Una publicaciรณn especial de
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Bajo amenaza Grupos armados ilegales en El Salvador
Benjamín Cuéllar
San Salvador, junio 2016
Centro de Capacitación y Promoción de la Democracia
Centro de Capacitación y Promoción de la Democracia (CECADE) Reparto Lisboa, Calle el Algodón # 1 San Salvador, El Salvador Gustavo Adolfo Amaya V. Director Ejecutivo Web: www.cecade.org.sv Email: comunicaciones@cecade.org.sv Facebook: www.facebook.com/CECADEsv/ Twitter: @CECADEsv Teléfono: +503 2274 0829 Teléfono: +503 2284 9358 Fax: +503 2124 5016
© CECADE, 2016 Edición EBook Derechos Reservados Benjamín Cuéllar Investigación, Texto y Notas Jessica P. Trinidad Coordinador de Proyecto Jorge Ávalos Producción Editorial Antonio Romero Diseño y Arte de Portada [“Boceto de la noche”, serie Navarone, San Salvador, 2016, 30,5 cm. X 23 cm., lápiz graso y tinta china sobre papel]
Contenido
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INTRODUCCIÓN
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UNA DEFINICIÓN
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I. EL LABERINTO DE LA JUSTICIA La Comisión de la Verdad en la realidad política de la posguerra 1. Su razón de ser y sus funciones 2. Obstáculos a la investigación 3. Los patrones de una guerra sucia 4. Hallazgos sobre los “escuadrones de la muerte” 5. Recomendaciones para superar la impunidad
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II. EL CRUCIGRAMA DE LA IMPUNIDAD El Grupo Conjunto investiga a “escuadrones de la muerte” 1. Origen, mandato y composición 2. Informe, reacciones y casos 3. Consideraciones, conclusiones y recomendaciones
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III. BORRÓN Y “CUENTA NUEVA” Las consecuencias de incumplir los acuerdos
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IV. HAMBRE Y SANGRE El legado de la negación de la justicia
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V. UNA VISIÓN DE JUSTICIA PARA LA PAZ Propuestas para evitar un “Estado fallido”
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CONCLUSIÓN La causa por el derecho a la vida
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ANEXOS Dos leyes de amnistía en la historia de El Salvador (1932 y 1993)
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NOTAS
INTRODUCCIÓN
“No, mire, en serio, ¿nunca se ha puesto a pensar, allá en casita, que la única solución es exterminarlos?” (“Harry, el policía matapandilleros”)1
En el proceso de negociación que se llevó a cabo para finalizar el conflicto armado que asoló a El Salvador entre los eneros de 1981 y 1992 se acordaron mecanismos formales, temporales y permanentes, mediante los cuales se pretendía dejar atrás la violencia política. El objetivo era superar el estado de impunidad que reinaba en el país —tanto de aquella que se generó antes de la guerra, como de la que surgió después—, y que favorecía a estructuras criminales que operaban al margen de la ley, muchas veces con la participación de agentes estatales, otras con su aquiescencia. También había que ponerle fin a la impunidad producida desde las entrañas de las fuerzas rebeldes, en el marco de la lucha armada que lograron desatar contra el régimen autoritario. Tales iniciativas, tendientes a asegurar el respeto de los derechos humanos, el cumplimiento de la ley y 1
la impartición de justicia, fueron bien vistas y muy aplaudidas desde afuera del país. Con el fin de apoyarlas, la comunidad internacional puso a disposición del Estado recursos humanos y materiales. Al hablar de instituciones permanentes, cabe señalar que —además de la creación del Tribunal Supremo Electoral y las reformas constitucionales a la Fuerza Armada de El Salvador (FAES) y al sistema de justicia, pactadas en México el 27 de abril de 1991— se instituyeron otras dos que eran imprescindibles para garantizar la “buena salud” del trascendental esfuerzo iniciado en Ginebra el 4 de abril de 1990:2 la Policía Nacional Civil (PNC) y la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH). Eran, ambas, “las hijas predilectas de los acuerdos de paz”. En lo que corresponde a los organismos temporales, inicialmente se determinó establecer también un par: la Comisión de la Verdad y la Comisión ad hoc para la depuración de la FAES. La primera estuvo integrada exclusivamente por personal no salvadoreño, desde sus tres miembros y su secretaria ejecutiva hasta los encargados de la seguridad del personal y los bienes de la misma. Meses después de la presentación pública del informe de la Comisión de la Verdad, en el que se 2
recomendó su formación, nació el Grupo Conjunto para la Investigación de Grupos Armados Ilegales con Motivación Política en El Salvador.3 Éste último resultó ser una mixtura: con integrantes nacidos en el país y también de otras nacionalidades, tanto en su dirección como en el equipo de trabajo. Transcurridos más de veinte años desde el impulso de esas tres entidades citadas, cuyas conclusiones y recomendaciones fueron poco o nada aprovechadas en su conjunto —fueron, más bien, “tiradas al basurero”—, y en un escenario nacional como el actual donde las cosas no pintan nada bien, se requiere asumir desde la sociedad salvadoreña la responsabilidad de encarar una posibilidad cierta y altamente riesgosa: la reedición, la existencia activa y la expansión de grupos de exterminio que —con el pretexto de combatir la delincuencia— puedan darle el “tiro de gracia” a un proceso de pacificación bien diseñado, pero muy mal ejecutado y, por mucho, bastante fracasado, aunque algunas voces oficiales y particulares dentro y fuera del país aún lo sigan presentando como “ejemplar”. Resulta válido y urgente, entonces, recuperar el trabajo de la Comisión de la Verdad y del Grupo Conjunto, así como sus frutos —entre los cuales destacan sus conclusiones y recomendaciones—, para actualizar y hacer valer los propósitos de esas 3
iniciativas lo más pronto y mejor posible, desde la centralidad de las víctimas de la violencia en la posguerra. Hay que rescatar de esos preciados intentos lo que se pueda y lo que se deba —por su pertinencia—, trasladándolo de manera ordenada y comprensible a la ciudadanía para exigir su cumplimiento, en aras de salir del trance en que se encuentra hoy El Salvador profundo, aún herido y siempre abatido: el país donde habitan sus “mayorías populares”.4 Es importante considerar, pues, lo que ocurrió con el legado de estas entidades en la práctica. Es importante y apremiante, a pesar del tiempo transcurrido, revisar y actualizar ese legado para utilizarlo eficazmente, porque ese país sigue desangrándose. Es importante hacerlo, en definitiva, para analizar cómo y en qué medida el mal manejo que se le dio a dicha herencia —capital para sanar el país— influyó en lo que ocurrió posteriormente y en lo que ocurre en la actualidad.
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UNA DEFINICIÓN ¿Qué son los grupos armados ilegales?
La Comisión de la Verdad consideró “escuadrones de la muerte” a los grupos organizados de personas “usualmente vestidas de civil, fuertemente armadas que, actuaban clandestinamente y ocultaban su afiliación e identidad. Secuestraban a miembros de la población civil y de grupos rebeldes. Torturaban a sus rehenes, los hacían desaparecer y usualmente los ejecutaban”. Estaban “ligados a estructuras estatales por participación activa o por tolerancia”. Y “alcanzaron un control de tal naturaleza que sobrepasó los niveles de un fenómeno aislado o marginal para convertirse en instrumento de terror y de práctica sistemática de eliminación física de opositores políticos”.5 La Comisión, pese a no etiquetarlos como tales, reconoce la existencia de grupos insurgentes que realizaron acciones las cuales “podían añadirse a la 5
violencia perpetrada por los escuadrones de la muerte”.6 Esto tuvo lugar durante los años examinados por dicha entidad: de 1980 a 1991, ambos años incluidos. Pero había antecedentes a los cuales se hizo referencia en el análisis. Entre sus varias recomendaciones, la Comisión de la Verdad planteó la necesidad de realizar una investigación especial en este ámbito. Por ello, a pesar de las resistencias, se creó el llamado Grupo Conjunto para la Investigación de Grupos Armados Ilegales con Motivación Política en El Salvador, el cual fue instalado el 16 de enero de 1992 y entregó su informe el 28 de julio de 1994. El Grupo Conjunto advirtió que el fin de la guerra “dejó sin espacio operativo” a los escuadrones de la muerte; por ello sus integrantes, quién sabe cuántos, “debieron buscar otras estructuras y espacios de modus vivendi” mutando “hacia aparatos más descentralizados orientados esencialmente a la delincuencia común, con alto grado de organización”. Aunque “esas mismas estructuras conservarían intactas sus capacidades para asumir”, según las circunstancias, “el papel de ejecutoras de acciones criminales políticamente motivadas”.7 También se refirió a su atomización y operatividad local, así como a la “violencia política privada: una especie de ajuste de “cuentas del pasado”, sin 6
intervención criminal estructurada ni de agentes estatales. Al no haberse hecho lo debido en su momento, el siguiente podría ser el escenario actual en el cual se ha instalado al país. Hay que hablar, primero, de grupos armados inconstitucionales.8 A renglón seguido, se debe considerar el medio en el que se desarrollan dichas estructuras: la criminalidad. La responsabilidad estatal por acción directa de sus agentes o por omisión al no enfrentarlos para su erradicación y consentir su existencia, es o puede ser parte del fenómeno. Finalmente debe establecerse el tipo de actividad a la que se dedican de lleno o como su prioridad, aunque realicen otras accesorias o eventuales; en este caso, se trata del exterminio de personas por razones sociales (“limpieza” de delincuentes “de a pie”, integrantes de maras o sospechosas de serlo, habitantes de calle, LGTBI y demás), delincuenciales (“guerra” entre pandillas, cárteles u otras expresiones de crimen organizado) o políticas. Así, pues, la definición presente de estas estructuras podría ser la siguiente: grupos armados que, violando la Constitución y la ley secundaria, se dedican al desarrollo de actividades criminales en cuyo marco asesinan y desaparecen personas consideradas enemigas, traidoras, lastres, parias y/o 7
—simplemente— población sobrante; con la probable aquiescencia, complicidad o participación directa de agentes estatales, su operatividad resulta favorecida por la impunidad reinante en el país.
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I. EL LABERINTO DE LA JUSTICIA La Comisión de la Verdad en la realidad política de la posguerra
1. Su razón de ser y sus funciones La Comisión de la Verdad comienza a gestarse desde que las partes en la negociación firmaron el Acuerdo de Ginebra, el 4 de abril de 1990. En esta ocasión, parecía que las cosas iban en serio. ¿Por qué? Pues porque uno de los componentes del proceso de pacificación era el respeto irrestricto de los derechos humanos. Y el conocimiento de la verdad acerca de las atrocidades ocurridas en El Salvador, es un derecho humano que ha logrado evolucionar al punto de ser reconocido por los órganos del sistema interamericano de derechos humanos —tanto por la Corte como por la Comisión—, y por el sistema universal. Paradójicamente, de este último cabe rescatar que la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) decidió —el 21 de diciembre del 2010— declarar el 24 de marzo como el Día 9
internacional del “Derecho a la Verdad” en relación con violaciones graves de los derechos humanos. Con esta proclamación, lo primero que se pretende es promover “la memoria de las víctimas de violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos y la importancia del derecho a la verdad y la justicia”.9 Es paradójico, además, porque con esta proclamación se buscaba, en particular, reconocer “la importante y valiosa labor y los valores de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, de El Salvador, quien se consagró activamente a la promoción y protección de los derechos humanos en su país”. Sin embargo, más allá de todos los homenajes fuera de las fronteras patrias por parte de ambos sistemas de derechos humanos, de gobiernos y pueblos, del Vaticano con la beatificación del mártir y tantos otros reconocimientos más, en su país natal, El Salvador, los poderes impiden el conocimiento de la verdad plena; mantienen oculta a quién le corresponden responsabilidades directas, mediatas e inmediatas del magnicidio del ahora beato Romero, y se niegan a dejar que brille aquella, para que se imparta justicia. Este caso es uno de los más emblemáticos de entre todo lo ocurrido en el país o, quizás, el más emblemático durante el período que se le mandó examinar a la Comisión de la Verdad: a partir de 10
1980 y hasta el fin de la guerra. Así quedó establecido también en el documento que signaron las partes el 27 de abril de 1991: el Acuerdo de México. Fue entonces cuando se mencionó con todas sus letras la creación de esta entidad temporal pero vital para lograr la democratización cierta, la convivencia tranquila y la paz perdurable. Entre sus funciones estaba, en primer lugar, la de investigar “graves hechos de violencia […] cuya huella sobre la sociedad reclama con mayor urgencia el conocimiento público de la verdad”. Para ello, debía tener en cuenta su “singular trascendencia, […] sus características y repercusión” así como “la necesidad de crear confianza en los cambios positivos que el proceso de paz [impulsaba] y de estimular el tránsito hacia la reconciliación de la sociedad”. Se le encargó, además, “recomendar las disposiciones de orden legal, político o administrativo que [pudieran] colegirse de los resultados de la investigación”, las cuales debían “incluir medidas destinadas a prevenir la repetición de tales hechos, así como iniciativas orientadas hacia la reconciliación”.10 Las partes firmantes de este y del resto de los acuerdos en el marco de los entendimientos para terminar la guerra y alcanzar la paz, se 11
comprometieron a dos cosas muy concretas: primero, cooperar con la Comisión de la Verdad entregando toda la información que ésta les requiriera; y, segundo, cumplir sus recomendaciones. Además, se estableció que lo dispuesto en ese documento no impediría “la investigación ordinaria de cualquier situación o caso, hayan sido éstos o no investigados por la Comisión, así como la aplicación de las disposiciones legales pertinentes a cualquier hecho contrario a la ley”.11 Las actuaciones de la Comisión no serían jurisdiccionales. Aun así, de su labor se derivaba una gran responsabilidad para quienes la engendraron: hacer lo que les correspondía para superar el estado de impunidad. Esa obligación la asumieron y quedó establecida en el Acuerdo de paz de El Salvador, firmado el 16 de enero de 1992 en el Castillo de Chapultepec, ubicado en el corazón de la ciudad de México: Se conoce la necesidad de esclarecer y superar todo señalamiento de impunidad de oficiales de la Fuerza Armada, especialmente en casos donde esté comprometido el respeto a los derechos humanos. A tal fin, las Partes remiten la consideración y resolución de este punto a 12
la Comisión de la Verdad. Todo ello, sin perjuicio del principio, que las Partes igualmente reconocen que, hechos de esa naturaleza, independientemente del sector al que pertenecieren sus autores, deben ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia, a fin de que se aplique a quienes resulten responsables las sanciones contempladas por la ley.12 Al margen de este hecho se debe apuntar algo importante: a la Comisión de la Verdad le fue establecido un muy corto período de tiempo para coronar exitosamente el excepcional y desafiante cometido antes señalado. Seis meses fijaron las partes para su existencia; terminaron siendo ocho: del 13 de julio de 1992 al 15 de marzo de 1995, fecha en la cual presentó públicamente su documento final en la ciudad de Nueva York. 2. Obstáculos a la investigación No faltaron quienes le hicieran proposiciones indebidas e indecorosas a la Comisión. Hubo sectores del poder político y militar, económico y mediático que no querían una verdad “incómoda”. Intentaron, fallidamente, que en su informe público no se 13
mencionaran instituciones; fracasaron al tratar por todos los medios que se escondieran las responsabilidades individuales, omitiendo nombres y apellidos. Al no conseguir lo anterior, se decantaron por aprobar de inmediato una amnistía absoluta, amplia e incondicional, que violaba todos los estándares de derechos humanos vigentes. El informe público de la Comisión de la Verdad fue presentado en Nueva York el 15 de marzo de 1993; la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz13 fue aprobada en la Asamblea Legislativa salvadoreña cinco días después. Tales posiciones en contra —encabezadas visiblemente y sin reparos por el presidente de la República de ese entonces, Alfredo Cristiani14— fueron compartidas por la cabeza del Órgano Judicial —la Corte Suprema de Justicia en pleno— y, lógicamente, por el alto mando militar. Furibundos y desencajados, objetaban los compromisos negociados, pactados y asumidos en este ámbito por el Gobierno y la insurgencia. La amnistía fue, pues, la respuesta a ese peligroso malestar. Constituyó, en la práctica, un inmerecido beneficio para sus victimarios y un castigo mayor para las víctimas, ofendidas en su dignidad, porque aún sufrían las graves violaciones de sus derechos. A 14
las atrocidades padecidas durante la guerra, el Estado le agregó otra: la negación de justicia. Porque eso fue y sigue siendo atroz, cruel e inhumano. Además, fue quizás el primer “golpe bajo” al proceso de pacificación; una infame lápida sobre la verdad sanadora. Ello ocurrió, a pesar de la advertencia hecha por la Comisión de la Verdad en el sentido de que su esfuerzo no debía convertirse en “instrumento dócil de impunidad sino de justicia”.15 Conocido el informe, comenzó a ser denostado acremente por René Emilio Ponce —coronel y ministro de Defensa y Seguridad Pública—, sin pudor ni concesión alguna. Líder máximo del grupo de militares que dirigió la FAES durante casi toda la guerra, la “tandona”,16 Ponce leyó la posición oficial de la institución armada rodeado por sus oficiales de mayor rango. Desde su particular óptica —la de los perpetradores—, el documento era “injusto, incompleto, ilegal, antiético, parcial y atrevido”;17 habló del “tratamiento parcializado” que se había dado a los casos, lo que revelaba “una clara intención de destruir la institucionalidad, la paz social y la Fuerza Armada”.18 En pocas palabras, remató, se había falseado “la realidad histórica”, al esgrimirse “inaceptables imputaciones carentes de fundamento y objetividad, contra la institución”.19 15
En 1932, tras la masacre de alrededor de treinta mil personas en menos de una semana,20 se aprobó también una amnistía.21 Al igual que ésta, la amnistía del 20 de marzo de 1993 terminó siendo garantía de repetición —sí, de repetición— de la barbarie que trágicamente se ha consumado a lo largo de la posguerra salvadoreña, con todo el horror en el que las mayorías populares sobreviven atribuladas, mueren salvajemente, desparecen por la fuerza o huyen del país. Las cúpulas de los grupos políticos dominantes, no tuvieron reparo en faltar a su palabra empeñada después del “adiós a las armas”; lo hicieron en función de sus agendas y para proteger a criminales. Violaron el espíritu y la letra de los acuerdos que firmaron. Los cálculos, basados en intereses particulares, individuales y grupales, debían supeditarse al bien común delineado globalmente en el Acuerdo de Ginebra y pormenorizado en los de México en abril de 1991 y enero de 1992. Pero no fue así. Apurada, la derecha política sancionó en la Asamblea Legislativa la mencionada amnistía; tenía mucho que perder. La izquierda, tras la entrega de sus armas y convertida en partido, no la avaló formalmente. Aún no había participado en evento electoral alguno y, por ello, no era parte de ese 16
Órgano estatal. Pero más allá de ocupar curules que después conquistaron dentro del ente parlamentario, la antigua guerrilla tenía el mismo estatus político real que el Gobierno de la época: ambos eran los firmantes de los acuerdos para la pacificación del país. Y en ellos había quedado plasmado el compromiso de superar la impunidad, no de fortalecerla. Si esto último era de interés vital para la derecha, la izquierda debió oponerse e imponerse como una de las partes que iniciaron el proceso de una negociación enfilada a transformar de tajo al país en el ámbito de la justicia. Pero no actuó como debía, según el ideario que la llevó hasta la guerra, o como se esperaba en un nuevo escenario que se suponía democrático. Dejó hacer y dejó pasar la amnistía, porque también tenía algo que perder. La ilegítima, ilegal e inconstitucional vigencia de ese improcedente ocurso de gracia22 durante más de veinte años, ha sido uno de los principales frenos a los esfuerzos de las víctimas por desvelar la verdad, obtener justicia y recibir una merecida e integral reparación. No se han investigado los casos publicados por la Comisión de la Verdad, pese a que existen indicios para iniciar procesos en los tribunales y establecer las culpabilidades debidas. 17
Esa amnistía, afrenta indebida a la dignidad de las víctimas y recompensa inmerecida para sus victimarios, no fue nunca —como la calificó el fallecido expresidente Francisco Flores— la “piedra angular de los acuerdos de paz”.23 Fue, en realidad, la “piedra de tropiezo” para que no se avanzara hacia esa meta. La situación actual del país da fe de esto último. De ahí que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) estimara en su informe de país en 1994, más allá de “la eventual necesidad derivada de las negociaciones de paz y de las razones eminentemente políticas, que las amplísimas dimensiones de la ley general de amnistía aprobada por la Asamblea Legislativa de El Salvador constituyen una violación de las obligaciones internacionales asumidas por ese país al ratificar la Convención Americana sobre Derechos Humanos, al permitir, de una parte, la figura de la ‘amnistía recíproca’, que no tuvo como paso previo un reconocimiento de responsabilidad (pese a las recomendaciones de la Comisión de la Verdad); su aplicación a crímenes de lesa humanidad; y la eliminación de la posibilidad de obtener una adecuada reparación patrimonial para las víctimas, principalmente”.24 18
Dieciocho años después, en su sentencia sobre la masacre en El Mozote y lugares aledaños, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) determinó que el Estado “debe asegurar que la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz no vuelva a representar un obstáculo para la investigación de los hechos materia del presente caso ni para la identificación, juzgamiento y eventual sanción de los responsables de los mismos y de otras graves violaciones de derechos humanos similares acontecidas durante el conflicto armado en El Salvador”.25 Sumado a lo anterior, en el afán por descalificar el informe de la Comisión de la Verdad o minimizar su impacto, tanto desde el Gobierno como de la derecha política y el estamento militar, se alegó que en los casos de “singular trascendencia” elegidos para su estudio y la recopilación de pruebas materiales y testimoniales, hubo quienes no colaboraron por temor a las represalias de la guerrilla ya desarmada. Se argumentó, por lo tanto, que sólo gente allegada a la guerrilla fue la que denunció y entregó información. Por ello, decían, era lógico, aunque arbitrario, que figuraran los militares como los principales responsables de lo ocurrido. Cuando debieron declarar, entre las víctimas ciertamente hubo temor y desconfianza. Pero más 19
por parte de aquellas que adquirieron tal condición a manos de las fuerzas gubernamentales, que del lado de las que generó el accionar guerrillero. Quienes fueron perpetradores se sintieron confiados y fortalecidos. Como sea, esas trabas objetivas y subjetivas son innegables. Por ello, muchísimas personas afectadas no se atrevieron a dar el paso para contar su trágica historia personal o comunitaria. De las más de veinticinco mil denuncias recibidas por las Comisión de la Verdad, arriba de veintitrés mil fueron producto de fuentes indirectas.26 Sólo un poco más de dos mil derivaron de quienes las presentaron en forma directa ante la misma, para relatar experiencias concretas que al final —tras su necesario proceso de depuración— se tradujeron en una cantidad superior a los ocho mil quinientos hechos distribuidos en las siguientes categorías así establecidas, literalmente, por la citada entidad: homicidio,27 desaparición forzada, torturas y malos tratos, lesiones graves, secuestro extorsivo y violación sexual.28 Para la dimensión nacional de la devastación y el dolor, fueron pocas las víctimas sobrevivientes que acudieron al llamado y ofrecieron personalmente su testimonio. La versión de organismos nacionales e internacionales de derechos humanos ha hecho 20
referencia —desde el fin de la guerra— a setenta y cinco mil ejecuciones, entre extrajudiciales, sumarias y arbitrarias, individuales y colectivas; asimismo, se ha manejado la cifra de ocho mil desapariciones forzadas. No se manejan cantidades de personas detenidas ilegalmente y torturadas. Ese universo cuantitativo, incluso, puede quedarse corto de cara a lo ocurrido en el país. Ciertamente, los números de casos en impunidad no fueron aceptados por los gobiernos responsables de su existencia, pese a que, en realidad, lo que está documentado es sólo la parte que alcanzó a cubrir con su labor la Comisión de la Verdad.29 Más allá de las anteriores cifras, el arqueo de los quebrantos individuales y colectivos causados quizás nunca podrá ser establecido ni siquiera en términos aproximados, por causas diversas.30 Pero más allá del regateo cuantitativo, hay que tener claro un factor cualitativo. Los acuerdos entre las partes silenciaron las armas que ocuparon para batallar entre sí y cometer, una más y otra menos, actos de terror contra la población civil no combatiente; pero, por encima de eso, no lograron que ésta superara el miedo que permaneció en su interior. Ese siguió presente, latente o patente, entre la gente que sufrió las atrocidades y nunca vio materializarse —tras las mismas— el diseño y la 21
ejecución de políticas públicas que desmontaran, con la participación cardinal de las víctimas, las posibilidades de que volvieran a suceder. (Hay que notar, además, que las víctimas tampoco recibieron la atención psicosocial que requerían con urgencia.) Como ya se apuntó, la Comisión de la Verdad debía considerar la necesidad de generar confianza en las transformaciones derivadas del proceso pacificador —dentro del cual su labor era pieza clave— y empujar al país hacia la reconciliación. Lo que recomendara sería decisivo para lo anterior y, además, para evitar que se repitieran hechos atroces como los examinados. Sin embargo, con la amnistía y la impunidad que ésta fortaleció, se establecieron “garantías de repetición”,31 deshonrando las partes su palabra empeñada en los Acuerdos de México el 27 de abril de 1991: la de cumplir dichas recomendaciones. 3. Los patrones de una “guerra sucia” En su informe final, la Comisión de la Verdad incluyó un capítulo acerca de los orígenes y el funcionamiento de los “escuadrones de la muerte”; también algunos casos emblemáticos y —con nombre y apellido— a ciertos personajes responsables de lo anterior. Antes y durante la guerra, el accionar de 22
estos grupos criminales produjo en el país innumerables amenazas que derivaron en: exilios obligados; secuestros y sus consecuentes extorsiones, torturas y otros tratos inhumanos; y ejecuciones sumarias con la aparición o no de los cuerpos de sus víctimas. El accionar de los escuadrones de la muerte representó la materialización máxima de una “guerra sucia”, mediante las más terribles prácticas destinadas a sembrar tormento y pánico entre sus víctimas directas, sus familiares y los grupos sociales a las que pertenecían las primeras. En el documento público aparecía una “Cronología de la violencia” que abarcaba de 1980 a 1991. Once años seccionados en cuatro períodos. De 1980 a 1983: institucionalización de la violencia; de 1983 a 1987: enfrentamiento armado como marco de las violaciones; de 1987 a 1989: conflicto militar como obstáculo para la paz; y de 1989 a 1991: de la “ofensiva final” a los acuerdos de paz. Los criterios para esta distribución guardaban “relación con los cambios políticos del país, con la evolución de la guerra y la sistematicidad o frecuencia de ciertas prácticas violatorias de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario”.32 A partir de lo anterior y de la investigación casuística, se determinaron patrones de la violencia 23
gubernamental y de la insurgente. De los segundos, a partir de las más de ochocientas denuncias de graves hechos de violencia imputados al FMLN que recibió, la Comisión de la Verdad determinó que los mismos fueron realizados —sobre todo— en las zonas donde el conflicto alcanzó sus mayores niveles y donde, por períodos, las fuerzas insurgentes mantenían un “fuerte control militar”.33 Alrededor del 50 % de dichas denuncias se referían a muertes violentas; en su mayoría, fueron ejecuciones extrajudiciales. La otra mitad eran sobre desapariciones y reclutamientos a la fuerza. Es necesario señalar que existe una inexactitud palpable en lo relativo a dichas ejecuciones extrajudiciales, cuando se afirma que ese accionar guerrillero arranca con la guerra total cuando, en realidad, el mismo inició varios años atrás. La insurgencia consideraba “legítimo eliminar físicamente a personas asimiladas a blancos militares, traidores, ‘orejas’ (informantes), y hasta opositores políticos. Los asesinatos de alcaldes, de intelectuales derechistas, de funcionarios públicos y de jueces son ejemplo de esta óptica”.34 Desde ésta, la insurgencia los consideraba “ajusticiamientos” que, después — aunque no siempre—, reivindicaban su autoría para sí. 24
En cuanto a los primeros —los patrones de la violencia oficial— se debe considerar la “concepción política que había hecho sinónimos los conceptos de opositor político, subversivo y enemigo. Las personas que postularan ideas contrarias a las oficiales, corrían el riesgo de ser eliminadas, como si fuesen enemigos armados en el campo de guerra”.35 “Eliminadas”, lo que suponía la poca importancia que se le daba a los medios utilizados —incluido el accionar criminal de los “escuadrones de la muerte”— para conseguir el fin último. Además, se estableció que “en los primeros cuatro años de la década (la de 1980) se concentró más del 75 % de los graves hechos de violencia denunciados”.36 Precisamente a partir de 1980, durante el último “aire” del mandato de Jimmy Carter en los Estados Unidos, cuando su efímera política global de derechos humanos iba de salida. En ese año, éste presidente demócrata estaba a punto de perder las elecciones en noviembre, para dar paso a los “halcones” belicistas del republicano Ronald Reagan en enero de 1981. Instalado en la Casa Blanca, inmediata y descomunalmente, Reagan incrementó notablemente la ayuda militar a un régimen salvadoreño acusado de graves violaciones de derechos humanos; se trató de una política opuesta, puesto que las violaciones a 25
los derechos humanos motivaron, durante la administración precedente, el corte temporal de la ayuda militar. La decisión del nuevo mandatario estadounidense se tradujo en lo que la Comisión de la Verdad apuntó, respecto a esa concentración de graves hechos de violencia a inicios del citado decenio. Desde la óptica “reaganiana”, pues, El Salvador no debía caer en las “garras” del comunismo internacional; su Gobierno debía impedirlo a como diera lugar. Ocho años después de la elaboración de la primera parte de su hoja de ruta presidencial, el “Documento de Santa Fe I”, se elaboró otro texto guía para una posible administración de George Bush padre, quien resultó electo el 8 de noviembre de 1988. “Debido en gran parte —se leía en el mismo— a la presión norteamericana, el éxito de Castro (Fidel) declinó precipitadamente en la década de los ochenta. Nunca llegó la aparente y fácil victoria en El Salvador”.37 Entre las consideraciones acerca de los patrones de la violencia gubernamental, la Comisión de la Verdad destaca que el “95 por ciento de las denuncias registradas ocurrieron en zonas rurales y el 5 por ciento en lugares más urbanos”.38 Con Reagan, era lógico que eso ocurriera. Desde el inicio de su mandato hasta su salida en 1989 se impulsó la 26
llamada “guerra de baja intensidad”, con sus letales operaciones militares de “tierra arrasada” para “quitarle el agua al pez”; había que suprimirle, como fuera, su “base social” a un ejército guerrillero en crecimiento y afincado principalmente en esas zonas rurales. Era lógico que la población campesina no combatiente pusiera, entonces, la mayor cuota de sangre y sufrimiento. Eso está claro. Pero la violencia gubernamental abierta y clandestina alcanzó también a otros sectores. Al académico: con innumerables víctimas entre el magisterio y el estudiantado de primaria, secundaria y universidades; también al de las iglesias, principalmente la católica. Incluso el cuarto arzobispo de San Salvador —el ahora beato Romero— fue ejecutado por las balas asesinas del régimen a través de uno de los tantos “escuadrones de la muerte” que toleraba; lo acompañaron en su sacrificio, dos rectores de las casas de estudios superiores más importantes del país en esa época: la única pública y la fundada por la Compañía de Jesús. A las anteriores víctimas se sumaron otras muchas pertenecientes a la clase obrera, al medio cultural y —obviamente— a algunos partidos políticos no alineados con ARENA. Basada en la información recabada, tanto de fuentes directas como de las indirectas, la Comisión de la Verdad concluyó que más del 60 % de todas las 27
denuncias eran sobre ejecuciones extrajudiciales. De ese porcentaje, las desapariciones forzadas superaron el 25 %; más del 20 % se referían a torturas u otros tratos crueles, inhumanos o degradantes. En cuanto a la autoría de los hechos, el 5 % debió atribuirse a las fuerzas rebeldes. El ochenta y cinco a agentes estatales, grupos paramilitares aliados a los anteriores y a los “escuadrones de la muerte”. De forma más concreta, las responsabilidades estatales se distribuyeron así: la FAES en casi el 60 % de las denuncias; los cuerpos de seguridad en cerca del 25 %: con las “escoltas militares” y las “defensas civiles” alrededor del 20 % y los “escuadrones de la muerte” arriba del 10 %. 4. Hallazgos sobre los “escuadrones de la muerte” El accionar de los “escuadrones de la muerte” fue contabilizado en detalle por la Comisión de la Verdad y quedó registrado en su informe, como parte de sus anexos. En los mismos se estableció que estos grupos criminales, de entre los más de nueve mil casos denunciados directamente, eran responsables de 817. De estos últimos se determinó su autoría en 951 hechos: 699 homicidios, 134 torturas, 82 desapariciones forzadas y 36 violaciones sexuales.39 Según las fuentes indirectas, a los 28
“escuadrones de la muerte” se les atribuyeron 950 homicidios; además, aparecieron señalados como responsables de 63 desapariciones forzadas y cinco hechos de tortura.40 Teniendo presentes las anteriores cifras, es válido contrastarlas con las que arrojó una investigación realizada por el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana (IDHUCA),41 cuyos resultados fueron publicados en 1997.42 El período abarcado por dicho estudio académico comprendió de 1975 a 1994, ambos años incluidos, lo que se traduce en ocho más que el comprendido por la Comisión de la Verdad, al agregar el período de 1975 a 1979, y el de 1992 a 1994. Respecto de lo anterior, debe hacerse una precisión: durante el quinquenio previo a 1980 y en el trienio posterior a 1991, la cifra de casos documentados suma únicamente 3,692; esta cantidad no llega al 10 % de todos los hechos registrados en las dos décadas examinadas en el marco del esfuerzo realizado por el IDHUCA, los cuales ascienden a 39,561. La Comisión de la Verdad cubrió un período de once años: de 1980 a 1991; luego de la necesaria depuración de todas las denuncias que conoció, concluyó que solo podía presentar 13,569 casos. Pese a esa diferencia cuantitativa, el esfuerzo universitario “coincide con el documento final 29
elaborado por la Comisión de la Verdad; ambos establecen los mismos patrones fundamentales de la violencia. Cualitativamente hablando también son semejantes las proporciones, por cuanto estudian la misma realidad”.43 Pero, con independencia de esa diferencia numérica entendible por razones metodológicas, “no cabe duda que ni el informe de la Comisión de la Verdad ni el recuento del IDHUCA recuperan todos los hechos que lastimosamente tuvieron lugar en esta tierra”.44 Sobre los “escuadrones de la muerte” en particular, el Instituto de Derechos Humanos de la UCA hizo referencia a su involucramiento “en las acciones donde la saña de los criminales reflejaba, con toda nitidez, que obedecían la orden de defender el poder a toda costa y dejar sentado un ejemplo de terror para inhibir la participación ciudadana en la lucha política para modificar el estado de cosas en la sociedad salvadoreña”.45 Del recuento sistematizado que arrojó el estudio realizado por el IDHUCA, se atribuye a estos grupos criminales la mayor responsabilidad en las desapariciones forzadas ocurridas durante las dos décadas examinadas: el 28 % del total, porcentaje que se traduce numéricamente en 1,462 víctimas de entre 5,254. En lo relativo a las ejecuciones extrajudiciales, a los “escuadrones de la muerte” se les atribuye la 30
autoría de casi el 19 % de todas las denuncias analizadas: 1,359 de las 7,200 consignadas. Estas bandas asesinas se ubican en la segunda posición, debajo de los “grupos paramilitares” (2,812) y por encima de la FAES (1,219). Para el IDHUCA, “esas organizaciones criminales […] tuvieron como su principal razón de existir —en el marco de esos veinte años— la coadyuvancia en el mantenimiento de una situación desfavorable para la mayoría de la población en lo económico, social y político mediante la realización del ‘trabajo’ contrainsurgente más sucio, injustificable e ilegítimo. Para el cumplimiento de sus objetivos, dichos grupos armados ilegales actuaron contando con el amparo directo o indirecto del Estado; más aún: se sabe que sus integrantes provenían en un buen número de las filas castrenses y de las diferentes corporaciones policiacas, bajo la dirección de oficiales militares”.46 En el informe público de la Comisión de la Verdad se incluyó un apartado relativo al accionar sistemático y organizado de los “escuadrones de la muerte”, elaborado con base a las denuncias de personas sobrevivientes y de familiares de víctimas fatales; también sirvieron para examinar y analizar dicho fenómeno criminal, las declaraciones de civiles y militares en las cuales admitían y detallaban su 31
participación directa de primer nivel en la organización, operación y financiamiento del mismo. Eran grupos de personas vestidas de civil, bien armadas y arropadas en la clandestinidad para ocultar su origen, pertenencia a entidades estatales e identidad. Sin embargo, lo último no significa que siempre escondieran la realización de sus operativos; si bien actuaban mayoritariamente de noche, también lo hicieron descaradamente a plena luz del día. Un caso emblemático al respecto, documentado por el Socorro Jurídico del Arzobispado,47 es el de dos jóvenes estudiantes detenidos por un cuerpo de seguridad estatal y luego ejecutados por “escuadrones de la muerte”.48 Se trata de Vinicio Humberto Bazzaglia Recinos, de veinticuatro años de edad, y de Manuel Alfredo Velásquez Toledo, de veintidós. Ambos fueron capturados el 3 de octubre de 1980, al final de la mañana, en un taller de mecánica ubicado en un barrio de San Salvador, donde momentos antes se había realizado un frustrado intento de asalto a un importante centro financiero. El cadáver de Bazzaglia Recinos fue reconocido por un juez el mismo día, aproximadamente a las catorce horas con treinta minutos; estaba junto a otras víctimas asesinadas. De la familia, su esposa y hermano lo reconocieron al momento de su 32
exhumación realizada judicialmente ocho días después: el 11 de octubre. Según el peritaje forense, “la causa natural y directa del fallecimiento fue una lesión de bala que le destrozó el occipital”.49 Un mes y un día transcurrieron para que exhumaran a Velásquez Toledo en el cementerio general de Apopa, municipio del departamento de San Salvador. Su madre y su padre lo reconocieron para culminar de esa dolorosa forma el corto ciclo de su búsqueda, pero nunca obtuvieron justicia —al igual que la familia Bazzaglia Recinos—, no obstante la evidencia palmaria tanto de la connivencia como la coordinación entre agentes estatales y los “escuadrones de la muerte”. Existe una secuencia de fotografías en la que se capturan los instantes cuando miembros uniformados de la Guardia Nacional, uno de los cuerpos represivos más temidos de la época, entregan a Bazzaglia Recinos y a Velásquez Toledo a integrantes de un “escuadrón de la muerte” con todas las características antes señaladas. Tras subirlos a la parte trasera de un vehículo tipo “pick up” con placas particulares, se los llevaron con rumbo desconocido. Sus familias denunciaron los hechos el 20 de octubre de 1980 en la institución de derechos humanos arriba mencionada. La madre de Velásquez 33
Toledo, en parte de su testimonio, sostuvo que fue a las instalaciones de la Guardia Nacional y le negaron tajantemente haberlo detenido. “Presenté un recurso de exhibición personal — cuenta— ante la Corte Suprema de Justicia […] Mostramos unas fotografías en las que claramente se ven varios agentes de la Guardia Nacional cuando capturan a mi hijo y a otro joven y cuando los introdujeron al pick up. Estas fotos le fueron mostradas al Director General de la Guardia Nacional, Vides Casanova […] pero insistió en que mi hijo no se encontraba en el listado de detenidos que lleva ese cuerpo de seguridad”.50 En sus conclusiones sobre el caso, el Socorro Jurídico del Arzobispado lo califica como doloroso y privilegiado. Lo primero es obvio, lógico; lo segundo tiene que ver con la existencia de las instantáneas tomadas, que van desde el momento de la captura de los estudiantes hasta la exhumación de Velásquez Toledo. No existen hechos similares —al menos no se tiene conocimiento— en los que haya quedado registrada la responsabilidad oficial en ese tipo de atrocidades. Son pruebas irrefutables. Pese a ello, no se investigó y, menos, procesó a sus responsables inmediatos y mediatos. Así, continuaron apareciendo a diario “treinta a cuarenta cadáveres mutilados, 34
torturados, decapitados”51 en todo el territorio nacional y sin respetar edades. Un hecho similar, quedó registrado en el informe de la Comisión de la Verdad. Se trata de otros dos jóvenes estudiantes, en este caso de Ciencias Jurídicas en la Universidad de El Salvador. El 22 de enero de 1980 las fuerzas del régimen acababan de atacar una manifestación popular de protesta, de la cual regresaba Francisco Arnulfo Ventura junto a José Humberto Mejía. Se dirigían a esa casa de estudios superiores cuando, en una de las entradas de la embajada de los Estados Unidos de América fueron detenidos por los guardias nacionales que se encontraban brindando seguridad a dichas instalaciones. Los introdujeron a la sede diplomática y más tarde fueron entregados a hombres vestidos de civil y armados —otro “escuadrón de la muerte”—, quienes llegaron expresamente a recoger a las víctimas en un vehículo particular. Nunca aparecieron ni vivos ni muertos. Según el informe público de la Comisión de la Verdad, los “escuadrones de la muerte” vinculados “a estructuras estatales por participación activa o por tolerancia, alcanzaron un control de tal naturaleza que sobrepasó los niveles de un fenómeno aislado o marginal para convertirse en instrumento de terror y de práctica sistemática de eliminación física de 35
opositores políticos. Muchas de las autoridades civiles y militares que actuaron durante los años ochenta, participaron, promovieron y toleraron la actuación de estos grupos”.52 Y se advierte, además, sobre la posible repetición del fenómeno; por ello, se debió “asumir en el Estado salvadoreño no sólo una actitud alerta y resuelta para prevenir el resurgimiento de este fenómeno, sino solicitar la cooperación internacional para su total y absoluta erradicación”.53 No se hizo. Las fatales consecuencias de esa negligencia hubo que seguir pagándolas, sobre todo —por mucho— entre los sectores de la población que sobreviven en condiciones de mayor vulnerabilidad. El informe público de la Comisión de la Verdad ubica los antecedentes de los “escuadrones de la muerte” en el marco de una historia nacional del siglo veinte, marcada por la existencia de una sociedad profundamente dividida por la desigualdad y la exclusión, condiciones sostenidas mediante la violencia gubernamental institucionalizada tendiente a eliminar a quienes pretendían alterar el estado de cosas. El informe hace mención tanto de la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN) y de su fundador en la década de 1960 —el general José Alberto Medrano, cuando era director de la 36
Guardia Nacional—, como de la Agencia Nacional de Seguridad Salvadoreña (ANSESAL). A renglón seguido y tras aclarar que no son las únicas, se describen dos expresiones concretas de este tipo de grupos criminales. Está el que se aglutina alrededor de la figura de Roberto d’Aubuisson, ex mayor y fundador del mismo —además de ser el fundador del partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA)—; asimismo, se encuentran los que operaban desde muchas de las secciones de inteligencia (S-II) dentro de distintas unidades militares de la FAES y de los cuerpos de seguridad adscritos a la anterior. Se incorporaron en el documento final y público elaborado por la Comisión de la Verdad, nombres de militares; también de civiles, algunos poderosos empresarios que participaron en esta dinámica de violencia estructural clandestina financiando, planificando y realizando crímenes execrables como el de monseñor Romero o la ejecución de Mario Zamora Rivas, alto dirigente del Partido Demócrata Cristiano y titular de la Procuraduría de General de Pobres. Ambas muertes ocurrieron a menos de un mes de distancia en el tiempo, días después de que el citado d’Aubuisson leyera un listado de “subversivos” que encabezaba este par de víctimas. 37
Igualmente aparecen consignadas en el informe de la Comisión de la Verdad las muertes violentas — en un solo atentado— de José Rodolfo Viera Lizama, presidente del Instituto Salvadoreño de Transformación Agraria (ISTA), junto a las de Michael P. Hammer y Mark David Pearlman, asesores estadounidenses del Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre (IADSL); asimismo se incluyó como un caso emblemático sobre el accionar de los “escuadrones de la muerte”, con participación de agentes estatales e integrantes de un cuerpo paramilitar, la masacre de Tehuicho en la que fueron ejecutados trece campesinos. Del lado insurgente, también hubo hechos consumados por su membresía —tanto dirigencia como militancia—, que fueron considerados por la Comisión de la Verdad como violatorios del Derecho internacional humanitario y del Derecho internacional de los derechos humanos. Para ilustrarlos documentadamente, se presentó una práctica recurrente: la ejecución de alcaldes en “zonas liberadas” por la guerrilla o consideradas en disputa con el ejército gubernamental. Tras reportar los crímenes a partir de testimonios directos de testigos, con base a once casos y hecha la salvedad de que fueron muchos más, la Comisión de la Verdad concluyó que el alto mando del Ejército 38
Revolucionario del Pueblo (ERP) —una de las cinco organizaciones integrantes del FMLN—, aprobó y aceptó los asesinatos de ediles que colaboraban con su “enemigo”; léase, el Gobierno. Así aparecieron señaladas con nombre, apellido y seudónimo las personas responsables —seis en total— de haber ordenado esos crímenes que llamaban “ajusticiamientos”, como ya se apuntó, y los justificaban alegando su supuesta “legitimidad”. Dos de ellos: Joaquín Villalobos, alias “Atilio”; y Jorge Meléndez, alias “Jonás”.54 Las víctimas registradas en el documento son José Alberto López, Francisco Israel Díaz Vásquez, Pedro Ventura, María Ovidia Graciela Mónico Vargas, José Domingo Avilés Vargas, Dolores Molina, Napoleón Villafuerte, Edgar Mauricio Valenzuela y Terencio Rodríguez. Además de este patrón de ejecuciones, en el informe público de la Comisión de la Verdad se incluyó como caso emblemático el de la “masacre de la Zona Rosa”, en la cual fueron ejecutados cuatro infantes de marina estadounidenses y nueve personas civiles no combatientes. Todo lo anterior y más, se dijo antes, fue lanzado para su conocimiento en el país y el mundo el 15 de marzo de 1993 en Nueva York. Un año después, también en marzo, y elaborado en la sede de la ONU ubicada en esa misma ciudad estadounidense, 39
circuló de manera “estrictamente confidencial” —así decía de entrada— el denominado Informe Sobre los Escuadrones de la Muerte en los archivos de la Comisión de la Verdad para El Salvador. Además del material derivado de las fuentes directas e indirectas mencionadas, la Comisión de la Verdad obtuvo documentos públicos y privados sobre hechos de violencia; también videos y cintas magnetofónicas con declaraciones de participantes y testigos de los mismos, así como revelaciones de personas vinculadas al aparato estatal. Ese material no se incluyó en el informe de la Comisión de la Verdad porque las pruebas eran de un periodo anterior al que se le estableció para indagar, porque resultó prácticamente imposible ubicar e interpelar a quien se acusaba —para que ejerciera su derecho a la legitima defensa— o por el corto tiempo para la entrega del informe, lo que dificultó su verificación y aprovechamiento. Sin embargo, en el documento de marzo de 1994 aparecen señalados —con nombre y apellido— funcionarios públicos, empresarios, políticos y militares no incluidos antes, pero que sí organizaron y dirigieron estos grupos; también individuos de esos sectores que llevaron a cabo, como autores materiales, diversas operaciones criminales. 40
Asimismo, se establecen las conexiones de Roberto d’Aubuisson con personajes como Mario Sandoval Alarcón en Guatemala. Este último — “padre” de los “escuadrones de la muerte” en ese país vecino— fue pieza clave en el derrocamiento de Jacobo Árbenz en 1954, fundador del Movimiento de Liberación Nacional en 1960 y vicepresidente de la República de 1974 a 1978. Su incondicional ayuda se tradujo en asesoría, obtención de financiamiento, instalación de campamentos para el entrenamiento en su país y trasiego de armas, municiones y otros pertrechos a El Salvador. De igual forma, destaca la relación y el apoyo que d’Aubuisson recibió del ultraconservador senador republicano Jesse Helms y su grupo asesor en Estados Unidos de América. Se menciona además la existencia de un grupo de siete argentinos que vivieron en instalaciones de la Guardia Nacional, a la que cual asesoraban en operaciones clandestinas para la desaparición forzada de personas consideradas opositoras al régimen, tras obtener información de las mismas mediante torturas. El grupo de d’Aubuisson formaba parte de la Liga Anticomunista Mundial (WACL, por sus siglas en inglés), con sede en Taiwán; era su “Capítulo” en El Salvador. Algo esencial para el funcionamiento de los “escuadrones de la muerte” fue su patrocinio. En el 41
documento referido aparecen los integrantes del llamado “Grupo de Miami”, constituido por salvadoreños acaudalados que abandonaron el país en el marco del agravamiento de la violencia política, por ser afectados sus intereses económicos con la primera etapa de la reforma agraria o por temor. Eran seis, según una fuente citada. “Estas personas —afirmó un informante— han tenido en el pasado un poder muy grande en este país y no pueden aceptar que lo estén perdiendo”. “Ellos —se lee en el texto confidencial— organizaron, financiaron y dieron directivas a escuadrones de la muerte a través de su ‘hombre de confianza’, el Mayor Roberto d’Aubuisson. El Mayor no se entrevista directamente con ellos porque al parecer hay impedimentos para poder viajar a los Estados Unidos, pero opera tanto desde El Salvador como desde Guatemala llevando a cabo la estrategia de desestabilización y derrocamiento de la Junta promovida por los ‘seis’. El objetivo es, primero, aterrorizar a todos aquellos que —tanto dentro como fuera del gobierno— apoyan una solución moderada; segundo, implantar una dictadura de derecha”. Jóvenes empresarios de la época que no salieron del país, manteniendo sus negocios en actividad a pesar de la situación, eran citados por el “Grupo de Miami” en esa ciudad estadounidense para 42
cuestionarlos por ayudar así a los “comunistas” a triunfar. Había que colapsar al país acrecentando el desempleo al extremo y hacer que cayera la Junta Revolucionaria de Gobierno, les expresaban, para reconstruirlo sobre nuevos cimientos. Tomado el poder por asalto a manos de un “buen oficial militar”, se haría una “limpieza total” eliminando el número necesario de personas “para terminar con todos los comunistas y sus aliados”. Sólo entonces habría que regresar a El Salvador. Esas reuniones terminaban con la siguiente amenaza: si mantenían funcionando sus empresas y trabajando con instituciones gubernamentales “iban a sufrir las consecuencias”. En ese escenario, cerca de quince personas fueron secuestradas en 1980, “sin pedidos de rescate, enviando con esto al resto de la clase empresarial un mensaje claro: dejen de colaborar o el ‘Grupo de Miami’ los hará secuestrar o asesinar”. No respetaban, pues, ni a sus “semejantes”. Sobrada razón tuvo entonces la Comisión de la Verdad para señalar al Gobierno estadounidense por tolerar, “aparentemente con poca atención oficial, la actuación de exiliados salvadoreños que vivían en Miami, especialmente entre 1979 y 1983. Este grupo de exiliados financió directamente y ayudó indirectamente a dirigir algunos escuadrones de la 43
muerte, según testimonios recibidos por la Comisión”.55 Para obtener recursos económicos a fin de costear el accionar delictivo de los “escuadrones de la muerte”, sumado a lo anterior, se contó con el concurso de personas pudientes afincadas en el país. Su aporte monetario era elevado y servía, sobre todo, para la compra de armamento en territorio estadounidense. Pero además de dinero proporcionaban infraestructura —fincas y casas para reuniones de planificación o alojamiento—, así como vehículos y otros apoyos logísticos. Algunos financiaban directa y particularmente a determinado grupo, pero el grueso de los fondos era canalizado a través de d’Aubuisson. Asimismo, le brindaron apoyo a la “contra” en Nicaragua. Una de las “fuentes” que aportaron información, sostuvo que la autoría del magnicidio de monseñor Romero “fue ampliamente conocida por el grupo de patrocinadores”. Ello les facilitó aún más, mucho más —afirma—, la recolección de fondos para el desarrollo de sus actividades y les granjeó bastante prestigio. “Sucedió incluso —añadió textualmente— que algunas personas comenzaron a atribuirse autoría o participación en el hecho a fin de obtener dinero en estos medios”. Otra “fuente” sostuvo que 44
el “Grupo de Miami” se involucró directamente en este crimen. Se afirma que, durante el primer año de gobierno de ARENA, iniciado en junio de 1989, quienes fueron conocidos como los “maneques” reunieron “una considerable cantidad de dinero mediante operaciones ilícitas”, como licitaciones estatales fraudulentas y tráfico de personas que querían ingresar a territorio estadounidense sin documentos legales, así como tráfico de armas y droga, entre otras. Tanto al considerar lo anterior como lo que sigue, resulta lógica y evidente la relación de los “escuadrones de la muerte” con el crimen organizado: como una de sus expresiones y coordinando acciones con diversas agrupaciones delincuenciales de esa especie. Otra actividad de los “escuadrones de la muerte” en función de sufragar sus gastos, fue la de los secuestros extorsivos. “En abril de 1986 —se lee en el documento examinado— se descubrió otra banda de secuestradores. La pertenencia de los acusados al núcleo central de ARENA y a las estructuras militares más cercanas al partido es indiscutida”. El teniente coronel Joaquín Zacapa Astacio fue condenado a veinte años de prisión en 1999 y su detención se logró hasta el 2014. Era parte de la que se conoció como la banda “Llovera Ballete”, por los 45
apellidos de su líder, de nombre José Luis. Entre sus víctimas se encontraban personas “acomodadas”, como José Luis Zablah Hasbún, Carlos Venutolo, Roberto y Teófilo Siman, así como Luis Roberto Bustamante. 5. Recomendaciones para superar la impunidad En su Informe, la Comisión de la Verdad argumentó que era “de suma importancia, no sólo entender el alcance de este fenómeno en El Salvador, sino comunicarle a la comunidad internacional las características que lo imbricaron perniciosamente en la estructura formal del Estado, por acción u omisión”.56 Esta cita se ubica en la introducción del apartado en el cual se describen, a partir de sus orígenes e historia, los patrones del actuar desarrollado por uno de “los instrumentos más atroces de la violencia que conmovió al país durante los últimos años”: los “escuadrones de la muerte”.57 Al final, dentro de sus conclusiones, y como algo más que una recomendación, se hizo referencia a lo útil que sería el desarrollo de posteriores investigaciones —con mayores recursos y tiempo— tendientes a esclarecer “esta trágica historia para asegurar que, en Estados Unidos nunca más se repita la tolerancia de personas vinculadas con actos de 46
terror en otros países”.58 Pero, además, se plantearon necesidades que debieron ser atendidas con rigor y premura; también algunas preocupaciones serias. Las instituciones nacionales debieron descubrir la conexión estructural identificada entre “escuadrones de la muerte” y organismos estatales. Era su deber. Asimismo, en el plano de lo deseable y necesario, hubo que poner atención a la manipulación de la inteligencia estatal para descubrir personas “enemigas” con el fin de eliminarlas matándolas o desapareciéndolas; tenía que investigarse eso y sanear dicha entidad, ubicando a quienes fueron “responsables de esta práctica aberrante”.59 Se requería, además, determinar la relación entre empresa privada y familias acaudaladas que contribuyeron al patrocinio de los “escuadrones de la muerte” e, incluso, su utilización directa. En cuanto a incertidumbres e inquietudes, la Comisión de la Verdad advirtió sobre lo concerniente a las personas que en las zonas rurales formaron parte activa de los cuerpos paramilitares —defensas civiles, específicamente— y poseían armas. Estos individuos, que no eran pocos, con toda facilidad “podrían movilizarse para cometer nuevos actos de violencia en el futuro, si no [eran] claramente identificados y desarmados”.60 47
Motivo de preocupación fue también la incapacidad del sistema de justicia para lograr que ésta se impartiera a cabalidad; por el contrario, fue fundamental para garantizarle —antes y después de la guerra— la protección de la impunidad a la membresía de los “escuadrones de la muerte”, tanto en su organización, dirección, financiamiento y operatividad. A lo anterior, le fue agregado algo grave: todavía organizados y armados los escuadrones de la muerte, era real “el grave peligro de que [pudieran] incurrir, como se ha comprobado en algunos casos, en actividades ilegales como el narcotráfico, el tráfico de armas y los secuestros para extorsionar”.61 Por último, la Comisión de la Verdad terminó señalando que este asunto era tan importante que demandaba una “investigación especial. Particularmente de una actuación más resuelta por parte de las instituciones nacionales con la colaboración y asistencia de instancias extranjeras que tengan información sobre este tema. Para verificar una serie de violaciones concretas y para ubicar la responsabilidad será necesario investigar los graves hechos de violencia cometidos por los escuadrones de la muerte caso por caso”.62 De todo eso, no se hizo nada. 48
En cuanto a las recomendaciones de esta entidad temporal cuyo fin último era contribuir a superar la impunidad que tanto había dañado al país y a su población, se incluyeron cuatro grupos. El primero de estos grupos de recomendaciones lo constituían aquellas que se derivaban directamente de los hechos investigados, una especie de “medidas de choque”: depuración, inhabilitación pública o prohibición de ejercer cargos a quienes aparecieran señalados como responsables de violaciones de derechos humanos; y una reforma del sistema judicial que comprendía cambios en la Corte Suprema de Justicia y en el Consejo Nacional de la Judicatura, en lo relativo a la calidad de la judicatura, así como en cuanto a su fracaso en hacer justicia e imponer sanciones a los responsables de las violaciones de derechos humanos, debido a la usurpación de un sistema que había sido cómplice y encubridor. En el segundo grupo de recomendaciones se abordaron las estructuras estatales de represión, muerte y terror incrustadas en la FAES y en los cuerpos de seguridad adscritos a la misma; por ello, es acá donde se trató el tema de los grupos clandestinos conocidos como “escuadrones de la muerte”. 49
El tercero tenía que ver con la institucionalidad estatal y las transformaciones requeridas para evitar la repetición de los hechos. Y con el cuarto se intentó avanzar hacia una pretendida “reconciliación nacional” con base al conocimiento y el reconocimiento amplio de las atrocidades, la dignificación de las víctimas y el compromiso nacional de no repetir los errores del pasado. En concreto, sobre los “escuadrones de la muerte”, la Comisión de la Verdad recomendó “adoptar todas las medidas […] precisas para asegurarse del desmantelamiento de los mismos. A la luz de la historia del país, en este campo la prevención es imperativa. El riesgo de que tales grupos renueven su acción siempre existe. La Comisión recomienda que se emprenda de inmediato una investigación a fondo a este respecto, y que se solicite, por los canales que la confidencialidad de la materia impone, el apoyo de la policía de países amigos que estén en condiciones de ofrecer, dado el aún incipiente desarrollo de la nueva Policía Nacional Civil salvadoreña”.63
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II. EL CRUCIGRAMA DE LA IMPUNIDAD El Grupo Conjunto investiga a “escuadrones de la muerte”
1. Origen, mandato y composición El Grupo Conjunto para la Investigación de Grupos Armados Ilegales con Motivación Política en El Salvador nació de las recomendaciones de la Comisión de la Verdad para investigar la posible reincidencia de los “escuadrones de la muerte”. Aunque en tal formulación se lee que serían investigados, entre líneas también se insinuaba que la cosa no iría tan en serio, pues ni siquiera se atrevían a decir con todas sus palabras el verdadero nombre de esas estructuras criminales y de entrada confirmar así su existencia de manera explícita, pues es claro que el largo eufemismo del título, “grupos armados ilegales con motivación política” está ahí para reemplazar la denominación más explícita de “escuadrones de la muerte”. Lo mismo ocurrió con la figura del Defensor del Pueblo —posteriormente llamado “procurador”—: en las negociaciones y los 51
acuerdos no la llamaron así, para no causar molestias o generar animosidades en su contra. Preocupó más aún observar que, pese a la inmediatez requerida por la Comisión de la Verdad, también fue larga la espera para que se creara dicho Grupo Conjunto: duró nueve meses.64 Durante ese prolongado período, el entonces segundo de a bordo en las Naciones Unidas —Marrack Gouldin— debió estar viajando y presionando para que se formara y comenzara a trabajar. La resistencia obvia era la de una derecha política partidista y gubernamental, liderada por el fundador de dichos grupos: Roberto d’Aubuisson; del otro lado, ¿hubo o no? ¿Quién sabe? Al menos, sí hubo desidia por parte del FMLN a la hora reclamar su pronta instauración. Cual embarazo normal entendido como preñez y no como obstrucción —la cual sí existió—, nueve meses tardó el “parto” desde que lo que la Comisión de la Verdad recomendó se formara. La negativa oficial para ello, sólo es comparable con la actitud del partido que asumió el Gobierno por segunda vez en el 2014 y de sus cortesanos acompañantes políticos, ante la sola posibilidad de establecer en el país —más de dos décadas después— una comisión internacional contra la impunidad similar a la guatemalteca. 52
A final de cuentas, el Grupo Conjunto se instaló formalmente el 8 de diciembre de 1993. La Misión de Observadores de Naciones Unidas en El Salvador (ONUSAL), a través de su División de Derechos Humanos, había informado a su jefe —el egipcio Boutros Boutros-Ghali, secretario general de la ONU— que durante los últimos meses se habían incrementado “las ejecuciones arbitrarias y la presencia de grupos armados ilegales”.65 Fue en ese marco que el primer titular de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH), Carlos Mauricio Molina Fonseca, propuso crear una comisión para indagar al respecto. Así las cosas, se anunció oficialmente la formación de un “grupo interinstitucional” que terminó siendo desmontado al no funcionar como debía; de esta manera, la misma PDDH le sirvió en “bandeja de plata” al Gobierno la posibilidad de evadir el cumplimiento de la citada recomendación emitida por la Comisión de la Verdad. Preocupado por los asesinatos de dirigentes y activistas políticos, en noviembre de 1993 Ghali exigió el pronto cumplimiento de la recomendación hecha por la Comisión de la Verdad. La presión surtió efecto. Ese 8 de diciembre, el Grupo Conjunto “inició sus labores de gestión, análisis y planificación el mismo día de su 53
instalación, integrándose progresivamente el equipo técnico a partir del 1 de febrero de 1994”.66 Para el 31 de mayo de 1994, se tenía planeado y convenido terminar su trabajo; sin embargo, el Gobierno salvadoreño y el secretario general de la ONU acordaron ampliar dos meses más el plazo: hasta el 31 de julio. No obstante, esa extensión temporal, seguía siendo corto el período para el tamaño del encargo. Aun así, el 28 de julio de dicho año presentó públicamente su informe. Fueron sus miembros Juan Jerónimo Castillo y José Leandro Echeverría, quien falleció semanas antes de la entrega pública del documento; ambos abogados representaban al Gobierno y fueron nombrados directamente por el presidente de la República para integrarse al ente, después de la necesaria aprobación formal del titular de la PDDH, Molina Fonseca. Éste también fue parte del Grupo Conjunto —por el cargo que ostentaba—, junto a Diego García Sayán, director de la División de Derechos Humanos de la ONU. Su composición, así establecida con nombres y apellidos, era otra razón para la inquietud en cuanto a la labor y los resultados del Grupo Conjunto. Dos delegados de Cristiani, quien ya había intentado salirle adelante a la recomendación de la Comisión de la Verdad creando el citado “grupo 54
interinstitucional”; y un “ombudsman” que tomó las riendas de la institución sin tener ni conocimiento previo ni experiencia mínima para desempeñar tan delicada misión y que —hasta entonces— había mostrado un tímido desempeño en el cargo. A los anteriores se sumaba un representante del secretario general de la ONU, que no tuvo los arrestos para oponerse a la iniciativa legislativa de la amnistía ni mucho menos para denunciar —con la debida y necesaria fuerza— su aprobación. El escenario que se observaba para el Grupo Conjunto en su conjunto —plazo escaso, membresía opaca y visibles resistencias— no era el más promisorio. El deber de esos cuatro abogados era el siguiente: “Organizar, dirigir y supervisar un equipo de investigación técnico integrado por profesionales nacionales y extranjeros de probada competencia, imparcialidad y respeto a los derechos humanos”.67 Además, debían presentar al presidente Cristiani y al secretario general de la ONU un informe; este debía incluir sus ineludibles conclusiones y las debidas recomendaciones. Por mandato, dicho documento tenía que ser difundido públicamente; pero al igual que lo ocurrido con el de la Comisión de la Verdad, casi nadie lo conoció. También al igual que lo sucedido con esa Comisión, el Grupo Conjunto aseguró no 55
haber recibido la colaboración prometida, debida y esperada por parte del Gobierno y de los partidos políticos; pero en su caso, agregaron que tampoco las organizaciones sociales acompañaron mucho el proceso.68 Esto último se examinará luego. Los principios para el desarrollo de su trabajo quedaron así establecidos: autonomía, 69 confidencialidad, imparcialidad y apoliticidad. Con base a lo anterior, mandato y principios, el Grupo Conjunto y su equipo debió investigar el accionar de los “grupos armados ilegales con motivación política” a partir del 16 de enero de 1992 hacia adelante. 2. Informe, reacciones y casos Entrando en materia, al analizar el documento se advierte que cuenta, además de su introducción, con cuatro capítulos en los cuales se abordan los antecedentes del Grupo Conjunto, los elementos para estructurar una aproximación al fenómeno de los “escuadrones de la muerte” y los indicios sobre su existencia a partir de casos concretos, así como las citadas conclusiones y recomendaciones finales. A lo anterior, se agregaron seis anexos. Este ente señaló que su creación fue aceptada y pactada después de considerar “las recomendaciones 56
hechas por la Comisión de la Verdad, el resurgimiento de la violencia durante el año 1993 y el consenso de las partes firmantes del acuerdo de paz, con la mediación de Naciones Unidas”. Ello, “con el objetivo de ayudar al gobierno de El Salvador a descubrir la existencia de los grupos armados ilegales con motivación política”, que desde la firma del Acuerdo de Chapultepec “estaban poniendo en peligro el proceso de paz”.70 No mencionó ni las resistencias a su nacimiento ni el tiempo que, por las mismas, tardó en nacer a pesar de las urgencias. A partir de las investigaciones realizadas, el documento en cuestión estableció que El Salvador de entonces —el de hace veintidós años— estaba sumido en un escenario “de violencia más complejo y sofisticado que el que existía en los años previos y luego durante el conflicto armado”.71 Y a estas alturas, la realidad lo muestra, ese tablado se ha vuelto mucho más escabroso. Pero para entonces, los objetivos de los grupos armados ilegales con motivación política en la etapa examinada, según se lee en el informe, eran los siguientes: desestabilizar el proceso de paz; generar condiciones para militarizar el país; prolongar la presencia de la Policía Nacional o desnaturalizar la PNC; y “generar temor en sectores de la población para que no se incorporen o apoyen a partidos 57
políticos u organizaciones sociales percibidos por los autores intelectuales de estas actividades criminales como una amenaza a sus intereses económicos, políticos o a sus concepciones ideológicas”.72 Si algo hay que destacar de entre las investigaciones realizadas, además de las conclusiones y las recomendaciones que produjeron y más adelante se abordarán, es haber detectado y advertido sobre la capacidad que estos grupos tenían para transformarse y evolucionar para adaptarse a las circunstancias cambiantes. Eso, desde el fin de la guerra, ha ido complejizando aún más, y de forma progresiva y peligrosa, la situación de violencia. No obstante ese lapidario juicio, entre esperanzado y realista, el Grupo Conjunto planteó además una dicotomía que debía encararse y ser superada: la lucha entre las aspiraciones de salir adelante como país y la necia intolerancia política que frenaba su avance, en el marco de un proceso pacificador que reclamaba —según lo establecido en el Acuerdo de Ginebra— una necesaria unidad social y política para enfrentar y superar los males estructurales que la aquejaban; males entre los cuales se encontraban, en primera fila, la corrupción y la impunidad en que esta se sustentaba. “Si bien sectores del aparato del Estado —se leía en el citado informe— cargan todavía con el peso de 58
la vieja maquinaria de impunidad y corrupción que se construyó en determinado momento, la acción gubernamental parece estar dirigida a terminar con esos resquicios del pasado que aún hoy corroen y paralizan el accionar de algunas de sus instituciones”.73 Sin embargo, continuaba, “a pesar de los esfuerzos ininterrumpidos del pueblo de El Salvador por cerrar viejas heridas y avanzar en el proceso de tránsito hacia una sociedad esencialmente democrática, el Grupo Conjunto tiene elementos de juicio como para afirmar que todavía subsisten estructuras y personas que persiguen el objetivo de minar el proceso pacificador ejemplar por el que han optado los salvadoreños”.74 En medio de esa tan enrarecida atmósfera, a la que no se le veía mucho de ejemplar, teniendo presente el objetivo en función del cual las partes y la ONU crearon el Grupo Conjunto —“ayudar al gobierno de El Salvador a descubrir la existencia de los grupos armados ilegales con motivación política”— y luego de finalizar su labor, había que llamar la atención sobre algo delicado: dicho objetivo no había sido alcanzado. ¿Por qué? Pues porque, al escuchar ciertas declaraciones de algunos funcionarios, era evidente que en los círculos oficiales no había mucho interés por recibir, apreciar y utilizar 59
provechosamente esa ayuda para erradicar —de una vez por todas— tan perniciosa lacra que continuaba presente en la sociedad. Mientras el Grupo Conjunto sostenía, en las conclusiones de su informe, haber tenido también los “elementos de juicio […] suficientes como para construir una adecuada caracterización del fenómeno de la violencia políticamente motivada actualmente en El Salvador”,75 el general Carlos Humberto Corado Figueroa —entonces ministro de la Defensa Nacional— se apresuraba a descalificar el contenido del documento. Como lo hizo su antecesor en el cargo, el general René Emilio Ponce, Corado Figueroa también hizo lo suyo para descalificar el trabajo del Grupo Conjunto. De inmediato, tras su presentación, sostuvo que era “inconcluso” y “confuso”; que “no tenía la capacidad para determinar realmente la existencia de esos grupos” y que la FAES no escondía nada pues dentro no habían existido esos grupos.76 Igual pasó con Óscar Alfredo Santamaría. Este que fue jefe de la delegación gubernamental en las citadas negociaciones para acabar la guerra, ministro de la Presidencia y canciller de Cristiani, afirmó que dicho informe no pasaba de ser un “relato novelesco, inconsistente y parcial” que no aportaba “nada nuevo”.77 60
Ciertamente, no era nuevo publicar que esas agrupaciones criminales actuaban con la cobertura brindada por “miembros activos de los cuerpos de seguridad del Estado”. Tampoco que el sistema de justicia salvadoreño, “por acción u omisión”, seguía brindándoles a esas estructuras “los márgenes de impunidad” que requerían. Y menos novedoso era decir que había “indicios de participación activa de efectivos de alta de la FAES y de la Policía Nacional”, en muchas acciones de violencia política.78 Hubiera sido nuevo e impactante que el Grupo Conjunto publicara las responsabilidades materiales e intelectuales de la violencia criminal por razones políticas o por otras causas, en los inicios de la posguerra. Así se habría facilitado, de entrada, la superación de la impunidad. Pero no se dio a conocer esa información y mucho menos se profundizaron las investigaciones. Por ello, monseñor Arturo Rivera y Damas —tres días después de la publicación del informe, en su homilía del 31 de julio— sostuvo que el hecho de no revelar los nombres de las personas vinculadas a los “escuadrones de la muerte” convertía al documento en “una especie de crucigrama”.79 Al respecto, el IDHUCA manifestó que si se hubiese “actuado en dirección contraria, dando a conocer todos los detalles, el Grupo Conjunto le 61
habría restado argumentos a quienes intentaron descalificar su labor; pero, sobre todo, le habría enviado señales positivas a una población que no se involucraba ni se involucra en la construcción de una sociedad democrática y respetuosas de sus derechos, pues observaba y observa con desaliento la forma cómo en El Salvador se decidió mantener oculta la verdad para garantizar impunidad a los victimarios y negarle justicia a las víctimas”.80 Hay consideraciones dentro del informe en cuestión, las cuales debieron haberse leído hace veintidós años con detenimiento para ser asumidas con seriedad de cara a lo que ocurrió antes y lo que podría ocurrir más a futuro. Una tiene que ver con la relación que debió establecerse entre violencia política, inseguridad extendida y criminalidad organizada incrustada en el aparato estatal, dentro del cual se incluyen los entes encargados de garantizar la seguridad de la población. En altas esferas oficiales, al inicio de la posguerra y durante los años posteriores, esto ha sido reconocido. La violencia política observada y analizada mientras existió el Grupo Conjunto, permanecía activa y mimetizada —este fue el verbo utilizado— entre la delincuencia común y la organizada. Los responsables de esos males contaban, como siempre, con la complicidad de un sistema de justicia 62
encargado de impartirla en teoría, pero dedicado en la práctica a protegerlos por acción u omisión con la impunidad. También a los poderes económicos involucrados en actividades delincuenciales, pero siempre intocables. En el tercer anexo de su informe, el Grupo Conjunto incluyó arriba de una decena de casos con una o más víctimas mortales. Tras ser analizados por su equipo técnico, no se pudo obtener nueva información para ampliar o complementar lo que otras instituciones debieron haber investigado antes. No obstante, se determinó que “por las características de las víctimas, el modus operandi seguido por los autores y la falta de efectividad en la actividad del Estado para el esclarecimiento de los mismos, estos casos presentan indicios suficientes que permiten sostener, en principio, la presunción que su móvil ha sido de naturaleza política, por lo que las instituciones competentes deben profundizar las investigaciones de acuerdo a sus facultades”.81 Entre estos, destaca el caso de José Eduardo Pineda Valenzuela, quien fue víctima de un atentado criminal el 31 de julio de 1992. Como resultado del mismo, quedó parapléjico y falleció meses después. Este abogado fue uno de los acusadores principales de la Fiscalía General de la República (FGR) en el juicio contra los militares acusados de realizar una 63
masacre en la UCA. Al momento del ataque sufrido, era funcionario de primer nivel en la recién nacida PDDH. No sería nada aventurado imaginar un posible móvil político en el ataque contra Pineda Valenzuela, con el objeto de lanzar un mensaje intimidatorio e inhibir así posibles compromisos y acciones institucionales de la misma que apuntaran hacia la atención a las víctimas, el combate frontal de la impunidad y la vigencia irrestricta de los derechos humanos. Tampoco se podía descartar la posibilidad de que esa fuera la forma de “cobrarle la factura”, por haber pretendido tocar al estamento militar en el proceso judicial mencionado en el párrafo anterior. Al anterior, el Grupo Conjunto le sumó otros como el de Darol Francisco Velis Castellanos, quien no pasó de los treinta y cinco años de vida. Lo ejecutaron el 25 de octubre de 1993, cuando dejaba a su pequeña hija en la institución conocida como Centro de Desarrollo Infantil. Un único tiro bastó para matarlo; con un arma corta se lo dieron en la cabeza, eliminando así sus sueños personales y políticos. Era dirigente del FMLN y candidato del mismo a diputado del Parlamento Centroamericano (PARLACEN), en las elecciones a realizarse el siguiente año. 64
La niña quedó empapada con la sangre de su progenitor, en el suelo; impactada por completo y, más que sorprendida, aterrorizada y sin saber qué había ocurrido. Eran pasadas las siete horas, casi las ocho, cuando dos sujetos se le acercaron a la víctima y sin decir “agua va” uno de ellos le disparó; ocurrió frente a un nutrido número de personas, en una zona de intenso tráfico vehicular y cuando dos elementos de la extinta Policía Nacional permanecían a poca distancia. La bala fatal salió del cañón de un arma con silenciador. Fue evidente desde ese instante que no se trataba de delincuencia común, pues además los autores inmediatos no despojaron de nada a Velis Castellanos. En septiembre del 2001, a semanas de cumplirse ocho años del crimen, fueron condenados y sentenciados por un tribunal de conciencia instalado en el Juzgado Segundo de Instrucción de San Salvador el 4 de octubre, dos imputados: Carlos Romero Alfaro y Arnoldo Martín Martínez. El segundo también cargó con el fallo en su contra por el homicidio en grado de tentativa, en perjuicio del motorista de una dirigente del FMLN: María Marta Valladares, más conocida como Nidia Díaz. Jesús Escobar Peña fue el otro condenado, también por daños causados al motorista de Díaz en dos atentados contra ella. 65
El resultado favorable de esta vista pública, debe considerarse algo excepcional por un par de razones. La primera, porque en casos similares ni siquiera se investigó la autoría material en la realización de los mismos; mucho menos se consiguió un veredicto condenatorio para los victimarios. La segunda, porque lo anterior se logró esencialmente por la tenacidad de las víctimas en su búsqueda de justicia, quienes siempre contaron con el apoyo que el IDHUCA les brindó de diversa forma. Así, a pesar de todos los obstáculos en el camino, se logró una victoria parcial contra la impunidad al ser castigada la autoría material. Sin embargo, no se llegó al fondo del caso. No se profundizó en lo que toca a la estructura criminal a cuál pertenecían los sicarios. Tampoco se determinaron ni las causas que motivaron el hecho ni la identidad de los responsables intelectuales. 3. Consideraciones, conclusiones y recomendaciones De sus apreciaciones sobre el cumplimiento de su mandato, no se puede ni se debe dejar pasar el señalamiento que el Grupo Conjunto hizo sobre la falta de colaboración con su trabajo. “Esta valoración —se aseguró— es válida para el sector oficial, partidos políticos y organizaciones no 66
gubernamentales”.82 Frente a esta afirmación, ya mencionada antes en el presente texto, por incluir en la misma a las organizaciones sociales resultó pertinente plantearle en su momento un par de interrogantes al Grupo Conjunto. ¿Recibieron de parte de los organismos de inteligencia estatales, civiles y militares, todos o algunos archivos con la información acumulada durante las décadas pasadas que fue utilizada —para citar un ejemplo— por Roberto d’Aubuisson a inicios de la década de 1980 cuando apareció señalando por televisión a muchas personas, acusándolas de “comunistas”? ¿Entregaron sus archivos de posguerra, tanto el aparato militar de espionaje como el entonces recién creado Organismo de Inteligencia del Estado (OIE)? Del mismo informe del Grupo Conjunto se deducía que no, sobre todo al leer el “caso tipo” que trata sobre la ejecución sumaria colectiva en el cantón Primavera, departamento de Santa Ana, y en el cual se incluyen consideraciones sobre actividades inconstitucionales de inteligencia realizadas por la FAES.83 Las organizaciones sociales de derechos humanos no poseían información de ese tipo. En el mejor de los casos, conocían de individuos desconocidos que —vestidos de civil y fuertemente armados— secuestraban y asesinaban a mansalva. Estas 67
instituciones, con modestos recursos, hicieron enormes y valientes esfuerzos por investigar casos y defender víctimas incluso cuando las condiciones eran mucho más difíciles, en el marco de una represión generalizada y de la guerra. En el caso de la Comisión de la Verdad y la Comisión ad hoc para depurar la milicia, la colaboración oficial fue poca o nula. Los partidos políticos tampoco cooperaron mucho. Antes de equiparar la actitud de estos últimos y del Gobierno con la lógica falta de información provista por las víctimas y las organizaciones que las acompañaban, el Grupo Conjunto debió recordar el informe de su partera —la Comisión de la Verdad— que tantas veces citan en su documento. En este se habló del actuar clandestino de los “escuadrones de la muerte”; dicho accionar continuó al inicio de la posguerra, materializado en los grupos armados ilegales. Además, se advirtió sobre “el uso del servicio de inteligencia y la explotación de ese brazo del gobierno para identificar personas para matarlas o desaparecerlas”,84 lo que tampoco cambió con el fin de la guerra. Ahí, en los archivos estatales, era donde debieron realizarse en gran medida las averiguaciones del Grupo Conjunto; si no se los entregaban, debieron exigirse con firmeza hasta lograrlo. No era justo, pues, que se acusara por igual 68
a las organizaciones sociales, a los partidos políticos y al Gobierno por su falta de aportes. De las conclusiones surgidas tras las investigaciones realizadas, es dable subrayar tres: La primera: que después de la guerra, en El Salvador, siguieron existiendo y accionando grupos y personas que habían optado “por el recurso a la violencia para la obtención de resultados políticos”.85 La segunda: la información recabada era suficiente para que el sistema interno de justicia funcionara y profundizara los hallazgos, determinara las responsabilidades debidas y sancionara a quienes correspondía. Y la tercera: la amplitud del crimen organizado en el país, con participación activa de miembros de alta dentro de la FAES y de la Policía Nacional, no podía desligarse de las acciones de violencia motivadas políticamente. Entre las restantes, vale la pena destacar las que siguen:86
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Tras la guerra, individuos que participaron en la misma y miembros de los “escuadrones de la muerte” se integraron a otras estructuras y espacios, llevando consigo métodos y prácticas de su pasado reciente. Mutaron sobre todo hacia aparatos más descentralizados de delincuencia común, con alto grado de organización y sin dejar de asumir — cuando fuese necesario— la ejecución de acciones criminales con motivación política. Se presume que eran individuos afectados por la reducción del ejército gubernamental, la desmovilización guerrillera y la desaparición de los cuerpos de seguridad. Se atomizaron las antiguas estructuras y en lo local se percibieron indicios del accionar violento de grupos con objetivos políticos, estrechamente vinculados a acciones de delincuencia común y con alta organización, logística y —en ciertos casos— con apoyo de agentes estatales. Hubo violencia política privada, en cuya realización no intervenían estructuras criminales ni agentes estatales; su razón de ser estaba más relacionada con “cuentas 70
del pasado”. Su adecuada investigación y la sanción de sus autores, apuntaría a su extinción gradual. En cuanto a las recomendaciones del Grupo Conjunto, cabe tener en cuenta las que a continuación se muestran:87 a. La situación de violencia en la que quedó instalado el país tras el conflicto bélico, exigía una actividad permanente que no debía sujetarse a plazos sino a resultados. Para ello, había que desplegar un trabajo sofisticado; este fue el término utilizado para resaltar que el mismo, debía ser complejo y completo. Además de su necesidad, se hacía énfasis en su urgencia. b. Para desarrollarlo, se debía contar con los recursos humanos y técnicos idóneos junto a un marco jurídico adecuado, en aras de dotar a las instituciones nacionales de todas las facultades procesales requeridas y obtener resultados consistentes. Por su naturaleza, una tarea así debía ser impulsada por dichas entidades con el apoyo y la ineludible contraloría social. 71
c. Debían fortalecerse dentro de la PNC sus mecanismos propios de investigación con la creación, dentro de su División de Investigación Criminal, de una unidad especial dedicada a erradicar la violencia política y combatir el crimen organizado. d. Sus características tenían que ver con la selección de su personal basada en la confianza y la eficiencia técnica; con su completa y adecuada especialización, dado lo complejo de la realidad; debía contar, además, con todos los recursos técnicos y logísticos para cumplir debidamente su misión; y había que remunerar a sus integrantes en correspondencia con la importante labor a desarrollar. e. Había que consolidar la coordinación policial con el Ministerio Público para una eficaz investigación, dentro del marco institucional, de los crímenes políticamente motivados. f. Sobre el sistema de justicia, era necesario profundizar su reforma para dotarlo de la eficiencia que reclamaba la sustanciación de procesos sobre delitos con motivación política. 72
g. Era altamente conveniente la adecuada depuración del Órgano Judicial para dar respuesta contundente a los grandes vicios enquistados en su seno, como el encubrimiento de la impunidad y la corrupción; lo mismo podía decirse del Ministerio Público, aunque no se mencionara. h. Se consideró imperioso adoptar reformas legales, para establecer un procedimiento concreto en aquellas causas sobre hechos con supuesta motivación política o vinculados al crimen organizado; asimismo, de acuerdo a la legislación por aprobar, debían nombrarse jueces designados o específicos para las mismas. Lo anterior, respetando el debido proceso y los derechos humanos. i. Debía dictarse, transitoriamente, una legislación premial para extinguir o reducir la responsabilidad penal a cambio de información importante y comprobada, útil para investigar, capturar y procesar autores materiales e intelectuales —sobre todo los segundos— en la realización de hechos criminales. En circunstancias legales claramente detalladas, la autoridad 73
podría disponer —incluso— del cambio de identidad, el apoyo material y la salida del país de las personas involucradas. j. Había que definir criterios institucionales unificados para el esclarecimiento de delitos y la interpretación de las pruebas; también debían establecerse las formalidades necesarias en procedimientos extrajudiciales, sin dejar de prevenir irregularidades que propiciaran la posible nulidad de actuaciones policiales importantes. k. Se necesitaba un mecanismo permanente de coordinación de alto nivel entre las jerarquías de los distintos órganos, que considerara —entre otros esfuerzos— cursos periódicos de actualización. l. La PDDH debía crear un mecanismo para la verificación de la investigación de casos criminales con motivación política. Para ello, debía contarse con equipo técnico e instrumental necesario. m. Tenía que acelerarse la desaparición de la Policía Nacional, tras constatar la participación delictiva de miembros de alta en las investigaciones del Grupo Conjunto y en otros casos recién acaecidos 74
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durante la época examinada, relacionados con el crimen organizado. Debían fortalecerse los controles internos de la FAES para prevenir y detectar conductas violatorias de la ley desarrolladas por sus miembros de alta, a fin de ponerlos a disposición de la justicia ordinaria. Había que intensificar los controles sobre las actividades de información e inteligencia estatal de acuerdo a la política establecida en los acuerdos de paz, por los preocupantes indicios de la realización de ese tipo de labores en detrimento de la Constitución. Era necesario que el Órgano de Inteligencia del Estado (OIE) asumiera su función constitucional, con la capacidad política y técnica para centralizar información acerca de situaciones y casos de violencia motivada políticamente y de criminalidad organizada. Debía vigilarse el aparato estatal para detectar posibles acciones ilícitas con fines políticos o relacionadas con delincuencia organizada, a fin de depurarlo y enviar un ejemplar mensaje generador de seguridad, 75
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confianza y adecuado desempeño institucional. Los partidos políticos debían deslegitimar pública y permanentemente la violencia, para desalentarla. Igual, los medios de comunicación debían jugar un papel crucial en esa cruzada. Las organizaciones sociales, principalmente las defensoras de derechos humanos, tenían que continuar y reforzar su labor vigilante y de contraloría de las instituciones estatales; debían también, cuando las condiciones lo permitiesen, concertar y colaborar en investigaciones y propuestas de solución. Finalmente, el Grupo Conjunto apeló a la comunidad internacional —que dio el primer impulso a la tarea realizada— para seguir trabajando en este ámbito de manera continua y en un esfuerzo de largo plazo. Había que apoyar a las entidades permanentes internas en la lucha por erradicar los grupos armados ilegales y existía la confianza de que así sería, para que las mismas asumieran en serio sus responsabilidades. 76
“El Grupo Conjunto —así lo expresó en su informe, quizás con candidez o por diplomacia— está convencido que los nuevos tiempos políticos que vive el país permiten que toda la comunidad nacional pueda asumir una actitud vigilante sobre esas instituciones, que adquirirán su legitimidad en su accionar y a partir de los resultados que gradualmente vayan presentando ante la sociedad”.88 Lastimosamente, no fue así.
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III. BORRÓN Y “CUENTA NUEVA” Las consecuencias de incumplir los acuerdos
El 20 de marzo de 1993, como ya se apuntó, se aprobó la llamada Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz. Esa insolencia tuvo lugar cinco días después de la presentación pública del informe de la Comisión de la Verdad. Ello, no obstante la gravedad de las atrocidades reveladas por el mismo y pese a que lo acordado en Chapultepec el 16 de enero de 1992 —el compromiso antes referido para la “superación de la impunidad”— no dejaba margen ni a la duda ni espacio a la maniobra; esto último, al menos en teoría. En ese marco, el 26 de marzo de 1993, la CIDH se dirigió al entonces presidente Alfredo Cristiani en los siguientes términos: “La publicación del Informe de la Comisión de la Verdad, y la casi simultánea aprobación, por parte de la Asamblea Legislativa, el 20 de marzo pasado, de 78
una ley de Amnistía General, pudiera comprometer la implementación efectiva de las recomendaciones formuladas por la Comisión de la Verdad, conduciendo al eventual incumplimiento de obligaciones internacionales adquiridas por el Ilustrado Gobierno de El Salvador al suscribir los Acuerdos de Paz”.89 Asimismo, le señaló a Cristiani “que los acuerdos de carácter político celebrados entre las partes, no pueden eximir de ningún modo al Estado” de sus obligaciones y responsabilidades derivadas de la ratificación, “tanto de la Convención Americana sobre Derechos Humanos como de otros instrumentos internacionales sobre la materia”.90 También le recordó “que El Salvador, como Estado parte en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, tiene […], según señaló la Corte Interamericana de Derechos Humanos, ‘el deber jurídico de […] investigar seriamente con los medios a su alcance las violaciones que se hayan cometido dentro del ámbito de su jurisdicción a fin de identificar a los responsables, de imponerles las sanciones pertinentes y de asegurar a la víctima una adecuada reparación’ […] ‘Si el aparato del Estado actúa de modo que tal violación quede impune […] puede afirmarse que ha incumplido el deber de 79
garantizar su libre y pleno ejercicio a las personas sujetas a su jurisdicción’ […]”.91 Y esto último fue lo que sucedió en El Salvador de la posguerra. Hay otros, pero son tres los efectos negativos más graves que se desprenden de lo anterior. El primero: a nivel político y práctico se aceptó el incumplimiento de lo pactado, sin importar la importancia del asunto ni las implicaciones nocivas de no honrar compromisos previamente adquiridos y supuestamente auditados; eso, sin duda, también alcanzó para seguir desacatando luego las leyes secundarias y hasta la misma Constitución por parte de políticos, funcionarios, empresarios y demás. En el mismo tenor, en medio de semejante lógica perversa, se dejó la puerta abierta para menospreciar las recomendaciones de la Comisión de la Verdad tal como ocurrió con muchas de estas. Y con ello, en cuanto a las del Grupo Conjunto, quedaron establecidas las condiciones para que ocurriera algo semejante. Y así ocurrió. También se deslegitimó la validez de los acuerdos y se deshonró la palabra empeñada. Esto constituye la segunda consecuencia dañina para el país y sus mayorías populares. La otra, seria y dolorosa, es que con el pretendido “borrón” que era la amnistía, la “cuenta nueva” de sangre siguió creciendo en abundancia. La “paz” solo 80
llegó para sus firmantes y sus aliados visibles e intangibles. La amnistía premió a los perpetradores y les dio el visto bueno —patente de corso— a ellos, a sus estructuras, a sus herederos y a otras bandas para seguir con su accionar delincuencial ya conocido: matando de forma individual y grupal, desapareciendo gente por la fuerza —con tortura previa— y extorsionando víctimas para no atentar contra su integridad o la de sus parientes, además de incursionar en otras formas de crimen organizado si es que no lo habían hecho desde antes. Con la amnistía, a las víctimas de las atrocidades el sistema les negó la pronta y debida justicia, acompañada de verdad y reparación integral. Así, las hundieron en un mayor dolor y les generaron —en algunos casos— un explicable resentimiento. También las empujaron a buscar la posibilidad de conseguir lo que merecían y les negaban; a conseguirlo, aunque fuese de forma parcial y criminal, haciendo “justicia por mano propia” o alquilando “mano de obra” especializada en esos quehaceres, abundante y además barata. He ahí el fruto de las perversas decisiones de unos y las “convenientes” indolencias de otros. Por eso, acá se cumplió y se está cumpliendo la advertencia del jesuita uruguayo Luis Pérez Aguirre: “Si no se puede demostrar que la impunidad no tiene cabida 81
en la sociedad porque se ha logrado acceder a la verdad de lo que pasó y hacer justicia para crear las condiciones de la reconciliación, esa sociedad se está haciendo un ‘harakiri’ político, está transitando por un despeñadero hacia una suerte de suicidio ético y social”.92 Desde el inicio de la posguerra ese fue, pues, el escenario: el de la espada de la impunidad agarrada a dos manos, derecha e izquierda, penetrando poco a poco el vientre y el corazón del afamado proceso salvadoreño de pacificación. Atrás habían quedado los acuerdos de Ginebra y Chapultepec: el fundacional uno y el operativo el otro, respectivamente, en el marco de dicho proceso. Pese a ambos, la violencia siguió despiadada por todo el país. En febrero de 1998, el Consejo Nacional de Seguridad Pública —ente oficial creado en 1996 y desmontado en el 2011— dio cuenta del promedio anual de muertes violentas entre 1995 y 1997: fue de 7,211.93 Eso ha ocurrido en el país desde esa época y hasta la fecha, con sus oscilaciones e incluso durante las “treguas” en las administraciones de Francisco Flores y Mauricio Funes. No obstante, estas versiones de la amnistía en la posguerra, las ejecuciones arbitrarias no han cesado; tampoco las desapariciones forzadas, las torturas, las extorsiones y las masacres. Ni la angustia y la desesperación. En esas circunstancias, 82
además, la población que padece tales azotes inaceptables e intolerables permanece desesperanzada. Pero no siempre se dio lo último. En algunos momentos de la historia salvadoreña brilló la esperanza. De estos, acá van unos para recordar: antes de las elecciones de 1972, al llegar el fin de la guerra y con este los acuerdos para construir la paz, con la alternancia partidista en el Gobierno… Pero también, bien dice Lanssiers que desgraciadamente “quien vive de la esperanza, muere en ayunas, y los Padres de la Patria tendrían que percatarse de lo obvio: cuando el pueblo pierde la ilusión de poder cambiar las cosas a largo plazo, tiene la tentación de cambiarlas de inmediato”.94 No ha habido ni hay, en El Salvador de la posguerra, más que frustración tras frustración y decepción tras decepción entre la gente que esperaba tanto del tan celebrado proceso de paz. De ahí es donde vienen —lógico— la evocadora añoranza de la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez, los recuerdos nostálgicos de la “benemérita” Guardia Nacional y la invocación exaltada de “la sombra negra”, cuyo accionar inició a finales de 1994. También el reclamo de una mayor militarización de la sociedad, dizque para “garantizar” la seguridad ciudadana, aunque se 83
pisotee la Constitución; del ejército creado para hacer la guerra y aniquilar al enemigo, como arquitecto de una paz que nunca llega. “Es otro concepto de la política: la era mesiánica del terror”.95 A lo anterior se suman los reconocimientos y las felicitaciones cuando aparecen ejecutados sumariamente —con todo y “tiro de gracia”— supuestos integrantes de maras o jóvenes estigmatizados como tales, aunque no lo sean, por las zonas donde viven y por las condiciones en que viven. Pero todas esas personas muertas en este tiempo y en esas circunstancias, son oficial y popularmente etiquetadas como “delincuentes terroristas”; así les decían antes a quienes hoy gobiernan y en cuya persecución, las fuerzas contrainsurgentes —“escuadrones de la muerte” incluidos— cometieron barbaridades contra la población civil no combatiente. Se aplaude esa violencia sin importar las situaciones en las cuales se concreta ni a quién se deba adjudicar. Si son grupos armados ilegales, de esa forma se legitiman socialmente. Nunca se erradicaron esos “escuadrones de la muerte” de posguerra; más bien se blindaron con la impunidad fortalecida por la amnistía. Y ahora, a casi veinticinco años de terminada aquella confrontación que enfrentó dos ejércitos, el gubernamental y el 84
insurgente, su actividad sigue siendo parte de una realidad en el marco de tres “guerras sucias”: entre maras, contra las maras y de las maras contra la población. El riesgo es altísimo, porque este camino que está recorriendo El Salvador es de sobra conocido: desde nombrar “terroristas” a quienes no lo son, independientemente de lo que sean en realidad, hasta sacar de sus cuarteles a los militares para desempeñar tareas de seguridad que no les corresponden y para las que no están preparados; desde los asesinatos de policías a manos de grupos criminales organizados como maras, hasta el asesinato de civiles a manos de otros grupos criminales organizados como “escuadrones de la muerte” o grupos de exterminio. El destino de ese camino, también es conocido y hay que evitar arribar al mismo.
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IV. HAMBRE Y SANGRE El legado de la negación de la justicia
Transcurrido ya casi un cuarto de siglo desde que finalizó la guerra entre fuerzas militares regulares e irregulares, continúan vigentes las causas estructurales que originaron ese fatal enfrentamiento. La exclusión y la desigualdad permanecen sin que existan oportunidades reales y suficientes para su superación; la inseguridad y la violencia, sin importar la forma actual de expresarse y más allá de las causas políticas de antaño, son el pan amargo de cada día para las mayorías populares. En tanto, la participación ciudadana consciente e independiente —ingrediente vital para dejar atrás lo anterior— no se materializa aún como la fórmula más apropiada para avanzar en pos del bien común; dicho protagonismo social sigue siendo, en el horizonte, una meta difícil de alcanzar, pero continúa siendo un desafío prioritario mientras el país siga 86
estando como está en lo social, en lo económico y en lo político. El par de dolencias nacionales antes mencionadas y sintetizadas en tan solo dos palabras —hambre y sangre— son ambas acuciantes y desesperantes para quienes las padecen día a día. Ambas tienen relación. No hay ni progreso ni paz. No obstante, lo segundo es lo que reclama atención destacada e inmediata: debe cesar el derramamiento de sangre entre los sectores de población que mueren o apenas sobreviven en condiciones de alta vulnerabilidad, para avanzar hacia esa paz que tanto les prometieron. El pueblo, en ese real estado en el cual permanece —incertidumbre y luto— no buscará oportunidades de trabajo si en su entorno no puede trabajar pues subsiste amenazado y extorsionado. Si se la pasa enterrando, de entre su familia y amistades, a víctimas asesinadas o si tiene que andar buscando a las desaparecidas por la fuerza brutal de la criminalidad desatada, ¿qué posibilidades se le pueden presentar para poder vivir y disfrutar esa vida, si no en la paz idílica que le ofrecieron, al menos sin tanto sobresalto y con el básico respeto de su dignidad? Si se habla de muertes violentas intencionales, para tener una referencia concreta de la situación 87
actual, los datos siguientes ilustran suficientemente. Comparando el 2015 con el 2014, las víctimas se incrementaron de forma alarmante. En el segundo año fueron 2,732 más que durante el primero. Pasaron de 3,921 a 6,653. La tasa por cada cien mil habitantes subió casi medio centenar: de 68.3, que no era nada baja, creció a 115.8.96 En el 2015 fueron 1,012 personas de entre cero y diecinueve años las asesinadas; es decir, el 15.2 % del total de las víctimas fatales de la violencia en El Salvador, a lo largo de ese año.97 Cuando a esto último se agrega que —en el segundo artículo de la Ley General de Juventud— se considera joven “a la persona comprendida en el rango de edad de los 15 a los 29 años”, la cifra crece considerablemente. Ello se traduce en algo innegable: las juventudes salvadoreñas, sobre todo las que viven en condiciones de vulnerabilidad extrema, ponen en el país la cuota más alta del luto producido por la violencia criminal. “Las niñas, niños y adolescentes —sostiene la CIDH— de hecho representan uno de los grupos más afectados por diversas formas de violencia y de vulneraciones a derechos, así como por el actuar del crimen organizado […]. Las respuestas de los Estados no son suficientes para prestar una adecuada protección a la niñez más afectada por estas 88
condiciones, para garantizar sus derechos y prevenir que sean captados y utilizados por el crimen organizado […]. Las políticas de control y de represión hacia los grupos criminales han llevado en la práctica a frecuentes abusos y arbitrariedades ejercidos por las fuerzas de seguridad del Estado en contra de los adolescentes”.98 A renglón seguido, agrega que “frente a los adolescentes que cometen delitos, los Estados siguen priorizando la respuesta punitiva y retributiva a través del sistema penal y de la privación de la libertad, en detrimento de los programas de rehabilitación y reinserción social, encerrando a los adolescentes en condiciones muy precarias, exponiéndolos a situaciones de abuso y violencia en las prisiones, y sin ofrecer los apoyos necesarios para su efectiva re-vinculación de forma positiva y constructiva en la sociedad”.99 Ese cuadro dibujado por la CIDH, se confirma en El Salvador actual. Con esas cantidades de víctimas mortales producto de la extendida violencia, es lógico que la percepción de la gente sobre lo que ocurre en su entorno sea altamente negativa. Según el Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP),100 únicamente el 3 % de quienes entrevistó para conocer el sentir y pensar nacional acerca la situación del país durante el 2015, dijo que la 89
delincuencia disminuyó ese año en comparación con el anterior; el 14 % se inclinó por verlo igual y el 82.5 % expresó que se había elevado. “La sociedad salvadoreña, al ser encuestada — confirma el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)— coincide en señalar la violencia como uno de los principales problemas del país. En el imaginario de la población, las pandillas son la causa de ese problema que, si bien se cobra víctimas en todos los rangos de edades, afecta sobre todo a la juventud: la tasa de homicidios de personas entre 18 y 30 años duplica la tasa nacional; la mayoría de estas muertes son de hombres”.101 En medio de esa extendida vorágine social de ansiedades, temores y dolores, son aventuradas las dos opciones que le quedan a la población atormentada. Pero, ante la ineficacia estatal para garantizar la seguridad ciudadana, no le quedan más. La primera es el desarraigo; el abandono de su vivienda y su comunidad, de sus afectos y sus sueños, de sus proyectos de vida y sus deseos de superación. Es la emergencia de salir del infierno en que se encuentra para, de ser posible, alcanzar el paraíso de una relativa tranquilidad en el norte del continente o donde sea; no importan los peligros que deba enfrentar en el tránsito por el purgatorio 90
guatemalteco, mexicano u otros más. Lo que se impone es escapar a como dé lugar. De no tomar la decisión o no tener el dinero para pagar la temeraria travesía, está la otra alternativa: quedarse contra su voluntad y con todos sus miedos. Esa determinación le plantea a la gente, desesperada, dos posibilidades. Al no funcionar las instituciones del sistema interno de justicia,102 que ni confianza inspiran, se puede decidir por ejercer su autodefensa proveyéndosela por “mano propia”; esa es una. La otra es la de tolerar, aplaudir y hasta exigir la protección de los “justicieros” de hecho: los grupos de extermino. El riesgo de la primera opción es evidente. El de la segunda, en su par de vertientes, no lo es tanto; pero está presente porque su aceptación tácita y su ejecución práctica pueden degenerar en más y más violencia. “No podemos —dice bien Lanssiers— defender la vida matando. Y si tenemos que combatir a caníbales, esto no nos otorga el derecho a comer carne humana”.103 Pero eso no lo aceptan —con toda la razón que les da su día a día— quienes viven el asedio de las estructuras delincuenciales que matan, desaparecen y extorsionan. Menos no se podría esperar de quienes permanecen en su cotidianeidad con la sangre, no con el agua, hasta el cuello. 91
Esto último es humanamente entendible, pero realmente falible. Es una “alternativa” criminal que significa asumir dos cosas. La primera: que se estaría optando por recorrer un camino ya recorrido y conocido, por haber sido transitado en El Salvador de hace poco. Y de ese camino, como se afirmó antes, ya se sabe cuál es su destino. Se puede comenzar con la eliminación de integrantes de maras o pandillas a quienes, en su mente y lógica, la gente identifica como la única fuente generadora de la violencia; pero puede ampliarse el universo de víctimas a otros sectores por transfobia, en contra de delincuentes comunes o ladrones de a pie, contra personas que viven en la calle, por controversias personales y hasta por razones políticas. La segunda cuestión: que lo anterior deviene del fracaso de la institucionalidad estatal en su misión de garantizar la seguridad ciudadana, al no diseñar e impulsar una política criminal integral y certera con enfoque de derechos. En ese marco, se está aceptando en la práctica el revés del Derecho Penal reconocido como el instrumento al cual debe recurrirse en último término —el ultimo ratio— para asegurar una convivencia social pacífica. A lo largo de la posguerra no se ha logrado la conjunción de voluntad y acción por parte de los tres órganos de Estado de cara a esa necesaria política 92
criminal, pensando en el bienestar de toda la población. Quienes han tenido en sus manos las riendas de la cosa pública, sobre todo desde el Ejecutivo y el Legislativo a lo largo de la posguerra, se dedicaron a manejar el tema de la seguridad ciudadana de acuerdo a sus intereses político partidistas. Así, desde hace más de veinte años iniciaron la remilitarizaron de las tareas para garantizarla —los patrullajes conjuntos entre policías y soldados arrancaron el 16 de julio de 1993, sin que hayan parado hasta la fecha— y endurecieron leyes, programas y medidas en menoscabo de una prevención seria de la violencia perenne. Además, han jugado con el dolor y la angustia de la gente. Lo hicieron unos y otros, hasta llegar a lo ofrecido por el FMLN en la víspera de completar su segundo año de Gobierno: comités ciudadanos creados y armados desde arriba, para combatir solo la criminalidad de abajo. De aprobarse y ser legalizados, dichos comités no podrían ser vistos como una expresión de lo que en criminología se denomina vigilantismo.104 Pero en un país como El Salvador, con su historia de violencia e impunidad agravadas sobre todo a partir de la década de 1970,105 esa decisión política le abriría las puertas —rápida y peligrosamente— a una segura 93
extensión y preocupante consolidación del accionar de los grupos de exterminio o “escuadrones de la muerte”; asimismo, expandiría la violencia y la mortandad. A mediados de la década de 1990, Hugo Barrera —entonces ministro de Seguridad Pública— impulsó una iniciativa: crear “juntas de vecinos” que apoyarían la lucha contra la delincuencia, mediante el apoyo ciudadano a la novata PNC. En teoría, se trataba de “organizaciones cívico-sociales formadas por personas naturales de reconocida honradez y responsabilidad, trabajadoras y de buena conducta, de preferencia aquellas que permanecen más tiempo en su residencia”.106 El Gobierno de ARENA pretendía contar con la participación de la gente para contribuir “a la seguridad y tranquilidad de su familia y la conservación de sus bienes”.107 La oposición política más fuerte y beligerante era la del FMLN, por lo que actuó como tal ante semejante disposición oficial. En la Asamblea Legislativa negó sus votos para obtener un préstamo que la sufragaría parcialmente. El diputado Salvador Sánchez Cerén sostuvo que su partido veía bien la colaboración ciudadana para combatir la delincuencia, pero lo de Barrera — aseguró— era “nombrar a dedo a personas” que exigirían “armamento para defenderse de la 94
delincuencia y así se van generando mecanismos paraestatales, paramilitares”. Dichas “juntas” ‒agregó‒ eran “un mecanismo que puede restablecer los mecanismos del pasado, cuando las juntas de vecinos se convirtieron en escuadrones de la muerte, tales como la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN)”.108 Eso dijo hace dos décadas. Sin embargo, en abril del 2016, siendo presidente de la República, su vocero anunció la formación de “comités ciudadanos”. Eugenio Chicas añadió a lo anterior, que estaban evaluando entregarles armas de fuego; habló de dichos organismos serían una especie de “cercos sanitarios” en cien municipios, que las estructuras criminales aún no los habían “contaminado”.109 No se atrevieron a impulsarlos, pero sí se les cruzaron por la mente y los mencionaron como una posibilidad. No hay que descartarlos del todo, entonces. ¿Por qué se trae a colación esto? Por una razón sencilla: falta de coherencia. Dependiendo de los vaivenes electorales y la popularidad o el rechazo de las decisiones, se apoyan o cuestionan. El interés real es ese y no el bien común. Igual ocurrió con una FAES que, antes, el FMLN hasta se pedía su desaparición; ahora, siendo el partido de Gobierno, 95
son casi diez mil militares los que mantiene participando en tareas de seguridad. En un escenario como el anterior, hoy por hoy, la existencia de esas estructuras criminales ya dejó de ser un secreto a voces. La FGR inició sus pesquisas al respecto;110 esto lo había confirmado su titular, Douglas Meléndez, quien habló sobre la apertura de los respectivos expedientes y el impulso de las investigaciones correspondientes.111 En el reporte anual del Departamento de Estado estadounidense sobre la situación de los derechos humanos en el mundo durante el 2014, se afirmó que se contaba con información relativa a la participación de “fuerzas de seguridad […] en ejecuciones extrajudiciales”.112 En el 2015 se conocieron “múltiples reportes de la participación de agentes del Estado (salvadoreño) en asesinatos extrajudiciales” y “tratamientos crueles por parte de las fuerzas de seguridad”.113 Además, se sabe en concreto de un agente policial condenado a treinta años de prisión por la ejecución sumaria de un joven en el departamento de La Libertad; ese crimen se perpetró el 25 de octubre del 2009. A las cero horas con treinta minutos, aproximadamente, junto con al menos otro miembro de la PNC sacaron de su casa a la víctima pese a los 96
ruegos de su familia para que no se lo llevaran. Lo asesinaron en las cercanías. Elenilson Romero Amaya es el nombre del criminal con uniforme, sentenciado por homicidio agravado. Fue detenido hasta el 11 de marzo del 2011; es decir, casi año y medio después de los hechos. Durante ese período, bien pudo seguir ejecutando jóvenes que habitan en zonas cuyas condiciones de vulnerabilidad son evidentes.114 También está la historia hecha crónica de “Harry, el policía matapandilleros”.115 Al preguntarle a José Miguel Cruz116 sobre la existencia de grupos de exterminio en El Salvador de la posguerra, respondió: “Yo sí creo que hay grupos de exterminio. Los ha habido. Nunca han dejado de existir. Empecemos por ahí. Grupos de exterminio han existido desde la guerra. El informe del Grupo Conjunto señala la existencia de grupos de exterminio, de la permanencia de escuadrones de la muerte, y no hay nada que me diga que estos han desaparecido. Han permanecido ahí, se han reciclado, se han renovado y están ahí. Y si uno tiene que juzgar por lo que se ve, por el tipo de homicidio… algunas de las muertes que ocurren en el país, está claro que sigue habiendo grupos de exterminio, de vigilantes y de escuadrones”.117 97
En algunos medios se han reportado y denunciado dudosos enfrentamientos armados entre policías e integrantes de maras. Ciertamente han ocurrido algunos en los que han fallecido, en el cumplimiento de su deber, demasiadas personas dedicadas a garantizar constitucional y legalmente la seguridad ciudadana en el país.118 Pero tampoco han sido pocos esos choques letales en los que las fuerzas estatales realizan ejecuciones colectivas que luego presentan a la población —a través de la prensa tradicional y de las redes sociales— como “cruentos combates” en los cuales, curiosamente, las bajas solo se producen en un bando: en el de la delincuencia real o presunta. El dolor por sus compañeros y compañeras que han fallecido violentamente a manos de verdaderos criminales, el permanente riesgo que ronda su entorno laboral, la falta de una política pública integral para el combate a la criminalidad y el reclamo de las comunidades desesperadas, asediadas y golpeadas por la violencia a todo nivel, son ingredientes propiciadores que estimulan la participación policial y militar en los grupos de exterminio. También contribuyen a ello ciertas “ventajas” legales otorgadas o que se intentaron otorgar, así como temerarias declaraciones de altas jerarquías. 98
Ricardo Perdomo, el último de los tres ministros de Justicia y Seguridad Pública durante el quinquenio presidencial de Mauricio Funes, presentó en la Asamblea Legislativa una propuesta de modificaciones a la legislación procesal penal; lo hizo a finales de octubre del 2013. “La reforma —aseveró el funcionario— no está dando cheque en blanco a nadie, sino generando condiciones para proteger la integridad. Si nosotros no cuidamos a nuestros policías, ¿quién nos va a cuidar a nosotros?”119 A finales de noviembre de ese año, se aprobó incluir en el artículo 323-A del Código Procesal Penal, mediante el Decreto Legislativo Nº 563, lo que a la letra decía: “Los agentes de autoridad o militares que en el ejercicio de sus funciones o tareas de seguridad, afecten un bien jurídico protegido existiendo indicios de la concurrencia de causales excluyentes de responsabilidad penal, permanecerán en resguardo en las unidades policiales o militares que al efecto hayan sido designadas por el Director General de la Policía Nacional Civil y el Jefe del Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada, bajo responsabilidad directa del jefe de la unidad policial o militar que corresponda. 99
Lo anterior será aplicable además cuando el juez estime procedente la adopción de la detención por el término de inquirir o la imposición de la medida cautelar de la detención provisional.” A través del mismo Decreto, en el artículo 350 del citado Código, se incorporó lo siguiente: “El Juez de Paz podrá, asimismo, decretar sobreseimiento definitivo cuando se trate de agentes de autoridad, o personal administrativo en funciones operativas de la Policía Nacional Civil, o elementos militares con funciones de seguridad pública, que hayan afectado bienes jurídicos en el cumplimiento de un deber legal. En estos casos, el Fiscal deberá pronunciarse al respecto en el requerimiento.” En febrero del 2016 se aprobó el Decreto Legislativo Nº 283 para ampliar el universo del personal incluido en el artículo 323-A del Código Procesal Penal, reformándolo en los siguientes términos: 100
“Los miembros operativos y administrativos de la Policía Nacional Civil; militares en servicio activo; personal penitenciario o de los centros de resguardo de menores, que lesionen un bien jurídico tutelado, y se haya establecido indicios de la concurrencia de alguna de las causales excluyentes de responsabilidad penal, permanecerán en resguardo en las unidades policiales o militares que al efecto hayan sido designadas por el Director General de la Policía Nacional Civil y el Jefe del Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada, bajo responsabilidad directa del Jefe de la unidad policial o militar que corresponda.” Con las anteriores reformas se le podría abrir la puerta al incremento de violaciones de derechos humanos —incluidas las ejecuciones extrajudiciales— por parte de policías y militares, no sólo contra integrantes de maras sino también contra jóvenes a quienes señalan como parte de las mismas, sólo por vivir en zonas de alto riesgo y bajo otras condiciones de vulnerabilidad. El procurador para la defensa de los derechos humanos, David Morales, 101
sostuvo que dichas reformas debieron someterse “a un análisis jurídico adecuado”. Según declaró Bertha María Deleón, abogada de la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho (FESPAD), las mismas eran desproporcionadas e “innecesarias”.120 “Quién le dispara a la Policía se muere”,121 sentenció a finales del 2011 un veterano oficial. “Necesitamos —afirmó este mismo en enero del 2015— que los policías tengan conciencia que pueden usar su arma de equipo para defenderse o defender a terceras personas. Hay una institución que los respalda, hay un gobierno que los respalda. Háganlo (disparen) con toda confianza y con convicción”.122 En el 2011, ese policía de carrera era subdirector general de la PNC; en el 2015 era su director y en el 2016 asumió el cargo de ministro de Justicia y Seguridad Pública. Su nombre: Mauricio Ramírez Landaverde. Considerando todos los factores antes señalados, en ese escenario es lógico que se mate con uniforme y arma de uso oficial. Muchas veces, eso ocurre sin que se esté ejerciendo la legítima defensa y sin respetar ni el principio de excepcionalidad ni el de proporcionalidad. Al poder hacerlo en esas condiciones y evadir con apoyo institucional tanto la responsabilidad individual como la colectiva, ¿por qué no matar en acciones nocturnas y clandestinas, 102
como en el ya antes citado caso del agente Romero Amaya? La actualidad de este fenómeno criminal quedó confirmada con las declaraciones del segundo ministro de Justicia y Seguridad, el ya mencionado comisionado Ramírez Landaverde, dentro de la administración presidencial del profesor Salvador Sánchez Cerén. El incremento de hechos criminales durante el 2014 y el 2015, en los cuales las personas eran secuestradas en el municipio de Colón y otros sitios del departamento de La Libertad para luego ejecutarlas, motivó una investigación policial. “Sacaban a personas, la mayoría miembros de maras, simulando procedimientos policiales”,123 declaró el alto funcionario. Los grupos de exterminio o “escuadrones de la muerte”, sin duda, fueron y son una estocada en el corazón de la sociedad por cuatro razones básicas. Sus métodos criminales en sí mismos y el dolor que de esa forma generan entre las familias de donde arrancan a sus víctimas, es una. Porque a la violencia se responde con más violencia y se ingresa así —aún más— a un peligroso y escabroso camino sin retorno, es la segunda. Tercero, porque su accionar es admirado y celebrado por mucha gente que los erige como solución —también criminal— para enfrentar la delincuencia. Finalmente, porque desnuda la 103
incapacidad estatal para evitar los daños directos y colaterales que sufre la población en sus casas y comunidades. Fueron y son estas estructuras delictivas, un mal para El Salvador. Para que no lo sigan siendo — causando zozobra, generando temor y activando resortes para extender más la violencia y la inseguridad en el territorio nacional— vale la pena aprender de la historia y aprovechar los esfuerzos realizados en los que se invirtió tanto —como los de la Comisión de la Verdad y el Grupo Conjunto — para rescatarlos del desacato, la indiferencia y el olvido. Hay que sacarlos de los fríos archivos para ubicarlos y sacarles el mayor provecho posible en el momento actual, a fin de contribuir a lograr lo que en Ginebra acordaron el FMLN y el Gobierno aquel 4 de abril de 1990. Ese era “el camino a la paz” cuyo rumbo, desde hace un buen rato, se perdió y a estas alturas debe reencontrase. En aras de contribuir en lo posible a sortear el peligro de que la sociedad salvadoreña vuelva a ser víctima de otro estallido general, se ha formulado lo que a continuación se ofrece.
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V. UNA VISIÓN DE JUSTICIA PARA LA PAZ Propuestas para evitar un “Estado fallido”
Cuando la violencia criminal, ilegal y organizada, se ejerce desde el aparato estatal para enfrentar otra violencia criminal, ilegal y organizada —la que proviene de “submundos” nacionales y transnacionales— es la hora entonces de sonar las alarmas y poner manos a la obra. Es ese quizás el último llamado de atención, anunciando en serio lo que muchas voces y opiniones —aunque incomoden— califican como “Estado fallido”. Actualmente, el término “Estado fallido” se ha convertido en una frase de uso común en los medios de prensa, y se le atribuye a un Estado soberano que se ha vuelto ineficaz. El término se suele usar, aunque sin mucho rigor, cuando el Estado pierde control territorial, en parte o en todo, cuando no puede proveer servicios básicos o cuando pierde la legitimidad de su autoridad. En realidad, el término 105
lo acuñó el sociólogo alemán Max Weber para describir una sola condición relacionada con la seguridad del Estado: el mantenimiento en el monopolio del uso legítimo de la fuerza. En su acepción, serían ejemplos de un Estado fallido la fuerte presencia de terroristas, grupos paramilitares o fuerzas tribales (también llamados “señores de la guerra”). Este último ejemplo es análogo, en las sociedades modernas, a las mafias y las pandillas: cuando éstas ejercen controles territoriales por medio del uso de la fuerza.124 Sin entrar en la polémica sobre si el Estado salvadoreño es “fallido” o no lo es, nadie debería rebatir que a sus mayorías populares se les ha fallado. Y visto desde la sociología, no sólo les ha fallado la administración del mismo sino también su sociedad. Eso ocurre, en buena medida, por haber hecho tan mal la tarea en lo que toca al cumplimiento de las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y del Grupo Conjunto. Al menos, desde la teoría de Weber, parecería que El Salvador está plantado ahí o ya casi llega a ese punto, después de haber sido “modélico” en el mundo por haber finalizado una guerra tan larga y tan cruenta por medio del diálogo y la negociación. Sí, aquella guerra terminó y todo el mundo aplaudió el suceso. Pero la social —esa batalla en la 106
que se excluye y desiguala al grueso de la población— siguió desarrollándose junto a la lucha por la justicia, que continúa librándose para derrotar la impunidad sin muchos aliados en las alturas estatales. Tampoco la contienda partidista electorera que conserva partido en dos al país y no lo deja alejarse del abismo que tiene antes sí, a punto de caer y tocar fondo de nuevo. El escenario no está para maquillajes gubernamentales u opositores. Según un estudio oficial reciente,125 la apreciación de los costos de la violencia en el 2014 arrojó los siguientes resultados. En atención médica dentro el sistema de salud en materia de homicidios —con ese tipo penal se registran las muertes violentas intencionales de hombres y mujeres— junto a violaciones y lesiones, fueron $19.5 millones (dólares estadounidenses) los que se gastaron. Los daños emocionales sufridos por víctimas de homicidios, desapariciones forzadas, violaciones, lesiones, secuestros, extorsiones, robos y hurtos, se cuantificaron en $704.5 millones. Por los homicidios y las desapariciones forzadas, la producción se vio mermada en $43.6 millones. Lo que le supuso erogar a las instituciones del sistema de justicia y a otras entidades relacionadas, sumó casi $584 y medio millones. En prevención a través de seguridad privada en hogares y empresas, se 107
pagaron casi $172 millones. El desembolso de los “agentes económicos privados” ascendió a $1,303.5 millones. Se redujo la inversión en $28.7 millones. La producción perdida fue de $1,170.1 millones. El conjunto del costo de la violencia en la economía salvadoreña, en el 2014, resultó equivalente al 16 % del Producto Interno Bruto (PIB): $4,026.3 millones. Ello equivale —según concluyó el estudio— “al total de las remesas, a la recaudación total de impuestos, dos veces la factura petrolera y es la mitad de los depósitos bancarios en el sistema financiero”. Eso está ocurriendo en el país, a un cuarto de siglo del fin del conflicto armado interno. Después de la militarización progresiva de las tareas de seguridad pública junto a las “manos duras” y “súper duras”, los “puños de hierro” y la “eliminación sin piedad” de “delincuentes terroristas”, es necesario reconocer que algo anda bastante mal y no puede ni debe seguir empeorando. Así, pues, sobre la base de las recomendaciones pertinentes del Grupo Conjunto ha llegado el momento de plantear una propuesta de estrategia completa, armónica y coordinada, impulsada desde la conducción del país —la gubernamental, la partidista, la económica y la mediática— con la insustituible y necesaria pero siempre postergada 108
participación real de la población, privilegiando el protagónico rol de las víctimas de una realidad nacional sumamente crítica. Se trata de los grandes trazos de una política criminal integral diseñada con imaginación, apelando a la inteligencia, con objetivos bien claros y acciones que —ni publicitarias ni engañosas— generen resultados ciertos, apreciables y sistematizables en el combate a la delincuencia. En ese marco general, se debe intentar erradicar real y definitivamente los grupos de exterminio de presuntos delincuentes; cuando sea posible, se espera que esta propuesta contribuya a la transformación positiva de las asociaciones de crimen organizado conocidas como “pandillas” o “maras”, cuyo imposible aniquilamiento es planteado por las agrupaciones anteriores como su razón de ser. Con dichos resultados, en consecuencia, se intenta propiciar el establecimiento y la consolidación de las condiciones para evitar —a futuro— el renacer de bandas delincuenciales similares en ambas direcciones. A continuación, en función de lo anterior, se desmenuza la propuesta: 1. El “abc” de una destreza estatal institucional para bajar los índices de violencia e inseguridad, reclamada por la sociedad 109
salvadoreña, inicia con la prevención a tiempo y no cuando ya no sirve para nada. 2. Agréguese el trabajo de inteligencia, para conocer y detectar al infractor, junto a una contrainteligencia requerida para que la criminalidad no carcoma las instituciones encargadas de combatirla. 3. Súmese al listado una alta capacidad de investigación policial y fiscal, con protocolos consensuados y funcionales, que se traduzca en la necesaria solidez probatoria a la hora de dirimir el asunto en sede judicial y lograr que los casos no se “caigan” por su “propio peso”, producto de ineficiencias u otras causas más preocupantes. 4. La coordinación en el más alto nivel de las entidades que integran el sistema de justicia, sin competencias ni celos, es decisiva para definir criterios compartidos en la realización de indagaciones e interpretación de la prueba; también para prever y evitar errores —dolosos o no— en el trabajo extrajudicial de investigación, a fin de evitar su nulidad posterior.
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5. La experiencia indica, además, que esa coordinación permite la organización de jornadas de capacitación en las que participan personal de todas las instituciones; así, además de adquirir conocimientos, se propicia compartir “buenas prácticas”. 6. Ya es hora de ir pasando cada vez más y con mayor calidad, del uso preferente de la prueba testimonial y del “criterio de oportunidad” mal empleado —el “criteriado” con el que, muchas veces, se desnaturaliza el verdadero sentido de la ley premial recomendada— a la sustentación consistente de los casos mediante investigaciones científicas y técnicas. 7. Asimismo, se exige la represión contundente de las estructuras criminales sin importar cuando ocurrieron los delitos, si son imprescriptibles; tampoco debe pesar a quién se toca ni el miedo al “qué dirán”. No más “intocables”, como pasó después de que la Comisión de la Verdad y el Grupo Conjunto entregaron sus informes. No se investigó a nadie y mucho menos fueron juzgados y sancionados los perpetradores de las atrocidades ubicados en uno u otro bando. Para una represión de la que nadie 111
que la merezca escape, hay que continuar golpeando abajo. Hasta ahora eso es lo que, únicamente, siempre se ha hecho. 8. Pero hay que lanzarse a hacer lo que hasta ahora es parte de la agenda pendiente: hay que pegar, sobre todo, arriba y con todo. Se debe atacar y ganarle batallas a la cabeza de la “bestia” criminal; no solo golpear sus extremidades inferiores. Cuando ocurre únicamente lo último, aquella se vuelve a levantar y arremete con más furia. 9. Se requiere excelencia en la selección del personal integrante del sistema de justicia y también en su desempeño, desde su conducción estratégica hasta sus operadores más cercanos a los casos y a sus protagonistas. Esa excelencia ansiada debe ser acompañada por el combate descarnado a la corrupción dentro de todas las entidades que integran dicho sistema. Su depuración permanente debe impulsarse; para ello hay que revisar el funcionamiento de sus controles internos. 10. digna
A esto último, para construir una buena y burocracia —pilar de una eficaz 112
administración pública— se deben sumar la vigilancia, el cuido, el estímulo y la promoción de quienes muestran un adecuado funcionamiento en su puesto de trabajo. 11. Hay dos ámbitos en los cuales se debe “hilar fino”. Uno es el que, en condiciones relativamente “normales”, se conoce como “readaptación”. “El Estado organizará los centros penitenciarios —reza el artículo 27 de la Constitución salvadoreña— con objeto de corregir a los delincuentes, educarlos y formarles hábitos de trabajo, procurando su readaptación y la prevención de los delitos”. Ese es el “deber ser”, pero lo que hay no da para alcanzar tal propósito. 12. En el país, la persona que se encuentra detenida en una bartolina policial o en un centro penal tenderá a “desadaptarse”, aún más, de lo que estaba cuando ingresó por varias razones. Entre esas destacan —como más graves— la sobrepoblación,126 el hacinamiento, la mala alimentación, la insalubridad, la promiscuidad, la infraestructura arcaica, los inadecuados o inexistentes programas de reeducación, el funcionamiento de mafias y la violencia. 113
13. En el 2011, Rodrigo Gil Escobar visitó El Salvador para constatar de primera mano el estado de las prisiones y la situación de sus habitantes. Este colombiano, entonces Relator sobre los derechos de las personas privadas de libertad en la CIDH, sucinta y categóricamente respondió así cuando le preguntaron si en esas condiciones era posible la readaptación de la población reclusa: “No, la rehabilitación resulta imposible, simplemente porque no existen las condiciones materiales para llevar a cabo procesos de reorientación”.127 14. Lanssiers, el cura belga y pastor en las prisiones peruanas, retrató lo que ocurre también en El Salvador al aseverar que “hundir a una persona en una cloaca con la esperanza de limpiarla constituye un procedimiento interesante, pero poco eficaz. Sin embargo, es más o menos lo que se hace”.128 15. Es prioritario y urgente, entonces, buscar una transformación progresiva de un sistema penitenciario obsoleto que —en las circunstancias actuales— no son pocas las veces que ha sido calificado como una “bomba de tiempo”. 114
16. Lo otro que debe abordarse con seriedad y responsabilidad para no dejarlo excluido de una política criminal integral y comprensiva, es lo relativo a la “reinserción”. En lo que toca a esta, primero es necesario llamar las cosas por su nombre y mejor referirse a una “inserción” social, laboral y productiva. Porque las cárceles salvadoreñas están llenas, en su mayoría, de población que nació excluida; al menos para mucha de esa gente, hay que quitarle el prefijo “re” y hablar de su “inserción”. 17. Ello exige —entre otros aspectos — clasificación y separación de la población interna, según sea el grado de “peligrosidad”; asimismo demanda alfabetización y educación en los distintos niveles dentro de los sitios de reclusión, trabajo productivo y atención psicosocial, así como información y formación en derechos humanos basadas en el respeto de los mismos. 18. La generación de empleo y las oportunidades para obtener uno, sin discriminación alguna de las personas por haber sido privadas de libertad, es esencial en la readaptación o la adaptación. 115
19. En su conjunto, se requiere una reducción progresiva de la inequidad, la desigualdad y la exclusión en la sociedad, cuyos resultados se vean en la realidad y no solo se oigan en la publicidad. 20. Resulta básico el diseño e impulso de planes, programas y acciones en materia de justicia restaurativa dentro de las comunidades, para transformar los conflictos entre jóvenes victimarios y víctimas de la violencia que los primeros hayan ejercido sobre las segundas. 21. Acerca de las víctimas en general, es válido y pertinente decir cómo se encuentran al día de hoy: además de “humilladas y ofendidas”, olvidadas y desprotegidas por el Estado y la sociedad. 22. En esas malogradas circunstancias y no obstante la necesaria e imprescindible mejoría que deberá darse en lo relativo a la investigación científica y técnica del delito, siempre existirán víctimas y testigos que tendrán que recibir la debida protección profesional y multidisciplinar en el país y hasta regional.
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23. Para ello, deben revisarse y reformarse tanto la Ley especial para la protección de víctimas y testigos como el Programa de protección de víctimas y testigos. 24. Se necesita una institucionalidad nueva, con una filosofía centrada en los derechos de las víctimas directas individuales e indirectas colectivas —léase familias y comunidades— para atenderlas con una calidad y calidez cada vez más elevadas. 25. En esa línea, es preciso considerar lo siguiente: ayuda humanitaria de emergencia, refugio seguro y digno, trato amable y respetuoso, atención especializada psicosocial y jurídica. Además, deben contemplarse posibles cambios de identidad, de domicilio interno y de país de residencia. 26. En lo posible, el anterior esfuerzo debe abrirse a la participación de organizaciones sociales, academia e iglesias. 27. Asimismo, las instituciones estatales y las entidades pertinentes de la sociedad deberían adoptar la “Carta de derechos de las víctimas y 117
testigos de violencia”, propuesta por la PDDH con el objeto garantizar atención y protección según los niveles de riesgos y necesidades. 28. Se tiene que iniciar un proceso progresivo para contrarrestar el armamentismo y desarmar una sociedad como la salvadoreña, donde la mayoría de asesinatos —alrededor del 75 % o más— se cometen con armas de fuego.129 29. La Comisión de la Verdad advirtió que, “por razones de su estructura organizativa y la posesión de armas, exist(ía) el grave peligro que los escuadrones de la muerte [pudieran] incurrir, como se ha comprobado en algunos casos, en actividades ilegales como narcotráfico, el tráfico de armas y secuestros extorsivos”. 30. Veintitrés años después habría que considerar de nuevo lo anterior y plantearse esa necesaria requisa de armas de fuego, comenzando por las que están en manos de grupos criminales. 31. En el monitoreo de todo lo anterior debe jugar un papel protagónico la PDDH, teniendo en cuenta que su misión es —según el segundo artículo de su Ley Orgánica— “velar por la 118
protección, promoción y educación de los Derechos Humanos y por la vigencia irrestricta de los mismos”. 32. En ese marco, las amplias atribuciones que se le otorgan a su titular en los artículos 11 y 12 de la mencionada normativa permiten que — en cumplimiento de la citada misión— observe, señale y recomiende lo que es debido desde el enfoque de derechos humanos para que toda la población disfrute de la seguridad ciudadana que merece, basada en la correcta investigación del delito y el respeto del debido proceso. 33. Por último, es indispensable fomentar — no imponer— la organización de la sociedad alrededor de la vida y en su defensa.
119
CONCLUSIÓN La causa por el “Derecho a la vida”
En 1994, El Salvador era una maravilla. “El rubí”, dijo alguien, “en la corona de las Naciones Unidas”. Tras los frutos del trabajo realizado por la Comisión de la Verdad y el Grupo Conjunto, los acuerdos que les dieron origen y la vasta observación internacional de la ONU, esta era la imagen que se vendía: la del modelo ideal para la solución de conflictos y la fórmula mágica en materia de democratización, respeto de los derechos humanos, unidad nacional y paz. Decir lo contrario era, para quienes apadrinaban y acompañaban el proceso salvadoreño, la más infame e infamante herejía. Pero, en realidad —lástima grande— la verdad era otra. Ni siquiera los firmantes ni los seguidores de los firmantes de los acuerdos mediante los cuales se paró la guerra, podían sentir y decir que estaba garantizada su seguridad. Ejemplos 120
con nombre y apellido, los hay en el informe del Grupo Conjunto. “El 25 de octubre —escribió Butros Butros-Ghali, secretario general de las Naciones Unidas— me enteré, con consternación y profunda tristeza, de la ejecución, al estilo de los escuadrones de la muerte, de un dirigente del FMLN. Esas muertes han suscitado grandes temores en El Salvador y en la comunidad internacional. Son hechos que fundamentan las preocupaciones […] y exigen una investigación a fondo. Confirman asimismo la necesidad de aplicar inmediatamente la recomendación de la Comisión de la Verdad de que se realice una investigación sobre los grupos ilegales”.130 Era noviembre de 1993. No habían transcurrido siquiera dos años desde que el par de enemigos armados salieron de las trincheras y silenciaron los fusiles que ocuparon para atacarse mutuamente. Pero la muerte seguía, campante, paseándose por todo el territorio nacional al punto que —según el documento oficial antes citado— el promedio anual de asesinatos entre 1995 y 1997 alcanzó la cifra de 7,211. Al respecto, un año después —el 20 de noviembre de 1994, en su última homilía— el quinto arzobispo 121
arquidiocesano resumió bien lo que había ocurrido en el país. “Aquí —expresó monseñor Arturo Rivera y Damas— tuvimos una Comisión de la Verdad, un Grupo Conjunto que indagó los grupos irregulares armados y no se hizo caso a la verdad. Y por eso es que falla nuestro proceso de paz; porque donde no hay verdad y hay mentira, ahí la paz se tambalea. ‘Reino de verdad y de vida’: esto quiere decir que debemos trabajar para que realmente entre nosotros impere la verdad, impere el respeto a la vida. Porque, aunque haya pasado el conflicto, se sigue matando a la gente.”131 Y para eso fue negativamente clave la amnistía recíproca en la que se refugiaron los perpetradores de uno y otro bando, de cuya impunidad —esa sí, no como la riqueza— se dio el “rebalse”. En 1997 el sucesor de Ghali en las Naciones Unidas, Kofi Annan, se refirió a la Ley de Amnistía afirmando que “la celeridad con que esta ley se aprobó en la Asamblea Legislativa, puso de manifiesto la falta de voluntad política de investigar y llegar a la verdad, mediante medidas judiciales para castigar a los culpables”.132 Más aún, éste consideró “inevitable hacer una valoración poco positiva de las medidas adoptadas en relación con las recomendaciones más 122
importantes de la Comisión de la Verdad, que no pueden ser objeto sino de una evaluación menos que positiva”. “Es realmente desalentador —apuntó— que no se haya aprovechado la oportunidad singular que representaba la Comisión y su labor para alcanzar progresos importantes en la eliminación de la impunidad y el fomento de un clima de reconciliación nacional”.133 El mensaje que quedó para los victimarios fue claro y riesgoso: no hay castigo, lo pueden volver a hacer. El que recibieron sus víctimas también: no busquen justicia en el sistema; en todo caso, háganlo fuera de éste. Y eso fue determinante para el descalabro del proceso pacificador que apenas iniciaba. Para saldar esas cuentas postergadas y sanar las heridas infectadas, es necesario que se conozcan y usen bien los archivos de la Comisión de la Verdad y del Grupo Conjunto; eso exige —parafraseando a la primera— su traslado definitivo a su legítimo dueño: el pueblo salvadoreño. Asimismo, se precisa un renovado y novedoso esfuerzo de observación, apoyo técnico y evaluación de resultados por parte de los sistemas internacionales de protección de derechos humanos, sobre todo de la ONU que sigue presentando a El Salvador como el modelo a seguir. 123
“Este día —sostuvo otro secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, el 16 de enero del 2015— celebramos el valor y la sabiduría que mostraron los líderes y el pueblo salvadoreño al elegir el camino de la paz, al superar las diferencias a través del diálogo, al transformar la sociedad con respeto mutuo y tolerancia”.134 Habló bien de un país que —según expresó en el mismo discurso— “en la actualidad afronta enormes desafíos. La inseguridad ciudadana, la exclusión social y la falta de oportunidades impiden que muchas y muchos salvadoreños cosechen plenamente los beneficios que trae la paz. Cada cuatro horas, una mujer o niña es víctima de violencia sexual. El 40 por ciento de los asesinatos se cometen contra niñas, niños y jóvenes”.135 Este último es el verdadero El Salvador y no el primero, puro “producto de exportación”. Un cuarto de siglo antes, el 16 de marzo de 1980, el beato Oscar Arnulfo Romero expuso desde su cátedra dominical en el púlpito de la Catedral Metropolitana, el “pensamiento fundamental de su predicación…” “Nada me importa tanto —afirmó— como la vida humana… Es algo tan serio y tan profundo… más que la violación de cualquier otro derecho humano, porque es vida de los hijos de Dios y porque esa 124
sangre no hace sino negar el amor, despertar nuevos odios, hacer imposible la reconciliación y la paz”.136 El valor de la vida misma es lo que urge rescatar. La vida de las personas que fueron asesinadas antes y durante la guerra finalizada en enero de 1992, hay que reivindicarla a través del brillo de la verdad, el logro de la justicia y la merecida reparación para sus familias; la vida, además, de las que fueron desaparecidas por la fuerza, también redimiéndola mediante lo anterior e —igualmente— con la búsqueda de sus humanidades ocultadas físicamente y negadas a conveniencia, para lo cual es necesario que sus victimarios se dignifiquen entregando la información pertinente. La vida de quienes en la posguerra siguieron muriendo y desapareciendo, dándole el lugar que le corresponde por parte de un Estado que debe responder como es debido a las familias que siguieron sufriendo tras aquel conflicto bélico; éstas deben exigir la justicia que les niegan para sus casos y la seguridad que no gozan en sus comunidades. Y, por último, la vida de quienes —de no cambiar el rumbo actual del país— también les podría ser arrebatada de una u otra forma. Sin intermediarios, aunque sí con soportes competentes especializados, es clave la organización de la sociedad a favor del bien más preciado y más 125
atropellado en la actualidad: la vida. En torno a esta debe construirse el poder necesario y suficiente en barrios, ciudades, caseríos, cantones, municipios, departamentos… En todo el país. Si hay que transformarlo para bien, esa es la condición ineludible para hacer realidad lo antes propuesto: el ejercicio real de la ciudadanía que le corresponde a las mayorías populares.
126
ANEXOS Dos leyes de amnistía en la historia de El Salvador
Anexo 1 ASAMBLEA LEGISLATIVA REPÚBLICA DE EL SALVADOR DECRETO Nº 486. La Asamblea Legislativa de la República de El Salvador, considerando: I.- Que el proceso de consolidación de la paz que se impulsa en nuestro país, demanda crear confianza en toda la sociedad, con el fin de alcanzar la reconciliación y reunificación de la familia salvadoreña, mediante la adopción de disposiciones legales de ejecución inmediata, que garanticen a todos los habitantes de la República el desarrollo pleno de sus actividades en un ambiente de armonía, respeto y confianza para todos los sectores sociales; 127
II.- Que con fecha veintitrés de enero de mil novecientos noventa y dos, la Asamblea Legislativa aprobó la Ley de Reconciliación Nacional, contenida en el Decreto Legislativo Número 147, publicado en el Diario Oficial Número 14, Tomo 314 de la misma fecha; mediante dicho decreto se concedió amnistía con restricciones a todas las personas responsables en cualquier forma, en la comisión de delitos políticos, comunes conexos con éstos y en delitos comunes cometidos por un número de personas que no baje de veinte, antes del 1º de enero de mil novecientos noventa y dos; III.- Que las restricciones a que se hace referencia en el considerando anterior, no permitieron una aplicación general de la Ley de Reconciliación Nacional para todas las personas que, independientemente del sector a que pertenecieron en el conflicto armado, hayan participado en hechos de violencia que dejaron huella en la sociedad, creándose una situación de falta de equidad que es necesario corregir, ya que no es compatible con el desarrollo del proceso democrático ni con la reunificación de la sociedad salvadoreña; IV.- Que para impulsar y alcanzar la reconciliación nacional, es conveniente conceder la gracia de amnistía amplia, absoluta e incondicional, a favor de todas las personas que en cualquier forma 128
hayan participado en hechos delictivos ocurridos antes del primero de enero de mil novecientos noventa y dos, ya se trate de delitos políticos o comunes conexos con éstos o delitos comunes cometidos por un número de personas que no baje de veinte, comprendiendo aquellas personas contra quienes se hubiere dictado sentencia, iniciado procedimiento por los mismos delitos o no existiere procedimiento alguno en su contra, siendo extensiva la gracia a las personas no incluídas (sic) en la Ley de Reconciliación Nacional hayan participado como autores inmediatos, mediatos o cómplices en los mismos hechos delictivos; POR TANTO, en uso de sus facultades constitucionales y a iniciativa de los Diputados Luis Roberto Angulo Samayoa, Ciro Cruz Zepeda Peña, José Rafael Machuca Zelaya, Rafael Antonio Morán Orellana, Carlos Remberto González, José Roque Calles Amaya, Marcos Alfredo Valladares, Carlos René Calderón y Julio Ángel Sorto, DECRETA la siguiente: LEY DE AMNISTÍA GENERAL PARA LA CONSOLIDACIÓN DE LA PAZ Art. 1.- Se concede amnistía amplia, absoluta e incondicional a favor de todas las personas que en 129
cualquier forma hayan participado en la comisión de delitos políticos, comunes conexos con éstos y en delitos comunes cometidos por un número de personas que no baje de veinte antes del primero de enero de mil novecientos noventa y dos, ya sea que contra dichas personas se hubiere dictado sentencia, se haya iniciado o no procedimiento por los mismos delitos, concediéndose esta gracia a todas las personas que hayan participado como autores inmediatos, mediatos o cómplices en los hechos delictivos antes referidos. La gracia de la amnistía se extiende a las personas a las que se refiere el artículo 6 de la Ley de Reconciliación Nacional, contenida en el Decreto Legislativo Número 147, de fecha veintitrés de enero de mil novecientos noventa y dos y publicado en el Diario Oficial Número 14 Tomo 314 de la misma fecha. Art. 2.- Para los efectos de esta Ley, además de los especificados en el artículo 151 del Código Penal, se considerarán también como delitos políticos los comprendidos en los artículos del 400 al 411 y del 460 al 479 del mismo Código, y los cometidos con motivo o como consecuencia del conflicto armado, sin que para ello se tome en consideración la condición, militancia, filiación o ideología política. Art. 3.- No gozarán de la gracia de amnistía: 130
a) Los que individual o colectivamente hubiesen participado en la comisión de los delitos tipificados en el inciso segundo del artículo 400 del Código Penal, cuando éstos lo fuesen con ánimo de lucro, encontrándose cumpliendo o no penas de prisión por tales hechos; y b) Los que individual o colectivamente hubieren participado en la comisión de delitos de secuestro y extorsión tipificados en los artículos 220 y 257 del Código Penal y los comprendidos en la Ley Reguladora de las Actividades Relativas a las Drogas, ya sea que contra ellos se haya iniciado o no procedimiento o se encontraren cumpliendo penas de prisión por cualquiera de estos delitos, sean o no conexos con delitos políticos. Art. 4.- La gracia de amnistía concedida por esta ley producirá los efectos siguientes: a) Si se tratare de condenados a penas privativas de libertad, el juez o tribunal que estuviere ejecutando la sentencia, decretará de oficio la libertad inmediata de los condenados, sin necesidad de fianza; igual procedimiento aplicará el Tribunal que estuviere conociendo, aun cuando la sentencia no estuviere ejecutoriada; 131
b) Si se tratare de ausentes condenados a penas privativas de libertad, el Juez o Tribunal competente, levantará de oficio inmediatamente las órdenes de captura libradas en contra de ellos, sin necesidad de fianza; c) En los casos de imputados con causas pendientes, el Juez competente, decretará de oficio el sobreseimiento sin restricciones a favor de los procesados por extinción de la acción penal, ordenando la inmediata libertad de los mismos; d) Si se tratare de personas que aún no han sido sometidas a proceso alguno, el presente decreto servirá para que en cualquier momento en que se inicie el proceso en su contra por los delitos comprendidos en esta amnistía, puedan oponer la excepción de extinción de la acción penal y solicitar el sobreseimiento definitivo; y en el caso de que fueren capturadas, serán puestas a la orden del Juez competente para que decrete su libertad; e) Las personas que no se encuentren comprendidas en los literales anteriores y que por iniciativa propia o por cualquier otra razón deseen acogerse a la gracia de la presente amnistía, podrán presentarse a los Jueces de 132
Primera Instancia respectivos, quienes vistas las solicitudes extenderán una constancia que contendrá las razones por las que no se les puede restringir a los solicitantes sus derechos que les corresponden como ciudadanos; y f) La amnistía concedida por esta ley, extingue en todo caso la responsabilidad civil. Art. 5.- Sin perjuicio de lo dispuesto en los literales a), b) y c) del artículo anterior, las personas que estén procesadas y deseen acogerse a los beneficios de la presente ley, dirigirán solicitud por escrito, ya sea personalmente o por medio de apoderado, o se presentarán a los Jueces de Primera Instancia, pidiendo que se dicte en su favor el sobreseimiento correspondiente; el Juez competente, de ser procedente, dictará el sobreseimiento, el cual será sin restricciones y sin necesidad de fianza. Las solicitudes también se podrán presentar ante los Jueces de Paz, Gobernadores Departamentales, Alcaldes Municipales y Cónsules acreditados en el exterior, quienes inmediatamente después, las remitirán al Juez de Primera Instancia respectivo, para que les dé el trámite correspondiente. A los funcionarios indicados en este artículo que no cumplan con dicha obligación, el Juez competente les impondrá una multa de Un Mil a Cinco Mil Colones, 133
siguiendo el procedimiento que establece el artículo 718 del Código Procesal Penal. Art. 6.- Deróganse todas las disposiciones que contraríen la presente ley, especialmente el Art. 6 y el último inciso del Art. 7, ambos de la Ley de Reconciliación Nacional, así como la interpretación auténtica de la primera de las disposiciones citadas que están contenidas respectivamente, en el Decreto Nº 147 de 23 de enero de 1992, publicado en el Diario Oficial Nº 14, Tomo 314 de la misma fecha y Decreto Nº 164 de fecha 6 de febrero del mismo año, publicado en el Diario Oficial Nº 26, Tomo 314 del 10 de febrero de 1992. Art. 7.- El presente decreto entrará en vigencia ocho días después de su publicación en el Diario Oficial DADO EN EL SALÓN AZUL DEL PALACIO LEGISLATIVO: San Salvador, a los veinte días del mes de marzo de mil novecientos noventa y tres. Luis Roberto Angulo Samayoa, Presidente Ciro Cruz Zepeda Peña, Vicepresidente Rubén Ignacio Zamora Rivas, Vicepresidente Mercedes Gloria Salguero Gross, Vicepresidente 134
Raúl Manuel Somoza Alfaro, Secretario Silvia Guadalupe Barrientos Escobar, Secretario José Rafael Machuca Zelaya, Secretario Rene Mario Figueroa Figueroa, Secretario Reynaldo Quintanilla Prado, Secretario CASA PRESIDENCIAL: San Salvador, a los veintidós días del mes de marzo de mil novecientos noventa y tres. PUBLÍQUESE, Alfredo Félix Cristiani Burkard Presidente de la República. Oscar Alfredo Santamaría Ministro de la Presidencia. D. O. Nº 56 Tomo Nº 318 FECHA: 22 de marzo de 1993
Anexo 2137 DECRETO DE AMNISTÍA DE 1932 135
DECRETO No. 121.- (julio 1932) Art. 1.- Se concede amplia e incondicional amnistía a favor de las personas que hubieren participado en la rebelión comunista de los días veintidós y veintitrés de enero próximo pasado, en los departamentos de San Salvador, La Libertad, Sonsonate y Ahuachapán o en otras poblaciones; quedando exceptuados los individuos que aparecieren culpables de los delitos de asesinato, homicidio, robo, incendio, violación y lesiones graves. Art. 2.- Asimismo se concede amplia e incondicional amnistía a favor de los funcionarios, autoridades, empleados, agentes de la autoridad y cualquiera otra persona civil o militar, que de alguna manera aparezcan ser responsables de infracciones a las leyes, que puedan conceptuarse como delitos de cualquier naturaleza, al proceder en todo el país, al restablecimiento del orden, represión, persecución, castigo y captura de los sindicados en el delito de rebelión antes mencionado. PALACIO NACIONAL: San Salvador, a los trece días del mes de julio de mil novecientos treinta y dos. Cúmplase, 136
Maximiliano H. MartĂnez Presidente Constitucional Miguel Ă ngel Araujo Ministro de Justicia
137
NOTAS
1
Valencia Caravantes, Daniel. “Harry, el policía matapandilleros”, El
Faro, El Salvador 8 de junio del 2014 (consultado el 3 de abril del 2016): salanegra.elfaro.net. 2
Primero de los acuerdos firmados por la insurgencia y el Gobierno.
Estableció los tramos de lo que la Organización de las Naciones Unidas llamó “el camino a la paz”; estos eran: terminar el conflicto armado por la vía política al más corto plazo posible; impulsar la democratización del país; respetar de forma irrestricta los derechos humanos; y reunificar la sociedad salvadoreña. 3 4
En adelante “el Grupo Conjunto”. Población que “vive en unos niveles en los que apenas puede
satisfacer las necesidades básicas fundamentales […] marginada frente a unas minorías elitistas, que siendo la menor parte de la humanidad utilizan en su provecho inmediato la mayor parte de los recursos disponibles”. Esa condición no deviene de “leyes naturales o por desidia personal o grupal, sino por ordenamientos sociales 138
históricos” que la sitúan “en posición estrictamente privativa y no meramente carencial” de lo que le es debido, por su explotación o porque indirectamente se le impide “aprovechar su fuerza de trabajo o su iniciativa política”. Cfr. Senent, Juan Antonio (ed.). La lucha por la justicia. Selección de textos de Ignacio Ellacuría (19691989), Instituto de Derechos Humanos Universidad de Deusto, Bilbao, 2012, pp. 303 y 304. 5
Cfr. Betancur, Belisario y otros. De la locura a la esperanza. La
guerra de 12 años en El Salvador. Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador, Revista Estudios Centroamericanos (ECA), 533, marzo 1993, Año XLVIII, Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (UCA), p. 275. 6 7
Ibíd. Documento especial. Informe del Grupo conjunto para la
investigación de grupos armados ilegales con motivación política en El Salvador, primera parte, 28 de julio de 1994, Revista Estudios Centroamericanos (ECA), Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (UCA), 550, agosto 1994, Año XLIX, p. 994. 8
Artículo 7, párrafo 3 de la Constitución: “Se prohíbe la existencia
de grupos armados de carácter político, religioso o gremial”. 9
Organización de las Naciones Unidas. “Día Internacional del
Derecho a la Verdad” – en relación con violaciones graves de los 139
derechos humanos y de la dignidad de las víctimas (consultado el 5 de abril del 2016): un.org. 10
Cfr. Naciones Unidas. Acuerdos de El Salvador: en el camino de la
paz, reimpresión, Misión de Observadores de las Naciones Unidas en El Salvador (ONUSAL), San Salvador, noviembre de 1993, p. 31. 11
Ibíd., p. 33.
12
Acuerdo de Paz de Chapultepec, capítulo I, numeral 5 (consultado
el 8 de abril del 2016): elsalvador.com. 13
Ver anexo 1.
14
“Por eso, volvemos a reiterar un llamado a todas las fuerzas del
país, a que se debe apoyar una amnistía general y absoluta, para pasar de esa página dolorosa de nuestra historia y buscar ese mejor futuro para nuestro país” (Mensaje de Cristiani el 18 de marzo de 1993). Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Informe sobre la situación de los derechos humanos en El Salvador, II. El Salvador y sus compromisos internacionales en materia de derechos humanos: La Convención Americana. Los casos individuales, 4. La promulgación de la Ley de Amnistía y los compromisos internacionales de El Salvador, OEA/Ser.L/V/II.85, Doc. 28 rev., 11 febrero 1994 (consultado el 14 de abril del 2016): cidh.org. 15
Betancur, Belisario y otros. De la locura a la esperanza. La guerra
de 12 años en El Salvador. Informe de la Comisión de la Verdad para 140
El Salvador, Revista Estudios Centroamericanos (ECA), 533, marzo 1993, Año XLVIII, Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), p. 162. 16
Así es conocida, por ser la de mayor tamaño, la promoción de
subtenientes que egresó en 1966 de la Escuela Militar “Capitán general Gerardo Barrios”. 17
Fuerza Armada de El Salvador. La Fuerza Armada de El Salvador,
posición ante el Informe de la Comisión de la Verdad, Revista Estudios Centroamericanos (ECA), 534-535, abril-mayo 1993, año XLVIII, Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, San Salvador, El Salvador, p.485. 18
Ibíd., p.486.
19
Ibíd.
20
Cuéllar, Benjamín. “El país de las amnistías”, Noticias UCA
(consultado el 16 de abril del 2016): uca.edu.sv. 21
Ver anexo 2.
22
Escrito jurídico en el que se pide una gracia: ya sea, por ejemplo,
el indulto o la conmutación de una pena o, en este caso, una amnistía. 23
El 18 de octubre del 2002, al ser interrogado al respecto, Flores
respondió: “La Ley de Amnistía es la piedra angular de los acuerdos de paz, es lo que nos permitió a nosotros perdonarnos […] la 141
persecución de los crímenes de guerra hubiera producido otra guerra; hubiera cerrado las puertas a la posibilidad de reconciliarnos […] A mí me parece que aquellos que buscan quitar esa piedra angular de los acuerdos de paz, pueden sumergirnos en un grave conflicto adicional […]”. 24
Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Op. Cit.
25
Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso masacres de El
Mozote y lugares aledaños vs. El Salvador, sentencia de 25 de octubre del 2012 (fondo, reparaciones y costas), número 318, p. 124. 26
Se trata de “los casos que llegaron a través de organismos,
instituciones, así como aquellos que fueron remitidos por particulares, sin hacerse presentes ante la Comisión. Los que proced(ía)n de instituciones constituye(ro)n prácticamente [sic] totalidad de los casos”. 27
Bajo esta categoría se incluyen las muertes de hombres y
mujeres. 28
Dichos términos, aclaró la Comisión de la Verdad, correspondían a
“la acepción más genérica de los conceptos expresados. Ellos no deb(ía)n ser entendidos en ningún caso en un sentido jurídico, tampoco implica(ba)n ninguna conclusión de tipo legal”. Ver Naciones Unidas. Análisis estadístico de los testimonios recibidos 142
por la Comisión de la Verdad. Fuente directa, Anexos: Tomo II, San Salvador – Nueva York, p. 2. 29
Eso lo reconoció la Comisión de la Verdad, en los siguientes
términos: “No obstante su gran cantidad, estas denuncias no representan la totalidad de los hechos de violencia. La Comisión sólo alcanzó recibir en su período de tres meses de recepción de testimonios una muestra significativa”. Ver Betancur, Belisario y otros. Op. Cit., p. 198. 30
Para ampliar, ver Cuéllar, Benjamín. “El Salvador”, en Las víctimas
y la justicia transicional. ¿Están cumpliendo los Estados latinoamericanos los estándares internacionales?, Fundación para el Debido Proceso Legal, Washington, D. C., 2010, pp. 130-134. 31
“Las instituciones judiciales, sobre todo cuando hasta ahora han
sido fundamentalmente instrumentos de poder, logran ser dignas de confianza cuando pueden demostrar que no hay nadie por encima de la ley. La búsqueda de la verdad puede fomentar la confianza si responde a la zozobra de aquellas personas cuya confianza fue destruida por experiencias de violencia y/o abuso y que temen que el pasado pueda repetirse”. Ver de Greiff, Pablo. Informe del Relator Especial sobre la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición, Consejo de Derechos Humanos, Asamblea General, Naciones Unidas, 21 143
período de sesiones, tema 3 de la agenda, distribución general 9 de agosto del 2012, A/HRC/21/46, Nº 34, p. 11. 32
Betancur, Belisario y otros. Op. Cit., p. 177.
33
Ibíd., p. 199.
34
Ibíd.
35
Ibíd., p. 198.
36
Ibíd.
37
Equipo Envío. “Santa Fe II: el imperialismo ante América Latina”,
Envío (digital), Universidad Centroamericana (UCA), Nicaragua (consultado el 19 de abril del 2016): envio.org.ni. 38
Ibíd.
39
Elaboración propia. Ver Naciones Unidas. Op. Cit., Número de
homicidios por fuerza responsable (Gráfico 10) y Tipos de hechos por fuerza responsable (Gráfico 11). 40
Elaboración propia. Ver Naciones Unidas. Op. Cit., Fuente
indirecta. Número de casos por fuerza responsable implicada (Gráfico 6). 41
El estudio se basó en la información recabada directamente por el
IDHUCA; también en las denuncias y publicaciones de la Oficina de Tutela Legal del Arzobispado (OTLA), el Socorro Jurídico Cristiano “Monseñor Óscar Romero” (SJC), la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador (CDHES) y el Comité Cristiano Pro Desplazados de El 144
Salvador (CRIPDES). 42
Instituto
de
Derechos
Humanos
de
la
Universidad
Centroamericana (IDHUCA). Buscando entre las cenizas, Revista Estudios Centroamericanos (ECA), Nº 589-590, noviembrediciembre de 1997, Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), Año LII, pp. 1115 a 1156. 43
Ibíd., p. 1116.
44
Ibíd.
45
Ibíd., 1129.
46
Ibíd., 1129.
47
Oficina creada por un grupo de jóvenes abogados y estudiantes
de Ciencias Jurídicas, con el apoyo de unos pocos juristas experimentados, en el colegio jesuita “Externado de San José”. 48
Socorro Jurídico, Arzobispado de San Salvador. El Salvador. La
situación de los derechos humanos; octubre 1979 — julio 1981, México, 1981, pp. 79 a 104. 49 50
Ibíd., p. 82. Hernández, Claudia María (bajo el seudónimo “Ixquic”).
“Impunidad perpetua”, blog Xibalbá (consultado el 20 de abril del 2016: (I) ixquic.blogspot.com y (II) ixquic.blogspot.com. 51
Socorro Jurídico, Arzobispado de San Salvador. Op. Cit., p. 104.
52
Betancur, Belisario y otros. Op. Cit., p. 275. 145
53 54
Ibíd. Ambos acusados por la familia de Roque Dalton por su
participación determinante en la ejecución del poeta y de Armando Arteaga (“Pancho”). 55
Betancur, Belisario y otros. Op. Cit., pp. 279 y 280.
56
Betancur, Belisario y otros. Op. Cit., p. 275.
57
Ibíd., p. 318.
58
Ibíd., p. 280.
59
Ibíd.
60
Ibíd.
61
Ibíd.
62
Ibíd.
63
Ibíd., p. 318.
64
Hasta el 8 de diciembre de 1993 acordaron los principios que
regirían su funcionamiento y luego lo formaron. Entre esa fecha y la de la presentación de su informe, el 28 de julio de 1994, pasaron siete meses y veinte días; un período menor al que tardaron en constituirlo desde la recomendación hecha por la Comisión de la Verdad. 65
Documento especial. Informe del Grupo conjunto para la
investigación de grupos armados ilegales con motivación política en El Salvador, primera parte, 28 de julio de 1994, Revista Estudios 146
Centroamericanos (ECA), Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), 550, agosto 1994, Año XLIX, p. 858. 66
Ibíd., p. 862.
67
Ibíd., p. 860.
68
Cfr. Documento especial. Informe del Grupo conjunto para la
investigación de grupos armados ilegales con motivación política en El Salvador, segunda parte, 28 de julio de 1994, Revista Estudios Centroamericanos (ECA), Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), 551, septiembre 1994, Año XLIX, p. 993. 69
A excepción de los casos en los que establecieran
responsabilidades individuales o de estructuras, para su inmediata investigación fiscal. Cabe aclarar que la confidencialidad, otro de los principios
rectores
del
GRUCON,
se
estableció
para
su
funcionamiento y no para la limitar la difusión de sus resultados; por tanto, no estaba reñida con el conocimiento público de su informe. 70
Documento especial. Informe del Grupo conjunto para la
investigación de grupos armados ilegales con motivación política en El Salvador, primera parte, p. 859. 71
Ibíd., 869.
72
Ibíd.
73
Ibíd.
74
Ibíd. 147
75
Documento especial. Informe del Grupo conjunto para la
investigación de grupos armados ilegales con motivación política en El Salvador, segunda parte, p. 992. 76
Cfr. El Salvador, proceso, informativo semanal. El informe del
grupo conjunto, reporte IDHUCA, Centro universitario de documentación e información (CIDAI), p. 15. 77
Ibíd.
78
Ibíd., pp. 15 y 16.
79
Ibíd., p. 16.
80
Ibíd.
81
Castillo, Juan Jerónimo y otros. Informe del Grupo Conjunto para
la investigación de grupos armados ilegales con motivación política en El Salvador [Mimeo], Anexo 3, 28 de julio de 1994. 82
Documento especial. Informe del Grupo conjunto para la
investigación de grupos armados ilegales con motivación política en El Salvador, segunda parte, p. 993. 83
Cfr. Ibíd., p. 978.
84
Ibíd., p. 280.
85
Ibíd., p. 993.
86
Cfr., Ibíd., pp. 994 y 995.
87
Cfr., Ibíd., pp. 995 a 998.
88
Ibíd., p. 993. 148
89
Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Op. Cit.
90
Ibíd.
91
Ibíd.
92
Pérez Aguirre, Luis. Discurso pronunciado en el Seminario
Internacional “Impunidad y sus efectos en los procesos democráticos”, Santiago de Chile, 14 de diciembre de 1996. 93
Consejo Nacional de Seguridad Pública. Diagnóstico de las
instituciones del ramo de seguridad pública, febrero de 1998, San Salvador, El Salvador, p. 1. 94
Lanssiers, Hubert. Los dientes del dragón, quinta edición
(corregida y aumentada), Ediciones Copé, Petróleos del Perú, Lima, 2009, p. 46. 95 96
Ibíd. Cfr.
Instituto
Masferrer”, Homicidios
de
Medicina
diciembre
Legal 2015,
“Dr. 6
de
Roberto enero
2016 (consultado el 31 de marzo del 2016): csj.gob.sv. 97
Informativo del Observatorio de los derechos de la niñez. No.4-
2015, 2015: un año con mucha violencia contra la niñez y adolescencia, p. 3 (consultado el 2 de abril del 2016): observatoriodelosderechosdelaninezylaadolescencia.org. 98
Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Violencia, niñez
y crimen organizado, Resumen ejecutivo, número 1, p. 149
OEA/Ser.L/V/II, Doc. 40/15, 11 de noviembre del 2015, p. 11 (consultado el 16 de mayo del 2016): oas.org. 99
Ibíd. Número 2, p. 12.
100
IUDOP: Unidad de la Vicerrectoría Proyección Social en la jesuita
Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA). 101
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
Entre esperanzas y miedo. La juventud y la violencia en El Salvador, San Salvador, 2015, p. 10 (consultado el 7 de abril del 2016): sv.undp.org. 102
Se incluyen el Órgano Judicial, Policía Nacional Civil y las tres
entidades integrantes del Ministerio Público: Fiscalía General de la República, Procuraduría General de la República y Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. 103 104
Lanssiers, Hubert. Op. Cit., p. 13. Eduardo Pizarro León Gómez define el vigilantismo como “la
violencia organizada de ciudadanos contra la criminalidad común”; Richard Maxwell Brown, afirma que se trata de “movimientos organizados extra-legales, los cuales se toman la justicia por sus propias manos”. Laserna, Roberto, editor. Nueve estudios sobre Cochabamba, septiembre del 2013, Bolivia, p. 83, (consultado el 2 de abril del 2016): ciudadaniabolivia.org. 105
La Comisión de la Verdad destacó de El Salvador “su larga 150
historia de violencia perpetrada por grupos que no son del Estado, ni de criminales ordinarios. Ha sido por décadas una sociedad fragmentada, con un débil sistema de justicia y una tradición de impunidad por abusos cometidos por oficiales y miembros de las familias más poderosas. A la vez, es un país con poca tierra, muchos habitantes y enormes tensiones sociales. Todo esto ha contribuido a generar un clima en el cual la violencia ha formado parte de la vida cotidiana”. Betancur, Belisario y otros. Op. Cit., p. 276. 106
Centro Universitario de Información, Documentación y Apoyo a
la Investigación (CIDAI). El Salvador en 1996: política, economía y sociedad, Revista Estudios Centroamericanos (ECA), enero-febrero, 1997, nº 579-580 (consultado el 8 de mayo del 2016): uca.edu.sv. 107 108
Ibíd. Cfr. “FMLN: Juntas vecinales violan acuerdos de paz”, San
Salvador (ACAN-EFE), La Nación, viernes 6 de septiembre de 1996, San José, Costa Rica (consultado el 9 de mayo del 2016): nacion.com. 109
Cfr. Redacción. “Evaluarán dar armas a ciudadanos para
defender sus barrios y colonias”, La Página, 2 de abril del 2016 (consultado el 9 de mayo del 2016): lapagina.com. 110
Cea, Nancy. FGR investiga a supuestos grupos de exterminio,
INFORMA TVX, 1 de marzo del 2016 (consultado el 29 de marzo del 151
2016): informatvx.com. 111.
“Fiscalía investiga existencia de supuestos grupos de
exterminio”, Prensa Latina, 27 de febrero del 2016 (consultado el 29 de marzo del 2016): verdaddigital.com. 112
Departamento de Estado, Estados Unidos de América. El
Salvador: Informe sobre los derechos humanos 2014. “Resumen ejecutivo”, p. 1 (consultado el 6 de abril del 2016): humanrights.gov. 113
Silva Ávalos, Héctor. “EUA reconoce que hay asesinatos
extrajudiciales en El Salvador”, FACTum, 13 de abril del 2016 (consultado el 15 de abril del 2016): revistafactum.com. 114
“La defensa de Romero Amaya apeló y se ordenó un nuevo
juicio, en el cual resultó absuelto”, Diario 1, mayo de 2015 (consultado el 12 de abril del 2016): diario1.com. 115
Valencia Caravantes, Daniel. Op. Cit.
116
Salvadoreño. En la actualidad es el director de investigación del
Centro de Latinoamérica y el Caribe, en la Universidad Internacional de Florida; de 1994 al 2006 dirigió el Instituto Universitario de Opinión Pública en El Salvador, su país natal. 117
Aguilar, Jimena. “Grupos de exterminio han existido desde la
guerra”, La Prensa Gráfica, 6 de septiembre del 2015, El Salvador (consultado el 8 de abril del 2016): laprensagrafica.com. 118
En el 2015 asesinaron a 62 integrantes de la PNC, de entre los 152
niveles inferiores en la jerarquía institucional. Algunas de esas víctimas no murieron en servicio, a manos de maras u otras manifestaciones de crimen organizado; pero la mayoría sí. La corporación tiene un personal operativo que casi llega a veintiséis mil personas. Según una fuente interna, hasta octubre del 2015 eran 23,093 hombres y 2,729 mujeres. Esas muertes violentas constituyen, pues, casi el 0.25 % de la membresía operativa de la PNC. Es, pues, muy preocupante esa proporción. Además, a pocos días de finalizar el 2015, eran veinticuatro los militares fallecidos en similares condiciones. 119
Rauda Zablah, Nelson y Santos, Jessel. “Piden reformas para
blindar a PNC y FAES”, La Prensa Gráfica, 24 de octubre del 2013 (consultado el 12 de abril del 2016): laprensagrafica.com. 120
Rauda Zablah, Nelson. “PDH y FESPAD ven innecesario blindaje a
PNC”, La Prensa Gráfica, 25 de octubre 2013 (consultado el 6 de abril del 2016): laprensagrafica.com. 121
Membreño, Tania. “Si les disparan, ustedes disparen, tienen
nuestro respaldo”, La Prensa Gráfica, 26 de noviembre del 2011 (consultado el 13 de mayo del 2016): laprensagrafica.com. 122
“Director de la PNC aconseja a policías ‘disparar sin miedo a
delincuentes’”, El Diario de Hoy, 20 de enero del 2015 (consultado el 13 de mayo del 2016): elsalvador.com 153
123
Lozano, Mirna. “Un incremento de desapariciones y homicidios
delató a sicarios”, radio 102nueve (periódico digital), 23 de mayo del 2016. 124
Weber, Max. Economía y Sociedad: Teoría de la organización
social. Vol. 1. Fondo de Cultura Económica, México, 1944. 125
Red de investigadores del Banco Central (REDIBACEN).
Estimación del costo económico de la violencia en El Salvador, presentado el 28 de abril del 2016 (consultado el 15 de mayo del 2016): bcr.gob.sv. 126
El promedio de sobrepoblación penitenciaria en América Latina
oscila entre el 50 y el 100 %; en El Salvador supera el 300 %. 127
Valencia, Roberto. “En estas condiciones la rehabilitación es
imposible”, El Faro, 20 de febrero del 2011 (consultado el 15 de mayo del 2016): elfaro.net. 128
Lanssiers, Hubert. Op. Cit., p. 49.
129
Rosales Martel, Metzi. “En el país más violento del mundo cada
día se registran 30 nuevas armas”, El Faro, 24 de febrero del 2016 (consultado el 18 de mayo del 2016): elfaro.net. 130
Boutros-Ghali, Boutros. Carta de fecha 3 de noviembre de 1993
dirigida al presidente del Consejo de Seguridad por el secretario general de las Naciones Unidas, Consejo de Seguridad, Naciones Unidas, s/26689, 3 de noviembre de 1993, p. 1. 154
131
Hernández Pico, Juan. Monseñor Rivera y Damas con la luz de
Monseñor Romero, Envío (digital), número 155, diciembre 1994, Universidad Centroamericana (UCA), Nicaragua (consultado el 26 de abril del 2016): envío.org.ni. 132
Cfr. NACIONES UNIDAS. Evaluación del proceso de paz en El
Salvador, Asamblea General, quincuagésimo período de sesiones, Tema 40 del programa, A/51/917, 1° de julio de 1997, romano IV, literal C, numeral 25. 133 134
Cfr. Ibíd., numeral 26. Ki-Moon. “Discurso de Ban Ki-moon, en el 23 Aniversario de
Acuerdos de Paz El Salvador”, El Salvador Noticias, 16 enero, 2015 (consultado el 11 de mayo del 2016): elsalvadornoticias.net. 135 136
Ibíd. Romero y Galdámez, Óscar Arnulfo. “La reconciliación de los
hombres en Cristo, proyecto de la verdadera liberación”, cuarto domingo de cuaresma, 16 de marzo de 1980, San Salvador, El Salvador, Homilías de Monseñor Romero, Servicios Konoina (consultado el 25 de mayo del 2015): servicioskoinonia.org. 137
Hernández, Claudia María (bajo el seudónimo “Ixquic”).
“Amnistía de 1932”, abril de 2008, blog Xibalbá (consultado el 15 de abril del 2014): ixquic.blogspot.com.
155