Cuentos y leyendas

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CUENTOS


El gato con botas Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm

Érase una vez un molinero que tenía tres hijos. El hombre era muy pobre y casi no tenía bienes para dejarles en herencia. Al hijo mayor le legó su viejo molino, al mediano un asno y al pequeño, un gato. El menor de los chicos se lamentaba ante sus hermanos por lo poco que le había correspondido. – Vosotros habéis tenido más suerte que yo. El molino muele trigo para hacer panes y tortas y el asno ayuda en las faenas del campo, pero ¿qué puedo hacer yo con un simple gato? El gato escuchó las quejas de su nuevo amo y acercándose a él le dijo: – No te equivoques conmigo. Creo que puedo serte más útil de lo que piensas y muy pronto te lo demostraré. Dame una bolsa, un abrigo elegante y unas botas de mi talla, que yo me encargo de todo. El joven le regaló lo que le pedía porque al fin y al cabo no era mucho y el gato puso en marcha su plan. Como todo minino que se precie, era muy hábil cazando y no le costó mucho esfuerzo atrapar un par de conejos que metió en el saquito. El abrigo nuevo y las botas de terciopelo le proporcionaban un porte


distinguido, así que muy seguro de sí mismo se dirigió al palacio real y consiguió ser recibido por el rey. – Majestad, mi amo el Marqués de Carabás le envía estos conejos – mintió el gato. – ¡Oh, muchas gracias! – respondió el monarca – Dile a tu dueño que le agradezco mucho este obsequio. El gato regresó a casa satisfecho y partir de entonces, cada semana acudió al palacio a entregarle presentes al rey de parte del supuesto Marqués de Carabás. Le llevaba un saco de patatas, unas suculentas perdices, flores para embellecer los lujosos salones reales… El rey se sentía halagado con tantas atenciones e intrigado por saber quién era ese Marqués de Carabás que tantos regalos le enviaba mediante su espabilado gato. Un día, estando el gato con su amo en el bosque, vio que la carroza real pasaba por el camino que bordeaba el río. – ¡Rápido, rápido! – le dijo el gato al joven – ¡Quítate la ropa, tírate al agua y finge que no sabes nadar y te estás ahogando! El hijo del molinero no entendía nada pero pensó que no tenía nada que perder y se lanzó al río ¡El agua estaba helada! Mientras tanto, el astuto gato escondió las prendas del chico y cuando la carroza estuvo lo suficientemente cerca, comenzó a gritar.


– ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Mi amo el Marqués de Carabás no sabe nadar! ¡Ayúdenme! El rey mandó parar al cochero y sus criados rescataron al muchacho ¡Era lo menos que podía hacer por ese hombre tan detallista que le había colmado de regalos! Cuando estuvo a salvo, el gato mintió de nuevo. – ¡Sus ropas no están! ¡Con toda esta confusión han debido de robarlas unos ladrones! – No te preocupes – dijo el rey al gato – Le cubriremos con una manta para que no pase frío y ahora mismo envío a mis criados a por ropa digna de un caballero como él. Dicho y hecho. Los criados le trajeron elegantes prendas de seda y unos cómodos zapatos de piel que al hijo del molinero le hicieron sentirse como un verdadero señor. El gato, con voz pomposa, habló con seguridad una vez más. – Mi amo y yo quisiéramos agradecerles todo lo que acaban de hacer por nosotros. Por favor, vengan a conocer nuestras tierras y nuestro hogar. – Será un placer. Mi hija nos acompañará – afirmó el rey señalando a una preciosa muchacha que asomaba su cabeza de rubia cabellera por la ventana de la carroza. El falso Marqués de Carabás se giró para mirarla. Como era de esperar, se quedó prendado de ella en cuanto la vio, clavando su


mirada sobre sus bellos ojos verdes. La joven, ruborizada, le correspondió con una dulce sonrisa que mostraba unos dientes tan blancos como perlas marinas. – Si le parece bien, mi amo irá con ustedes en el carruaje. Mientras, yo me adelantaré para comprobar que todo esté en orden en nuestras propiedades. El amo subió a la carroza de manera obediente, dejándose llevar por la inventiva del gato. Mientras, éste echó a correr y llegó a unas ricas y extensas tierras que evidentemente no eran de su dueño, sino de un ogro que vivía en la comarca. Por allí se encontró a unos cuantos campesinos que labraban la tierra. Con cara seria y gesto autoritario les dijo: – Cuando veáis al rey tenéis que decirle que estos terrenos son del Marqués de Carabás ¿entendido? A cambio os daré una recompensa. Los campesinos aceptaron y cuando pasó el rey por allí y les preguntó a quién pertenecían esos campos tan bien cuidados, le dijeron que eran de su buen amo el Marqués de Carabás. El gato, mientras tanto, ya había llegado al castillo. Tenía que conseguir que el ogro desapareciera para que su amo pudiera quedarse como dueño y señor de todo. Llamó a la puerta y se presentó como un viajero de paso que venía a presentarle sus respetos. Se sorprendió de que, a pesar de ser un ogro, tuviera un castillo tan elegante.


– Señor ogro – le dijo el gato – Es conocido en todo el reino que usted tiene poderes. Me han contado que posee la habilidad de convertirse en lo que quiera. – Has oído bien – contestó el gigante – Ahora verás de lo que soy capaz. Y como por arte de magia, el ogro se convirtió en un león. El gato se hizo el sorprendido y aplaudió para halagarle. – ¡Increíble! ¡Nunca había visto nada igual! Me pregunto si es capaz de convertirse usted en un animal pequeño, por ejemplo, un ratoncito. – ¿Acaso dudas de mis poderes? ¡Observa con atención! – Y el ogro, orgulloso de mostrarle todo lo que podía hacer, se transformó en un ratón. ¡Sí! ¡Lo había conseguido! El ogro ya era una presa fácil para él. De un salto se abalanzó sobre el animalillo y se lo zampó sin que al pobre le diera tiempo ni a pestañear. Como había planeado, ya no había ogro y el castillo se había quedado sin dueño, así que cuando llamaron a la puerta, el gato salió a recibir a su amo, al rey y a la princesa. – Sea bienvenido a su casa, señor Marqués de Carabás. Es un honor para nosotros tener aquí a su alteza y a su hermosa hija. Pasen al salón de invitados. La cena está servida – exclamó solemnemente el gato al tiempo que hacía una reverencia.


Todos entraron y disfrutaron de una maravillosa velada a la luz de las velas. Al término, el rey, impresionado por lo educado que era el Marqués de Carabás y deslumbrado por todas sus riquezas y posesiones, dio su consentimiento para que se casara con la princesa. Y así es como termina la historia del hijo del molinero, que alcanzó la dicha más completa gracias a un simple pero ingenioso gato que en herencia le dejó su padre.


El lobo y las siete cabritillas Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm

Había una vez una cabra que tenía siete cabritillas. Todas ellas eran preciosas, blancas y de ojos grandes. Se pasaban el día brincando por todas partes y jugando unas con otras en el prado. Cierto día de otoño, la mamá cabra le dijo a sus hijitas que tenía que ausentarse un rato para ir al bosque en busca de comida. – ¡Chicas, acercaos! Escuchadme bien: voy a por alimentos para la cena. Mientras estoy fuera no quiero que salgáis de casa ni abráis la puerta a nadie. Ya sabéis que hay un lobo de voz ronca y patas negras que merodea siempre por aquí ¡Es muy peligroso! – ¡Tranquila, mamita! – contestó la cabra más chiquitina en nombre de todas – Tendremos mucho cuidado. La madre se despidió y al rato, alguien golpeó la puerta. – ¿Quién es? – dijo una de las pequeñas. – Abridme la puerta. Soy vuestra querida madre. – ¡No! – gritó otra – Tú no eres nuestra mamá. Ella tiene la voz suave y dulce y tu voz es ronca y fea. Eres el lobo… ¡Vete de aquí!


Efectivamente, era el malvado lobo que había aprovechado la ausencia de la mamá para tratar de engañar a las cabritas y comérselas. Enfadadísimo, se dio media vuelta y decidió que tenía que hacer algo para que confiaran en él. Se le ocurrió la idea de ir a una granja cercana y robar una docena de huevos para aclararse la voz. Cuando se los había tragado todos, comprobó que hablaba de manera mucho más fina, como una auténtica señorita. Regresó a casa de las cabritas y volvió a llamar. – ¿Quién llama?- escuchó el lobo al otro lado de la puerta. – ¡Soy yo, hijas, vuestra madre! Abridme que tengo muchas ganas de abrazaros. Sí… Esa voz melodiosa podría ser de su mamá, pero la más desconfiada de las hermanas quiso cerciorarse. – No estamos seguras de que sea cierto. Mete la patita por la rendija de debajo de la puerta. El lobo, que era bastante ingenuo, metió la pata por el hueco entre la puerta y el suelo, y al momento oyó los gritos entrecortados de las cabritillas. – ¡Eres el lobo! Nuestra mamá tiene las patitas blancas y la tuya es oscura y mucho más gorda ¡Mentiroso, vete de aquí! ¡Otra vez le habían pillado! La rabia le enfurecía, pero no estaba dispuesto a fracasar. Se fue a un molino que había al otro lado


del riachuelo y metió las patas en harina hasta que quedaron totalmente rebozadas y del color de la nieve. Regresó y llamó por tercera vez. – ¿Quién es? – Soy mamá. Dejadme pasar, chiquitinas mías – dijo el lobo con voz cantarina, pues aún conservaba el tono fino gracias al efecto de las yemas de los huevos. – ¡Enséñanos la patita por debajo de la puerta! – contestaron las asustadas cabritillas. El lobo, sonriendo maliciosamente, metió la patita por la rendija y… – ¡Oh, sí! Voz suave y patita blanca como la leche ¡Esta tiene que ser nuestra mamá! – dijo una cabrita a las demás. Todas comenzaron a saltar de alegría porque por fin su mamá había regresado. Confiadas, giraron la llave y el lobo entró dando un fuerte empujón a la puerta. Las pobres cabritas intentaron esconderse, pero el lobo se las fue comiendo a todas menos a la más joven, que se camufló en la caja del gran reloj del comedor. Cuando llegó mamá cabra el lobo ya se había largado. Encontró la puerta abierta y los muebles de la casa tirados por el suelo ¡El muy perverso se había comido a sus cabritas! Con el corazón roto comenzó a llorar y de la caja del reloj salió muy asustada la


cabrita pequeña, que corrió a refugiarse en su pecho. Le contó lo que había sucedido y cómo el malvado lobo las había engañado. Entre lágrimas de amargura, su madre se levantó, cogió un mazo enorme que guardaba en la cocina, y se dispuso a recuperar a sus hijas. – ¡Vamos, chiquitina! ¡Esto no se va a quedar así! Salgamos en busca de tus hermanas, que ese bribón no puede andar muy lejos – exclamó con rotundidad. Madre e hija salieron a buscar al lobo. Le encontraron profundamente dormido en un campo de maíz. Su panza parecía un enorme globo a punto de explotar. La madre, con toda la fuerza que pudo, le dio con el mazo en la cola y el animal pegó un bote tan grande que empezó a vomitar a las seis cabritas, que por suerte, estaban sanas y salvas. Aullando, salió despavorido y desapareció en la oscuridad del bosque. -¡No vuelvas a acercarte a nuestra casa! ¿Me has oído? ¡No vuelvas por aquí! – le gritó la mamá cabra. Las cabritas se abrazaron unas a otras con emoción. El lobo jamás volvió a amenazarlas y ellas comprendieron que siempre tenían que obedecer a su mamá y jamás fiarse de desconocidos.


El príncipe rana Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm

Érase una vez un rey que tenía cuatro hijas. La más pequeña era la más bella y traviesa. Cada tarde salía al jardín del palacio y correteaba sin parar de aquí para allá, cazaba mariposas y trepaba por los árboles ¡Casi nunca estaba quieta! Un día había jugado tanto que se sintió muy cansada. Se sentó a la sombra junto al pozo de agua que había al final del sendero y se puso a juguetear con una pelota de oro que siempre llevaba a todas partes. Estaba tan distraída pensando en sus cosas que la pelota resbaló de sus manos y se cayó al agua. El pozo era tan profundo que por mucho que lo intentó, no pudo recuperarla. Se sintió muy desdichada y comenzó a llorar. Dentro del pozo había una ranita que, oyendo los gemidos de la niña, asomó la cabeza por encima del agua y le dijo: – ¿Qué te pasa, preciosa? Pareces una princesa y las princesas tan lindas como tú no deberían estar tristes. – Estaba jugando con mi pelotita de oro pero se me ha caído al pozo – sollozó sin consuelo la niña. – ¡No te preocupes! Yo tengo la solución a tus penas – dijo la rana sonriendo – Si aceptas ser mi amiga, yo bucearé hasta el fondo y recuperaré tu pelota ¿Qué te parece?


– ¡Genial, ranita! – dijo la niña – Me parece un trato justo y me harías muy feliz. La rana, ni corta ni perezosa, cogió impulso y buceó hasta lo más profundo del pozo. Al rato, apareció en la superficie con la reluciente pelota. – ¡Aquí la tienes, amiga! – jadeó la rana agotada. La princesa tomó la valiosa pelota de oro entre sus manos y sin darle ni siquiera las gracias, salió corriendo hacia su palacio. La rana, perpleja, le gritó: – ¡Eh! … ¡No corras tan rápido! ¡Espera! Pero la princesa ya se había perdido en la lejanía dejando a la rana triste y confundida. Al día siguiente, la princesa se despertó por la mañana cuando un rayito de sol se coló por su ventana. Se puso unas coquetas zapatillas adornadas con plumas y se recogió el pelo para bajar junto a su familia a desayunar. Cuando estaban todos reunidos, alguien llamó a la puerta. – ¿Quién será? – preguntó el rey mientras devoraba una rica tostada de pan con miel. – ¡Yo abriré! – dijo la más pequeña de sus hijas. La niña se dirigió a la enorme puerta del palacio y no vio a nadie, pero oyó una voz que decía:


– ¡Soy yo, tu amiga la rana! ¿Acaso ya no te acuerdas de mí? Bajando la mirada al suelo, la niña vio al pequeño animal que la miraba con ojos saltones y el cuerpo salpicado de barro. – ¿Qué haces tú aquí, bicho asqueroso? ¡Yo no soy tu amiga! – le gritó la princesa cerrándole la puerta en las narices y regresando a la mesa. Su padre el rey, que no entendía nada, le preguntó a la niña qué sucedía y ella le contó cómo había conocido a la rana el día anterior. – ¡Hija mía, eres una desagradecida! Ese animalito te ayudó cuando lo necesitabas y ahora te estás comportando fatal con él. Si le has dicho que serías su amiga, tendrás que cumplir tu palabra. Ve ahora mismo a la puerta e invítale a pasar. – Pero papi… ¡Es una rana sucia y apestosa! – se quejó – ¡Te he dicho que le invites a pasar y le muestres agradecimiento por haberte ayudado! – bramó el monarca. La princesa obedeció a su padre y propuso a la rana que se sentase con ellos. El animal saludó a todos muy amablemente y quiso subirse a la mesa para alcanzar los alimentos, pero estaba tan alta que no fue capaz de hacerlo. – Princesa, por favor, ayúdame a subir, que yo solita no puedo.


La princesa, tapándose la nariz porque la rana le parecía repugnante, la cogió con dos dedos por una pata y la colocó sobre la mesa. Una vez arriba, la rana le dijo: – Ahora, acércame tu plato de porcelana para probar esa tarta ¡Seguro que está deliciosa! La niña, de muy mala gana, compartió su comida con ella. Cuando hubo terminado, el batracio comenzó a bostezar y le dijo a la pequeña: – Amiga, te suplico que me lleves a tu camita porque estoy muy cansada y tengo ganas de dormir. La princesa se sintió horrorizada por tener que dejar su cama a una rana sucia y pegajosa, pero no se atrevió a rechistar y la llevó a su habitación. Cuando ya estaba tapada y calentita entre los edredones, miró a la niña y le pidió un beso. – ¿Me darás un besito de buenas noches, no? – ¡Pero qué dices! ¡Sólo de pensarlo me dan ganas de vomitar! – le espetó la chiquilla, harta de la situación. La ranita, desconsolada por estas palabras tan crueles, comenzó a llorar. Las lágrimas resbalaban por su verde papada y empapaban las sábanas. La princesa, por primera vez en toda la noche, sintió mucha lástima y exclamó: – ¡Oh, no llores por favor! Siento haber herido tus sentimientos. Me he comportado como una niña caprichosa y te pido perdón.


Sin dudarlo, se acercó a la rana y le dio un besito cariñoso. Fue un gesto tan tierno y sincero que de repente la rana se convirtió en un joven y bello príncipe, de rubios cabellos y ojos más azules que el cielo. La niña se quedó paralizada y sin poder articular palabra. El príncipe, sonriendo, le dijo: – Una bruja malvada me hechizó y sólo un beso podía romper el maleficio. A ti te lo debo. A partir de ahora, seremos verdaderos amigos para siempre. Y así fue… El príncipe y la princesa se convirtieron en inseparables y cuando fueron mayores, se casaron y su felicidad fue eterna.


La princesa y el guisante Adaptación del cuento de Hans Christian Andersen

Érase una vez un apuesto príncipe que tenía el sueño de casarse con una princesa. En su reino había muchas mujeres hermosas e inteligentes, pero él quería que su futura mujer tuviera sangre azul, es decir, que fuera una princesa de verdad, hija de reyes y heredera de su propio reino. Hasta el momento no había tenido suerte, pero no perdía la esperanza de encontrarla algún día. El príncipe cumplía con todas sus obligaciones diarias y era un buen hijo. Una de las cosas que más le gustaba hacer después de cenar era quedarse un rato conversando con sus padres, los reyes, junto a la chimenea del gran salón del castillo. Al calorcito del fuego, los tres charlaban animadamente hasta altas horas de la madrugada. Una noche de tormenta, mientras estaban en plena charla, alguien llamó a la puerta. A todos les extrañó, pues la noche no era la más adecuada para estar a la intemperie. – ¿Quién será a estas horas? – dijo el príncipe, levantando las cejas y mirando a su madre con extrañeza – No esperamos visitas en una noche de truenos y relámpagos. El rey se dirigió ágilmente hacia la entrada. A pesar de ser casi un anciano, su estado físico y su salud eran realmente envidiables.


Cuando abrió la puerta, su mandíbula se desencajó por la sorpresa. Ante sus ojos estaba una joven bajo la lluvia. Su elegante vestido estaba totalmente empapado y de su pelo caían chorros de agua. La pobre tiritaba de frio y casi no podía hablar. – Buenas noches, alteza. Me ha sorprendido una fuerte tormenta y me preguntaba si me darían cobijo en su castillo esta noche – dijo la bella joven. – ¿Quién es usted, señorita? – preguntó el rey. – Soy una princesa de uno de los reinos vecinos, señor – afirmó la muchacha. – Pase, no se quede ahí. En nuestro hogar encontrará calor y alimento. Enseguida la reina se acercó y le dio toallas para secarse y ropa limpia que ponerse. El príncipe se percató de lo hermosa que era en cuanto la vio, pero… ¿se trataría de una verdadera princesa? La reina, viendo cómo el príncipe la miraba embelesado, le dijo: – Hijo mío, veo que esta chica es de tu agrado. Ciertamente es muy hermosa y parece culta y educada. Comprobaremos si es una princesa de verdad. – ¿Cómo lo haremos, madre? No se me ocurre de qué manera podemos asegurarnos – dijo el príncipe con perplejidad.


– Muy fácil, querido hijo. Esta noche, debajo de su cama, pondremos un pequeño guisante. Si nota su presencia es que dice la verdad, ya que sólo las verdaderas princesas tienen una sensibilidad tan grande. Tal como habían previsto, la joven se quedó a dormir en el castillo. A la mañana siguiente, se reunió de nuevo con la familia real en el salón principal. – Buenos días, altezas – dijo la bella joven saludando con una pequeña reverencia. – Buenos días – contestaron todos a la vez. La reina invitó a la chica a sentarse con ellos a desayunar. – ¿Qué tal has dormido? ¿Te ha resultado cómoda la cama y todo ha sido de tu gusto? – le preguntó. – Pues si le digo la verdad, señora, he dormido fatal – se quejó – Me he pasado la noche dando vueltas en la cama. Sentía algo duro que no me dejaba dormir y no pude descansar en toda la noche. Fíjese, señora, que hasta tengo moratones en la espalda y los brazos ¡No entiendo qué ha podido suceder! La reina, sonriendo satisfecha, le contó la verdad. – Sucede que debajo de tu colchón puse un guisante para comprobar si eras realmente sensible. Sólo una auténtica princesa con delicada piel es capaz de notar la dureza de un pequeño guisante debajo de un colchón. Ciertamente tú lo eres y


estaríamos encantados de que fueras la esposa de nuestro amado hijo. La princesa se sonrojó. También se había quedado prendada del apuesto heredero, así que no dudó ni un momento y dijo que sí. El príncipe, que había recorrido medio mundo buscando a su princesa, al final la encontró en su propia casa.


El agua de la vida Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm

Había una vez un rey que estaba gravemente enfermo. Sus tres hijos, desesperados, ya no sabían qué hacer para curarle. Un día, mientras paseaban apenados por el jardín de palacio, un anciano de ojos vidriosos y barba blanca se les acercó. – Sé que os preocupa la salud de vuestro padre. Creedme cuando os digo que lo único que puede sanarle es el agua de la vida. Id a buscarla y que beba de ella si queréis que se recupere. – ¿Y dónde podemos conseguirla? – preguntaron a la vez. – Siento deciros que es muy difícil de encontrar, tanto que hasta ahora nadie ha logrado llegar hasta su paradero. – ¡Ahora mismo iré a buscarla! – dijo el hermano mayor pensando que si sanaba a su padre, sería él quien heredaría la corona. Entró en el establo, ensilló su caballo y a galope se adentró en el bosque. En medio del camino, tropezó con un duendecillo que le hizo frenar en seco. – ¿A dónde vas? – dijo el extraño ser con voz aflautada. – ¿A ti que te importa? ¡Apártate de mi camino, enano estúpido! El duende se sintió ofendido y le lanzó una maldición que hizo que el camino se desviara hacia las montañas. El hijo del rey se


desorientó y se quedó atrapado en un desfiladero del que era imposible salir. Viendo que su hermano no regresaba, el mediano de los hijos decidió ir a por el agua de la vida, deseando convertirse también en el futuro rey. Siguió la misma ruta a través del bosque y también se vio sorprendido por el curioso duende. – ¿A dónde vas? – le preguntó con su característica voz aguda. – ¡A ti te lo voy a decir, enano preguntón! ¡Lárgate y déjame en paz! El duende se apartó y, enfadado, le lanzó la misma maldición que a su hermano: le desvió hacia el profundo desfiladero entre las montañas, de donde no pudo escapar. El hijo menor del rey estaba preocupado por sus hermanos. Los días pasaban, ninguno de los dos había regresado y la salud de su padre empeoraba por minutos. Sintió que tenía que hacer algo y partió con su caballo a probar fortuna. El duende del bosque se cruzó, cómo no, en su camino. – ¿A dónde vas? – le preguntó con cara de curiosidad. – Voy en busca del agua de la vida para curar a mi padre, el rey, aunque lo cierto es que no sé a dónde debo dirigirme. ¡El duende se sintió feliz! Al fin le habían tratado con educación y amabilidad. Miró a los ojos al joven y percibió que era un hombre de buen corazón.


– ¡Yo te ayudaré! Conozco el lugar donde puedes encontrar el agua de la vida. Tienes que ir al jardín del castillo encantado porque allí está el manantial que buscas. – ¡Oh, gracias! Pero… ¿Cómo puedo entrar en el castillo, si como dices, está encantado? El duende metió la mano en el bolsillo y sacó dos panes y una varita mágica. – Ten, esto es para ti. Cuando llegues a la puerta del castillo, da tres golpes de varita sobre la cerradura y se abrirá. Si aparecen dos leones, dales el pan y podrás pasar. Pero has de darte prisa en coger el agua del manantial, pues a las doce de la noche las puertas se cerrarán para siempre y, si todavía estás dentro, no podrás salir jamás. El hijo del rey dio las gracias al duende por su ayuda y se fundieron en un fuerte abrazo de despedida. Partió muy animado y convencido de que, tarde o temprano, encontraría el agua de la vida. Cabalgó sin descanso durante días y por fin, divisó el castillo encantado. Cuando estuvo frente a la puerta, hizo lo que el duende le había indicado. Dio tres golpes en la entrada con la varita y la enorme verja se abrió. En ese momento, dos leones de colmillos afilados y enormes garras, corrieron hacia él dispuestos a atacarle. Con un rápido movimiento, cogió los bollos de su bolsillo y se los


lanzó a la boca. Los leones los atraparon y, mansos como ovejas, se sentaron plácidamente a saborear el pan. Entró en el castillo y al llegar a las puertas del gran salón, las derribó. Allí, sentada, con la mirada perdida, estaba una hermosa princesa de ojos tristes. La pobre muchacha llevaba mucho tiempo encerrada por un malvado encantamiento. – ¡Oh, gracias por liberarme! ¡Eres mi salvador! – dijo besándole en los labios – Imagino que vienes a buscar el agua de la vida… ¡Corre, no te queda mucho tiempo! Ve hacia el manantial que hay en el jardín, junto al rosal trepador. Yo te esperaré aquí. Si vuelves a buscarme antes de un año, seré tu esposa. El muchacho la besó apasionadamente y salió de allí ¡Se había enamorado a primera vista! Recorrió a toda prisa el jardín y… ¡Sí, allí estaba la deseada fuente! Llenó un frasco con el agua de la vida y salió a la carrera hacia la puerta, donde le esperaba su caballo. Faltaban segundos para las doce de la noche y justo cuando cruzó el umbral, el portalón se cerró a sus espaldas. Ya de vuelta por el bosque, el duende apareció de nuevo ante él. El joven volvió a mostrarle su profundo agradecimiento. – ¡Hola, amigo! ¡Gracias a tus consejos he encontrado el manantial del agua de la vida! Voy a llevársela a mi padre. – ¡Estupendo! ¡Me alegro mucho por ti!


Pero de repente, el joven bajó la cabeza y su cara se nubló de tristeza. – Mi única pena ahora es saber dónde están mis hermanos… – ¡A tus hermanos les he dado un buen merecido! Se comportaron como unos maleducados y egoístas. Espero que hayan aprendido la lección. Les condené a quedarse atrapados en las montañas, pero al final me dieron pena y les dejé libres. Les encontrarás a pocos kilómetros de aquí, pero ándate con ojo ¡No me fio de ellos! – Eres muy generoso… ¡Gracias, amigo! ¡Hasta siempre! Reanudó el trayecto y tal y como le había dicho el duende, encontró a sus hermanos vagando por el bosque. Los tres juntos, regresaron al castillo. Allí se encontraron una escena muy triste: su padre, rodeado de sirvientes, agonizaba en silencio sobre su cama. ¡No había tiempo que perder! El hermano pequeño se apresuró a darle el agua de la vida. En cuanto la bebió, el rey recuperó la alegría y la salud. Abrazó a sus hijos y se puso a comer para recuperar fuerzas ¡Ver para creer! ¡Hasta parecía que había rejuvenecido unos cuantos años! Esa noche, la familia al completo se reunió en torno a la chimenea. El pequeño de los hermanos aprovechó el momento para relatar todo lo que le había sucedido. Les contó la historia


del duende, del castillo embrujado y de cómo había liberado de su encantamiento a la princesa. Al final, les comunicó que debía volver a por ella, pues le esperaba impaciente para convertirse en su esposa. Sus dos hermanos mayores se morían de envidia. Gracias a él, su padre estaba curado y encima se había ganado el amor de una hermosa heredera. Cada uno por su lado, decidieron adelantarse a su hermano. Querían llegar al castillo cuanto antes y conseguir que la princesa se casara con ellos. Mientras tanto, ella aguardaba nerviosa al hijo pequeño del rey. Mandó a sus criados poner una alfombra de oro desde el bosque hasta la entrada de palacio y avisó a los guardianes que sólo dejaran pasar al caballero que viniera cabalgando por el centro de la alfombra. El primero que llegó fue el hermano mayor, que al ver la alfombra de oro, se apartó y dio un rodeo para no estropearla. Los soldados le prohibieron entrar. Una hora después llegó el hermano mediano. Al ver la alfombra de oro, temió mancharla de barro y prefirió acceder al palacio por un camino alternativo. Los soldados tampoco le dejaron pasar. Por último, apareció el pequeño. Desde lejos, vio a la princesa en la ventana y fue tan grande su emoción, que cruzó veloz la alfombra de oro. Ni siquiera miró al suelo, pues lo único que


deseaba era rescatarla y llevársela con él. Los soldados abrieron la puerta a su paso y la princesa le recibió con un largo beso de amor. Y así termina la historia del joven valiente de buen corazón que, con la ayuda de un duendecillo del bosque, sanó a su padre, encontró a la mujer de sus sueños y se convirtió en el nuevo rey.


LEYENDAS


La Yegüita La leyenda de la Yegüita tiene sus orígenes en la celebración de las Fiestas de la Virgen de Guadalupe en Nicoya, Guanacaste, festividades que se han celebrado después del año 1531. En el puro principio la festividad se concentraba en la parte religiosa y en la preparación de comidas para las gentes que venían del campo. Un suceso inesperado acaecido en la punta del Cerro las Cruces, en el camino hacia Curime, Nicoya, vino a agregar un aspecto muy interesante a la celebración. Resulta -según cuentan los más viejos- que en una ocasión, cuando los indios promesanos regresaban del pueblo de Nicoya después de misa y procesión de la Virgen un doce de diciembre, dos hermanos guapes pasados de tragos tuvieron un disgusto y se estaban peleando a machetazo limpio. Las gentes al ver aquello imploraron la ayuda de su Patroncita La Virgen de Guadalupe, y fue así como en medio de los peleadores apareció un caballito alazán que a patadas y mordiscos los separó, desapareciendo cuando terminó la pelea. Este hecho fue considerado por los indios como un verdadero milagro y por esta razón, de esa fecha en adelante, en las procesiones va un caballito de madera que ejecuta un baile muy particular al son de pitos y tambores. Para conmemorar este milagro, quedó entre los indios la costumbre de dirimir sus querellas el doce de diciembre en el pueblo de Nicoya. Sin camisa y con chilillos de cuero de danta, al son de pitos y tambores, se daban hasta sangrarse en presencia del caballito de madera que, cuando considera prudente, interviene bailando para separarlos. En Nicoya existe la leyenda de que en el tiempo de la conquista, un indio encontró una veta en el camino a Curime. De ésta sacaba oro el cual cambiaba, entre los españoles, por alimentos y ropa; en la Villa de Nicoya fue perseguido en secreto y uno de los pobladores logró conocer el sitio de la mina. El acostumbra a ir también para recoger pepitas, pero un día el indio y su mujer lo sorprendieron. Los dos hombres comenzaron a pelear a muerte y la india, temblando de miedo, se arrodilló y suplicaba ayuda a la Virgen de Guadalupe. Al momento, una yegua negra apareció y se metió entre los combatientes. Frente a tal milagro se detuvo la lucha para salvación de ambos. Fuente: Elías Zeledón. “Leyendas Costarricenses”. Compilador. Stone, Doris. “Leyenda de la Yegüita”. Apuntes sobre la fiesta de la Virgen de Guadalupe, celebrada en la ciudad de Nicoya. San Ramón: Museo Nacional, 1954.


La Tulevieja Nuestros mayores se valían de cualquier cosa para inducir miedo a los más pequeños y así mantener el orden del hogar. Esta era una viejita que vivía cerca del río Virilla en una casucha destartalada por el tiempo, usaba para taparse del sol un gran sombrero de “tule”, hoja amplia de la planta del mismo nombre. ¡Se lo va a llevar la vieja de la tule!, decían a aquellas criaturas que amedrentadas huían al verla recogiendo leña cerca del río. Al pasar de los años, ésta se convirtió en una leyenda describiéndola de la siguiente manera: “Gran sombrero de tule, pechos al desnudo, patas de gavilán, alas de murciélago, rostro de bruja y carga de leña.” Se dice que alza vuelo y cae sobre la persona despedazándola cuando esta se encuentra en pecado mortal. La primitiva población de Dos Cercas, más tarde aldea de Desamparados, la asentaron los padres franciscanos que intervinieron en la colonización de Costa Rica, en un vallecito agreste, rodeado de montañas y regado por tres ríos: Tiribí, Damas y Cucubres. Escogieron un punto intermedio, más o menos, entre las antañonas poblaciones de Aserrí y Curridabat. Un lugar de descanso y refugio, en las horas de fuerte sol o de persistentes lluvias. Como el medio era tan bello, de una vegetación rica, las gentes desarrollaron su imaginación fantasiosamente creando una serie de leyendas. La leyenda es la poesía de! campesino. García Monge recogió una, titulada “El caballito de oro”. Francisco María Núnez, la de “El ataúd volador de Ñor Prudencio”, y algunas otras más. Quedaba por consignar en el papel, antes de que se pierda en el olvido, la de La Tulevieja. Recordemos que, como las gentes se bañaban en los ríos, y de ellos tomaban el agua de consumo, entonces cristalina, pura, hubo remansos escondidos entre la fronda, diríamos, poéticos; que recibieron nombres y dieron origen a hermosas leyendas: La poza de La Unión, donde se unen los ríos Tiribí y Damas: La de Cancancho; la de La Selva, y muchas más. Concretando, nos referimos a la Tulevieja. No olvidemos que las mujeres campesinas solían usar un sombrero de paja, puntiagudo, que se calaban hasta los ojos. Lo llamaban “tule”. Generalmente estaba renegrido por las manchas de platano o de café. Les servía para librarse del sol o la lluvia, y también de los insectos, especialmente de las avispas que suelen enredarse en el pelo y constituyen una mortificación. La Tulevieja era una señora entrada en años y mañas. Se dice que hasta dormía con el sombrero puesto, Deformado, sucio, con un aspecto de chupón.


La chiquillería burlona le puso el apodo de Tulevieja, y se complacía en molestarla. Ella entraba en enojo y, si tenía una rama a mano, corría tras ellos, tratando de alcanzarlos para darles su merecido. Nunca lo lograba. Sus bravatas estimulaban a los traviesos muchachos. La Tulevieja iba a los cafetales a buscar “charramasca”, o sea, leña menuda. De paso, cargaba un racimo de plátanos sobre su cabeza. El tule, cada día más renegrido. Un día el viento le voló el sombrero que cayó sobre las turbulentas aguas del entonces crecido río Tiribi, arrastrándolo en su corriente. Ella voló en su persecución. La cabeza de agua de la gran creciente la ahogó. Relato realizado por: Epifanía Gutiérrez


Leyenda de Iztarú (I) Hace muchos años, antes de que los españoles llegaran a Costa Rica y Juan Vásquez de Coronado fundara Cartago, los grandes palenques se levantaban en las partes Norte y Sur de la región del Valle del Guarco. La parte Norte, era gobernada por un cacique llamado Coo, de gran poder y de aplicación a la agricultura. La parte Sur la gobernaba Guarco, cacique déspota invasor. Guarco y Coo sostenían una lucha por el dominio de todo el territorio (Valle Central del Guarco). La lucha fue grande; poco a poco, Guarco iba derrotando la resistencia de Coo, hasta que este murió y dejó en mando a Aquitaba, el cual era enérgico y fuerte guerrero. Cuando vio que iba a ser derrotado por Guarco, tomó a su hija “Iztarú”, la llevó al monte más alto de la parte norte de la región y la sacrificó a los dioses, implorando la ayuda para la guerra. Estando en una dura batalla con Guarco, Aquitaba imploró la ayuda de “Iztarú” sacrificada; del monte más alto salió fuego, ceniza, piedra y cayeron sobre los guerreros de Guarco que huyeron. Del costado del monte salió un riachuelo que se convirtió en agua caliente destruyendo los palenques de Guarco. Una maldición cundió y se decía que los habitantes de Guarco trabajarían la tierra, haciendo con ella su propio techo (teja); el pueblo se llamó luego Tejar de Cartago, la región Norte Cot, y el monte alto volcán Irazú. FUENTE: Gómez, J.A. (1978).

Leyenda de Iztarú (II) Iztarú, hija del cacique de Coo, fue llevada a la cima del volcán y ofrendada en sacrificio ante su dios, para detener la furia del Cacique de Guarco, Gran Señor de Purrupura. La leyenda dice: Iztarú, hija de Coo, hizo estallar la tierra, y con ella a toda la gran montaña… y todos los pueblos de todos los confines de Nolpopocayán (América Central) sintieron la furia de Iztarú. Entonces Guarco, el Gran Guarco lloró, al ver sus tierras cubiertas de ceniza mientras su población nadaba en el lodazal. Guarco prometió y cumplió la paz. En tierras de Coo se sintió un simple temblor de tierra. La vida siempre floreció en Aquitava, Churruca, Chicagres y Chumazara en Tatiscú.


El misterio del árbol de Jícaro Segundo lugar Certamen de tradiciones costarricenses 2006 Cuentos, Leyendas, Anécdotas e Historias de Vida del MCJ Autor: Joaquín González Ramírez Cantón: Mora Cuando yo era niño, recuerdo que siempre como a las cinco de la mañana veía a mi abuela levantarse, coger tas llaves que acostumbraba meterse en la bolsa de sus delantales y dirigirse a un viejo aparador de cedro que haba en la cocina, abrir una de sus ventanas de vidrio y sacar una jícara para tomar agua, hecho esto, volvía a guardar la jícara celosamente bajo llave. Un día le pregunté por qué ella siempre tomaba agua en esa jícara y me contestó que no me podía decir porque se rompía el hechizo. En mis años de infancia, ese ritual de mi abuela en mi mente infantil resultaba todo un enigma que yo me moría por conocer, máximo una vez qué mi mamá comentó que el agua que mi abuela tomaba de esa jícara era lo que hacía que ella se mantuviera saludable y joven, y a decir verdad, a pesar de que tenía más de ochenta años tenía una mente muy lúcida, llena de vitalidad y energía, acostumbraba a jactarse de que a su edad nunca se enfermaba ni de una gripe y la familia siempre le admiraba de que pese a su años tenía muy pocas canas. Un día en que se vino un temblor muy fuerte, como el viejo armario de cedro estaba renco, cayó al suelo, cuando lo enderezaron, se recogió un montón de vidrios rotos y vajillas quebradas, en cuenta la vieja jícara de mi abuela que quedó inservible. Durante varios días mi abuela pasó muy triste, adiviné que lo que más le dolía era la pérdida de la Jícara, por lo que aproveché el hecho para preguntarle que si ahora que se había quebrado, me podía decir en qué consistía su hechizo, a lo cual ella accedió de buena gana como una forma de desahogarse de su irreparable pérdida y procedió a narrarme la siguiente historia: Hace muchos años, cuando los españoles empezaron a llegar a Costa Rica, se asentó en lo que hoy es Santa Ana, un militar español que se adueñó de una extensión grande de tierras, ordenó a un batallón de soldados españoles que estaba a sus órdenes poner a los indios a hacer la casa en lo que sería su hacienda, desde la cual gobernaría los nuevos territorios conquistados para el reino de España. Se llamaba Jorge Figueroa, tenía esposa Elena Quintana y una única hija, muy bella y hermosa llamada Verónica, cuando el matrimonio llegó a Costa Rica, Verónica tenía quince años.


En España Verónica se había hecho novia de un soldado raso de muy mala reputación, conocido por ser mujeriego, irresponsable, aficionado al liccr y pendenciero, a pesar de los ruegos de sus padres Verónica se las ingeniaba para versea escondidas con su novio, cuando don Jorge se enteró de esta situación., se enojó mucho y decidió solicitar a su superior jerárquico en el ejército español ser trasladado a América a desempeñar cualquier cargo que tuviera a bien, fue así como a los pocos días, le llegó un oficio donde se le comunicaba su traslado a Costa Rica, don Jorge no lo pensó dos veces y con su esposa e hija se vino a vivir a nuestro país, feliz de apartar a Verónica de lo que consideraba una relación condenada al fracaso. Verónica era una muchacha alta, delgada, de pelo rubio, ondulado, ojos celestes, labios rojos y carnosos, se ajustaba perfectamente a los cánones clásicos de la belleza femenina, su salida abruota de España la llenó de nostalgia y tristeza, lo cual le dio a su expresión un aire muy singular que resaltaba aún más sus encantos. Años después, frisaba Verónica los veintidós años cuando un día llegó a su casa, Manolo, el hijo de un rico comerciante español, con varios caballos y muías cargados de encomiendas algunas de las cuales su padre había mandado a traer de España siete meses antes. Ese día a solicitud de don Jorge el joven se quedó durmiendo en la casa, al día siguiente saldría con rumbo a Cartago, su destino final no sin antes pasar por Aserrí donde debía dejar otras encomiendas. Cuando Verónica conoció al joven inmediatamente se sintió atraída por él, lo cual fue un sentimiento recíproco, el joven siguió frecuentando la casa y a los pocos meses se comprometieron en matrimonio. La felicidad de Verónica y la de sus padres era completa, el rostro de la joven recobró su sonrisa, doña Elena pronto mandó a traer de Madrid el vestido de boda de su hija y las familias de ambos jóvenes iniciaron los preparativos para el matrimonio. Una hermosa mañana de noviembre Verónica se levantó llena de alegría porque ese día iría a la casa cural a hablar con el Radre acerca de los trámites para la boda. Después de hablar con el cura, Verónica pasó al consultorio del Doctor a retirar los resultados de unos exámenes que se había practicado por un nódulo que le había aparecido en un pecho, cuando llegó al consultorio, su asistente le comunicó que el Doctor no estaba pero que en cualquier momento llegaba que se sentara y lo esperara, Verónica lo esperó unos quince minutos pero como no venía, decidió irse y volver otro día, cuando salía del consultorio llegó el Doctor y éste la pasó inmediatamente a su oficina. ¡Qué dicha que vino!, le dijo gentilmente, me urgía hablar con usted, necesita operarse lo más pronto


posible, debe coger un barco para España e internarse en la clínica de Madrid donde el Doctor Horacio Narváez, conocido mío le hará la intervención. Verónica se quedó muy seria y pensativa ante esta inesperada noticia. ¿Será posible posponer la operación?, le preguntó al Doctor, es que yo me caso ahora en Diciembre. Eso lo decide usted, yo sólo le digo que la operación urge porque es un asunto de vida o muerte, usted tiene cáncer avanzado de seno. Verónica salió del consultorio del Doctor, aturdida por la noticia, no sabía qué hacer, sentía que la cabeza le daba vueltas, en unos escasos instantes su vida había cambiado radicalmente. Se fue para la iglesia, estuvo rezando largo rato pidiéndole fortaleza a Dios para afrontar la situación, después se fue para su casa, se encerró en su habitación y lloró amargamente, no quiso comunicarle a sus padres ni a su novio tan infausta noticia. En la noche Verónica no pudo dormir, estuvo pensando en su desesperada situación, en eso recordó que un día había oído a una amiga decir que en Escazú había una bruja muy buena, que hacía curas milagrosas, decidió ir el día siguiente a la casa de su amiga a solicitarle la dirección de la bruja. Así lo hizo y dos días después estaba en la casa de la hechicera en Escazú, le contó a ésta su problema. La bruja muy solemne le dijo: Una curación como la que usted requiere yo no la puedo hacer, pero sisé, quien la puede curar. ¿Quién?, preguntó Verónica. El Diablo, le contestó la bruja con la mayor seriedad. Y ¿Qué hay que hacer para eso?, preguntó Verónica. Convocarlo, yo se lo puedo convocar, le dijo la mujer. ¿Cuánto me costaría?, volvió a preguntar la joven. Por convocarlo, lo que usted me quiera dar, por la curación, eso se tiene que entender usted con él, le respondió la vieja. ¿Usted lo puede llamar ahora?, preguntó Verónica impaciente. Ahora no, pero si usted viene el próximo viernes trece de noviembre, en la noche, veré si la puedo ayudar. Aunque ese día era jueves cinco de noviembre, faltaban pocos días para el trece, a Verónica la espera se le hizo una eternidad, finalmente el viernes trece de noviembre, como alrededor de las ocho de la noche, Verónica llegó puntual a ¡a casa de la hechicera, quien ya la estaba esperando, procedió a echar unos polvos en un brasero de la cocina, del que salió un montón de humo, pronunció una serie de conjuros mágicos y a los pocos segundos apareció en medio de ellas un hombre blanco, alto, delgado, muy elegante, de sombrero y vestido entero negros. Con una sonrisa en la boca, donde se veían unos dientes blancos muy hermosos, le preguntó a Verónica: ¿En qué puedo servirle? Verónica le contó su problema y el Diablo volvió a preguntarle: ¿Qué quiere usted que yo haga? ¡Que me cure! Exclamó Verónica, yo


quiero vivir eternamente, no quiero envejecer, ni enfermarme nunca, ser eternamente bella, joven y saludable. Te puedo dar lo que me pides si me prometes que me regalas el alma de todos los hijos que en un futuro tengas, le dijo el Diablo. Lo prometo, le contestó Verónica sin pensarlo mucho. Así como lo ha solicitado, así te será hecho, le dijo el Diablo y desapareció. Verónica salió de la casa de la bruja pensando en lo que había ocurrido, en un principio se sintió preocupada pero luego decidió no pensar más en el asunto, continuar su vida normal y dejar que las cosas cayeran por su propio peso, ya fuera que el Diablo la hubiera curado o no. A la mañana siguiente cuanco Verónica se levantó, se examinó el seno y notó que la pelota que tenía había desaparecido, debe ser que el Diablo me curó, pensó. Llegó Diciembre y con él la boda de Verónica, se fue a pasar la luna de miel y vivir a España, donde sus suegros le habían comprado una hermosa casa a la ¡oven pareja. Un año después de su matrimonio Verónica quedó embarazada, tuvo una preciosa y saludable niña para alegría de sus padres, sin embargo unos veintidós días después de su nacimiento, enfermó y murió, esto llenó de tristeza a la pareja, unos meses después Verónica volvió a quedar embarazada, dio a luz un precioso varoncito, pero al igual que sucedió con la bebé anterior, el niño a los pocos días de nacido, enfermó y murió, Verónica tuvo un tercer bebé que corrió la misma suerte de sus hermanitos. Manolo el esposo de Verónica cansado de tener bebés que morían a los pocos días de nacido se hizo de otra mujer con la que tuvo un saludable y bello bebé que cada día que pasaba se ponía más fuerte y hermoso, por lo que terminó juntándose a vivir con su amante y abandonó a Verónica, ésta devastada por tan trágica suerte, decidió volverse a venir a vivir a Costa Rica a casa de sus padres, donde la gente ignoraba su trágica suerte. Con el paso del tiempo murieron sus padres y Verónica quedó en el mundo sola, triste y abandonada, aunque conservaba su habitual belleza y juventud y siempre le aparecían pretendientes, sabía que si no quería repetir las tristes experiencias que vivió en España, no podía volver a casarse. Un día atravesando la calle que está frente a la iglesia de Santa Ana, oyó cuando un viejito le decía a una viejita: “Qué raro esa mujer tan vieja y no envejece, no se enferma y no se muere”. Con el paso del tiempo fue muriendo toda la gente que constituía el mundo de Verónica, sus amigas, vecinos y familiares, llegó el momento en que Verónica se convenció de que su vida no tenía ningún valor, no tenía


ningún sentido, se hundió en una tristeza y un abatimiento tan profundo, que su único deseo era morirse, lo malo es que no podía morirse. Un día en medio de su gran depresión Verónica pensó que tenía que haber algún remedio a su atribulada situación, pero ¿Cuál podía ser este remedio?, decidió ir a la Iglesia, confesarle sus pecados al Radre, contarle el pacto que había hecho con el Diablo y confiar en que con la ayuda de Dios, se pudiera solucionar su problema. Después de oír su confesión, el Radre cómo penitencia le puso rezar el Santo Rosario una vez por semana, hasta que comulgara, pero le dijo que no podía comulgar hasta que se enfermara o empezara a envejecer, porque sólo estas señales garantizarían que DIos había aceptado la confesión y el arrepentimiento deVerónica y que el pacto con el Diablo había sido deshecho. Verónica procedió como el sacerdote le había indicado, pero pasaron veinte años y Verónica durante todos esos años, no enfermó ni envejeció, desesperada de su situación intentó confesarse de nuevo con otros Sacerdotes, tal vez me encuentre con alguno que sea más indulgente pensó, pero misteriosamente cada vez que se iba a confesar, sucedía algo imprevisto y no se podía confesar, una vez tembló muy fuerte y el F^dre suspendió la confesiones, otro día un Sacerdote dijo que se sentía indispuesto por lo que no iba a oír confesiones y así sucesivamente, a Verónica se le hizo imposible volver a confesarse, pese a sus múltiples intentos. Transcurría una calurosa mañana del mes de abril, la vegetación se veía seca por doquier, ese año el verano había sido inclemente y la tierra en muchas partes mostraba grietas por la aridez. Verónica había decidido ir al río de Los Anonos a refrescarse un poco del bochorno del día, cuando caminaba por la orilla de un precipicio tuvo la idea de suicidarse tirándose al fondo del río, así lo hizo pero cuando su cuerpo llegó al fondo, salió a flote y no le pasó nada, caminó hacia la orilla, con el agua aún chorreándole en su vestido tuvo una idea. Ya sé lo que voy a hacer se dijo, voy a ir a alguna iglesia donde nadie me conozca, oigo misa y cuando el Radre empiece a dar la comunión, voy y comulgo, yo sé que comulgando, rompo el pacto con el Diablo y ya puedo llevar una vida normal, como cualquier persona, pero ¿A cuál iglesia puedo ir?, se preguntó Verónica, ah ya sé, voy a ir a la iglesia de Racaca, ahí nadie me conoce y queda cerca de Santa Ana. Efectivamente el domingo en la mañana montó a caballo y se fue para Fkcaca. Verónica oyó misa e hizo fila para comulgar, cuando el Padre le puso la hostia en la boca Verónica sintió como si le hubieran puesto una brasa hirviendo, salió corriendo de la iglesia a tomarse un vaso de agua, al costado norte de la iglesia


encontró una india a la sombra de un árbol de jícaro, vendiendo agua de pipa en unas jicaras, Verónica desesperada, cogió una jicara de agua y antes de pagar se la echó a la boca, ante los ojos de la india, la joven se convirtió en un témpano de hielo, que rápidamente se fue deshaciendo en el árido suelo, las raíces sedientas del árbol de jícaro al instante absorbieron esa agua, lo único que quedó en el suelo fue la jicara con que Verónica se tomó el agua de pipa , la india recogió la jicara se tomó el resto de agua y a los pocos días notó que se había curado de la artritis que padecía, por lo que adquirió el hábito de seguir tomando agua en esa jicara, y este hábito fue pasando de generación en generación hasta llegar a manos de mi abuela, que por cierto poco tiempo después de que el temblor destruyó la jicara, murió mi vieja. En cuanto al árbol de jícaro, hoy en día cuando los biólogos lo examinan dicen: “Qué raro ese árbol tan viejo y no envejece, no se enferma y no se muere”. Joaquín González Ramírez


Rincón de la Vieja Esta es una encantadora leyenda que explica el origen del nombre del volcán Rincón de la Vieja. La princesa Curabanda se enamoró de Mixcoac, jefe de una tribu enemiga vecina. Cuando su padre, Curabande, se dio cuenta de la relación, capturó a Mixcoac y lo lanzó dentro del cráter del volcán. Curabanda se fue a vivir a un lado del volcán y dio a luz un hijo. Para permitir que el hijo estuviera con su padre, ella también lo lanzó dentro del volcán. Por el resto der su vida, Curubanda vivió cerca del volcán y llegó a ser una poderosa curandera. La gente se refería a su casa como el “Rincón de le Vieja”. Desde entonces el volcán lleva ese nombre.



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