanza al piso boca abajo para ocultarse en la niebla y en el fondo escucha a su padre y a su madre discutir. El sonido le llega como un hilo desgastado y tiene que poner todo su empeño en descifrar los susurros. María Clara le reclama a su padre no tener fe suficiente para la encomienda que le fue puesta. El hombre se queja diciendo que a él le ha tocado la parte más difícil. Seguir viviendo en esa familia, a sabiendas de que le esperaba una muerte dolorosa, era una muestra de su absoluta entrega, pero creía que ya tenían demasiado con dos hijos varones muertos como para intentar concebir otro. 200

María Clara le recuerda que no pueden parar hasta no tener una mujer. El mensaje es claro. Cada mujer legará la mesa a su primera hija, hasta que alguna de ellas dé a luz al varón donde el alma de Cristo volverá a nacer para la salvación de la humanidad. Mientras no nazca un varón lo suficientemente puro, todos los hombres que rodeen esa mesa deben morir, dolorosamente, como Cristo. Si no intentan tener un nuevo hijo, si no se aseguran de tener una niña, la cadena se romperá y el mundo estaría condenado. El padre le grita, desesperado, que no pretende arriesgarse a que ella vuelva a quedar embarazada de un varón y ver cómo muere a los pocos años. Le muestra sus heridas de bala y le pregunta si eso es lo que quiere para sus hijos. María Clara vuelve a recriminarle su falta de fe, y María Elisa no lo soporta más. Se levanta del suelo exigiéndoles a ambos que se callen, para encontrarse en el medio de su propia casa, sin ninguno de sus padres presentes. Al fondo, en dirección a la cocina, ve al feto, su futuro hijo, clavado en una cruz, con la cabeza coronada de espinas. María Elisa se despierta atragantada con su propia saliva. Tarda más de un minuto en darse cuenta de que se ha quedado dormida sobre la mesa. Va a la cocina con el corazón acelerado para buscar algo con qué secar la saliva que ha dejado caer sobre la tabla de la mesa. Piensa en lo que le haría su madre si sabe que la ha ensuciado y empieza a temblar. Su cuerpo sigue hundido a medias en el sopor y de pronto recuerda lo que ha soñado. Se toca el vientre y encuentra a su bebé todavía allí, descansando tranquilamente. De pronto se siente estúpida. Nada la obliga a limpiar aquella mesa. Ya no es una 201


niña y no tiene por qué seguir las órdenes de su mamá, ni mucho menos creer sus historias. Cuando salió de esa casa, casi diez años atrás, lo hizo con la convicción de borrar todas sus antiguas creencias. Roberto, su esposo, había aparecido allí una tarde. María Elisa estaba cerca de sus treinta años y ya había perdido toda esperanza de formar una pareja, y se resignaba a morir sin salir de aquel lugar. Roberto era ingeniero, pero los fines de semana caminaba junto a sus hermanos mormones, tocando puerta por puerta, en búsqueda de algún alma con ánimos de escuchar su mensaje. María Elisa estaba tan urgida de creer en cualquier cosa diferente que no opuso la menor resistencia. Tras dos años de una relación tensa por el control que María Clara todavía ejercía sobre su hija, María Elisa y Roberto se casan y se van a vivir juntos a un estado diferente. Dos años después conciben a Emily, y a poco más de seis años de su nacimiento, conciben al bebé que ahora María Elisa lleva en su vientre. Cuatro meses más tarde Roberto muere calcinado por una fuga de vapor de una caldera que reparaba. María Elisa decide, en ese momento, que no creerá nada nunca más. Ahora, de pie frente a los estantes de la cocina, con la mano sobre el vientre, siente un soplo de esperanza y recuerda su convicción. No le importa si su saliva destruye aquella mesa. Tampoco le importa si la hace sobrevivir cuatro siglos más. No necesita destruir algo en lo que no cree. Tampoco necesita protegerlo. Se siente estúpida por la ansiedad que ha mostrado todos esos días. Se siente estúpida por haber orado esa noche, después de tanto tiempo sin hacerlo. Se siente estúpida por las pesadillas que le propina su cerebro. Pero sabe que no es más que el 202

efecto de una mala administración emocional, y no va a permitir que eso la continúe dominando. Sube a su habitación y encuentra a Emily dormida en su cama. Se agacha para cambiarla a la de ella, pero se detiene y prefiere acostarse a su lado. No tarda en quedarse dormida y el resto de la noche termina sin soñar en nada. Se levanta convencida de que todo estará mejor. V

María Elisa había olvidado por completo que tres días atrás tenía una cita programada con su obstetra para el seguimiento de su embarazo. Es la primera mañana que se despierta con un humor sanguíneo y ello le permite olvidarse por un momento del moho, la madera del piso y el grado de deterioro de su madre. En ese estado flotante de tranquilidad recuerda la cita y llama para disculparse y reprogramar otra. La doctora le dice que ese mismo día puede atenderla si llega a mediados de tarde. Llegar a su clínica, a la ciudad donde María Elisa ha vivido los últimos años, toma unas tres horas, de modo que acepta. No bien ha colgado la llamada con la doctora, se comunica con una línea de taxis para que vengan por ella al mediodía. Emily está jugando con una muñeca algo llena de humedad cuando llega su madre para informarle del viaje que tendrán ese día. La niña se niega. No quiere ir y María Elisa no puede entender por qué, pues desde que llegaron a ese sitio Emily no ha hecho más que preguntarle cuándo regresan a casa. María Elisa le recalca que no es algo opcional y Emily vuelve a negarse, ahora con más intensidad, y sube corriendo a su cuarto. María Elisa va 203


detrás de ella y se encuentra con su madre en el pasillo que da a las habitaciones. María Clara le dice que puede cuidar de su nieta mientras ella va a la clínica. María Elisa se ríe y le recuerda que desde su llegada ni siquiera ha mirado a Emily. Le asegura que no la dejará a su cargo y abre la puerta del cuarto donde ha entrado la niña, pero ahora se ha desconcentrado. Tiene la mente dividida entre la confusión de por qué su hija se niega a viajar con ella y la indignación de que su madre le ofrezca ayuda después de dos semanas sin intercambiar más que las palabras necesarias. Emily ha escuchado la conversación y le pide a su madre quedarse con su abuela. El resto de confusión de María Elisa se torna también en indignación y siente que su hija la traiciona al pedirle algo como eso. Sin reflexionar un solo segundo, toma su cartera, sale del cuarto, baja las escaleras, sale de la casa y camina dos cuadras hasta encontrarse con un taxi, al que le da la dirección de la clínica. Toma camino, más de dos horas antes de lo planificado, a la ciudad de donde no debió salir. El viaje se hace rápido y María Elisa llega a la hora del almuerzo. Come algo en el cafetín, pero ahora que está en ese lugar no puede dejar de pensar en su casa, que ha estado vacía las últimas semanas. Sabe que todavía cuenta con cuatro horas antes de que sea el momento de su consulta, así que decide ir a casa. Si pasa antes por un supermercado, allí podría cocinar algo más nutritivo que lo que ha encontrado en el cafetín. También podría descansar un poco y regresar a tiempo a la clínica. Una vez que llega a casa, siente el frío acumulado y, aunque no hay rastros de niebla en ninguna parte, se 204

acuesta en el piso para relajarse e inmediatamente se queda dormida. Cuando despierta, llueve a cántaros y todo está oscuro. Mira su reloj y nota que han pasado dos horas desde la medianoche. El primer pensamiento que le cruza por la mente es Emily y teme por lo que le puede haber pasado estando al cuidado de su madre. Se le hace un nudo en el estómago y toma el teléfono para llamar un taxi, que diez minutos más tarde está parado frente a la puerta de su casa. Llega a donde su mamá cuando ya el día está empezando a aclarar. Tiene la boca seca, el hambre la retuerce y todas esas sensaciones vienen a unirse a un terror de encontrar a su hija muerta por inanición o desangrada por alguna estaca de madera del piso clavada en su abdomen. Cruza el pasillo del recibidor, entra en la cocina por la primera puerta y sale por la segunda para quedar de frente al comedor. Allí encuentra a su hija, dormida sobre la mesa, y a su madre dormida sobre una silla junto a ella. María Elisa empieza a respirar muy agitada y siente un grito atorado en el cuello, que no logra sacar. Se acerca a María Clara y la bate fuertemente por los hombros sin decir palabra alguna. Su madre se despierta sobresaltada y María Elisa le señala a su hija dormida sobre la mesa, mientras le hace ademanes recriminatorios. No quiere despertar a su hija, pero sabe que si intenta confrontar a su madre terminará gritando en algún momento. En silencio, le da la espalda a su mamá y empieza a cargar a Emily para llevarla a su cama. Cuando por fin logra levantarla por completo, Emily abre los ojos. Se aprieta con fuerza a los hombros de su mamá, dispuesta a dormirse de nuevo, cuando termina de notar que es su madre quien la lleva en brazos, y va volviendo poco 205


a poco a la conciencia. Al despertarse, mira a los lados y sus ojos se tropiezan con los de su abuela y luego con la mesa. Apenas la mira, Emily empieza a llorar desconsoladamente y su pecho se contrae y dilata rápidamente, mientras respira sin control y señala asustada la mesa, como si la viera incendiarse. María Elisa trata de consolarla al tiempo que la interroga, pero Emily no puede pronunciar nada inteligible ahora que el llanto ha arreciado. María Clara mira a su hija y a su nieta con el ceño fruncido y le confiesa a María Elisa, en pocas palabras, que el llanto de Emily se debe a que, en su ausencia, ella le contó toda la verdad sobre la mesa. Le había dicho que su padre, su abuelos, sus tíos habían muerto por el designio de la mesa, de la misma forma que el hermano que su madre llevaba en el vientre lo haría. No escatimó en detalles y cuando el temor de Emily se manifestó en forma de llanto, María Clara no encontró otra manera de calmarla que enseñándole a orar sobre la mesa. Después de más de una hora de llanto Emily se había quedado dormida acostada sobre ella hasta el momento en que su madre la levantó de allí. María Clara se afirma a sí misma que ha hecho lo correcto y que lo volvería a hacer de ser necesario. María Elisa siente ganas de obligarla a masticar la mesa, pero en ese momento el llanto de su hija ocupa la mayor parte de su atención. Se lleva a Emily al piso superior y allí trata de calmarla sin demasiado éxito. Lo último que se le ocurre es decirle que aquella mesa no las lastimará, porque ese mismo día la volverían trizas. María Elisa deja a Emily cambiándose de ropa en su cuarto y baja para encontrar a su madre orando sobre la mesa. Con la voz baja, pero con ademanes de grito, la 206

insulta y le jura que en ese mismo momento saldrá con Emily a una ferretería para comprar un hacha o cualquier cosa con la que puedan volver pedazos aquella mesa y así acabar con su maldición de una vez por todas. María Clara le ruega que se detenga, que piense bien las cosas, pero María Elisa está decidida. Una vez su hija se ha vestido, sale con ella a la calle. La certeza de que destruirán la mesa juntas la tiene en tensa calma, pero Emily no deja de preguntarle, cada cinco minutos, alguna nueva cosa sobre el maleficio de aquella mesa. María Elisa le jura que una vez la destruyan, su hermano vivirá para siempre y ella no deberá temer nada. Dos horas más tarde regresan a la casa con un serrucho, una segueta, un hacha, keroseno, encendedores, dispuestas a tomar el asunto en sus manos. Al cruzar la segunda puerta de la cocina encuentran a María Clara muerta sobre la mesa. VI

Es la noche después del entierro y la última que pasarán María Elisa y Emily en ese lugar. Ya tienen sus cajas y maletas recogidas para regresar a su hogar y a la mañana siguiente sólo les queda esperar el camión de la mudanza. María Elisa deberá volver un par de veces más a aquel lugar para gestionar todos los trámites sucesorales y vender la casa de su mamá. Una vez cumpla con todos los procedimientos, podrá olvidarse para siempre de ese sitio. Espera tener la voluntad para deshacerse de la mesa antes de que llegue ese último día. Pero no se engaña. Probablemente termine contratando a alguien para destruirla, o la regale a cualquier incauto. 207


Han sido agotadores los últimos días y Emily los ha sobrellevado con una inusitada madurez. María Elisa la lleva a su habitación y la deja sobre su cama. Cuando ve que se ha dormido, baja al comedor. Se sienta en una de las sillas y trata de rehacer los eventos de los últimos días. No deja de pensar que su madre ha muerto a voluntad para llenarla de culpa y hacerle más dura su tarea de acabar con el legado de sus delirios. Pero sabe que no es posible detener el cuerpo a voluntad y entonces siente que no aprovechó esos últimos días para propiciar una reconciliación. Ahora ella es mucho más madura emocional e intelectualmente de lo que era antes de irse a vivir con Roberto. Pudo haber usado esos años de aprendizaje para convencer a su madre de abandonar sus ideas, por lo menos antes de morir, pero no lo intentó siquiera. Todos los caminos la llevan a la culpabilidad. Se le aguan los ojos, pero María Elisa los enjuga antes de que puedan derramarse. No quiere llorar más pensando en su madre y no quiere continuar con los mismos círculos viciosos ahora que ha muerto. Entra al lavandero y saca de allí el hacha que había comprado días atrás. Se dirige con convicción a la mesa, dispuesta a sacarla para siempre de su vida. Ya frente a ella levanta el hacha lo más que puede y la deja caer sobre la tabla en un solo y certero golpe, que suena como un disparo ahogado por la distancia. Le sobreviene una fuerte taquicardia al ver el hacha clavada sobre la mesa y se siente en medio de un sueño. Cientos de recuerdos pasan frente a sus ojos y no puede contenerlos ni entenderlos. Cae arrodillada al piso, llorando y, desde allí, trata de sacar el hacha de la madera. 208

Se levanta y pasa la mano sobre la herida en la mesa, como si la acariciara. Se acuesta de medio lado sobre la mesa, y con los ojos nublados por las lágrimas empieza a golpearse el vientre con todas sus fuerzas, una y otra vez, una y otra vez. A medio camino de las escaleras, Emily, enfundada en sus piyamas, la mira sin poder moverse.

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La muerte elocuente Yorman Alirio Vera

H

ace algún tiempo, a propósito de una película de Adrianne Binoche, mi amigo Alberto me contó una historia que a mí me pareció increíble: según él, en un pueblo de Estados Unidos –en un pueblo de Illinois, creo–, todas las noches, al proyectar la película Una muerte elocuente, de Adrianne Binoche, alguien moría. –Pero eso no es todo –dijo Alberto, ya más misterioso–: hace dos noches esa película se estrenó aquí, en esta ciudad, y cada noche ha habido por lo menos un muerto en la sala. Alberto es mi amigo: es blanco, delgadito y bastante silencioso; es un amigo normal, como cualquiera, amén de ser un gran entusiasta de todo lo que se pueda relacionar con la muerte, lo cual es, a la larga, la única cosa en que sobresale y tal vez lo que más nos une: desde su colección de clásicos del cine B hasta su pinacoteca de cadáveres, o ese libro de Raymond Moody, Vida después


de la vida, que llevaba a cualquier parte hasta que se puso amarillo y mohoso, y hubo que botarlo, y desde luego ese mal hábito de caminar por las tardes en el cementerio municipal, hábito que yo, muy a mi pesar, le he heredado y no puedo quitarme, todo lo que recuerdo de él es la insistencia, acaso prematura, con el tema de la muerte. Por supuesto, al principio no le presté mayor atención. Pero conociéndolo supuse que sus fuentes eran lo suficientemente confiables, y movidos un poco por la curiosidad nos dirigimos al cine Pirineos para ver qué pasaba. De camino al cine –fuimos a pie; yo llevaba entre los labios un palillo de chupeta y él un cigarrillo, y la brisa nocturna acariciaba nuestro cabello–, me fue refiriendo más detalles al respecto: para empezar, este no era un hecho fortuito, sino que en cada proyección, al llegar a la escena en que Adrianne Binoche se dirige por el pasillo hacia la habitación de su marido al cual, por supuesto, va a matar, se producía la misteriosa muerte en la sala. Entre adolescentes impúdicos y colinas más o menos disimuladas llegamos al cine, y tras 20 minutos de espera pudimos entrar en la sala. En general, la película no difería mucho de sus otros éxitos de taquilla: ella, una mujer frágil pero interesante, delgada de mejillas y enjuta de costillas, era poseída por un hombre de pasado trágico; este hombre, por supuesto, no la amaba, pero veía en ella una especie de válvula contra los afanes de la vejez y la mediocridad. Aproximadamente a la mitad del film, Adrianne Binoche comienza a hacerse preguntas que versan más o menos sobre el futuro, sobre su propio futuro quiero decir, y ahí es cuando nos damos cuenta –ella y nosotros– de que el hombre no es el indicado, y ella, tan atrapada como está en la historia, busca salir dándole aire 212

a su propia vida –aunque no me guste esta expresión-, a través de la muerte de su marido. Al entrar, aunque Alberto y yo estábamos más o menos advertidos sobre lo que nos esperaba, nos ubicamos en la mitad de la sala para poder apreciar todo mejor. En el minuto cuarenta, cuando ocurre la escena ya referida, y justo en el momento en que Adrianne Binoche recorre el pasillo hacia la habitación de su marido, un grito retumbó en la sala, y nos quedamos por un segundo buscando con la mirada, con los ojos y hasta con las manos el lugar de donde venía. Entonces la cinta del celuloide se detuvo, y tras unos quince segundos de total oscuridad las luces se encendieron y, junto a nosotros, a unos escasos seis puestos, veíamos el cadáver de una muchacha con el rostro marcado por una mueca de horror. La muchacha era muy blanca, y recuerdo ahora que era muy bella, debía de tener alrededor de veinte años; a sus pies su compañero –¿su novio?– luchaba por revivirla dándole ligeros golpes en las mejillas. Si bien el hecho nos distrajo –Alberto y yo nos miramos varias veces, y nuestros ojos iban de la pareja a la pantalla en gris, y de la pantalla hacia el resto del público, y así…–, a los dos minutos volvieron a apagar las luces de la sala y la función prosiguió hasta el final sin mayores contratiempos, aunque el llanto del muchacho, que aún no lograba revivir a su compañera –no lo logró–, resultó una fuerte distracción y nunca pude entender muy bien si Adrianne Binoche había matado a su marido, o si sólo se trataba de un mal sueño que tuvo producto del exceso de narcóticos y antidepresivos –cabe la posibilidad de que hubiese consumido algún alucinógeno, aunque esto no se explica, más bien se infiere–. Tampoco recuerdo muy 213


bien qué pasó con el cadáver de la muchacha; creo que esperaron a desocupar la sala para sacarla en una camilla. Para no dejar cabos sueltos, y porque apenas era lunes y la luna se nos pintaba pura y hermosa, y la semana larga y agotadora, resolvimos regresar al cine la noche siguiente. La muerte de la muchacha, pese a lo que se pueda esperar, no despertó mayor interés: el diario más importante de la ciudad –en realidad, el único más o menos leído–, sólo le dedicó tres párrafos y un titular mediocre: “Tercer cadáver en el Pirineos durante Una muerte elocuente”. A mí todo el asunto de los cadáveres me recordaba a esos viejos cuentos de Raymond Carver que lo dejan a uno con un nudo en la garganta, un nudo flojo que se va estrechando a medida que se repasan y repasan, y se lo comenté a Alberto quien asintió, e inmersos en esas consideraciones nos metimos entre empujones y pellizcos a la sala cuando ya las luces habían sido apagadas. Aquella noche la víctima fue un cajero de banco, un joven cajero de banco, un triste aspirante a burócrata que quizá fue esa noche más atraído por las extrañas muertes que por la filmografía de Binoche. Para rematar, había llevado a su novia convenciéndola de que sería interesante presenciar una muerte tan escabrosa. Murió tras un grito leve, casi un quejido, y por suerte su novia tenía la particularidad –alegre particularidad– de llorar como hacia dentro, todo lo cual nos dejó concentrarnos en la película, y esta vez pude entender que Adrianne Binoche mata a su marido pero que este, hasta el final de la historia, continúa apareciendo en pantalla a través de sus recuerdos, aunque ahora no estoy muy seguro de esto último. Todo el asunto se empezaba a poner bastante lacrimoso y confuso en mi cabeza. 214

Con el cajero de banco ya eran cuatro las muertes: todos jóvenes y en circunstancias tan iguales que no vale la pena narrarlas. Tras la muerte del cajero, la prensa dejó de publicar más noticias sobre los sucesos del Pirineos –o los sucesos de Una muerte elocuente, si lo prefieren–, y en su lugar comenzaron a aparecer publicidades enfermizas de perfumes, de detergentes, de zapatos; de celulares pre y pospago, de cantinas, supermercados y licores… Y las muertes se siguieron prolongando día tras día sin que el asunto pasara de algunos comentarios indignados en las calles o en la radio, o de los recortes de periódico con la noticia de los primeros muertos que el gerente del cine había mandado a colocar a la entrada de la sala a modo de advertencia. Hasta este punto la historia, con algunas salvedades, es una simple tragedia de pueblo. La situación no habría cambiado de no haber sido porque a los quince días de haberse estrenado la película, es decir, más de treinta muertes después –Alberto y yo asistimos a todas las funciones y habíamos visto a todos los muertos–, la víctima fue el sobrino del alcalde de la ciudad. El muchacho, un valenciano morenito que debía de tener unos veinte o veintidós años, murió con los ojos cerrados y el ceño fruncido, apretando contra su pecho la caja de las cotufas. Yo ya me lo había conseguido en algún bar o en alguna plaza, pero salvo un evidente gusto por la cerveza Pilsen y por las pelirrojas –que es tan general como decir, “gusto a no sentir dolor” o “aversión al holocausto”–, no teníamos lazos en común, y su muerte me dejó tan indiferente como la del cajero, o la del padre de familia que trabajaba medio turno en la Cantv, y que fue la muerte nueve o la diecinueve –todas tan iguales, todas tan insignificantes–. 215


Esa noche, sin embargo, hubo un gran alboroto, y vino la Guardia y se llevó a un estudiante de Letras porque comenzó a cantar arengas contra el sistema judicial, contra el sistema de seguridad, contra el sistema educativo –plagios, al decir verdad, de frases de Bob Dylan y Jaime Garzón–, y algunos ya estaban amenazando con quemar el cine si no se saldaba la deuda con la juventud sancristobalense, cuando el alcalde en persona llegó al cine, y a través de un megáfono y media docena de micrófonos anunció la clausura definitiva del Pirineos. Pero “definitiva” es una palabra maleable, débil por demás, de esas que algún filólogo diría que representan una realidad bastante abstracta, lo cual hizo que nadie pensara mal del alcalde cuando una semana después el cine reabría sus puertas. Reabría sus puertas sin mayores modificaciones: aún danzaba en el cielo raso el horrible olor apretujado de las cotufas, los mismos carteles pálidos de viejas funciones –muchas ni siquiera se habían estrenado allí–. Una muerte elocuente aún se proyectaba, pero había sido eliminada de su función de las 4:30 y de las 7:00, y ahora sólo se proyectaba, dándole al asunto un aire clandestino, a las 9:30. El alboroto del alcalde no había surtido mayor efecto: salvo unos cuantos curiosos a los que consiguió ahuyentar, la misma clientela fanática y morbosa –Alberto, yo y algunos desocupados más– seguía asistiendo. El cine, además, cayó en su letargo de siempre. Las caras de los empleados, en su ir y venir de todos los días, eran cada vez más borrosas, y uno aprovechaba los silencios de la proyección, los descuidos, para salir al bar El Chiclote por cervezas, por ron, por hamburguesas, por cigarrillos de tabaco y marihuana –estos últimos se los comprábamos a 216

un empleado de mantenimiento en el baño del bar, media hora antes de iniciar la película–, que se encendían en mitad de la proyección sin que nadie protestara. El cine era, por entonces y hasta siempre, nuestro hogar, y supimos acomodarnos en él, matando las horas muertas a la espera de una nueva muerte, a ver a quién sacarían ahora de la función. Ahora no estoy muy seguro de si el marido de Adrianne Binoche muere, o si sólo muere en un sueño y reaparece en otro. Tampoco sé si su personaje es real, o si sólo es una invención de la mente atolondrada de su marido –que, para fines prácticos, no sería su marido– por haber matado a sus hijos –a sus hipotéticos hijos, en todo caso–. La confusión, si es que hay tal, no es casual: una noche regresando del bar, donde habíamos tenido una pelea con un supuesto policía –Alberto decía que sí, que sí era policía, mientras yo sostenía que todo lo contrario, aunque para el caso da lo mismo– a causa de una quemadura de cigarrillo en su pantalón, de la cual me acusaba con insultos. Yo había entrado a la sala dando pasos tan largos y furiosos que se me cayó un cigarrillo en mitad del pasillo. Mientras yo lo buscaba en una actitud que recuerda al llamado de apareamiento de ciertos primates o marsupiales, Alberto proseguía a ocupar su asiento en nuestro lugar de siempre. Cuando uno ve una película ininterrumpidamente alrededor de cuarenta veces, tiende a retener algunos detalles y a borrar otros, o al revés, logra conseguir incongruencias entre una función y otra. Es así, pues, que al levantar mis ojos hacia la pantalla advertí un detalle que hasta entonces no había notado: en la escena de la muerte –los gritos apenas me inmutaban ahora–, cuando Adrianne Binoche camina por el pasillo, sus anulares en ambas manos se 217


borraban. A un observador poco avisado esto le parecerá un detalle intrascendente, pero bien visto era una evidencia de la naturaleza irreal de la escena: si no hay dedo no hay anillo, y si no hay anillo no está casada –según es tradición–, y tal vez ella no exista o su marido no exista, y la escena no sea más que un producto onírico. Todo un universo de posibilidades se abrió en mi cabeza. Todo un caleidoscopio de pistas dejadas para mí por alguien –el director, Adrianne Binoche, algún pésimo director de fotografía…–, para que yo adivinara su sentido oculto. Al salir, de camino al bar, le conté todo esto a Alberto quien –ceño fruncido, manos en los bolsillos, cigarrillo a medio encender, mirada al suelo, pateando la misma lata de cerveza durante casi tres cuadras, volteando la vista apenas para cruzar la calle– no se mostró muy convencido: –¿Y si fuera –dijo– un error de proyección? O más bien un error en sus lentes, porque eso de que se le borran los dedos no me lo creo del todo. Decidí que Alberto tenía razón; luego decidí que tal vez yo tenía razón, pero en todo caso eso no demostraba nada, ni sobre el sentido de la película, ni sobre el porqué de las muertes –aunque este asunto cada vez me importaba menos–; luego decidí que ninguno tenía razón, y que la única manera de saber si lo que vi era cierto o no era viendo la película de nuevo, aunque en el fondo ya no tenía muchas ganas de volver. Esa noche soñé que moría, y al despertar me di cuenta de que, para ser honestos, lo que pasaba era que comenzaba a sentir miedo. Así que no sé por qué volvimos, pero volvimos. Esa tarde yo había estado dándole más y más vueltas al asunto, y a la ciudad también: caminé toda la Ca-

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rabobo hasta llegar al tanque de guerra; torcí hacia Barrio Obrero, torcí mis pasos, torcí las muertes en mi cabeza, y recorrí tres veces la misma manzana para marearme un poco, hasta que comenzó a hacerse de noche. A las 6:30 me metí a un bar –un bar llamado El jarrón de Baviera–, y desde ahí llamé a Alberto: quedé con él en conseguirnos a las 8:30 en El Chiclote, frente al cine, y comencé a pedir cervezas para mí y para una muchacha morenita que se me unió al poco rato de haber entrado. La muchacha, según recuerdo, era de Colombia, malagueña, y solo estaba de paso por la ciudad, y estuvimos hablando y jugando con la vieja rockola. “Pon Caminito, pon Piel canela, pon…”, hasta que se me hizo la hora del cine. –Bueno, preciosa, aquí nos separamos, me voy al cine. Se rió muy fuerte –al principio no supe si por la cerveza o por lo que dije–, y tras recuperarse, dijo: –O sea que vos ya no vuelves. Bueno, chau muñeco, fue un placer. Pero como vio mi cara, mi triste cara de susto, o de niño, o de bobo, me consoló: –Bueno, yo lo digo por eso de que cada noche alguien se muere en ese cine… Pero igual, no hay que ser tan pesimistas: quién dice que entre tanta gente justo a vos te va a tocar. Hasta entonces no había considerado mi muerte como una posibilidad, al menos no como una posibilidad próxima, tangible. No me resultó muy difícil hacer el cálculo: a mayor gente, menor probabilidad –probabilidad matemática, al menos– de morir en la sala. Poco a poco la niebla se fue haciendo menos espesa en mi cabeza, y pude recordar que a partir de la muerte del sobrino del

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alcalde la sala estaba cada vez más vacía, y que de los asiduos de antes sólo quedábamos Alberto y yo. ¡Mi muerte como una probabilidad aritmética de primaria, y yo sin notarlo! Salí del bar a la calle y me quedé un rato parado en la acera, atontado todavía un poco por las cervezas y por la música estridente de la rockola. Me froté un poco los ojos para desembarazarme de todo aquello y en un momento volví la vista adentro: la muchacha, que hacía un rato se reía conmigo ahora se reía con otro: “Y después se reirá con otro, y luego otro y así…”, pensé. Mi muerte podría ocurrir esta misma noche y ella reiría, con este o con otro; pensé: “Tanta muerte me está volviendo un sentimental”. Pero yo ya no estaba en eso: mis pasos, mis pies habían comenzado a alejarme de todo aquello, lo cual fue un gran alivio, y comencé a caminar, cada vez más lejos de la risa y de la música, hasta que me encontré en un punto lo suficientemente alejado para comenzar a pensar, a tomar una determinación: “¿Y si no voy? Después de todo, ¿qué sino el ocio me obliga a meterme en esa sala inmunda cada noche? Como experiencia estuvo bien. Ni Alberto ni nadie me obligan. Ya soy grande”, me dije, y repitiéndome esto una, dos, tres, cuatro veces en mi cabeza, recorrí las seis cuadras que me separaban de El Chiclote, frente al cine, y me senté a esperar a Alberto, aún sin ninguna determinación en la cabeza. De lo que pasó entonces retengo detalles, pero pocos y muy confusos: recuerdo un fuerte temblor que corría desde mis rodillas hasta una parte interna de mi cuello de donde deduzco que nacen todos mis nervios; sudor en manos y pies; el escote de una mujer o de una niña muy

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alta; después una bruma y después me recuerdo entrando al cine con Alberto. Finalmente una puerta cerrándose tras de mí y a mí mismo, rodeado de sombras, buscando un asiento. Entonces comenzó la película: En la primera escena dos niños juegan sentados sobre la grama en un jardín, mientras su madre los observa desde una ventana, en una cocina. El día es gris. Después entra un hombre, esposo y padre: surge entre este y su esposa una conversación amarga, más no violenta, que poco a poco se va apagando. Cae la noche. El lecho nupcial es, a todas luces, un martirio. Días iguales se suceden, y la neblina, de páramo o bosque, los mimetiza. Crece el rencor, al menos en Binoche. Todo el tiempo el terror fue creciendo en mí, y no podía evitar que mis ojos se fijaran de tanto en tanto en el letrero luminoso de “SALIDA”. Según mis cálculos, debíamos de estar ya en el minuto treinta y siete o treinta y ocho. Experimenté otra laguna, de la cual sólo retengo otra bruma, y al abrir los ojos, Alberto estaba apretando mi garganta. Demoré un poco en reaccionar. Soy lento, soy torpe; no soy bueno peleando y los nervios que tenía no me dejaban pensar con claridad –lo que es otra manera de decir que soy un miedoso–. Cuando recuperé un poco el control –los dedos de las manos se me habían puesto morados ya–, comencé a patear a Alberto en las pantorrillas, en los pies, en el estómago hasta que comencé a dominarlo. Debíamos de estar en el minuto treinta y nueve. Por un instante, casi me reí pensando en mi miedo de hacía un minuto, cuando me sentí atacado; ahora era una pelea, éramos dos hombres peleando. Recurrí a la vieja estrategia de cansar a mi oponente, dejándolo que me diera unos cuantos golpes, hasta

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que por fin lo sentí dudar y le di un puñetazo en la cara que le hizo saltar la sangre. Entonces me puse de pie, tomé mi abrigo, y comencé a caminar hacia la entrada. Adrianne Binoche ya estaba en el pasillo, y comenzaba a caminar.

La vida sexual y triste Diego Alejandro Martínez

Cuando me llaman hombre soy un caballo negro por la nostalgia. Juan Sánchez Peláez

C

uando yo tenía ocho o nueve años mis padres decidieron cambiarme de colegio. Nunca hablamos del asunto, ellos simplemente tomaron la decisión y luego me la anunciaron sentados a la mesa. La verdad es que estaban cansados de lidiar con los maltratos a los que me sometían los niños del salón. Entonces me inscribieron en un colegio americano, un colegio pequeño y muy costoso en donde estudiaban los niños de las familias más forradas de la urbanización. Pero las cosas no cambiaron. Cuando aquellos muchachos descubrieron que yo no sabía defenderme comenzaron de nuevo los ataques. Un día me encerraban en la jaula del perro, un parapeto de cabillas en una esquina del patio, y luego se ponían a escupirme o a aguijonearme con una vara. Un día pescaban mi bolso y lo metían en el retrete del baño común, dañándome todos los útiles escolares, o agarraban el bolso y lo arrojaban por un barranco, o a mí junto con el bolso. Esas cosas.

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Mi padre estaba furioso. Yo ponía todo el cuidado del mundo en ocultar las magulladuras que me quedaban de aquellos encuentros, pero luego mi padre o mi madre las descubrían y entonces empezaba una serie interminable de interrogatorios que me dejaban hecho polvo. Creo que para mi padre lo más vergonzoso de todo era mi tamaño, es decir, que yo era de lejos el más alto de la clase. El viejo pasó domingos enteros enseñándome a tirar puñetazos. Ambos nos cuadrábamos en el jardín y comenzábamos a ensayar golpes, hasta que de pronto mi padre me agarraba por sorpresa y me soltaba un verdadero carajazo y yo caía redondo en el pasto, sin entender del todo lo que acababa de suceder. Pero no lloraba, con mi padre nunca lloraba. Con mis amigos sí lloraba, como una niña, como una marica, si se quiere, pero con mi padre no. Me levantaba del suelo sujetándome la mandíbula mientras él me arengaba, me decía: “¿Verdad que te dolió el coñazo? Pero ya pasó todo, ¿no? El dolor ya pasó, ¿no es cierto?”. En efecto, el dolor ya había pasado. No había sido más que el susto. “Bueno –seguía mi padre–, eso es todo lo que pueden hacerte si te golpean: darte un buen susto. Un sustito. Pero la sangre, los golpes, toda esa vaina pasa, y pasa rápido”. Así era el viejo. Él había sido un muchacho pobre, uno de esos muchachos que aprenden a defender cada centímetro de tierra a los coñazos. Yo había nacido en una familia próspera, me había educado en buenos colegios, amaba a mi madre por encima de todas las cosas y pensaba que nunca podría llegar a ser el hijo que él esperaba. No era bueno en ningún deporte –el viejo había sido un gran beisbolista–, no sabía defenderme ni tampoco tenía amigos con los que mi padre pudiera verme tonificando mi masculinidad porque yo era su vástago. 224

Un día a la directora del colegio se le ocurrió organizar un concurso de pintura. Recuerdo que esa tarde llegué contento a casa. Tomé mi block de dibujo, me fui hasta el jardín y me puse a retratar un seto de flores rojizas que mi madre regaba todas las noches, unas flores que ella llamaba camarones y que yo siempre había visto con curiosidad y con sospecha. Dibujé los tallos y en la punta de los tallos dibujé unos cuerpecitos encarnados, como camaroncitos saltando fuera de la superficie del mar, y alrededor algunos pétalos blancos erizados, como gotas hermosas de espuma, y me senté en el porche a esperar que mi padre llegara del trabajo. Estaba ansioso. Cuando llegó tomó el dibujo y me lo devolvió casi en el acto, sin decir una palabra. Yo me encerré en el baño, rompí el dibujo y me puse a llorar. Luego salí, como si nada, atravesé la sala con toda la seriedad del mundo volví a tomar el block de dibujo que descansaba en uno de los cojines del porche, me encerré en mi habitación y pasé gran parte de esa noche dibujando una playa, luego coloqué algunos chicos tomando el sol y jugando al fútbol en la arena, y me dibujé a mí mismo metiendo un soberbio gol de pierna derecha. Me dieron una medalla de oro, pero ya no puedo recordar si mi padre me felicitó o no, aunque la medalla estuvo sujeta durante años al cuadro con mi foto que él había hecho colgar en su oficina. Pero lo que sí recuerdo fue su cara la primera vez que me sancionaron en el colegio por entrarme a golpes –la primera y la última–. La directora había llamado a mi madre por teléfono y le había dicho que su hijo, que el retoño de mamá le había arrancado la tetilla a un compañero de un mordisco. Al niño lo habían tenido que trasladar a la clínica. La verdad era que varios de esos muchachos, después de hostigarme 225


un largo rato, me habían aprisionado contra las rejas de la cancha de fútbol y yo había comenzado a asfixiarme, había perdido el control y había terminado mordiendo a uno de ellos. El muchacho se había puesto a llorar y a pegar gritos hasta que llegó una de las profesoras que estaba de guardia en el patio y nos tomó del brazo a mi compañero y a mí y nos arrastró hasta la dirección. Cuando llegué a casa en el vehículo del transporte escolar, quien salió a recibirme no fue mi madre sino la señora Rosa. Mi madre se había quedado en la cocina. Tenía los ojos húmedos pero no me dijo nada. Yo seguí a mi habitación; me sentía avergonzado. Pero conforme fue pasando la tarde mi vergüenza y las lágrimas de mi madre fueron transformándose poco a poco en algo muy parecido a una fiesta: apenas llegó mi padre los tres nos montamos en el auto, me llevaron a un Mc Donald’s. Sin embargo, aún quedaba un asunto por resolver. Además de la sanción disciplinaria también estaba la factura con los gastos que el padre del niño me había entregado después de que él y su hijo regresaron de la clínica. Mi madre habló con mi padre y yo le enseñé el papel que tenía guardado en uno de los bolsillos de la chaqueta. Mi padre tomó el papel y lo miró. Luego me preguntó, «¿y qué tamaño tenía ese niño?». La verdad, el muchacho era casi de mi tamaño. «¿Y quién empezó?». La verdad, eran ellos los que habían empezado. «¿Y quién es el papá del muchacho?». Mi madre señaló la factura. En una esquina estaba engrapada una tarjeta de presentación. Mi padre la leyó un momento, un segundo, y luego me la entregó. «Dígale a ese señor –me dijo, con un acento de barrio pobre que sólo remarcaba cuando estaba molesto– que si quiere que venga a casa, que yo le arranco una teta a él también». 226

En el colegio no volvieron a molestarme. Pasaba los recreos dibujando y hablando con algunas niñas del salón. Me llevaba muy bien con las niñas. Me sentía cómodo. La agresividad de los varones me ponía los nervios de punta, pero con las niñas era distinto. Me hice muy amigo de una de ellas. Se llamaba Violeta. A veces el papá de Violeta nos llevaba al cine. El señor Gonzalo era cinéfilo. Pasé muchos fines de semana en su casa viendo películas y comiendo helados. A veces el viejo nos llevaba los sábados a las funciones de medianoche. Ese era nuestro pequeño secreto, nuestra travesura. De salida del cine discutíamos acerca de la película que acabábamos de ver. Él nos escuchaba, nos obligaba a pensar, nos daba cuerda. A veces era Violeta quien se quedaba en casa los fines de semana y mi madre nos llevaba los sábados o los domingos al club y pasábamos el día en traje de baño corriendo de un lado a otro y comiendo papas fritas en una barra que daba directamente a la piscina. Y uno de esos días en que estábamos comiendo papas fritas o corriendo de un lado a otro en traje de baño, mi madre recibió una llamada del Interior. Era un agente de tránsito. Mi padre acababa de fallecer en un accidente automovilístico. De los meses que siguieron a la muerte de mi padre conservo muy pocos recuerdos. En la casa llevamos el luto discretamente y la vida siguió su curso, como quien dice. Luego mi tía se mudó con nosotros –mi tía Melisa, que en verdad era mi prima, pero que yo llamaba cariñosamente tía desde pequeño–. Ella nos hizo mucha compañía y ayudó a mamá con todas las cosas de la casa, pero sobre todo me ayudó y me acompañó a mí. Mi tía acababa de terminar sus estudios universitarios, yo la admiraba y me desvivía por llamar su atención. Mi tía me escuchaba, me 227


alentaba a dibujar, me estimulaba. Los días de semana yo esperaba ansioso a que ella llegara del trabajo, y cuando llegaba me metía en su cuarto y le contaba mis cosas, escudriñaba en sus gavetas y la llenaba de dibujos que hacía durante el día, dibujos que ella pegaba en el espejo de su cómoda o que guardaba en una repisa del clóset. También habíamos comenzado a forrar las paredes de mi habitación con esos mismos dibujos y con fotografías que recortábamos de periódicos y revistas, y habíamos llenado mi ventana con germinadores donde retoñaban papas, garbanzos, frijoles…Yo me sentía el niño más feliz del mundo, sobre todo por las noches, que era cuando nos reuníamos en la sala a ver la telenovela de las nueve. Ahí estaba mi madre, estaba mi tía, estaba la señora Rosa, a veces también estaba Violeta, y en medio de todas esas mujeres estaba yo, porque había nacido para estar entre mujeres, porque yo sabía que ese era mi destino. Con la muerte de mi padre mamá se refugió cada vez más en su familia, en sus hermanas. Por la casa desfilaban tías y primas los siete días de la semana. La familia de mi madre era un auténtico matriarcado –o un auténtico patriarcado con vacantes significativas–, y pasados algunos años, mi madre comenzó a preocuparse por mi sexualidad. Hacía falta un hombre en la casa, pues en la familia de mi madre había muy pocos hombres. Mi abuela había tenido seis niñas y un varón, quien se había marchado de la casa en una motocicleta antes de cumplir los quince años. También mis tías habían tenido niñas, salvo por un primo que vivía en España y otro que vivía en Estados Unidos. Además, casi todas estaban divorciadas. Cuando la familia se reunía a celebrar un cumpleaños yo tenía que bailar con todas mis primas y con todas mi tías 228

y siempre terminaba agotado. Pero la atención y el amor que me profesaban me pagaban con creces esas jornadas maratónicas. Cuando cumplí quince años las preocupaciones de mi madre alcanzaron su momento más crítico. Vivía hablándome de actrices, de lo linda que era tal o cual amiga del colegio, de nietos, esas cosas. Nunca hablábamos directamente de eso, pero eso estaba en el aire, eso estaba en las comidas, eso estaba con nosotros cuando ambos nos acostábamos en su cama y pasábamos largas horas conversando de cualquier tontería. Yo también sentía un poco de miedo, visto que no me gustaban las niñas. Pero la verdad es que tampoco me gustaban los niños. Entonces mi madre, siguiendo los consejos de alguna amiga avisada, decidió avanzar filas. Empezó por prohibirme que durmiera en su cama y yo no tuve más remedio que exiliarme en mi habitación durante las noches. Luego comenzó a dejarme bajo la cama revistas pornográficas que yo hojeaba primero y luego guardaba en alguna gaveta. Después se empeñó en que hiciera deportes por ver si me juntaba con muchachos de mi sexo, y así fue que terminé inscrito en el equipo de tenis del club. Pero con la raqueta yo daba asco. El profesor me tuvo paciencia las primeras semanas y luego me puso a recoger pelotas indefinidamente. Además, mi madre había comenzado a comprarme la ropa ella misma, sin invitarme. Nada de pasear por las tiendas conmigo de la mano, como hacíamos antes, y yo pasé de vestirme como un niño a vestirme como un anciano púber de la noche a la mañana, lo que acentuaba mi ridículo frente a los muchachos del club y frente a los muchachos del colegio. Usaba zapatos de vestir que me quedaban grandes y usaba camisas con cuello y botones 229


que mi madre compraba en las mismas tiendas que solía visitar mi padre, pero yo me armaba de valor y salía a la calle con esos atuendos y no decía absolutamente nada, porque sufría por mi madre e intentaba llevarle la corriente, y también porque muy en el fondo sabía que mi vida había cambiado para siempre y me esforzaba en ser un muchacho valiente porque yo era el vástago de mi padre. Para colmo de males, ese mismo año mi tía se marchó del país y Violeta se ennovió con un muchacho de su edificio, un catire bravucón al que mi proximidad parecía producirle una fuerte alergia en el brazo derecho. Entonces comencé a sentirme realmente solo y desgraciado. En el club intenté estrechar lazos con algunos muchachos del equipo de tenis, pero eso también fue un desastre. Yo era el mariquito, el bicho raro. Recuerdo que el primer día que logré invitar a un par de compañeros del equipo a casa se lo conté a mi madre en un arrebato de triunfalismo. Mi madre preparó todo para recibir a los muchachos ese fin de semana, y un día antes llegó a la casa con pósters de mujeres en bikini y se puso a hacer comentarios artísticos acerca de las modelos. Yo no tuve fuerzas para negarme. Despegué todos mis dibujos de las paredes los guardé en un baúl y comencé a colocar los pósters, uno por uno, e intenté sentirme cómodo en mi nueva habitación de camionero. Pero los pósters tampoco ayudaron. Una vez terminada la bienvenida y los saludos de rigor, yo volvía a sentirme perdido. Y la misma situación se repitió una y otra vez. Yo intentaba patear balones con ellos, intentaba no reírme demasiado para que no se me saliera la mariquera, pero nada parecía funcionar. Los chicos pronto se aburrían y ya no había manera de volverlos a invitar a casa. Entonces mi madre, en un último 230

esfuerzo maternal, entró en contacto con mi tío Aroldo, que en ese momento estaba viviendo en Puerto la Cruz, a unas cinco horas en auto desde Caracas, y mi tío Aroldo comenzó a venir seguido a la capital y las cosas se complicaron un poco más. La primera vez que vi a mi tío Aroldo pensé que me estaban gastando una broma. Es decir, mi madre y mis tías eran mujeres hermosas y elegantes, pero mi tío parecía sacado de una película de terror. Tenía la cara surcada por canales horizontales, como si el viento de la carretera hubiese erosionado durante años ese rostro duro y quemado por el sol. Mi tío Aroldo hacía el viaje desde Puerto La Cruz a Caracas en motocicleta, créase o no, porque adoraba las motocicletas. Yo me mostré receloso al principio, pero él era una buena persona y además muy gracioso, de manera que al final terminé encariñándome con el tío. Con él me bebí la primera cerveza, fui por primera y última vez a un juego de béisbol y a un puticlub. Ahí me emborraché y vomité sobre las piernas de una stripper, pero mi tío parecía no contrariarse con nada, sólo se reía y me dejaba hacer. A veces me contaba anécdotas de su juventud, de cómo se había escapado de su casa en una motocicleta robada y había dado vueltas por todo el país, primero en la motocicleta y después, cuando la motocicleta ya no dio para más, a pie y haciendo dedo. En Puerto La Cruz conoció a mi tía, se casó y tuvo tres hijas, todas niñas. Pero casado o no, mi tío Aroldo seguía siendo un completo vagabundo. Los viernes cerraba la compañía, apagaba su teléfono celular y se largaba con su motocicleta o con la camioneta de la empresa y se 231


ponía a dar vueltas por los pueblos cercanos o a corretear a las secretarias de los almacenes vecinos, una decena de mujeres que siempre esperaban apiñadas en la parada del autobús. El viejo las acosaba durante semanas, meses, y luego un día las montaba en la camioneta con la excusa de darles un aventón y entonces las paseaba, las hacía reír. A veces las convencía y paraban en una licorería, se compraban una botella de sidra barata y se largaban a un hotel o a un mirador. A veces no las convencía y se resignaba a llevarlas hasta su casa, y ya en la puerta de la casa el viejo avanzaba resueltamente y, si la mujer seguía resistiéndose, si se ponía dura, el viejo iba y se sacaba el muñeco –el muñeco, es decir, la trompeta–. Así de simple y con ese mismo rostro de concreto surcado por canales horizontales. Yo no sabía si debía reírme o salir corriendo a llamar a mi madre o a la policía, pero mi tío seguía: “Escúchame con atención, sobrino, escúchame bien: una mujer puede rechazarte, por muchas ganas que te tenga, puede rechazarte y bajarse del auto y subir a sus aposentos –aposentos–, y luego acostarse a dormir y tener un sueño tranquilo, pero después de haber visto al muñeco, una mujer puede bajarse del auto sola, puede subir a sus aposentos sola y puede acostarse sola, pero no dormirá tranquila, no. Escúchame bien, que yo sé lo que te digo”. Por extraño que parezca, los fines de semana que pasé junto a mi tío me ayudaron mucho. Digamos que me envalentonaron. Una tarde, cansado de recoger las pelotas que los otros chicos arrojaban contra las rejas de la cancha de tenis, me paré frente al profesor y le dije claramente que yo no estaba dispuesto a seguir haciendo de recogepelotas, que yo lo que quería era jugar al tenis. El 232

profesor se quedó de una pieza. Yo también me quedé de una pieza, pero enseguida me mandaron por mi raqueta y me pusieron a recibir pelotazos al otro lado de la red. Al principio aquello me pareció una humillación aún peor que la recogedera de pelotas, pero no me eché para atrás. Yo me paraba allí, en mitad de la cancha, y me ponía a lidiar con todas esas pelotas que me enviaban, algunas con verdadera saña, y si me alcanzaban el rostro o las partes íntimas yo me hacía el desentendido y seguía con la raqueta de un lado al otro. La misma rutina se repitió durante varias semanas y ya comenzaba a sentirme cómodo con la raqueta, cuando accidentalmente metí una pierna en una alcantarilla mientras perseguía una de esas pelotas envenenadas y algo se quebró dentro de mí. Permanecí todo ese tiempo en el suelo, hundido en el dolor pero dispuesto a no llorar, mientras los otros muchachos me miraban impávidos y el profesor se acercaba y me examinaba como diciendo, viste carajito, te lo dije. Pero yo no solté ni una sola lágrima. Luego llegó el médico del club y me trasladaron a la clínica. Había tenido fractura de tibia y peroné. Una fractura de torniquete, había dicho el traumatólogo, y cuando llegó mi madre decidieron dormirme y someterme a una operación. Desperté casi dos días después, con un yeso enorme en mi pierna izquierda y varios clavos de titanio en el interior. A los pocos días me trasladé con mi madre a casa en una silla de ruedas que ella había alquilado en un supermercado de salud. Al principio mamá había amagado con hacer de todo aquello un drama, pero luego se compuso e intentó evitar que se le notara la preocupación. Mientras me administraba los medicamentos que paliaban mis dolores, me decía que yo era todo un hombre y que esas 233


cosas le pasaban a los hombres. Nada de tratamientos especiales, nada de dosis adicionales. Mi madre decidió ajustarse a las prescripciones del médico, y a los tres días volvió a cerrar la puerta de su cuarto a la hora de dormir. En un arranque de debilidad llegó a traerme un block de dibujo y una caja de colores, pero yo también estaba dispuesto a llevar la comedia hasta el final y guardé el block y los colores en una gaveta y no los saqué durante los cinco meses que duró mi rehabilitación. Sólo una vez los saqué, fue con Margarita, y no me arrepiento. Margarita era una amiga de mi madre. Ella era un poco más joven y un poco más achispada que mi madre, pero ambas se conocían desde hacía tiempo y se llevaban muy bien. A veces Margarita se pasaba por la casa y, como yo dejaba siempre la puerta de mi habitación abierta cuando venían las visitas, por ver si alguien se acercaba y atenuaba un poco mi soledad de lisiado, se metía en el cuarto y pasábamos charlando un buen rato. Con el tiempo, las visitas a la casa se incrementaron considerablemente y Margarita pasó a ocupar el espacio que habían dejado todas las mujeres que yo amaba. Yo me sentía muy bien con Margarita, pero ella me inquietaba. Al principio fue sólo eso, una cierta inquietud, una como fiebre de verla y de hablar con ella y de saber más de ella, hasta que una noche en la que mi madre había organizado una cena en casa con varias de sus amigas, Margarita entró a la habitación con unas copas de más. La verdad es que estaba borracha. Cerró la puerta tras de sí y se puso a revisar los discos que se apilaban en mi biblioteca. Eligió uno, lo colocó en el reproductor y luego se sentó en una orilla de la cama. “Tu mamá dice que ya no pintas”, me dijo. Yo volví los ojos hacia la gaveta 234

donde tenía guardados los papeles y los colores, pero no dije nada. Margarita tomó un trago de la copa que traía en la mano y luego agregó, así como si nada: “¿Sabías que yo tengo un seno más grande que el otro?”, se echó a reír y derramó un poco de vino en la colcha de la cama. Luego me pidió que la pintara desnuda de la cintura para arriba. Dejó la copa sobre el escritorio, se desabotonó la camisa y se palpó los senos con ambas manos. Yo estaba tan impresionado que no pude darme cuenta de que estaba teniendo una erección, una verdadera y tremenda erección; fue Margarita la que se dio cuenta, se echó a reír de nuevo y me preguntó si quería que ella me tocara. La verdad es que no puedo recordar qué fue lo que le dije, pero un rato después Margarita estaba succionándome allí abajo de tal manera que sentí que se me iban a salir las tripas, mi Dios, y luego pensé que podía tocar los cabellos de Margarita y se los toqué, le pasé una mano por los cabellos y pensé que era la mujer más hermosa del mundo, y otra vez me puse a llorar como una marica, antes, durante y después de mi primer orgasmo. Pero ella no pareció turbarse. Al contrario, tomó una punta de la sábana, me enjugó el rostro y luego se acostó a mi lado, me abrazó y me quedé dormido. En el sueño me encontré a mi tío Aroldo frente al portón de la casa, pero él tenía más o menos mi edad y fumaba un cigarrillo apoyado en su motocicleta. Arriba se veían las ventanas del cuarto de mi madre con sus interiores crema, y también se veían las ventanas de mi cuarto. Afuera había comenzado a llover y yo me apresuré y me puse a buscar la puerta de entrada, pero me fue imposible. Entonces tomé algunas piedras que conseguí en el hombrillo de la calle y me acerqué adonde estaba mi tío. “Tenemos que avisarles para que 235


vengan a buscarnos”, le dije, pero pareció no escucharme. Sólo me fijó con sus ojillos de cóquer spaniel y pude ver, por primera vez pude ver toda la tristeza y todo el cansancio que se escondían detrás de aquella mirada. “Ya se me hizo como tarde”, me dijo de pronto y luego arrojó su cigarrillo, encendió la moto y arrancó con un ruido de los mil demonios que terminó por despertarme, y cuando desperté me di cuenta de que tenía otra erección, pero Margarita ya no estaba allí. Las semanas que siguieron fueron sin duda las semanas más intensas de mi vida. Margarita venía casi a diario, sobre todo cuando no estaba mi madre, y hacíamos el amor como dos exasperados, ella encima de mí y yo en la silla de ruedas, con la pierna enyesada al aire. Perdí casi cinco kilos y se me pobló de golpe la barba. Mi madre estaba al tanto de lo que sucedía, pero nunca dijo nada. Margarita se reía. “Tu mamá piensa que no te gustan las niñas”, me decía. Y mi mamá tenía razón: yo acababa de descubrir que me gustaban las mujeres, las mujeres como Margarita. Ella me enseñó todo lo que sabía, pero mis favoritas siempre fueron las felaciones. A veces ella me preguntaba si quería correrme en su boca y yo le decía que sí, ¿qué otra cosa podía decirle? Un día, después de una de esas felaciones, se me ocurrió preguntarle a qué sabía eso. Margarita regresó del baño con una servilleta en la mano y me dijo, así como si nada, que eso sabía a desodorante. “Es decir, no sabe a desodorante pero sabe áspero como el desodorante”, me dijo. Yo debí de haber abierto la boca como un imberbe porque se echó enseguida a reír como una condenada. Margarita siempre reía. Pero un día ella se enamoró y comenzó a reírse cada vez menos. Se ena236

moró como una loca, como una desquiciada. Se escapaba del trabajo con excusas de todo tipo y se aparecía de improviso en la pantalla del intercomunicador como un alma en pena. Comenzó a ahuyentar a Violeta y a la mismísima terapeuta. Cuando finalmente me quitaron el yeso la situación se había vuelto insostenible. Yo comencé a tratarla mal. Margarita me asfixiaba. Mi madre se daba cuenta, pero a esas alturas mi madre ya no podía hacer nada. Entonces Margarita intentó alejarse. Se deprimió. Se enfermó. Cuando volví a verla estaba devastada. Hablamos un rato en el porche de la casa y luego se marchó. Ambos sabíamos que era para siempre, pero yo no estaba triste. De hecho, me sentía muy bien, tocado como estaba por ese exceso de confianza, por ese sentimiento de autosuficiencia que manaba de cada una de mis glándulas sudoríparas. Yo había vuelto a mis clases de tenis y luego de los cursos me pavoneaba sudoroso y en pantaloncillos alrededor de la piscina. Las niñas me aburrían. Las mujeres me ponían cachondo. Así tuve mis primeros encuentros en el club. En los baños del gimnasio, detrás de la canchas de tenis, en los matorrales que daban al parque infantil, pero entonces llegaba mi tío a la capital y se instalaba en casa y yo veía cómo mis seis tías y mis ocho primas se atropellaban por ser las primeras en llegar a verlo, mientras él se acomodaba en el sillón de la sala y pasaba la tarde contando viejas historias que todos celebrábamos hasta que de pronto se levantaba y nos anunciaba solemnemente: “Es hora de que mi sobrino y yo tengamos una conversación de hombre a hombre”, y ambos nos montábamos en su motocicleta y nos íbamos a comer helados a Altamira, y ya sentados frente al Obelisco, que se erguía 237


en medio de la plaza como una poronga fantástica, mi tío se ponía a contarme de sus conquistas, y en sus historias desfilaban mujeres de todas las edades y de todas las condiciones sociales. Entonces yo revisaba mi lista mental de las mujeres con las que había estado y me daba cuenta de que todas eran mujeres de la urbanización. Mujeres casadas, mujeres casadas recién paridas, mujeres a dos pasos de la vejez definitiva, pero todas eran mujeres adineradas. ¿A qué sabía una mujer de barrio pobre? Eso vine a descubrirlo un tiempo después, cuando conocí a Dalia, la peluquera, y con eso espero terminar la historia de mis primeros amores chungos. A Dalia la conocí en casa de Violeta. Dalia era peluquera a domicilio. Violeta la contactó por teléfono mientras preparábamos entre ambos el vestido que se pondría para la boda de uno de sus tíos. Cuando sonó el intercomunicador fui yo quien bajó a buscar a la muchacha, que resultó ser una catira preciosa y pechugona. Ya en la entrada del edificio, Dalia se había mostrado sorprendida. El lujo, o eso que en el edificio de Violeta se parecía al lujo, la impresionó. Yo también le gusté. Estuvo esas dos horas peleando con el cabello de Violeta y haciéndome ojitos a través del espejo de la cómoda. Lo que no podía sospechar aquella peluquera era que ya para ese momento yo reunía una considerable experiencia con mujeres de su estatura, y además iba blindado con todo tipo de cuestionarios y artículos que sacaba de revistas del corazón y de suplementos dominicales. Apenas nos quedamos solos yo decidí atacar con mis mejores piezas y nos pusimos a discutir sobre algunas de las telenovelas que estaban pasando en ese momento, historias que yo conocía al dedillo y que utilizaba como trampolín para hablar del amor 238

y de otras cosas. La reacción de Dalia fue la misma que habían tenido mis amantes anteriores. Primero sonrisas, luego sorpresa, luego misterio, luego una mirada torva y oscura llena de debilidad y de esperanza. Le pedí la tarjeta y le prometí que la llevaría a tomar un café en algún sitio bonito. “¿Y quién conducirá?”, me preguntó y se echó a reír. “De eso me encargo yo”, le dije con mis casi diecisiete años, y me guardé la tarjeta en el saco que mi madre acababa de regalarme. Al principio las cosas con Dalia no fueron sencillas, sobre todo porque a ella le gustaba jugar con los hombres. Pero yo no era un hombre, yo era un niño disfrazado de anciano púber y eso terminó despistándola, de manera que pasado algún tiempo comenzamos a vernos dos y hasta tres veces por semana. Yo salía de mi casa en dirección al club o con la excusa de ir a pasar el fin de semana en casa de Teresa, y ya en la avenida tomaba un taxi y me largaba a recoger a Dalia en las residencias de sus clientas de turno y ambos nos íbamos a comer postres exóticos en cafecitos elegantes y periféricos, y pasábamos las tardes hablando de nuestras telenovelas favoritas, de todas esas cosas que la mayoría de la gente se saltaba y que Dalia y yo coleccionábamos como trofeos incuestionables de la más pura sabiduría, hasta que comenzaba a caer la noche y ambos terminábamos en la habitación de algún hotel. Entonces yo volvía a mover mis piezas, todo ese repertorio de caricias y de cochinadas que había aprendido sistemáticamente con mis amantes anteriores. Esa experiencia se repitió veinte, treinta, ciento cincuenta veces en moteles de carretera y en otros mataderos. Generalmente, buscábamos habitaciones equipadas con televisores para no perdernos la telenovela de las nueve, y allí follábamos 239


y veíamos los episodios, y volvíamos a follar y aquello era lo más parecido al paraíso, hasta que mi madre comenzó con las sospechas y se puso a rastrear los pagos con la tarjeta de crédito y descubrió todo, absolutamente todo. Un día Dalia se apareció en el liceo y se puso a llorar delante de Violeta y de otras amigas que estaban conmigo en ese momento. Mi madre había dado con su teléfono, la había citado y le había armado un escándalo en una pollera cerca de su casa. Al menos eso era lo que contaba Dalia, pero la verdad es que ella siempre hablaba empalagosamente, como si en vez de referir su vida estuviese refiriendo una telenovela. El chico rico con la chica pobre; el chico joven con la mujer experimentada; la villana de la telenovela –mi madre– que se oponía al amor de los protagonistas –Dalia y yo–. Así era Dalia. Me tocó tranquilizarla. “Tranquilízate –le dije–, tranquilízate y vete a tu casa que yo te llamo”. Pero Dalia no quería irse. Entonces me hizo prometerle que nos veríamos ese mismo día. “Está bien”, le dije, y la acompañé hasta la parada del autobús. La verdad es que yo intentaba ser un hombre, pensar como un hombre. ¿Pero qué es lo que hace un hombre en esos casos? Cuando llegué a la casa vi que mi madre se había marchado y entonces tomé la decisión: me escaparía con Dalia. Sí, me escaparía con Dalia. Ambos nos escaparíamos o lo que sea. Entré en mi habitación, guardé algo de ropa en un bolso, le dejé una nota a mi madre sobre la cama y me largué, pensando que quizá sería para siempre. Llamé a Dalia desde la calle. Necesitaba que me explicara cómo demonios se llegaba a su barrio, porque ella nunca me había dejado acompañarla hasta su casa. Es decir, con Dalia yo había conocido lugares tórridos, pero jamás me había acercado al barrio 240

donde ella vivía. Me dio las indicaciones y después de casi una hora de tráfico llegué al lugar en una buseta. Era la misma pollera donde hacía algunas horas mi madre se había puesto a amenazarla, una pollera que estaba a unas cuadras de un mercado espantoso que ostentaba el nombre de un cacique o de un degenerado. Dalia estaba sentada en una de las mesas de plástico y tenía los ojos rojos de tanto llorar. Cuando me vio se levantó de la mesa, fue directo a abrazarme, me tomó del brazo y comenzamos a subir una cuesta que serpenteaba en medio de un sagrado desorden de ranchos, de bloques, casas sin revestimiento y mendigos y borrachos en las esquinas. La verdad es que me sentía como un peluche en medio de un decorado de la crónica roja local. Cuando finalmente llegamos a la pensión en donde vivía Dalia saqué el teléfono celular de mi bolsillo. La señora Rosa había alertado a mi madre y ésta se había puesto a llamarme y me había dejado varios mensajes en el contestador. Tenía mensajes de la directora del colegio, mensajes de Violeta, incluso tenía un mensaje de mi tía Melisa desde su teléfono celular europeo, pero yo apagué el aparato y subí con Dalia hasta su habitación a través de unas escaleras exteriores. De hecho, aquello no era una habitación, aquello era una lata con dos orificios recortados en la chapa, uno para la ventana y otro para la puerta, y la puerta era una tabla con un pedazo de cable atado a un extremo que hacía las veces de pestillo. Dalia se apresuró a tomar mi bolso, lo colocó sobre una sillita y luego me cubrió de besos y abrazos, y aquel día hicimos el amor como nunca antes, y como nunca después, y cuando terminamos nos quedamos mirándonos en silencio una hora, dos horas, hasta que yo comencé a tener otra erección, pero Dalia se levantó 241


de la cama y me preguntó si tenía sed. Entonces se colocó algo encima y salió al pasillo, y yo me puse a pensar en todos mis compañeros de clase, en todos los niños bien de mi colegio quienes jamás habían cruzado los límites del Este de Caracas y que nunca habían estado con una mujer de verdad, y mucho menos con una peluquera. Luego me levanté del catre, desnudo como estaba, y caminé hacia aquella ventana, hacia aquel agujero recortado en la lata, me asomé y me quedé un rato contemplando ese paisaje increíble. Todo, todo el barrio se derramaba a mis pies. Un laberinto de bloques y de lata, de escaleras de concreto, de pasillos de barro, de techos de zinc con piedras encima y antenas hechas con ganchos de ropa, y cables con junturas que escapaban de las tomas públicas y perros que aullaban en medio del caos de la tarde. Me asomé a todo eso y me sentí un caballo.

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Una escena al estilo de Steven Seagal Roberto Enrique Araque

H

ay rumbas y reuniones. Las primeras son inolvidables y las otras pasan inadvertidas. En las reuniones no llega la policía; nadie se caga u orina en la sala ni encuentran a alguien cogiendo en un rinconcito oscuro; nadie le agarra una teta a la madre del anfitrión, menos le soban las nalgas a la novia del fisicoculturista o militar del lugar; nadie vomita sobre los senos de la chica más buenota de la fiesta ni los vecinos van a pedir que bajen el volumen de la música. Siempre se habla de las rumbas donde encontraron a un tipo mamándole las tetas a una tipa embarazada y lactante. Entonces la rumba ya tiene un nombre: la rumba del mamateta. O la rumba aquella donde un borracho cagó sobre el mueble importado, además recién comprado, de la anfitriona. En cualquier caso siempre es evocado con cierta sorna y un aire de nostalgia adolescente. De allí que en algunas conversaciones se puede escuchar:


–¿Te acuerdas del día aquel que fuimos a tal sitio y nos encontramos a fulanito de tal, el primo segundo del que se orinó en la sala? –Ah sí, qué vaina más loca. Ese carajo estaba feo. ¿Y qué pasó con él? Pues ese tipo de comentarios son comunes entre quienes fueron a la rumba, en algunos casos mientras pasan “el ratón” en un café, panadería o arepera. Al referirse a las reuniones dicen que estuvo bien, todo tranquilo. Pero nada más. No hay risas ni anécdotas ni nada. Las reuniones son magníficas cuando quieres invitar a tu jefe o a los padres de tu novia. Tienen un aspecto más formal y se organizan con un fin específico, buscar un aumento salarial o un ascenso, mejorar las relaciones con el suegro o conocer a los vecinos. Las conversaciones giran en torno al trabajo, la economía, la política (hablar paja del gobierno) y otras necedades. En cambio, las rumbas no se planifican y sus objetivos son beber, beber y beber hasta la muerte, aunque también se pueden cuadrar culitos. Allí se destapan todas las vainas locas de la gente; algunos botan la segunda, la mejor amiga de alguien se resbala, descubren uno que otro cacho de un fulano o fulana, y la que todos tenían por santita hace alguna burrada con dos tipos en el baño. Todos se enteran porque alguien suelta la lengua y, con la aparición de los teléfonos inteligentes, se difunde lo que haya o no haya sucedido en menos de lo que canta un gallo. Entonces llega el momento en que todos saben la noticia y al mismo tiempo nadie está al tanto de nada, y lo más bravo es la cara de pendejos que ponen cuando algún hablador de paja repite lo que ya sabían. Porque en la actualidad lo que en épocas anteriores pudiesen haber sido rumores infundados ahora tienen prue244

bas contundentes con alta calidad de imagen y sonido, entonces el hablador de paja ya no tiene la función de informante sino de certificador. No obstante, con todo lo malo que pudiese suceder y los chismes, en las rumbas se goza. A veces hay peleas, pero no pasan a mayores; gritos a garganta seca de jevas histéricas –siempre nombran al novio o al marido como si estuvieran cayendo por un barranco–, botellas rotas, algo de sangre y corredera por todos lados. Eso sí, bastante adrenalina y, en raras ocasiones, la presencia de algún policía trasnochado. Sin embargo, todo se soluciona casi de inmediato porque están entre amigos. Posteriormente, evocan los hechos en esas conversaciones recurrentes de jóvenes cuarentones, quedan como memorias de adolescentes o de tiempos felices que no volverán. Con frecuencia exageran los hechos para darle un aire rebelde y juvenil, como si quisieran hacer ver que ellos vivieron su juventud intensamente y no la desperdiciaron en horas de pornografía o con programas repetidos de televisión. Pero eso es normal en cada generación –supongo–. En todas esas rumbas alguien debe meter la pata para que sea inolvidable, y siempre hay uno dispuesto. Ese es el tipo que nadie invita, pero que nunca falta. Siempre es el amigo de fulano de tal que sí fue invitado y conoce a los anfitriones, pero se le ocurrió la gran idea de traer al amigo de un amigo o al primo segundo que vive en otro estado, pero llegó a pasar unas vacaciones con la familia. Este ser tiene sus segundos de fama. Aunque rara vez repite sus cagadas y, después de unos días, pasa al olvido para la mayoría de los asistentes. Sin embargo, queda como un vergatario entre sus panas; el tipo que todos admiran porque manoseó, en contra de su voluntad, a la 245


buenota del lugar o que se cogió a la novia del cumpleañero en el baño. Adquiere la denominación de “rata peluda o mierda”. Porque entre los jóvenes mientras mayor sea la cagada al emborracharse mayor estatus tendrá en el grupo. Si el personaje fue visto besándose en el baño con la novia del cumpleañero se le dice: “¡Tú eres una rata peluda –o mierda–, te estabas cogiendo a la novia del pana en el baño!”. Pero el comentario no se hace en tono de reproche, sino con un aire de admiración y de chiste, hasta de envidia. El aludido lo niega, pero lo hace de manera tan conscientemente inepta que todos admiten “el crimen” –independientemente de si es cierto o no–. Ese recuerdo queda guardado y siempre sale a relucir en las reuniones posteriores, cuando se ha superado esa época que quisieran volver a vivir. Es común escuchar: “En la universidad eras una mierda con patas –o rata peluda–. Todo el mundo la pasaba tranquilo y el niño en el baño metido con la novia del pendejo aquel haciendo no sé qué cosas”. Lo cierto es que a todos nos toca madurar, dejar esa vida y sentar cabeza. Ya sea porque el cuerpo no aguanta tantas noches de insomnio y ron, o se quiere establecer una relación de pareja con niños y un perro callejero adoptado para sentir, o decirse, que son personas de buen corazón –lo que llamo sometimiento del lobo estepario–. No importa la causa, llega un momento en que este ser para y cede el trono a otro borracho con el hígado en mejores condiciones. Eso no sucedió con mi hermano Martín. Charlatán, parlanchín y mentiroso. Esas son las tres palabras que lo describirían. Él era uno de esos tipos que no servían para media verga, pero todos lo recuerdan con una sonrisa en el rostro. En un mundo gris, él aparecía 246

fulgurante con su camisa ochentera, sus zapatos de goma, el pantalón roto y su risa estruendosa. Era muy popular y todos los que lo conocieron tenían alguna anécdota de él. Asimismo, era un fiestero empedernido y cuentero como ninguno. Uno de sus mejores amigos decía que era más falso que un billete de cuero, pero podías comprar un carro con ese billete y te alcanzaba para el almuerzo. Le mentía hasta al cura en el confesionario para no tener que rezar mucho, también tenía mala bebida. Tomaba hasta que el cuerpo no aguantaba, incluso cuando yacía inconsciente parecía pedir más ron. Sin embargo, con todo y su actitud de idiota, siempre lo invitaban a cumpleaños, bautizos, bodas y más. Hasta su novia, a pesar de que él le montó los cuernos con todo lo que se le atravesó, sonríe cuando lo recuerda. Ella estudiaba Medicina, sus padres eran dueños de una clínica y resultaba hermosa desde todos los ángulos. No sé qué encontró en mi hermano. Siempre que podía le preguntaba qué le veía. A veces no respondía y sonreía, otras decía: “No sé. Me pregunto lo mismo cada vez que lo veo con ese cortetodo raro”. Todos lo querían a su manera, era lo que llamamos un caso aparte; algo así como el coño de madre que nos quita los reales, pero nos cae bien y lo perdonamos cuando vuelve. O como el cachorrito que después de cagar toda la alfombra te mira con los ojos bien pelados y meneando la colita. Martín no era mal tipo, sólo tenía la manía de emborracharse como nadie y hacer toda clase de locuras cuando le daba la gana. Debe ser por eso que ella lo quería más que nadie, le perdonaba todas sus indiscreciones porque sabía que en el fondo del pozo había un tesoro. Sus locuras no eran muchas ni muy graves, pero olvidaba algunas menudencias cuando bebía, como que no 247


debía agarrarle el culo a la prometida del hermano de su novia el día de su boda. Recuerdo que él felicitó a su cuñado porque su reciente esposa tenía un culo durito y paradito. Lo primero que pensé fue que el tipo le daría un coñazo y tendría que llevarlo a urgencias, pero el novio sólo reía. En la última rumba a la que fuimos todo estaba tranquilo. Nadie se había sobrepasado, uno que otro altercado, pero sin consecuencias graves. Le tenía el ojo puesto para que no hiciera una de las suyas. Había prometido cambiar, pronto cumpliría treinta y tres años. Estaba preocupado. Ese día me confesó que Cristo a los treinta y tres años había resucitado muertos, caminado sobre el mar, convertido el agua en vino, y él sólo había fumado hierba y se había cogido a una estudiante de Medicina. Nada bueno había hecho en su vida porque hasta el perrito callejero que adoptó se murió de diarrea a los tres días. También dijo que quería casarse con su novia, pero primero debía reventar todos los culos que se le atravesaran. No deseaba ser como esos cincuentones que, después de treinta años de matrimonio, se divorcian y se van a vivir con una quinceañera que le monta los cuernos y los chulea como es debido. Esa noche bebíamos ron barato con Coca Cola, luego conversamos acerca de películas y otras pendejadas con unos amigos que llegaron tarde a la reunión. A eso de las 3:30 a.m él empezó a hablar sin parar –como de costumbre–. Habló acerca de las películas que le gustaban. Se refirió a una con Jean Claude Van Dame que le “partía el culo” y la había visto treinta y tres veces. En ella el tipo malo, en pleno combate a muerte, le echa un

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polvito blanco en los ojos a Van Dame y queda ciego. Entonces este recuerda su entrenamiento hiperarrecho en un país oriental con un maestro japonés, o chino. Allí le enseñaron a pelear con los ojos vendados y a utilizar sus otros sentidos para determinar la posición de su adversario. Con el sonido que produce el viento al rozar la piel de su oponente Jean Claude pudo prever sus movimientos y derrotarlo. Claro, mi hermano lo contó con su peculiar estilo que a todos nos encantaba; gritos, movimientos inventados de karate e imitación a la perfección del rostro de Jean Claude al momento de aplicar el golpe fulminante a su contrincante –con todo y grito y mirada de ciego–. Uno de nuestros amigos era muy gordo, entonces mi hermano le levantó la franela e hizo su imitación del golpe en cámara lenta –a petición del público–, nadie paraba de reír mientras el gordo caía; hubo un tipo que carcajeaba dando tumbos en el suelo. Mi hermano en sus movimientos casi rompe un jarrón, pero decir “casi” no es lo mismo que decir “lo rompió” y, en su momento, fue un alivio porque según el dueño era un jarrón chino de la dinastía Wuang o Ming, o lo que sea, pero muy caro. Él no le paró al comentario. Siguió hablando, dijo que le gustaban las películas ochentonas y recordó las de Steven Seagal. A él le encantaba esa vaina que realizaba el actor, aunque nunca fue a un dojo ni practicó ningún deporte. Decía que se veía tan elegante la forma en que le pateaba el culo a los malos, no paraba de decir que “eso era matar con estilo”. Era admirador del actor, mas no le gustaba que no usara las piernas, él decía que si Steven hubiese usado patadas voladoras en todas sus películas sería más famoso que Chuck Norris o Bruce Lee. Fue allí cuando

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vi en sus ojos esa mirada loca. Supe que haría una de las suyas, como cuando se bajó el pantalón y se cagó en plena sala porque no se aguantaba. Pude preverlo, pero no reaccioné. Continuó conversando; dijo que, a pesar de que en las películas de Steven no había patadas voladoras, nunca faltaban dos cosas: fracturas y lanzar a alguien por una ventana. Entonces corrió como loco por la sala. Empezó a imitar movimientos de Seagal y todos reíamos. Inmediatamente se lanzó por la ventana. Él era un tipo al que se le olvidaba todo cuando tomaba. A veces me preguntaba qué había hecho la noche anterior; después, cuando uno le contaba, se halaba los cabellos y decía que no bebería nunca más. Al rato reía y decía: “Qué vaina más loca. ¿En verdad hice eso?”. Preguntaba cualquier necedad y volvía a ser el mismo de antes porque nunca se daba mala vida por las cosas que hacía o decía borracho, y tampoco bueno y sano. Su lema era: “Cuando un problema tiene solución, soluciónalo. Cuando no la tiene, no te des mala vida y tómate un par de birras”. A mi madre le molestaban de él dos cosas: esa manera de pensar tan “viva la pepa” y sus “travesuras”, pero él la contentaba con un cocosette y una de sus serenatas con la guitarra de doce cuerdas que le compró mi papá cuando tenía 13 años. Era como un niño grande. Con ella siempre fue cariñoso, una que otra vez falta de respeto; a veces, cuando la veía ocupada, le agarraba las nalgas y decía: “Ese culo está sabroso” o “rico, lo que se goza el viejo”. Mi madre le lanzaba lo primero que encontraba con su respectiva mentada de madre, pero él reía y corría. Un día se detuvo y le respondió: “¡Pero tú eres mi madre!”. 250

Ella entendió la vaina, paró unos instantes y como que asomó una sonrisa, pero al segundo reaccionó y le lanzó un pote; lo peló de vaina. En otra oportunidad le dio en todo el coco, él fingió desmayarse y ella palideció hasta que él se incorporó de un brinco. Era demasiado payaso, nadie podía arrecharse con él por más de diez minutos. Mi papá había perdido toda esperanza de hacerlo madurar. No siempre fue así. Cuando estaba en la academia militar él era su orgullo, no dejaba de hablar de lo bueno que era Martín. Decía que daría un golpe para tumbar al gobierno o que llegaría a general porque era muy disciplinado. No obstante, el día que le informaron que se había dado de baja, no dijo ni pío. Martín, con el tiempo, se disculpó con el viejo y este entendió que sus sueños no tenían que cumplirlos Martín ni yo. Una vez dijo: “Si no se puede, no se puede”. El viejo le tenía paciencia, siempre lo acompañaba cuando necesitaba reparar el carro o en esos negocios de empresario emergente –todos resultaron ser grandes fracasos–. Ellos tenían muchas cosas en común; eran fanáticos acérrimos de los Leones del Caracas, les gustaba la mecánica y bebían de la misma forma. Nunca llegué a beber ron con mi padre porque le tenía mucho respeto, en cambio Martín una vez lo llevó rascado a la casa. Sólo lo tiró en el sofá de la sala y se fue a continuar con su rumba. A pesar de que mi padre le aconsejaba con tanto esmero y cariño, él no cambiaba; era débil ante la bebida y no se hacía responsable por nada, eso era triste porque era una persona muy inteligente y culta. Lo de él y la bebida era anormal, tragaba caña como si fuese el fin del mundo. No le importaba nada. Mientras bebía era común que preguntara dónde estaba o en casa de quién, la mayoría no le paraba y lo tomaba por 251


jodedera, se veía demasiado gracioso. Era tan mentiroso y mamador de gallo que nadie sabía si hablaba en serio o estaba jodiendo. Esa noche hizo lo mismo, todos reían; incluso cuando se lanzó por la ventana, por segundos, se escucharon risotadas. Reventó el vidrio y salió volando como en las películas ochentosas de Steven Seagal. Pero, como ya he mencionado varias veces, Martín olvidaba todo cuando bebía; no recordó que estábamos en un penthouse.

Ya no seré otra habitante Rosanna Álvarez Barroeta

Lo que perdí en la enfermedad, ¿fue pérdida? O fue esa ganancia etérea que se obtiene al medir la tumba para después medir el sol. Emily Dickinson

“M

i vida está detenida al margen de su vida apagada”, me viene constantemente el relato de Díaz Solís, pero esta vez no era Ophidia, esta vez era ella quien estaba hablando inglés después de haber recobrado la conciencia. Nadie sabía cómo, cuándo ni dónde había pasado. Se había despedido de todos desde hacía mucho tiempo, eran más de tres años desde la tragedia. Pero ella no recordaba nada, parecía como si el cauce de las cosas se hubiese acelerado, y el tiempo se repetía como la última vez que estuvo sentada en la mesa de la cocina bebiendo una taza de café, fumando cigarrillos y sacando las cuentas de los gastos semanales en una servilleta, que sería archivada luego en el cuaderno contable de los servicios domésticos. Así estaba, aparentando ser normal y los médicos tras ella tratando de hacer los múltiples diagnósticos posibles. Ya no recuerdo bien cuál fue el primero, pero su vida ha sido una patología perpetua. Desde que

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nació, sufrió un hundimiento en el lado parietal derecho a través de un fórceps que le aplicaron porque la madre no pudo dilatar lo suficiente al momento de dar a luz. La veo cada vez más aferrada, cuando orgánicamente se está desintegrando. No siente la realidad porque desde hace un tiempo el umbral del dolor ha cesado. Nos conoce a ratos y sigue con su carácter de siempre, manipuladora, queriendo a todos a su disposición. Era fin de semana y a mí me tocaba visitarla, llegar hasta aquel lugar que tanto repudiaba. La rutina nos había obligado a tomar una decisión, esa que mejoraría las cosas para todos porque nadie quería seguir viéndola así. Entró a un centro de cuidado, sí, ese sitio donde hay especialistas que se dedican a los demás. Hace unos meses había mejorado, yo se lo conté a él, que me escuchaba. Ella había hecho una regresión. “¿Cómo?”, me preguntaba él. “No vas a entenderlo todavía, déjame explicarte”, le decía. Un comportamiento que necesitaba modificarse. La convivencia se hacía cada vez más difícil en la casa. Este es el preámbulo para darla a conocer, y vuelvo a pensar en la serpiente estúpida que tanto me gustó la primera vez que leí ese cuento. Lo que pasa es que esa historia trata de la venganza y yo no quisiera pensar que te voy a hablar de eso. Ella volvió enseguida, como si de un lugar distinto la estuvieran llamando. Tenía una enfermedad incurable, inoperable e incluso indescifrable porque cuando estaba en cama, en estado inerte, de un momento a otro salía por sí misma.

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La conocí cuando tenía cuatro años. “¿Dónde?”, me preguntaba él. Tal vez cuando comencé a tener uso de conciencia o cuando yo tomaba lecciones de lectura. Se llamaba Martha, pero ella era maestra de un colegio que quedaba en la avenida Bolívar de Valencia, por donde estaba el gimnasio Nautilus. “¿Pero el Nautilus no es el submarino de Julio Verne?”. “Qué sé yo, ahorita no estoy para ese viaje”, respondí. Yo vivía en un lugar a doce horas de mi casa, pues había tomado la decisión de irme a estudiar. Todo iba muy bien hasta que el proceso de adaptación pegó y pegó, y finalmente pude desarrollar una coraza. Ahí fue donde te conocí, ¿recuerdas? Fue después de cumplir los 20. Era bastante tímida, pero eso nunca fue barrera para socializar. Menos contigo. Tú estabas empeñado en buscarme todos los días, en hacerme perder el tiempo y reunirte con Oscar. “Pero no te quejes, Oscar vendría a ser primo tuyo, bien amigos que se hicieron”, me dijo. Primo y primer romance de una de las que vendría a formar parte de mi grupo de amigas de la Facultad. Todo eso fue espontáneo, ¿recuerdas? Hasta tú y yo jugamos póquer y te gané con un par de 10. Esa es mi jugada favorita. Yo creo que esa enfermedad la jodió. Ella todavía tiene recuerdos, pero la enfermedad la lleva consigo y la hace dormir muchos días seguidos. Pero eso te lo cuento sólo a ti. Justo ahora que acabo de leer un informe. La respuesta era la que yo esperaba, sin embargo, de que es fuerte, lo es. Yo le dije al médico que ella no quería irse, que todavía no esperaba la muerte, y que yo sería la única persona

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que iba a saber el momento en el que ella quisiera partir (una idea que yo me había inventado). A mí también me tildaban de estar desfasada. No creían lo que yo sabía, y aunque había seguido algunos pasos de su vida no era suficiente para saberlo todo, como mi familia creía. En su profesión fue dedicada, se entregó a la búsqueda del ser, a los principios de la filosofía como parte del hombre, pero la academia se perdió entre tantas veces que se había quedado dormida. Todo se le ha olvidado. A veces pienso que sólo es un juego, uno de esos que hacen en el sitio en el que está internada, donde los mandan a jugar el mundo al revés. Algo así como la visión que tenemos frente al espejo, como las cosas alucinantes que pensaba Carroll. Pero ella lo hace por su trastorno mental, ¿entiendes? Esos pensamientos siguen allí en su subconsciente, sólo que ella se ha creado otra figura de sí misma. Aunque no puedo negar que el deterioro cognitivo es notable: algunas veces pierde la coherencia y cae en esos discursos incomprensibles, delirantes, figurándose en un contexto ajeno, donde ella, todos, tú, yo, somos unos ases hablando sin remedio. No la culpo a ella ni a nadie de ser quién es. Trato de entenderla aunque esto sea un lenguaje confuso, porque sé que la enfermedad la ha ido transformando. Es como tener otro yo, ser dos personas distintas, pero aun así ella sigue siendo mi pilar, como la protectora de todos mis vacíos. Unos dicen que la obsesión le quitó toda la estabilidad física y la llevó a una ciudad oscura; están quienes afirman que no tiene nada, que es sólo la expansión de su imaginación. No sé qué pensar, hasta ahora vivía abstraída, y eso hacía que yo circundara en el posible porqué de aquello, con mesura porque no quería que la gente lo 256

notara. Traté de buscar las pistas muchas veces, pero me duplicaba la edad y yo no podía saberlo todo. Una vez me llevó a una fuente de soda, el Atrium de Valencia, que quedaba en el centro comercial donde le entregaban el vale de caja mensual por su sueldo de profesora. Ese día dijo que me había dedicado una parte de su vida, que después de mi nacimiento quiso firmar la carta de jubilación, indudablemente un acto de proeza y entrega. Yo humildemente le agradezco todo lo que me ha dado, por eso quiero ayudarla y no me gustaría desilusionarla. Sin embargo, ella ha creado la ruptura en nuestra familia. –¿Por qué? –Ya te dije que esto no es la vendetta. Esta es la historia. La familia poco a poco se fue esfumando y la casa empezó a cobrar un aspecto sombrío, yo incluso empecé a sentir una sensación de silencio rara. Pero en la casa no éramos muchos, así que me resigné. Tampoco sé por qué razón ella nunca ha participado en los momentos especiales de nosotros, muchas veces creí que no le importaban y que había un momento preciso en el que se hacía pasar por delirante. Y ahora que recuerdo esos momentos la adicción se interpone y es la única cura y celebración. La cura que había sido el presagio desde que le dio la primera convulsión a los once años de edad. Esta ha sido la excusa perfecta para olvidar todos nuestros cumpleaños. En los momentos cumbres, esos que dicen marcar historia personal, ella se ha enfermado. Tenemos que postergar todo y salir corriendo literalmente. Resulta que en ese momento yo dejo pasar una servilleta amuñuñada de impotencia y de infelicidad. Nos ha tocado conformarnos, nos ha tocado vivir y pensar en un futuro donde no sé qué color ni planes formarle. Más de 15 hospitalizaciones en estos últimos años. –¿A raíz de qué? La


mayoría no se cree la enfermedad y es que esa patología es congénita en mi familia. Yo por lo menos he salido recientemente de una, y mis amigos y los demás me reclaman, no me creen, sólo me dicen que salga del hueco. Si fuese realmente tan inútil no existirían los psiquiatras, quienes intervienen en tus emociones. Pero de este tema no quiero hablarte ahora. Es lamentable vivir con una persona que te contamina sin deseo, además te arrastra, –¿Así como la serpiente? –Sí, así como la serpiente que tiene tu profesora de latín tatuada en el seno. Esos trastornos ocasionan sufrimiento del bueno, déjame decirte. ¿Sabes qué pienso? Que hay personas que creen que la locura no existe porque no la conocen, y aunque tú y yo tampoco la conozcamos siempre nos hemos preguntado de dónde proviene. La mayoría sabe que hay algo más allá de la cordura; después de todo, cada persona tiene algún signo oculto. Pero ahora, haciendo este recuento, puedo decir que alguna vez me he figurado en una posible demencia, pero me ocurre sólo cuando estoy frente al espejo. –¿Y eso? –Me pasa porque cuando me veo no me reconozco. Acá viene el problema, lo que es ella y lo que soy yo. Ella está enferma y yo todavía no sé qué es lo que tengo. A veces me siento como si también tuviese lo mismo, pero suelo hacer largas siestas para evitar esos pensamientos. Trato de buscar ayuda en esos momentos de desasosiego y angustia, y algunas veces los síntomas vuelven una y otra vez. –Ah, yo pensaba que eso se reducía a tu manía de adelgazar. –No siempre, a veces va más fuerte. Pero, espera, ¿me estás viendo gorda de nuevo? Es que he aumentado 5 kilos. –Para nada, 5 kilos te hacen ver mejor desnuda, eso no es nada. –¿Estás seguro? –Seguro.

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No se trata de caer en un pánico cotidiano, el que nos rodea en las ciudades inseguras donde vivimos, es el pánico somático. Ese que nos empieza a subir luego de tener un pensamiento negativo o de recibir una noticia inesperada. Cosas semejantes, adversas, esas que viven los psicóticos destinados y los no psicóticos predestinados. Esas conductas que me tocó vivir con ella en el hospital de sanación mental que queda en la ciudad de Mérida, el San Juan de Dios, donde hay dos edificios gigantes (uno de esos para críticos), y ella se quedaba en el cafetín que estaba justo en el medio. Entonces, era de pensar, ¿por qué se quedaba en el medio si ella misma sabía que su lugar era uno de los dos? Y ahí se ponía a hablar, tenía una cuenta abierta para comprar lo que quisiera y como los que la acompañaban no tenían una igual, le pedían que les brindaran algo, así fuese un ponqué o un pan con mantequilla de maní artesanal. Los enfermos que la acompañaban hablaban con ella y se sentían reconfortados ante su discurso. Su retórica de más de veinticinco años de docencia en el área de Filosofía siempre había prevalecido. A los demás les gustaba su dominio por la explicación detallada de lo que hablaba. Ahí conoció a Eljuri. –¿Quién es ese? –Uno que llegó ahí por pasarse de gotas. –¿Y qué papel juega ese? –Ninguno. No todos quieren vengarse. Ella, cuando despegaba, se veía como si algún peso la invadiera, pues la caída era voraz. Hay algo extraño de esa vez que estuvo en el hospital, había una enfermera que era de los pueblos del sur de Mérida y creyente de leyendas y sahumerio. La mujer le dijo que sentía una energía distinta cuando se le acercaba, y que era bueno que se diera cuenta para que saliera rápido de aquello. –¿Me estás jodiendo?

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–No, yo con esas cosas no juego. Tampoco quiero creer en oráculos. Yo escuchaba escéptica, pero igual me erizaba. Todavía recuerdo cuando ella decía que había que creer de vez en cuando en los espíritus. En cambio, yo siempre he tenido una compulsión errónea de persignarme para creer que eso me salva. Quiero irme, dije en ese momento que la volví a ver, sentada en una mecedora de mimbre, botando sus pastillas porque el párkinson la dominaba. Mi sensación al estar a su lado era desconcertante. Me provocaba salir corriendo, pero era fin de semana y me prometí a mí misma que iría. Me senté y empecé a hablarle, vi sus manos moviéndose, vi las mías que son iguales a las de ella, pero sin párkinson. Vi su piel y la comparé con la mía, pero ella estaba deteriorada, hurgué entre sus facciones grandes, sus ojos que todavía hablaban, y de repente me sentí tan parecida físicamente... Pero ¿quién es ella? ¿Acaso es mi madre? No lo es, pero lo intentó. No me dio la vida, pero me crió. Me dio la mayor protección, me ayudó a construir y deshacer conversaciones, hicimos dibujos y rayamos libretas. Jugábamos ludo hasta aburrirnos y hablábamos del árbol genealógico de la familia, como alternativa de distracción. Esta es su segunda parte de la historia donde ella es alguien, pero no se configura del todo. A veces me da una impotencia tremenda, le hablo desde cualquier lugar donde estoy y le pregunto: ¿Adónde te has ido? ¿Por qué las cosas han ocurrido de esa forma? Ya la casa está cerrada, la cocina ha acabado. Nadie come a la hora exacta, el horario cambió y de esa forma ella empieza a deteriorarse, sin reloj, sin hora, sin días. Yo, mientras, me quedo en la espera de volver a la fuente de soda donde ella me llevaba 260

todos los meses a desayunar. A veces la única forma de encontrarla es a través de una humareda de recuerdos, algunos me estremecen, otros me llevan a pensar en la felicidad. Me estoy despidiendo de los vínculos que todavía nos unen. No sé qué pensar de su padecimiento. Tengo más de diez años dándome cuenta de la dependencia y adicciones que tiene a los fármacos. Hace menos de cinco años la tuvieron recluida en Caracas. Yo quisiera contarle a los demás qué es realmente lo que tiene, sin tabú, sin prejuicio, sin recelo, pero no todas las personas están dispuestas a entenderlo. Hay otra historia paralela. Está la mía, que se está convirtiendo en espejo de esa consecuencia, porque las patologías agarran su cauce y envuelven a los demás. De una manera ineludible fue parte de mí; si ella no hubiese existido yo no estaría aquí, viéndola desde esta silla, tratando de enumerar cosas. No se puede decir tampoco que no vivió, sí vivió, y sigue todavía. Pero ya su vida ha caído en el pasado porque el presente es discontinuo, no tiene el mismo sentido que puede tener otro. ¿Cuál habrá sido el detonante? Me queda la dicha de haberla conocido en otras fases. Ahora su memoria está escondida y polvorienta ante todo lo que sabía. No recuerda casi nada –no reconoce a todas las personas–, no se trata de un alzheimer, es más parecido a una demencia senil. Se le olvidan las cosas, se acuesta en una cama en un estado catatónico, se retuerce ante los medicamentos y yo tengo que contar todo esto antes de que la examinen, antes de que el médico pregunte qué ven las personas que están a su alrededor. Me gustaría no ver todo lo que ocurre, pero así fue desde siempre en el lugar donde habitábamos. Y ahora somos dos quienes están a su lado. Los otros no pensaron en que ella seguía allí, no tan parecida a lo que 261


era antes, pero se podía ver. Su materia pierde sustancia, igual que sus brazos derraman sangre por su fragilidad capilar, pero sus ojos están intactos. ¿Hasta cuándo? Llegó la hora de dejar esto así e irme a otro lugar. Por eso estoy aquí, diciendo todo lo que me pasa, lo que me concierne, lo que ella me dejó y me enseñó, porque ya lo hizo, ya dejó este mundo. Todavía recuerdo aquella frase donde decía “Ya no seré otra habitante”, y es que los linderos se ampliaron en exceso. Dicen que lo más parecido a la muerte es la cercanía a la redención, no hay de otra. Hay que redimirse ante lo que viene y cambiar el sentido. “La muerte es una bella dama que llega sin avisar”, algo así decía Kierkegaard. Yo no he pensado mucho en la muerte, trato de evitarla y caigo en los círculos repetitivos de querer dormir. El conocimiento está revertido, explico, la veo sentada, hablando y creo que se le voltearon las frases. Esas que siempre buscaban un porqué. A pesar de sus desconexiones, ella trata de atarse un poco más a nosotros para hacernos sentir culpables de lo que significa estar allí, pero nadie quiere que ella esté así. Hay muchas cosas qué pensar en cuanto a eso. Ella se dibuja ciertamente hostil ante su enfermedad y las personas que la rodean no le creen porque nadie dijo que fuera fácil. Se transforma tantas veces…, la última vez que la visité la enfermera me preguntó. ¿Qué podía pensar? Me tocó agachar la cabeza y entregar un pastillero lleno. Después de todo sigo acá, contando cómo es ella, cómo deben tratarla. Ese día hablé con la persona encargada de recibirla, quien iba a cuidarla todos los días porque los que estaban cercanos se habían ido. Una vez

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la casa se cerró y la habitación se inundó, parece que el suero que había quedado se tragó la cama y disolvió las sábanas. La última vez que alguien entró encontró un pozo y la mancha de haberse secado un agua, varios saltamontes nacieron de lo que había quedado. No se sentía el calor de que alguien había estado allí, las fotografías desaparecieron. Por un momento me avergoncé de lo que estaba viviendo, la ansiedad de salir de ese lugar en el que me encontraba, una prisión, no saber qué hacer mientras la veía. Un reflejo de una herencia, una familia, una imagen que he construido. Pero salí y la dejé. Ha sido más difícil para mí porque ella ya me dejó desde hace tiempo, en cambio, he sido yo quien acaba de cerrar este capítulo porque se trata de mí, ella no puede pensar en esta situación. Quizás yo siga con mi tratamiento de olvido o recuerdos. Los que queden van a permanecer mientras yo me siento en cualquier lugar aireado a encontrarlos. Todo ha cambiando y esta ciudad se percibe más escasa, se esconde. Vivir en esta ciudad es diferente. Su inefable respiración puede contarse cada minuto. Nadie quiere ser parte de ella. El cementerio está abierto, las flores están esperando, los vasos de agua están llenos y las señoras que han estado a su lado sólo esperan la llamada para atender a la gente que llegue a visitarla. La que piensa soy yo –en que me estoy mudando antes de tiempo–, ya no puedo percibir su aliento. Tengo que soltar el espejo, dejar el reflejo lejos de lo que me pertenece. Ahora regreso a lo que yo era, a lo que éramos, ¿recuerdas?, dos que nos queríamos, dos que daban todo por los secretos, esos que no se han resuelto del todo porque no sabemos el origen, pero nos enorgullecíamos de perder

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el tiempo. Se saben pocas cosas de soslayo, aun cuando cada quien maneja su propia verdad. Han pasado ciertos años y el área se expande un poco más y sigue su propio eje, yo no quiero seguir pensando en eso. Yo me fui de su vida, ella de la mía, allá se queda víctima de lo que le sucedió. No caben los prejuicios, sólo abarca una imagen general, una forma de lo que fue. Nunca se terminará de decir quién fue realmente y si está aquí ahorita o no, o si soy yo misma. Estará para quienes la hagan presente, de otra manera no habrá presencia sino soledad. Las intuiciones han desaparecido, ya no quiero seguir dejando hipótesis, y ¿conclusiones? Ya no. No se puede llegar a lo finito cuando lo infinito permanece o cuando existe la ambigüedad, nos conformamos muchas veces de dos: dos frases, dos versos, dos extremidades, y la ¿locura? Otro tema inentendible para muchos y cotidiano para otros, se llama locura a lo fuera de lo común. Una proposición superpuesta de dos. Ese día me levanté de la silla donde estaba siguiendo esa conversación absurda, esa que la mujer no entendió y se aburrió de tantos detalles. Ahora me encuentro aquí, hablándote, pidiéndote que vengas (que venga ella) porque quería contártelo primero, buscar un diálogo con alguien pero nadie apareció porque ella está quedándose dormida, aunque no del todo. Las dos estamos, las dos padecemos, y esto tiene que cerrarse, pues ya no será lo mismo. –¿Qué quieres que haga? –Nada, tenemos que irnos. –¿Sigues pensando en ella? –­ En Ophidia no. Pienso en la pérdida. Por fin logré dar con la despedida.

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ÍNDICE

Prólogo...........................................................................7 Héctor Torres VII Edición - 2013 Veredicto........................................................................13 Barricadas......................................................................17 Delia Arismendi Para Elisa.......................................................................41 Gabriel Payares Apocalipsis a la carté.................................................... 47 Maikel Ramírez Álvarez Esta Propatria............................................................... 61 Nora Edén Mora Decembrina noche caraqueña.................................... 75 Andrea Carolina López También sobre el alma nieva...............................................85 Carlos De Santis A.


No somos modernos..................................................... 93 Ricardo Ramírez Requena

La vida sexual y triste..................................................223 Diego Alejandro Martínez

Friend .........................................................................107 Caín

Una escena al estilo Steven Seagal.............................243 Roberto Enrique Araque

VIIi Edición - 2014 Veredicto......................................................................129 Blood........................................................................... 133 Tibisay Rodríguez Para siempre................................................................ 141 Rodolfo A. Rico Palmadas en el hombro............................................... 151 Juan Manuel Romero Días de gracia...............................................................................163 Pedro Varguillas Flor ........................................................................... 181 Isabella Saturno La mesa.......................................................................189 Víctor Mosqueda Allegri La muerte elocuente....................................................211 Yorman Alirio Vera

Ya no seré otra habitante.............................................253 Rossana Álvarez Barroeta



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