El Ăšltimo Bosque
Despertar
Yuriria Harris
Copyright © 2014 Yuriria Harris Valle No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un servicio informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual. ISBN-13: 978-1497429482 ISBN-10: 149742948X Primera edición (rev.01): marzo 2014
Agradecimientos Quiero agradecer sobre todo a mi compatible Bart Van Audenhove, por animarme a escribir a pesar de mis dificultades para expresarme. A Frédérik Berthiaume por su ayuda para la edición. A mi hijo To por recordarme con su maravillosa existencia que hay otras generaciones que vienen y que merecen que todos hagamos el esfuerzo necesario para tener un planeta más verde. A mi hermana Citlalli y mi padre por el tiempo que pasaron corrigiendo. A Dunkia Oviedo mi primera lectora quien con su honestidad hizo que no tirara a la basura el libro. A todos aquellos que de manera indirecta han nutrido mi camino el cual en gran parte es lo que ha hecho posible esta historia. Y a todos aquellos que son capaces de dar todo por proteger nuestro ecosistema.
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¿ALUCINACIONES?
“Ayer estaba paseando en la orilla de la reserva...” Los ojos de asombro de mis dos oyentes se quedan fijos sobre los míos. Mi lengua se paraliza al ver su pánico tan exagerado, se siente como una masa rígida y pesada, casi no la logro levantar hacia mi paladar. ¡La reserva! ¿Es buena idea contar el resto? Ahora es imposible cambiar de tema. La impaciencia de mis amigos y sus párpados bien abiertos me están indiciando que estoy acorralada. Maldita imprudencia. “¡Sí!” Suspiro, bajo la cabeza y me ombligo a continuar. “Aveces voy a la orilla de la reserva a oler el aire fresco. ¡Siempre manteniéndome detrás de la barrera de protección, por supuesto!” Lo último lo acentuó. Iván, con algunos raspones de garganta me hace entender que no voy por buen camino con esta conversación. ¡Pero no hay salida! Los dos esperan. Son capaces de imaginar algo peor si no continuo. Froto las manos sobre mis pantalones para secar el sudor. “Lo sé, no está bien...” Continuo mostrando mi duda, con la esperanza de que eso me ayudarme a salir del paso. “¿Quieren que siga contando?” Los miro como un cachorro golpeado. Sus cabezas dicen que sí muy agitadas. Tengo que seguir hundiéndome en las arenas movedizas. Maldita boca insensata. Inspiro. “Estaba con mis ojos cerrados, sintiendo el alivio y la paz que se respira ahí. Entonces me hizo voltear un sonido que venia del lado de la vegetación, entre las ramas, detrás de mí... y...” Tomo una ultima inspiración, sin pensar demasiado decido dejar correr las palabras fuera de mi boca. “Alcancé a ver entre las hojas una silueta como si estuviera volando, parecía humana, estaba moviéndose muy rápido, era difícil distinguirla. Sentí tanto miedo que corrí hacia mi bicicleta. Cuando llegué voltee de nuevo en la
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dirección de los ruidos pero ya no logré ver nada. Solo gritaban algunos pericos salvajes.” “¿No tendrías insolación?” Me pregunta Iván dejando notar su verdadero interés pero un poco preocupado. Ángela me mira fijamente, espera la resolución de la intriga. “¿Piensas que estaba alucinando?” Miro preocupada los ojos negros de mi amigo. “Bueno... no quiero decir... pero Ámbar tú... bueno, aveces...” Balbucea Iván sin saber cuál frase construir para no meterse en problemas. “¡Los enfermos de esquizofrenia alucinan!” Nos asalta una voz femenina proveniente del fondo del salón de clases. Mis dos amigos giran como látigo sus cabezas hacia esa dirección. Y perfectamente coordinados suben los hombros hasta la altura de sus orejas. Me crispo. Sin voltear logro reconocer el tono picante de Lucía. ¡Rayos, no la había visto! Bajo la cabeza mostrando que aquel ataque había logrado su objetivo. “Lo dice para molestar,” Iván me susurra dulcemente al oído. “Mi madre me ha contado algo parecido,” la voz alta de Ángela sale a defenderme, como la punta de una espada se dirige a contrarrestar el embuste venenoso de mi acosadora. “Hay un mito sobre espíritus voladores. Una leyenda de la reserva, ya saben esas historias de antes de la pandemia. Y todo mundo sabe que en toda tradición hay algo de verdad.” Mi amiga termina su discurso cerrando ligeramente sus lindos ojos negros. “En la pandemia había todo tipo de enfermedades, que posiblemente también provocaban alucinaciones,” replica la voz punzante de Lucía, trata a toda costa encajar su lanza envenenada.
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“¿Qué tal si salimos un poco y aprovechamos de la pausa?” propone Iván canturreando. Me da una palmada en el hombro y guiña uno de sus ojo con largas pestañas, como si eso pudiera servir de antídoto. Su intención benévola me tranquiliza. En medio de un silencio pesado apagamos nuestras pantallas, las enrollamos apresuradamente y las guardamos en los cajones de seguridad. Nuestros movimientos son coordinados y automáticos. Mostramos nuestra huella digital al seguro y salimos del aula con un andar de urgencia controlada, aparentando un gran bienestar. Pero me siento fatal. En la puerta nos separamos los tres sin decirnos nada, cada quien tiene sus rituales durante la pausa del medio día. Atravieso el patio techado con vidrios anti-UV, donde los chicos de la escuela acostumbran tomar su almuerzo en grupos alrededor de las mesas altas. Llevo la cabeza constipada de preguntas existenciales. ¿Puedo estar loca? ¿O enferma de esquizofrenia? ¿Pude haber sufrido algún tipo de insolación? ¿No fue real lo que vi? Atravieso las grandes puertas de vidrio de la cafetería y llego al distribuidor automático donde ya no hay fila de espera. Pido un plato de pudín de proteínas vegetales y un jugo multivitamínico verde, mi preferido. Cruzo de nuevo el patio habitado por las jóvenes multitudes con mi plato en la mano y la cabeza medio agachada. Miro de manera entrecortada para tomar referencias espaciales, no quiero hacerme notar. Los edificios de dos pisos de color verde pistache aunque sean bajos parecen caer sobre mí. Suspiro agradecida por no tener que regresar a mi aula de inmediato y me voy a mi banco favorito, un rústico bloque de cemento está colocado directamente bajo el sol. Solitario, todos los días espera la sombra de mi trasero para aliviarse durante unos minutos de la abrasiva luz solar. Énki y yo visitamos a esa pobre piedra artificial, es el lugar perfecto para descansar del contacto tan intenso con la gente. No me disgustan las personas, pero cuando
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hay muchas al mismo tiempo y en un espacio reducido, en pocos minutos termino exhausta. No sé por qué. Desde pequeña busco los lugares tranquilos. De niña pasaba muchas horas jugando sola debajo de mi cama, tratando de construir cosas imposibles, así me sentía en seguridad. Ahora me gusta ponerme en el jardín de mi casa a columpiarme sola. Puedo pasar horas bajo el pequeño árbol genéricamente modificado que resiste a la sequía. Prefiero leer que andar con amigos. Los libros del almacén de desechos reutilizables me fascinan, saber como vivía la gente antes de la pandemia me hace soñar. Los de la época del desastre los evito. Son terribles, apocalípticos, describen cómo millones de personas morían de cáncer, hambre, enfrentamientos sangrientos por obtener comida y peleando por su religión. El petróleo, indispensable para la agricultura se había agotado y no habían pensado a tiempo en otras opciones de cultivo. Aunque suene increíble ahora, así pasó. Familias enteras morían y dejaban sus casas vacías en cuestión de algunos años. Empezaron a aparecer enfermedades nuevas y muy raras, no sabían cómo curarlas. La esterilidad se volvió una afección muy común, todavía no tenían métodos de concepción eficaces como los modernos. La población mundial se redujo a diez por ciento. Ahora la mayoría ahora vivimos en las ciudades protegidas como ésta y no morimos antes de los cincuenta años. Eso nos da la oportunidad de tener por lo menos un hijo, si no nacemos estériles de manera permanente. Muy pocos conciben por el método natural. Las mujeres tienen que pasar por tratamientos largos y extenuantes. Pero comparando con la época de la pandemia nos podemos considerar muy afortunados. Con los Terra es diferente, ellos siguen sembrando su comida en la tierra, como primitivos, dice mi madre. Y algunos pueden tener dos o tres hijos. Claro, no están al abrigo de tumores y enfermedades degenerativas. Según dicen los libros de historia, los 4
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ancestros de los Terra hace más de cien años podían tener entre ocho y diez hijos. Lo más increíble es que algunos vivían hasta los 120 años de edad, sin ningún medicamento, y por supuesto sin ninguna cirugía. ¿Te imaginas vivir más de cien años? ¡Podrías hacer tanto! En esa época los Terra no estaban protegidos por la comunidad internacional, eran muy pobres y vivían de sus cosechas, bueno de los restos de sus cosechas después de pagar los impuestos. Énki por ejemplo tiene una hermana y también un abuelo. Ninguna persona común dentro de la cuidad ahora tiene un abuelo y muy pocos tienen hermanos. En las ciudades ricas todo es diferente, los trasplantes de órganos son de muy buena calidad y la tecnología avanzada los protege mejor de la contaminación. Este puding decorado con rayas alternadas blancas y rojas tiene el mismo sabor de siempre, solo cambian el aspecto. ¿Cómo era la comida de antes? ¿A qué sabia? ¿Cómo la preparaban? Sé que todo esto alimenta pero el sabor nunca cambia. Por lo menos no es de carne sintética. ¡Otra vez estoy pensando lo indebido! Es por eso que se preocupan tanto por mí. Dicen que me pregunto demasiado, que pienso en cosas raras. Una vez mi madre me llevó a un psicólogo amigo suyo, fue realmente una experiencia devastadora. Él me hizo toda una serie de preguntas de las cuáles la mitad las contestó ella, quejándose de lo extraño y problemático de mi ser. Después el psicólogo hizo un diagnóstico donde decía que yo sufría de hiperactividad cerebral, mezclada con inadaptación social. Me recomendó no pensar tanto, tratar de ser feliz y sonreír mucho. Eso me ayudaría a encontrar la manera de adaptarme a la sociedad. Insistió demasiado en que tengo que hacer el esfuerzo ahora para no desarrollar serios problemas en el futuro. Según él, mi estado actual no es grave. Pero acentuó tanto la importancia de esforzarme por participar en todas las actividades sociales que me dejó en un estado de pánico latente y constante. Dijo que tengo que dejar de quejarme tanto porque
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quejarse es darle lugar a los pensamientos negativos. Los cuales agravan más, según él, los síntomas de mi deficiente sociabilidad. Aveces después de mucha tenacidad y luchando en contra de mi resistencia natural, logro hacerlo. Tengo miedo de no funcionar como los demás. Entonces incrusto en mi cabeza la rígida determinación de seguir todas esas recomendaciones. En la mañana me levanto sonriendo, y pongo artificialmente pensamientos positivos como 'qué bonito está el horrible corredor', 'qué apetitoso se ve ese asqueroso puding'. Pero en cuanto empiezo el prodigioso ejercicio me siento morir. En lugar de ponerme positiva como dice la teoría, me invaden unas terribles ganas de llorar. Aparece de la nada una profunda tristeza que revela una realidad difícil de aceptar. No cabe duda que tal y como soy, no soy la bienvenida en ninguna parte, ni siquiera en mí misma. Entonces para evitar algún llanto desquiciado e incontrolable, abandono el ejercicio y me propongo no complicar las cosas. Trato de apagar mis sentimientos al máximo, como borrando un archivo musical de la pantalla. ¡Si por lo menos a mi madre le parezco neutra, no se le ocurrirá enviarme al psiquiatra! ¡Les tengo terror! A mi amiga Estela le pasó algo parecido, tenía los mismos síntomas de hiperactividad cerebral e inadaptación social. El psicólogo no pudo hacer nada, y entonces se la llevaron al psiquiatra quien le dio unos medicamentos muy fuertes. Todo mundo está contento menos yo. Antes nos entendíamos muy bien, éramos prácticamente inseparables, como si fuéramos hermanas. Pero desde ese terrible suceso ella parece tener el alma apagada, se volvió alguien normal claro pero... Debería parar de pensar en todo eso porque si no... “Te salen abejas cargadas de pensamientos del pelo,” me dice una voz cálida a mi costado muy cerca de mi oreja. Regreso al momento presente. Tomo conciencia del cielo azul intenso sobre mi cabeza, volteo. A contra luz la silueta de mi mejor amigo se ve como una sombra milagrosa.
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“¡Énki! ¿De dónde saliste?” Mi intimo confidente rodea el bloque de cemento y se sienta mi derecha. Apoya con firmeza sus manos elegantes con dedos largos y finos sobre sus rodillas. Me electrizo. Ese gesto es tan de él que me fascina. “¿Te dijeron? Ayer pasé por tu casa para ver si habías llegado bien, pero me abrió la puerta tu madre y con una voz de hielo me dijo que estabas ocupada, prometió avisarte más tarde.” “¡No me dijeron!” Aunque me causa agitación la noticia, neutralizo mi voz inmediatamente. Tengo que ocultar el sentimiento de injusticia acarreado por los prejuicios de mi madre en contra de mi mejor amigo. “Seguro lo olvidaron. Ellos... Siempre tienen ocupaciones más importantes y... Preocupaciones de todo tipo...” Torpemente justifico el olvido de mi madre, seguramente intencional. Intento consolarnos a Énki y a mí por ese complot. “¿Vas a la fiesta mañana?” “Todavía lo estoy pensando,” contesto desorientada, sin saber lo que tendría que decir para ponerlo contento y distraerlo un poco. “Cada vez que voy a una, al día siguiente me siento tan arruinada de los nervios que podría dormir cuatro días seguidos. También me deprimo; hay tantas emociones y caras ocultando esas emociones prohibidas. Gente triste tratando de simular que está contenta. Y después todas esas chicas tan bonitas y bien arregladas, me hacen sentir más fea, ridícula y tonta de lo que ya soy. Nunca logro vestirme de manera adecuada y los ojos de los chicos me comen con sus miradas criticonas. Y...” “A mí también me pasa eso si no bailo.” Me guiña el ojo, mis cachetes se calientan, eso debe querer decir que estoy sonrojada. “Por eso me pongo a bailar todo el tiempo,” continua. “Y es ahí cuando se vuelve agradable. ¿Por qué no le pides consejos a
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Ángela para vestirte? Me encantaría que fueras. Entonces podemos bailar juntos.” Me suplica. “Solo en ocasiones como esa podemos vernos más de los veinte minutos de la pausa de todos los días.” '¡¿Bailar?!' mi cabeza protesta. ¿Cielos, cómo puedo ahora decirle que bailar es una pésima idea? ¿En medio de toda esa gente, revisando si sabes hacer los pasos de moda? Eso es una tortura. “¿Bailar?” Mi voz se tambalea, desnudando mis dudas. Su mirada penetran hasta el fondo de mi ser, intenta encontrar la clave para convencerme. Con ese intento de engancharme, mi piel se electrifica. Me quedo en silencio pensando unos segundos. Le causaría una gran decepción si le diera una respuesta negativa. “Si te gustaría que vaya... Lo haré, tal vez sea... Una oportunidad para hacer mis ejercicios de adaptación social, seguro a mi madre le encantará la idea.” Sin considerarlo demasiado contesto tropezando. Bajo la cabeza avergonzada por haber tratado de ocultar el cóctel de sentimientos formado dentro de mí. Sé muy bien que a él no se le puede ocultar nada. Su mano se posa sobre mi hombro. Levanto la cabeza y veo su mirada de desaprobación. “Nunca podrás ser normal Ámbar. Es lo mismo para mí, y está muy bien, porque eres especial.” La vibración cariñosa de su voz se infiltra hasta el interior de mis huesos causándome la misma sensación eléctrica de hace un rato. Esta vez en todo mi cuerpo. “¿Tú crees?” Miro su otra mano morena y alargada sobre su rodilla, esperando poder aquietar cualquier sentimiento rebelde que surja de mis entrañas. 8
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“Prometo hacer lo mejor que pueda para que no te sientas tan agobiada en la fiesta,” me alivia. Entonces tomamos nuestro almuerzo. Énki saca de un pañuelo de tela natural su pan color marrón untado de una pasta negra, con unas hojas de planta verde y una especie de fruta roja partida en rodajas. Aunque sus almuerzos siempre me han provocado mucha curiosidad nunca me he atrevió a probarlos. Todo mundo detesta la comida de los Terra. Dicen que no es apetitosa. Me preocupa que al probarla y no gustarme pueda hacerlo sentir ridículo, sería imposible mostrarle una falsa impresión. Terminamos de comer nuestro almuerzo, tomo mis cuatro complementos junto con mi bebida vitamínica verde. El timbre para regresar a clases chilla como si lo pellizcaran. Los nervios se me ponen de punta, nos despedimos prometiéndonos vernos en la fiesta de mañana. ❀ Al toparme con la puerta del salón de clases, me doy cuenta de mi recorrido ha sido totalmente inconsciente, no noté ni mi caminar. Entro, me siento en mi silla ergonómica, saco mi pantalla y me pongo como hipnotizada a ver la luz del sol que entra a través de la ventana. El color azul pálido de las paredes brilla intensamente. Iván con Ángela se aproximan hacia mí y detrás de ellos entra Lucia, quien me envía una mirada puntiaguda como una flecha. Ella está siempre despampanante, todos los días vestida a la moda. Su boca la pinta de rojo o fucsia muy vivo. Sus ojos están delineados con maquillaje permanente. Su pelo es obscuro y muy rizado, cae hasta sus hombros. Tiene un cuerpo de estrella de cine, pechos prominentes y cintura delgada. La mayoría de los chicos la ven como si fuera un postre listo para comer. Le tengo un poco de envidia. No por su cuerpo pues no soportaría aquellas miradas libidinosas. Pero sí por su personalidad. Puede hablar con todo el mundo, no tiene miedo de nada y tampoco parece sufrir. Su voz es
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alta e imponente. Y cuando quiere algo lo toma muchas veces sin preguntar. Es lo contrario de mí, ¡nunca duda! Atrás de ella entra la profesora de matemáticas. Tiene el pelo pintado de rubio y su cara muy maquillada. Seguro lleva su segunda cirugía plástica. Su cara es muy inexpresiva. Siempre anda vestida de negro y con tacones muy altos. Su voz es como un chillido de ratón. Siempre viene hacia mí deseosa de poder explicarme algo, me perturba su perturbación. Nunca logro saber lo que ella está pensando, lo cual es muy raro en mí. Por lo general suelo poder predecir lo que va a hacer la gente que me rodea. Pero ella es muy misteriosa, es totalmente imprevisible. Tengo el presentimiento que me quiere acercar a su hijo Andrés. Y eso me pone muy nerviosa. Aunque se porta como un iceberg estratégico conmigo no me trata como a los demás y es lo peor que me pueden hacer. Deseo tanto que una nave de extraterrestres algún día aterrizara en mi jardín. Que bajaran y me dijeran, 'por fin te hemos encontrado, podemos regresar a casa'. Entonces me subiría en la nave muy contenta por estar entre seres de mi especie. Pero cuándo abandonara la tierra sentiría una punzada en el estómago. No por dejar a mi familia pues en realidad creo que les produciría en el fondo un gran alivio que desapareciera de sus vidas. Aunque no lo pudieran mostrar. ¡No! Me daría el dolor por Énki, sería la única persona que realmente me daría pena dejar. Énki no parece sentirse tan sólo como yo, siempre me habla de su abuelo, quien lo comprende perfectamente. Dice que su madre se parece mucho a él. Y aunque su hermana y su padre a veces no logran seguir su lógica, nunca lo consideran loco sino todo lo contrario. Hacen un esfuerzo por entender lo que trata de decir. Tienen confianza en él y lo apoyan. Debe ser formidable vivir con una familia así. “¿Cómo van los ejercicios?” La voz piquete de la profesora me saca de mi ensueño.
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“Todo bien, voy en el ejercicio treinta y seis,” contesto tratando de no voltear a verla para no asustarme más. “¿Treinta y seis? Huy, un poco adelantada,” pasa su frase sobre mi hombro tratando de revisar mi gráfica de acertados. El olor tan artificial de su perfume me hace estornudar. Confirma si la práctica que he hecho hasta ahora están bien. Siento salir de su nariz un suspiro de decepción mezclado con frustración. Como si para ella fuera muy importante explicarme algo, y no tiene la oportunidad. Afortunadamente se aleja sin insistir en nada, con su típico paso regular, lento y afirmado. Sus tacones resuenan amenazantes sobre el suelo de loza estrellada. Siento un ligero escalofrío. Andrés, su hijo, está clasificado por la comunidad femenina como guapísimo. Ángela e Iván lo consideran el mejor partido de la escuela. El tipo de chico perfecto para mí dicen. Según los criterios de mi madre también. Saca muy buenas notas en la escuela, es muy serio y formal, tiene una familia con dinero. Su madre es profesora y su padre cirujano experto en trasplantes de órganos. Es todo lo que un procreador convencional pudiera desear para su hija convencional. Pero a mí me parece frío y amenazante. Y admito que a primera vista me parece también muy feo. Lo cual debe ser otra de mis excentricidades. Tiene los ojos azules, la piel blanca, es atlético, alto, su nariz es recta y sus labios carnosos y de un rosado muy intenso. Pero es su expresión la que no me gusta aunque a todas las vuelva locas. 'Andrés es de clase educada, no es un ignorante alucinado' comenta a veces mi madre de la nada. Cuando dice esta frase intuyo prejuicios escondidos hacia Énki. Es como si dijera, 'En cambio tu amigo preferido es un bruto, retrograda y fantasioso'. Lo expresa de manera indirecta porque es tabú discriminar abiertamente a un Terra. Y ella nunca comunica francamente. Es muy difícil saber con certeza si lo que pienso que piensa es verdad o una completa invención mía. Eso me saca de quicio, quisiera sacudirla y sacarle la sinceridad. Pero obviamente cuándo siento
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ese impulso siento una terrible culpabilidad. Sin embargo a veces sus actos confirman mis sospechas. ¿O tal vez mis sospechas producen sus actos? ¿Cómo saberlo?
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EN CASA
El timbre de la salida suena una vez más. Penetra dolorosamente en mis tímpanos y me hace saltar. Pero después del choque me invade un estado de alivio profundo. Me recuerda la proximidad de mi habitación. Mi pequeño mundo solitario y cómodo que he construido con tanto esmero como una madriguera de conejo. Un escondite ideal. Todos nos preparamos para salir. Estamos ansiosos por tomar el aire fresco. Pasamos al costado de nuestras sillas. Los sonidos de nuestros movimientos crean una pieza musical caótica y muy agitada. Como esas obras musicales de antes de la pandemia que los de las altas élites intelectuales solían llamar música contem¿Cómo saberlo?poránea. Con mucha prisa tomamos nuestras pantallas y las ponemos en nuestras mochilas. Es una coreografía casi automática que hemos repetido cada día desde que tenemos memoria. Siempre a la misma hora. Mis diez compañeros de clase caminan apresurados hacia la puerta para colocarse en una fila india que en realidad parece culebra. Dejan pasar primero a la profesora con la típica cortesía forzada adquirida con el método Pavlov. Premio para quien lo haga y castigo para quien no. Al final todos lo hacen por una razón que no tiene nada que ver con la amabilidad. Yo siempre soy la última. Me siento tan avergonzada de tener que hacer parte de ese teatro. Entonces acomodo mis cosas muy lentamente para llegar a la puerta cuando ya nadie esté. Siempre fallo. “¿Vienes a la fiesta?” Me pregunta Ángela. Me acerco a mi amiga para salir con ella. Todos ya han abandonado la clase. El espacio vació hace que las paredes amplifiquen el sonido de cada pequeño movimiento. “Sí, lo he prometido a Énki,” confieso resignada.
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El eco indiscreto rebota sobre las paredes. Las manos se me tensan. “¡No pareces muy animada! ¿Qué te preocupa? Es una fiesta nada más.” Al terminar su frase mi amiga me empuja con su hombro tratando de despejar mi cerebro confuso. Es lo que hace siempre cuando ve que estoy atorada en algún nudo mental. “¿Te gustaría ayudarme con mi vestimenta?” Bajo la vista mostrando mi bochorno. “Soy un desastre para eso.” Volteo mis ojos hacia ella sin mover mi cabeza por miedo a que rechace mi suplica. “¡Claro! Vienes a casa y de ahí nos vamos juntas. Podrías quedarte a dormir.” En sus iris brilla el entusiasmo de una niña ansiosa por recibir aquella muñeca que desea tanto. Para ponerle exóticos vestidos, peinarla y aplicarle maquillaje. “No es una mala idea,” suspiro aliviada. “¿A las seis te parece?” Me toma la mano amistosamente unos segundos y aprieta los dientes en una sonrisa de excitación. Salimos de la clase y atravesamos el patio. El brillo deslumbrante del sol golpea mis ojos. Volteo por todos lados para ver si encuentro a Énki. Paso mi mirada por las puertas de metal de cada clase y entre los grupos de compañeros aglutinados enfrente de la salida. Mis ojos accidentalmente detectan una silueta que me parece conocida. Está escondida en una esquina de la salida justo a la izquierda de los arcos de seguridad. Mi cuerpo se tensa sin razón. Un chico con una chaqueta negra y abierta muestra unos pectorales musculados que imploran la atención de todas las
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muchachas. Los pantalones negros y brillantes tienen espirales rojas en los costados. Están tan ajustados que marcan perfectamente cada músculo de sus largas piernas. Sus ojos escondidos bajo su gorra plateada parecen estar rastreando discretamente a alguna presa. No logro identificar su cara todavía, pero siento una punzada de preocupación en mi vientre. Algo no anda bien. La escena secuestra toda mi atención. Observo con más cuidado. Unas mechas rebeldes de pelo rubio se asoman bajo la gorra. Súbitamente el misterioso casanova levanta su rostro tratando de ampliar su campo de visión. Un destello verde sale de sus ojos vistiendo su mirada aguileña. Las piernas se me doblan. El corazón se me acelera y mi estomago empieza a contraerse. ¡Es Juan! Miro rápidamente por todas partes. Necesito a Iván. No lo encuentro. “¿Entonces lista para la fiesta?” La voz tan ambicionada me hace saltar. Mi tensión queda desnuda. Su mano al dejar caer su peso sobre mi hombro activa mis reflejos y me hace voltear en bloque como poseída. Tengo los ojos llenos de un terror totalmente irracional. “¡Iván!” Exhalo una nube de preocupación. “¡Juan está en la entrada! ¡Necesito tu ayuda!” Mi jadeo es colosal. Al mirar los párpados de mi amigo copiar los míos, me doy cuenta que mi emoción es totalmente desproporcionada. ¡Es tan ridículo! ¿Qué me pasa? El aire de la espiración de Iván choca sobre mi mejilla. Él trata de controlar el sobresalto que le he contagiado. “No se preocupe mi querida dama. Yo la acompañaré y la defenderé con mi vida,” exclama Iván tratando desesperadamente de esconder su perturbación. No lo logra. Me guiña el ojo intentando calmar los latidos de su corazón confundidos con los míos.
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Toma mi brazo como si yo fuera una anciana a la que tiene que ayudar a atravesar la calle. Y busca en lo más profundo de su ser la poca seguridad que carga cada día. Sin hablar cruzamos la puerta principal. Pasamos por los arcos de vigilancia que se encuentra del lado opuesto al pilar donde está camuflándose el supuesto predador. Intento voltear para verificar su presencia. Iván me hace una señal apresurada con la cabeza y me jala del brazo para que esconda mi rostro bajo mi sombrero. Dócil lo obedezco. Con una prisa muy discreta caminamos hacia las bicicletas sin mirar atrás. “¿Entonces, preciosa, te escondes de mí?” La voz ronca y percutida de Juan resuena sobre mi hombro derecho. Mi corazón empieza a aumentar aun más su velocidad. El brazo de Iván tiembla involuntariamente. No cabe duda él también tiene miedo. “Aquí esta dama ya tiene compañía, caballero,” le dice mi protector con una voz casi temblorosa. “Pues otro caballero solicita el lugar,” replica mi perseguidor burlándose del estilo tan grotesco de Iván. El rubio tan deseado por todas las chicas estira su cuello agresivamente hacia nosotros. Sus ojos tan abiertos quisieran empujar a mi amigo con la fuerza de su mirada para dejarlo tirado del otro lado de la acera. “¿Y qué tal si es ella quién escoge con quién se quiere ir?” Lo desafía Iván fingiendo una voz segura y varonil. El brazo que mi protector tiene entrelazado al mío empieza a temblar sin control. Lo aprieto muy fuerte para darle mi apoyo. No quiero que se note nuestro miedo. Aunque creo que es demasiado tarde para eso. “¡Mm!”
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Juan jala violentamente mis hombros acercándome a él. Yo no suelto a Iván y lo arrastro conmigo. Reboto contra su pecho medio desnudo. Una mancha de su transpiración se imprime sobre mi mejilla. Yo lo empujo amablemente y me deshago de sus brazos con un gesto suplicante y poco seguro. “Disculpa me voy con Iván esta vez,” le manifiesto suavemente. ¡Estoy aterrada! “Ok, princesa, esta vez te libero,” Juan aparta las manos dejando abiertas sus enormes palmas a la altura de su pecho. Quiere mostrar inocencia. “Esta no es tu última oportunidad nena. Nos veremos muy pronto. ¡Necesitas pensar mejor en tu futuro!” La última frase me la dice tomándome por el mentón. Por un instante logro ver dentro de sus ojos verdes aceituna. Ahí descubro un revoltijo pesado de tristeza y falso orgullo. Eso debe ser el origen de su arrogancia, el intento desesperado por sentirse menos miserable. Juan suelta mi barbilla. Me da una caricia torpe, casi tierna en la mejilla y se marcha con el pecho en alto. Antes de subirse a su motocicleta lanza una mirada fulminante a mi amigo de arriba hacia abajo. Escanea la vestimenta de Iván con una mueca de desprecio. Intenta decirle sin palabras 'tu disfraz es tan ridículo' y se marcha. En mi pecho queda una papilla amarga e indigesta de ternura, compasión pero también miedo. “¡Uf! Pues hoy nos libramos, pero la próxima vez necesitaremos refuerzos.” La voz de mi amigo tiembla. Frota sus manos sobre sus muslos para quitarse el sudor de sus largas y delicadas manos. Mis piernas revolotean en el aire como listones, así que espero un poco antes de tomar la bici. Sin decir ni una palabra miro hacia
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el suelo. Como si la banqueta pudiera ayudarme. Tengo que ordenar ese cóctel confuso de emociones contradictorias. ¡Ahora! Iván voltea por todas partes para ver si Juan no decidió regresar. Toma mis los hombros. Me acerca hacia él con una torpeza muy fingida y me abraza como siempre. “¿Quieres compañía hasta tu casa?” Me pregunta al separarse. Asiento con la cabeza, suplicando con la mirada. “Está bien. Pero me invitas una bebida mañana en la noche.” Me guiña el ojo. Su broma tonta falla, no logra aligerar el ambiente. “¿Se te ha ocurrido alguna vez sentarte a pensar cómo podríamos deshacernos de Juan?” Comenta pensativo montado sobre su bici. “No. Bueno sí, pero no he encontrado una solución,” contesto avergonzada. “Parece una plaga mutada, los pesticidas la ayudan a multiplicarse más. Cielos, ¿por qué me persigue a mí? ¿Lucía por ejemplo, por qué no se va con Ella?” Suspiro. “El problema es su banda. Un día se les puede ocurrir la magnifica idea de venir a buscarnos. ¿Te das cuenta? Es el hijo preferido de un general. Estamos fritos. Juan, querida, tiene inmunidad con la ley.” Me mira muy preocupado y debatido. “Tal vez tendría que decirle a mis padres. No importa que digan que exagero.” Monto sobre el asiento de mi bici. Mis piernas ya dejaron de temblar. “Total, no dejemos de buscar alguna solución,” exhala su último respiro preocupado. Más calmados. ¡Bueno! menos agitados. Tomamos nuestros vehículos y nos encaminamos hacia mi casa. Esta vez no nos 18
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vamos por el camino corto como de costumbre. Pasar por los escombros, imposible. Todos esos edificios abandonados resultan ser el terreno fértil para las bandas peligrosas. Aunque únicamente se juntan en las noches, la prudencia nos sobra a los dos. Somos muy miedosos. Instintivamente y sin tener que acordarlo nos vamos por el camino vigilado. “A salvo princesa. Nos vemos mañana ¿no?” Me planta un beso apretado en la mejilla. Al separarse muestra una mueca muy exagerada que casi no logra ser sonrisa. Es un revoltijo de preocupación y vergüenza. El temblor de sus brazos hizo evidente su miedo. Me imagino que eso no agrega muchos méritos a su tan arduo intento por parecer exageradamente masculino. “Gracias,” le susurro avergonzada por ser testigo de sus más íntimos sentimientos. Lo veo rápidamente desaparecer en la esquina. Lanzo un suspiro. Meto mi bici a uno de los dos garajes de la casa y me aseguro de conectar el motor de mi tan precioso vehículo de dos ruedas. Subo los escalones que llevan hacia la puerta principal. Es una reliquia de madera del siglo pasado restaurada con una capa de caucho sintético rojo. Entro como autómata por el pequeño pasillo de mosaicos blancos. Llego a la cocina y activo el botón de suministro de agua caliente para té. Busco con un poco de impaciencia una pastilla de infusión calmante. La arrojo con descuido en el agua caliente. Cojo la tasa y me la llevo a la sala. Me quito los zapatos. Me aviento en el sillón haciendo salpicar un poco del té sobre mis manos. Mis dientes se aprietan por las pequeñas quemaduras pero logro mantener el equilibrio del recipiente. Intento poner orden en mi cabeza.
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Me quedo pensando sobre el sofá más de cuarenta minutos. Quisiera encontrar la manera de alejar a Juan. No se me ocurre nada nuevo. Lo he intentado todo. Después de una tormenta de dudas, decido hablar de eso con mis padres. Conecto la pantalla mural de la sala y me apresuro a buscar 'esquizofrenia' en la enciclopedia médica. Leo varias explicaciones con unas ligeras mariposas en el estómago. No tengo ninguno de los síntomas. Solo las posibles alucinaciones del día de la reserva que pudieron ser la consecuencia de una insolación. Superficialmente me siento aliviada. Mi duda disminuye por lo menos un poco. Clasifico el comentario de Lucía como una persecución de predadora. Un simple intento de hacerme sentir mal. ¿Por qué a mí? Si es tan vital para ella acosar, podría repartir el peso entre más. Diluido entre muchos dolería menos. Sin darme cuenta atravesé el pasillo hasta llegar a mi recámara. Los libros pre-pandemia en el estante que tengo enfrente me despiertan de mi distracción. Están esperando impacientes para llevarme a navegar por esos increíbles paisajes del pasado. Aunque pertenecían a este mundo a mí me parecen de otro planeta. Los arboles inmensos rodeados de plantas exuberantes. Los ríos anchos repletos de agua potable. Los animales exóticos que nunca volveremos a ver. La gente bañándose en el mar y tomando el sol sin ninguna preocupación. Debía ser extraordinario, fabuloso, mágico haber visto todo eso frente a frente y no en imágenes sobre papel antiguo. Me hecho sobre mi cama para abrir una revista vieja y rota que ya nadie quiere. Yo las salvo del incinerador. Me encantan. En la portada hay un árbol inmenso con el tronco tan ancho y alto como cualquier edificio de los escombros. Parece estar formado por gigantes serpientes de madera entrelazadas. En su inmensa copa
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DESPERTAR
abundan las hojas verdes. Deja una sombra casi nocturna. Unas plantas muy extrañas se enredan cariñosas por todas sus ramas. 'La madre de la selva' es el titulo escrito abajo. Recorto con cuidado la imagen tan hermosa y la agrego a la pared donde cuelgan mis paisajes favoritos. 'Era otro mundo, otro planeta' suspiro en mis pensamientos. La puerta principal de mi casa rechina. El estruendo del impacto violento avisa la presencia de mi madre que llega del trabajo. “¡Ya llegué!” Grita. Los estantes de la cocina hacen el típico concierto alborotado de esta hora. Pobres víctimas. ¡Eso me pone los nervios de punta! Siento como si me lo estuviera haciendo a mí. ¡Qué absurdo! “¡Sí!” Le contesto para evitar su presencia curiosa en mi refugio. Me clavo en la revista para soñar un poco más. Pierdo la noción del tiempo. “¡A cenar!” Salto con el típico grito histérico que siempre dice lo mismo a la misma hora. Suelto mis revistas y atravieso el pasillo hacia la cocina con un ligero temblor en las manos. En la mesa están servidos dos platos. “Tu padre está en una reunión de trabajo,” comenta ella muy distraída. Mi padre es una especie de fantasma, ausente, alto, flaco, muy serio y formal. Siempre está muy involucrado en su trabajo y cuando está en casa se ocupa con la pantalla. No sé lo qué siente. Ni sé lo qué le gusta. Podría afirmar que no lo conozco. Nunca nos ha faltado nada material. Tiene una carrera exitosa. Sería difícil encontrar algo que reprocharle. Ha hecho todo lo que las normas sociales indican. ¡Sí!. Tiene amigos pero los ve una vez al mes en esas reuniones formales dónde los jóvenes no están invitados. 21
EL ÚLTIMO BOSQUE
Mi madre es de estatura mediana. Su piel es más o menos clara. Tiene ojos color miel y un pelo exhuberantemente alborotado. Es delgada y por lo general viste con pantalones formales de colores oscuros para nada a la moda pero bastante elegantes. Le gusta ponerse camisas de tela imitación natural muy coloridas y con estampados que contrastan mucho con sus pantalones. Es extravertida y parece tener muchos amigos de los cuales conozco algunos. No puede evitar hablar todo el tiempo de sí misma por más que intenta no hacerlo. Es como si tuviera un piloto automático que la obligara a voltear siempre hacia ella. Cuando se lo digo intenta transformar su dinámica de conversación. Pero sin darse cuenta regresa al yo. Muchas veces ni siquiera me percato de cuando hizo el cambio. Lo hace de una manera tan natural. Es inteligente y dicen que es bastante atractiva. Me siento a la mesa, con los miembros un poco rígidos. Lo tengo que intentar. Tengo que decirle lo de Juan pase lo que pase. Hablar con ella nunca ha sido algo fácil. Ángela dice que siempre es mejor empezar por lo positivo en los casos de alta tensión. Lo voy a intentar. “¿Podría ir a una fiesta mañana?” Salta mi pregunta de la nada contrastando con el silencio evasivo que suele invadir nuestros encuentros. '¡Una fiesta, fantástico!' imagino que eso me va a contestar. Es muy innovadora mi iniciativa. “¡Formidable!” Me dice con una voz aguda y medio fingida. Una enorme decepción me invade. No estoy muy segura de que realmente le gusta la idea. “Me parece una muy buena noticia. ¡Por supuesto que sí!” Agrega, tratando de matizar su respuesta. Espontáneamente ha revelado algún tipo de sentimiento oculto probablemente inaceptable. Nunca lo voy a saber y mejor ni intentarlo. “Pensaba irme con Ángela. Ella me va a ayudar a vestir.”
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“¡La maravillosa Ángela! ¡Ella siempre tan linda y amable! Podrías esforzarte y aprovechar para aprender de ella. Te haría mucho bien, querida.” Me contesta exaltada. No sé por qué siento una pequeña corriente de celos intrusa y amenazante. ¡Es mi mejor amiga! No puedo sentir esto. Intento ahogar inmediatamente ese sentimiento repugnante para proteger el cariño profundo que siento por ella. “Pensaba quedarme a dormir en su casa,” le digo entre dientes. Me esfuerzo por esconder la lucha emocional explosiva en mi interior. Tengo que lograrlo. No puedo estallar ahora. “¡Me parece perfecto, querida!” Afirma con voz traficada. En su cara se dibuja una sonrisa con los labios demasiado apretados. Es falsa. Me quedo un momento en silencio tratando de recuperar el apetito. Sin muchas ganas le hundo el tenedor a la espiral de pudín de cereales. Esta vez es de color marrón con cuadros amarillos. Tiene sabor a chocolate con vainilla. “Madre tengo un problema,” sin pensarlo escupo mi preocupación con una voz muy baja e insegura. “¡Ay! ¿Y ahora qué es, mi niña?” Suspira con una molestia muy discreta. “Hay un chico...” Un momento de duda instala un silencio inoportuno. Los ojos de mi madre se abren ansiosos. “...me persigue. Ya hace unos meses. Es un poco agresivo y no sé cómo puedo deshacerme de él,” continuo con la vista hacia mi plato. “¿Quién? ¿El chico Terra?, ¿cómo se llama?... Énki. ¿Es él?” Emana una satisfacción repugnante.
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EL ÚLTIMO BOSQUE
Ha actuado el olvido. Ya ha escuchado el nombre de Énki millones de veces. “¡No! ¡Él es mi amigo!” Le contesto intentando ahogar con todas mis fuerzas mi abundante irritación. “¡cuántas veces te lo he dicho ya!” Casi exploto. Aprieto fuertemente el tenedor para ayudarme a contener mi rabia. “¡Bueno, bueno! Entonces dime quién es. ¿Está guapo?” Pronuncia sus palabras con curiosidad y excitación. “Juan Gernt. El hijo del general.” Mi voz tiembla. Intuyo que todo va por mal camino. “¡Tienes mucha suerte! Cualquiera se sentiría afortunada,” su tono orgulloso me pone las piernas a tiritar. “Es rubio, grande, guapo y fuerte. Es de una buena familia. Y además ya está en la universidad.” “¡No me gusta!” Mi expresión es firme. “¿No? ¿Y bueno, qué te gusta a ti entonces?” Me reprocha casi gritando. Despega nerviosamente su trasero de la silla. Y se va a la cocina a buscar una bebida. La conversación no llegará a más. Agacho la cabeza y me quedo muda. Claramente la conclusión en todo esto es que soy una extraña. Que estoy despreciando una gran oportunidad en mi vida. Que Juan no es peligroso. Que mejor no me preocupe. Y que si algún día quiero su permiso para salir con él ella estaría encantada. ¡Formidable! Soy la campeona del fracaso. Termino mi plato con bocados muy grandes. Quiero tragar mi tristeza junto con el asqueroso pudín. Triturarla con mis dientes y hacerla caca.
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Subo a mi cuarto para dormir. Las lágrimas tiemblan sobre mis pupilas. Abro la puerta violentamente y me lanzo en mi cama con desesperación. Miro a mi alrededor buscando un consuelo.¡No quiero llorar! Las imágenes de mi muro me dan un poco de alivio. Volteo al techo tapizado con canastas Terra. Ya no puedo más. El llanto me invade con bestialidad. Pasa un lago rato. Cuando mis lagrimas ya se acabaron empiezo a ensoñar con la fiesta de mañana. Regresa mi malestar. Un poco resignada pruebo enfocarme en el caso de Juan. 'Si salgo algunos días con él, notará mi mediocridad y se olvidará de mí'. ¡No! ¿Y si no es así? ¿Y si se aferra aún más? La imagen de Andrés aparece en mi mente sin razón aparente. Rígido, formal y aburrido. Su madre está tratando de acercarnos. La mía feliz. ¡No! ¡Pésima idea!. Sacudo la cabeza para que vayan. Pienso en Énki. Su cuerpo ligero y grácil. Sus ojos profundos sobre los míos. La sensación de su mano elegante encima de mi hombro. Recuerdo como mi cuerpo se llena de fuerza revuelta con calma cuando me toca. Mantengo esa impresión en mi mente. La nutro. La renuevo. La reconstruyo desesperadamente cada vez que se desvanece. Mientras, me coloco mi sonda de oxígeno. Aprieto el botón para activarlo. Reposo mi cabeza cobre mi almohada. Duermo. ❀ Durante toda la mañana del sábado la idea aterradora y excitante de la fiesta no para de circular en mi cabeza. La última vez había escogido el vestido equivocado. Era uno de mis preferidos. Recuerdo las miradas de desaprobación de todos lo que me rodeaban. Los chicos exploraba todos detalles. Al entrar en la sala pensé que me había equivocado de lugar. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad las caras conocidas empezaron a revelarse. Estaba en el buen sitio. Quedaba una posibilidad por la cual no encajaba. ¡El vestido!
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Empecé a compararlo con la ropa de las otras chicas. Entonces cuando todo me quedó claro me puse a esperar el final de suplicio escondida en una esquina atrás del bar. Esa ocasión había ido con Iván. Él no pone mucha atención a las apariencias a parte de la suya por pura necesidad. ¡Esta vez seguiré estrictamente todos los consejos de Ángela! Eso no me volverá a pasar. Regreso del gimnasio. Tomo mi ducha de esta semana y llega la hora de partir. Me despido de mi madre con distancia. Me da unas palmadas en la espalda con un aire de mucha alegría. No sé si es verdadera o falsa, pero no me importa. Mi padre recita las indicaciones de seguridad habituales como lo aconsejan todos esos libros de pedagogía contemporánea. Tomo mi bicicleta y me encamino a la casa de mi amiga.
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APARIENCIAS
Después de la pandemia todos nos venimos a vivir a los barrios ricos. Las casas de las colonias pobres ahora se llaman 'zonas de escombros'. Enciendo el motor de mi bicicleta y atravieso esa pequeña parte que se interpone entre mi casa y la de Ángela. Es el atardecer y el viento está seco, caliente y muy rasposo. Bajo de mi bicicleta frente a la residencia corriente de los años dos mil diez. Atravieso el patio delantero decorado con grava de muchos colores. Hay unos cuantos cactus y un pequeño árbol genéticamente modificado. Resalta erguido en medio de lo que antes había sido el jardín frontal cubierto de césped. La construcción tiene un aspecto frío a pesar de la decoración muy colorida y exótica. El exterior es azul y violeta, los marcos de las ventanas son ocre. Es cuadrada con un techo inclinado de loza roja. En el segundo piso las persianas fucsias de la recamara de mi amiga llaman especialmente la atención. Al oprimir el botón del timbre un rugido de tigre avisa mi llegada. Los mechones negros de mi amiga se asoman rápidamente por su ventana. “¡Ahí voy!” Grita muy entusiasta. Sus pasos apresurados que bajan la escalera empiezan a contagiarme de su alegría. Abre. Lleva puesto su típico conjunto deportivo gris. “Te estaba esperando. He preparado todo, vestidos, maquillaje, equipo para peinar y hasta encontré zapatos de tu tamaño,” canta con un tono mezclado de excitación y nerviosismo. Sus manos se frotan con agitación. Una enorme sonrisa se dibuja automáticamente sobre mis labios. Repentinamente he olvidado todas mis preocupaciones. Me da un beso en la mejilla y termina de abrir la puerta haciendo un gran gesto con el brazo invitándome a hacer una 27
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entrada triunfal. Lo pulcro del vestíbulo intimida mis pasos haciéndolos ligeros y breves como si así pudiera evitar dejar mi rastro. Paso cautelosamente al interior deseando que no haya nadie. Los muebles son de caucho sintético. Hay muchos adornos de todo tipo. Las plantas son artificiales y enormes, imitan especies tropicales desaparecidas. Los sillones de colores extravagantes podrían ser considerados piezas de arte contemporáneo del siglo pasado. En el fondo hay uno grande estampado como leopardo. Haciendo esquina hay otro con peluche rosa. Dos pequeños con imitación de piel de cocodrilo azul cierran el circulo. A pesar de la decoración es realmente divertida, la limpieza y la perfección le dan un toque inhumano. No parecen estar puestos ahí para que realmente alguien se siente sobre ellos. Algo me dice que la huella de tu trasero sería el equivalente a un insulto. Me quedo parada como frente a una pieza de museo. Recargo mi hombro en el marco de la puerta. Contemplo cada detalle de la escenografía. Espero alguna indicación. El olor permanente a producto de limpieza desinfectante pica mis mucosas nasales que una y otra vez amenazan con estornudar. “¡Estamos solas!” Me dice Ángela al oído. Su anuncio exaltado me hace regresar a la realidad. Con una señal de su cabeza me indica subir a su recamara sin tardar. ¡Me gusta mucho su refugio! Contrariamente al resto de la casa es cálida y acogedora como su dueña. Tiene por todas partes impresiones gigantes de fotos de artistas y modelos, todos muy musculosos y medio desnudos. ¿Cómo puede dormir entre tanta mirada? Su cama desde que me acuerdo ha estado vestida de violeta. Los múltiples cojines son especialmente esponjosos. Cuatro peluches de animales extinguidos reposan cómodos sobre la colcha. Son imitaciones realistas de tamaño natural. Hay un mono, un Koala, un cachorro de tigre y hasta un bebé oso polar.
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Mi amiga dulce y cremosa como un pudín sabor fresa se lanza a buscar ropa en la montaña de vestidos que tiene en una esquina de la cama. “¿Qué te parece esta blusa?” Sus ojos alborotados tienen un reflejo tremendamente infantil. “¡No está mal! Un poco...abierta en el pecho, pero tal vez si pones algo encima podrás equilibrarlo.” “¿Equilibrarlo? ¡Cómo crees! El interés en esto es el escote,” protesta casi alarmada. “¡Ha! Entonces está muy bien. ¿Es para ti? Los zapatos rojos quedan súper con ella,” sugiero para deshacerme del problema. “¡No! Lo preparé para ti, pero ahora que lo dices no es mala idea que me lo ponga yo. ¿Y tú, qué podremos encontrar para ti?” Se clava otra vez inocentemente en el mar de atuendos. Saco de mi mochila un vestido. Es un regalo de cumpleaños del año pasado. Ajustado, azul eléctrico con motas rojas estampadas en el costado derecho de manera ligeramente caótica. Tiene el cuello en V, está cubierto de una textura un poco rugosa, llega un poco más bajo que las rodillas dejando una pequeña apertura para andar. “Me encanta la tela, cuando la tocas tiene la textura de esas telas viejas. Huele a lino. ¡Mira!” Explico acercándolo a su nariz. “Puede ser una imitación de tela natural, pero me parece muy buena. ¿No?” “¡Ay no! Definitivamente no vas a ir con eso a la fiesta, no es una fiesta de cóctel. Necesitamos un aspecto más divertido. ¿A quién le interesa el olor a lino de tu vestido en un club? Tienes que poner algo más juguetón, más atractivo, ligeramente más sintético,” me replica volteando a buscar en su montaña. “¡Sí, seguro tienes razón!”
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Bajo la cabeza apenada y sin duda muy sonrojada. Ella saca una minifalda roja con espirales fluorescentes en la orilla. “Es nueva. Me la compró mi madre hace unos meses.” Me mira interrogativa inclinando la cabeza de lado dejando su sedoso pelo negro cubrir uno de sus ojos. “¿Te imaginas?” Continua. ¡Mi madre me contó ayer que antes de la pandemia podías tener un vestido especial para cada fiesta! ¡Cada fin de semana podías ir a comprar ropa nueva! Los lugares de reunión de los jóvenes muchas veces eran los… ¿cómo se llamaban? ¡Sí! Centros comerciales. Dentro había cafeterías, restaurantes, cines, y a veces hasta discotecas. Estaban ahí donde ahora están los almacenes de desechos reutilizables. Debía ser maravilloso. ¿No crees? “Pero solo los ricos podían hacer eso,” suelto mi frase torpe sin la intención de amargar su sueño nostálgico. Me envía una mueca de disgusto. “¡Pero eso no importa!” Me contesta levantando los ojos hacia el techo. Ángela saca la otra minifalda es plateada. El borde tiene LEDS 1 verdes. Me la muestra extendiéndola entre sus dos manos. “Ésta cuando te mueves empiezan a brillar al ritmo del movimiento.” “Me parece súper bonita.” De verdad lo pienso. “Pero con eso no me voy a poder mover, está súper apretada.” “Bueno... ¿Y este pantalón? ¡Está muy de moda! Con esta blusa seguro te verás sensacional.” Es un pantalón recto azul con flores amarillas en los bordes de las piernas. En el centro de cada flor hay un LED mediano palpitando todo el tiempo como una estrella. La blusa es ajustada, gris, con el escote en pico sin llegar a ser escotada. El borde del 1
Light Emiting Diode, o lo que es lo mismo, mini laseres de estado solido.
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cuello y las mangas tres cuartos tienen una textura de pelaje de caucho sintético fosforescente. Hace pensar a una anémona marina. “¡Me gusta! ¡Me encanta!” Exclamo. “¿Estás segura?” “Sí, claro. Ese si me lo pongo,” le contesto entusiasmada. Me señala unos botines plateados sin tacones altos y me guiña el ojo, sabe que no soporto las alturas para mis pies. Un piquete de dulzura estremece mi pecho. Es una buena amiga. Ella no comprende por qué soy tan exigente, pero hace un esfuerzo enorme por complacer mis excentricidades. Debe ser difícil encontrar la fórmula perfecta para hacerme encajar en la fiesta. La hora de partir se acerca. Pasamos a la fase final, el maquillaje. Ángela se prepara esmeradamente para ponerme la cara como se debe. Me siento enfrente de su tocador, sobre un banco tapizado de cuentas brillantes de color plateado. El espejo rodeado con dos hadas en tercera dimensión vestidas con un montón de colores metalizados me deja hipnotizada por un instante. Cierro los ojos. Dejo que ella se encargue de todo. Éste es el momento más esperado. Advierto una excitación incontrolada en el movimiento de sus manos. “Este color va con la blusa,” dice mientras saca algo de un cajón. “Éste para los labios te quedara fenomenal.” Empieza a peinarme. Estira mi pelo hasta jalar la piel de mi cara. Unos ligeros gestos de dolor se dibujan en mi boca. “Es la moda,” se justifica. Pasa como media hora haciendo de todo sobre mí. No me atrevo a abrir los ojos. Me entretengo adivinando por donde va y lo que hace escuchando los sonidos. “No abras los ojos hasta que te diga,” me dice en la oreja.
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Me ayuda levantar de mi silla tomándome por los codos. Me lleva hacia lo que sospecho es su armario. Abre la puerta. “Ya está. Ahora ábrelos.” Parece nerviosa. No puedo contener la expresión invasora de asombro; ¿Soy yo? Mi cabello castaño está recogido en una cola de caballo, lo ha esponjado, parece un sombrero decorativo colocado en la parte trasera de mi cabeza. Las puntas del moño inflado se pegan en el borde de mi rostro, formando pequeños picos enmarcando mis facciones. Mis ojos marrones oscuros delineados con negro parecen de gato por lo estirado. Mis párpados están plateados. Mi boca fucsia tiene una fina línea azul que dibuja el borde, exactamente del color de mis pantalones. “Estás preciosa. Vas a causar sensación. ¡Estoy segura!” Exclama muy alborotada. ¡Creo que eso no me va a gustar! Pienso. Me invita a sentarme en su cama y se apresura a arreglarse ella. Parece una eternidad. “¿Tú qué piensas de Juan Gernt?” Pregunto para pasar el rato. “¡Guapísimo! ¿Viste? Estaba ayer ahí en la salida de la escuela,” Me contesta con las horquillas entre los dientes, “todas las chicas andan locas por él. Me pregunto a quién anda acechando.” “¿No te parece peligroso?” tartamudeo ligeramente. “Tiene una banda que a veces busca pelea. Pero justamente eso es lo que lo hace tan sexy, ¿no? Además su padre es el general.” Me guiña el ojo. Evito a toda costa continuar con el tema. La conversación arriesga terminar igual que con mi madre. “¿Y Andrés?”
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“Oye tú te interesas en los mejores.” Me reprocha mirándome con sus grandes ojos entre cerrados. “No soy yo la que se interesa en ellos, sino lo contrario.” Me defiendo un poco indignada. “Pues qué suerte tienes entonces. Yo en tu lugar no la desaprovecharía.” Declara mientras se pone el delineador sobre el ojo. “Sueño con el día en que me pueda hacer uno permanente. Pero mis padres lo autorizan hasta los dieciocho.” Tuerce la boca para mostrar su desaprobación. Por ser un día especial los padres de Ángela nos prestaron el auto. Una vez que mi hermosa amiga se considera presentable, bajamos al garaje. Desconecta el auto escandalosamente amarillo y nos encaminamos hacia la fiesta. Aunque no es una muy buena idea, atravesamos la zona de escombros para llegar más rápido. Los edificios altos y esqueléticos parecen desplomarse sobre nosotros. Los cientos de ventanas rotas dejan un aspecto puramente apocalíptico. Unos cactus sobrevivientes parecen haber sido encajados con fuerza entre los pedazos de cemento agrietados, representan la única esperanza de vida después de un gran desastre. “Ya llegamos,” canta Ángela al ritmo de una de sus canciones preferidas. En la puerta de la fiesta hay un ambiente de desfile de modas con todos los chicos vestidos de colores muy vivos. Abundan los pantalones y faldas con LEDS. Las botas que brillan en la oscuridad. Y el pelo pegado al cráneo como si fuera un casco con relieves dibujados con los mechones largos, espirales, rallas y a veces hasta picos cónicos. Las caras desconocidas me causan un alivio fugaz. Ángela salta excitada de su asiento preparándose para salir como un cohete encendido. “¡Se va a poner buena!” Explota su voz llena de alegría.
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Las manos metranspiran. El estómago se me voltea. Me pregunto si mis piernas van a poder soportarme para andar. Con un gran esfuerzo intento olvidar mi apariencia que está en desacuerdo con mi verdadera personalidad. Una lluvia de dudas parásitas me visita brevemente. ¿Hice bien en aceptar los consejos de mi amiga? ¡Seguro me veo ridícula! ¡Todos se van a reír de mí! Respiro empujando esos tormentos hasta el piso. Quiero inmediatamente ahogar mi tonta confusión. Pero en cuanto reprimo mis miedos me atraviesa una corriente de culpabilidad. ¿No tengo ya suficiente con tanta tortura mental? La falta de confianza repentina en mi tan generosa amiga resulta una ligera traición. ¡Soy un desastre humano! Las ganas incoherentes de irme corriendo para refugiarme en mi recamara empujan a mis piernas a salir del auto. Pero no hay salida. Tengo que seguir mi plan. Énki, Ángela e Iván no me perdonarían si no llego. ¡Razona Ámbar! Me repito mientras avanzo hacia la puerta como si caminara sobre huevos y no tuviera derecho de romperlos.
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LA FIESTA
Llegamos a la entrada del club. Pasamos la puerta. Atravesamos las cámaras infrarrojas que se encargan de nuestra seguridad. Son las únicas desinteresadas en las apariencias. Dentro de la sala de baile me toma tiempo acostumbrarme a la penumbra. Mientras, siento decenas de ojos clavándose sobre mí desde todas las direcciones. Miradas que parecen hacerme cosquillas por todo el cuerpo. ¿Es mi fantasía? Me obligo a sonreír a las sombras indefinidas. Una lluvia de comentarios cae a mis espaldas. Intentan ser discretos pero no lo logran. “Está irreconocible.” “¡Mira! Se arregló.” “Parece otra.” “Hola Ámbar, que bien te vez,” resalta una voz conocida a mi derecha. Volteo. Ya puedo ver. ¡Es Andrés! Un tic nervioso ataca los músculos de mis muslos. ¡Cielos! Olvide pensar en esa posibilidad. Pero, a él no le gustan las fiestas. ¿Por eso la profesora de matemáticas me preguntó a la salida de las clases si yo vendría?, ¿Fue ella quien lo mandó? ¡Si! Estoy segura. La detesto multiplicado por mil. “Hola,” respondo secamente con una voz tímida. Obligo desesperadamente a mi boca rebelde a sonreír. Se niega. “Oye estás a la moda hoy. No te va mal. Tendrías que hacerlo más seguido así a veces te verías bonita,” termina su intento de cumplido. Andrés mira mi vestimenta de arriba abajo con detalle. Yo todavía no puedo sonreír.
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“Te queda muy bien esa blusa. ¿Quieres una bebida?” Agrega leña a mi fuego de manera muy imprudente. Toma mi brazo y me lleva casi por la fuerza con él sin esperar respuesta. Empieza mal la aventura. ¡No!, ¡Por favor! ¡No ahora! ¡Se supone que vine por otra razón! Me dejo jalar hasta el bar sin saber cómo salir de esta emboscada. La silueta magnética de Énki jala mi mirada hacia el otro lado de la pista. Mi corazón empieza a palpitar nerviosamente cuando lo veo muy implicado en una conversación con Lucía. Ella está vestida con los atuendos más provocativos de su guardarropa. Rasgan el límite de lo aceptable. Viene con una minifalda fluorescente, una blusa rosada que le deja la espalda casi desnuda. Sus pechos prominentes moldeados y medios desnudos atraen sin control la atención de cualquiera. La parte de arriba parece estar especialmente diseñada para dar la impresión de que con cualquier falso movimiento todo queda a la vista. Las miradas de los chicos de su alrededor se pegan como moscas sobre ella. Logran durante unos breves segundos ver a sus interlocutores. Los escuchan a medias. Estoy atrapada en la perfecta situación planeada con tanto esmero por mi profesora. Andrés está frente a mí. Intento arrancar de mi cabeza algún tema de conversación. No lo encuentro. Pienso racionalmente en practicar mis fallados ejercicios de sociabilidad. Me esmero arduamente en relativizar los sentimientos negativos que surgen en mí cuando veo a tan rígido personaje. Cada vez que abre la boca parece que escupe veneno. Tiene una puntería de alta precisión. Para seguir con mi plan empiezo mi arduo trabajo de auto convencimiento. ¡Ámbar, todo lo que sientes ahora está repleto prejuicios! Entonces tengo que negar activamente la primera impresión que tengo del chico más valorado de la escuela. Intento no verlo como alguien feo y muchas veces repugnante. ¡No puedo seguir con eso! Esos pensamientos no están popularmente aceptados. Si analizamos los detalles de su rostro minuciosamente
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llegaríamos a la conclusión de que tiene una cara muy guapa. ¿Guapa? ¡Sí muy apuesta! Bueno de esa belleza popularmente aceptada, totalmente material. Una vez terminado mi complejo proceso de autolavado mental. Decido hablar. “¿Qué tal Andrés?” ¡Que desastre! ¿Es a lo único que puedo llegar? Mi entonación es artificialmente amistosa. Afortunadamente él no parece darse cuenta de eso. Volteo hacia la barra del bar y miro un jugo multivitamínico amarillo delante de mí. Lo pidió él sin preguntarme. Trago un poco de saliva para apagar mi disgusto. ¡Los amarillos no los soporto! Finjo una sonrisa. La chica del bar me responde. ¡Felicidades! seguro esta sí me salió muy bien. “La escuela muy bien como siempre. ¿Y tú?” Existen dos posibilidades. Habla de la escuela porque es lo único que hace y le interesa. O lo menciona porque sabe que en ese terreno él es el mejor, o sea para aplastarme. Opto por la primera para eliminar mis opiniones negativas sobre él. “Bueno yo... No tengo mucho problema con las materias del momento. Pero... Pero cada vez que salgo de la escuela me siento bastante exhausta y a veces me pregunto qué es.” “Seguro tu cabeza,” me contesta fríamente volteando a ver su bebida. ¡Sí! ¡Tiene razón es mi cabeza! Pasa ese juicio como un látigo dejando fuera de combate mi poca seguridad. Automáticamente recuerdo el comentario de Lucía. Algo debe andar mal en mí. ¿Pero qué? ¿Cómo se me ocurrió otra vez hablar así? Supuestamente tengo que expresarme como todo el mundo.
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“¿Y me podrías decir qué mosquito mutante te picó?” Escucho a mis espaldas las palabras siempre reconfortantes de Iván, mi eterno salvador. Su voz para mí es inconfundible “¡Ámbar, casi no te reconozco!¡Déjame ver!” Agrega mi mejor amigo. Toma mi mano delicadamente y me hace dar una vuelta. “¡Pero si estás despampanante! ¡Eres una estrella! ¡Ay, me deslumbras.” Hace un gesto muy teatral para ilustrar su ultima frase. Y de inmediato me abraza como siempre. Unta un suave beso en mi mejilla. Mis pulmones se vacían como un globo. Llevaba algunos minutos casi sin respirar. Iván me ha rescatado interrumpiendo esta mediocre conversación. Es la segunda vez esta semana. Viene vestido perfectamente a la moda. Pantalones verdes limón con espirales negras en los costados. Un cinturón de LEDS rojos parpadeando al ritmo de la música. Una camisa gris con el cuello decorado con pequeños picos de caucho color oro. Y sus botas negras muy toscas. Las de siempre. Contrastan tanto con sus delicadas facciones de muñeca. “¿Me veo muy ridícula?” Le pregunto bajo aprovechando el volumen de la música. “¡Para nada! Podrás inscribirte al concurso de la reina de la fiesta.” Contesta con su sonrisa reconfortante. Aunque maliciosamente podría encontrarle miles de defectos a mi gran amigo. La hipocresía no es uno de ellos. Pero como se trata de un cumplido resisto a creerle. “¡Hola!” Una voz cálida y muy conocida para mi subconsciente me hacen voltear apresurada. “¡Énki!”
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Mi cara expresa alivio. Mis ojos no pueden voltear hacia ninguna otra parte. Su mano sobre mi hombro me plasma el mensaje 'si necesitabas ayuda, ya vine a rescatarte'. Seguramente tengo una sonrisa atolondrada. Todo mi cuerpo se relaja. Mis pies vuelven a pisar la tierra. Olvido por completo como estoy vestida. Tal vez Énki no tiene una belleza a la moda pero causa mucha sensación con las chicas a pesar de ser un Terra. ¡Sí! Puedo decir que a mí también me parece muy guapo. Es más me parece hermoso de esa atracción a primera vista. Él no es alguien especialmenteextrovertido, sin embargo no tiene miedo de nadie. Su encanto conquista a todos y al final la gente olvida sus prejuicios. Excepto mi madre, claro. Andrés es la luna fría. Énki el sol cálido y acogedor. “¡Qué bueno que viniste!” Celebra suavemente. Sus ojos fijan los míos. “¿Sí? Qué bueno que tú estás aquí,” contesto suspirando por el alivio. “Bueno ya es la hora de bailar. ¿Quieres empezar conmigo?” Me susurra a la oreja poniéndome la piel de gallina. “¡He! ¿Estás seguro? No soy muy buena en eso.” Volteo mis ojos para todas partes sin saber qué hacer. “No lo creo,” me anima muy convencido. Toma mi mano delicadamente. Caminamos juntos a la mitad de la pista. Sin saber quién decidió donde detenerse empezamos a bailar. Nuestras dos manos se entrelazan. Todo esto me pone los nervios alertas. ¿Hay demasiados ojos sobre mí? ¿Me los estoy imaginando? Las manos de Énki me ablandan el carácter poco a poco. Me contagio de la soltura de su cuerpo. La pulsación de su balanceo me invita a otra dimensión. Es fascinante la armonía que invade el
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espacio entre los dos. Todo eso ayuda a disolver mi timidez. Él es tan suelto, espontáneo y libre. Gradualmente logro entrar en el coordinado movimiento compartido y olvidarme de mi alrededor. Sus ojos negros me absorben como esponjas gigantes. ¿Pasa una eternidad? ¡No lo sé! Como diez o quince piezas musicales. De pronto me despierto del encanto. ¡Me dejé ir demasiado!¡Estoy alucinando otra vez! Hace un rato él estaba conversando con Lucía y ella parecía muy interesada en él. La música para. Sin notarlo me encuentro caminando hacia el bar. Mi cuerpo sigue el de él con el eco de los movimientos de la danza. Llegamos a la barra. Pedimos dos vasos de agua con burbujas. Los tomamos a grandes tragos como si regresáramos sedientos de una tremenda expedición. Mi cuerpo tiene dificultad para identificar la gravedad. El aire se ha apoderado de mis sentidos. Estoy en una dimensión donde el espacio rodeando mis miembros parece líquido. Una sorprendente sensación de poder volar me invade. ¡Con miedo la aplasto! “Bueno ahora me toca a mí. ¿No?” Ordena Andrés. Se activó el impresionante dispositivo magnético incorporado a su cerebro. Ha sido programado por su madre para seguirme por todas partes. “¿He?” Expreso atontada. Quiero quedarme ahí contemplando todas esas sensaciones tan exóticas. Sin esperar Andrés toma mi mano con sus típicos modales ásperos y abruptos. Me jala a donde él quiere y empieza a bailar. Yo me quedo paralizada, tensa. Esto es una agria sorpresa. La diferencia entre lo que he acabado de vivir y lo que ahora está adueñándose de mí es tan radical. Una corriente de bochorno pasa por mi garganta al ver sus espinosos movimientos corporales. Son torpes y sin pudor. Tratan 40
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de seguir el ritmo de la música y fallan. Mis ojos cobardes se niegan a verlo de frente. “¡Dale, baila!” Vuelve a ordenar. Aplaude enfrente de mi cara para animarme como a un perro que está entrenado para hacer piruetas. “Hay disculpa,” expreso. Le paso una mirada fugaz y avergonzada. No sé si toda esa confusión se origina en mí o en su actitud. ¿Es normal que él haga todo eso? “Podrías ser un poco más espontánea,” exclama. Baja la cabeza para interpelar mis ojos deslizados hacia abajo. “Sí claro,” sonrío forzando. Mi cuerpo entra en otra extravagante sensación. El aire brutalmente pasa del estado líquido al estado sólido. Su espesura me obliga a luchar contra él para poder mover alguna de mis extremidades. La hermosa eternidad toma otra medida temporal. La prisa por que termine este suplicio me invade. Al pasar dos piezas musicales decido intentar alguna huida. ¡Quiero irme a otra parte! Mi mirada afligida busca a Énki. Empiezo a sentir desesperación. Él se había comprometido a no dejarme asfixiar entre la gente. Después de recorrer con mi vista cada rincón de la pista de baile lo identifico en el otro extremo. ¡De verdad es maravilloso! Me quedo absorta viendo su cuerpo volátil dejarse mover con la resonancia de los seres de su alrededor. Cada balanceo es consecuencia de todo su entorno. Está conectado a todo y todos. Una punzada en el estómago me llega por sorpresa cuando noto que está compartiendo el baile con Lucía. Cuando la miro acercarse y frotar sus pechos contra él la garganta se me cierra. Las piernas se me doblan amenazando dejarme tirada entre los pasos agitados.
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EL ÚLTIMO BOSQUE
Lucía lo besa en la boca. El piso se abre bajo mis pies. Unas ganas terribles de dejarme caer y llorar a mares me invaden. Mis pulmones se paralizan y el aire me empieza a faltar. ¡Tengo que salir de aquí inmediatamente! ¡No puedo quedarme más! Mi pecho se comprime amenazando parar con mi existencia. “Discúlpame Andrés. Tengo que irme,” balbuceo jadeando. “¿Qué? ¿Me dejas aquí plantado?” Su mirada está llena de furor. “Me siento un poco mal. Tengo que salir a tomar el aire.” “¿Te sientes mal? Pero si estás en una fiesta. Tienes que sentirte bien, no mal.” Abre los ojos y encoje los hombros sin entender. “Perdón. Tengo que salir.” Me dirijo a la puerta tratando de controlar la diarrea de lágrimas que amenaza con explotar. ¡No puedo llorar aquí! “¡Ámbar!” Grita Andrés enojado. No le hago caso. En el camino hacia la puerta aparece Alía, la hermana de Énki. La miro a los ojos. Ella me sonríe. Con un impotente esfuerzo intento corresponderle. Mis ojos ya están por escupir las lágrimas. ¡Tengo que salir inmediatamente! “¿Ámbar, cómo estás?” Alía me toma por el brazo. Ha notado mi perturbación. “Hola, me siento un poco mal. Creo que tengo que volver a casa.” “¡Espera! No puedes irte sola a esta hora, es peligroso. Voy a llamar a Énki para que te acompañe. Espera aquí.” Me suelta y se encamina apresurada buscando a su hermano. Su vista viaja sobre las cabezas de los danzantes. 42
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“¡No! ¡Énki no! Énki...” Medio grito con el poco aire que logro exaltar. Ya no me escucha. Se aleja.
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EL BESO
Corro hacia la salida. La urgencia gobierna mis piernas. Atravieso la masa de gente empujándola de manera contenida. ¡Tengo que irme de aquí lo más rápido posible! Es lo único que logro pensar. Salgo de la puerta. Me echo a correr. No quiero ver a nadie, mucho menos a Énki. Estoy aturdida por todas las sensaciones desagradables en mi cuerpo. No puedo contener más las lágrimas. Una tormenta de espasmos invade todo mi pecho. Después de mantener la carrera un buen rato me pongo a caminar en dirección de mi casa. Miro hacia el piso para no perder su apoyo. La blusa gris que llevo está totalmente mojada de sudor y lagrimas. Quedó casi transparente. Choco con un cuerpo imponente y firme aparecido de la nada. Estaba tan hundida en mi tormenta que no lo vi llegar. Me impide el paso. No soy capaz de asustarme. No me atrevo a alzar la cabeza y mirarlo. Algo en mí mantiene mi posición congelada. Estoy perpleja. Siento un pecho musculoso y desnudo sobre mi frente. “¡Mira! ¡Mira! ¡Qué sorpresa! ¡Qué buena idea! Nunca pensé que tomarías tan en serio lo de nuestra próxima cita, preciosa.” La voz ronca me susurra agresiva demasiado cerca de la oreja. “¡Qué bonita te pusiste!...¡Gauw!...¿Me estabas buscando? ¿Qué te pasó? ¿Tu amigo ya no te quiere? ¡Sabes yo lo tengo más grande que él! ¿Quieres ver?” Su aliento alcoholizado me ayuda a darme cuenta del problema en el que me encuentro. “Déjala, puedes buscarte muchos problemas si te metes con ella,” una voz a mi derecha un poco alejada lo interrumpe. Me arriesgo a alzar la cara. Justo enfrente de mí, dos ojos verdes aguileños se plantan en los míos. ¡Juan! Su pelo rubio despeinado acentúa más la impresión amenazante de su presencia.
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Volteo tratando de buscar una salida. Estoy rodeada de pandilleros. Me empiezo a acalambrar. Mi estómago empieza a contraerse. El corazón comienza a acelerarse seriamente y mis lágrimas se congelan. “¿Qué?” Grita Juan con su voz grave, alzándome la barba. “¿Problemas por ella? Si es para mí. Ya lo sabe. Toda para mí.” Sonríe. “¿Quién piensas que soy? Yo soy el jefe ¿no? ¿O qué, tú vas a empezar a darme consejos?” Continua con voz amenazadora. Todos dejan un silencio aterrador invadir la atmósfera. Poco a poco me empiezan a cercar una decena de chicos. Todos vestidos como Juan. Forman una rueda impermeable a mi alrededor. Estoy acorralada. Mi cuerpo empieza a estar invadido por un pesado sentimiento de rendición. “He cabrones, ésta es para mí. Ya desde hace un rato,” explicita Juan con una señal muy imponente. “¡Ámbar! ¡Ámbar!” Es la voz de Énki a lo lejos. Aprovecho el golpe de adrenalina que me provocó la última frase de Juan. La presencia de Énki me da una salida. Tomo el coraje de empujar el pecho soberbio de mi acosador. ¡Inútil! Estoy cercada con sus brazos. Volteo con dificultad hacia mi amigo quien viene corriendo a una velocidad espectacularmente rápida. “¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!” Se voltea el jefe de la banda hacia mi amigo. Inclina su rostro amenazante. No me suelta. “¡Déjala Juan! No puedes seguir con todo esto,” le ordena Énki. Mi protector ya no está muy lejos. 45
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“¡Ah! ¿Ahora tú me lo dices? ¿Ahora tú vas a decir lo que tengo que hacer? Maricón primitivo. ¡Vete a bailar, es para lo único que sirves!” Empieza a imitar a Énki bailando. Me balancea entre sus brazos como una muñeca de trapo. “Juan, no te metas con él. Lo sabes bien,” le advierte nervioso uno de sus compañeros. “¿Qué es lo que sé bien?” Pregunta Juan tensando sus músculos debajo de su chaqueta. “¿Que es un Terra apestoso? ¡Claro que lo es! ¿Que lo único que le interesa es moverse como un verdadero amanerado ridículo? ¡Claro que lo sé! ¿No me vas a decir que eres tú quien plantó aquí a esta preciosa?” Suelta una risa ahogada. “¿Éste es el que te hizo llorar princesa?” Su nariz roza la mía. “¡Énki!” Sale de mi boca casi paralizada. Volteo a mirar a mi amigo con dificultad. Busco desesperada en el fondo de sus ojos una alternativa. Énki empuja a los miembros de la banda para abrirse paso. Yo me deslizo bajo los brazos de mi predador y me alejo lo suficiente. Inmediatamente mi salvador se pone entre él y yo. “Juan, por favor,” su voz es firme, suave y un poco suplicante. “Ámbar es para mí, aunque ella no lo quiera,” afirma el rubio. Juan trata de alcanzar mi brazo. Énki se mueve rápidamente para impedirlo. “Ámbar no es de nadie,” replica Énki enérgicamente. “¡Juan, déjalo! ¡Ya déjalo!” Grita un pandillero haciendo pasos inseguros hacia atrás. “¡No!, ¡no!, ¡no! Este ahora es para mí también.”
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Abre las piernas y se prepara para pelear. Su ira irracional envía un puñetazo hacia mi protector. La mano de Énki me empuja enérgica para hacerme a un lado. Su intención es protegerme. Casi caigo de nalgas sobre la calle. Difícil de ver por lo rápido. Énki esquiva el golpe. Deja a su contrincante humillado. La rabia animal del rubio se inflama. Entonces se deja llevar por completo por sus instintos de macho dominante. Se avienta enfurecido hacia Énki. Lanza con todas sus fuerzas sus dos puños hacia la cara de mi protector. La respiración se me bloquea. Énki se hace a un lado a una velocidad más rápida de lo asimilable por un ojo normal. No pierde por nada su concentración. Está imperturbable. La pelea no altera sus emociones parece ser algo puramente practico. Inmediatamente sigue con una serie de movimientos parecidos al aikido. Son rápidos, hábiles y muy precisos. Una patada esquivada, un brazo retorcido y un empujón. En un abrir y cerrar de ojos Juan termina sobre el piso con la cara aplastada contra el pavimento. Inmovilizado contiene como puede los gritos de dolor. Su orgullo está gravemente dañado. Intenta con fuerza no pedir clemencia. Énki coloca suavemente su mano libre atrás del cráneo de Juan. “¡No! ¡No lo hagas! ¡Déjalo!” Diez voces gritan simultaneas, aterrorizadas. Juan queda inerte sobre el asfalto. Ha sido patéticamente vencido en medio de su propio territorio. Mi estomago se contrae por el miedo de ser testigo de algo mucho más grave que una simple pelea. Los chicos empiezan a hacerse hacia atrás preparando su huida. Dos de ellos se lanzan desesperados sobre Énki. Sus instintos tribales y su patético orgullo los ha dominado. Otra vez. Dos patadas esquivadas. Unos puñetazos desviados. Uno de los atacantes cae sobre el piso. El otro sale proyectado y
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casi se tropieza. Los movimientos puramente prácticos pero increíblemente rápidos de Énki se manifiestan en una explosiva reacción en cadena. Son tan precisos que parecen quirúrgicos. Finalmente, mi amigo jadeando por el esfuerzo los clava vencidos sobre el piso. Uno tiene el brazo torcido en la espalda y el otro a su lado tiene el pie de Énki sobre la garganta. A los dos se les salen torrentes de pánico por los ojos. Con su mano libre mi amigo roza la base del cráneo de cada uno y los deja inmóviles también. Mi estomago se vuelve a contraer. ¿Qué les hizo? Los demás estaban observando a distancia segura. Se echan a correr como pollos sin cabeza hacia todas las direcciones. Con cada paso se les escurre la cobardía que siempre tratan de esconder en una envoltura bestial de violencia injustificada. Mientras me pregunto si realmente estoy ahí Énki me agarra de la mano. “¡Corre conmigo!” Dice casi gritando. Nos lanzamos en un carrera hacia mi casa. ¿Qué había pasado? ¿Los había matado? El estómago se me sale por la boca. Las piernas aunque corremos a una velocidad anormal no las siento por el miedo. ¿Cómo era posible avanzar tan rápido? ¿Estoy soñando? En pocos minutos ya estamos enfrente de mi casa. Normalmente me hubiera tomado media hora. Un cúmulo de preocupaciones y horror invaden mi cuerpo. Con los ojos llenos de lágrimas y terror volteo hacia Énki. “¿Los mataste?” Él exhausto mira hacia el piso un momento sin saber qué contestar. Está profundamente perturbado. “¡No! Solo los dormí por un rato y ya deben estar por despertar.” Jadea más que yo. No puede ocultar su propio sobresalto. 48
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Voltea con sus ojos penetrantes hacia los míos mostrándome que no miente. “¿Los dormiste?” Le pregunto confundida. ¿Cómo hiciste todo eso? “Tengo que explicarte todo, pero con calma. Es algo difícil de revelar y no sé si vas a creerme,” responde apurado. Su mente está revoloteando por todas partes y no sabe muy bien cómo calmarla. “¿Creer? ¡Lo que ha pasado enfrente de mis ojos es incomprensible! ¿Cómo pudiste moverte a tal velocidad? ¿Cómo pudimos correr tan rápido? ¿Cómo pudiste dormir a esos pandilleros tocándoles la cabeza? ¿Estoy soñando?” Mis preguntas confusas se aproximan a reproches. Muevo la cabeza por todas partes tratando de encontrar respuestas desesperadamente. “¡No! No estás soñando,” contesta con la mirada perdida, sin saber muy bien cómo explicarlo todo. Me pellizco el brazo para comprobarlo. ¡Me duele! ¡No estoy soñando! Tal vez estoy alucinando otra vez. Paso unos minutos viendo hacia el piso tratando de calmarme. Mi respiración está muy agitada. Por fin llego a la coherencia suficiente para poder entrar a mi casa. “Gracias por protegerme, de verdad lamento haberte interrumpido de...” Mis lágrimas empiezan a asomarse. Doy media vuelta y me dirijo a la puerta con la cabeza inclinada. Le digo gracias otra vez. Entro agobiada. Subo las escaleras sin fijarme bien. Entro en mi cuarto y me dejo caer sobre mi cama.
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“¿Por qué regresaste tan temprano? Pensé que te quedarías a dormir con Ángela.” Pregunta mi madre gritando con voz adormilada. “La fiesta estaba muy aburrida. Me voy a dormir. Hasta mañana.” Contengo la respiración para que mi tono parezca normal y tranquilo. Me coloco mi sonda de oxígeno y me quedo un buen rato sin poder parpadear. ¿Qué me hubiera pasado si Énki no hubiera llegado? Intento relajarme pero en mi cabeza no dejan de pasar todas las imágenes de esa noche. Han pasado tres horas en las que doy vueltas entre mis sabanas. Mis ojos empiezan a aceptar cerrarse. Por fin duermo.
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LA RESERVA
Lunes. Mi mente pasa de una imagen a otra tratando de encontrar la coherencia. Siento mi cuerpo pesado y sin energías. A veces lloro. En momentos me lleno de miedo. La posibilidad de tener esquizofrenia o alguna otra enfermedad mental que hace alucinar me aterra. Hasta ahora no logro identificar el límite entre lo real y lo imposible en todo lo que viví el sábado. Bajo a comer a medio día, aparentando que todo estaba bien. Invento un monto de excusas para hacer creer que solo estoy un poco desvelada por la fiesta. Mi padre, absorto en sus pensamientos de trabajo y mi madre escucha las noticias de la semana, no notan nada. ❀ Hoy me levanto con los ánimos un poco más dinámicos. Tengo la esperanza de que Énki durante la pausa me ayude a entender lo suficiente para recuperar mi tono de vida normal. O anormal. Mejor dicho, normalmente anormal. Me visto con un traje deportivo sin fijarme en los colores. Cepillo rápidamente mi cabello sin darme cuenta hasta después de que lo que hice. Todo pasa como en un sueño, como si entre la realidad y yo existiera una pared espesa de caucho sintético transparente. Paso ausente las clases de la mañana divagando en mis imágenes mentales desordenadas. El murmullo de los profesores y mis compañeros se escucha a lo lejos, como un fondo que no alcanza a alterar el curso de mis preguntas existenciales. “Te ves fatal,” Iván me frota la espalda para animarme. Ni siquiera la sorpresa me hace saltar.
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“Te desapareciste de la fiesta sin decir adiós, Ángela está enfurecida.” Continua mi amigo. ¡Oh, no! ¡Olvidé por completo tomar en cuenta a Ángela y nuestro plan para dormir juntas! ¡Ni siquiera le llamé para disculparme! No estoy segura si he hablado en voz alta o solo pensé. “Ay, lo siento,” respondo ausente. “¿Qué fue lo que pasó? Énki nos contó que te saliste de la fiesta como un proyectil. Tuvo que acompañarte a tu casa. Por fortuna nos avisó de que estabas bien.” ¿Entonces no les contó lo que paso con Juan, o tal vez no pasó nada? Empiezo a sentir punzadas en el vientre. “No tengo idea de lo que me pasó,” le digo con los ojos en el vacío. “Bueno parece que no es un buen momento para hablar de eso ,” me da un beso en la mejilla. “Cuando te recuperes piensa en darle una explicación a Ángela.” Me guiña el ojo y se va. La hora de la pausa mayor llega y todo mundo sale como si fueran explosivos al corredor. Yo me levanto desfasada en el tiempo. Mi velocidad es la de un caracol. Guardo confundida mi pantalla. Salgo sin darme cuenta que pasé la puerta. Bajo las escaleras poniendo una obsesiva atención en cada escalón por miedo a perder el equilibrio. Me topo en el patio con Andrés quien pasa con su rígido caminar casi rozándome el hombro. Me evita la mirada. ¡Él también está furioso! No puedo reaccionar, así que me voy desatenta al banco de costumbre. Es un día soleado como la mayoría. Lo noto vagamente. Verifico automáticamente si tengo mi sombrero puesto. Dejo caer mi trasero sobre la placa de cemento duro del siglo pasado. Como un zombi sin rumbo me quedo
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mirando al horizonte. No tengo almuerzo, me percato hasta después de un rato. Estoy sentada absorta en mi confusión. ¡No tengo apetito! El tiempo pasa tan lentamente. Aparece Énki de la nada. Me doy cuenta de que está a mi lado hasta que ya está sentado. Años luz de distancia me separan de él. Tengo la ligera y frágil esperanza de que él pueda apretar el botón para encender mi cabeza. Mis intestinos están hechos nudos. Volteo buscando su mirada entre mi neblina mental. Bajo mis ojos alternando entre el horizonte y él. Veo sus manos temblando, lo asocio más a mi estado de ánimo que al de él. Evito abordar algún tema de conversación pues no confío en mi percepción de la realidad. No tengo idea si todos esos eventos que recuerdo pasaron en mi cabeza o fueron reales. Me quedo callada y pasiva esperando, mantengo mi vaga mirada sobre la suya. Después de un rato, él baja la cabeza para abrir torpemente la bolsa de su almuerzo. En el trascurso de la tarea se queda inmóvil viendo hacia el piso. “Ámbar tengo que explicarte algo. Es muy difícil para mí... No sé si me vas a creer... Puede que te asustes.” Su pie rebota nerviosamente sobre el piso de cemento agrietado. Mi vientre se encoje más. No deja mucho espacio para respirar. “¿Qué es? Dime que no estoy loca te lo suplico,” jadeo entre dientes. Giro mi cabeza lentamente. “Sabes, lo que pasó la noche del sábado fue algo que normalmente no tendría haber hecho en público,” me confiesa con una voz tambaleada. La imagen de Lucía besándolo se pone en primer plano dentro de mi cabeza.
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“Hablo de lo que pasó con Juan,” me aclara después de haberme leído una gran confusión en mis pensamientos. “¡Pero me protegiste! ¿O estuve alucinando?” Le murmuro suavemente. Intento encontrar alguna referencia positiva para la conversación. “¡No fue un sueño! ¡Todo fue real! Fuiste testigo de algo que no todo mundo tiene que saber sobre mí.” Limpia el sudor de sus manos restregándolas nerviosamente sobre su pantalón azul de fibra natural. “Hablas de...” “¡Sí! De esos movimientos tan rápidos y la manera en la que dormí a Juan y sus amigos,” agrega frotándose intensamente las manos esta vez sobre la parte superior de sus brazos. “¿Fue real?” Le pregunto perturbada. “Sí fue real... No soy una persona normal, tengo características especiales...” Se queda en una larga pausa dudando continuar. “No soy el único... No sabemos muy bien cuántos hay ahora como yo, pero es seguro que por lo menos aquí somos dos,” afirma temblando. Sus palabras están entrecortadas, sus pulmones exhalan una profunda aflicción. “¿Qué es?” Lo interpelo con urgencia. Mis ojos buscan los suyos. No logro mantener la mirada por mucho tiempo. Vuelvo a ver hacia el piso. “Existen personas que tenemos el cerebro y la fisiología diferente que la mayoría, esto nos permite ser más rápidos en
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percibir el mundo y en nuestro potencial para actuar. Y... Tenemos capacidades especiales,” su voz tropieza. “¿Cuáles capacidades?” Vuelvo a verle los ojos zigzagueando mi mirada sin querer. “Es complicado...explicarlo ahora,” deja una pausa para reflexionar. “He hablado del asunto con mi abuelo. Quisiera invitarte a la reserva para que lo conozcas y él te explicará en persona. ¿Te gustaría?” Contiene gravemente su respiración, como si una respuesta negativa representara una gran fatalidad. Me quedo unos minutos en silencio tratando de asimilar la idea de que alguien que parece tan normal en realidad no lo sea. “¡Sí, claro! Me encantaría conocer a tu abuelo,” formulo tropezando. ¿Qué es todo esto? Una exhalación ruidosa y extravagante de alivio se escapa de su boca y su nariz al mismo tiempo. Sus hombros y brazos se relajan cayendo desplomados sobre sus piernas compactas. Sueltan ruido seco. “¿Cuándo?” Pregunto. “Lo más pronto posible.” Se vuelve a tensar, aprieta sus labios impidiéndoles ser imprudentes. “Ámbar...tú también tienes esas características.” “¿Yo? ¡No, eso no puede ser!” Me levanto asustada. Casi grito conmocionada, pero me contengo a tiempo. “¡Yo no soy extraña, no!... ¿Cómo puedes decir eso?” Me domina la irritación saliendo de su hondo escondite para protestar. Disciplinada tomo el tiempo para reprimirla tomando
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conciencia de que Énki está en la misma situación. De pronto me siento abochornada por haberme expresado de esa manera. “Ámbar...” Me toma por la mano y la jala delicadamente invitándome a tomar asiento otra vez. “Todo eso no es negativo, es valioso ser así.” Me desplomo sobre el banco aturdida. “¿Te acuerdas cuando regresamos corriendo a tu casa? No es normal correr tan rápido como tú lo hiciste. Tienes que venir a ver al abuelo lo más pronto posible.” “¿Por qué? ¿Es peligroso?” Volteo a observarlo agudamente. “¡No! ¡Bueno sí!... ¡Un poco!... ¡Depende!” Tropieza con su voz, mientras sus ojos divagan por todas partes tratando de encontrar palabras que no me alteren. “Los poderes no son peligrosos, pero... Con ellos vienen fragilidades y ésas sí son peligrosas para ti. Puedes arriesgar tu vida en ciertas circunstancias. El abuelo tiene que verificar si de verdad los tienes y enseñarte a protegerte.” “¡Tengo miedo! ¿Qué es todo eso?” Mi voz empieza a estar llena de emociones revueltas. Una mezcla de enojo, angustia, excitación y perplejidad. Dejo caer mi cabeza sobre mis manos, esperando que ellas puedan impedir a todos estos sentimientos girar alborotados en mi alma. “¿Tiene que ver con esquizofrenia?” Me volteo a verlo después de un rato. Casi lloro. “¡Claro que no! Te he dicho que es positivo, no es una enfermedad, es una habilidad. Tienes que comprender,” me implora tomando mis los hombros y me sacude con una desesperación muy contenida. “¿Cuándo puedes ir a la reserva?”
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Me suelta rápidamente al darse cuenta que las emociones lo han dominado. “Voy a preguntar a mis padres,” formulo tomando conciencia de su inquietud. “Sí por favor, lo más pronto posible. ¿Te puedo llamar en la tarde?” Me mira suplicando. “Sí, pero mi madre...bueno no importa. ¡Sí! Llámame a mi pantalla personal, la mantendré encendida.” Tímida pasa por mi mente la opción de preguntarle a Énki sobre Lucía. La aterradora posibilidad de una confirmación me viene acompañada por unas ganas insoportables de vomitar. Mis ojos empiezan a llenarse de agua salada. Me quedo callada, concentrada, ahogando mis emociones. Nos despedimos. Me alejo aturdida cargando una bola de sentimientos contradictorios mezclados con ideas invasivas. Mi interpretación de la realidad está gravemente distorsionada. No soy capaz de ver el camino por donde ando. Me encuentro de repente enfrente de la puerta de la dirección. Volteo para encaminarme a la clase. Llego al baño. ¿Qué es todo eso? ¿Qué es todo eso? Mi cabeza se queda atorada en esa cantata sin poder tomar otra dirección. ❀ Me costaron días de negociación con mi madre para obtener su permiso para ir a la reserva. Su gran número de prejuicios resultó más grande de lo que había imaginado. ¡Ese muchacho parece muy amable, pero uno nunca sabe! ¡Igual parece un poco raro! ¿Has visto su manera de ver a la gente? ¡Parece inquisidor! ¡Debes tener cuidado! ¡Los Terra tiene costumbres todavía muy rústicas, muy folclóricas por no decir primitivas! ¡Sabes ellos tienen creencias...!
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Después de haber dejado chorrear toda su diarrea ideológica sobre mí hasta agotarse. Lo logré. Encontré una manera de hacer corto circuito en su torcido cerebro. Usé como ingrediente principal el racionalismo. Le dije, ¡Sí madre, pero solo voy a comer, no me voy a mudar a vivir con ellos! ¡Es muy bueno conocer todas las culturas primitivas eso amplía tu conocimiento sobre el mundo! ❀ Es el sábado tan añorado. Me despierto con una mezcla de excitación y miedo. ¿Qué es lo que me va a decir el abuelo? ¿De verdad soy tan rara? ¿Será una enfermedad? Paso la mañana impaciente deseando que llegue la hora del almuerzo. En cuanto el reloj cambia a las once en punto tomo mi mochila y mi sombrero. Como rayo bajo al garaje y sin decir adiós me voy hacia la reserva. Toma una hora llegar en bicicleta hasta el borde. Es necesario atravesar una parte de escombros, una gran parte de la ciudad y un tramo de desierto. Tomo los caminos vigilados, hoy no podría soportar un enfrentamiento con Juan. A unos metros de distancia ya se puede sentir el aire fresco, húmedo y perfumado por la última tribu de árboles de la región. La orilla está marcada por los encinos pequeños recién plantados. Al fondo los troncos son cada vez más altos, las copas más frondosas. Llego a la entrada de la reserva. *Reserva Natural y Cultural Textlan. Ésta es tierra autónoma, por favor tenga precaución, pida permiso e instrucciones en la oficina de información* dice el letrero. Dejo mi bicicleta estacionada en la entrada. Me dirijo directamente y con una prisa injustificada a la oficina de información. Es una tienda de artesanías Terra. Mi vista vuela alocada hacia las canastas buscando nuevos modelos para mi colección. Es una manía difícil de controlar. Mis manos humectadas por la nerviosa transpiración empiezan a secarse con las pequeñas ráfagas de
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viento que se filtran entre los arboles provenientes del desierto. Siento unas ligeras cosquillas entre los dedos. ¿Qué puede ser todo esto? ¿Qué me está pasando? Me repite mi cabeza por milésima vez. Nunca había entrado sola a la reserva. Recuerdo vagamente la visita formal y superficial en el cuarto grado de primaria, desde entonces nunca me he atrevido a volver a ingresar. Cada fin de semana vengo a escondidas a la orilla a purificar mis pulmones. Siempre me ha perecido un lugar sagrado y misterioso. Me imagino que los prejuicios de mi madre me han creado un sentimiento de peligro injustificado hacia este lugar. Una mujer joven embarazada, de unos veinte años de edad, me mira parada detrás de un mostrador de madera. Su pelo largo está recogido sobre su nuca. Lleva puesta una túnica de tela natural rojo escarlata. Sus ojos jalados son muy negros. Sus pómulos son prominentes y su nariz ligeramente ancha como la de Énki. Su piel está bronceada. La pequeña oficina tiene los muros redondeados y rugosos, los rayos del sol se reflejan sobre el blanco mate de su revestimiento. Es la luz que logra atravesar las espesas barreras de hojas de los arboles adolescentes, los jóvenes guerreros que protegen la entrada de la amenazante sequedad del desierto artificial, esos millones de kilómetros cuadrados desolados, devastados con tanto esmero por el hombre moderno durante los últimos siglos. La mirada de la mujer me indica que me estaba esperando, como si ya me conociera. Se acerca a mí con un paso tranquilo y una sonrisa brillante. “¿Tú eres Ámbar?” “Sí, busco a Énki. ¿Me puede decir por favor dónde lo puedo encontrar?” “Te están esperando en su casa.”
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La amabilidad de su voz me intimida. Bajo la cabeza un momento hacia el piso como si de él quisiera una explicación. Las maneras tan cálidas y familiares de una completa desconocida propulsan un dolor punzante en mi pecho. Eso no debe tener su origen en el presente sino en un pasado lejano. La suavidad de esas palabras y de esa mirada revelan dentro de mí una herida cuyo dolor es tan constante que ni siquiera conocía su existencia. La de ser bienvenida. “Sigue este camino,” continua ella después de una ligera pausa. “En la segunda vereda gira a tu derecha, síguela, pasaras una casa de un azul muy brillante. Énki te espera en la segunda casa blanca después de esa azul. Su casa tiene una puerta roja. Ten cuidado con los perros,” me advierte con detalle. “Si alguno te ladra continua caminando. No son peligrosos, recuerda que nunca hay que gritarles, ni verlos a los ojos —me instruye cariñosa. Sabe que no estoy acostumbrada a los animales en general. Desde la pandemia están prohibidos en la ciudad protegida. Me encamino.
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VIVA
Cada paso sobre la vereda acolchonada por el polvo suelto me da la sensación de entrar en otro mundo. En una realidad tan suave como el piso, como la voz de esa mujer. Esto es como viajar a un pasado que de alguna manera nunca existió, un pasado que yo hubiera deseado. Los arboles adultos y viejos son enormes. Con sus ramas cosquillean al cielo azul, seco e imponente. Están unidos a través de él al vasto desierto amenazante, un abismal cementerio de raíces muertas. Los troncos gigantes repletos de hojas verdes cooperan arduamente con una intensidad jamás vista. Acogen y mantienen vivas a las pocas especies vegetales y animales sobrevivientes de la tremenda guerra en contra la naturaleza. Estos colosos protectores follados contrastan vergonzosamente con los arboles modificados de los patios de la ciudad protegida. Las perfectas decoraciones de vida artificial aquí se verían ridículas. La hierba parece saludar desde la orilla del camino, es salvaje. Cada pequeña rama de pasto tiene un tamaño diferente. No han sido víctimas de la mutilación constante de las maquinas podadoras. Cada una conserva su propia personalidad. Un ligero olor a quemado llega ocasionalmente hasta mis narices. Volteo. Descubro la puerta roja que busco entre los muros redondeados de las paredes blancas e irregulares. El fondo tan ensoñado da soporte a la silueta de mi amigo. Énki está sentado en el borde de uno de los dos escalones de piedra de la entrada. Talla muy concentrado una pequeña rama con un cuchillo. Sus pantalones grises de tela natural exponen orgullosos unos cuantos agujeros alrededor de las rodillas. Su camisa blanca con mangas cortas contrasta con la piel morena de sus brazos ligeramente musculados, nunca los había visto. Al sentir mi último paso, Énki voltea desnudando sus dientes para deslumbrarme con una de sus sonrisas sinceras, únicas. Una
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corriente eléctrica aflora la piel de mis antebrazos al verlo levantarse de su asiento y venir hacia mí. “Qué bueno que estás aquí,” exclama. Deja emanar su alegría. Me contagio de esa vibración tan intensa. Toma mi mano, con la misma suavidad de esa noche de fiesta. Me invita a entrar a su pequeña casa con un ademán sutil. Subo los escalones de piedra acomodadas minuciosamente. Intento no desplazarlas, pero están bien fijas entre la tierra. Un delicioso olor de madera impregna mi nariz. Viene de la puerta, del techo, de los muebles y de las curiosas ventanas con pequeños cuadros de vidrio de formas muy variadas. Mi primer paso en el interior suelta un ruido ensordecido. El piso es de tierra, parece estar cubierto de una capa grasosa y brillante. De él se desprende el mismo aroma a cera natural del pedazo de vela que encontré hace un año en el almacén de desechos reutilizables. En el centro de la pieza hay una mesa blanca rodeada de sillas con formas diferentes. Cinco platos hondos esperan sobre ella. Son idénticos a esos de las fotos del siglo pasado. Un hilo de perfume a hierbas me jala la vista para descubrir la cocina integrada a la pieza central. Está hecha con cilindros de metal muy parecidos a los antiguos barriles de petróleo. Se conectan a unos tubos que forman unas curvas misteriosas dirigiéndose hacia el techo. A su lado hay una canasta con un montón de ramas delgadas y secas. Me quedo atónita mirando ese artefacto tan particular. “Es una estufa de leña económica que al mismo tiempo calienta agua para lavar los platos. Después, esa agua usada se va a un estanque lleno de plantas purificadoras. Luego la utilizamos para regar la hortaliza y los arboles de las orillas,” explica Énki con mucha pasión.
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Por haberme enfocado de manera tan obsesiva en la cocina no noté a la señora trabajando enfrente de ella. Su delantal está lleno de flores rojas y rosas. Sus movimientos de pronto me sacan del ensueño. Una visión no sé si futurista, ancestral o las dos. Después de haber terminado con sus tareas tan coordinadas y precisas voltea hacia mí como si me conociera desde hace años. Por primera vez veo en la boca de otra persona la misma sonrisa de Énki, me quedo inmóvil. La misma nariz, los mismos pómulos saltados, ojos miel, la mirada penetrante, su piel ligeramente más clara. Sus acciones armoniosas y muy delicadas parecen ser parte de un baile que sigue el ritmo de alguna música inaudible, suave y cadenciosa. No hay duda es la madre de mi amigo. Como flotando a unos milímetros del piso se acerca a mí, y con una voz muy clara me da la bienvenida acompañando su frase con un beso sobre mi mejilla. Sus ademanes son tan bien intencionados. Siento en ella un calor maternal que nunca había sentido en la vida real. Después de tan delicado saludo alza la voz para llamar a Ália y José. Este último según mis cálculos es el padre de Énki. José sale primero. Es un señor fuerte, alto y vigoroso. Sus ojos son negros y la piel alrededor de ellos está ligeramente arrugada. Su ropa es toda gris de tela natural. También tiene algunos agujeros en las piernas de su pantalón. Se acerca a mí amistosamente. Me ofrece la mano abierta para saludarme junto con una sonrisa tímida. Atrás de él espera Ália, pequeña, delgada, bonita y con una mirada muy amable. Tiene dos años menos que yo. Su cabello es ligeramente rizado y sus ojos son de color miel. Me hace una señal alegre con la mano para saludarme. Sonríe de manera contenida. Recibo una invitación insonora a sentarme a la mesa. “¿Quieres té?” Me ofrece la señora. Asiento con la cabeza y recibo mi taza directamente. Un vapor aromático invade mi nariz. Estoy poco acostumbrada a olores tan intensos. Dos flores azules flotan en el interior de la tasa.
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Nos servimos cada uno la sopa que está colocada en medio de la mesa dentro de una olla de tierra cocida. Estoy nerviosa. Tengo miedo que no me guste y decepcionar a todos. Sus miradas tratan de no dirigirse hacia mí para no intimidarme. Tomo una cucharada. Está ¡deliciosa!, más que deliciosa. El pan que se encuentra cortado enfrente de todos es exactamente ése que lleva Énki todos los días a la escuela. Es de un marrón muy oscuro. Su sabor es ácido. Su textura raposa. ¡Me encanta!¡Que alivio! Comemos en un silencio musical. En lugar de hacerme sentir incomoda la quietud coopera para que una complicidad se instale entre todos. Es como un vacío muy lleno. Terminamos de comer. “Mi abuelo nos espera en su cabaña,” anuncia Énki. Nos levantamos de la mesa y le doy mi mano con un gesto instintivo. Inconscientemente trato de no perder la oportunidad de sentir esa sensación de seguridad y suavidad que siempre me invade al tocarle. Doy las gracias con una reverencia y salimos de la casa. Tomamos el camino que nos introduce en la reserva. Los arboles tan repletos de hojas poco a poco se muestran más altos. Sus troncos son más robustos, más viejos, más firmes. “¿Cómo han hecho para tener arboles así?” Pregunto mientras avanzamos. “Hay gente perdió su vida por ellos. Cuando estaba la tala generalizada llegaron a los límites de la reserva. El gobierno empezó a poner mucha presión para poder arrasar con esta área, pero todos los habitantes de Textlan se opusieron. Algunos de ellos fueron a protestar a la capital donde los atacaron paramilitares. Varios perdieron su vida.” De pronto ese bosque toma otro significado para mí.
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“Por fortuna algunas personas extranjeras se encontraron mezcladas en la protesta y pidieron ayuda a la comunidad internacional,” continua Énki. “Algunas asociaciones se interesaron en el caso y les ofrecieron apoyo para proteger una parte del área amenazada. Como tú has visto, a la orilla son más pequeños. Ya habían cortado todos los de ahí, hemos tenido que plantar nuevos.” ¿Por qué yo no conocía esa historia? Un retortijón de ira me ataca el vientre. La reprimo automáticamente. A lo lejos se asoma un grupo de árboles más bajos y redondos. Tienen unas bolas de colores pegadas a sus ramas. Gracias a mis conocimientos de botánica pre-pandemia sé que son frutos. Manzanas, duraznos...y ciruelas. Son nombres cuyo significado ahora es solo un color en la etiqueta de los púdines y preparaciones industriales. Hundida en mis pensamientos trato de comprender esta gran contradicción, ¿por qué algunos humanos dedicaron su vida a aniquilar estos seres tan extraordinarios y otros la perdieron tratando de protegerlos?
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MADYA
El cambio de sonido en los pasos de Énki regresa mi atención al camino. Al fondo del huerto una casa pequeña acapara mi vista. Es blanca y redondeada como la mayoría. La mitad de su techo está cubierto de pasto. La otra es negra y brillante como la obsidiana. Son las celdas solares las que le dan un toque contemporáneo. “¿La casa del abuelo?” Énki me sonríe asintiendo. “Entren, los estaba esperando.” Al acercarnos a la puerta nos recibe una voz gruesa y firme pero que vibra con gran hospitalidad. El olor y los sonidos de nuestra tímida presencia le avisaron de nuestra llegada. “Ámbar.” Su cuerpo menudo se mueve con la delicadeza y agilidad de un niño de diez años. En teoría tendría que haber perdido la fuerza de su juventud. Su cara asombrosa llena de arrugas me deja paralizada, como si acabara de encontrarme frente a frente con un extraterrestre. Nunca había visto a alguien tan viejo. Sus ojos profundos como la noche se clavan en los míos y me hacen entrar en un trance silencioso donde pierdo totalmente la noción del tiempo. Estoy viajando al futuro. Su cara es la de Énki con cincuenta años más. ¿Qué estoy haciendo aquí?¿Qué quieren de mí? Una repentina desconfianza me visita. “Relájate, aquí no te pediremos nada a cambio de nada.” Con precisión me lee la mente. En lugar de cumplir con su objetivo de ponerme cómoda, me tensa un poco más. “¿Cómo...?” Balbuceo en medio de mi estupefacción. “Gracias,” digo automáticamente.
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Estoy hundida en una lodosa perturbación. Sonríe comprensivo, nos guía al interior de su casa de cob futurista. Los muros de tierra continúan en curvas formando armarios y sillones. Unos cojines largos cuelgan de unos barrotes amarrados en la pared para ofrecer asientos y respaldos blandos. Toda la tela es de color azul índigo como los pantalones que Énki siempre lleva a la escuela. En el centro de la sala principal hay una mesa. Es una rebanada de tronco, parece algo vieja. Exhibe los dibujos armoniosos de sus vetas. El mismo olor dulce a cera perfuma el ambiente. Las sillas tienen un aspecto tremendamente frágil. Están hechas con unos esqueletos de arbustos cuyos asientos lo forman plantas secas enredadas como canastas. Por un momento dudo si están realmente hechas para sentarse. Énki lee mi reacción y me asiente con la cabeza. Deja su peso desplomarse sobre una de ella para mostrar su resistencia. Una mueca de susto se me escapa. Un ligero hilo de olor a hierbas llega hasta mi nariz. “Siéntate,” insiste el abuelo. Me acomodo delicadamente sobre la silla que cruje al sentir mi trasero. Mi vista con una curiosidad incontrolable explora el ambiente interior. “Disculpe, estoy impresionada por todo. Aun no lo he saludado,” le digo apenada. Extiendo mi mano acordándome de como me saludó José. “Tus ojos ya me saludaron,” me replica con una voz calmada y grave. Me aprieta la mano con firmeza como si tratara de trasmitirme a través de ella su fuerza interior. “¿Mis ojos? ¡Ha sí!” El abuelo se sienta delante de mí. “¿Sabes lo que te está pasando?” Me pregunta hundiendo su vista en mi alma.
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“No,” balbuceo dejando vibrar mi confusión aglomerada en mi interior. Las lágrimas empiezan a asomarse bajo mis párpados. “No, no estás loca, ni enferma,” responde directamente reconfortando mi pesar. “En la ciudad protegida piensan que las ideas de los Terra son tonterías y fantasías, ¿cierto? Para ti va a ser un poco difícil aceptar lo que te voy a decir. Espero poder explicarlo sin causarte mucha confusión.” Se acomoda para comenzar un relato. “Contrariamente a lo que todo el mundo piensa. No todas las mentes funcionan de la misma manera. Algunos tenemos ciertas capacidades que la mayoría no tiene, pero lo están escondiendo. De hecho muchos de los científicos tienen esas particularidades. En un periodo justo después de la pandemia, un poco más tarde de que se detectara y describiera el fenómeno, se volvió peligroso hablar de él. Empezaron a amenazarnos de muerte, entonces los expertos en el tema decidieron ocultarlo.” Toma un pausa dejando un silencio digestivo. “Lo que has visto el sábado pasado con Énki es una parte de esa realidad extraviada,” deja otra pausa pero está llena de dudas. “Parece ser que tú tienes esas capacidades y...” Repentinamente el viejo deja caer de su mano una cuchara de café. Yo movida por mis reflejos involuntarios me inclino velozmente a atraparla en el aire. “...sin duda eres una Madya,” me envía una mirada repleta de alegría. “¿Una qué?” Mis ojos están muy abiertos debo parecer aterrada. “Una Madya. Te vas a enterar después de lo que es.” “¿Por qué? ¿Qué, no es normal atrapar una cuchara cuando se está cayendo?” Mi voz tiembla.
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“No, justamente no a la velocidad que tú lo hiciste,” me afirma. Se me escapa un suspiro de desesperación. La última gota de esperanza que tenia de llegar a ser como todo el mundo se evapora dejando un rastro seco de resignación. “Por favor, no lo tomes de manera negativa. Es un don, un gran obsequio de la naturaleza. La única desventaja en todo esto es tu fragilidad emocional.” “¿Mi fragilidad?” Quiere decir mi irritabilidad. ¡Soy una peste!. Pienso amonestándome a mí misma. “¡No, tu fragilidad!” Me lee el pensamiento otra vez. “Ámbar, va a ser mucho por el momento, pero eso de moverse rápido y poder dormir a la gente tocándoles la base del cráneo no son nuestras únicas capacidades.” ¡Él es también así! “Existen muchas cosas más que puedes hacer pero no las conoces y eso te puede poner en peligro.” “¿Cómo qué?” Se me anuda el estómago y la garganta. “Volar,” escucho la voz de Énki saltar dentro de la conversación. “¿Volar? Nadie puede volar, ¿qué me estás contando?” Exclamo irritada. “¿Es una broma?” Giro la cabeza confundida. El abuelo pone la mano sobre la rodilla de Énki como si se tratara de una señal codificada entre ellos. “Lo siento, no dije nada.” Énki encoje los hombros apenado y me envía una sonrisa forzada con los dientes apretados.
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“Dime Ámbar,” continua el abuelo con un tono interrogativo “¿Hay veces que tienes la impresión de que puedes adivinar los pensamientos y los sentimientos de las otras personas?” No sé si debería responder. “¡Sí!” logro decir bruscamente entre dientes después de una pausa. Bajo la cabeza. “¿Hay veces que cuando estás rodeada de mucha gente sales de ahí exhausta, como si hubieras vivido al mismo tiempo y en pocos minutos la vida de todas las personas presentes?” Me mira de manera delicada. “Sí, en la escuela, en las fiestas.” “La mayoría de la gente no puede captar todo eso, ellas solo pueden percibir la capa superficial.” “Sí, creo que sí tiene razón,” contesto con mucha vacilación. “Todo eso es lo que te puede poner en peligro si no lo sabes manejar. Pero si lo sabes utilizar podrás ayudar a mucha gente.” “¿Ha sí? ¿Yo? ¿Cómo?” “Estás muy insegura,” declara tristemente. “¿Qué pensarían tus padres si les contaras todo esto?” “¡No, jamás! No podría contarles.” Casi me levanto de la silla por la inquietud. Voltea el abuelo hacia Énki manifestando con sus ojos ¡hay que tener cuidado! “Entonces no diremos nada a nadie. ¿De acuerdo? Por favor sigue teniendo confianza en Énki, tienes que saber que él nunca haría nada para dañarte.”
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“Sí, lo sé,” sacudo mi cabeza con mi mirada bien abierta para que puedan leer que he expresando mi certitud con la pura verdad. Un torbellino de nuevas ideas y emociones muy fuertes se apodera de mí. Estoy proyectada con violencia hacia todas las direcciones. Choco en contra de los muros que hasta ahora habían contenido con desesperación lo que podía con tanta dificultad llamar 'mí misma'. El dolor constante de mi cabeza aumenta su intensidad haciendo que mi cráneo se sienta demasiado pequeño. Mi interior amenaza con hundirse aun más en ese abismo de murmullos. ¿Qué es todo esto? ¿Qué es todo esto? La realidad podría convertirse en una pesadilla. “Creo que estaría bien irme a casa,” finalmente articulo. “¿Quieres salir a caminar? ¿Necesitas aire fresco?” Me interpela Énki muy preocupado. Asiento con la cabeza. Él toma mi mano. Mi cuerpo inexplicablemente empieza a relajarse, mis pulmones se abren sedientos de oxígeno. Mi cabeza contrariamente a lo que esperaba empieza aclararse sin razón. Aquí en la reserva, bajo la sombra de todas estas hojas valientes todo me parece imperturbable, fácil, fluido, acogedor. Esa sensación constante de nadar en contra de la corriente que tengo allá afuera se vuelve poco a poco un recuerdo desagradable. Sin embargo, esta percepción se encuentra mezclada con la amarga conciencia bien encarnada en mis profundos sótanos internos de que este dulce privilegio me toca durante un momento efímero. Porque éste no es mi lugar, ni mi familia, ni mi futuro, solo un breve presente. “Creo que es demasiado por hoy, Ámbar,” Asegura el abuelo. “Espero que nos visites más. Si tienes alguna pregunta por favor, te lo suplico, no la guardes. Queremos que estés segura.”
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La mano del abuelo cae sobre mi hombro con la misma suavidad y confianza que la de Énki. Mi amigo me jala suavemente para llevame a dar una vuelta por la reserva. El aire de árbol, el olor a tierra y a plantas que se balancean me cortejan a cada paso como en un sueño fantástico que acaba de comenzar. No hablamos, solo andamos hombro a hombro en un sentimiento de paz inexplicable, casi dolorosa. Ni angustia, ni miedo. Este mundo que se extingue imperceptiblemente cada día. Esta isla de vida en medio del desolado e inmenso desierto es lo único que queda. Este resto agónico de naturaleza hace posible que un Énki exista. Esta burbuja de oxígeno natural que está constantemente a punto de explotar como lo hace una pompa de jabón cuando flota frágil en el aire. Este espacio que antes era fuerte ahora se volvió débil. ¡Éste!, el que con tanto desprecio mi madre y mi padre conservan para servirse de él como si se tratara de un utensilio repugnante del que se puede sacar la fuerza suficiente para sembrar más vida muerta. ¡Éste!, éste es el planeta que yo quiero, al que desde siempre he deseado llegar y no sabía como. Al lado del largo camino Énki me muestra las hortalizas y los huertos. ¿Un viaje al pasado? ¡No! ¡Es el presente!, un presente que se extingue como la última flama de un encendedor vacío. Las plantas comestibles sobre la tierra me parecen tan verdes y valientes, muy solitarias. Énki corta una pequeña hoja peluda, la frota entre sus dedos y me la da a oler. Su aroma es parecido al de la menta de los pudines. ¡Sonrío! Una pequeña punzada de pesar me ataca los intestinos. Es la toma de conciencia de que estamos dejando destruir toda esta fuente de vida. El aire perfumado, fresco y húmedo. El piso esponjoso, la sensación de paz que dan los troncos robustos. Una corriente de rebelión me asalta. ¡Tanta belleza no puede
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extinguirse! ¡No podemos dejar al desierto avanzar y tragarse lo poco que queda! Llegamos a un camino angosto que pasa a través de arbustos y arboles de todas las edades. Con su índice fino y largo Énki me indica una dirección en el horizonte. “Pronto iremos al mar por ahí, te lo prometo,” me dice con entusiasmo. Regresamos a su casa mientras el sol rojo empieza a acostarse en el seco borde del vasto desierto. Entramos y esta vez sobre la mesa de latón están preparadas cinco tazas, una jarra de té y un plato de barro con algunas galletas. La madre de Énki está sentada en una mecedora. Se balancea. Voltea a vernos despreocupada. Sus dos manos no dejan de mover dos palitos a una velocidad impresionante con un ritmo monótono. Un hilo cuelga de uno de sus dedos. Me quedo observando. “Está tejiendo,” explica Énki con una sonrisa picara. “Hace un abrigo.” Me anima a acercarme para que vea mejor. Bajo sus palillos se está formando una tela. Ella sonríe y deja su manualidad dentro de una canasta. Me invita a sentarme a la mesa con un ademan. Acepto. “Es el té de la paz,” dice mientras sirve las tazas. El dolor constante de mi cabeza ha desaparecido. “¿Cómo te sientes?” Me pregunta la mujer, mostrando una gran sinceridad en su interés. “Desde hace unos días me parece haber entrado en un remolino de viento que me sacude por todas partes azotándome la cabeza sobre muros de piedra. Y solo hasta ahora tengo un poco de calma,” contesto contagiada de su transparencia. “Entiendo, no debe ser fácil.”
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“¿Te gustaría venir conmigo el próximo domingo al mercado de la reserva?” La voz ligera y tímida de Ália se asoma por una puerta. Durante un momento me quedo pensando. “¡Sí! Tengo que ver como voy a explicárselo a mis padres, tengo que encontrar un...” No puedo decir la ultima palabra que es, pretexto. Una ancha sonrisa de complicidad se dibuja en la cara de todos. Después de beber el té y comer sin control todas las galletas que contenía el plato de barro, me preparo para salir. Me despido y les agradezco aproximadamente cinco veces su extraordinaria hospitalidad. “Espero que después de todo esto no te alejes de mí,” expresa Énki con inquietud. “Claro que no, no lo sobreviviría,” trato de convencerme más a mí misma que a él. “Esta tarde ha sido la más agradable de mi vida. Tengo que ordenar mi cabeza. No sé muy bien que hacer con todo lo que me ha dicho tu abuelo.” “Toma tiempo, me imagino. Tú no tienes una situación fácil. Para mí siempre ha sido sencillo. Desde que soy muy pequeño saben que soy un Madya y me han protegido como tal. Me han enseñado a usar mi don. Para ti todo es diferente.” “No tienes que acompañarme, puedo regresar sola. Tengo el motor de mi bici cargado y tomaré el camino vigilado,” insisto tratando de convencerlo a toda costa. Necesito un periodo de silencio y soledad para la transición. “¿Segura?” “Segura.” Lo abrazo ligeramente y rápido como un rayo. ¡Lo sé!, me sonrojo un poco. Escondo un poco mi cara al subirme a la 74
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bicicleta. Hago una señal de adiós tímida y breve. Él me corresponde. Enfrente de mí el camino vigilado que atraviesa los escombros muestra descarado el montón de cemento demolido por el tiempo y las tormentas. Unas ramas de pasto seco y unos cactus frágiles pero necios salen por algunas grietas, vibran con el paso del viento abrasivo. Temen no lograr sobrevivir. Los edificios deshabitados de cuatro pisos recuerdan las voces de aquellos niños sin futuro. Todas esas piedras artificiales guardan en secreto esas terribles memorias que no pueden compartir. Yo solo las adivino. En lugar de estos cientos tal vez miles de explanadas de bloques industriales destruidos podría haber casas hechas de tierra, cubiertas de hierva verde y rodeadas de hermosos arboles. Pero están ahí, siguen ahí los gigantes del pasado. Chillan el grito constante que no logramos escuchar. Nos anuncian, sin que les hagamos caso que la inconsciencia humana siempre deja atrás muerte y destrucción. Unas amargas lágrimas ruedan por mi mejilla. El calor que se desprende de la calle negra y agrietada grita con rabia ¡haz algo! Debo encontrar una solución. Por un momento me nace la esperanza al saber que no soy la única Madya. Tal vez juntos si nos unimos podríamos convertir a este planeta árido en uno verde como el de antes. Pero ese impulso se deja ahogar por la vista imponente de la ciudad protegida delante de mis ojos. Es amenazadora, soberbia e inmutable. Llego a la puerta de mi casa. Bajo de mi bicicleta. Atravieso el patio frontal lleno de cantos grises y sin ninguna señal de vida. El raquítico árbol modificado me saluda inmóvil, esférico, perfecto. Con sus flores casi permanentes parece un objeto inanimado más. Entro. La voz afilada de mi madre parece un cuchillo asesino. Conversa con alguien. Trato de no hacer ruido, no quiero que note 75
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mi llegada. La hostilidad de los muros del corredor me hiela la sangre, son tan rectos y pulcros. “¿Cómo estuvo tu excursión?” He fallado, sabe que estoy aquí. Sentadas sobre el diván con las piernas cruzadas están las dos mujeres, parece que compiten por ver quien tiene la posición más convencional de su clase. En quien domina a la otra. “¡Muy bien!” Contesto dejando visible mi desgana. “Debes estar hambrienta, se sabe que la comida de los Terra no es muy apetitosa,” comenta la amiga con voz ligeramente burlona. “Ven a comer pudin sabor a fresa, está delicioso,” exclama mi madre con falsa complicidad. “Estoy bien, pero muy cansada. Buenas noches.” Trato de sonreír. Las dos alzan los hombros. “Te dije que ella es incompresible,” la frase de mi madre se resbala por las paredes del corredor hasta llegar a mis oídos. Subo a mi habitación, enciendo la pantalla. Busco “Madya”, pulso en cinco sitios y en todos aparece el anuncio, 'el acceso a este sitio es ilegal, disculpe las molestias'. Al final de las páginas del buscador, encuentro el acceso a un artículo de psiquiatría. Nunca había escuchado la palabra 'ecologista', me apresuro al buscador. Siento el estomago que se me revuelve, corro al baño a vomitar sin saber muy bien por qué. Regreso a mi cama. Me desplomo sobre ella sintiendo que el dolor de cabeza que me había abandonado durante unas horas empieza de nuevo a invadir mis sienes. Abro el paquete de las pastillas analgésicas que tengo en mi mesita de noche. Busco mi botella de caucho biosintético que afortunadamente tiene un fondo
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de agua y me tomo dos. En pocos minutos mis miembros se vuelven pesados y duermo.
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12 EL PRÍNCIPE AZUL Fue una tarea imposible escapar del dolor de cabeza y de la confusión durante el fin de semana. Lo pasé encerrada en mi habitación. En los momentos en que la pastilla analgésica tuvo efecto me senté como autómata frente a mi pantalla dejándome atrapar por la estúpida monotonía de los videojuegos. Los usé como antídoto en contra de la confusión. Mi cuello rígido, casi inmóvil, irradiaba su dolor a toda mi espalda. El tiempo desaparecía por intervalos, estaba hundida en la eterna huida de mis preguntas sin respuesta. ¿Qué camino tengo que tomar? ❀ El despertador me sobresalta, no tengo el recuerdo de haberme acostado. ¡Lunes! Mi cuerpo se queja. El dolor de cabeza me da los buenos días. Es inútil intentar rasparlo de mis sienes con las yemas de mis dedos. Mi brazo dolorido busca debajo del colchón la caja de analgésicos. Es la última pastilla. Mejor la guardo para la noche. Bajo a la cocina aturdida. Esquivo las preguntas de mi madre sobre la visita a la reserva durante el desayuno. Aparento una gran naturalidad. La invitación de Ália causa en mi progenitora una pequeña convulsión emocional, pero la supera de manera instantánea. Es la reina de las apariencias. “Los Terra son una de las últimas etnias en el país que ha podido guardar algunas de sus costumbres primitivas. Me parece bien que las conozcas. Tal vez quieras estudiar algo que tenga que ver con eso,” aprueba mi visita con una sonrisa fingida. ¡Que sorpresa! Acompaña su discurso civilizado con una palmada de asquerosa complicidad sobre mi hombro. Yo no pienso así, yo admiro a los Terra.
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“La única diferencia entre como viven en Textlan y como vivimos aquí son los arboles y la tierra,” replico de manera imprudente. “Ellos no sueltan humos tóxicos y han logrado proteger los últimos arboles de la región.” Molestia y desconfianza invaden sus ojos centinelas. Una respiración profunda me ayuda a encontrar la fuerza para censurar mi discurso peligroso. Mi estomago se encoje. ❀ Llego a la escuela sin registrar el recorrido. Paso los arcos de vigilancia de la entrada. Me topo casi chocando con Énki conversando con Lucía en medio del patio central. Mis piernas se ponen como dos hilos sin tensión. Lucho para mantenerme parada, mis intestinos se hace nudo ciego. Bajo la cabeza para no ver más y salgo huyendo hacia mi clase. En la pausa mayor, Énki como siempre come su pan oscuro untado de pasta marrón. Está sentado a mi lado sobre el banco de todos los días. Para aparentar mi estado emocional degenerativo como mi pudín de proteína vegetal. Es blanco, cuadrado con puntitos rojos, totalmente artificial y considerablemente asqueroso. Me ayuda a tragarlo un jugo vitamínico rosado especialmente concebido para bajar el estrés. Casi no siento su odioso sabor. “Te cambio un poco de mi pudín por un pedazo de tu pan,” propongo a mi amigo. He sucumbido a mis ganas de volver a probar esos sabores tan exóticos. Mueve la cabeza indicándome que no quiere de mi pudín pero me ofrece un pedazo de su almuerzo. “¿No te gusta?” Pregunto sabiendo la respuesta. “No estoy acostumbrado.” Trato de devolverle el pedazo de pan. Me muero de vergüenza. “No te preocupes tengo unas frutas en la clase,” me anima.
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A lo lejos se ve Lucía encaminándose hacia nosotros. Preparo mi huida. Énki me pide que me quede tirando de mi brazo con firmeza. Me vuelvo a sentar. La chica más sexy de la escuela se acomoda a su lado, su pierna casi desnuda roza la de él. “¿Entonces nos vemos mañana en la tarde?” Exclama Lucía. Los labios de mi acosadora rozan la mejilla de mi confidente. Acomoda el cuello de su camisa. Mis piernas tiemblan. Tengo ganas de llorar. Énki me mira con los ojos muy abiertos. Es incapaz de responder. Me despido al instante y me hecho a correr. Llego agitada a mi clase, con el corazón en la boca. No sé si por la situación o por haber corrido tan rápido. Me siento en mi lugar y recargo mi cabeza sobre mis manos. Contengo desesperadamente las lágrimas. Mi perturbación llama la atención de Ángela. Viene hacia mi y me toma por los hombros tratando de consolarme. Todavía no sabe por qué. Iván viene tras de ella apurado. “¿Por qué tanta tristeza, pequeña?” Pregunta mi amiga. “Énki está saliendo con Lucía.” Mis ojos expulsan las lágrimas contenidas. Comienzo un llanto infantil. “¿No me vas a decir que te gusta ese Terra?” Indaga Iván con sorpresa. No logro responder. Estoy paralizada. Contengo la rabia que me causa su comentario. Después de un rato de silencio total, me invade un sentimiento de vergüenza. No solo parezco una estúpida llorando por alguien a quien no le intereso, sino también por lo ridículo que les resulta a mis amigos mi interés por él. Cierro mis manos encajando mis uñas en mi carne para castigarme por tal disparate. Seco mis ojos con la manga de mi camisa. Intento fingir mi cóctel de emociones. 80
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“Tal vez...bueno, no sé...” Replico con cobardía. “Tengo la súper solución,” me dice Iván. “Un clavo saca a otro. ¿Por qué no diriges tu atención hacia Andrés? ¡Tienes todo a tu favor!” Me guiña el ojo como un cómplice malogrado y voltea a ver a Ángela. “¡No me gusta!” Refunfuño. Unas ganas incontrolables de sacudirme para que sus manos dejen de tocarme aumentan mi estado congelado. Le sigue una espantosa culpabilidad por encontrar su intervención compasiva bastante repugnante. “¿Qué? ¿No te gusta? A todas les gusta Andrés, tiene los ojos azules. Es el mejor estudiante de la escuela. No te vas a hacer la difícil. Eso sí que es demasiado. Tienes todo enfrente de ti y ¿estás llorando por un Terra?” El tono de Iván aunque intenta sonar humorístico está cargado en el fondo de una verdadera pero incompresible indignación. “¿Tú crees que hay algo posible entre Andrés y yo?” Intento complacerlo. “¡Que sí! ¡Estamos seguros! Todos lo sabemos,” interviene Ángela. Mi amiga frota mi espalda tratando de animarme. “Tal vez tienen razón, un clavo saca a otro,” enmascaro el rechazo que siento a su proposición. Quiero estar sola. “Hablando del rey de Roma el que se asoma,” canta Iván fingiendo alegría al ver entrar a la profesora de matemáticas. Vienen vestida toda de rojo como un demonio. Sus zapatos altos y su cara maquillada dan la impresión de una horrenda aparición.
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Ángela me guiña el ojo. La profesora me saluda con esa atención exclusiva tan odiosa. Me espera una hora de infierno y está pasando el efecto de la pastilla en contra del dolor, que me dieron en la enfermería. Termina la clase y corro al dispensario para conseguir otro analgésico. “Te doy dos y es lo último por hoy. Si sigue el dolor vas a tener que ir al médico,” me advierte la enfermera con un tono frío y arrogante. “No quiero ser responsable de algún comienzo de adicción.” De regreso a casa paso por la farmacia donde logro conseguir otra caja. Llego a mi habitación. Me tumbo en mi cama. Miro hacia el techo. Cierro los ojos y empiezo a considerar la proposición de mis amigos. Tal vez tienen razón, estoy complicando demasiado mi vida. Las cosas pueden ser menos complicadas. Solo debo decir sí al príncipe azul y pasaré de ser una extraterrestre a una adolescente convencional. Al imaginarme de la mano de Andrés todo el cuerpo se me congela. ¡Juan! Tal vez él sea otra opción. Me esfuerzo por recordar su cara, sus ojos aguileños verdes oliva. Aunque me resultan aterradores me causan una corriente de ternura. Hay algo en su brutalidad que resulta atractivo. La reconstrucción de su voz en mi imaginación me da el sabor de sus emociones. Al menos él sí tiene. Pero los frenos los tiene rotos. ¡No! Necesito unos días para hacerme a la idea. Busco mi botella de agua. Tengo que interrumpir esta tormenta obsesiva de preocupaciones. Ahí está. Un efímero alivio recorre mi cuerpo. Tiene suficiente liquido para ayudarme a tragar mi próxima dosis de anestesia. Tomo el doble. Espero unos minutos. Mis ojos se cierran. Duermo.
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❀ “¿Quieres ir hoy en la tarde al cine conmigo?” Me interpela muy formal el príncipe azul a la salida del colegio. ¿Es coincidencia o una obra de rescate de mis amigos? Andrés parado frente a mí parece un autómata. Sus ojos son fríos como el cielo sobre el desierto. Pero ¡acepto!, ¡acepto!, sí acepto...y ni yo misma lo puedo creer. Llego a mi casa. Tomo mi pantalla con un extraño entusiasmo para darle la noticia a mi madre. Espero como recompensa unos gramos de su aceptación. “Eso me parece formidable, hija,” su voz es sincera. “Sí, lo sé.” Tengo una sonrisa triste. No me siento aceptada y no sé por qué. ¿Ha fallado mi experimento? “No te siento muy entusiasmada. ¿Qué es lo que pasa? Es un gran privilegio, ¿no? ¡No me vas a decir que él tampoco te gusta! ¡no verdad! ¡Dime que no me lo vas a decir!” Me amenaza con su mirada. “n...o,” expreso casi inaudible. “Perfecto, así me gustas, síguelo intentando y todo saldrá bien, querida.” “¡Está bien!” Suspiro vencida. Apago la pantalla y me voy a mi recámara para cambiarme. Mis pasos son pesados. Necesito un poco de limpieza. Preparo el vaporizador para la piel, me paso lentamente la toalla por todo el cuerpo. Frente al armario me quedo inerte con la mente en blanco, no puedo escoger qué ropa ponerme. Decido que lo más banal es lo mejor, de todas maneras Andrés no estará contento. Tomo mis pantalones de tela biosintética azul marino, una camiseta fucsia sin mangas y un suéter imitación algodón azul
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cielo con el borde lleno de motas plateadas. Me amarro las agujetas de mis zapatos deportivos negros, cepillo un poco mi pelo y rocío sobre mi cuello un poco de loción olor a rosas. Un Leopardo azul marino con llantas doradas y manijas rojas se para enfrente de mi casa exactamente a las seis. Toca el claxon varias veces. ¿Tiene prisa? Salgo con las piernas temblando. “¿Por qué no te pusiste presentable?” Es lo primero que dice Andrés. Volteo a verme y subo los hombros, apenada. “Está bien no importa, por esta vez te perdono,” me sonríe de manera insípida, como si hubiera hecho una súper broma. Le regreso la sonrisa, más parecida a una mueca de dolor. Él no lo nota. Echa a andar el auto. Sin hablar atravesamos los escombros tomando el camino corto. La entrada del cine tiene los neones apagados. Es una imitación de las salas del siglo pasado. En el interior hay veinte mesas de bar rodeadas de sillas plateadas vacías, ligeramente dirigidas hacia la pantalla curva. La decoración aumenta la sensación de vacío de la cita. Tengo frío en los brazos. Nos sentamos todavía en silencio. La pequeña pantalla incrustada en la mesa se enciende automáticamente para mostrarnos un menú insípido donde únicamente se ha puesto esmero en las formas y las decoraciones. “¿Vas a comer? O solo tomar algo.” Me mira a la boca esperando mi respuesta. “Un jugo vitamínico azul,” le contesto intimidada. “Está bien.”
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Mi galán marca en la pantalla la orden dejando resonar el eco de sus dedos que golpean el vidrio. Un jugo vitamínico azul, un plato de pudín dulce sabor vainilla y un vaso de soda es la orden. Un mesero viene a dejar la charola casi de inmediato. Escarbo buscando desesperadamente en mi cabeza anestesiada por la pastilla alguna idea estúpida para la conversación. “¿Siempre te prestan el auto cuando sales?” Empiezo. Soy un desastre en esto de la conversación. “No, no siempre, es más, raras veces. A mi madre le pareció una buena idea que viniera contigo al cine, por eso me lo prestó fácilmente.” “Nunca te veo con amigos en la escuela. ¿Quiénes son tus amigos?” “No tengo, no me gustan los amigos,” me responde secamente. “¡Oh!” La oscuridad interrumpe mi esfuerzo por sacar otra idea banal. La enorme pantalla de hologramas se enciende aliviando mis tensiones. ¿Cuál es la película? Él no me preguntó lo que quería ver. No me comunicó lo que él decidió y tampoco me interesa. Es una película romántica. ¡Oh no! Pero no pasa nada. Logro controlar mis ganas de llorar como una profesional. Termina la sesión. Salimos del cine. Sin hablar nos encaminamos hacia su auto. Abre las puertas. No sentamos y nos encaminamos hacia mi casa. “¿Qué tan buena amiga tuya es Ángela?” “Creo que es una buena amiga. Aunque sé que no me puede entender del todo, me acepta como soy,” me dejo ir, olvidando que hoy tenía que parecer normal. “¿A ti quién te puede entender?”
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¡Énki! pienso, pero me contengo, no lo menciono. Un baño de tristeza causa la formación de lágrimas sobre mis ojos, hago un esfuerzo casi inhumano para parar el llanto. “¿Te parezco muy extraña?” Le pregunto curiosa, después de un rato de silencio ahogado. “¿Extraña tú? Claro, tú eres sumamente extraña, mira como estás vestida hoy.” Al menos él tiene una gran cualidad, la honestidad. Mi pecho siente una ligera punzada de decepción. Solo puedo responder con una sonrisa fingida, escondiendo mi perturbación. Él no nota nada. Llegamos enfrente de la puerta de mi casa y nos estacionamos. Un impulso casi incontrolable de salir huyendo de esa situación empieza a mover mi brazo hacia el botón que desbloquea la puerta. Lucho para no hacerlo, obligo a mi cuerpo a quedarse sentado, inerte. Andrés maquinalmente se empieza a acercar a mí. Me siento amenazada con intensión de darme un beso en la boca. Sin poder contener mis reflejos estos me traicionan, volteo mi cara de manera hipócrita, discreta. El beso rebota sobre mi mejilla, sonrío, me sonrojo. Él no se da cuenta de nada. “Gracias por la invitación,” le digo con una voz casi temblorosa. Controlando mis movimientos instintivos con disciplina me evado veloz, cobarde y mentirosa. En el momento en el que estoy afuera y cierro la puerta una ridícula torpeza anima mis miembros debilitados, mis pulmones se desinflan ruidosos. La señal de adiós con mi mano parece amistosa, pero en realidad es dolorosa. Él se aleja neutro, mecánico, indiferente, como si nada hubiera pasado. Mi garganta atorada y el estómago hecho un nudo me dan la perfecta sensación de indigestión. Lo sé, es la culpabilidad. Todo lo hice absolutamente mal. No tengo ganas de cenar. “¿Y entonces?” 86
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Al entrar a mi casa la voz aguda de mi madre taladra mis nervios y me hace saltar. “Logré decirle que sí al príncipe azul. ¿Creo que tendría que sentirme afortunada por haber recibido un beso de él, no?” “Eres una campeona, hija. Ten confianza, todo va a arreglarse sin que siquiera te des cuenta, estás progresando de manera grandiosa.” El peso equivalente a una tonelada que cae sobre mis hombros parece hundirme en el piso del corredor. El efecto de la píldora está pasando. Subo las escaleras con el último impulso del bienestar artificial. Lucho en contra de la inercia ¡Por fin estoy en mi recámara! Mi boca golpea el colchón al desplomarme sobre él. ¿Es así la vida de adulto?, murmuro a la almohada, mi única compañía. Busco con una ligera desesperación mi botella. Descubro que está vacía. Tomo las píldoras en seco, doble dosis. Me quito los zapatos. Me pongo mi pijama. Me acuesto bajo las cobijas. Me coloco la sonda de oxígeno y lloro. Las bolas de mi estómago se deshacen, el recuerdo de mi primera visita a la reserva empieza a invadir mi mente. Unas últimas convulsiones evacúan por completo mi desesperación. Me hago bolita imaginando que estoy cubierta de tierra, protegida y sin nada que demostrar. Duermo sobre mi almohada húmeda.
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13 ADICCIÓN Me levanto pesadamente con el chillido del despertador. Mi cabeza está un poco más ligera, ahorro una pastilla, bajo a desayunar. Mis dos padres sentados a la mesa me esperan cada uno con un plato de pudin de cereales con la forma de una manzana. Los cuatro ojos me miran llenos de aprobación. Quisiera no estar ahí. “Me contó tu madre cuánto has progresado.” La mirada de mi padre está vacía. “Estoy muy orgulloso de ti, espero que sigas así.” “Nosotros te apoyamos en todo, hija,” manifiesta mi madre con entusiasmo. ¡Daría lo que sea para que fuera verdad lo que dice! Me desplomo rendida sobre mi silla, no me salen las palabras. “No te ves muy animada,” expresa mi madre mientras me sirve un pudin como el de ellos. “Estoy bien,” suspiro, mirando la horrenda imitación de manzana. Hago un esfuerzo para comer sin hablar. Tengo que pasar desapercibida, en realidad no tengo hambre. Termino un poco más de la mitad del asqueroso pudin, me levanto todavía sin decir nada, tomo mi mochila sobre mi espalda, y parto hacia el garaje de las bicicletas. “Nos vemos en la tarde,” murmuro entre dientes. “Te queremos, hija,” clama mi madre fingiendo cariño. Siento una punzada de desprecio en el pecho sin saber de donde viene. Llego a la escuela, paso los arcos de vigilancia. En la entrada de la clase Ángela e Iván me esperan hombro a hombro con una enorme sonrisa. Mi cabeza empieza a aumentar su dolor insidioso. 88
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“¿Entonces? ¿Cómo estuvo? ¿Por qué no nos dijiste?” me pregunta Iván brincando de entusiasmo. Ángela posa su brazo izquierdo sobre mis hombros. “¡Cuenta! ¡Cuenta!” “¿Cómo se enteraron?” Los volteo a mirar a los ojos. “¿Oye que crees que ibas a poderte esconder?” Iván me toma por el brazo como anciana para encaminarnos hacia nuestros lugares. “¡Estuvo fantástico! ¡Maravilloso! ¡Me divertí como una loca! Es más, nunca pensé que con un iceberg se podía ser tan feliz.” Finjo una exagerada pasión. “Suenas un poco irónica,” me reprocha Iván. Se para enfrente de mí con cara muy seria. “¿No vas a empezar verdad? ¿Estás loca? Casi toda la sección femenina de la escuela quisiera estar en tu lugar.” “Y a la única que deja la señora Miller es a ti,” me echar en cara Ángela. “Bendición santa la que me cae sobre la cabeza,” les digo mirando hacia el cielo. “¡Hey! Estás sonando irónica otra vez,” critica Iván con disgusto. “¿Te dio un beso?” Ángela trata de airear la conversación sin dejar el asunto. “Casi,” les contesto fastidiada. “¿Cómo casi?” Me voltea ver Iván con los ojoso muy abiertos. Lucía sonríe burlona desde su lugar. Bajo la cabeza, me voy a mi silla cortando en seco la conversación. Abro mi mochila, saco mi botella de agua y trago la primera píldora del día.
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A la hora de la pausa mientras estoy en la cola del comedor, miro de lejos a Andrés quien me hace una seña medio amistosa. Yo le correspondo como un robot. ¡De todas maneras, ni se va a dar cuenta! Tomo mi pudín en forma de espiral rodeada de una linea de pasta de frutas verde, pido un pan pálido e insípido con la esperanza de tener un poco más de apetito. Boicoteo mi intención de salir a comer a mi banco de costumbre y decido pasar la pausa con mis dos amigos, tomando el riesgo de ser víctima de una tortura con su bombardeo de preguntas asquerosas y banales. ¿Cómo ibas vestida? ¿Qué película vieron? ¿Fueron en auto o en bicicleta? ¿Qué llevaba puesto Andrés? ¿De qué hablaron? ❀ ¡Hora de salida! Tomo mi bicicleta. Énki de lejos me observa con una mirada entre triste y preocupada. Parece un ángel efímero e inalcanzable. Trae puesto su típico pantalón de fibra natural azul, camisa blanca, sombrero de ramas. Sonriendo me hace una señal amistosa con la mano, yo le correspondo con un gesto tímido, veloz y muy cobarde. Paso la semana sin ir a mi banco de costumbre, asumiendo con valentía el vacío que me causa esta decisión. Mi cabeza amenaza explotar a cada minuto. Evado mis involuntarias sesiones de preguntas mentales y crisis existenciales con la ayuda de los video juegos. ❀ Despierto sin alarma, es fin de semana. Desayuno con pijama. Por fortuna mis padres ya se han ido a sus actividades. Medio pudín de cereales sabor fresa es suficiente para llenar mi escaso apetito. Miro la hora, subo a vestirme con unos pantalones deportivos marrones, una camiseta holgada blanca, y mis zapatos negros. Bajo, tomo mi bicicleta y me voy apresurada al gimnasio.
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En la sala de maquinaria para ejercicios, que es una caja de vidrios ahumados, lo veo acostado en un aparato para hacer músculos en los brazos. “¿Y ahora? ¿Qué estás haciendo en éste?” le pregunto sonriendo. Me mira contento, se quita su mascarilla de oxigenación, se sienta para saludarme con un beso en la mejilla. “Huy, que maravillosa sorpresa, viéndote lo desinflada que estabas esta semana, pensé que no te vería hoy.” Iván parece llevar por lo menos dos horas ejercitando. Tiene la cara exhausta, su pantalón deportivo holgado se pega a sus piernas con el sudor. Se pueden ver sus músculos alargados y bien formados. Una camiseta sin mangas y ajustada, raro en él, pone en evidencia que sus brazos han aumentado su volumen. “¿Sabes, hasta me puse a tomar clases de aikido? Te lo juro no vuelvo a temblar enfrente de Juan. ¡Eso no me vuelve a pasar!” Confiesa con decisión y un poco avergonzado. “Iván, necesito que me ayudes a algo importante,” le susurro a la oreja. “Pídalo mi dama, yo estoy aquí para servirle.” Su típico tono épico y teatral me saca una sonrisa. “Tengo un dolor de cabeza insoportable y no tengo ganas de ir al médico, pero ya no tengo pastillas en mi casa. Si se entera mi madre no podré escapar, me va a llevar al médico y después al psiquiatra. ¿Podrías ayudarme a conseguir una caja en la farmacia?” Mis hombros tensos y mi voz insegura lo hacen alarmarse. “¿Y por qué no vas tú?” Me dice tratando de sonar amable. “Ya fui, ya no tengo derecho. Te lo suplico es una vez.”
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“¿Sabes lo que significa eso? Pueden empezar a sospechar de algo que no quiero decir,” me regaña con sus ojos llenos de preocupación y la voz exageradamente baja. “Te lo juro, es por dolor de cabeza. Te prometo ir al médico si no desaparece la semana que entra.” Mi mirada patética y suplicante lo deja pensando unos segundos bastante confundido. “¡Ok, lo haré!” Me dice resignado. “Espérame. A la salida pasaremos a la farmacia de la esquina.” Exhalo mi preocupación. “Mil gracias, de verdad eres un buen amigo.” Después de darle un beso en la mejilla me voy a esperarlo a uno de los aparatos para correr. Pongo mi mascara de oxígeno y empiezo a trotar tranquilamente durante un rato. La curiosidad incontrolable me hace aumentar poco a poco la velocidad. Una alarma me hace regresar a la realidad, salto asustada del artefacto. ¿Nadie me vio? El encargado se acerca a grandes zancadas. “¿Qué pasó?” Me interroga mirando la pantalla de la maquina que marca la velocidad que palpita. “¿Qué? ¿Cincuenta kilómetros por hora?” Le da un golpe al marcador y me indica cambiar de lugar con un gesto rápido y brusco. “Oye, aquí una maquina se volvió un poco loca. Está marcando cincuenta kilómetros por hora e hizo una señal de alarma. ¿Puedes venir a revisarla?” Habla a través de su pulsera de telecomunicación y se marcha sin verme. Evacuo a través de mi espiración una preocupación más. Espero que mis piernas dejen de temblar y me mantengo esta vez prudente con la velocidad. Termino. Me voy a la sala de espera mientras Iván sigue tratando de muscularse todo el cuerpo. Prendo una pantalla, busco 92
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la velocidad máxima del hombre. Leo treinta y nueve kilómetros por hora en todos los sitios. Mi estomago se retuerce. La cara del abuelo sonriente aparece en mi mente, una corriente de calor y protección sobre mi piel me consuela por unos segundos. La reprimo rápidamente con la tiranía de mi cerebro izquierdo. ¡No! Tengo que tratar de ser normal. Iván termina, nos encaminamos hacia la farmacia. Él entra con paso inseguro. Yo lo espero a unos metros de la entrada como una traficante de drogas. Sale, voltea diez veces para verificar que nadie lo vea, se acerca a mí a una velocidad nerviosa. Saca la caja de analgésicos de su camiseta para introducirlos con urgencia en mi mochila y voltea diez veces más para verificar si hay mirones. Si hubiera alguien en la calle ya estaríamos camino a la comisaria gracias a su tremendo espectáculo. “Hecho,” me dice nervioso. “Ni una más, ¿está claro?” “De acuerdo.” Miro hacia el piso muy apenada. “Lo prometido es deuda, cariño,” recalca. Me da un beso en el cachete que me rebota. “¡Mira! ¿Conoces ese chico que está en la entrada del gimnasio?” ¡Cielos! Andrés vestido con un pantalón negro ajustado y una camisa de cuero sintético azul celeste parece que preguntó algo al empleado y sale para tomar su auto y... “¡Hey! ¡Aquí está!” Grita Iván. Yo jalo su manga para callarlo. Demasiado tarde. Andrés ya nos ha visto. Iván me toma del brazo para llevarme orgulloso al encuentro del maldito príncipe azul. Mi estomago se retuerce rebelde pero lo ignoro. Con la firme resolución de aumentar mi credibilidad como actriz aplico los consejos del psicólogo. ¡Sonríe y todo saldrá bien! 93
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Intento unos segundos. Las lágrimas amenazan invadir rebeldes mis párpados. Vuelvo a abandonar la estrategia y me resigno a utilizar una vez más la neutralidad. “Te estaba buscando,” me reprocha Andrés. “Aquí la tienes caballero, la encontraste y es toda tuya.” Iván se da cuenta del tono tan frío de la voz de Andrés, su cuerpo se estremece. “Bueno los dejo.” Mi casi hermano golpea amistoso al hombro de mi supuesto galán, me guiña el ojo con cariño y se marcha hacia su bicicleta dejándome como una imbécil donde no quiero estar. Lo miro alejarse como un traidor. “Pensé que podríamos ir a tomar un helado juntos.” Sin esperar mi respuesta, me toma del brazo y me jala con la ligera brusquedad típica en él. Abre la puerta de su auto. Yo tengo dentro un remolino de confusión. Trato con mi escasa lucidez adivinar como actuaría una persona normal en esos casos. Sin obtener resultados me siento como autómata dentro del auto. Él cierra la puerta violentamente, da la vuelta, entra y nos vamos en silencio a buscar un helado en la plaza del almacén de desechos reutilizables. Antes de bajar del auto me llaman la atención dos siluetas a lo lejos, que van cargando unas placas largas de metal. Es Énki vestido con su pantalón gris lleno de agujeros. Está ayudando a su padre. Sus movimientos sueltos y danzantes me producen una corriente eléctrica sobre la piel, se vuelve de inmediato una profunda tristeza. Aparto mis ojos rápidamente de esa dirección. Medio paralizada, siento un terrible culpabilidad por utilizar a Andrés como un clavo, para sacar otro. “Espera,” afirmo. “Necesito hablar contigo.” “Espero que no sea complicado.”
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“No estoy segura de que este bien salir juntos.” Voltea a mirarme a la boca un poco perplejo. “¿Qué quieres decir?” Su pregunta es honesta. “Quiero decir que no estoy segura de que yo tenga sentimientos por ti.” “Eso de los sentimientos es para las personas banales, yo pensé que tú no eras así,” me contesta automáticamente sin pensar. “No entiendo. ¿Quiere decir que tú tampoco tienes sentimientos por mí?” La inquietud me invade por un instante. “Claro que no. Yo no creo en eso de los sentimientos. La gente habla todo el tiempo de eso. A mí me parece una complicación neurótica. Las cosas deben ser practicas, eficaces y lógicas, eso es todo. Los sentimientos no son lógicos. Un chico de diez y siete años debe empezar a tener novia, ¿cierto? Ésas son las reglas sociales, bueno pues así lo hago. Mi madre dice que tú me convienes, seguro tiene razón. Mejor no complicarse la vida.” Un abismo antártico se abre bajo mis pies. Nunca había oído a alguien hablar de esa manera. Entumecida por el frío que invade mis venas, no solo siento una punzada de decepción, sino miles a toda velocidad y en todas las direcciones. Echarme a correr seria lo primero que mis instintos dictarían. Me atacan las náuseas y los mareos. Congelada sobre mi asiento observo mi corta respiración, agitada, el oxígeno me hace falta, la luz se desvanece de mis ojos. Abro la puerta casi a ciegas, las ráfagas de viento impiden por fortuna mi desmayo. “Qué tal si vamos por el helado,” logro articular después de un rato. “Buena idea,” dice como si nada.
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En silencio tratando de luchar con el entumecimiento de mis articulaciones. Caminamos hacia el mostrador, compramos el helado y nos vamos a sentar en uno de los bancos bajo la sombra de un árbol artificial de caucho biosintético que está en el patio de la tienda automática. El momento de comer el helado me sirve para ordenar mi cabeza. El efecto de la píldora está empezando a desaparecer. Entonces si él no tiene sentimientos por mí. Y parece que de verdad no los tiene y en lo absoluto por nadie. Sentirme culpable resulta inútil, utilizar el uno al otro resulta equitativo. ¿Me estoy volviendo una descarada también? Una extraña y mórbida tranquilidad se reposa en mí. Regresamos a casa sin hablar de nada especial.
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14 UNA NUEVA AMIGA Domingo. Pasó otra semana de lucha contra mí misma, los días los paso dentro de una bruma mental espesa, pesada y muy cegadora. Los regresos a mi casa con Andrés siempre vacíos. Mis esfuerzos por hacer como todo el mundo y las conversaciones con mi madre ingieren toda mi energía, quedo sin ganas de nada. Hoy, como prometí y por no tener alguna explicación lógica para anular la cita con Ália, sucumbo a la irresistible oportunidad de regresar a ese lugar donde me dejo llevar por la corriente agradable, fuente de vida. Ahí donde no se esconde nada porque todo lo ven. Con unos gramos más de vitalidad abro mi ventana y respiro muy hondo. Tomo la ducha de la semana. Me visto con mi ropa preferida. Mis pantalones son verdes olivo anchos y cómodos, en la parte baja tienen estampadas pequeñas flores rojas. Mi camiseta es rosada de manga corta, mi sudadera verde limón con capucha, mis zapatos deportivos negros, y mi sombrero de tela biosintética imitación lino color marrón. Pedaleo tranquilamente bajo el cielo eternamente azul. En los escombros enciendo el velocímetro y empiezo a pedalear cada vez más rápido. Llego hasta los sesenta kilómetros por hora, ¡cielos! no tengo mi casco. Siento pánico y bajo la velocidad. Volteo hacia todas partes buscando testigos, mi preocupación se desprende al ver que no hay nadie. En la entrada de la reserva inflo mis pulmones de manera automática, el olor perfumado de los árboles me hace sonreír. Mi cabeza se empieza a aclarar. En la recepción una vez más la mujer ahí sentada me indica el camino con su amabilidad dolorosa. Cada mililitro de aire fresco y húmedo me parece sagrado. Camino y llego a la casa de Énki. Frente a la puerta roja Ália sentada toma el sol con su pantalla en las manos. Sonríe al verme llegar.
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“Por un momento pensé que no vendrías. ¿Ya desayunaste?” “No,” le contesto a ella y a mí al mismo tiempo. “¡Lo olvidé!” Una risa relajada me hace vibrar mi vientre, mi nueva amiga se contagió. Me jala suavemente el brazo hacia el interior de su casa, sirve un té azul y unas galletas. Acepto, tengo mucha hambre no puedo contenerme y como casi todas. Ella está vestida con una linda falda roja de tela natural, tiene en el cuello de su blusa violeta unas flores doradas dibujadas con un relieve metálico que brillan ligeramente. Me las quedo mirando fijamente tratando de adivinar como hicieron esa impresión textil tan extraña. “Yo las hice, con un hilo y una aguja, se llama bordar, es muy bueno para calmar los nervios al igual que tejer. Tendrías que intentar algún día.” “Justo lo que necesito en este momento,” suspiro sin despegar mi mirada de la bella decoración. “Te puedo enseñar un día, si quieres.” Asiento insegura. Eso podría interferir en mi proyecto de volverme normal. Nos encaminamos hacia el mercado de la plaza principal. “¿Tú sabes por qué no se ha expandido más la reserva?” Pregunto al admirar todo ese verde. “Para extenderse se necesita agua, y para tener agua disponible necesitarían reducir la producción en las zonas industriales. La parte de la reserva que logra sostenerse sola por el momento es porque está sobre un manto acuático subterráneo de donde los arboles pueden tomar la humedad. Pero más allá se necesitaría esfuerzo y trabajo para que puedan sobrevivir sus primero años. Nadie está interesado en eso. La gente de la reserva se encarga de mantener verdes los limites. Si te fijas a las orillas los arboles no son muy grandes, eso es porque tardan mucho en crecer. Nosotros
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los tratamos de nutrir manualmente, necesitaríamos más gente y tecnología para poder extenderla. Cada habitante de la reserva tiene como misión cien arboles de la periferia, eso ya es demasiado trabajo para nosotros.” “¿Es verdad que todo esto es un banco genético?” Pasamos más de una hora de camino, lo suficiente para sentirse cansada. Andamos por subidas y bajadas, por prados pequeños entre los arboles donde pastorean algunas cabras, burros y borregos. Mientras caminamos Ália me explica como funciona la reserva, como dividen los trabajos, como comparten la cosecha, sus fiestas, costumbres y algunas maneras de cocinar bastante complicadas. Llegamos a un pequeño caserío, con construcciones de todos los estilos. Hay cuadradas, de cemento, de madera, una que otra casa redonda con techo de pasto, algunas pintadas de todos los colores, otras de blanco, unas que muestran la madera desnuda y unas cubiertas de barro rojo. En el centro del caserío hay una plaza con un quiosco muy pequeño que resalta juguetón. Tengo la impresión de estar viajando al pasado. Aproximadamente cinco puestos de artesanías, ocho de verduras y frutas, y uno con quesos crean el ambiente festivo. Capta mi atención un señor sentado en un banco, tiene una canasta a su lado llena de conos de caucho sintético con unas bolitas blancas irregulares. “Se llaman palomitas,” explica mi amiga. “Son deliciosas. ¿Quieres probar?” “Sí, vamos,” le digo entusiasmada. Nos acercamos y compramos un cono. Meto una a la boca, cruje, tiene un sabor salado, dulce y seco. “Están sensacionales,” afirmo. Empiezo a comerlas sin poder parar.
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No hay mucha gente en la plaza, llegan después del medio día. El puesto con las canastas jala mi atención como un imán gigante. Me acerco para verificar si existe algún modelo que me falte. ¡Sí! Hay una muy pequeña, hecha de junco muy apretado, con una tapa y un botón para abrochar. Es tan pequeña que podría colgarse al cuello, no lo puedo resistir, la compro. “Para las visitas siempre un regalo,” el vendedor exclama con una sonrisa al darme con su mano extendida una muñeca hecha con las hojas de alguna planta seca. “Vamos a comer unas memelas,” propone Ália. Yo sin saber qué son, acepto. Entramos en una pequeña cabaña donde están instaladas unas mesas de latón. Una consola de música de principio del siglo pasado le da al ambiente el aspecto de una foto pre-pandemia. Hay una señora que cocina enfrente de una de esas estufas de ahorro, sus movimientos son misteriosos y complicados. Después de unos minutos llega la mujer a nuestra mesa con una especie de pudín cocido, seco y amarillo en forma de óvalo, relleno de una pasta de proteína vegetal negra. Encima termina la decoración del platillo con un jugo espeso de fruta roja y un poco de queso natural rayado. Nos propone tomar una bebida de manzana. Su voz es dolorosamente amable. Acepto sin dudar. Aquí todo sabe tan intenso y rico. “Ália, ¿toda la gente de la reserva sabe que Énki y tu abuelo son diferentes?” “Claro, y no son los únicos así, hay bastantes Terra como ellos, pero aquí solo quedan los viejos, los jóvenes están en el extranjero estudiando. Los Madyas son muy respetados en la reserva, ¿sabes? Son nuestros ojos.” “Me imagino que si no los respetas, te puede ir muy mal,” comento recordando lo que pasó con Juan.
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Ália suelta una de esas risas muy escandalosas, y se voltea hacia mí. “¡No, no es por eso! Es porque ellos pueden curar.” “¿Curar? ¿De qué? ¿No van al hospital o al médico de la ciudad protegida cuando están enfermos?” “El abuelo puede curar la mente. Los médicos de la ciudad protegida no saben nada de eso y cuando tienes la mente sana no te enfermas mucho del cuerpo.” “¿La mente? ¿Hay mucha gente loca en Textlan?” “Por supuesto que no, todo lo contrario, tenemos muchos curanderos. Donde hay muchos enfermos es afuera, mira como están destrozando todo.” “¿Y entonces por qué no los curan?” Inquiero incrédula todavía. “Porque no quieren ver, no quieren aceptar que algo está mal en su mente. Y no los podemos obligar. Desprecian a los Terra, dicen que somos atrasados, que no somos científicos, que somos conservadores y retrógradas. El abuelo dice que afuera también hay muchos Madyas como tú, pero no saben lo que son o lo tienen que esconder.” “¿Y tú puedes curar?” “No, yo no nací Madya, cuando naces normal, como yo, no puedes curar.” Tomamos juntas un trago de la bebida de manzana. El sabor es espectacular. “Si yo tengo algún don es para conseguirme problemas y complicaciones, para eso sí que nací,” alzo los hombros tristemente. “La gente de afuera desprecia tus capacidades, no las conocen, le tienen miedo. No sé, no sé por qué son así.”
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“¿Crees que yo nací con esos poderes? ¿Crees que yo podría curar a los de afuera?” La interrogo, ansiosa de saber todo lo que piensa. “Si el abuelo lo dice, debe ser verdad,” me contesta con una mirada directa y afirmativa. “Yo no lo puedo saber, yo no puedo ver la diferencia. Solo cuando muestran sus poderes, lo cual es muy raro.” “¿Es verdad que Énki puede volar?” Continuo mi interrogatorio. “Sí. No lo domina bien todavía, pero sí, puede volar.” Una punzada de miedo me ataca el vientre, como si me hubieran anunciado que los extraterrestres existen. Mi cuerpo se tensa. “Tú también puedes, dice el abuelo.” Por poco escupo el trago de jugo de manzana que tengo en la boca. “No le creo, no es posible, tal vez bromean o es una manera simbólica de decir algo,” exclamo entre tosidos. “¡Es verdad Ámbar! Créeme es verdad, yo lo he visto con mis propios ojos.” El miedo me invade y no siento la tierra bajo mis pies, nerviosamente cambio de conversación. Paso a preguntar sobre los artesanos, la comida, los arboles, hablamos de todo y de nada, por fortuna a mi amiga no parece importarle. ¡Cómo me gustaría ser como ella! No tiene complicaciones, no hay contradicciones, tiene una sonrisa amable y una vida sencilla. Después de haber llenado nuestro estómago, nos despedimos de la cocinera y nos encaminamos a pasear. Ália me lleva por todas partes. Caminamos todo el día, me muestra otros pequeños caseríos, los alrededores del centro, donde duermen los animales y sobre todo un lugar muy especial. Entre unos cerros de piedra 102
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volcánica al lado sur del pueblo central hay un campo enorme lleno de flores azules, con el sol del atardecer parece una nube celeste caída al ras del piso. “¿Es una plantación o son flores salvajes?” Pregunto después de un rato de contemplación. “Es un cultivo de permacultura. Hacen bolitas con las semillas de las plantas y las riegan por todo el campo. Este lugar tiene una tierra especial para esas flores, no hay muchos lugares así en el planeta. Esa es una de las razones importantes por las que las asociaciones internacionales protegen a la reserva. A la flor antes la consideraban sagrada, y ahora la cuidan con ayuda de unos científicos que vienen de vez en cuando a revisar que todo vaya bien, creo que de ella sacan medicamentos. La infusión de esa flor tiene efectos muy calmantes, la usan los curanderos para después o antes de las sesiones de tratamiento mental. Es la flor con la que hacen el té azul. Nunca en mi vida mis ojos se habían llenado de un azul tan vivo. El contraste con las piedras volcánicas negras aumenta su intensa belleza, podría quedarme a vivir aquí para siempre. La tarde cae y con ella el momento de regresar a casa llega. No quiero. Salir de esa pequeña burbuja verde y recorrer las calles de asfalto con olor a antiguo petróleo quemado me produce una corriente de terror. Ha sido un día sin pensar en Énki, ha sido un día sin dolor. Llegamos a la salida de la reserva. Ália me toma las dos manos, eso simboliza amistad. “Que bueno que viniste, gracias, buen regreso,” exclama cariñosa con su dulce voz. “Es un paraíso en donde vives,” le contesto triste, “tenemos que cuidarlo para que no lo destruyan, tenemos que hacer que se extienda. Muchas gracias por habérmelo mostrado, nos vemos mañana en la escuela.”
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Tomo mi bicicleta, me encamino a casa sin prisa, flotando dentro de esas sensaciones tan ajenas. ¿Por qué no podemos vivir todos de esa manera? ¿Por qué no podemos dejar de comprar y contaminar? ¿Por qué no nos dedicamos a cuidar los arboles y las flores? ¿Por qué seguimos pasando tanto tiempo en construir carreteras y edificios, aparatos eléctricos, comida sintética y todo lo demás? Ya únicamente quedan en esta región una centena de miles de arboles gigantes, ¿por qué no podemos quitar algunas calles y convertirlas en bosques? ¿Por qué no paramos las fabricas y dejamos de producir ese humo venenoso, y usamos el agua para expandir la reserva? ¿Por qué no nos ponemos a hacer canastas, ollas de barro, tejer lana como la madre de Énki en lugar de pasar horas enfrente de los videojuegos? ¿No se tendría que renunciar a la tecnología? Tal vez podríamos construir trenes y tranvías flotantes que dejaran la tierra tranquila y circular a los animales silvestres sin peligro, en lugar de viajar en carreteras. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?. Siempre dice mi madre ¡ya deja de preguntar por qué! ¡Deja de soñar!, me ordena mi padre, ¡mejor ocúpate de tu aspecto y de tu futuro! Pedaleo entre ensueños. Me percato amargamente de que he olvidado mi proyecto de adaptación. Mi cuello se empieza a tensar. El dolor de mi cabeza se asoma sin escrúpulos con la cercanía de mi casa, primero amenazándome y luego cumpliendo su tortura.
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15 DESAPARECER Tres semanas pasan después de esa visita a la reserva con Ália. Y durante las tres semanas me la he pasado recordando en decreciendo esos recuerdos agradables, una y otra vez. Pierdo con cada bocado un pedazo, ahora solo tengo migajas. Sigo saliendo con Andrés, tengo la impresión aterradora de estarme acostumbrando. Ángela e Iván se han tomado la tarea de aniquilar todas mis dudas cada vez que aparecen. Me empujan diariamente a continuar el camino en el que voy. Yo, cobarde, participo lavándome la cabeza con esmero durante horas, la limpio con el desinfectante abrasivo de mi parte puramente racional. Mi creatividad se ha encargado de encontrar estrategias para controlar el dolor constante de mi cabeza. Las píldoras en contra del dolor bien administradas pasan desapercibidas. Las sustituyo cuando es posible con triples dosis de infusiones antiestrés y los videojuegos para no pensar. A pesar de esos procedimientos cotidianos, los días se vuelven más espesos conforme pasan, más pesados, más insoportables. Las ganas de levantarme en las mañanas con el tiempo empieza a parecerse a las gotas de humedad que se secan rápidamente en este desierto. Luchar en contra de la inercia se vuelve más difícil cada día. Mi técnica de actuación sin embargo se refina a cada instante. La alegría de mi madre agrega a mi verdadero estado lodoso una carga más. Las expresiones de su goce al ver mi nuevo comportamiento me hieren profundo y no sé por qué. Cada cumplido es como un moco espeso pegado a mis talones que me impide andar. El orgullo que emana mi padre al ver mis cambios me hunde en un sentimiento miserable. En mi interior sé que en realidad mi verdadero ser es una molestia para el mundo que me rodea. Es como una maldición. Por momentos cada vez más largos me invaden unas ganas irresistibles de desaparecer.
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Veo irrevocablemente a Andrés como mi pobre víctima. Cada uno de mis movimientos ensucian su existencia. Las frases que salen de mi garganta le causan la molestia equivalente a piquetes ponzoñosos de mosquitos mutantes. Sin embargo, sigue sin fallar ni una sola cita. Viene a buscarme para llevarme a comer helados, al cine, a algún café aburrido. Pasa horas repitiendo como perico lo que ya nos dijeron en las clases de ciencia mientras estamos incrustados en alguna configuración social banal y terriblemente ordinaria. Estamos al final de la semana y ni siquiera me interesa. Son dos días donde la inercia de la quietud me gana por completo, dejándome incrustada en mi cama sin poder mover mis articulaciones. Cuando las ganas de ver a Énki o a Ália me arrebatan de mi rígida disciplina psicológica, las veo como una aterradora amenaza. Dejé de ir al comedor. Resulta ser una solución hablar lo menos posible con cualquier persona. Con silencio no molesto a nadie. Cada vez son más espaciadas las veces que me aventuro al banco de cemento. Las conversaciones con Énki se han vuelto vacías, ausentes, casi inexistentes. La mayoría de las pausas me quedo en el salón de clases a comer mi almuerzo, enfrente de la pantalla viendo vídeos musicales, solitaria. ¡Tengo ganas de morir! Y me siento aterrada. Por hoy las clases han terminado, de manera automática guardo mi pantalla y me dirijo a la salida. Es viernes. Cruzo el arco de vigilancia sin darme cuenta que ya he atravesado el patio. Escucho una voz lejana detrás de mí, me llama con vigor por mi nombre. La ignoro pensando o mejor dicho, queriendo pensar que es mi imaginación. “Necesito saber cómo estás.” Llega Énki jadeando. Toma mi hombro para pararme. Su voz tiembla no sé si es porque corrió o porque está nervioso. 106
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“Por favor, llevamos semanas sin comunicar, tus ojos están repletos de tristeza, has perdido peso. ¿Qué pasa?” “No lo sé, tal vez estoy enferma,” le contesto letárgica. “No tengo energía, no tengo ganas de hacer nada, quiero que todo el mundo se aleje de mí, quiero dejar de molestar a todos. ¿Por qué no me dejas tranquila? No puedes hacer nada por mí, déjame ser normal.” “¿Qué te está haciendo Andrés?” “¿Qué tiene que ver Andrés con todo esto?” Lo miro sorprendida. “Si quieres saber, él es el único que tiene la fuerza de soportarme. Se sacrifica por mí aguantándome a pesar de que soy un cero a la izquierda, viene a buscarme para salir un poco, sigue queriendo mi presencia.” “¿Te da energías, te nutre, te hace sentir bien?” “¿No es brujo, cómo me puede dar energías si cada vez las pierdo más? Ellas se van solas, no hay solución, quizás es de esa manera que se siente la normalidad es todo. Tengo que acostumbrarme.” “Algo anda mal con tu fuerza, ya no sonríes, ya no me cuentas tu interior. Cada vez te veo menos en las pausas, no sales del local de clases, y todo eso es desde que empezaste a salir con Andrés.” De pronto siento una terrible ira invadir todo mi cuerpo. Como una energía volcánica incontrolable se apodera de mí. Cierro los dientes, abro los ojos y con un grito controlado le digo: “¿Y a ti qué te importa lo de Andrés? ¿Y a ti qué te importa como me siento? ¿Por qué no te vas y te ocupas de tu Lucía, y me dejas en paz? Eres un Madya de mierda. Yo no quiero ser como tú. Quiero ser normal. Aléjate de mí de una vez para siempre.” La cara de Énki se deforma por el pánico. “¿Lucía? Tú piensas que Lucía y yo...” “¿Es evidente, no?” 107
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“Ámbar, entre Lucía y yo no hay nada. Nunca lo ha habido, ella es muy provocativa es todo,” grita desesperado. “Hay no, ahora no vas a tenerme lastima y empezar a mentir o deformar las cosas para que me sienta mejor. No necesito tu estúpida lástima. Déjame, no quiero molestar más a nadie, no más, ¡nunca más!” Empujo sus manos de mis hombros, tomo mi bicicleta y me voy pedaleando como si me persiguiera una manada de diez perros rabiosos. Mis lágrimas corren de mis ojos hacia los extremos de mi cara, mojan mi pelo alborotado por el viento. Mi vientre se convulsiona como si estuviera invadido por demonios agitados. ¡Que la tierra me trague! o que un auto me aplaste, pero no quiero estar más en este mundo. Todo lo hago mal, no puedo complacer a nadie, lastimo, estorbo, molesto. Pedaleo hasta alcanzar los sesenta kilómetros por hora sin preocuparme de mi seguridad, llena de rabia contra mí misma. Cruzo los escombros, me dirijo hacia el acantilado. Ya nada me podrá detener, sigo pedaleando tan rápido que mis muslos empiezan a estar acalambrados. Una extraña calma invade mi corazón agitado al sentir la brisa y ver el azul profundo del océano que devora por un instante mi atención. Freno, bajo de mi bicicleta dejándola tirada y me siento en la orilla. Miro lo lejos que se encuentra el agua de mí. Sigo llorando ya sin saber muy bien por qué. Si esas olas espumosas pudieran cubrirme y hacerme desaparecer entre sus profundas aguas. Me quedo hipnotizada por las nubes difusas fundidas en el horizonte con el mar. En un instante pasa por mi mente la curiosidad de saber como se sentiría volar, ¿Y si realmente puedo? ¿Y si me lanzo de aquí? ¿Y si me fundo con el mar? Me paro en el borde y empiezo a jugar con el equilibrio entre la vida y la muerte. Una misteriosa alegría me invade el corazón. Si me vuelvo el mar no sufriré más, no molestaré más. Me empiezo a
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balancear cada vez más y cuando mi coraje es suficiente, doy un paso en el vacío. Por un breve instante siento mis pies hundirse en el aire, dejándome el alivio aterrador de haber escogido morir en lugar de seguir luchando contra mí misma. El choque violento de una mano me empuja por el pecho y casi disloca mi cuello por el impacto. Otra jala mi brazo sin cuidado y con brusquedad interrumpe mi éxtasis venenoso. Una silueta difusa pasa frente a mí. Un terrible choque en mi espalda me deja sin aliento. Por un momento pienso que estoy muerta. Pero fue demasiado rápido, ¡razona! Abro mis ojos, no me había dado cuenta de que los había cerrado. Estoy sobre el piso. Una nube de polvo me rodea. Mi vista se fija en la cara de Énki a dos centímetros de la mía. Su cuerpo colapsado sobre mí me mantiene prisionera. Sus ojos están clavados sobre los míos como dos anzuelos. “¿Qué estabas haciendo?” Su mirada y su tono están aterrorizados, llenos de furor. No puedo responder, no sé nada. Mi mente se fue por el acantilado. Me quedo viendo los iris de mi amigo. El latido de su corazón desasosegado coordinado con el mío parece gritar. El resto de su respiración agitada busca la calma con urgencia. Es un momento parecido a una eternidad. Asumo su mirada penetrante. Las lágrimas acompañadas con convulsiones llenas de tristeza descargan mi confusión y mi terror reprimido. Mi interior junto con todos mis órganos se desmoronan hasta convertirse en polvo. Los brazos de Énki me rodean cubriéndome la cabeza con sus manos. Mi cara sobre su pecho mojado de transpiración y lágrimas encuentra consuelo acompañado de su propio llanto. ¡Sí!, ¡él llora también! Me balancea como una madre a su bebe tratando de consolarlo. La vibración espasmódica de su pecho hace resonancia
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con la mía. Por fin puedo vaciar toda mi pena, finalmente alguien está dispuesto a recibir todo mi dolor. La tormenta de espasmos se calma. Énki me ayuda a sentarme. Me toma las manos clavando sus ojos otra vez en los míos, esta vez sin ira, sin ansiedad. “Tenemos que ir a ver al abuelo inmediatamente,” me dice firmemente después de un largo rato. Me ayuda a levantarme jalando mis brazos con precaución. “¿Estás bien, no tienes nada roto?” Me pregunta. Lo único que puedo hacer en este momento es mover mi cabeza con un sí y después con un no. Énki toma mi bicicleta botada sobre el piso y busca un lugar donde amarrarla. Me pregunta si tengo la llave. Puedo afirmar silenciosamente. Mi cuerpo está lento, entumecido, dolorido. Mi cabeza es incapaz de pensar. Con mis lágrimas se ha evacuado toda posible resistencia. Él se instala en su bicicleta, me ayuda a subirme atrás tomándome de las manos. Lo tomo de la cintura y nos dirigimos hacia la reserva. Lo único asimilable en este momento es el azul pálido del cielo y las finas nubes que cubren el sol como un velo elegante. El camino es largo, mi protector al borde de sus fuerzas logra llegar. Bajamos de la bicicleta. Tirando de mi brazo me lleva hasta la casa del abuelo. No tengo iniciativa, ni pensamientos, ni más sentimientos, estoy dentro de un vacío. Frente a la puerta de madera redondeada, Énki grita llamando a su mentor. Una silueta se asoma por una de esas ventanas de cob. La puerta se abre, el anciano menudo sale, no sonríe, parece alarmado. Entra rápidamente a su casa otra vez sin decir nada dejando la puerta abierta detrás de él.
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Énki me guía, el abuelo prepara un tapete con una sabana marrón sobre el piso de la pieza principal. Mi joven amigo me lleva hasta ahí, yo sin protestar me siento sobre ella. Mi protector trae una gran tasa de té, flotan tres flores especialmente azules. Me lleva el líquido a los labios con delicadeza. “¿No está muy caliente?” Me pregunta Enki. Yo solo puedo mover la cabeza en signo de no. Lo bebo todo. “Ámbar, vamos a hacer un viaje juntos, no tengas miedo, después te vas a sentir mejor,” me murmura en el oído dulcemente. Mis ojos pesados quieren dormir. Las manos delicadas y cálidas de mi salvador se posan en la base de mi cráneo, acompañan mi espalda y mi cabeza hasta que me acuesto.
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16 EL VIAJE Vuelo de la mano de Énki sobre el mar sin saber cómo llegué ahí. Nuestros pantalones de una fina tela del color del cielo se mueven con ritmo siguiendo las ráfagas de viento que nos dan soporte. El brillo de la atmósfera es de un intenso medio día, pero no se ve el sol, el aire está extrañamente cálido y agradable. Los movimientos de nuestros cuerpos son rápidos, espontáneos y muy articulados. Juntas cada una de nuestras extremidades se amoldan a las ligeras corrientes aéreas. Avanzamos ágiles, muy ligeros. Una pequeña isla se asoma en el horizonte, tiene en medio el cráter de un volcán, parece su ombligo. Conforme nos aproximamos el color rojo del inmenso agujero se vuelve más intenso hasta llegar al tono del óxido. La mano de Énki dirige mi vuelo mientras nos introducimos dentro del enorme cráter. Nuestro balanceo va calmándose como si la música silenciosa que lo anima llegara a su fin. Empezamos a aterrizar lentamente. Las ráfagas del viento son cada vez más escasas. El roce delicado de nuestros pies en el piso deja un corto rasguño sobre la arena roja. Fina como el talco se alborota y cubre nuestros zapatos y el borde inferior de nuestros pantalones. Deja una hermosa decoración degradada. Es todo tan extraño. Las paredes del cráter son altas, negras. No dejan al viento pasar, el silencio es total. La única señal de vida en ese lugar son nuestros pasos. Énki voltea hacia todas las direcciones, busca algo preciso, él sabe muy bien por qué estamos ahí, ¡yo no!, y no me importa. Con un gesto entusiasta me señala la entrada de una cueva. Sin hablar nos acercamos con pasos tranquilos, extrañamente seguros. Dejamos detrás de nosotros una corriente de talco rojo alborotado que nos acompaña hasta llegar al frente de un gran arco de piedra. Es el límite de una cueva. Parece una gran boca que bosteza 112
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eternamente mostrando su interior rojo como el polvo, parece carnoso. Es alta como una casa de dos pisos, suficientemente ancha para recibir en su interior a dos personas hombro a hombro. El silencio es profundo. Los muros de óxido están decorados con finas marcas grises, parecen una multitud de símbolos misteriosos. Me acerco a verlos. No se tratan de marcas pintadas, sino de la sombra del relieve de las rocas la cual mágicamente traza esos pictogramas bien definidos. Es la mezcla de sombra y luz la que escribe esos mensajes codificados. Al fondo de la cueva hay otro arco de entrada, más pequeño, diez centímetros más alto que nosotros. Es un túnel oscuro que perfora profundamente la roca. Énki, con una tierna señal de la cabeza me invita a acercarme. Llego a su lado, me toma la mano y me regala una mirada acompañada de una ligera sonrisa reconfortante. Aprieta suavemente mis dedos tratando de trasmitirme la suficiente confianza para acompañarlo. Dócil me dejo llevar. Caminamos unos minutos por la garganta oscura. Él va enfrente de mí, avanza con la seguridad de alguien que va por un lugar conocido. Yo voy detrás, concentrada en sentir su trayectoria. Evito golpearme con los muros. Cuando nuestros ojos empiezan a acostumbrarse a la oscuridad una luz muy intensa frente a nosotros nos deslumbra haciéndonos perder el equilibrio. Por su intensidad pienso que hemos llegado al exterior, del otro lado del volcán. Pero cuando volteo para revisar el aspecto del lugar descubro las paredes de una enorme galería. Los muros blancos sueltan asombrosos destellos. Decenas de arcos indican la entrada a más túneles misteriosos, se abren como bocas hambrientas que intentan tragarnos. Miro hacia arriba esperando encontrar el hueco por donde entran los intensos rayos del sol y me sorprendo al descubrir una cúpula cerrada. Está tapizada de vibrantes luces blancas, no son LEDS. Mis ojos al acostumbrarse a su brillo logran apreciar un sutil desplazamiento en los bordes de la cúpula. Uno de los miles de
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filamentos luminosos capta mi vista sin dejarla escapar, el cristal alargado y afilado parece tener vida. “Tu luz,” dice Énki muy sonriente. Sus dientes sueltan un destello casi tan brillante como el de los filamentos. Maravillada ante tal rareza yo no hago ningún esfuerzo por comprender, ni por preguntar lo que quiere decir. Sigo mirando. “No tenemos mucho tiempo,” susurra. Me lleva por la mano hacia la entrada de uno de los múltiples de túneles que se abren ante nosotros. Cada pasadizo tiene marcado sobre su arco de entrada un símbolo que lo define. Antes de encaminarnos Énki se queda de espaldas al arco elegido, espera que algo suceda. Dos grandes filamentos deslumbrantes se despegan de la cúpula y se acercan a nosotros. Un estremecimiento de preocupación escapa de mi pecho, pero un ligero apriete de la mano de mi amigo me basta para encontrar la calma. “Ellos nos van a acompañar.” El símbolo del pasaje es el de una gota. “Te voy a mostrar lo más bonito, bueno lo que a mí me gusta más,” me murmurar al oído. Nos encaminamos por el pasadizo, esta vez con visibilidad gracias a los dos filamentos que flotan delante de nosotros. Al final del corredor se abre una cúpula enorme. El techo, las paredes y el piso están cubiertos de un líquido viscoso de un plateado muy brillante. Es como el interior de una fuente de mercurio. Del domo caen gotas del tamaño de nuestras cabezas, están formadas con una extraña materia metálica. Bajan lentamente, muy lentamente. Se puede ver como se va formando cada esfera. En la mitad de su caída un hilo brillante deja el rastro de su paso. Parece que el tiempo ha disminuido su velocidad. Sobre cada gota aparecen
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imágenes indefinidas, como si fueran espejos esféricos. Me acerco a una. Jalo a Énki conmigo. Pensando que vería mi reflejo me sobresalto desconcertada al encontrar la cara de mi amigo exactamente en el lugar donde se tendría que verse la mía. Volteo a verlo interrogándolo con mi mirada. Él sin dejar empezar mi frase me guía hacia otra gota. Cae lentamente, muy lentamente hasta llegar al nivel de mis ojos. Otra vez la cara de Énki en lugar de la mía. “La caverna de los espejos, la tuya está preciosa. Es más grande que la mía, hay tantísimas gotas. Son las portadoras de tu empatía.” Las gotas tragan sus palabras. El sonido de las esferas que caen es metálico, sordo, líquido, muy extraño. Violan las leyes de la gravedad. La espesa solución que cubre el piso fluye letárgica escalando los muros, bordeando los cientos de pórticos en las paredes, para llegar por fin al techo y formar nuevas gotas, que vuelven a caer bajo el ritmo de un tiempo pesado. Es un ciclo interminable, imperturbable. Siento una gran propensión a quedarme atrapada en una contemplación eterna. Énki me saca de mi hipnotismo jalando suavemente mi mano. Me guía hacia uno de los cientos de corredores, el más estrecho. Su símbolo es un círculo. “Mira hacia el piso,” sugiere. Bajo mis pies, conforme avanzo, el líquido plateado se convierte en transparente. Al final del túnel después de unos segundos nuestra visión se ajusta a la luz de la pieza. ¿Cómo describir esta sensación? Los muros azules celeste parecen el fresco de un cielo. Flotando en el aire se desplazan miles de burbujas transparentes del tamaño de un durazno, ligeras, volátiles, van por todo el espacio sin chocar entre ellas. Parecen alegres. Un olor a agua salada perfuma la danza fantástica. La
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música silenciosa de sus movimientos se completa con el ligero chasquido de alguna leve explosión. Me acerco a una de las bolas bailarinas. En su interior hay un holograma en tercera dimensión, es la imagen de una casa conocida, es la mía. ¡Es mi casa! La burbuja explota. Me sobresalto. La imagen empieza a caer como el pétalo ligero de una flor silvestre. Lentamente se balancea en el aire hasta llegar al piso y desaparecer. Me aproximo a otra esfera para admirar de nuevo el hermoso espectáculo. Vuelve a explotar, pero la imagen se queda y empieza a moverse como si se tratara de una minúscula animación en tres dimensiones. No hay ningún sonido, la acción pasa rápida, pequeña, es difícil saber si es real. Al caer al piso la reducida escena virtual se cubre del líquido transparente. Se forma una nueva burbuja, la imagen queda atrapada dentro. Se eleva y flota danzando con todas las demás. Énki me jala delicadamente y me indica con su mirada la entrada de otro pasillo. Le aprieto la mano pidiendo quedarnos un poco más. Él accede. Una de las burbujas recién formada se va flotando hacia un corredor a nuestra izquierda, no puedo resistir, la sigo. Cuando terminamos de atravesar el túnel estrecho y alto, la esfera transparente se para en medio de un espacio vacío donde cae una tímida lluvia azul. La burbuja empieza a colorearse sin perder su transparencia. Las gotas que caen encima le dan vida. Poco a poco empieza a pulsar como un corazón. Al abrirse forma una flor luminosa del tamaño de una mano. En su centro la pequeña escena tridimensional queda desnuda. Nos acercamos a ella. La lluvia que tendría que tintar nuestros cuerpos de azul no lo hace. ¡Que antinatural! Esta vez la imagen tiene sonido, una voz diminuta surge de la minúscula mujer virtual y transparente. ¿Es la voz de mi madre?, ¿se disputa con mi padre en el patio trasero de mi casa? el árbol modificado todavía estaba pequeño. Dura unos segundos y la flor 116
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vuelve a cerrarse lentamente para ir flotando hasta llegar al domo rojo escarlata. A su lado cientos de otras flores idénticas, azules casi luminosas forman parte de una gigante espiral incompleta. Siguiendo un orden las flores de la hermosa espiral se abren y cierran mostrando las imágenes de su interior, todas diferentes. Cuentan una historia, ¿cuentan mi historia? ¿son mis memorias? Cuando la ola de florecimiento llega al lugar donde el camino se interrumpe, todo queda en un silencio molesto un poco inquietante. En alguna parte al azar una nueva flor vuelve a liberar un pedazo de la crónica reanudando de nuevo el espectáculo en cadena. Siento alivio. Unos rumores secos provenientes de uno de los pasadizos me sacan de mi hipnotismo. Mi pecho empieza a palpitar. Con su mano firme Énki me alienta a tomar la dirección de los sonidos. Yo sigo sin querer preguntar. Llegamos a una pequeña caverna gris totalmente vacía, se escuchan miles de murmullos caóticos. Volteo por todas partes tratando de identificar el origen, parecen venir de las paredes. Un escalofrío roza mi piel, ni un rastro de sombras, ni de vida, solo esas voces incomodas y desordenadas. Estamos aquí por alguna razón pero no sé cuál. Pasamos hacia otro túnel con un poco más de urgencia, llegamos donde las paredes están decoradas de dibujos, esquemas y formulas muy raras. No nos detenemos, Énki tiene prisa. Seguimos nuestro camino acelerando el paso. La caverna a la que llegamos es roja como la sangre. Uno de los múltiples pasajes parece estar bloqueado parcialmente por una espesa masa que casi se confunde con el color de los muros. Nos acercamos. Empiezo a contagiarme de una inquietud creciente que viene de Énki, pasa a través del contacto de su mano tensa y sudorosa. Su respiración empieza a agitarse y con una mirada muy penetrante me interpela con apuro. Una desfigurada preocupación se desnuda en el fondo de sus ojos. Sus pensamientos parecen gritar ¡nunca olvides esto! 117
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Nos acercamos con recelo hacia el arco obstruido. Nuestras manos se sueltan violentamente con el salto causado por un desesperado gemido ensordecido que traspasa la espesa capa glutinosa que tapa el corredizo. El chillido es grave y ronco, parece pedir ayuda. Un temblor incontrolable de furia invade todo mi cuerpo. Cierro los ojos, mi respiración se vuelve agitada, mis mandíbulas se tensan, mis músculos empiezan a contraerse. “¿Qué pasa?” Suena el eco lejano de la voz de Énki. Sus manos colocadas en mi pecho tratan de trasmitir las migajas de calma que le quedan. Mis puños se cierran violentamente. Una agitación convulsiva invade mi cuerpo tensándolo hasta doler y me sacude de manera incontrolable. ¡Me estoy convulsionando! El filamento luminoso se enreda en mi cuello y así mi respiración empieza a calmarse. Mis puños se relajan, mis palmas duelen por las marcas de mis uñas en mi carne, las punzadas dolorosas terminan por ayudarme a regresar a la realidad. Volteo instintivamente a ver el arco obstruido. Busco alguna respuesta. “Ésta es una puerta muy importante, tienes que regresar algún día para despejarla, y liberar a esa criatura que lo reclama. Sin ella nunca estarás segura. Ahora no tenemos tiempo para eso, hay algo más urgente que tenemos que encontrar,” explica mi guia. Yo sigo sin comprender y sin querer hacerlo. “¿Tú sabes salir de aquí?” Le pregunto preocupada. “Los filamentos nos van a guiar cuando se los pidamos,” me contesta. “¿Pedírselos?” Lo interrogo. “¿Estás seguro?” Le vuelvo a preguntar con mis ojos inquietos. “¡Sí! No te preocupes, conozco estos lugares, si no, no te hubiera traído aquí.”
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“¿Pero cómo van a saber ellos que queremos salir?” “Ellos leen nuestras intenciones. Son la luz de nuestra conciencia, pueden saberlo todo.” Un bufido mocoso sale de uno de los túneles en la dirección opuesta. Otra vez el miedo empieza a invadir mi cuerpo, mis piernas se ponen rígidas. Énki me toma la mano apresurado y trata de llevarme hacia la entrada de donde proviene el sonido. Yo resisto. “Aquí no nos puede pasar nada Ámbar, mientras tengamos los filamentos luminosos y podamos salir, nadie nos puede hacer daño. Éste es tu territorio. ¡Por lo menos en teoría!” Sin entender y ni siquiera tratarlo, hago un gran esfuerzo por confiar en sus palabras, pero aun así siento en mis piernas una gran dificultad para desplazarme. “Necesitamos ir hacia allá, tenemos que encontrar al intruso que está bloqueando los túneles.” Me jala con una ansiedad penosamente controlada.
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17 LOS INTRUSOS “¿Intrusos?” Pregunto. “Sí, intrusos,” me contesta con una entonación de emergencia. “No nos harán daño...bueno sí...pero no directamente. Después te explico. Lo que pasa es que hay especialmente un intruso aquí dentro que tenemos que sacar. Si no lo hacemos estarás todo el tiempo en peligro.” Con esas últimas palabras ya no puede esconder su inquietud. “¿Nos pueden hacer daño o no? ¿Estamos en peligro? ¿Entonces por qué vamos a buscarlos? ¡Mejor vayámonos de aquí!” Protesto resistiendo. “Confía en mí, te lo suplico. Tenemos que ir al lugar donde se encuentra la criatura que está haciendo ruido. Después te lo explico todo. No tenemos tiempo ahora.” Inspiro. ¡Si hay miedo entonces hay que vencerlo! Ordeno a mis piernas que caminen. Lucho contra mí misma. Avanzamos hacia el origen del ruido. Atravesamos el corredor trotando. Llegamos a una caverna con el techo alto como un edificio de cuatro pisos. En diferentes niveles cuelgan varios grupos de capullos, sus formas son todas distintas. Parecen estar hechos de algún material viscoso y transparente. Dentro duermen criaturas que cambian de apariencia constantemente. No me siento segura. “Hay demasiados intrusos aquí,” murmura Énki inquieto. Se queda parado observando hacia arriba. Algo no está bien. Mi corazón se acelera. La mano de Énki me tira decisivamente para seguir nuestro camino. Tiene mucha prisa. Nos introducimos en otro agujero. Seguimos los gruñidos. Atravesamos varias cavernas más, todas tienen túneles obstruidos.
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Al pasar el último pasadizo, mis ojos, mis piernas y mi garganta se paralizan. Una enorme criatura verde, mocosa, transparente y muy extraña se revela frente a nosotros. Su forma es parecida a la de un gusano, sus patas cambian de estado constantemente. Unas antenas aparecen, desaparecen y vibran de vez en cuando en la parte que por momentos parece ser su cabeza. Busca algo en el aire. ¡Esto empieza a ser espeluznante! Énki me hace una señal con su dedo sobre sus labios para que me quede silenciosa y me jala hacia la pared. Choco contra ella. Un quejido se escapa de mi boca. Quedo estupefacta. No es una piedra como creía, tiene una textura blanda y húmeda. Es como la piel interna de una boca. Mi ruido hace voltear al coloso gusano. Avanza hacia nosotros subiéndose sobre sus patas recién trasformadas. Énki me mantiene la mano con fuerza. ¡Nunca había visto en ningún libro de zoología un gusano tan grande! Si es que eso es un gusano. ¿Estoy soñando? “Si no lo asustamos, no nos hará nada.” Después de unos minutos de espera en completa quietud, la criatura sin memoria regresa a su trabajo como si nada hubiera pasado. Tiene prisa por terminar su trabajo. Con una especie de baba lodosa se afana por tapar uno de los pasajes. En los ojos de Énki se puede leer que ha encontrado exactamente lo que buscaba. “Quédate aquí, voy a ver lo que está tapando,” me susurra al oído. “¡No! No me dejes aquí sola,” protesto. “Confía en mí, te lo suplico, voy aquí enfrente,” implora. Su frente tiene transpiración. Avanza con cautela a la boca del pasadizo obstruido. El silencio de la galería me ayuda a recuperar un poco de calma. Se escucha el sonido pegajoso de la boca del gusano que escupe un lodo viscoso de manera monótona y muy regular.
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Un canto lejano empieza a acariciar mis oídos, es hermoso. Mi atención se adhiere a él de manera obsesiva. Mi cuerpo comienza a aflojar todas sus tensiones. Me invade una mezcla de alegría y calma, es un sentimiento muy ajeno. Énki agita delicadamente su mano para que me acerque al orificio del túnel. Tomo una profunda inspiración lo más silenciosa posible y empiezo a caminar hacia él. “Tenemos que sacarlo de aquí,” musita mi amigo. Me indica al monstruo pegajoso con su barbilla. La criatura voltea buscando nuestra presencia. Acerca su cabeza hacia nosotros, es pesado, lento, muy baboso. Tengo miedo. “¡Corre!” grita Énki. Un jalón energético en mi brazo me hace a un lado justo antes de que el ser repugnante me toque con su boca. Empiezo a correr sin tener conciencia de la dirección, sigo a los filamentos. Unas gotas del fango baboso que sale expulsado del hocico del intruso salpican sobre mis piernas dejando la tela de mis pantalones pegada a mis pantorrillas, otras caen sobre mi cuello. ¡Que asco! Me limpio con la mano. “Espera,” masculla Énki en medio de su confusión. Lo hemos desorientado. Nos quedamos parados en la entrada de uno de los pasadizos, es el extremo más lejano a la criatura. No sabemos qué hacer. El monstruo voltea su cabeza ciega por todas partes moviendo sus antenas fugaces. Intenta percibir nuestra dirección. No logra orientarse. Nos quedamos quietos controlando nuestra respiración. Pronto su agitación se desvanece, su memoria se borra por completo y vuelve a su trabajo. “Lo tenemos que sacar de aquí, pero ¿cómo diablos vamos a hacerlo?” Informa Énki sin despegar sus ojos de la bestia. “Hagamos que nos siga” sugiero. “Sí.” 122
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Empezamos a gritar y agitar nuestros brazos para llamar su atención. Los filamentos luminosos nos muestran el camino que tenemos que seguir, han percibido nuestras intenciones. Atravesamos varias galerías a paso apresurado, la criatura nos sigue. Perdemos su atención. Nos paramos, nos agitamos, nos vuelve a seguir varias veces hasta que llagamos a la entrada de la caverna de los filamentos. Énki me impulsa para terminar de atravesar. Cuando llegamos al otro extremo nos paramos a observar. El cuerpo torpe y pegajoso del intruso llega a la parte central de la pieza. Está extraviado, ya no nos puede identificar. Todos los cristales luminosos del techo se despegan en el mismo instante como si formaran parte de un cuerpo. El zumbido es ensordecedor. Se juntan cubriendo el cuerpo del monstruo. Forman una nube de luz incandescente que lo envuelve cautelosamente y sin tocarlo. La criatura aterrada empieza a retorcerse como si estuviera bajo el fuego. Ruge de dolor. No logro sentir pena por ella, una parte de mi siente un profundo alivio. Esto no es lógico, no es natural. Poco a poco la criatura se convierte en un charco de baba verde que empieza a deslizarse como un arrollo hacia la salida. Sobre los residuos del charco el vapor toma la forma de una silueta humana, parece masculina. Es borrosa e indefinida. Mis piernas pierden su fuerza, me voy a desmayar. Tengo miedo de lo que siento, no soporto mi crueldad. Énki me detiene por atrás. Un sonido seco y agudo me causa la expulsión de una nueva dosis de adrenalina. Es suficiente para recobrar mi tono muscular. Por un túnel a nuestra derecha una succión enérgica crea un torbellino que casi nos levanta del piso. La imagen del chico de vapor se va por ahí. ¿Estoy alucinando? “Lo logramos,” me dice mi amigo. “¿Qué logramos?” Pregunto confundida. “Ven,” me indica el pasadizo por donde entró la imagen vaporosa. 123
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Tomo unos segundos para recuperar mi postura. Avanzamos y llegamos a una gruta blanca, tan blanca que toma unos momentos acomodarse a su brillo. En los muros se logra percibir tres sombras dibujadas por humo, una de ellas está más oscura. “Esa sombra negra,” me señala Énki con su largo índice. Ése es el recuerdo de la influencia que Andrés ha tenido en tu mente. Ya nunca más podrá hacerte daño. Tenemos que regresar a abrir el túnel que estaba cerrando,” continua agitado. ¿Mi mente? Pasamos apresurados por algunas galerías conocidas y por otras desconocidas. Llegamos a nuestro objetivo, frenamos y empezamos a buscar el túnel obstruido. Se distingue del resto de los muros por el pequeño orificio que quedó abierto. Todavía se puede escuchar esa melodía ahogada y hermosa. Me emociono. “Tenemos que darnos prisa, no queda mucho tiempo. Ya estás muy cansada.” Con lo poco de fuerza que me queda, empezamos a escalar la montaña pegajosa. Jalamos, aventamos y volvemos a arrancar la materia espesa. Queda la mitad. Mis piernas exhaustas se doblan y ruedo hacia el piso blando, mis ojos amenazan con cerrarse. Ya no puedo más. Me levanto con dificultad. “Quédate ahí,” me dice Énki un poco abrumado. “Voy a tratar de abrirla un poco más y nos vamos. Por favor, no cierres los ojos por ningún motivo, ¡no te duermas!” La música que sale del pasadizo es cada vez más fuerte. Me está arrullando. Mis párpados pesan. “No te duermas, te lo suplico,” grita Énki. Lucho con todas mis fuerzas para complacerlo. A Énki le falta la cuarta parte del trabajo. Aquel gruñido feroz que al principio de nuestra jornada nos asaltó de lejos ¡Se acerca! 124
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La poca adrenalina que me queda empieza a hacer efecto y mi cuerpo comienza a tomar un vigor vacío. Tengo miedo. Mis músculos se tensan lo suficiente para lograr ponerme en posición de alerta. “Otra cosa viene ahí, apresúrate,” grito. “No te preocupes, no tiene por qué atacarnos,” me replica despreocupado. Deja su trabajo y baja a mi lado. De una de esas gargantas sale una enorme criatura plateada. Parece estar hecha de metal. Su cuerpo redondo hace pensar al de una araña. Sus patas indefinidas se mueven de manera magistral. Este es su territorio. Unos ojos rojos almendrados casi humanos aparecen y desaparecen en la parte frontal de su cuerpo transformable. Siento aprensión. El brillo plateado del cuerpo de la criatura parece infiltrarse en mis venas haciéndolas pesadas. Mi estomago se contrae. Sobre sus ojos hay miles de pequeñas antenas con puntas luminosas parecen sus pestañas. Es hermosa y también aterradora. El monstruo fija sus miradas sobre la mía. Me observa cuidadosamente. Avanza hacia nosotros con una cautela terriblemente amenazante. Su elegancia es odiosa. “Énki,” es lo único que logro decir.
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18 NO LO MEREZCO Énki dirige su mirada hacia los ojos de la criatura, parece estar absorbiendo poco a poco la consciencia del peligro. Volteo mi vista hacia él buscando instrucciones, pero veo el miedo invadir su rostro. Empieza a caminar hacia atrás sintiéndose gravemente amenazado, su respiración se vuelve agitada y corta. Choca con la espalda en contra del lodo que estaba tratando de derribar. Se mantiene estático, paralizado, no cabe duda que ya está aterrado. “Una Acarinya,” exhala controlando su temor. Me mira de reojo sin atreverse a mover. El intruso despega su vista de mí y la dirige directo hacia mi amigo. Sus ojos rojos se encienden, como si hubiera fuego dentro. Mi garganta se cierra. La criatura se acerca más y más hacia mi amigo. Él con el cuerpo muy tenso y los ojos que casi salen de sus órbitas se empuja hacia atrás como si quisiera incrustarse en la pared. Una de las patas del monstruo roza accidentalmente mi pie y una carga eléctrica ataca todo mi cuerpo. Contengo con mucha dificultad mis reacciones. Retengo mi respiración esperando no llamar su atención. Sin éxito. El bicho voltea hacia mí otra vez, me observa brevemente. Parece que no soy yo su objetivo principal. Sus miradas cambiantes regresan rápidamente hacia Énki. Los múltiples ojos se encienden otra vez, como si quisiera calcinarlo. Sus enormes patas se alzan en forma de ataque, durante el movimiento se trasforman en una multitud de espinas afiladas pero móviles como dedos. Quiero gritar pero mi garganta tan cerrada me lo impide. Con esas espinas en forma de garras inmensas atrapa a mi acompañante por la cintura, él quieto, paralizado, no lucha por zafarse. “¡Énki!” Grito llena de terror.
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Mis reflejos de asistencia se apoderan de mí. Corro tras del intruso y atrapo una de sus patas. ¡Tengo que detener a ese horrible monstruo! Él dolor agudo de la descarga eléctrica que me da al tocarlo me deja unos segundos sin aliento, pero eso me ayuda a jalar con más fuerza. El sonido de un choque seco me sobresalta, un temblor incontrolable sacude todo mi cuerpo. Volteo y veo a Énki tirado, tratando de recuperar su respiración. La Acarinya lo aventó en contra de una de las paredes, se encuentra sin orientación. Suelto la pata del monstruo y me voy deprisa en su ayuda. El intruso, con sus movimientos maquinales y rápidos, trata de atraparlo otra vez antes de que yo llegue. Énki rueda como puede para escaparse, por poco no lo logra. Corro horrorizada hacia otra de las patas, la agarro con fuerza cerrando mis dientes para soportar otra vez la descarga. La jalo usando el brote de tensión muscular que tanta adrenalina me ha causado, gimo, jadeo y casi lloro de la desesperación. “¡Corre!” le grito a Énki con una voz aguda y firme. “¡Sal de aquí, yo te alcanzo!” El intruso, al ver que su presa se ha escapado, se sacude violentamente para liberarse de mí. Mi cuerpo es víctima de un fuerte espasmo pero logro aferrarme. Estoy contagiada por la fiera y yo también me volví una. Mi vientre golpea y se arrastra por el piso mientras me niego a abrir mis manos. En la lucha salvaje una de las espinas rasga mi hombro, por el dolor eléctrico mis manos pierden fuerza y el miembro del monstruo se me resbala. Directo avanza veloz hacia el arco por donde a penas se logró escapar mi guía. Mi cuerpo se lanza hacia ella para atrapar la parte que pueda, caigo de panza sobre el suelo acolchonado. ¡Lo logré! ¡La tengo! Jalo una extremidad con todas mis fuerzas. Por poco se me escapa. La criatura gigante pierde el equilibrio, se colapsa sobre el piso y lucha por levantarse lo rasga con sus zarpas filosas. Aprovecho de la energía que el miedo me procura y me levanto rápidamente para escapar.
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EL ÚLTIMO BOSQUE
El filamento luminoso se posa en el aire frente a mí muy agitado, invitándome a seguirlo. Sin pensarlo corro tras él. Muy asustada paso de una caverna a otra siguiendo su luz. Las piernas se me doblan de vez en cuando, la poca fuerza que me quedaba me abandona poco a poco. ¡Ya no puedo más! Al llegar a la galería luminosa me colapso sobre el piso mientras el filamento se une a sus semejantes sobre la hermosa cúpula repleta de luz. Las manos de Énki intentan levantarme, ¡qué contenta estoy de encontrarlo vivo y sin heridas! Su respiración agitada se confunde con la mía. Cuando me levanto sé que estoy a salvo al ver sus ojos brillantes. “¿Estás bien?” Le pregunto jadeando en voz baja. “Sí, nunca había visto un intruso tan agresivo,” me confiesa con sus últimos jadeos. “Lo siento.” “¿Intrusos? ¿Por qué se llaman intrusos?” Pregunto por fin. “Esas criaturas no tendrían que estar aquí, se dedican a tapar los túneles y eso te causa daño.” Sus ojos negros y penetrantes me miran directamente. Por un momento pierdo la noción del tiempo. El gruñido del bicho que se acerca me distrae de mi intento por comprender lo que me acaba de decir. Un pequeño impulso de adrenalina me pone en posición de alerta. “¡Aquí estamos a salvo!” Él intenta calmarme. El intruso se para frenando bruscamente en el borde antes de entrar en la galería. Los filamentos luminosos empiezan a despegarse de la bóveda como si se prepararan para actuar. Pero aquel ser tan violento, tan metálico, se queda un momento quieto sin saber que hacer. Parece estar consciente del peligro. “Salgamos de aquí,” me avisa Énki tratando de controlar su miedo. “Ya no tenemos energía, esto ha sido suficiente por hoy, creo que estás a salvo por un rato.”
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Siento mi cabeza aturdida, saturada no solo por todo lo que ha pasado, sino también por todo lo misterioso que suenan las explicaciones. Un extraño piloto automático en mi mente me aleja de todo intento de lógica. Mis piernas están flojas y mi torso pierde su postura, ¡estoy exhausta! Énki me toma de la mano, y compartiendo sus fuerzas me ayuda a pasar mi brazo sobre sus hombros. “apóyate en mí,” me dice con cariño. Nos dirigimos a la salida principal. Atravesamos con dificultad el túnel oscuro de la entrada el que nos lleva al hueco exterior lleno de símbolos. Mis ojos no logran mantener el enfoque, mis párpados se cierran, mis piernas como cuerdas van casi arrastrándose, solo logran tomar mi peso por momentos. “Ya no puedo más,” alcanzo a susurrar. Lo último que siento es mi pecho pegando a su espalda y mis pies que dejan de tocar el piso. ❀ No sé cuánto duró mi desmayo, ni tengo idea del significado de todo lo sucedido. Abro los ojos, me encuentro sobre la manta que había preparado el abuelo. Las manos de Énki se deslizan suavemente de la base de mi cráneo hasta la cima. Con mucho cuidado y lentitud mi amigo se posa sobre sus rodillas a mi lado. “¿Cómo estás?” Resuena un tono de complicidad en su voz. “He tenido un sueno muy extraño.” Me froto los ojos pensando que eso puede ayudarme a ordenar mis ideas. “No fue un sueño,” me aclara Énki.
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No sonríe pero sus ojos están llenos de satisfacción y una indefinida alegría. “¿Cómo?” Me siento inquieta. “¿Qué fue entonces? Estábamos en un lugar imaginario, lejos de aquí, había criaturas extrañas.” “Estábamos dentro de unas grutas en medio de un volcán en una isla en el mar...” Empieza a relatar todo lo que pasó con un detalle tan preciso que se me pone la piel de gallina. 'Entonces éste sí es un sueño' me replico en la cabeza desesperada por comprender, tal vez estoy soñando que soñaba. Tomo la taza que tengo a mi lado, meto mis dedos y con el resto de té frío me salpico la cara. ¡Moja! “¿Qué fue todo eso entonces?” Pregunto molestamente intrigada. “Todo lo que vivimos fue real, pero no fue en esta dimensión,” me contesta con un tono bamboleado. “¿Cómo?” Empiezo a sentirme realmente irritada, es una mala broma. Me toma de las dos manos y excava en mi ser con su mirada penetrante. “Sé que para ti es difícil creerlo, pero viajamos dentro de tu mente,” afirma tembloroso. “¿Mi mente?” Saco mis manos de las suyas con un grito vivo e irritado, me levanto aterrada. “Tengo que regresar a mi casa, mi madre se va a preocupar, debo haber estado aquí horas, tal vez ella ya habló a la policía, pueden estar buscándome.” Remuevo mi cabeza buscando la salida. “Solo han pasado dos horas,” me interpela Énki. “Te acompañaré a tu casa. Puedes estar desorientada, me da miedo que te pase algo.”
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Doy el primer paso hacia la salida, pero un ligero mareo me retiene. A mi cuerpo adormecido le cuesta reaccionar. Agacho la cabeza para encontrar el equilibrio. Después de un minuto acepto la proposición de mi amigo. Sin despedirme del abuelo, sin siquiera haber visto si estaba ahí, salgo de la vivienda tambaleándome. Caminando con una calma forzada por mis mareos, mi cuerpo con cada paso empieza a tomar energías y estabilidad. El sonido del viento entre los arboles, el aire fresco, húmedo y perfumado tranquilizan un poco mi confusión y mi pánico. La presencia estable de Énki a mi lado me llena de seguridad, hay algo diferente en mi estado de ánimo. ¿Tengo nuevas ganas de vivir? El recuerdo de una música caótica y lejana resuena en mi interior, un canto de aliento, de alegría, tal vez de esperanza. Una imagen extraña pasa en mi cabeza, inmediatamente un pincho de adrenalina la ahuyenta fervorosamente. Mis pasos sobre el camino se vuelven cada vez más sólidos y estables conforme avanzamos. Llegamos a la salida de la reserva, monto atrás de la bicicleta de Énki y nos vamos al acantilado donde dejamos la mía. En el camino trato de recordar todo los sucesos, pero no logro encontrar un verdadero hilo conductor. Quería saltar por el barranco y fundirme con el agua de mar. Recuerdo haber sido sacudida por una fuerza indefinible y después haber visto a Énki que me tenía bajo su cuerpo. Las partes del sueño se entremezclan en la historia real dejándome una masa de sensaciones muy confusas sin poder discernir cuál es cuál. No me doy cuenta de cómo llegué a mi bicicleta, ni desde cuando estoy sobre ella pedaleando. Miro la zona de escombros enfrente de mí y regreso a la realidad. Énki a mi lado pedalea silencioso. Al llegar frente a mi casa, mi estomago se hace nudo, un desesperado deseo de que no esté nadie me empieza a obsesionar.
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'Que pueda entrar directamente a mi cama y colapsar mi cuerpo cansado sobre ella' pienso intensamente, como si el énfasis pudiera hacerlo verdadero. Me despido de Énki con una ligera tristeza, como si hubiera viajado con él durante días y fuera el momento de separarse. “Confía en mí Ámbar, te lo suplico,” dice con una voz tierna. “Descansa y en cuanto nos veamos estoy dispuesto a contestar a todas tus preguntas. Lo que pasó guárdalo entre nosotros, nos puede poner en peligro a todos. No fue malo, no fueron alucinaciones, ni tampoco tomaste ninguna droga, es algo natural para los Madyas. Para ti es la primera vez, por eso parece muy extraño,” su tono cálido reconforta mi corazón. Sus labios carnosos se posan delicados sobre mi mejilla, un ligero picoteo invade todo mi cuerpo. ¡Tengo indigestión emocional! Arrastrando mis pies entro en casa, el silencio de la ausencia de mis padres me reconforta. Cierro la puerta detrás de mí, después de despedirme de Énki con la mano.
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19 FLAMAS Después de tres días con fiebre en la cama un poco de fuerza empieza a apoderarse de mis blanda extremidades. El médico no sabe de donde viene mi malestar. Todos mis momentos lúcidos los he utilizado para digerir mis recuerdos, mis emociones y mis ideas. Primero comencé ordenando todo en una crónica coherente. Después pasé a la parte más difícil, reconocer los limites entre un sueño, una alucinación y un hecho real. El surgimiento de recuerdos de mi infancia que habían estado enterrados en las más hondas profundidades de mi ser, complicó seriamente la tarea de organización mental. Detalles de los tratos de mi madre nunca considerados, sensaciones y sentimientos olvidados. Hoy es un día de trabajo, mis padres dejaron preparado todo lo necesario para mis necesidades básicas. Por fin hago el esfuerzo de levantarme, me pongo mis pantuflas verdes y me encamino a la cocina para obedecer a los reclamos de mi estómago. El frigorífico me recibe con una colección exageradamente grande de mis pudines preferidos, fresa, mango, chocolate y proteína vegetal. Tomo uno, sin poner atención cual, junto con una cuchara. Me instalo en el sofá frente a la pantalla y la enciendo. Marco mi código de acceso, me esperaban ocho mensajes vocales. “Hola, quiero saber si estás bien,” es Énki con voz de preocupación. “Ámbar, te vi salir enfurecida y después me enteré que tienes fiebre. Te extraño, espero que te recuperes bien, un beso,” Ángela dulce como el pudín de fresa que me estoy comiendo. “¡Princesa! ¿Qué dragón te ha atacado? Parece que estás ardiendo, oye no olvides contarme tus aventuras, quiero decir...tú sabes cuándo uno tiene fiebre los sueños son extraordinarios. Sé que te pondrás bien, un beso de hielo,” Iván. Se me dibuja una sonrisa sobre mis labios agrietados. 133
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“Otra vez yo, he visto a Ángela en la escuela y sé que tienes fiebre, no te preocupes, va a pasar, es normal,” Énki suena más armonioso. “Estaba viendo los cuatro fantásticos, ese dibujo animado del siglo pasado, y cuando vi al hombre fuego me acordé de ti, debes lucir ¡fantástica! Ja ja ja, seguro tienes chapetas. ¿Oye, puedes escribir tus sueños para mí por favor? Me muero de ganas de verte, qué tal si vienes a visitarnos mañana a la escuela, ahora te mando un abrazo de hielo a ver si te enfría más que con el beso,” Iván. “Soy yo, me imagino que pronto podrás levantarte, espero verte hoy en la escuela,” Énki un poco dudoso. “Estoy a punto de salir de casa hacia la escuela así que me dije que si no te veo ahí puede que el fuego ya se haya extinguido. ¿Puedo pasar a verte esta tarde? ¡No puedo vivir sin ti!” Iván. Mando un sí a Iván, un beso cibernético a Ángela, y un mensaje tímido a Énki para tranquilizarlo que sin saber por qué me rebota, imposible hacerlo pasar. ❀ El timbre vibrante y seco de la puerta ahuyenta los sueños de mi siesta involuntaria. Me levanto con el deseo prohibido de ver a Énki al abrir. “¡Sorpresa!” Grita Iván, tiene una botella de mi jugo vitamínico preferido en la mano. Ángela detrás me sonríe cariñosa. Termino de abrir la puerta y extiendo mi brazo para dejarlos pasar con una gran bienvenida. Mi sonrisa esconde una ligera tristeza de decepción por no ver al único ser que en realidad me podría aportar estabilidad. “Maravilloso, has sobrevivido a las flamas despiadadas del terrible dragón,” el tono juguetón de Iván me consuela un poco. “Estoy tan contenta de verlos,” les comunico con un rebuscado entusiasmo.
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Iván me tiende la botella de jugo multivitamínico verde, y yo me voy a la cocina para buscar tres vasos. “¿Todos jugo?” Pregunto casi gritando. “¿Tienes alguna otra cosa?” Pregunta Ángela con voz tímida. “Detesto tu jugo preferido.” “Agua con burbujas, o jugo rojo y amarillo, fermento de cebada o de uva,” le contesto aspirando mis nuevas ganas de vivir. “Pues un jugo amarillo,” contesta Ángela al mismo tiempo que se avienta en el sofá enfrente de la pantalla. “Debes haberte aburrido como una lechuza,” medio grita sacudida por sentón. “¡Cómo crees! Cuando uno está ardiente, los sueños son fenomenales,” contesta Iván. “Seguro tienes mucho que contar.” 'Seguro que tengo mucho que contar, pero no puedo', pienso sin contestar, tomando el pretexto de servir los vasos para no hablar de eso. Los coloco cuidadosamente en una charola metálica para llevarlos a la sala, donde ya están mis dos amigos instalados. “Estoy ansioso de escuchar tus aventuras,” insiste Iván, fijando sus ojos sobre los míos. “Tengo que admitir que tus alucinaciones son sin igual.” “Pues no sabría por donde empezar, creo que tendremos que esperar a que se ordene todo dentro de mi cráneo,” respondo tratando de salirme del paso. Los distraigo dándoles los vasos en las manos. “¿Qué crees?” Anuncia Ángela con su típica introducción de chismes. “Lucía se encontró a una nueva víctima.” “¿Quién?” Temblorosa me apresuro a seguir el cambio de conversación. “¡No vas a adivinar! ¡No...lo...vas a adivinar!” Ella continua. “No te asustes,” comenta Iván tratando leyendo mis pensamientos. “Es una excelente noticia para ti y para mí.” 135
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“Andrés,” enuncio. “¡Juan!” Gritan los dos en unísono y repletos de alegría. No pudieron resistir la tentación de ser el primero en anunciarlo. Espiro con un alivio que hacia años que no sentía, dejando caer mi espalda sobre el respaldo del sillón. “¡Me salvé!, ¡me salvé!, ¡no tienen la mínima idea de lo feliz que me han hecho! ¡Es simplemente una excelente noticia!” Les digo cerrando los ojos inclinando mi cabeza hacia atrás. “¡Claro! Tú con Andrés y Lucía con Juan, todos felices,” la voz de Iván suena dudosa. “Ahora falta encontrarle una nueva seguidora a Énki. Y eso...te lo juro, no va a ser una tarea nada difícil, y ya nunca tendremos nada que temer.” El estómago se me contrae causándome una tos que me hace escupir la mitad de mi trago sobre el brazo del sofá. “¿Andrés?... ¡he!...” Tartamudeo sin saber qué decir. “Huy, parece que la noticia no te cayó tan de maravilla como pensábamos,” me regaña Iván. “Creo que esa historia con Andrés terminará mañana,” proclamo valientemente, buscando veloz algún pretexto que lo justifique. “No recibí ningún mensaje de él estos días,” logro decir tropezando. “¡Hay no! Tan perfecto que estaba todo,” protesta Ángela. “No te preocupes hada madrina,” recita el consolador Iván.”El orden cósmico se encargara de todo.” Decidimos los tres pasar una tarde agradable. Prendemos la pantalla. Abrimos un paquete de bolitas saladas de almidón. Nos ponemos a ver y a reír de los videoclips musicales del siglo pasado con sus terribles efectos especiales, uno de nuestros entretenimientos favoritos. ❀
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Miércoles. Despierto dispuesta a ir a la escuela. Aunque por haber comido muy poco me siento débil, pero las ganas de vivir me regresaron. Automáticamente hago todo el esfuerzo para parecer sana. Mi madre me conduce contenta de que me haya recuperado. Espero el momento de la pausa de manera escandalosamente impaciente. El timbre electrónico suena haciendo vibrar mis nervios, no sé si de alegría o de miedo. Cierro mi pantalla, la guardo en el cajón de mi mesa, la aseguro mostrando mi pulgar a la cerradura y con mucha concentración escondo los titubeos de mis pasos. Me voy al banco que aunque lo había negado durante tanto tiempo me sigue esperando sin reproches. ¡Cielos! ¡Olvidé tomar el almuerzo conmigo! Me siento esperar a Énki. Las manos conocidas se posan sobre mis hombros. “¡Sobreviviste!” Exclama Énki sonriendo mientras se sienta a mi lado. “Podríamos decir que hasta ahora sí.” “No te preocupes, va a pasar. Es totalmente normal, cuando sacas a un intruso de tu mente te dan ataques de fiebre o diarrea. Es como si todo tu cuerpo se tiene que acostumbrar al cambio.” Yo durante esos cuatro días en medio de la confusión febril había clasificado todo lo que tenía relación con la cueva y los intrusos en la sección de sueños y no en la sección de la realidad. “¿A ti también te ha pasado?” Pregunto rendida a su interpretación, confundida de nuevo. “¡Sí!, muchas veces. En tu juventud necesitas sacar a todos los intrusos de tu mente para poder realmente empezar a curar.” “¡Ha!,” digo sin saber qué hacer. “¿No me crees verdad?” Sigo pasando de un estado de curiosidad a uno de desconfianza, sin saber sobre qué isla puedo pisar de manera firme.
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“¿Entonces piensas que yo tendré que hacer eso varias veces?” Continuo para esconder mis dudas. “Sí, la primera vez siempre alguien te acompaña, pero las veces siguientes tienes que hacerlo sola. Pero para poder entrar en tu mente sola tienes que aprender primero a volar.” Un repentino sudor frío empieza a corre por mi frente, es la consecuencia de la invasión de imágenes contradictorias. Énki volando, la sonrisa del abuelo, la voz burlona de mi madre y la cara de reprobación de mi padre. “¿Cómo está Ália?” Le pregunto después de una larga pausa tratando de cambiar de conversación. “¿No me crees verdad? Ámbar, no me estás creyendo, ¿cierto?” Protesta conteniendo su disgusto. Sin saber qué contestar me le quedo viendo durante unos minutos, muestro voluntariamente toda mi confusión. “Ália está bien,” por fin accede a cambiar de tema. Baja la cabeza vencido. “Te manda esto.” Abre una bolsa llena de manzanas de su huerto. Nunca he probado una. Tomo la bolsa un poco incomoda y la abro. Un aroma cautivador sale expulsado. “Te va a ayudar a recuperarte, eso siempre me da mi abuelo después de los días de fiebre.” “Gracias.” La muerdo. Un sabor dulce y ácido envuelve mi lengua dejando el jugo prodigioso resbalarse por mi garganta, no tiene nada que ver con el sabor artificial de los pudines. Volteo a ver a Énki con alivio. Él sonríe. Me la como toda. “Las semillas no, son venenosas” dice Énki apenado. Escupo lo que me queda dentro de la boca, él ríe. “Bueno, no tan venenosas,” aclara con una sonrisa. 138
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Entonces me río con él. Dejo salir todas las tensiones. “No comas demasiadas en una sola vez, son muy fuertes. Si no, mañana pasaras todo el día sobre el retrete.” Se le escapa de nuevo su risa contagiosa. ❀ Cuando tomo conciencia mi cuerpo se encuentra en posición horizontal, reposo sobre algo blando. Mi cerebro flota en el espacio, los sonidos se balancean haciéndose más intensos a intervalos. La voz de mi madre aparece lejos. Abro los ojos como despegando un chicle de mis pestañas. Ella está sentada a mi lado. “Vamos a casa, querida,” me dice fingiendo dulzura. “Estás en la enfermería. Te quedaste dormida sobre la mesa dentro de la clase. Vamos.” Me concentro acopiando la mayor cantidad de mi miserable energía. No tengo que parecer demolida, mañana quiero venir a la escuela. Regresamos a casa. Subo las escaleras hacia mi cuarto y me colapso sobre la cama. Duermo.
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20 DESPEGARSE DEL PISO Han pasado dos semanas desde que el viaje interno cambió radicalmente mi bien estar. La comunicación entre Énki y yo se ha vuelto cada día más fluida, hasta llegar a su estado normal. La relación con Andrés ha terminado sin acuerdo mutuo, de manera natural, sin saber ni cómo, ni por qué, nuestros caminos no se han vuelto a cruzar. Como consecuencia la profesora de matemáticas muestra hacia mí una nueva y casi imperceptible hostilidad, la misma que con cualquiera, eso me gusta, me hace sentir un poco ordinaria. Mi amistad con Ália retoma su curso. Ésta es la tercera vez que vengo a la reserva a visitar lugares donde solo los Terra pueden entrar. El camino nos lleva entre el pequeño bosque, que se abre a un desierto natural. En el borde todavía se pueden ver algunos cactus antiguos que no fueron alterados. De vez en cuando unas ardillas sanas cruzan el camino. También hay conejos y aveces uno que otro animal mutante o enfermo. Ália siempre tiene un poco de granos para nutrirlos. Caminamos hasta la parte de la orilla que a ella le toca cuidar. “Cada miembro de la reserva tiene como misión el cuidado de una zona,” explica mi amiga. “La idea es impedir que el desierto avance hacia el bosque. Plantamos constantemente arboles remplazando aquellos enfermos, a su lado enterramos una olla de barro donde cada semana la llenamos de agua, así poco a poco se filtra y tiene una constante hidrogenación. Aveces hay zonas en estado de alarma, donde todos nos juntamos a trabajar. Con las ráfagas de viento fuertes o las tormentas secas, los pequeños arboles se lastiman; entonces necesitamos muchas manos para restablecerlos.” Me quedo pensativa durante un buen rato reflexionando sobre el periodo antes de la pandemia, cuando los bosques eran vastos y nadie los cuidaba. La cabeza me empieza a doler, no encuentro la lógica. 140
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A lo lejos vemos a Énki cuidando sus arboles, es la frontera de la zona de Ália. Nos acercamos a él las dos desbordando de alegría, como en un sueño. Como en esas escenas de las películas de hace dos siglos donde los momentos felices y románticos los filmaban en la naturaleza verde, cuando todavía había. Nos sentamos los tres juntos durante un rato a comer unas manzanas, observamos el cielo. “Ámbar, tienes que intentarlo,” rompe el silencio Énki con una voz muy grave. “¿Intentar qué?” Pregunto. “Volar,” afirma con una mezcla de entusiasmo y duda. En el instante de un micro segundo mi estomago se hace varios nudos. Mejor saber la verdad que quedarme en la duda el resto de mi vida. “ Está bien, lo voy a intentar,” le digo entre dientes. Trato de aumentar mis ganas de manera artificial. Tengo mucho miedo. Énki me lleva de la mano al interior del desierto donde se extiende una pequeña cama de arena fina. “Es aquí donde todos empezamos,” me señala el lugar. Ha adivinado mis pensamientos inseguros. “Primero tienes que concentrarse en el viento y sentir las pequeñas corrientes que lo forman. Cierra los ojos.” Sigo las instrucciones, no parece algo muy difícil. Nunca había puesto atención. Dentro de una gran corriente de viento se pueden distinguir muchas pequeñas y diferentes. “¿Lo sientes?” Pregunta él. “Un poco,” le contesto manteniendo mis ojos cerrados y mi concentración. “¿Pero cómo puedo saber cuándo está bien?” “¿Logras sentir pequeños soplidos todos de diferentes intensidades?”
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Toma la palma de mi mano y me sopla para ilustrarlos. Asiento con la cabeza, todavía con los párpados cerrados. “Perfecto,” expresa entusiasmo. No hago mucho caso. Estoy cautivada por la sensación tan agradable del viento golpeándome suavemente el cuerpo. Algunas corrientes más fuertes, otras más prolongadas, unas como remolinos minúsculos dentro de un flujo más grande. “Ahora tienes que dejarlas empujar tu cuerpo un poco, mira. Abre los ojos.” Muestra el ejemplo. Parece estar bailando con una música silenciosa, su cuerpo se balancea y vibra dentro de una especie de anarquía armoniosa. Cierro los ojos otra vez, empiezo a imitarlo. Me dejo invadir por esa sensación seductora que me hace olvidar todo lo demás. Mi mente se calma. Una ligera duda me quita la concentración. Abro un poco los ojos. La radiante sonrisa de Énki se me contagia y me exhorta a volverlos a cerrar. Entonces me dejo llevar por la música silenciosa del viento. “¿Y ahora que?” Le pregunto a ciegas. “Ahora súbete encima de cada una de las corrientes, como si fueran esferas sobre las cuales podrías apoyarte.” Su tono es suave y está sacudido por sus movimientos. “Tienes que ser rápida. Todas las partes de tu cuerpo tiene que treparse sobre las pequeñas corrientes, pon mucha atención, has como si saltaras sobre montón de pelotas o globos que chocan contigo.” Cuando logro captar la imagen, empiezo a saltar sobre las corrientes del viento, mi cuerpo se mueve hacia todos los sentidos. Juego con el viento, pero al no sentir el piso bajo mis pies, abro los ojos ligeramente perturbada. ¡Estoy flotando en el aire!
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El pánico me invade. Mi cuerpo se vuelve pesado como el plomo. El piso se acerca hacia mi cara, siento su terrible golpe. No tuve el tiempo de meter las manos. El polvo odioso se mete en todos los orificios de mi cara. Mi nariz punza de dolor, los labios no los siento. Escucho el sonido de las pisadas de mis dos amigos que corren hacia mí. Me toman por los brazos para ayudarme a retomar mi posición vertical. “¿Se rompió la nariz?” Pregunta Ália. “Espero que no” exhala Énki. Mis ojos siguen cerrados, esta vez no por voluntad. Un chorro de liquido caliente baja sobre mi labio superior, sin duda es sangre. El dolor es agudo. Me guío con las manos para recuperar el equilibrio, me apoyo en algún cuerpo. “Dame la botella de agua,” le ordena nervioso Énki a su hermana. Un chorro de agua fría sobre mi cara me hace saltar. Cuando logro abrir los ojos, la cabeza me da vueltas sin saber si es por el golpe o por el ataque de pánico. “¿Te duele mucho?” me pregunta mi amiga, mientras me da un pañuelo. Le contesto que no con un movimiento breve de la cabeza, en realidad ya no siento nada, pero nada, toda mi cara se me anestesió. “Entonces no es grave” afirma Énki. Una sensación de estúpida vergüenza me ahoga la garganta. “Me despegue del piso” es lo único que logro decir. “Sí, pero ¿por qué dejaste de hacer lo que te dije?” Me regaña Énki con sus ojos bien abiertos. “No lo sé, me dio mucho miedo.” “¿Miedo de qué?” 143
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“De mis padres. No puedo hacer esto. No es posible. No existe,” le contesto entre sollozos. “¿Comprendes?” Grito enfurecida. Tomo a Énki de su camisa y lo sacudo, como si quisiera reprocharle de haberme hecho algo horrible. Me volteo en dirección del bosque. Llorando me echo a correr. “Ámbar,” logro distinguir la voz de Ália a lo lejos. El grito me hace frenar y me colapso en el piso sobre mis rodillas con mi cara sobre mis manos. “No puede ser, no puede ser,” sollozo, moviendo mi cabeza llena de confusión. Retomo conciencia de la realidad. Mis dos amigos tras de mí esperan sin saber qué hacer. Están paralizados. “Lo siento,” dice Énki. Volteo la cabeza, Énki tiene las manos sobre sus ojos, está llorando. Ália pasa su mirada de un lado a otro. Busca alguna solución. “Lo siento yo,” finalmente articulo. Agacho la cabeza muy aturdida. No sé como consolar a mi amigo. Me levanto y lo abrazo, lloramos juntos, ya sin saber por qué. ¿Cuanto tiempo ha pasado? Nos calmamos. Nuestras camisas ya están mojadas de enfrente. Énki me toma por los hombros. Me mira a los ojos y empieza a reírse como un loco. Yo no puedo resistir y rio también. “¡Volaste!” Empieza a gritar Énki con entusiasmo. “Volé.” Sonrío por contagio.
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“¡Puedes volar Ámbar!, ¡puedes volar!” Me sacude con alegría, sus ojos no pierden el contacto con los míos. Me abraza varias veces, como nunca nadie me había abrazado. Hice algo bien y no estoy segura de que eso me complace. Sin hablar tomamos el camino de regreso. Los arboles toman dimensiones enormes ante mis ojos, el cielo es más azul casi eléctrico, el viento más viento y las flores más flores. Caminamos sin medir la distancia. Llegamos enfrente de la puerta redondeada de la casa de Énki. Ália la abre, me invitan a entrar y a sentarme sobre los sofás de tierra. La madre de Énki sale al escuchar nuestra presencia. Se sienta unos minutos enfrente de mí y fija su mirada sobre mi nariz inflada. “¿Qué te paso?” pregunta. Ália relata la caída. La señora de la cual todavía no conozco su nombre, sin abrir la boca se va hacia la recamara de donde salió y regresa con un pequeño pomo en las manos. Al abrirlo sale volando un aroma a hierbas concentradas, me hace estornudar. Ella me pide permiso con su mirada y yo se lo doy con la mía. Acaricia con el ungüento y mucha delicadeza la silueta de mi nariz. “Pica un poco, pero actúa muy rápido” me consuela la mujer, pestañeando sus hermosos ojos almendrados. Me quedo observando la sensación de picoteo que me da la pomada. La señora se va hacia a la esquina que usan como cocina, saca una pequeña olla del refrigerador y enciende un fuego. Nos quedamos en silencio admirando las vibraciones de las llamas que se asoman por el orificio donde entraron las ramas. La calma de este momento es sanadora. Nos sentamos alrededor de la mesa metálica para recibir una porción de sopa. “Tenemos que ir a ver al abuelo,” resalta la voz de Énki entre sus cucharadas. “¿O quieres regresar a tu casa?”
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Me quedo pesando un buen rato. Siento la mirada de todos sobre mí, preguntándose por qué tanto suspenso. “¡No! No quiero regresar a mi casa,” les confieso exhalando mi tensión y bajando mi vista. “Quisiera poder quedarme para siempre aquí, pero es imposible.” Trago las lágrimas que amenazan con salir, podrían delatar la profundidad de mi tristeza. Una fuerte conmoción se apodera de manera casi imperceptible de todos los cuerpos a mi alrededor. Están contagiados de mi dolor “Tengo que marcharme antes del atardecer, así yo puedo atravesar sola la zona de escombros,” afirmo débilmente después de un rato muy incomodo. Nos levantamos de la mesa todos al mismo tiempo siguiendo mi impulso. Énki se adelanta hacia la puerta para ir conmigo. Su madre para despedirse me rodea con sus brazos integrando su cuerpo con el mío como si fueran uno. Me deja un sentimiento intenso de plena aceptación. Duele, porque revela mi falta de afección. Las lágrimas que con tanto esfuerzo había entubado brotan rebeldes por mis ojos. Énki me acompaña a la entrada de la reserva. Caminamos lentamente saboreando cada paso, cada movimiento del otro. Me preparo para subir a mi bicicleta. Él me toma las dos manos con una suavidad diferente, eso es muy extraño. Pequeños piquetes eléctricos invaden mi cuerpo. Sus ojos se clavan en los míos como dos agujas tocando mi interior, el más profundo. Pierdo la conciencia del entorno, entramos en una dimensión totalmente desconocida para mí. Es un espacio etéreo y vibrante, donde alcanzo a ver sus dos iris negros como un abismo que me traga voraz. Una corriente de vibraciones desconcertantes viaja invadiendo todos mis nervios hasta volverse incomoda. Énki se acerca a mí con cautela, con la elegancia de cuando lo vi por primera vez. Yo estoy secuestrada por el brillo profundo de su interior, me quedo estática observando. 146
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Solo se presentan sensaciones sin interrupciones, sin pensamientos, sin miedos, sin conclusiones. El calor de sus labios irradia los míos. ¡Me esta besando!. La brevedad del evento deja lo suficiente para saber que he entrado dentro de un universo sin murallas. Bajo mi cabeza delicadamente pero turbada. Sonrío directamente hacia la tierra testigo de algo que yo misma no puedo definir. Una extraña sensación de volar me invade. ¿En donde estoy? ¿Que me está pasando? Esta vez sí siento la tierra bien pegada a mis pies. Volteo desconcertada a buscar mi bicicleta, como tratando de huir de algo tan bueno que podría revelarme mucho dolor. ¡Yo no merezco que me quieran así! Pasa fugaz por mi mente. Nunca pensé que esa sensación pudiera existir, me resisto a pensar que es real. Embarullada por los sentimientos contradictorios que se lanzan sobre mi frágil ser, tomo mi bicicleta eléctrica sin tener conciencia de los detalles de mis movimientos. Vuelvo la vista hacia Énki quien está quieto, atontado. Con una tímida sonrisa lentamente, muy lentamente, demasiado lentamente para ser normal, hace una señal de adiós con la mano. Atravieso los escombros y aunque nunca me pareció algo agradable, esta vez los ínfimos pastos entre las piedras desoladas salen al primer plano. Parecen estar gritando ¡esperanza! Normalmente todas esas casas abandonadas y destruidas prenden mi imaginación y me invaden de desolación. Siempre empiezo a visualizar a toda esa gente del pasado viviendo encimadas. Por lo general cada escombro me empujaba a viajar a esa época donde la muerte era algo cotidiano. Pero ahora lo que me llama la atención es la vida que empieza a surgir debajo del asfalto. Entre las grietas de la destrucción, las pequeñas plantas entre esos escombros tienen un mensaje importante.
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21 LA VERDAD SE ASOMA Me sobresalto. Es la mitad de la noche. Estoy bañada de sudor frío y siento espasmos en la garganta. Son las dos de la mañana. Las únicas imágenes que recuerdo de mi pesadilla son las de la enorme Acarinya espléndidamente plateada, persiguiéndome hasta sacarme de la cueva. Volteo hacia el techo oscuro tratando de fijar mi vista para dejar regresar a mi memoria otras representaciones de mi terrorífico sueño. Estaba tratando de entrar otra vez a las cavernas, pero la bestia patuda y metálica cubría la entrada principal, la que llevaba del cráter a la galería de los filamentos. Yo trataba de quitar todo el lodo. Estaba desesperada. Ese intruso tan potente venía a atacarme. Me atrapaba entre sus patas, yo forcejeaba para escaparme. En sus ojos rojos estaba el reflejo de mi madre. Empiezo a gritar de terror sobre mi cama, me tapo la boca para ahogar el sonido. Tiemblo. Fue una pesadilla. Quiero acelerar la llegada de la calma. Intento conciliar el sueño sin lograrlo. No logro extirpar de mis recuerdos la imagen de los ojos de la bestia. ¿Tiene que ver ese intruso con mi madre? Mi cabeza empieza a dar vueltas de manera incoherente. Mezclo las imágenes del viaje con las de mi pesadilla. Son tan parecidas. ¿Lo que vimos fue mi mente? ¿Cómo funciona? ¿Cómo entré en ella? Mi cerebro regresa a esas preguntas una y otra vez. Giro incoherentemente dentro de mis sabanas. Mis piernas se enredan en la tela. ¡Volé...volé!, una sensación de frío y vacío invade la superficie de mi piel. ¿Fue real o un sueno? ¿Me estoy volviendo loca?
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Cierro mis párpados y me concentro en el recuerdo del té azul y en la casa del abuelo. La tranquilidad y la confianza empiezan a entrar poco a poco en mi cuerpo. Finalmente, duermo de nuevo. ❀ El chillido penetrante de mi despertador aparece entre mis sueños. Con un esfuerzo gigante abro mis ojos sellados por el cansancio. ¡Es lunes! Lucho en contra de mi cuerpo para poder abandonar mi cama. Imaginar a Énki esperando en el banco de la escuela es lo que me da las energías suficientes para dirigirme a mi ropero. Sin tener mucha consciencia de mis movimientos abro la puerta, meto la mano y saco lo primero. Mis pantalones deportivos negros con motas plateadas en los bordes, camiseta fucsia con pequeñas rallas blancas en la orilla. Este va a ser mi atuendo de hoy. Me agacho como oxidada para coger mis zapatos. Bajo a desayunar. Mi madre ya está ahí. Sobre la mesa hay un plato de pudín de frutas de bosque y una bebida láctea sabor chocolate. Después de darle las gracias desganada, me siento a ingerir la mediocre comida sintética de la que tanto se enorgullece. Al terminar mi insípido desayuno me levanto, tomo mi bolsa y me voy pedaleando a la escuela. Entre los escombros del camino mi cerebro se acalambra en un ciclo repetitivo que invoca esta pregunta obsesiva. ¿Realmente me despegue del piso? Pasan las clases de la mañana y a la hora de la pausa llega con un paso muy lento, horriblemente letárgico. Me voy a sentar al banco con mi almuerzo en la mano. Énki llega de la nada y sin tardar. Se sienta a mi lado con movimientos tan cautelosos que me casi me causan desconfianza. “Te traje un regalo,” me dice mostrándome una manzana y sonriendo tímido. Sus ojos me miran de manera muy breve. Esa no es su costumbre. 149
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“Gracias,” le contesto sonriente sin poder despegar mi vista del objeto tan apetitoso. “Pareces cansada, ¿dormiste bien?” me interroga continuando con su anormal e incomoda cautela. Le relato con detalle mi pesadilla. “¿Tú crees que esa Acarinya tiene que ver con mi madre?” le pregunto angustiada por la respuesta. “¿Cómo puedo saberlo? ¿Hay manera?” “No, no puedes saber con quién está relacionado el intruso antes de sacarlo, además cuando se tratan de tus padres es muy difícil lograrlo. Es lo más difícil y lo último que uno obtiene. Yo todavía no he podido. El abuelo dice que se necesita mucha practica y paciencia.” “¿De verdad crees que puedo volar?” “¡No! No creo que puedes volar. ¡Lo sé, estoy seguro! Ámbar, ¡lo vi!, no lo vas a empezar a negar,” exclama profundamente irritado. “Sí, pero, tal vez fue un accidente, tal vez soy normal y me levante un poco del piso así por azar,” confieso la duda que tanto me corroe. “Ninguna persona normal puede despegarse del piso, ni siquiera logran sentir las corrientes minúsculas del aire,” me riñe perdiendo la paciencia. Me quedo callada durante un rato. “Tenemos que probar otra vez,” continua. “¡Tengo miedo!” Contesto con mi voz tambaleada. “Tienes que evitar que cualquier cosa te distraiga y lo vas a lograr. Podemos intentar otra vez en la reserva que es un lugar seguro. Tienes que prometerme no hacerlo en algún lugar donde te puedan ver.”
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“¿Por qué?” “Es peligroso.” “¿Peligroso? No quiero hacer cosas peligrosas,” me quejo dejándome llevar por la desconfianza que empiezo a sentir. “¡No!, no es peligroso volar, lo que es peligroso es que te vean.” “¡Sí, muy peligroso!” Le concedo la razón. “Hace mucho hubo una persecución de Madyas y desde entonces mantenemos el secreto.” El sonido penetrante del timbre que avisa el regreso a clase nos interrumpe, los dos saltamos como si nos sintiéramos acechados. Volteamos a ver de manera totalmente incoherente si alguien nos ha escuchado. Énki toma mi mano y me mira a los ojos, esta vez directamente durante mucho rato, demasiado para ser normal. Acerca sus labios lentamente hacia los míos, me pongo a vibrar de una manera incontrolable, hasta poderlo contagiar. Sin lograr tocarnos, nos despedimos. Nos alejamos el uno del otro como si algo faltara. Después de diez pasos volteo mi cabeza para verlo, sus dientes me deslumbran en una dulce sonrisa contagiosa. Yo le mando un dócil gesto con mi mano, me volteo y camino viendo hacia el piso. Estoy tan tiesa como si me encontrara dentro de una camisa de fuerza que me impidiera regresar corriendo y lanzarme en sus brazos. A la salida de la escuela me alcanza Ália después de pasar los arcos de seguridad, justo antes de tomar mi bicicleta. “¿Quieres ir este fin de semana a la reserva, voy a tenerlo libre?” Me pregunta con voz entusiasta. Durante unos segundos dudo, pero la respuesta aparece clara en mi mente como el impulso de un chorro de agua que sale por una fuga. “Voy a preguntar,” contesto tratando de ocultar mi alegría. 151
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Me despido con un ademán y me dirijo a mi vehículo. Mi corazón se llena de ternura. Pedaleo hasta mi casa con una rara vitalidad, entro en el corredor y encuentro a mi madre de vuelta del trabajo más temprano de lo normal. “Se está convirtiendo en una costumbre ir a la reserva, ¿no?” Me comenta fríamente, después de revelar mi solicitud. Muerdo mi labio con la vista hacia mi plato. Ya se acabó la libertad. Estoy decepcionada. “Ália y yo somos muy buenas amigas, me gusta mucho pasar tiempo entre los arboles, hasta estoy pensando seriamente estudiar biología, por eso me interesa mucho ir seguido a la reserva,” reniego. Al escuchar que la reserva podría tener una buena influencia en mi elección de carrera, acepta con gusto la invitación de mi amiga. Encontré el truco perfecto. ❀ Martes. El timbre para la pausa mayor suena y mi corazón empieza a gritar de entusiasmo dentro de mis costillas. El primer paso hacia el banco donde Énki me espera me parece aromático, delicioso. Atravieso la puerta de la cafetería con mi almuerzo en las manos, el viento que viene del desierto aunque es áspero y picante me parece agradable. Mi elegante amigo me espera sentado sobre el banco mirando absorto hacia el horizonte. Su camisa blanca de fibra natural se mueve ligeramente con la brisa del mar, contrasta tanto con su piel. Sus largos y finos dedos reposan sobre sus rodillas, su tez morena se ve más morena, sus ojos negros aun más negros y su sombrero de lona sobre su cabeza le da el toque de ¡no soy como todos los demás! sin apocamiento y con dignidad.
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En mi boca se dibuja una sonrisa reprimida al verlo voltear hacia mí. “Hoy sí pareces descansada,” me saluda contento. “He dormido como nunca.” A pesar de que tengo muchas preguntas todavía, inexplicablemente siento mi cabeza más calmada, como si hubiera entendido que tengo todo el tiempo para contestarlas. Abro la bolsa de mi almuerzo, saco el recipiente de látex biosintético color azul, me preparo para ingerir con indiferencia el típico pudin de proteínas vegetales, cada día más insípido. Lo único bueno en esa comida es la presentación, esta vez son unas pequeñas rosas rojas en relieve con sabor conceptual a tomate. A mi lado el aroma a pan rasposo sale de la bolsa del almuerzo de Énki, produce una secreción exagerada en mis glándulas salivales. Me le quedo mirando delatando mi antojo. “¿Quieres?” me ofrece Énki con una sonrisa controlada. “Es injusto,” le replico mirando apenada hacia mi almuerzo. “Yo solo tengo este horrible pudin para ofrecer a cambio.” “No importa, en la clase tengo otro pedazo,” me consuela, acercándome un trozo. “Desde que sé que te gusta, siempre cargo con un poco más de lo normal.” Y con un gesto afirmativo deposita el áspero manjar sobre mi recipiente de látex. No tardo ni dos segundos para cortar un pedazo y llevarlo a mi boca. Debo parecer hambreada. “¿Cómo se llama tu madre?” Le pregunto, para abrir alguna conversación. “Rosa, como esas flores que están enfrente de mi casa,” contesta entre dos masticadas. “¿Por qué ella y tu hermana tienen los ojos y la piel más clara? Pensé que todos los Terra eran originarios de los aborígenes de antes de la pandemia.” 153
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“No, ya estamos mezclados también,” empieza su detallado relato. “Antes de la pandemia, unos cuarenta años atrás, cuando la ciudad protegida todavía era una pequeña ciudad de provincia. En toda esta región había muchos, pero muchos arboles. Era un lugar un poco olvidado, con animales salvajes increíbles.” Da una mordida a su pan, lo tritura brevemente, lo traga. Hace una mueca de dolor por no haberlo masticado suficientemente y continua. “Como tú sabes aquí habitaban unas etnias indígenas. Un día llegaron unos misteriosos jóvenes provenientes de la capital a divulgar que sucedería algo terrible. Aun más espantoso de lo que ya vivían. Durante siglos habían sido constantemente despojados de sus tierras, maltratados, masacrados, explotados y utilizados de muchas maneras.” Se interrumpe para verificar mis reacciones. Ve que estoy totalmente absorbida por su historia y sigue. “Esos muchachos en realidad venían huyendo de una persecución. Pasaron mucho tiempo hablando con los nativos. Trabajaron juntos, se organizaron y crearon estrategias. De todo ese intercambio nació una nueva ideología, una nueva visión social. Ya no era la misma que habían traído esos jóvenes, estaba basada en el respeto a la diferencia. Fue una corriente de pensamiento que juntaba a los jóvenes de la ciudad y los indígenas, a gente de todos los colores y todas las culturas. Muchos Madyas de diferentes continentes estaban involucrados. Madyas que ni siquiera sabían que lo eran, como tú.” Toma un respiro para continuar. “Desesperados avisaban a toda la población mundial que estaba formándose un gran catástrofe y que ahora sabemos cuál era. Durante algunos años tuvieron un cierto éxito, gracias a sus luchas pacificas Era una revolución muy autentica y muy visionaria. Y hubiera podido evitar la pandemia. Pero la mayoría de la gente no la pudo entender. Poco a poco la empezaron a incriminar también.
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Entonces esos jóvenes que habían llegado se quedaron a vivir aquí, tuvieron hijos y bueno uno de ellos fue el padre de mi abuelo.” Toma unos tragos de agua de su botella. “Toda esa historia la han borrado,” continua apasionado. “Ya nadie habla de ella, solo queda en la memoria de los Terra. Aunque no pudieron detener el desastre. Es gracias a todo eso que ahora tenemos la reserva, y que la comunidad internacional la protege. Y aunque sus intenciones no sean exactamente las correctas. Quiero decir que la naturaleza en sí no les interesa. Nosotros tenemos la esperanza de que algún día llegue otra rebelión de Madyas, más conscientes de lo que es realmente la raíz del problema y también más numerosos. Para que pueda tomar la fuerza suficiente y que las reservas que quedaron en todo el mundo puedan un día expandirse y que la naturaleza aunque ya es muy poca pueda invadir el planeta otra vez. ¿No te parecería maravilloso?” No puedo evitar que una nube de confusión deje caer sobre mí su aguacero de preguntas. Me quedo callada con un nudo en la garganta, en el estómago y los pulmones. Las lágrimas empiezan amenazadoramente a poblar mis párpados temblorosos. Me quedo quieta, paralizada durante un periodo sin medida. Envuelta en los torbellinos de mis ideas mezcladas y muy contradictorias. Se queda resonando dentro de mi cráneo el tamborileo monótono de ¿cómo puede ser?, ¿cómo puede ser? una y otra vez al ritmo agitado de mi corazón. “¿Entonces ya sabían que estaba llegando la pandemia?” pregunto tratando de controlar mi llanto potencial. “Sí.” “¿Todos?” “La mayoría, ¡sí!” “¿Y por qué no hicieron nada?” “No lo sé, no lo sé,” me contesta aturdido.
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Énki, en medio de mi tormenta emocional, extiende su mano sobre mi pierna dándome con su calor la oportunidad de regresar a la tierra, lo suficiente para no caer en un llanto sin control. Volteo con dificultad buscando consuelo en sus ojos negros. Cuando los encuentro siento sus brazos sostener mi cuerpo que se colapsa sobre su torso, y ahí un llanto discreto y liberador deshace los nudos de mi interior. “Hemos vivido en una realidad virtual todo este tiempo, hay algo que siempre nos han estado ocultando, hay algo que se tiene que rastrear,” sollozo ahogando mi voz contra su esternón. Estoy perturbada por la confianza que siento cuando estoy con él y los suyos, y el contraste con lo falso de la mayoría de la gente de la ciudad protegida. Me siento aterrada por no saber donde ubicarme. Continuo mi llanto durante un largo rato. No hay paso atrás, eso es lo único certero que puedo declarar ahora. En este preciso momento todo toma otro curso y sé en lo más hondo de mi ser que algo profundo va a cambiar y no solo para mí. Para todos. Algo se me ha roto dentro. Es la confianza hacia los que había considerado hasta ahora mi punto de referencia. Se ha destrozado el apego a mi sociedad, a mi gente, a mis padres, mis profesores, a los artículos del hipernet, a los libros que quedan en las bibliotecas virtuales. He perdido la confianza hasta en mis propias ideas. Después de un rato de flotar con mi mente en el vacío, una corriente de coraje invade mis venas, repentina, brusca. Mis lágrimas se secan, mi cuerpo retoma su tonalidad. Me separo de Énki y miro al horizonte con mis ojos en fuego. Quiero saber por qué han desaparecido los bosques, quiero saber por qué empezó la pandemia. Quiero averiguarlo y nada me va a parar. Pienso casi en voz alta. Las ansias, el desconsuelo y la emergencia no van a dejarme tranquila ni un minuto más. Las preguntas que me han estado cayendo como gotas hostiles y aterradoras poco a poco, cada día, a partir de ahora se tienen que volver 156
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el alimento para las raíces de todos los arboles agónicos de mi conciencia. A pesar de lo temeroso que puede resultar romper con la historieta mentirosa, insípida y pervertida de la sociedad donde nací. En mi interior nace un volcán. Una montaña en fuego que escupe vitalidad, una vitalidad que nunca había sentido. Después de que toda esa mezcla de emociones se va extinguiendo hasta llegar a la precaria calma que siempre llevo conmigo. Reencuentro los ojos profundos e impacientes de Énki. Me quedo atrapada por ese abismo cálido, sincero y protector. Entonces el calor de sus labios interpelan los míos y me pierdo en él.
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22 EL SEGUNDO VUELO El domingo llegó agitado, ansioso pero también alegre. Dejo mi cama casi saltando como si fuera el mejor día de mi vida. Me levanto más temprano que de costumbre para evitar cualquier comentario en el desayuno, dejo un recado para mis padres y me voy. Llego a la casa de Énki admirando el paisaje, casi sin pensar, como si el camino no significara más que el camino. Mis pasos crujientes se posan sobre la tierra con una seguridad que nunca había conocido. Bajo el arco redondeado de la puerta se logra ver la silueta de mi amigo sentado en bolita tallando sus palillos. Al escuchar la tierra triturada bajo mis pies, voltea sorprendido, seguramente por la hora tan temprana. Sus dientes relampaguean en una amplia sonrisa. Se levanta y corre hacia mí usando su velocidad anormal, como si se tratara de una broma. Muy entusiasmado me besa en la mejilla. “No pensé que vendrías tan temprano,” me dice con una voz de felicidad controlada. “Ália parece estar un poco enferma, todavía no se levanta de su cama, así que creo que no podrá acompañarnos.” Me toma la mano y nos vamos directo hacia el desierto. Caminamos durante dos horas casi sin hablar, atravesamos los grandes arboles, pasamos enfrente de la casa del abuelo y llegamos a la orilla del bosque enano. Mientras avanzamos hacia el lugar donde lo hicimos la última vez, me paro en medio del camino. “Me voy a caer de nuevo,” le digo angustiada. “Puede ser, pero yo te voy a atrapar esta vez.” “¿Cómo lo vas a hacer?”
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“No sé.” “Tengo miedo de no lograrlo, no tanto del golpe,” le confieso. “Primero hay que intentar.” Llegamos al lugar de la cama de arena, me quito la chamarra, Énki también. Sin decir nada cierro los ojos, empiezo a concentrarme en el viento. Esa despreciable angustia me invade, abro los ojos. Énki está justo a lado de mí, con sus párpados bien cerrados como si su concentración pudiera sumarse a la mía para tener más efecto. “Tengo miedo, no lo voy a lograr,” le digo. “Lo haremos juntos una vez,” me dice con los ojos abiertos. Dejo caer mis párpados de nuevo, me concentro. El contacto de su mano con la mía me calma. Empiezo a identificar los pequeños elementos del viento, me dejo llevar por ellos y la danza espontánea comienza casi por sí misma. La mano de mi compañero de vuelo empieza a elevarse hasta llegar a la altura de mi cabeza, decido seguirlo, empiezo a sentir los pies despegarse del piso y bruscamente abro los ojos para verificar si es verdad. Empezamos a desplazarnos. “¡Ahora tú sola!” Grita Énki que danza con el viento. Me suelta la mano, ¡me quedo bailando un minuto más!, pero a mi mente la empiezan secuestrar las posibles opiniones de mis padres ante este fenómeno. Las corrientes aéreas empiezan a parecerme lisas y resbalosas, casi no las logro identificar. Sin tener el tiempo de advertir mi caída, el piso golpea bruscamente mis pies temblorosos. Mis rodillas se doblan hasta chocar con el piso, mis manos se incrustan en la arena evitando esta vez que mi cara reciba el terrible castigo de la falta de concentración. “¡No pasó nada!” le grito a Énki para calmarlo.
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“¿Por qué te caíste? Todo iba muy bien,” me regaña con una voz impaciente mientras sigue volando. “No lo sé..., creo que me volví a desenfocar,” confieso triste. “¡No es posible! Mismo sin concentración no te caes de esa manera,” me explica aterrizando elegantemente. “Parece que tú cortas con algo y de repente ya nada te sostiene.” “¿No es normal?” Le pregunto inquieta. “No lo sé, a mí nunca me ha pasado, es muy extraño.” “Tal vez es porque en realidad yo no puedo, y estamos forzando.” “Deja de decir eso,” me reprime perdiendo la paciencia. “Si no pudieras no te despegarías del piso ni un milímetro.” “Lo siento.” Me toma de los hombros, me mira a los ojos y sin verlo venir me encuentro envuelta en un beso. El cuerpo se me vuelve a llenar de hormigueos intensos y por un momento pienso despegarme del piso, pero no es verdad. Nos separamos delicadamente y nos vemos durante un buen rato, como si el tiempo no nos permitiera continuar. Hechizada bajo la cabeza intimidada. “Lo vamos a arreglar, tal vez el abuelo tiene una respuesta.” Caminamos hacia el bosque un poco desorientados, hasta llegar a la casa de su abuelo. Énki lo llama por su nombre, ¡Sebastián! pero no hay respuesta. Entreabrimos la puerta para ver si hay alguien. La casa está vacía. “Tal vez se fue a juntar hierbas, regresará al rato.” Nos vamos a la casa de Énki donde él toma una bolsa de tela natural, coloca un pan y otras cosas para comer, entre ellas una botella que parece muy vieja. Me capta la atención.
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“Es una botella de plástico, ¿alguna vez habías visto las botellas de plástico?” “Claro que sí en el museo, pero nunca las he tocado.” Me la pone en las manos para que la examine. “¿De dónde la sacaste?” Le pregunto, intrigada. Énki me sonríe y levanta los hombros. “Siempre ha estado en mi casa, tal vez viene de...” Deja una pausa misteriosa como si hubiera algo que no puede decirme y cambia repentinamente de tema. “Te voy a mostrar un lugar que no conoces,” me informa dirigiéndose hacia la puerta. Salimos de su casa y tomamos un camino por la hortaliza familiar. Caminamos durante una hora, atravesamos el bosque de los arboles altos, después volvemos a llegar a una plantación joven. De ahí subimos a una pequeña colina y cuando llegamos a la punta, descubro un paisaje que había visto en los libros que tengo del almacén. Delante de mis ojos se extiende un tapete dorado, que con el viento se mueve haciendo olas suaves y agitadas, como si una mano gigante e invisible lo acariciara. “¿Qué es?” Le pregunto profundamente intrigada. “Trigo,” me contesta viendo hacia el horizonte. “¿Trigo? ¿Con eso que hacen el pan?” “Sí, son las siembras de la reserva.” “Es hermoso, nunca pensé que fuera tan bonito en realidad. Tus panes, los que llevas a la escuela, ¿son de ese trigo?” “Sí, mi madre hace el pan.” “¿Tu madre? ¿Cómo?, ¿No tienen una fábrica?”
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Su mirada acompañada de una sonrisa controlada me hace sentir un poco tonta. “Claro que no, en la reserva no se puede tener fabricas, además es muy fácil hacer el pan,” detalla cauteloso para no intimidarme más. “¿Crees que puedo aprender a hacerlo?” “Seguro, a mi madre le encantará mostrarte.” Nos quedamos mucho tiempo admirando el paisaje, tal vez una hora o algo así. Algunos pájaros de vez en cuando bajan a comer del trigo, elegantes, graciosos, tan sublimes que siento ligera envidia por no lograr volar como ellos. Énki me invita a pasear dentro del trigal. Qué sensación tan especial, caminar en medio de esas plantas a la altura de mi cintura que acarician nuestras siluetas al unísono. Al llegar a la plantación de maíz me invade el sentimiento de haber entrado en un libro antiguo. Estoy en otro mundo. Las manos de Énki que atrapan las mías me regresan a la realidad, él las jala suave pero firmemente para acércame a él y sin desclavar sus ojos negros de los míos, acercando delicado su boca hacia la mía, me hace entrar en esa otra dimensión. Para no tener que hablar de eso, al separarnos corremos por el campo, saltando las plantas y esquivando las grandes piedras. Llegamos a una barrera de malla de metal. “El final del paraíso,” me dice con voz triste. Del otro lado de la reja el piso está seco, cuarteado, triste, sólo, muerto. El inmenso desierto postpandemia que llega hasta el horizonte nos saca de nuestro idilio. A lo lejos las chimeneas de las fábricas de las ciudadelas sacan sus asquerosos humos para agregar un poco más de desolación al momento de desilusión. Un desierto sin cactus, sin hierva, sin nada.
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Yo pertenezco a ese mundo árido y hostil de ahí, del otro lado de la malla de metal. Yo soy de donde no hay arboles, de donde no hay pájaros, de donde hay un vacío letal. Ni siquiera podría decir que vengo de un lugar donde reina la muerte, porque eso implicaría que hay vida. Vengo de un lugar donde simplemente hay ausencia de vida, eso es todo. Mi corazón se llena de una tristeza pesada, imposible de soportar. Trato de escapar a ese abismo sentimental, absorta congelada delante de ese paisaje. Intensifico la energía de mi mente para imaginarme como sería toda esa área tan seca llena de arboles, poderosa, fértil, repleta de todo tipo de criaturas diferentes. El agua que contienen mis párpados se empieza a formar en lágrimas amargas que trago sin consuelo. “¿Tú crees que antes era así todo tan bonito como la reserva?” Le pregunto a Énki como si él pudiera saber mejor que yo. “Dicen que sí. Había plantas maravillosas, animales impresionantes, pájaros por todas partes, los desiertos eran naturales. Mismo donde las tierras estaba en el proceso de volverse desierto no estaban tan secas como ahora.” “Todo lo destruyeron,” sacudo la cabeza como si nunca en mi vida había tenido consciencia de lo que había sido el planeta en el pasado. “No todo, queda la reserva,” me contesta tratando de consolarme, subiendo los hombros resignado. “¿Y por qué no sembramos más arboles?” Le pregunto. “Tal vez podríamos poco a poco recuperar los bosques.” “El abuelo cuenta que ellos trataron de extender la reserva en una época,” me explica con la mirada perdida en el horizonte. “Pero una vez que los arboles tienen un tamaño suficiente los cortan nuevamente para venderlos a las empresas de muebles de lujo, por eso pararon de plantar fuera de los limites. Él dice que hay que esperar tiempos mejores que seguro llegaran, pero que hay
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que esperar con mucha paciencia y sobre todo nunca, pero nunca, perder la esperanza.” “A nadie le interesan los arboles ahora.” “A ti sí.” Me sonríe, me abraza y me besa. Dejo entonces correr una vez más mis lágrimas, desahogándome. Cuando mi tristeza está totalmente evacuada, nos vamos caminando hacia la casa del abuelo, a buscar respuestas.
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23 EL CAMPAMENTO Fue difícil convencer a mis padres de que me dejaran venir, pero lo logré después de horas de discusión. Énki, Ália y yo llevamos caminando casi dos días, y seguimos estando dentro de la reserva. La primera noche acampamos en el borde de la nueva plantación, del lado sur. Anduvimos durante el día bajo la sombra de los arboles viejos. El aire fresco y oxigenado pasaba pulcro limpiando nuestros pulmones y nuestra sangre. La hierva aveces verde, aveces seca nos saludaba. Unas cuantas flores blancas y amarillas por aquí y por allá nos hacían sus reverencias como respuesta a nuestros pasos constantes. Paramos la primera noche justo antes de que los inmensos follajes se acabaran. Para dormir ahí. Casi no dormí. Junto a Énki, entre sus brazos musculados por el trabajo de la tierra, las sensaciones eran tan agudas, tan nuevas y agradables que pasé cada minuto deseando que nunca terminara. Intenté que todos los detalles se quedaran grabados en mi memoria. Tenia la extraña sensación que de eso dependería mi futuro. Los primeros cantos de los pajaritos me despertaron y la luz del sol que se asomaba entre los troncos de los arboles era suave y rosada. Desayunamos un panecillo untado de puré azucarado hecho de frutas. Desarmamos el campamento, recogimos todo dentro de las tres mochilas grandes. Y nos encaminamos constantes y sin distracción hacia nuestro próximo objetivo. El plan era llegar antes de la noche hasta nuestro destino final. ¿Cuál? De eso tenía pocas descripciones y al final qué importaba. En la primera parte del día atravesamos una gran extensión de arboles recién plantados. A medida que nos alejábamos las plantas
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se volvían más pequeñas. Ya nada nos protegía del sol. A la mitad del trayecto nos paramos para descansar. Tomamos un poco de agua y comimos unas rebanas de pan untado con pasta de frijoles. En la tarde las mochilas parecían aumentar a propósito su peso a cada paso. La tierra era dura y polvorosa, el aire seco y abrasivo, el camino muy angosto. Los pequeños arboles estaban tan débiles que la sola idea de rozarles nos causaba una constante preocupación. Romperles una pequeña rama hubiera sido un crimen. ❀ Ahora seguimos caminando. El cielo a cada paso se vuelve más amable, la luz roja y somnolienta del sol se refleja en la tierra arenosa. Mis rodillas están a punto de doblarse. A mi boca la tengo que contener usando el poco de orgullo que tengo para no decir que ya no puedo más. Frente de nosotros unas dunas de arena enormes, blancas y deslumbrantes, casi acolchonadas nos invitan a llegar ahí y dejarnos caer vencidos. Resistimos. “Ya llegamos,” susurra Énki. No desperdiciamos la energía hablando, ni tampoco festejando nuestro alivio y seguimos caminando hasta la cima de uno de los cerros. Llegamos a la cima y aparece delante de nosotros una deslumbrante bahía azul, poblada de islas en forma de rocas gigantes. Parece que hace miles de años una lluvia de enormes meteoritos decidió aterrizar ahí. Están gastados por la erosión y el tiempo, parecen flotar sobre el agua. Sobre las dunas hay unos mechones de arbustos verdes muy despeinados, son la única vegetación. “Al desierto no lo pudieron devastar” bromea Ália cansada. “¿Siempre fue así?” Pregunto. “Sí,” contesta con su linda sonrisa.
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“Debió ser maravilloso poder entrar a bañarse en esa agua tan clara,” declaro con una voz soñadora. “Sobre todo contigo,” guiña el ojo Énki. Los tres reímos, descargando las últimas energías que nos quedan, celebrando el final del trayecto. Arrastrando los pies nos dirigimos hacia donde Énki señala. Son los restos del fuego de un campamento. Sin quitarnos las mochilas de la espalda llegamos y nos dejamos caer sobre la arena caliente. Miramos al cielo y respiramos profundo. El calor del piso nos recibe envolviéndonos como los brazos protectores de una madre que nos da la bienvenida. “No tardemos en armar el campamento,” recomienda Énki con voz tenaz, después de un rato de reposo. El viento sopla, es suave. No me hace falta nada más, ya puedo morir a partir de ahora, ya he sido feliz. Armamos la tienda de campaña tricolor que esta vez también nos podrá dar momentos de sombra. Preparamos los sacos de dormir, comemos un poco de esa masa de maíz con grasa, envuelta en sus hojas. Sin decir mucho nos metemos en el refugio, y aunque es el final del atardecer caemos dormidos como piedras. Ni el suelo duro, ni las sensaciones extraordinarias interrumpieron un segundo de mi noche. Sin tener idea de la hora, el pequeño murmullo de las olas marca el momento en el que abro los ojos. Cuando salgo de la tienda la impresión de estar en otro planeta me regresa, tal vez porque es así de alguna manera. Desayunamos otra vez panes con mermelada de frutas naturales, junto con un ligero té de flores azules. Invadidos por la impaciencia de explorar el alrededor, Énki y yo vamos a andar por la orilla de la playa, dejando en desorden el campamento. Caminamos con cuidado tratando de no acercarnos al agua para no atrapar la radiación que dejan pasar las envolturas rotas de la antigua basura nuclear. Durante un buen rato no puedo dejar de
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pensar en lo agradable que seria poder mojarme los pies mientras camino sobre la arena esponjada. Un bulto del tamaño de un gato interrumpe nuestra caminata, intrigados nos acercamos para verlo de cerca. Es un animal marino amorfo, con dos cabezas, muy parecido a un pez, está muerto. “Debe ser un mutante,” exclama Énki con una voz tan tranquila como si estuviera totalmente acostumbrado a verlos. “¿Qué quieres decir con mutante?” “Es uno de esos animales que nacen deformes por causa de la radiación en el agua y los metales pesados. De estos hay muchos en las playas donde nadie los recoge, es muy común encontrarlos.” Alzo la vista y compruebo esa terrible verdad, a lo lejos una multitud de bultos decora con muerte el paisaje que hasta ahora parecía perfecto. “De eso nunca nos hablan en la escuela,” me volteo intrigada. “Claro que no, si lo harían, empezaríamos a preguntarnos por qué pasa todo eso.” “¿Pero realmente crees que importa mucho que sepamos? De todas formas parece ser que la gente ya sabe muchas cosas terribles desde hace más de un siglo, y no les importa,” lo miro con sorpresa. “Es verdad, tal vez solo lo ocultan para unos cuantos, lo que son como tú.” Seguimos caminando durante media hora más. Pasamos sobre algunas dunas alejándonos del mar hasta llegar a una enorme cama de arena. “Es aquí.” Me mira a los ojos de manera penetrante. “No te preocupes, trataré de hacerlo lo mejor que pueda,” lo tranquilizo, disculpándome de antemano. 168
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Nos ponemos en el centro del pequeño valle arenoso. Inspiro profundo cuatro veces de manera forzada, hasta que me mareo por la hiperventilación. Cierro los ojos sin esperar instrucciones, no quiero decepcionarlo. Venciendo el miedo de mis dos caídas anteriores, espero a que se pasen mis nauseas, cierro tan fuerte los puños que me encajo las uñas en la carne, eso me regresa a la realidad. Entonces me concentro en las pequeñas corrientes del viento, aquí en la playa están más definidas e intensas, muy fáciles de percibir. Cuando empiezo a relajar mi cuerpo, mis manos se abren espontáneamente. Siento a ciegas la presencia de Énki que me observa, quieto, mudo, atento, tratando de no intervenir ni con su respiración. Empiezo a dejarme impulsar por las corrientes, las dejo pasar subiéndome sobre ellas. Cuando siento mis pies fuera del piso sé que ya estoy danzando con el viento y abro los ojos haciendo un gran esfuerzo por no perder mi concentración. Debajo de mí Énki, con la cara maravillada, me mira con una enorme sonrisa blanca. Me mantengo sin ningún problema flotando a la altura de una casa, más tiempo que las veces anteriores, me mantengo, realmente me mantengo. Mi cuerpo se funde con el aire. Por primera vez siento que no tengo nada que temer, soy libre, no soy como un pájaro, sino, ¡soy el mismo viento! Para bajar, sigo escrupulosamente las instrucciones del abuelo. Regreso a mi cuerpo al estado natural de humano, sin pánico, sin falta de atención, gradualmente. Aterrizo por fin como una pluma y no como un pedazo de carne sintética. Sonrío satisfecha. Mis pies sobre la arena se sienten contentos. Énki corre hacia mí repleto de alegría, me envuelve en sus bazos firmes y me cubre de besos. “Lo viste, ¡puedes!” me repite varias veces, aproximadamente diez. 169
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Reímos extirpando todas las tensones de mis miembros preocupados, en una sensación de plenitud. Por primera vez siento el propio impulso de acercar mis labios contra los de Énki y nos quedamos así, ¿horas?, eternidades, sobre la cálida arena. Saciados nos separamos, me toma de la mano para ayudarme a ponerme de pie. “Ahora juntos,” pronuncia enérgico. Suelta mi mano como señal de confianza, se queda ahí parado mirándome con una sonrisa esperando mi vuelo. Lo volteo a ver desconcertada, esperando a que él despegue primero, nos reímos. Sin cerrar los ojos él empieza a dejar ir su cuerpo en la danza del viento, desarticulando sus extremidades en movimientos espontáneos y elegantes, muy elegantes. Se despega del piso y sin alejar su mirada de mí, se queda suspendido en el baile esperando a que yo empiece. Yo hago como él, hasta llegar a la misma altura. Él apunta con su brazo hacia la dirección contraria al mar, y empezamos a desplazarnos hacia ahí. Subimos juntos la velocidad, manteniendo el vuelo bajo. Debajo de nosotros las dunas casi plateadas nos observan, el cielo se vuelve un vestido infinito que cubre todo nuestro ser. Llegamos al borde de la reserva donde empiezan los arboles moribundos. Bajamos para tomar un descanso. Aterrizo como una profesional. Énki saca de la bolsa de su ancho pantalón de lona gris una de esas pequeñas botellas antiguas de plástico transparente, abre la tapa con delicadeza, extiende su brazo firme y tierno para ofrecerme la preciosa agua purificada. Al tomar el primer trago me doy cuenta de que nunca hasta ahora había considerado su gran valor. En el segundo vuelo, Énki empieza a acelerar exageradamente, yo lo sigo con un poco de dificultad. Atravesamos la gran extensión de arboles pequeños haciendo en una hora el recorrido que nos había tardado un día. Al entrar al área de los grandes arboles bajamos la velocidad. Énki desciende entre las ramas para 170
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mostrarme como esquivar los troncos. Me animo a entrar en el juego poco a poco, con una risa entre divertida y nerviosa. Cuando subo otra vez sobre las copas de los arboles sacudo accidentalmente las ramas y sus hojas. Los pájaros salen alborotados a mi lado dándome la bienvenida con sus gritos. Estoy en una dimensión en la cual nunca imaginé que podría entrar. El mundo para mí se expandió hasta el infinito, dejándome flotar en trance. Alcanzo a Énki, él baja la velocidad de su vuelo. Su mano roza mi mejilla, me guiña el ojo y mi cuerpo se electrifica. Con la cabeza me indica continuar. Mientras vuelo en mi torpe concentración, él circula a mi alrededor juguetón. “Ya no podemos nadar en el mar,” me grita para que lo alcance a escuchar entre los soplidos del viento. “¡Pero todavía podemos volar! Y eso nadie nos lo quitará nunca, ¡nunca!, porque el aire es más vasto que el egoísmo.” Su mano busca la mía, dejamos de avanzar y empezamos a rodearnos. Nuestros cuerpos se entrelazan. El generoso aire nos sostiene para que bailemos sin fronteras, sin gravedad. El cansancio de mis músculos empieza a alterar la gracia de mi vuelo, y se empieza a notar. “Si nos bajamos ahora no podremos subir más, creo que volamos demasiado. Tenemos que regresar ahora, sin tomar descanso,” me aconseja mientras gira. Volamos prudentes hacia el campamento donde Ália nos espera sentada enfrente del horno solar que resplandece a lo lejos como una estrella en medio de las dunas. Sobre la hornilla nos espera una sopa de verduras nacidas de la tierra. Su aroma viaja con el viento hasta nuestras narices. Dejamos deslizar en nuestro cuerpo y nuestra conciencia ese recuerdo de ser humanos y el aire nos deposita sobre la blanca arena acolchonada, ligeros, elegantes. Al ver la sonrisa tierna de mi nueva amiga, llena de asombro por verme volar, una tristeza ligeramente amarga recorre mi pecho. 171
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“Pensé que tardarían menos,” nos reclama a lo lejos, con voz de niña abandonada. “Lo siento,” responde su hermano abrazándola. “Lo lograste,” exclama Ália con mucho entusiasmo dirigiéndose a mí. “Como una profesional,” contesta Énki rodeándome con un brazo. Comemos y nos quedamos el resto del día descansando. ❀ Solo tenemos agua para quedarnos un día más. Durante el entrenamiento de la mañana ya no siento el rastro psicológico de las caídas, volar se ha convertido para mí en algo natural. La tarde llega y regresamos al campamento donde Ália nos espera paciente y resignada. Yo al verla sobre la arena sentada, tremendamente terrestre, me invade la misma tristeza del día anterior. “¿No podríamos cargar a Ália en nuestro vuelo?” Le pregunto discretamente a Énki mientras caminamos hacia ella. “Ya lo hemos intentado,” me contesta cuidándose de que lo nos oiga, pero está más pesada que un pedazo de plomo. Los Madyas podemos cargar a los otros Madyas fácilmente, porque solo se trata de guiarlos. Pero cuando se trata de cargar a una persona normal eso sí que es difícil. “¿Y si tratamos entre los dos?” “Si tú quieres podemos intentar.” Ália acepta nuestro experimento con un retenido entusiasmo. Nos vamos caminando a la gran cama de arena. Instalados en el centro, tomamos cada uno de sus brazos alrededor de nuestros cuellos, nos concentramos en las corrientes del viento y logramos despegarnos dos metros de piso y avanzar lo suficiente para darle a
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Ália un pequeño sabor de lo que es volar. Bajamos como tirados por un ancla, tratando con todas nuestras fuerzas de aterrizar sin lastimarnos. Nos toma unos minutos recobrar la respiración normal y desentumir las contracturas de nuestros músculos. “Lo siento,” se disculpa Ália al ver lo que nos ha costado, una sonrisa con destellos de tristeza aparece en su semblante. “Estuvo fenomenal, pero creo que no es algo que se puede hacer todos los días.” “¿Regresemos al campamento?” Sugiere Énki, tratando de evadir los sentimientos agobiantes que causan el darse cuenta que no todos nacemos con las mismas capacidades. Nos preparamos para dormir tomando una sopa con el resto de pan que queda. Un silencio cargado de confusión y tristeza se nos impone hasta dejarnos dormidos, por suerte dentro de la tienda. ❀ Los murmullos de las olas abren mis ojos. Está frente a mí la mirada tierna y profunda de Énki. Por un momento me hacen pensar que estoy en un sueño. No tardamos en levantarnos y tomar unos escasos tragos de la poca agua que queda. Recogemos nuestro techo tricolor, empacamos todo y nos encaminamos hacia la reserva sin desayunar. Tardamos un día caminando hasta llegar a la orilla del bosque adulto. Ahí acampamos una noche breve, tomándonos los últimos tragos de agua filtrada y los restos de comida en el desayuno. Al principio de la tarde llegamos a la casa de Énki arrastrando los pies, las espaldas inclinadas y las bocas ásperas como tres caracoles disecados. Exhaustos pasamos la puerta de entrada sin poder calcular la distancia entre los objetos, haciendo un escandaloso concierto de ruidos chillones con las patas de los muebles que se deslizan sobre el piso por los golpes torpes de nuestro paso.
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El olor a pan recién horneado me da el impulso suficiente para quitarme mi mochila de la espalda y desplomarme en uno de los sillones que forman parte de la pared. Rosa, la madre de Énki, sale asustada por los estruendos. Al vernos ahí tirados, se apresura a servir tres vasos de agua. Una vez que nuestra hidrogenación comienza a efectuarse, sin esperar una invitación nos instalamos en las sillas alrededor de la mesa de lamina, donde nos esperaba desde ya hacia un rato una colección de platillos exóticos, o por lo menos exóticos para mí. Comemos sin poner mucha atención a los que estamos masticando, dejamos los múltiples sabores revitalizar nuestros crujientes estómagos. Paso la noche ahí, en la cama de Énki, sin él. Al despertarme me anuncia Ália que Énki se ha ido muy temprano a ver a su abuelo. Después del desayuno llega el momento de salir de ese pequeño paraíso. Mi madre ya debe estar esperándome y ya no me da tiempo de ir a ver a Énki. Mi vientre se trasforma en una masa de piedra pesada en el momento que me levanto de mi silla para tomar mi mochila y partir. Mis piernas se niegan a tomar la dirección que mi destino me impone, les declaro la guerra. Mis ojos mojados luchan incansables para retener las lágrimas que se preparan para manifestarse. Mi boca no logra decir una sola palabra. Me despido de Ália y de Rosa con un abrazo silencioso lleno de gratitud. El sentimiento al dejar ese territorio lleno de verde y de calor humano, es como el de perder la vida misma. Lo único que hace que pueda continuar mi camino trazado, es saber que mañana veré a Énki en la escuela. Entonces trato de mantener en mi mente con desesperación ese momento en el futuro, extrayéndole las fuerzas para lograr avanzar. Aunque, como para todo momento que uno imagina en el futuro, no existe la certeza de que llegue, lo que sí es seguro es que el hecho de imaginarlo puede mantenerlo a uno en vida.
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En el camino hacia mi bicicleta, mis lรกgrimas ruedan sobre mis mejillas.
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25 LA BURLA “¿Y entonces qué tal estuvo tu viaje?” Pregunta mi madre con voz fría y distante. No despega su mirada de la pantalla donde se anuncian las noticias del día. “Bien,” le contesto esperando que no quiera más detalles. “Debes estar hambrienta después de haber pasado seis días comiendo hierbas.” Me fija la mirada por encima de sus gafas tratando de inspeccionar mis expresiones. “Mm,” logro responder tragándome los sentimientos de indignación junto con el bocado que tengo en la boca. Sigo monótona tratando de ingerir el pudín de cereales sabor fresa, junto con las bolas de puré de verduras insípidas, asquerosas y artificiales. En mi vaso dejo esperando los posibles tragos químicos de mi jugo multivitamínico verde, no me atrevo ni siquiera a tocarlo. Al llegar al límite de mi gran esfuerzo por tomar un poco de comida después de esa conversación aplastante, regreso a mi recámara totalmente confundida. Aunque logro conscientemente rechazar todos los comentarios desagradables de mi madre, no puedo evitar el ligero sabor de duda que me dejan siempre. Me acuesto en mi cama boca abajo y al revés, con mis pies sobre la almohada, dejando mis ojos salir por el borde del colchón para observar aburrida el tapete. Mis energías por arte de magia se han vuelto a esfumar, me vuelvo a sentir tonta, ya no sé qué pensar. Me quedo un buen rato con mi mente en el vacío. Por momentos me llegan los recuerdos del campamento, dándome corrientes de vida, no solo porque logré volar, sino también por todo lo demás. El contraste de la realidad de la reserva y la de mi
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vida en la ciudad protegida son tan extremos que es como pasar de un planeta a otro alternativamente. Decido no pensar más, tomo unos libros antiguos de mi colección y los hojeo buscando especialmente todas las imágenes que contengan naturaleza, como si de ellas pudiera extraer las energías que por alguna razón desconocida se me evaporan en este lugar. Todavía me resulta difícil entender precisamente como destruyeron todo antes de la pandemia. Aparentemente la mayoría de la gente estaba al corriente de lo que estaban haciendo, aun así no pudieron parar. ¿Por qué? ¿Estamos haciendo lo mismo ahora, pero como no queda ya mucho que destruir casi no se nota? En las ciudades industriales por ejemplo. ¿Qué es lo que está pasando ahí? ¿Por qué nos tienen prohibido ir? ¿Cuanta gente vive ahí? ¿Y cómo? ❀ Lunes. “Si nos vamos volando y atravesamos las barreras de seguridad por donde no hay detectores, tal vez podemos ir y ver lo que nos esconden en las ciudades industriales,” comento a Énki al oído. “¿No te parece un poco arriesgado? ¿Te das cuenta?, si nos descubren va a ser realmente un desastre,” resiste Énki a mi proposición, frotándose las manos por los nervios. “Tenemos que descubrir lo que está pasando ahí, tenemos que saber por qué nos lo están ocultando.” “Yo también desde hace un rato pienso en ir a ver, pero imagina que me descubran. Pondría en riesgo a toda mi familia y a la reserva también.” “Pero no podemos seguir viviendo así, con todas esas mentiras, tenemos que hacer algo, y lo primero es descubrir la verdad.”
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Un momento de largo silencio pasa. Se escucha nuestras respiraciones y el roce nervioso de las manos de Énki sobre su pantalón. “De acuerdo. ¿Hoy en la noche?” Manifiesta con inquietud después de un rato de reflexión. “Es mejor no esperar, sino me voy a arrepentir. A medianoche paso por ti.” Terminamos nuestro almuerzo sin comentar más, yo cuidándome de no alterar la decisión con ninguna reflexión. ❀ Llega la hora de acostarse. Me quedo sentada en el borde de mi cama ocupada en reconstruir la historia contemporánea, desde la pandemia hasta nuestros días. Anotando dentro de mi mente los pedazos que faltan, las preguntas que no tienen respuestas, y los eventos que nunca nos describen. Un pequeño golpe seco en mi ventana me hace saltar, sacándome de mi ejercicio mental. Me asomo y veo la silueta de Énki, me está esperando bajo la sombra del cielo ennegrecido. No hay luna. Con mucha cautela camino por el pasillo, bajo las escaleras, salgo por la puerta de atrás, atravieso el patio hasta llegar a la baranda y le hago una señal para que se acerque. Énki salta silenciosamente el borde de la entrada como una pantera en la oscuridad. Llega hacia mí con su andar elegante y fascinante. Acerca su pecho contra el mío, nuestros brazos se enredan en el cuerpo del otro. Siento su boca rozar tímidamente la mía, dejándome la falsa sensación de haberme despegado del piso. “¿Lista?” Me susurra al oído. “Vamos,” le contesto apresurada sin saber si es por la urgencia de irme, o por tratar de esconder los estremecimientos que me causa el roce de su aliento masculino sobre la piel de mi cuello. Me preparo para el vuelo. Se instala en mi conciencia de nuevo esa detestable duda interna que siempre me hace caer. Amenaza 178
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con conquistar mi mente por completo para no dejarme la posibilidad de volar. Lucho unos minutos en contra de ella, cierro los ojos ignorándola, respiro profundamente y me enfoco en el viento. Penosamente comienzo a sentir la pequeñas ráfagas que contienen las grandes corrientes aéreas. Empiezan a mover mi cuerpo, mis pies dejan la tierra, abro los ojos. La imagen de mi madre sonriendo burlona invade bélica y amenazante toda mi atención. No lo pude evitar. Caigo sobre el piso deslizándome del aire como un enorme pedazo de carne sintética. Logro aterrizar de costado. Cuando el susto del choque se empieza a desvanecer siento en mi puño un dolor agudo e invasivo. Un quejido sordo sale entre mis labios apretados que no sé si es por el dolor de mi brazo o por el fracaso de mi vuelo. ¡Me detesto! “¿Qué pasó? ¿Cómo caíste?” Me pregunta Énki casi con las lágrimas en los ojos. “No lo sé,” le digo agobiada. Una tremenda tristeza empieza a invadir mis pulmones, y sin poder evitarlo empiezo a llorar. Él me cubre generoso con sus brazos tiernos y cálidos, yo trato de ahogar el sonido de mi llanto en su camisa. Cuando mis glándulas lacrimales quedan exhaustas Énki se separa delicadamente de mí, toma mi puño para examinarlo. No parece muy grave, pero duele mucho. Posponemos la aventura. Nos despedimos invadidos de preguntas confusas. Lo veo desaparecer en el cielo, como una pantera que se desliza en la oscuridad de la selva. Me siento fatal. Entro a mi casa, vencida. Voy a baño con cautela. Busco un vendaje, unas pastillas en contra del dolor y me voy a mi cama donde me colapso desesperada. Pasó una noche interrumpida por
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intervalos de pensamientos obsesivos. La preocupación de no poder volar otra vez me invade, junto con toda la confusión que la acompaña. ❀ Me levanto con el sonido de mi despertador. Mi cabeza está brumosa. La mezcla de desesperación y confusión vuelve a ocupar su detestable lugar de siempre. Me dirijo como autómata a mi guardarropa donde sin pensar tomo lo que está a la mano. Mis zapatos deportivos negros empiezan a estar gastados por la caminata del campamento. Me gustan las marcas que tienen les dan un historia, un nuevo aspecto. Bajo a desayunar arrastrando los pies. Mi madre me espera como siempre sentada a la mesa con la cabeza en otra parte. Nunca he sabido dónde es. Me instalo junto a ella y empiezo a ingerir la masa de comida artificial que está diseñada especialmente para satisfacer todas mis necesidades fisiológicas, excepto la felicidad de tener en la boca algo con un agradable sabor. “No tenias eso en la noche,” me reprocha mirando fijamente mi puño vendado con sus típicos ojos de desconfianza. “Tenía sed, vine a la cocina y me resbale,” miento viendo hacia mi plato. “Mm, no escuche ni un ruido,” me mira de reojo. “Tal vez estaban muy cansados, además no hice mucho ruido,” miro hacia otra parte tratando de evitar sus ojos. “Pues tendremos que ir a ver un médico,” me mira con desprecio. ¡Claro!, otra vez un problema más en su vida. Toma el teléfono agitada, como si sus movimientos tuvieran la intención de reprobar mi descuido, llama al hospital sin olvidar de exagerar su espiración cuando empieza a hablar.
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“Podría ser en la tarde, casi no me duele,” me precipito urgida viendo la amenaza de perder mi encuentro con Énki a la hora del almuerzo. Me hace una señal con su dedo índice frente de su boca para que me calle y hace una cita. Enseguida llama a su trabajo. Siento un agudo dolor en el esternón como si hubiera recibido un puñetazo. Me siento decepcionada inexistente, negada. Terminamos el desayuno y me conduce al hospital. Nos recibe un médico frío y muy formal. Sin decir mucho revisa mi puño, lo pasa debajo de una pantalla aérea y nos comunica que no está roto. Lo venda automáticamente y me receta una semana de inmovilidad. Mi madre me deposita en la escuela como si acabara de cumplir con algún deber formal, me da un beso automático y se va. Llego justo a tiempo para el almuerzo en el banco. Voy a dejar mis cosas al salón de clases y me apuro para llegar al banco. Énki me espera con la mirada hacia el horizonte. Piensa en algo profundo pues no me escucha llegar. Me siento a su lado voltea un poco sorprendido. “¡No puede ser! Volviste a caer,” me mira preocupado. “Tenemos que ir a ver al abuelo.” “Déjame intentarlo otra vez,” le suplico acongojada. “¿Crees que podríamos hacerlo el domingo en la reserva? Puedo decirle a mi madre que voy al mercado con Ália.” “De acuerdo, el domingo lo intentamos,” me confirma tomando un bocado de su delicioso pan untado de pasta de leguminosas negras. ❀ Domingo. Me levanto temprano con el estómago en estado de tensión extrema, como si tuviera que pasar el examen más difícil de mi vida sin saber siquiera de que se trata. Desayuno unas
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migajas de croquetas de cereal sintético y tomo dos trago de mi bebida calcificada. “¿Estás enferma del estómago?” Pregunta mi padre con su voz fría y distante, al ver que casi nada entró por mi boca. “No, quiero guardar un poco de espacio para comer en el mercado,” le contesto evitando su mirada, para ocultar mi mentira y mi nerviosidad. “¡Huy!” Me mira mi madre asustada. “¿No me vas a decir que todos estos días que has ido a la reserva comes de esa comida? Vas a tener que tomar algo en contra de los parásitos.” “No te preocupes, todo está limpio ahí,” le comunico un poco indignada. “¿Limpio? ¿Cómo puedes decir eso?” La voz grave de mi padre se deja escuchar en el otro borde de la mesa. El movimiento de desaprobación de su cabeza, me deja la piel helada. “No es porque esa gente viene a la escuela de la ciudad protegida que se les pega algo. Quiero decir son amables y todo, y está bien que investigues su vida, pero no hay que olvidar que son, autóctonos.” Termina su frase tratando de imitar una voz amable y considerada. “Bueno me tengo que ir, se me hace tarde. Nos vemos en la tarde,” les contesto tomando mi bolsa para salir. “Hay que empezar a tener cuidado,” escucho a mi padre murmurar a lo lejos, tratando de que yo no lo oiga. Salgo de la puerta casi temblando, tratando de sofocar la ira que hierve en mí después de ese bombardeo de hostiles comentarios. Mis ojos empiezan a lloriquear. Seco mis lágrimas solitarias, tomo la bicicleta y me dirijo a la reserva. Durante todo el camino miles de pensamientos descosidos me pican mi conciencia, sobre las ciudades industriales, sobre Énki, 182
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sobre mis padres, sobre quien tiene razón y quien no, y sobre si verdaderamente puedo volar o he estado soñando. Hundida en mis reflexiones caóticas me doy cuenta de repente que ya llegué a mi destino. El tiempo del trayecto no pasó. Me dirijo a la oficina donde la señora de ojos de miel me hace una señal generosa con su mano para que pase sin pedir permiso. Su sonrisa cálida y amistosa hace que mi corazón empiece a calentarse. Me dirijo directamente a la casa de Énki, donde me está esperando como las otras veces sentado en los escalones rocosos de la entrada, tallando su palito. Al verme aparecer se para entusiasta, corre hacia mí en su velocidad anormal. Coloca sus manos sobre mis hombros, apoya su frente contra la mía, me encierra entre sus brazos acolchonados por el trabajo y me susurra al oído algo que no logro comprender. Pero que parece a “qué contento estoy de verte”. Mi piel se pone de gallina. Él se separa de mí con delicadeza. “Prométeme que si no funciona iremos a hablar con el abuelo,” me suplica Énki viéndome con una mirada afilada. “Te lo prometo,” lo tranquilizo viajando con mis ojos por todas partes buscando un lugar donde pudiera encontrar consuelo. Nos vamos caminando silenciosos, escuchando el crujido de la tierra triturada por nuestros zapatos. La humedad y lo fresco del aire no son suficientes esta vez para calmar mi agitación. Y el canto de los pájaros contrasta disonante con el ruido caótico de mis pensamientos. Mis piernas tiemblan. Llegamos a un lugar en medio del bosque donde hay un pequeño valle lleno de pasto medio seco que llega a la altura de nuestras rodillas. Empiezo a tratar de calmarme, respirando profundo. Siento en mis manos la humedad provocada por la angustia de fallar.
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Cierro los ojos cuando el aire en mis pulmones ha podido alejar un poco la tormenta de mis órganos y nervios. Escucho el viento y vuelvo a intentar volar. Me despego del piso, abro los ojos, miro hacia el cielo, el recuerdo que a poca distancia está mi casa invade violentamente mi mente, entonces esa sensación de resbalarme sin control me acompaña hasta el maldito piso dejando mis rodillas ensangrentadas debajo de mi pantalón. No lloro, me resigno. Me quedo agachada un buen rato vencida por esa fuerza desconocida que me asalta. Escaneo el cóctel de sentimientos que me abordan como piratas. Tengo vergüenza, tristeza, desesperación y desconfianza. “Vamos con el abuelo,” digo levantando mi cara gris y pálida. Énki me toma las dos manos tratando de sanar mi alma con sus ojos penetrantes y tiernos. Me acerca a su pecho y sus brazos me envuelven dando el soporte suficiente para regenerar mi espíritu. Pasa así un largo rato. Solo comparte conmigo su respiración. Toma mi cara entre sus manos, y reposa su frente contra la mía. ¡Vamos a encontrar la solución!, siento resonar la frase en mí como si hubiera sido trasmitida por telepatía. Me toma de la mano y a pesar del dolor de mis rodillas, camino sin hacerle caso. Cada paso es un frote ardiente de mi pantalón que me hacen recordar que tengo un camino largo por andar, lleno de tropiezos, lleno de heridas. Cuando llegamos a la casa del abuelo la puerta está abierta, Énki lo llama por su nombre. El anciano se asoma por la parte exterior. Tiene sus manos llenas de tierra. “Me ocupaba de mi hortaliza,” dice sonriendo. “Qué gusto verte, Ámbar.” Me toma de la mano, de la manera cálida de siempre, y nos invita a entrar con la mirada. Aunque nota que algo anda mal y que tengo las piernas heridas nos acompaña emanando tranquilidad. Me ofrece una silla, la coloca directo detrás de mi espalda, y se encamina a la estufa de tubos para preparar un té. 184
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Una vez listo nos viene a acompañar con una charola con tres tasas y una tetera de barro. “¿En qué puedo ayudarles?” Nos mira alternativamente a los ojos como tratando de adivinar quién será el primero que le contará la tragedia. “Ámbar no logra volar otra vez,” contesta Énki después de una larga pausa. Sus ojos brillantes miran en diagonal hacia la esquina que forman el piso de tierra encerada y la pared redonda de barro compacto. “¿Cuantas veces ya lo has intentado después del campamento y no funciona?” Me pregunta el abuelo directamente a mí. “Dos,” le contesto bajando la cabeza. “Desde que regresaste a tu casa, ¿cierto?” “Sí,” observo triste. “¿Qué es lo que piensas antes de caer?” Toma su taza con las dos manos para darle un trago, esperando que éste le calme un poco el nerviosismo que empieza a asomarse en sus ojos. “En mi madre,” confieso. “¿Qué pensaría tu madre si le dijeras que sabes volar?” Me inquiere sabiendo ya la respuesta. “Eso nunca,” contesto abriendo los ojos por el pánico. “No me dejaría venir nunca más aquí, y me llevaría directo a un psiquiatra. Pensaría que estoy alucinando.” Se para el abuelo de su silla en un gesto automático que emana preocupación, duda en decir lo que tiene en la mente. Callado va hacia la estufa de barriles, toma un poco más de agua caliente y nos ofrece más té. Espera a que nos bebamos la tasa. Énki y yo nos hundimos en un silencio angustiante. 185
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“Vas a tener que irte lejos,” me dice el abuelo sacando mucho aire de sus pulmones, la noticia le causa a él también tristeza. “No vas a poder volar cerca de tu familia. Mientras no extirpes los intrusos de tus padres, no vas a estar en plena seguridad y no podrás sacarlos hasta que volar se vuelva fácil y natural. Y claramente solo logras volar cuando estás lejos de ellos.” Los ojos de Énki y los míos se llenan de terror. “Me voy con ella,” se levanta Énki de su silla atormentado. “No puedes,” dice el abuelo tomando su mano e indicándole que se vuelva a sentar. “Eres el único joven Madya que queda en la reserva y yo podría morir en cualquier momento. Hay que cuidar las flores de la paz y cuidar el equilibrio de la gente por los arboles, tienes que esperar el regreso de los otros.” Énki toma su cara entre sus dedos y se queda hundido en su silla. Yo no puedo contener las lágrimas amargas que asaltan mi rostro, chorreando hasta mi pecho. El abuelo toma nuestras dos manos acompañándonos en nuestro estado huracanado. Nos quedamos así durante un largo y pesado momento, sin tener las fuerzas de mover ningún miembro, sin poder pensar. Salgo de la casa del abuelo, desecha, sin ganas de irme nunca más, como si me hubieran amarrado una cadena que me liga para siempre a ese prodigioso paraíso. ¿Por qué tendría que aprender a volar? No importa solo tengo que estar cerca de Énki y estaré a salvo. Me reconforto esperando que mis lágrimas se paren. Énki detrás de mí posa su mano sobre mi hombro, volteo. Sus brazos me cubren tratando de alejar el frío que invade todo mi intimo ser. Siento que su pecho vibra sin control, sus lágrimas calientes caen sobre mi cuello desnudo bajando hasta mojar mi camiseta. “No me voy a ir lejos de ti,” le digo temblando.
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“Pero entonces nunca vas a aprender a volar y eso no puede ser.” “No quiero volar. No quiero volar si implica estar lejos de ti.” Hundo mi cara entre mis dedos agitados. La giro en un no muy emocional. “De todas maneras no es ahora que te iras. Todavía tienes que terminar la escuela y tienes tiempo para pensar,” dice para reanimarnos.
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26 LA VERDAD Pasan los días, entre la escuela y la reserva. Es sábado en la tarde. Énki y yo paseamos entre los arboles en la frontera con el desierto, se ven las chimeneas de la ciudad industrial. “¿Alguien alguna vez te ha dicho lo que hay en la ciudad industrial?” Le pregunto a Énki. “No. Tú sabes que está prohibido acercarse. Una vez pregunté al abuelo y lo único que me contestó fue que ahí hay mucha miseria.” “Tenemos que ir a ver,” suplico. “¿Cómo? Todos los caminos están vigilados,” replica con una voz temblorosa. “Volando, tú me jalas, no está tan lejos, lo haremos en la noche.” “Ámbar, ¿no sabes lo peligroso que es?” Me mira muy afligido. “Tenemos que ver qué hay ahí, hay algo que nos están escondiendo, hay algo que tenemos que descubrir.” Se queda mudo durante un rato. “¡Cielos!, ¡esta bien!, tienes razón,” accede dejándose vencer a su propia curiosidad. “Hagamos como la vez pasada, ¿vamos hoy?” “Sí, sino te vas a arrepentir.” ❀
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Llegan las doce de la noche. En choque de una piedra que tocar en mi ventana me saca de mis ensueño, me asomo y veo la silueta esbelta de Énki esperándome discretamente escondido junto al raquítico árbol modificado del patio trasero de mi casa. Salgo por la puerta de atrás, lo abrazo, sus músculos están tensos y tiemblan un poco. “¿Lista?” Me susurra en la oreja, electrificando toda la cobertura epidérmica de mi cuerpo hasta dentro de los zapatos. Logro asentir con mi cabeza. Me toma de la mano estrechándola tan fuerte que casi me causa un grito, me aguanto para no distraerlo. Su cuerpo empieza a balancearse suavemente con las corrientes del viento. Focalizo mi atención como él para iniciar la danza conjunta con el viento. Empezamos a despegarnos del piso, su mano me da soporte, me guía, volamos. Me esmero en ahuyentar todas las ideas parásitas que aparecen para nutrirse de mi vuelo y así ser capaz de acompañar a mi guía en sus movimientos anarquistas, elegantes, fascinantes. En poco tiempo nos encontramos flotando en el aire casi sin ningún esfuerzo, él me voltea a ver para verificar que todo este en su lugar. Me guiña el ojo aprobando mi esfuerzo. “¡Baila conmigo!” Me dice gritando para atravesar el sonido del viento. “¡Ayúdame a avanzar rápido, tú sabes hacerlo!” Siguiendo la fuerza de propulsión de su vuelo, me contagio de su seguridad, me dejo llevar por la velocidad ágil y precisa. Pasamos la parte de los escombros. Llegamos a la parte desértica que separa la ciudad protegida de la ciudad industrial. La voz de mi madre que murmura 'Estás mal de la cabeza' atraca en mi mente de manera agresiva. Lucho como puedo para alejar esa terrible invasión. No logro. Mi cuerpo empieza a colapsarse con la gravedad. La mano de Énki me jala con todas sus fuerzas tratando de 189
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levantarme, sin suerte empezamos a deslizarnos a través de las corrientes aéreas. “¡Piensa en el viento!” Grita asustado. Con mucho esfuerzo intento encontrar mi foco mental, pero la imagen de la cara de mi madre desaprobando mi vuelo invade violentamente mi atención. Nuestras manos se mantienen en contacto con mucho esfuerzo, empiezan a resbalar con la transpiración nerviosa, perdemos altura. Aterrizamos en medio del desierto, jadeando por el esfuerzo inútil. Énki se frota su brazo cansado. Me siento fatal por haberlo lastimado. “Hagamos una pausa,” sugiere con la respiración todavía agitada. Yo no puedo evitar estremecerme de pena y mis lágrimas invaden mis ojos. Caigo de rodillas en llanto. Énki me toma entre sus brazos. “Vamos a tratar algo,” me dice suavemente.”Tal vez así me cueste menos trabajo volar.” Él espera a que me calme, me toma por los codos, se pone enfrente de mí, me aprieta con sus brazos para que la parte frontal de mi cuerpo quede bien pegada a su espalda. Empieza su danza fantástica, me dejo ir en el movimiento ondulado de su cuerpo embriagante, masculino, vigoroso. Me hundo tanto en lo que siento que el vuelo se hace ligero y veloz. Llegamos a la barda que dibuja la frontera entre el desierto y la ciudad industrial. Es un muro gris de unos seis metros de altura, construido de escombros gigantes de los edificios pre-pandemia. Los relieves y materiales le dan un aspecto áspero, hostil y catastrófico. Volamos sobre ella con cuidado de no tocar ninguno de los rayos infrarrojos de seguridad. A pocos metros, sobre la parte trasera de lo que sin duda es una fabrica, aterrizamos sobre un techo de concreto plano, lentos y silenciosos. 190
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El olor picante y tóxico que sale de los tubos nos rasga el interior de nuestras narices. Estornudamos. Caminamos cautelosos entre las chimeneas. Nos acercamos al borde del otro lado del techo bajando nuestros cuerpos al ras del piso. Tenemos que tener mucho cuidado con los dispositivos de seguridad aérea. Vemos una calle desolada alumbrada por unos cuantos LEDS azul pálido. Enfrente hay otra fabrica más grande. Énki me hace la señal para alejarnos de la orilla. Nos arrastramos hasta llegar en medio del techo. Nos paramos y él se coloca frente a mí para lanzarse en un corto vuelo que atraviesa la calle. Descendemos sobre el otro edificio. “Tenemos que tener mucho cuidado de que no nos vean,” me susurra antes de separar su cuerpo del mío. “Si bajamos a las calles podemos estar en peligro, así que mejor nos movemos de techo en techo.” Nos volvemos a agachar y deslizándonos nos acercamos a la otra orilla del edificio. Nos asomamos hacia la calle. Es más de media noche y todavía hay mucha actividad. La gente camina, todos llevan un traje anaranjado. Algunas grúas pasan trasportando paquetes. Nos quedamos silenciosos, observamos. Un grupo de cinco obreros salen de la puerta del edificio donde estamos, parecen cansados, algunos ya no tienen pelo. Su tez es pálida y enferma, sus movimientos son letárgicos. Nos vamos hacia una de las esquinas donde no hay pasaje. Nos levantamos y Énki me toma sobre su espalda para volar. Señala con su dedo el techo de uno de los inmuebles de apartamentos prepandemia que tenemos enfrente. En algunas ventanas hay luz. Volamos hacia allá. “Agáchate,” me indica Énki casi inaudible, después de aterrizar. Arrastrándonos sobre el cemento todavía tibio por los rayos del sol del día, nos acercamos al borde que nos permite ver las ventanas del inmueble de enfrente. En una de ellas todavía hay luz. Un niño yace en una cama está completamente pálido, los tubos de
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suero en su brazo parecen gusanos que le atacan. Come sobre un plato metálico, emana una debilidad cercana a la muerte. A su lado su madre sentada posa su mano sobre su pierna; es difícil saber quién está más enfermo, la señora sin pelo o el niño. Justo debajo de esa ventana, otra luz, otra mujer que se levanta, otro pequeño enfermo. “¿Es un hospital?” Pregunto. “No, mira abajo hay alguien viendo una pantalla sobre un sofá, eso no es un hospital, es un edificio de habitación,” me contesta sin despegar la mirada del inmueble. “¿Crees que todo mundo aquí este así tan enfermo? Hay mucha gente sin pelo,” pregunto. “Tal vez eso era lo que quería decir el abuelo cuando me comentó que había mucha miseria,” me contesta profundamente impactado. “Es horrible, ¿por qué tratan así a toda esa gente?” “No lo sé, a los de aquí no los dejan ir a la ciudad protegida.” “Vamos a ver a otra parte.” Volamos otra vez unos minutos hasta llegar al final del conjunto de edificios habitados. Aterrizamos otra vez sobre uno de los techos, arrastrándonos vamos a espiar la calle. Nuestros ojos no pueden creerlo al ver gente dormida en las banquetas, todos muy enfermos. Volteamos a vernos tratando de evitar ese espectáculo. Mi estómago amenaza con vomitar, lo controlo. El ruido agudo de una puerta metálica nos hace saltar. Énki me toma la mano preocupado y me indica con su mirada una dirección para escondernos. Empezamos a desplazarnos a cuatro patas, no logramos ir muy lejos cuando por la puerta sobre la azotea salen dos jóvenes que inmediatamente nos miran. “¿Qué hacen aquí?” Grita uno de ellos. “¿Quiénes son ustedes?” Pregunta el otro. 192
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Mis piernas empiezan a temblar. Los dos están vestidos con los uniformes naranjas como todos. Por la frescura de sus movimientos se puede adivinar que son jóvenes, pero su piel está tan maltratada que es difícil calcular su edad. Uno de ellos tiene el cráneo desnudo e irritado. El otro tiene unos restos de cabello oscuro colgando huérfanos en el borde inferior de su cabeza, en sus manos sostiene una diminuta bolsa de caucho sintético que usualmente se usa para trasportar medicamentos. Eso llama mucho mi atención. Se acercan hacia nosotros lentamente, flojos, como si llevaran días enteros sin dormir. “Hola, mi nombre es Énki, ella es Ámbar.” “¿Ustedes no son de aquí verdad? Tiene ropa muy extraña,” pregunta el del cráneo irritado. “Venimos de la ciudad protegida,” explica Énki caminando hacia atrás. ¿Como se le ocurre decir la verdad? El estomago se me contrae y mis manos empiezan a temblar. “¿De la ciudad protegida? ¿Cómo le hicieron para llegar aquí arriba?” Pregunta confundido el de pelo escaso, mostrando la ausencia de sus dos dientes incisivos. “Bueno, eso es un secreto,” balbucea Énki. “¿Ustedes qué están haciendo aquí?” Continua rápido para distraerlos. “¡Ha!, venimos a darnos un toque, ya ves, un poco de descanso. ¿Quieren?” Nos tiende la bolsa amistosamente. “¡No gracias!” Respondo con una sonrisa fingida y sin saber exactamente qué quieren decir con toque, pero suponiendo que es drogarse.
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“Yo me llamo Arturo y él se llama Osvaldo,” se presenta el que tiene todavía cabello. “¡Oigan, eso es increíble! ¡Ustedes tienen que contarnos cómo es vivir en la ciudad protegida!” Se sienta Osvaldo sobre el piso cerca de nosotros, tratando de abrir la bolsa de caucho. “¿Es verdad que allá la gente puede vivir hasta los cincuenta años?” “¿Te sorprende?” Contesta Énki volteando a verme interrogándose. “¿Hasta cuántos años viven aquí?” “¡Oh!, si tienes suerte llegas a los treinta,” el chico empieza a abrir su paquete de medicamentos. “Ya ves, si eres fértil pueden guardarte y darte servicio médico para que vivas un poco más y tengas hijos, pero si no eres fértil pues te dejan así, enfermo.” Mi estomago se retuerce de dolor, Énki se estremece. “¿Ustedes pueden viajar a donde quieran, no?” Menciona Osvaldo mientras extiende sus piernas sobre el piso y se acomoda sobre sus codos. “Eso debe ser fenomenal.” “Nosotros no podemos salir de aquí,” cuenta Arturo mientras extiende sus piernas con un ligero quejido. “A menos que desde muy joven hayas decidido ser militar y tengas la suerte de que haya un lugar, la lista de espera es muy larga.” Nuestras bocas se quedan mudas, nuestro cuerpo empieza a temblar, las miradas paralizadas y las náuseas empiezan a aumentar. “Además, pueden ir a la escuela, ¿cierto?” Continua Arturo después de acomodar cuatro pastillas en la palma de su mano.” “Y hasta pueden escoger qué ropa ponerse,” comenta Osvaldo mirando hacia el cielo. “¿Eso sí debe ser divertido no? Uno de mis primos pudo irse de militar, aveces nos escribe cartas y nos cuenta lo bien que está la vida allá.” Los dos dejan de hablar para tomarse sin agua sus seis pastillas. Una mueca de disgusto les deforma la boca.
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“Si quieren, tenemos más que suficientes, aquí las pastillas analgésicas nos sobran. Afortunadamente tenemos derecho a ocho por día,” nos tiende la bolsa uno de ellos. “Ya ven, con el trabajo puede doler mucho la cabeza y aveces hasta todo el cuerpo. Nosotros cuando no nos sentimos tan mal las guardamos y así nos podemos dar nuestros toques. Yo junté veinte esta semana, así que si quieren volar un poco, pueden tomar.” “No gracias,” tartamudea incomodo Énki. Creo que tenemos que irnos pronto.” Voltea hacia mí buscando mi aprobación. Logro a asentir. Énki se queda congelado. Después de un incomodo intercambio de miradas entre él, los chicos y yo, me doy cuenta de que está esperando el efecto de las pastillas. “Oigan, ¿cómo subieron hasta aquí?” Repite Osvaldo. Énki voltea a verme apresurado con los ojos bien abiertos para impedirme decir tonterías. “Bueno, eso es un gran secreto,” afirma otra vez Énki. “La pregunta es: cómo vamos a bajar de aquí.” Suelta una risa nerviosa. “Pues pueden bajar por las escaleras es por ahí,” nos indica inocentemente Arturo. “Nadie se va a dar cuenta,” nos asegura con complicidad Osvaldo. Énki me toma suavemente de la mano, sonríe forzado para fingir su nerviosismo. “Bueno pues ya nos vamos, mucho gusto en conocerlos, Osvaldo y Arturo,” agrega mi amigo. Les tiende la mano a la manera de los Terra, lo hace sin pensar. Los chicos se le quedan mirando sin saber qué significa, Énki sube los hombros y muestra sus dientes en una risa incomoda.
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Nos dirigimos hacia la puerta lentamente, volteando para verificar las reacciones de los chicos, quienes muestran una mirada vacía, una mirada de otro mundo. Damos vuelta al bloque de cemento que sostiene la puerta, detrás ya no nos pueden ver. Énki pega su espalda contra mí y nos empezamos a balancear con el viento hasta lograr despegar. Yo intensifico mi atención para tomar velocidad, el contacto con su cuerpo me absorbe lo suficiente como para hacerle la tarea más liviana. Pasamos de techo en techo para no llamar la atención de los radares, hasta llegar a la fábrica que se encuentra en la orilla de la ciudad, ahí despegamos el gran vuelo. Mi estomago no puede deshacer sus nudos, siento una pesada pena invadirme. El aire casi ya no lo siento. Mi atención que quedó en aquellas terribles imágenes que acabamos de presenciar. Bajamos a tomar un descanso sobre el piso polvoroso, seco y desgraciado. Estamos a la mitad del camino. En desierto es abismal. “Es terrible todo lo que pasa ahí,” exclamo con mucho trabajo mi garganta esta contraída y seca. “Y solo hemos visto un poco.” Énki toma su cabeza entre sus manos, atormentado. “Seguro que esconden más,” agrega. “¡No puede ser!” Protesto como si eso pudiera cambiar la realidad. “Bueno pues parece que es verdad,” me dice mirando hacia el piso tratando de recuperar su respiración normal. “¡Es horrible!” Durante un buen rato nos quedamos contemplando la oscuridad de la noche sin luna. Mientras miro cada una de las estrellas, algo se empieza a cristalizar en mi, algo que tiene origen en el fondo de mi propia naturaleza.
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“Énki, tengo que aprender a volar,” anuncio después de un largo rato de silencio. “Tengo que aprender a curar a la gente como hace tu abuelo, ¡tengo que hacer algo!” Confieso desde mis entrañas doloridas por los golpes de nuestro descubrimiento. “Tenemos que hacer algo, no podemos dejar que hagan todo eso.” Énki me toma en sus brazos, me aprieta fuerte como si quisiera fundirse conmigo. Sobre mis hombros las gotas saladas que caen de sus ojos me dicen que no estoy sola. El también sufre el también siente el dolor de los demás. No decimos nada más. Se separa de mi, se seca sus ojos y me toma con su espalda. Nos vamos volando hacia mi casa. Llegamos silenciosos aterrizamos ligeros, muy absortos en nuestros sentimientos. Nuestros ojos están hinchados. Énki me abraza antes de separarse. “Tenemos que ir a hablar con el abuelo,” expresar preocupado antes de lanzarse al vuelo. “Sí, lo más pronto posible, ¿qué te parece mañana?” Digo sin pensar. “Te espero en la mañana,” me responde con una voz apática. Su cuerpo parece haber perdido su tono habitual. Antes de lanzarse al viento me hace una señal con su mano, una pequeña sonrisa nace en su cara llena de tristeza. Tomo mucho tiempo en conciliar el sueño, paso de un lado al otro y no logro ordenar mis ideas. Paso horas de girando sin sosiego entre mis sabanas malditas, fabricadas en los campos de muerte que nos ocultan. Por fin el cansancio logra vencerme, mis párpados se cierran. Duermo, por lo menos un rato.
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27 ESPERANZA Domingo en la mañana, son las once, me despierto mojada de sudor y de agitación. Salgo de la cama con la ropa del día anterior, me cambio, me pongo los zapatos que tengo a la mano sin saber cuales son. Bajo a la cocina esperando no estar interceptada por mis padres. No tengo suerte ahí están. Me regreso a mi recámara sin hacer ruido. Busco una barrita energética en mi mochila que está tirada en un rincón, encuentro el resto de mi pudín de proteína vegetal del almuerzo del viernes. Tomo con el dedo el resto sin pensar en el sabor, espero paciente, ansiando el azote de la puerta de entrada detrás de alguien para poder salir. Pasos en el corredor, tocan a mi puerta, mi estómago se contrae, no puedo confrontar a nadie. “No seas perezosa,” es la voz de mi padre.”Es tiempo de levantarse. ¿Qué hiciste en la noche que estás durmiendo tan tarde en la mañana?” Se asoma tímidamente por la puerta entre abierta. “Tuve insomnios,” contesto parcialmente para no torturarme con el disgusto que me causa mentir. “¿Tienes algún plan para hoy?” Me pregunta con su voz monótona. “Tengo cita con Énki en la reserva,” contesto nerviosa. “Tu madre y yo nos vamos a una reunión de amigos del trabajo, cuídate, nos vemos en la noche,” me informa de manera casi indiferente. Sin entrar a mi recámara se despide dándome las instrucciones de precaución de siempre. Se aleja dejándome agradecida de no
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tener que confrontar a mi madre. Me quedo callada e inerte hasta que escucho el auto que se aleja. Bajo a la cocina, saco una charola de desayuno con pudín de frutas con cereales, una bebida láctea color rosado, la pongo rápido en el horno. El platillo gira, sobre su silueta veo aparecer las imágenes de esos obreros moribundos, vestidos de color naranja, encerrados como esclavos en la ciudad industrial. Sacudo la cabeza. Saco la charola del horno, la coloco desganada sobre la mesa, me la quedo mirando durante el tiempo suficiente para que se enfríe otra vez. Aunque mi estómago tiene un gran hueco de hambre logro ingerir un cuarto del asqueroso y maldito pudín. Me niego a que entre en mi cuerpo y forme parte de mí. Voy a la cochera. Tomo mi bicicleta, mi sombrero y sin ver la hora me dirijo hacia la reserva. En la entrada, como de costumbre, me asomo en la oficina. La chica que cuida me hace la señal de bienvenida de siempre. Dejo mi bici en la entrada y me encamino hacia la casa de Énki. El aire de la reserva esta vez me causa dolor al entrar en mis pulmones, un dolor de abatimiento, como si yo no lo mereciera. ¿Cómo puede ser que las realidades de las personas sean tan extremas? ¿Por qué tanta injusticia, tanta muerte, tanta destrucción? Una corriente de tremenda ira invade mi cuerpo, enseguida la reprimo con mucho temor. Un pinchazo de culpa en mi pecho le sigue. ¡Me estoy volviendo criminal como todos los Madyas! Afortunadamente la sensación del viento y su ruido entre los arboles me ayudan a regresar a la realidad. Respiro profundo. Sin darme cuenta del camino que recorrí, llego enfrente de la puerta redonda de la casa de Énki. Él no está en las escalinatas esperando como es su costumbre. Tímidamente, muy tímidamente me animo a tocar. “¿Ámbar?” Me abre Ália con una enorme sonrisa. “¡Qué sorpresa!”
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“¡Oh!, lo siento, ¿no les avisó Énki que teníamos cita?” “Énki sigue en el país de los sueños, no sé si está enfermo o qué le pasa, pero no ha despertado ni para desayunar,” anuncia con ojos juguetones. “Entra, pareces muy cansada, qué ojeras tienes.” Me indica con su menuda mano una silla para que me siente. “¿Ya comiste?” Continua milagrosamente con la pregunta que durante todo el camino deseaba que me hicieran. “¡Sí!” Contesto automáticamente apenada por mis deseos escondidos. “Bueno no, no realmente,” me corrijo soltando una risa nerviosa. Ália se levanta de la silla donde se había instalado cómodamente, empieza a buscar algo que ofrecerme para callar los vergonzosos gritos de mi vientre. Pone agua en una jarra, busca ramas para el fuego y lo prende. Me voltea a ver varias veces interrogándose por lo extraño de mi aparición y de mi apariencia. “¿Creo que más que un té que relaja necesitas uno que despierta, cierto?” Me tantea con cariño. Yo muevo la cabeza asintiendo con una leve sonrisa apenada. “Ten, toma, voy a ir a despertar el bello durmiente,” agrega. Coloca con suavidad una charola sobre la mesa, con pan rasposo, mermelada de frutas del bosque, un poco de queso de cabra y una tasa de té negro. Yo la miro profundamente agradecida. Sube la escalera redondeada que discretamente se encuentra en una de las esquinas de la pieza de descanso común que agrupa la sala, el comedor y la cocina, tres en uno. “¿Qué hora es? ¿Por qué no me despertaste antes?” Se escucha un chillido ronco y enojado de Énki. Se oyen ruidos bruscos y pasos que se apresuran. Baja de la escalera tambaleándose, mientras se frota los ojos. “Lo siento,” exclama mientras me clava la mirada. 200
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Voltea a verse el cuerpo con apuro para confirmar si está vestido. Sus hombros se relajan al darse cuenta que lo está. Se acerca a la mesa arrastrando los pies, se siente fatal y no lo puede ocultar. Deja caer su cuerpo sobre la silla. “¿Lograste dormir?” Averigua tratando de abrir sus ojos hechiceros encogidos y arrugados. “Creo que no dormí mucho.” Trago un pedazo de pan que estaba masticando como una vaca tratando de extraerle su más intimo nutriente. “Mm..., creo que aquí hay algo interesante,” comenta Ália juguetona. Nos mira con curiosidad. “¿Tú también quieres un té para despertar?” Se dirige a su hermano con una sonrisa medio burlona. “Sí, te lo suplico,” le contesta cariñosamente Énki, dejando caer sus manos sobre la mesa. “¿Qué hicieron ayer en la noche?” Voltea Ália guiñando coqueta un ojo hacia los dos. “Nada de lo que tú te imaginas,” le contesta su hermano con una voz desganada y grave. Pone su cara entre sus manos. “Descubrimos un horror, Ália, ¡un horror! Los ojos de Ália se abren asustados y por un momento se paraliza. “¿Qué es?” Su hermano le cuenta nuestra aventura nocturna. Ália rompe su inmovilidad desplomándose sobre su silla con los ojos muy abiertos. “¿Están locos? ¿Por qué tomaron ese riesgo? Saben que está fuera de la ley.”
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“Teníamos que saber qué es lo que nos esconden,” le digo un poco desestabilizada. “Todo fue mi idea, lo siento.” “Tenemos que irnos con el abuelo,” afirma apresurado Énki, sin darse cuenta que no había tomado la taza de té que su hermana había puesto sobre la mesa. Se levanta de su silla, se agacha y me toma la mano, indicándome la salida con su mirada. “¡Énki!” lo llama su hermana. “¡No has comido nada!” “Después, ahora no hay tiempo.” Salimos apresurados dejando la puerta abierta detrás de nosotros. Caminamos como zombis a través del bosque, cansados por la falta de sueño y agobiados por todos los pensamientos tormentosos. Yo me paro de repente en medio del camino. “¡Énki, seguro hay más Madyas en la ciudad protegida! Tenemos que despertarlos, agruparlos y ver si podemos cambiar el curso de esta pandemia, que en realidad nunca ha terminado, ¡Énki en realidad nunca ha terminado la pandemia!, nos han mentido todo este tiempo,” exclamo con el aliento de lo que nunca hubiera pensado que me podía suceder. Los impulsos subversivos reprimidos con tanto esmero desde mi infancia se dejan surgir como un volcán que no puede contener más su erupción. “Primero tenemos que ir a hablar con el abuelo, no puedo pensar claramente,” contesta mi amigo. Seguimos. Llegamos frente a la puerta de la casa redonda del abuelo. No tocamos y entramos. “¡Estoy en el jardín!” La voz viene desde afuera. Salimos, nuestros pasos son nerviosos e imprecisos. Rodeamos la pequeña morada de lodo para llegar detrás de ella. Tropezamos casi chocando con el abuelo quien se dirigía hacia nuestro encuentro. Estamos totalmente desorientados. 202
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“¡Huy!” Exclama sorprendido. “Han perdido la brújula. ¿Qué pasa?” Se queda un momento observando nuestras pálidas caras. “Parece que no han dormido durante días.” “Tenemos que hablar contigo,” espira Énki, ya más calmado. “Vengan, siéntense.” Nos señala un pequeño techo de ramas que le da sombra a una mesa de hierro forjado cuidadosamente pintada de blanco. Nos desplomamos los dos sobre las sillas al mismo tiempo con la misma falta de energía, como en una coreografía muy dramática. “Abuelo, ayer nos fuimos volando a la ciudad industrial,” confiesa Énki mirándome primero a mí y después a él. Se siente apenado. Coloca su cabeza entre sus manos y espera un amonestación. “¡Huy!” Es lo único que sale de la boca del abuelo. “Es horrible lo que está pasando ahí,” continua mi amigo sacudiendo la cabeza con dolor. “Están explotando a la gente, dejándola morir de intoxicación, no tienen ningún derecho, no pueden salir, son esclavos.” “Miseria, lo sé, mucha miseria, yo te lo había dicho. ¿Por qué fuiste sin avisarme, sabes que es peligroso?” Su voz es firme pero muy calmada. Me quedo mirándolo sorprendida. Esperaba una reacción más aguda, más enojada. “Lo siento,” intervengo apenada. “Fue mi idea, yo insistí.” “Pues ahora saben una parte de la verdad,” nos mira con una tranquilidad perturbadora. “Lo que sigue es saber cómo vivir con ella.” “Tenemos que hacer algo,” replico.
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El abuelo se recarga en su silla. “Hace como unos veinte años vino a verme un Madya de las ciudades protegidas del norte, y escuché exactamente la misma frase. Yo no supe qué contestarle.” Se queda mirando hacia el horizonte un buen rato. “Él me dijo que en algún momento se tendría que hacer algo o sino la humanidad perecería por completo,” continua. “La pandemia no deja de avanzar, no es porque los trasplantes de órganos estén muy desarrollados que estamos viviendo sanamente, no vamos por buen camino. La esterilidad avanza rápidamente, y aunque ya vivimos la gran pandemia, parece que todavía no hemos aprendido la lección.” “¿Por qué?” Pregunto. “Eso todavía no lo sabemos, o tal vez simplemente no lo queremos saber. El Madya que me vino a ver era un psiquiatra, me dijo que estaba observando que cada vez estaban naciendo más Madyas. Que en la generación de ustedes, él pensaba que seriamos suficientes como para empezar una rebelión. Pero que sería esta vez una rebelión Madya, una rebelión que cura, no que impone y destruye. Usando el cuidado del otro y no la fuerza. Sin confrontar a los que destruyen con violencia sino acercándose a ellos. Dijo que lo que teníamos que intentar era curarlos. Entrar en sus mentes y trasformarlas. Él sabía que solo un número considerable de Madyas podrían empezar con ese proceso.” Toma una pausa, se queda pensando. “Lo que pasa,” continua. “Es que los Madyas que viven fuera de las reservas están débiles, rotos. Todos han nacido en una sociedad que los discrimina, los repudia y los desconoce. Como tu caso, Ámbar, hay muchos. Algunos se suicidan de desesperación o se enferman muy jóvenes. Muchos otros están bajo medicación para que se comporten como gente normal. Aquí están incriminados, les meten en la cabeza que si tienen deseos de mejorar las cosas es que tienen impulsos criminales. Lo que pasa es que por su 204
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gran inteligencia y capacidad creativa la sociedad los quiere dirigir para mantener la industria, para crear nueva tecnología. Ellos ignoran sus capacidades más potentes, como volar, entrar en la mente de los otros y algo que es mucho más especial, su sentido de justicia colectiva.” Toma un profundo respiro y continua. “Cuando el psiquiatra Madya se fue, me pidió que no perdiera la oportunidad. Me suplicó que en cuanto viera la señal la tomara en cuenta.” Callado por un momento, su mirada se introduce en su ser. “Y ahora aquí están ustedes.”
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