Brevísimo Vocabulario Popular de Teoría Política

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Brevísimo Vocabulario Popular de

Teoría Política Manuel S. Almeida


Brevísimo vocabulario popular de teoría política por Manuel S. Almedia Copyright © 2016, por Manuel S. Almeida

Los textos incluidos aquí, editados y revisados por su autor, fueron publicados originalmente en El Nuevo Día entre 2015 y 2016. Portada: Lonely Islands, Daniel Barreto

Publicado por: www.80grados.net


Índice Prólogo................................ 3

mM...................................... 32

aA.......................................... 8

nN....................................... 34

bB.......................................... 10

ñÑ....................................... 36

cC........................................... 12

oO....................................... 38

dD.......................................... 14

pP........................................ 40

eE........................................... 16

qQ....................................... 42

fF............................................ 18

rR........................................ 44

gG.......................................... 20

sS........................................ 46

hH.......................................... 22

tT........................................ 48

iI............................................. 24

uU...................................... 50

jJ............................................. 26

vV....................................... 52

kK........................................... 28

wW..................................... 54

lL............................................. 30

xX yY zZ............................ 56


A las compaĂąeras y compaĂąeros que le sacan sangre a la piedra con tan sĂłlo 330 palabras.


Prólogo “¿Cuál es el objeto de nuestro pensamiento? ¡La experiencia! ¡Ni más ni menos!”. Así respondía Hannah Arendt a una pregunta sobre el vínculo entre pensamiento, teoría política y experiencia. Para esta reconocida teórica política quedaba claro que la experiencia es la materia prima del pensamiento y si algo recalcó fue la importancia de nunca renunciar a revisitar las palabras, los conceptos, a trazarles sus orígenes y genealogías, a partir de las experiencias particulares que les dieron vida. Y esto adquiere particular importancia hoy día, justo cuando estamos en momentos en que las palabras han quedado vaciadas de contenido, en momentos de resquebrajamiento, en que los entendidos que han guiado el diseño de nuestros arreglos políticos, de gobierno e institucionales se están cuestionando a lo largo y ancho del mundo. A eso estaríamos convocados, a revisitar las palabras frente a nuevas experiencias, acaso para (re)pensarlas y nombrarlas desde nuevos ángulos o, quien sabe, para construir un nuevo lenguaje político que nos permita nuevas formas de convivencia. Y para esa encomienda y reto contamos con una nueva herramienta, el Brevísimo vocabulario popular de teoría política, que nos ha armado como una especie de brújula, Manuel S. Almeida, originalmente publicado en formato de columnas periodísticas en El Nuevo Día. En este brevísimo pero genial diccionario de conceptos políticos, el Puerto Rico contemporáneo sirve de escenario para acercarnos a los conceptos principales de la teoría política de Occidente y así darle materialidad a aquello a lo que a veces le huimos por ubicarlo en el reino de la abstracción pero que -como todo el lenguaje- tiene forma

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y nos constituye. En este texto, Almeida nos presenta una combinación de experiencia y pensamiento que nos permite poner bajo lupa los entendidos de nuestro imaginario político. Nos ofrece mirar y cuestionar aquello que constituye nuestra esfera pública a partir del rigor de la teoría política. Justo cuando enfrentamos un colapso de nuestro sistema político, jurídico, económico y social, Almeida nos regala la posibilidad de repensar cómo y a partir de qué premisas identificamos nuestros problemas, cómo los hemos nombrado y cómo la retórica del discurso político actual nos mantiene en una inercia perversa mediante una banalización de muchos conceptos de gran envergadura. Hoy día en que palabras como “Democracia, “Libertad, “Igualdad”, “Estado”, entre otras, se revisitan a nivel global, Almeida nos recuerda con este esfuerzo que en nuestra comunidad política es urgente hacer lo propio. Para eso, nos hilvana extraordinariamente el vocabulario de la teoría política, a autores importantes que nos han provisto con herramientas conceptuales y políticas para entender y retar las dinámicas de poder, con nuestros contextos. Así, nos hace pertinentes y le da materialidad a teóricos y filósofos políticos desde los contemporáneos como Sheldon Wolin y otros de gran relevancia en estos tiempos como Antonio Gramsci (justo en momentos en que se vuelve a hablar de hegemonías y a plantear nuevos esfuerzos contrahegemónicos), hasta el rescate de los entendidos y conceptos clásicos de la Grecia Antigua provenientes de Sócrates, Aristóteles y Platón. Almeida nos presenta ingeniosamente toda esta gama de conocimiento en un breve diccionario popular sin perder rigor y con extraordinaria lucidez y sencillez. Entre los temas que enlaza están el “sentido común”, el bipartidismo y el escollo que representa para el robustecimiento de la democracia,

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la necesidad de cuestionar las hegemonías políticas, el abuso de la idea del consenso, el cuestionamiento a lugares comunes como la tan abusada idea de “estabilidad”, la economía como criterio único que ha sustituido lo político y el monopolio discursivo de los expertos. Asimismo, traza el vínculo entre gobernantes y tecnocracia, y añade temas coyunturales de la crisis como la deuda y la Junta de Control Fiscal. Nos invita, además, a retomar lo que nos legó el pensamiento marxista, a cuestionar y a repensar los lugares comunes de la retórica nacionalista y todos aquellos que han perdido poder contestatario. Nos alerta, a través de este diccionario, del problema de la oligarquía en el liberalismo político. En fin, Almeida nos invita a abrazar la teoría política y la filosofía y a darnos cuenta de que está presente en nuestra cotidianeidad política, nos demos cuenta o no, y a retomar el significado de la política con miras a replantearnos el problema de lo común. Todo esto y más, Almeida lo aborda en tan solo 27 letras del abecedario. Habría que decir también que no se trata meramente de un texto que comenta asuntos del patio si no que busca situarlos en un contexto global y en un lenguaje teórico político en el que se sitúa no solamente Puerto Rico, sino también Occidente. En ese sentido, este breve diccionario de teoría política hace una contribución más allá de nuestro escenario inmediato. Asimismo, Alemeida nos da un ejemplo de cómo democratizar el conocimiento. Su trabajo teórico se hace accesible sin perder rigurosidad y sienta un excelente precedente al establecer un estándar de calidad y talante intelectual teórico en los periódicos de circulación general. Pocas veces vemos este tipo de trabajo bien organizado metodológica y teóricamente en espacios de amplia circulación. Espero que esta sea una pauta importante para los medios de comunicación. Si algo hace falta hoy día es retomar la

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política, pero, como bien establece este breve diccionario, retomarla con P mayúscula, y robustecerla de contenido sin tenerle miedo al rigor pero con el objetivo de apostar por que seamos muchos más los que nos enamoremos de la idea de pensar una política de lo común. Finalmente, al celebrar este texto, celebramos la invitación a repolitizarnos desde otro imaginario y sentido político. La necesidad de que la teoría política retome un lugar importante en nuestra cotidianidad es evidente y qué mejor que comenzar por las palabras. Ojalá que a través de este Brevísimo vocabulario popular de teoría política establezcamos pautas para entendernos. Gracias a este teórico político que nos ha recordado la importancia de reflexionar, palpar y, si es necesario, re significar, las palabras en pos de un mundo común.

Érika Fontánez Torres 11 de junio de 2016 San Juan, Puerto Rico

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aA

A, de “abecedario”. Las cosas que parecen elementales y que nos resultan hasta “naturales” deberían ser repensadas continuamente porque al tomarse por sentadas pudiéramos pasar por desapercibidos cambios que ponen en entredicho el significado de las cosas mismas. Es como el sentido común: a veces la gente apela a éste como criterio de juicio suponiendo que es una especie de razonabilidad “espontánea”, dada a todos por igual y que vale más que muchas elucubraciones de pequeños geniecillos. Pero esta perspectiva pierde de vista que el sentido común no es natural, sino que -como nos han recordado pensadores como el sardo Antonio Gramsci- éste es el cúmulo un tanto desorganizado de la sedimentación de muchas ideologías que han pretendido campear por sus respetos a través de la Historia. Peor aún, los entendidos que logran imponerse por momentos dados son los que tienden a dejar mayor sedimentación. Así, muchas veces cuando juzgamos a partir del sentido común estamos muy lejos de apelar a un criterio imparcial, sino que, al contrario, partimos de entendidos que suelen hacerle el juego a los que le va muy bien bajo el orden actual. Y si a usted le va muy bien dentro del orden actual, pues “suchislife”. Pero si a usted no le va tan bien, el sentido común debería a lo menos producirle suspicacia. Volvamos: A, de abecedario. ¿Qué más elemental que las letras? Con ellas construímos palabras. ¿Qué más inocuo que las palabras?

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Con ellas suponemos nombrar cosas. Me parecería útil que pongamos a prueba algunas palabras. Escojamos una por letra y pongámosla a prueba con la realidad actual. Quizás descubramos que usamos palabras huecas, que usamos palabras para nombrar cosas contrarias a lo que éstas alguna vez quisieron nombrar, o que usamos palabras que nombran carencias. ¿Y si aflora que en el uso acostumbrado de las palabras se expresa el poder? (¿Y cómo no revisar la palabra “poder” cuando nos toque la P? ¿O Pepito? ¿O tal vez Puerto Rico?)

aA


bB

B de “bipartidismo”. Seguimos con el abecedario poniendo a prueba nuestro sentido común y nuestra cultura política. En clave inocente, el bipartidismo denota un sistema político en el que dominan de facto dos partidos en cierta alternancia. Es un fenómeno, hoy por hoy, bastante común que puede corroborarse en un sinnúmero de países, incluyendo al querido paisito nuestro. Pero, vamos, ya perdimos la inocencia y no estamos para hacernos los ingenuos: el bipartidismo, más que un fenómeno sin más, es un mal. Si uno es de temple democrático, como poco el bipartidismo expresa un problema y una falacia. Un problema porque hace a nuestra pretendidas democracias representativas menos representativas. Un sistema bipartidista necesariamente refleja menos la complejidad de la realidad social, incapaz de impulsar o tratar de hacer valer las demandas y los intereses de una multiplicidad de grupos que se saben no representados por los partidos dominantes. Es también una falacia porque, además de ser menos representativo, el bipartidismo pretende hacer ver que la alternancia se da entre verdaderas alternativas. No obstante, ateniéndonos a la verdad efectiva de las cosas, lo que hemos corroborado una y otra vez en tiempos recientes y no tan recientes es que en nuestras democracias realmente existentes la alternancia se suele dar entre dos partidos que hacen valer -amén de las diferencias en formas y maneras- la misma agenda de política pública que siempre beneficia a los mismos sectores y deja desatendidas a las mayorías.

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Cuando la contienda electoral se da entre igualitos no hay disputa. Cuando no hay disputa entre verdaderas visiones y alternativas ético-políticas de cómo organizar la convivencia, no sólo es que hay menos democracia, sino que hay menos política. Menos Política (con “p” mayúscula) implica la mera gestión administrativa que procura reproducir lo mismo que lleva a la nada para muchos. Y, con ello, se sigue consolidando la transmutación de ciudadanos en meros súbditos.

bB


cC

C, de “consenso”. 1. En la cultura política boricua dominante, “consenso” señala la palabra mágica con la cual quiere desconocerse la oposición o posibilidad de contienda en torno a una agenda que quiere imponerse por un grupo con poder. El “consenso” en este sentido funge como alfombra bajo la cual se pretende barrer los problemas. “Consenso”, según esta acepción, tiende a articularse comúnmente con “sociedad civil”, entendida como ámbito social a-político, transparente y carente de relaciones de poder. Este pretende desconocer que los consensos están fundamentados en relaciones de poder y que la llamada sociedad civil es un terreno importante de articulación del poder de unos grupos sobre otros. 2. “Consenso”, en relación a hegemonía. Antonio Gramsci (1891-1937) planteaba que en sociedades modernas el poder se iba a expresar cada vez más a través de lo que llamaba la hegemonía; es decir, el poder de grupos basado en el cultivo continuo del consentimiento activo o al menos pasivo de los grupos dominados, tornados a su vez en dirigidos. El “consentimiento” se logra a través de complejas prácticas ideológicas, pero también con concesiones materiales a los grupos subordinados (concesiones que a su vez suelen arrancarse a partir de demandas y luchas por los subalternos). En una hegemonía estable estas concesiones no trastocan las relaciones de poder fundamentales. 3. “Consenso”, en relación a la política bien entendida. Si la política trata de posibilitar la convivencia humana, de articular un nosotros de comunidad a partir de las diferencias de hecho, los consensos son

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indispensables. Pero en sentido propiamente político, estos consensos deben saberse contingentes y siempre atentos a la posibilidad de ser cuestionados y/o renegociados a partir de lo que debería ser una contienda continua de grupos con distintas perspectivas ético-políticas e intereses. Contemplar el consenso a partir de lo anterior pone en entredicho las retóricas facilongas de los grupos dominantes de turno y nos va capacitando para una práctica ciudadana más reflexiva, crítica y activa.

cC


dD

D, de “democracia”. Del griego “demos” (pueblo) y “kratos” (poder). Idealmente, la democracia nombra la experiencia del poder compartido como fundamento de la toma de decisiones de una comunidad política. La experiencia estaría anclada en la libertad y la igualdad política. Esta constituye la organización política formal por excelencia ya que no pretende más (ni menos) que habilitar un marco de inscripción subjetiva que permita -irrespectivamente de nuestras diferencias de hecho- reconocernos como iguales al respecto de un destino común, y a partir de ello llevar a cabo los procesos decisionales que nos atañen a todos. Su naturaleza formal rechaza la prefiguración de metas fijas y hala la alfombra de debajo de los pies de cualquier pretendida certidumbre. Por lo mismo, la democracia sería también el ordenamiento político agónico por excelencia porque no pretendería más que dar paso a la continua disputa por la hegemonía de distintas perspectivas éticopolíticas. Por lo anterior, uno podría decir que los atenienses del siglo 5 y gran parte del siglo 4 a.n.e. (antes de nuestra era) -los que se inventaron y nombraron la democracia- no sólo vivían en democracia, sino que vivían democráticamente. Es decir, la democracia implicaba continuamente la puesta en marcha de prácticas sociales y el cultivo de un “ethos” que le fuera apto.

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Realmente, nombra aquello que se celebra de manera casi universal pero al precio de convertirse en un significante vacío que se llena continuamente incluso con significados contrarios. Aquello que se invoca a la ligera, como palabrita mágica, con la intención de legitimar cualquier agenda política (incluso anti-democráticas. ¡Especialmente anti-democráticas!). Palabra que tiende a nombrar su propia ausencia. Para referirse a las democracias realmente existentes, el teórico político Sheldon Wolin habla de “democracias sin demos”, democracias sin pueblo, sin el elemento de la experiencia del poder compartido basado en la articulación de identificaciones contingentes de comunidad (“commonality”). Nombra aquello que parece que está en su ocaso pero que realmente nunca tuvo más que su cuarto de hora.

dD


eE

E, de “estabilidad”. Mejor no, pues la norma es la crisis. Intentemos E, de “economía”… pero mejor no porque la economía estaba supuesta

a tratar del bienestar del hogar y de la comunidad, y al contrario hoy es la causa de nuestras pesadillas. Entonces E, de “economistas”… pero mejor no porque muchos han sido los economistas -no todos, pero los “usual suspects”- que han servido de asesores del gobierno y no han hecho más que recomendar las medidas que nos siguen sumiendo en la crisis; incluso alguno se ha atrevido en clave antidemocrática a sugerir

la suspensión de elecciones. Qué tal E, de “expertos”… pero mejor no (ver comentario sobre los economistas). Tratemos algunas otras. E, de “equidad”… pero mejor no, pues ha llegado la hora más bien de echar mano a la palabra igualdad. E, de “ética”… depende, porque el consuelo ético tiene sus limitaciones

si no deviene en acción ético-política. Y qué tal E, de “estadidad”… pero mejor no, porque no cabe decir más sobre ella que aclararle a los nacionalistas que la estadidad es, como la independencia, una opción descolonizadora y que no se corresponde necesariamente con la derecha (las posiciones de izquierda y derecha tienen que ver con la igualdad y la desigualdad económica y social y no con fórmulas de status). Un intento final: E, de “envidia”… pero mejor no, porque no hay acción productiva y que aporte al bienestar general que nazca del

resentimiento. Y qué tal E, de “esperanza”. Bien, pero no puede ser una esperanza en el vacío. La esperanza, bien entendida, es como el

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optimismo bien entendido. Decía Antonio Gramsci que se puede tener esperanza o ser optimista sólo en la medida en que se actúa aportando o contribuyendo a la causa por la que se apuesta. En nuestro contexto, en donde la economía mal habida se impone sobre la vida, esto implica dirigir las coordenadas hacia más (no menos) democracia, hacia el poder compartido, hacia un mejor… entendimiento.

eE


fF

F, de “filosofía”. Que nadie se espante. No quiero comentar sobre la filosofía como una disciplina abstracta y lejana, sino como la entendían algunos antiguos, como una forma de vida. Fijémonos en el viejo Sócrates. De esa figura que tenemos como tan excelsa, de ese campeón de la libertad del pensamiento, el biógrafo del siglo 3, Diógenes Laercio nos dice que cuando andaba por las calles, “recibía puñetazos y arrancadas de pelo, y las más era despreciado y lo tomaban a risa”. ¿Por qué era tratado así por algunos este procurador de sabiduría, este filósofo? Porque para Sócrates la filosofía era una práctica vital, que debía llevarse a cabo todos los días. Consistía en el examinarse a uno mismo a través del diálogo y la discusión con cualquiera. Lejos de la filosofía ser cuestión de pequeños geniecillos aislados en sus estudios, la socrática era una filosofía callejera que partía del reconocimiento de la ignorancia y que suponía que la búsqueda de conocimiento era necesariamente una empresa colectiva. Pero este proceder filosófico incomodaba pues suponía la conversación entre ciudadanos y el estar dispuesto a ponerlo todo en entredicho; todas las nociones y convenciones sociales. E incomoda plantear salir del marasmo de algún conformismo. ¿Y la meta de todo ello? Ser, si no más sabios, al menos mejores. Paradoja histórica: una democracia condenó a muerte a Sócrates por

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culpa de malas compañías (algunos de sus admiradores odiaban la democracia), pero esa misma democracia nutría su cultura política con prácticas como la socrática. Vivimos en crisis. Hemos llegado a ella de la mano de los “expertos”. Y ahora buscamos salir de ella de la mano de los “expertos”. En su momento, el viejo Sócrates no temía de hacer quedar públicamente en ridículo a los expertos de su época. Contra la pretensión de sabiduría de los expertos, Sócrates reivindicaba el diálogo entre los ciudadanos comunes. Que molestoso ese Sócrates, nos recuerda que lo antiguo le puede reprochar al presente.

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gG

G, de “gobernanza”. De un tiempo a esta parte la palabra “gobernanza” ha venido a ser cada vez más utilizada, e incluso en ciertos ámbitos ha logrado desplazar la palabra “gobierno”. Pareciera ser que es una palabra más bonita, acaso más sofisticada. Es una palabra con ecos de mercadotecnia, expresando así una especie de confusión efectiva entre el ejercicio de gobierno y el mundo privado empresarial. Algo de eso se recoge en la primera definición que le da a la palabra la RAE: “Arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía”. Se enfatiza el elemento de gestión de modo “duradero”. Vivimos en crisis y en democracias en agonía. La democracia debería implicar un ordenamiento basado en el poder compartido a partir de la igualdad ciudadana. En el ejercicio democrático debería darse rienda suelta a la confrontación de diversas visiones ético-políticas que tratan de interpelar a mayorías para lograr hacerse hegemónicas por determinado tiempo (mientras logren interpelar efectivamente a una mayoría). La democracia en este sentido siempre pudiera atentar contra la estabilidad o “duración” de la imposición de una agenda particular.

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No en balde algunos, aunque la vitorean a gritos, nunca han dejado de menguarla. Y como algunos grupitos con poder para mantenerse privilegiados insisten en las mismas agendas, hacerlas “duraderas” (y que no han hecho más que llevarnos a la crisis), buscan desplazar la democracia tratando de perpetuar “expertos”, “juntas” supervisoras, “técnicos”, que no se deban a la ciudadanía, que no pasen por procesos de cotejo ni de elecciones. Y todo para vedar el paso a posibles perspectivas distintas de cómo hacer las cosas. La “gobernanza”, entonces, parece señalar el paso de la política a la mera gestión administrativa, de la disputa a la certeza de los supuestos expertos, de la democracia a la consolidación de la tecnocracia.

gG


hH

H, de “hegemonía”. El sentido común es cosa seria. Es ese cúmulo de nociones, preceptos, juicios y prejuicios, a veces caótico y fragmentario, a través del cual en ocasiones a la ligera interpretamos lo que nos rodea. Lo suponemos como natural e inocuo. Pero nada más lejos de la verdad. En el sentido común se terminan cristalizando residuos de múltiples ideologías que han existido a través del tiempo, cuyas funciones han sido las de ayudar a reproducir un orden social con sus respectivas relaciones de poder. Elementos de las ideologías que lograron imponerse en el tiempo terminan formando parte del sentido común, logrando que éste sea un vehículo muy exitoso, por sutil, para ayudar a reproducir determinadas relaciones de poder. El italiano Antonio Gramsci (1891-1937) fue uno de los más importantes teóricos políticos del siglo 20. Una de sus principales aportaciones, en sus Cuadernos de la cárcel, fue ayudar al entendimiento del poder en las sociedades modernas a través de lo que él llamaba la hegemonía. La hegemonía para Gramsci implica la dirección moral e intelectual sobre los grupos subordinados por parte de un grupo dominante, de forma tal que éste logre convencer a los subalternos de que su proyecto particular es el de ellos también. Se presentan así los intereses particulares de un grupo como si fuesen intereses generales. La hegemonía expresa el poder a través del cultivo continuo del consentimiento activo o, al menos pasivo, de la gente. Para ello se toman en cuenta e incluso se incorporan hasta cierto punto (dependiendo de los límites para ello de un determinado orden social)

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las demandas de grupos subordinados, siempre y cuando no se ponga seriamente en entredicho el poder de los grupos dirigentes. También, es una práctica de poder que trata continuamente de sentar los parámetros ideológicos y gnoseológicos a través de los cuales entendemos una realidad, pero en ánimos de que se reproduzca, y con ella el poder de los mismos sobre los otros. La hegemonía de un grupo sobre otros, entonces, es más exitosa cuando logra tornarse sentido común. Lección: debe ponerse en entredicho desde una perspectiva crítica incluso aquello que nos parece lo más “natural” y “común”.

hH


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I, de “igualdad”. Esta palabra sirve para dar, nuevamente, una lección básica de política que sea correctiva a una noción prevalente en nuestra cultura. La partidocracia actual está montada sobre una matriz identitaria basada en preferencias de fórmulas de estatus. El PNP se identifica con la estadidad, el PIP con la independencia y el PPD con el estatus actual (o con alguna modificación). El estatus ha sido el eje de construcción identitaria de los partidos tradicionales y ha logrado en el sentido común de muchos puertorriqueños, que se redefinan los polos clásicos que marcan el espectro político del mundo: la izquierda y la derecha (con un centro que se hace espacio intermedio). Para muchos en Puerto Rico ser de izquierda implica ser independentista, ser de derecha implica ser estadista y ser de centro implica favorecer el ELA o alguna versión modificada. No obstante, esto contrasta con lo que significa ser de izquierda o de derecha en el resto del mundo. Entonces volvamos a la palabra “igualdad”. Ser de izquierda o de derecha en rigor no tiene que ver con fórmulas de estatus, sino con cómo los ciudadanos piensan que debe figurar la igualdad en sociedad. Ser de izquierda implica aspirar a una sociedad en la que prevalezca mayor igualdad (particularmente igualdad socioeconómica).

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Al contrario, ser de derecha implica dar más énfasis al desempeño de la libertad individual, aunque ello pudiera redundar en gran desigualdad. De manera tal que uno bien pudiera ser independentista y de derecha, o ser estadista y de izquierda. Esta lección es importante, pues ninguna opción descolonizadora tiene inherentemente todas las soluciones para resolver nuestros problemas. Además, las elecciones cada cuatro años no son plebiscitos, sino contiendas entre agendas (supuestamente) diferentes de política pública. Dejando de lado el estatus por un momento (sin ignorarlo como un asunto importante a atender), pudiera ser que hay mucho más que nos une de lo que nos separa en materia de querer echar hacia delante al país, apostando a una vida más digna, justa, democrática y solidaria.

iI


jJ

J, de “justicia”. ¡Estos platónicos son la changa! Insisten e insisten en que deben gobernar juntas supervisoras y paneles de expertos que no se deban a los procesos democráticos de cotejo público ni a la ciudadanía. Con “platónicos” me refiero a los miembros de nuestra capa gobernante (muchos de los cuales seguramente son herederos de Platón sin nunca haberlo leído). Platón, uno de los grandes padres del pensamiento occidental odiaba la democracia. En sus diez diálogos conocidos como La república adelantaba una noción política de justicia que implicaba el principio de especialización fija y estática. Según esta definición el estado estaría compuesto de tres estamentos a los que les correspondería llevar a cabo unas tareas específicas; eso sería la justicia. Al contrario, cuestionar o disputar un orden estamental pretendidamente fijo en el que deben mandar los que saben (o creen que saben), sería una injusticia. O sea, para Platón en La república lo que hay es una confrontación entre filosofía y política ciudadana y Platón apuesta a que la filosofía, el saber de los expertos, debe imponerse al “demos”, al pueblo. Nuestro gobierno es platónico, los funcionarios no quieren gobernar de acuerdo a reglas convenidas en una vida en democracia, que de rienda suelta a la disputa, al “polemos”. Nos quieren imponer más sacrificios, más austeridad, más dolor, más pobreza. No more.

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Hay que abrir paso para una mayor acción democrática ciudadana, que le arrebate el concepto de justicia a estos buitres y carreristas políticos. Es hora de que la justicia responda las demandas de la voluntad colectiva del pueblo. Andiamo avanti.

jJ


kK

K, de “Kakistocracia”. Aunque no fue el primero en acuñar el término, en tiempos recientes el teórico político italiano Michelangelo Bovero ha hecho referencia al fenómeno de la Kakistocracia. Sin mayor rodeo, la Kakistocracia significa el gobierno de los peores. “Kakistos” viene del griego antiguo y es la versión superlativa de “kakos”, que significa “malo”, o “perverso”, o “nocivo”, o “incapaz”. Y “kratia” que es una inflexión de “kratos”, que significa “poder”, “fuerza”, y que por costumbre relacionamos con mando y gobierno. Por lo que, volvemos, Kakistocracia significa entonces el gobierno de los peores, o el gobierno de los malísimos. Creo que en Puerto Rico deberíamos ir echando mano de forma más común de este concepto. El compañero y estudioso Emilio Pantojas lo ha hecho en diversas columnas periodísticas recientes, en este periódico, pero debería popularizarse a modo de crítica de lo que llevamos viviendo en Puerto Rico desde hace demasiado tiempo. Sugiere Bovero que la Kakistocracia es la mezcla o combinación perversa de los peores regímenes políticos: articulando al pueblo pero como populacho a manipular, a los oligarcas a modo de las élites económicas que logran hacer valer sus intereses aunque se haga alarde de soberanía popular, y al elemento pretoriano expresado en esa capa política que se hace copartícipe del poder y que vive de la gestión gubernamental (políticos profesionales).

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A la capa política dominante le encanta cacarear sobre la democracia. Hacen alarde de ser sus grandes campeones. Pero para ellos esa palabra es hueca. No significa nada. En la práctica la llenan de significados contrarios a su verdadero espíritu. Hablan de pueblo, pero gobiernan para aplastarlo. Hablan de buscar nuestro bienestar pero vienen gestando la crisis hace décadas. Porque a ellos la crisis no les ha afectado de la misma manera. Son una especie de lumpenpolíticos, capas parasitarias que se benefician perversamente de lo malo. Son los malos, los peores. No tenemos democracia, tenemos una Kakistocracia, un gobierno de los peores. Se acercan las elecciones, ¿por qué no apostar fuera de la alternativa de los malos y los peores?

kK


lL

L. Estoy tentado a hablar de mi palabra favorita que nombra a mi

persona favorita (mi hija), pero no seré tan egoísta. L, de “libertad” y de “logos”.

Primeramente “libertad”. Es importante en torno a la libertad regresar a los antiguos. Para los antiguos la libertad implicaba –al contrario de la libertad moderna hiperindividualista y “privatizada” de la cuan tantos hacen alarde–, que uno es más libre mientras más uno participe, directa o indirectamente, en mandarse a uno mismo. Por lo tanto, ser libre implicaba el reconocer la importancia de poder participar en la toma de decisiones de la comunidad política. Ser libre implicaba ser un ciudadano con todos los derechos políticos que me habilitarían para participar en los procesos de toma de decisiones. Y eso me hace más libre porque deja menos en las manos de otros el decidir cómo yo debo vivir mi vida en comunidad. Por otro lado, “logos”, o discurso racional. Aristóteles decía que lo que distinguía a los seres humanos como especie era su participación del “logos”, o del habla o discurso racional. Pero no lo planteaba como un bien en sí mismo, sino como precondición necesaria para articular un “nosotros” que pudiera fundamentar y hacer posible la “polis”, la comunidad política. Se acercan las elecciones. Por lo tanto hace falta que los ciudadanos a partir de su libertad política juzguen el “logos”, los planteamientos

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que proponen las diversas agrupaciones políticas, y no se dejen llevar por las pamplinas mediáticas, los silencios de quienes no tienen nada que decir o la publicidad vacía de contenidos. En política, una disputa verdadera debería exigir “logos” a las fuerzas en contienda. Argumentación y no “jingle”, argumentación y no “slogan”, argumentación y no silencio oportuno. En tiempos de oscurantismos, la política requiere de más “logos”. Finalmente, y me disculpan: L, de Laura, mi hija. Laura Victoria es la persona que con su dulzura, buen humor, “coolness” e intelecto me devuelve, una y otra vez, la fe en la humanidad.

lL


mM

M, de Marx. Es increíble como muchos insisten en que Karl Marx (1818-1883) es un perro muerto. Marx, quien en tiempos de relativa estabilidad es olvidado por los comentaristas de las noticias y los acontecimientos, siempre retorna con la ferocidad típica del retorno de lo reprimido cuando el mundo en el que vivimos, basado en el capitalismo, entra en crisis. Y en crisis estamos, en Puerto Rico y el mundo, aunque la nuestra antecede como por dos años a la del resto del mundo. Suele decir un “analista” radial que no hay lucha de clases, pues eso supuestamente es cosa del pasado, algo que es mejor olvidar con la caída del bloque soviético. Que lo comente alguien que se beneficia materialmente de la sintomatología cultural del mundo en crisis no viene al caso ahora. Lo importante es insistir en lo contrario. Que llevamos alrededor de cuarenta años a través de los cuales la clase dominante, las grandes empresas, las grandes corporaciones transnacionales, las instituciones financieras internacionales, el capital, han llevado una muy efectiva ofensiva en contra de la gente que trabaja. Tan exitosa ha sido esa ofensiva de la clase dominante, que cuando los gobiernos deciden ayudar/rescatar a raíz de la crisis, más ayudan a rescatar a las instituciones financieras causantes de la misma crisis que a sus víctimas, aquellos que pierden sus empleos, sus casas, que se ven obligados a emigrar, etc.

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La obra de Marx es muy rica para reseñar en 330 palabras. Basta insistir que un pensador que llevó a cabo uno de los mejores análisis y críticas al capitalismo, no es perro muerto. Que estudiar un pensador que planteó que la sociedad era el producto siempre contingente de la dominación de unos sobre otros (la lucha de clases), no es superfluo. Que leer un pensador que se ponía como meta “una asociación en que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos”, no es perder el tiempo.

mM


nN

N, de “nación” y de “nacionalismo”. Demasiada tinta ha sido derramada sobre estos conceptos. Dicho sea de paso, uno de los mejores autores que han trabajado el tema, Benedict Anderson, desafortunadamente murió hace muy poco. Estipulemos algunas cosas que aunque parecerían obviedades, en materia de cultura política, la repetición es fundamental. La existencia de una nación no requiere de un estado nacional soberano. En términos antropológicos, la nación remite a una comunidad histórica y cultural propia. De forma tal que Puerto Rico, a pesar de ser un territorio colonial, puede reconocerse como una nación. De hecho, hoy día todo el mundo reconoce que Puerto Rico es una nación, así sean estadistas, independentistas o estadolibristas. Es importante insistir en que Puerto Rico es una nación, irrespectivamente de su condición colonial, para precisar que el asunto de la descolonización, como tantos otros, son de naturaleza propiamente política y no de naturaleza identitaria. De hecho, el nacionalismo retórico puertorriqueño, como han argumentado ya varias voces importantes desde los años 1990 en adelante es de facto el discurso cultural hegemónico. Todo el mundo es cien por ciento puertorriqueño de puro corazón y boricua de pura cepa wepa. La capa gobernante es puertorriqueñista, las corporaciones transnacionales y la circulación de mercancías se publicitan como súper-mega-boricuas, los medios de información locales todos son puertorriqueñistas.

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Incluso, retóricamente el partido más nacionalista en Puerto Rico es irónicamente el Partido Popular Democrático. El hecho de que esa retórica –porque no es otra cosa que retórica hueca– siga interpelando a tantos independentistas, y produzca el requeteconocido fenómeno del melonismo, es asunto que merece una mayor discusión en otra ocasión. Que el nacionalismo cultural en Puerto Rico es un discurso hegemónico quiere decir que contribuye a que la gente activa o pasivamente consienta –paradójicamente- al status colonial actual. Por lo tanto, el asunto de la nacionalidad en Puerto Rico está resuelto… hace tiempo. Son los asuntos de la desigualdad social, económica y política, la falta de democracia, y la relación colonial, los asuntos pendientes en la agenda.

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ñÑ

Ñ, de “ñangotado”. Esta palabra es muy nuestra. La RAE la contempla y con debido rigor, le traza su origen a Puerto Rico (en el caso de “ñangotarse”, a Puerto Rico y República Dominicana). El ñangotado es el que se pone de cuclillas frente a los problemas, aquél que frente a la adversidad del entorno permanece servil, indeciso y sin voluntad. Los ñangotados son los que dejan las cosas pasar, así sea que ello implique que se les pase el rolo, que los exploten, que les falten el respeto. La palabra recoge un viejo juicio de Pedreira en Insularismo según el cual los puertorriqueños tenían una “característica nacional que llamamos aplatanamiento”. Al respecto de esta palabra, es oportuno que estoy en el proceso de editar un libro del historiador Marcos Vélez sobre las imágenes de los Libros para el Pueblo publicados por la DIVEDCO. En el número 26 de los Libros para el Pueblo titulado Nuestros problemas, de 1967, se cuenta la historia de Anastacio, quien ñangotado ante la adversidad cuestionaba sus capacidades. En el trabajo se cita del libro: “Anastasio Martínez se “ñangotó” en el batey y miró fijamente a sus manos… Otro día. Otro día largo, interminable”. No hay duda, es demasiado fácil, de que podemos reflejarnos hoy en el espejo de ese ñangotamiento, pues en la encrucijada en la que nos encontramos no hemos logrado todavía articular una voluntad colectiva que logre mostrar la fortaleza y la resistencia necesaria para enfrentar los continuos embates que sufrimos ante fuerzas económicas que se pretenden todapoderosas, una capa política parasitaria que

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vive perversamente de la crisis y una relación colonial que tiene que atenderse. Es importante a este respecto rescatar una de las salidas del ñangotamiento a las que se apunta en los Libros para el Pueblo: que el pueblo se politice, que se haga actor principal y logre vivir en democracia. Que diga basta ya, y deje de ser espectador ñangotado para tornarse en ciudadanos en democracia que procuran el poder compartido.

ñÑ

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oO

O, de “oligarquía”. Como dicen los anuncios de una bebida gaseosa tratando de sumarse a la culturita hípster, los griegos antiguos decían “las cosas como son”. Aristóteles dice en la Política con candidez que “Hay oligarquía cuando controlan el régimen político los dueños de grandes fortunas”. Y la diferenciaba claramente de la democracia al plantear que ésta tomaba lugar “cuando los que no tienen un gran capital, sino los pobres”, controlan el régimen político. Esa gente tenía clara la diferencia entre diversas modalidades de gobierno. Esa claridad va a contracorriente de las confusiones modernas donde las palabras dejan de ser lo que eran o de significar lo que significaban. Brinco al último tercio del siglo 19 en América Latina. Los estudiosos de la región tienden a referirse, a modo taquigráfico, al último tercio del siglo 19 latinoamericano como el periodo de las “oligarquías liberales”. Sin meterme en la complejidad histórica del periodo, menciono esta expresión porque podría parecerle a muchos casi como una contradicción en términos. Es decir, se preguntaría cierto sentido común, ¿cómo es eso de que existe una forma en la que mandan los ricos en el contexto de un estado de derecho (liberalismo político)? Aquí es donde debemos insistir en lo siguiente: la democracia moderna es la articulación histórica de dos tradiciones distintas, la democrática (soberanía

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popular, poder compartido, igualdad política) y la liberal (imperio de la ley, estado de derecho). De forma tal que uno puede, en abstracto, tener democracia sin estado de derecho, como tener un estado de derecho sin democracia. Por lo tanto, uno puede muy bien vivir dentro del esquema de un estado de derecho a través del cual se hagan valer los intereses de los ricos sobre la explotación de los demás. Que nosotros hoy le llamemos a esa vaina democracia para dormir más tranquilos o pretender obviar la realidad, eso es ya pues parte del problema.

oO


pP

P, de “política”. La política es aquello sobre lo cual muchos puertorriqueños se quejan pero que casi no existe en el país. Hay y ha habido mucha (y mala) gestión administrativa. Hay y ha habido mucha (y mala) ejecución de agendas públicas. Hay y ha habido mucha (y mala) actuación a partir de asesorías de los (llamados) “expertos”. Hay mucho comentario (duele nombrarlo análisis por respeto al pensamiento mínimamente racional) del acontecer diario disque político en el país de la mano de los (llamados) “analistas políticos”. Pero política, lo que es o debería ser propiamente política… eso brilla por su ausencia. La política en sentido propio y fuerte contempla el conjunto de actividades y disposición de poderes que logran contingentemente plasmar el ordenamiento de la convivencia humana. Sin embargo, primero, este ordenamiento debe siempre ser el resultado de una disputa previa entre perspectivas verdaderamente distintas unas de otras en torno a cómo precisamente debe expresarse esta convivencia humana (“sociedad”); segundo, este ordenamiento siempre debe permitir el desenvolvimiento de la disputa, lo que podría redundar en que el tipo de ordenamiento cambie. En este sentido la palabra política no sólo remite a la griega antigua “polis” (ciudad-estado), sino también y más importante a “polemos” (disputa, contienda). Si no hay disputa o contienda real entre visiones verdaderamente distintas de cómo organizar la convivencia humana y de disponer y distribuir poderes y bienes, no hay política. Si la gestión administrativa no hace más que reproducir un mismo estado de situación que no

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posibilita la modificación real de múltiples relaciones sociales, no hay política. Si se impone lo mismo de siempre que conduce a la nada de lo mismo (con sus ganadores y perdedores permanentes), no hay política, sino anti-política. De manera tal que debe interpretarse el hastío de la gente con la “política”, no tanto con ésta (pues apenas toma lugar), sino con la consistente imposición de lo mismo. Tomar conciencia de ello estaría a sólo un paso de querer construir una voluntad colectiva que procure un cambio.

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qQ

Q, de “quiebra”, o de “quitarse”, o de “quejarse”, o de “qué”, o de “quiénes”, o de “quijotesco”... Las quiebras son la orden del día.

Los ciudadanos siguen radicándose en quiebra ante el marasmo de un escenario económico que a su vez siempre ha estado quebrado. El gobierno también lo está, aunque hoy por hoy no puede declararse en quiebra como posible vía para reestructurar y reajustar sus cuentas. El sistema político-partidista está en quiebra, con los partidos dominantes insistiendo en extraer cuantas migajas puedan, cuantas migajas queden, y distribuyéndose los puestos y premios que puedan o que queden por repartir. Quitarse o no quitarse, “that is not the question”. Un empresario comienza una campaña de #yonomequito. Luego de mil controversias e incluso de lanzamientos ingeniosos de contracampañas, particularmente en las redes sociales, el empresario tuvo que tratar de aclarar que no dijo lo que dicen que dijo. Si ‘no quitarse’ implica beber el kool-aid del status quo, ponerse como meta las de los que guisan por vía de la corrupción ilegal o la legalizada y/o se benefician perversamente de la crisis, ojalá sean muchos los ‘quita’os’. Pero entonces quitarse no basta. Debemos quejarnos, demandar, exigir, reclamar. Debemos tratar de que la queja, que es válida y meritoria en sí misma, devenga en ánimo de querer componer una voluntad colectiva de quejones, que pase de la queja a la acción política (re) constructiva.

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Quejarnos sobre qué, sobre la falta de bienestar general: el aumento de la desigualdad, el deterioro de la educación, el daño al medioambiente, la falta de servicios públicos, la corrupción de funcionarios electos y no electos, la falta de transparencia en la gestión gubernamental, la falta de democracia, la promoción de la incultura y el desincentivo de la reflexión, etc. Quejarnos de quiénes, de todos aquellos culpables por la falta de bienestar: los fondos buitres, la capa política parasitaria, la lumpen-burguesía local, las grandes corporaciones que son las verdaderas “mantenidas”, los corruptos… La situación es dantesca, reclama que asumamos cierta actitud quijotesca.

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rR

R, de “reflexionar”, o de su derivado “reflexión”. La vida va de prisa. Muchos andan como en piloto automático, sin pensar detenidamente (entiéndase, “reflexionar”) sobre lo que hacen en las distintas instancias en las que actúan. Es que no se tiene el tiempo para ello, podríamos decir como excusa. “Time is the fire in which we burn”, dice el último verso de un poema de Delmore Schwarts, pero que conocí primero a través de una película de Star Trek. Y sin reflexionar, vamos dando tumbos por la vida: haciendo valer rutinas y prácticas que tomamos por sentadas, dejándonos interpelar por ideologías que aparentan ser neutrales o espontáneas porque han logrado hacerse sentido común, dejándonos ningunear o abusar por los poderosos porque parecería ser ley de vida. El orden hegemónico atenta continuamente contra la reflexión. No nos llamemos a engaño: información tenemos a borbotones; estamos sobresaturados de ella. Pero esta sobresaturación tiende perversamente a ocultar la realidad subyacente de que entre tantos contenidos (buenos y malos) se produce el gesto análogo de la prisa por las cosas. Uno no se detiene a pensar sobre algo porque siempre surge un nuevo titular, y no leemos la nota, sólo el titular, porque el próximo titular de nueva noticia o novedad ya se nos presenta y así desenfrenadamente. Tanto presentismo enmascarado de innovación perpetua apunta a una gestión consistente para desincentivar la reflexión.

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Parece que se le teme al pensamiento. En estos tiempos de oscurantismos uno se siente tentado a citar a Kant, “¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!” Viviendo a partir de imperativos incuestionados, dando todo por sentado, decía Kant muy duramente, nos hace “animales domésticos”. Al principio pensé usar la R para hablar de “reforma”, o de “revolución”, o de “renacimiento”. Pronto me percaté de que para que estas palabras no lucieran huecas o fácilmente cooptables por máquinarias publicitarias, se requería hacer una defensa de la práctica reflexiva, que debe ser precondición para las otras.

rR


sS

S, de “sociedad”. La “sociedad” es esa realidad que tomamos por dada, en la que entendemos que estamos insertados. Derivada originalmente del latín socius (acompañante), el teórico cultural Raymond Williams en su trabajo clásico Keywords. A vocabulary of culture and society, repasa cómo entre las modificaciones en sus usos a través de la historia, “sociedad” pasa de referirse a compañerismo o compañía activa en términos más inmediatos, a una noción más amplia y general significando ese conjunto de instituciones y relaciones que articulan el espacio que cohabitamos en grandes comunidades. En contra de perspectivas explicativas psicologizantes de la sociedad, a fines del siglo 19 E. Durkheim argumentaba en torno a la especificidad de lo social. La sociedad, lo social, nos pesa. La sociedad (instituciones, relaciones, normas, valores, discursos) nos impone, nos interpela, nos “obliga”. Si miramos a nuestro alrededor, a todos los problemas y malestares que nos aquejan, habría que preguntarnos si la sociedad nos sigue pesando igual que antes. Frente al ‘nosotros’ mínimamente requerido para reconocernos como parte integral de una comunidad, prevalece una cultura hegemónica del ‘yo’ en casi todos los ámbitos a donde uno mira: yo el consumidor, yo el ciudadano-espectador, yo el que arreo por lo mío, yo y que se fastidien los demás. Usando otro concepto durkheimiano, reina la anomia generalizada. El asunto es serio. No hay duda de que podemos señalar problemas específicos y asuntos apremiantes que deberían atenderse: desigualdades de todo tipo, agresiones y opresiones que se manifiestan

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de distintas formas, corrupción en lo público y lo privado, la banalidad como código cultural imperante, el hedonismo que adereza la indiferencia, la destrucción del medioambiente, etc., etc. Ahora bien, todo lo anterior, tomado en su conjunto, apunta a una amenaza fundamental (porque fundamenta lo demás). Hemos llegado al punto del juego en el que lo que tenemos de frente es el riesgo mismo de que se erosione el lazo social, la sociedad. Y ante ese abismo, ¿qué haremos?

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tT

T, de “tiranía”. No diremos nada muy original, pero la repetición en política nunca está demás. La tiranía, ese abuso bestial de la gente por parte del poder, es algo que ya no debe buscarse en el uso descarado, transparente y excepcional por los que pudieran ejercer ese poder (los “tiranos”). Reviso, el descaro sigue siempre prevalente en potencia. Por ejemplo, véase mientras escribimos esto cómo se barajea en el Congreso de los Estados Unidos la posibilidad de la imposición de una Junta Federal de Control Fiscal con poderes tales que devuelve la política de Puerto Rico a más de cien años atrás. Y véase como frente a ello el gobierno local, para lograr tener la capacidad de declarar una moratoria, no concibe mejor manera de hacerlo que la de proveer un armazón potencialmente tiránico al gobernador y la rama ejecutiva. Y reviso de nuevo, porque el descaro, la indignación, y la desfachatez, es sentida o se manifiesta en muchos pero hay tantos otros que incluso apoyan “conscientemente” estos posibles actos de tiranía. Y es que de eso se trata. Que nadie se llame a engaño. La tiranía, la impunidad de los poderosos, la violencia, etc., era algo que si uno lee a los clásicos debiera darse o expresarse a través de la vía informal en la que no se respetan las normas, las reglas, las leyes, las convenciones y el poder sencillamente irrumpe y se impone. No obstante, hoy día la tiranía no está al margen de la ley, no es una excepción al estado de derecho, no frustra la democracia realmente existente. Al contrario, el estado de derecho democrático-liberal es el esquema que en la práctica ha tendido a servir como subterfugio

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para que se hagan valer los actos tiránicos (del capital global, de la metrópoli, de las élites, de los políticos parasitarios, de los “expertos”). O, para decirlo de otra forma, la tiranía es ley. Pero además, la tiranía se ha hecho cultura, sentido común. Hace falta un cortocircuito.

tT


uU

U, de “utopía”. Palabra acuñada en 1516 por Tomás Moro y que sirvió para nombrar su gran obra. La utopía se refiere, al pie de la letra de sus orígenes en el griego antiguo, a un no-lugar: ou (no) y topos (lugar). Como otros han señalado, ya con la misma palabra Moro sienta las bases de reflexión crítica, pues si se junta eu (bueno), en vez de ou, con topos, en vez de no-lugar haríamos referencia a un “buen lugar”. Es como si se dijera que acaso plantearse un buen lugar para vivir es mera veleidad, algo imposible. Históricamente se han planteado las más diversas utopías, muchas de ellas, comenzando con la de Platón, espantosas y que al momento de tratar de realizarlas tuvieron las consecuencias más terribles para la humanidad. Como planteaba recientemente Miguel A. Cruz Díaz en la revista Cruce, “toda utopía contiene el germen del terror y del odio”. No sé si toda utopía, pero sí en la práctica al menos las utopías más populares. El socialismo realmente existente partió de una utopía, el nazifascismo también. En esa misma vena, el intelectual Immanuel Wallerstein en 1997 planteaba que “lo último que necesitamos son más visiones utópicas”. Recordando que en la historia ha sucedido que las utopías de unos han devenido en infiernos de otros, Wallerstein proponía en aquella ocasión en vez de una nueva utopía, una “utopística” (utopistics). Por utopística quería decir “la evaluación seria de las alternativas históricas”, el “ejercicio del juicio de posibles sistemas históricos alternativos”, procurando un “futuro alternativo, mejor y plausible”. Es en él un

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planteamiento que pretende conjugar ciencia, ética y política. Por otro lado, no podemos olvidar que en muchos distintos contextos los “powers that be” han calificado de utópicos a todos aquellos que se han atrevido a sugerir formas alternativas de vida colectiva. Digamos, pues, por lo pronto, que de lo que se trata es de no ilusionarnos ni engañarnos sin por ello desmerecer la esperanza.

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V, de “voluntad”. La coyuntura política y económica que enfrenta Puerto Rico requiere de, entre otras cosas, mucha voluntad. En su quinta acepción, la RAE dice que la voluntad es la “intención, ánimo o resolución de hacer algo”. No obstante, a diferencia de lo que podría plantearse desde una cultura política que por mucho tiempo ha tendido a privilegiar a las grandes figuras carismáticas y a las grandes personalidades o líderes, no es la voluntad de una gran figura la que necesitamos para salir del hoyo. Lo que necesitamos es en vez lograr la articulación de una gran ‘voluntad colectiva’ (una palabra central en el corpus teórico-político del Gramsci y luego rescatada por E. Laclau y otros). Necesitamos la articulación o conjugación de una gran voluntad colectiva establecida a partir de unas demandas mínimas y unos valores ético-políticos mínimos consensuados; como por ejemplo, ¿qué tal los valores de la igualdad, la libertad y la justicia? Una voluntad colectiva que ayude a desdibujar los parámetros de lo concebible como posible para enfrentar la crisis. Que apueste a resolver la crisis con más democracia, no con menos, con mayor redistribución de riqueza de arriba hacia abajo y no a la inversa como es la costumbre y la norma. La formación de una voluntad colectiva tal no es hablar de utopías, pues se corroboran ejemplos análogos en otros lares. Miren la experiencia de Podemos en España, o mucho más cerquita la experiencia de la campaña primarista de Bernie Sanders en los EUA y

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las fuerzas sociales que ha logrado avivar, revivir e interpelar. Nos toca a nosotros hacer lo propio. “Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad” (A. Gramsci).

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W, de “Wolin, Sheldon S.” (1922-2015). Sheldon S. Wolin refundó la teoría política como práctica interventora sobre los asuntos apremiantes de un colectivo. Contra historias intelectuales según las cuales ideas nuevas, descarnadas, surgían de ideas viejas y contra pretensiones cientificistas de la ciencia política en los EUA, su obra pionera Politics and Vision: Continuity and Innovation in Western Political Thought (1960) sentó las bases para una óptica distinta. Sin desmerecer la importancia de una tradición hecha más de preguntas y problemas continuos que de una acumulación de ideas flotantes, Wolin enfatizaba la teoría política como una reflexión que partía de preocupaciones presentes. Poco después, en la década de 1960, también fue protagonista del Berkeley Free Speech Movement. Además del continuo trabajo de gran calibre académico, y de ser gran maestro de generaciones de maestros posteriores, Wolin mantuvo una presencia activa en debates públicos del momento. Como recordara recientemente Nicholas Xenos, Wolin durante los 1970 escribía a menudo para el New York Review sobre asuntos puntuales como el conservadurismo en los EUA, Kissinger, etc. Actividad que posteriormente continuaría en otros medios como The Nation. Wolin insistía en que la teoría política, antes que actividad académica, debía ser una práctica cívica en engagement con la vida en comunidad y las relaciones de poder implicadas en ello. Así, gran parte de su reflexión giró en torno a la democracia, apuntando a su crisis debido a la confluencia de poderes públicos y privados, y con ello la

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expansión del poder de unos pocos conjugado a la despolitización de la ciudadanía. Expresiones suyas como “inverted totalitarianism” o “managed democracy” apuntan a la ascendencia incuestionable del poder político de las corporaciones y la desafección política de la ciudadanía. Esto lo llevó a plantear que la democracia entonces no podía ser otra cosa que fugitiva, episódica. Dentro de este contexto sólo habría democracia en aquellas ocasiones en que irrumpen momentáneamente expresiones de poder colectivo en torno a asuntos que nos son comunes.

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Vayamos culminando esta tentativa de brevísimo vocabulario básico y azaroso de teoría política, tomando de sopetón y de manera ligera las últimas tres letras del abecedario. Se acercan las elecciones, por lo que es buen momento para insistir sobre entendidos que nutran la perspectiva del ciudadano ante lo que tiene y tendrá de frente en materia de asuntos políticos y económicos apremiantes (una

gran X, variable a la que se le pueden aducir un sinnúmero de cosas distintas), y frente a los argumentos que hacen y harán los distintos bandos. Importa evaluar y pasar juicio sobre argumentos. Ya insistía Aristóteles (y mucho antes que él, Protágoras) en que tener “logos”, lenguaje, discurso racional, era precondición para formar parte de una comunidad política. Sólo a partir de ello sería posible hilvanar nociones de “nosotros”, a pesar de la diversidad. Y aunque insistamos en que en política democrática tener la razón no basta, o de que poco vale si no se sabe interpelar a la gente, no por ello debe descuidarse la reflexión ni el enriquecimiento de la cultura política. La hegemonía actual promueve la despolitización de la ciudadanía y desincentiva la práctica reflexiva. No promueve “logos”, sino ruido, cacareo; no procura ciudadanos, sino espectadores pasivos. El yugo (¡la Y!) del capital global y de la capa política local y federal

se sostiene gracias a ello. En parte por eso es un yugo “suave”, que no parece tal, que se ha hecho sentido común. La evaluación y el juicio reflexivo son indispensables para

desenmarañar el zigzag (¡la Z!) de los gobernantes. El zigzagueo es

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endémico al político profesional y a la capa dominante parasitaria, pues así logran acomodarse y reacomodarse ante las circunstancias siempre cambiantes, logrando la meta estrecha que es su mera reproducción en puestos de privilegio. Cultivar la reflexión crítica no basta (apremia convocar, organizarse, hacer), pero brinda herramientas cognitivas que sirven para resistir y (re)dirigir la voluntad. Y eso, eso no es poca cosa.

xX yY zZ


Brevísimo Vocabulario Popular de

Teoría Política Manuel S. Almeida


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