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Buscando a Macondo en el DF.
1. Una ráfaga de viento pasó por encima de la casa, lo que hizo retumbar los vidrios de las ventanas. El dormitorio estaba lleno de luz, en esas horas de la madrugada la temperatura era fresca. Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fueron las franjas de colores del papel de colgadura frente a la cama. Retiró las cobijas y despertó a su mujer. Fue el primero en entrar al baño. Se duchó y se colocó la ropa que había dejado en el perchero la noche anterior. Mientras alistaba su maleta, revisó el bolsillo donde llevaba los dólares, el pasaporte y la reservación del avión para volver a su casa. Solo tenía un día para recorrer México D.F. en busca de aquella casa marcada con el numero 19. Cuando su esposa lo miró a los ojos, él estaba más que listo para salir a la aventura, después de durar tres días enfermo y en cama, debido a la maldición de Moctezuma. Él deseaba recorrer las calles que había soñado sentado en su oficina. Metió en la maleta el libro de portada verde. Era una copia de aquel millón de ejemplares de libros que habían
salido al mercado unos seis años atrás, celebrando la existencia de Macondo. Cerró las maletas y bajaron por las escaleras, tomaron el desayuno y se despidieron de la familia. Al salir a la calle divisó a lo lejos un tractor arando unas pequeñas colinas amarillentas, las cuales parecían que nunca habían dado fruto alguno. De camino al terminal de buses, se veía en las llanuras de Zinacantepec al viento arrastrando el calor del sol. El mismo calor que se metía por debajo de las puertas de las casas y confinaba a los habitantes a permanecer a la sombra. Él nunca se pudo adaptar al clima extremo que lo avasallaba durante el día y le producía insomnio en la noche. Cuando llegaron al terminal, se despidieron del anfitrión y se embarcaron en un “Caminante” rumbo al D.F. La azafata del bus después de ajustar el volumen del televisor, pasó por cada asiento entregando un paquete de papas fritas, una galleta dulce y una gaseosa. Por la ventana del automotor se veían los rayos del sol atravesando un cerco de arboles de gran altura, sembrados en montañas sin hierba, grandes piedras eran
los vigilantes de la carretera. Su esposa le apretó la mano y le sonrió. Ambos se acomodaron, miraron por la ventana el extenso paisaje que se iba poblando de una gran vegetación. En algún momento del recorrido se durmieron. Después de unas horas, al abrir los ojos, vieron pasar rápidamente el metro naranja a un costado del bus. Una maraña de puentes de concreto llevaba miles de automóviles por encima de ellos. En un pequeño desvío, el bus tomó una calle empinada que se dirigía a uno de esos puentes, a través de las ventanas vieron extenderse la ciudad hasta el infinito. Sus ojos no se podían apartar de aquel paisaje de casas, edificios, autos, aviones y encima de todo eso, una espesa niebla caliente. En el cielo divisaron varios aviones como brillos plateados entre la niebla. El bus descendió del puente y tomó una avenida llena de palmeras, al fondo una gran estructura con un gran parqueadero los recibió, la ciudad se abría de piernas a los recién llegados.
2. Cuando vieron aquellos carteles que rezaban: Metrobus, tuvieron la impresión de estar en casa, viajando en los buses rojos. Tomaron la ruta hacia la estación Insurgentes. El calor aumentaba mientras el día avanzaba. Las calles atestadas de gente, vendedores ambulantes y grafitis en las paredes no eran un paisaje desconocido. Lo que les llamó la atención era el olor a comida revuelta con el humo de los automóviles, a tacos de puerco revuelto con algodón de azúcar. La velocidad de la ciudad era intermitente, calles rápidas se estrellaban con esquinas lentas. Al bajar en la estación de Insurgentes se encontraron con un pequeño centro comercial lleno de vendedores de comida y algunos mendigos pidiendo dinero. Dos calles más adelante en un pequeño jardín se estrellaron con una escultura de Tin Tan “El Pachuco de Oro”. Tomaron un descanso, bajaron el ritmo de la caminata y se encontraron de frente con el Ángel de la Independencia. Sus alas doradas eran el símbolo que habían visto por toda la ciudad. Cruzaron la calle
paralela a la avenida y entraron al hotel cerca de la esquina. En la pared, ocho fotografías en negro y dorado llamaban la atención en el vestíbulo. Mientras aparecía el encargado de la recepción, se acomodaron en la sala de espera y trataron de refrescarse un poco. El sol se levantaba con más fuerza e iluminó la amplitud de la avenida, que se podía ver por la ventana. Al llegar el encargado, rentaron una habitación y se dirigieron al ascensor. Luego de descansar un poco, guardaron sus pertenencias en el closet. Abrieron las persianas, en el edificio del frente, los ventanales reflejaban la figura del ángel. Abajo la avenida era un caldero de autos y asfalto caliente. A un costado del hotel, se parquearon varios taxis. Los conductores descendían del vehículo y se colocaban a la sombra, esperando la salida de los huéspedes. El movimiento de las ramas de las palmeras, en los jardines del separador, mostraba la rapidez con que pasaban los vientos en la avenida. Bajaron al comedor y en una mesa de buffet escogieron algo de comer. El aire acondicionado recorría los rincones del hotel. La frescura se
les metió entre la ropa. La mujer se levanto de la mesa a servir un poco de jugo de naranja. Mientras el esposo pensaba en la ruta desconocida que tenía que afrontar. Luego de retomar energías, salieron del hotel, lo primero que percibieron fue la lentitud del tránsito. En el andén contrario una manifestación de personas se hacía presente frente a la embajada americana, varios carteles con el logo de Amnistía Internacional presagiaban la presencia de la Policía. Siguieron caminando hacia la esquina del hotel, allí se encontraron con los taxis que él había visto por la ventana de la habitación. Dos hombres se resguardaban del fuerte sol de mediodía. La elección la hicieron por la edad, uno era de aspecto mayor, de cabellos plateados, prominente barriga, bigote espeso y una insipiente barba que se insinuaba en las mejillas. El otro era más joven, parecía tener treinta años de edad, bajo unos lentes escondía una personalidad tranquila. Miraron a los ojos del más joven, se llamaba Juan. Les mostró el taxi y les invitó a subirse. Los rayos del sol habían estado calentando el cuero de los asientos, era como sentase
dentro de un horno de pan. Bajaron los vidrios de las ventanas y dejaron entrar al viento que venía del Paseo de la Reforma. Juan preguntó para donde se dirigían, al llegar a la Glorieta de La Palma, le pidieron que los llevara a la colonia San Angel Inn, estaban buscando la calle La Loma. 3. Se sumergieron entre los asientos del taxi. Podían ver la espesa neblina del cielo. Una larga fila de automóviles estaba delante de ellos, les extrañó que no se escucharan las bocinas. El ruido iba a la par de los motores. El sol empezó a descender, el mediodía había pasado y el calor de la tarde se volvió desesperante. Por la ventana seguían los movimientos de la ciudad. El agua de las fuentes brillaba en los parques, los niños corrían con globos de colores amarrados en sus brazos. Los edificios se levantaban como gigantes. En un cruce cualquiera, aparecía un puente de concreto y encima de éste, otros dos más. Las estaciones
del metro engullían personas afanosamente. El gusano naranja seguía su viaje a través de una red de corredores. Las nubes no se desplazaban sino parecían desaparecer. El sol hería los ojos a través de algunos árboles en los separadores de las autopistas. Sentados cerca el uno del otro, se tomaron las manos y se dejaron llevar por el bochorno que despedía el asfalto de la ciudad. El esposo llevaba la maleta que lo acompañaba en este viaje, de allí sacó un sobre que contenía varias fotografías. Era un regalo para el escritor, que en ese momento estaba a miles de kilómetros en su casa de descanso en Cartagena de Indias. Dentro del sobre, acompañando las fotografías, había una nota. Una sola hoja, cuatro párrafos; donde expresaba de manera sincera el motivo de su viaje y el deseo de conocerlo, por lo menos de vista. Leyó una y otra vez la nota que había escrito durante el vuelo desde Bogotá. Le pareció que estaba bien así que sello el sobre. Los edificios fueron quedando atrás y empezaron a aparecer al lado de la vía, algunos barrios o colonias como ellos lo llaman. Cuando la calle se ensanchó
habían entrado a la periférica. El automóvil aumento la velocidad y dejo atrás el lento paseo por la ciudad. En un intrincado cruce, tomaron la paralela y vieron un letrero que decía Colonia San Ángel. Los estudios de Televisa San Ángel eran el punto de referencia, para encontrar aquella casa donde se escribió la historia de Macondo. Una escultura de unas manos blancas, los recibió unas cuadras antes de llegar a los estudios de televisión. Ya sentían que habían llegado al sitio exacto, era cuestión de minutos para llegar al sitio. Una ansiedad los invadió. Era una cosa de locos estar allí. Nadie les había pedido viajar a México. Ni siquiera tenían la certeza de estar en el camino correcto, pero ahí estaban mirando al portero de Televisa. El sol le daba en la cara, era como cualquier portero de edificio, con esa actitud prepotente, mirando con desconfianza a cualquier visitante. Le preguntaron por la dirección a lo que respondió con una seguridad impresionante. Les sugirió tomar la vía que rodeaba la colina. Los pastizales tenian un color amarillo verdoso. Los esposos se miraron y sonrieron.
4. Mientras más subía el taxi por la colina, más sentía que ese no era el lugar indicado. Un rostro de desesperación se reflejo en el espejo retrovisor. Al otro lado de la colina se veía un cementerio, con algunas tumbas coloridas y debajo de este, un gran precipicio. En los ojos del taxista se podía ver, que no sabía dónde estaba ubicado, también estaba perdido. El tiempo se agotaba, ya tenía que regresar al aeropuerto. Mandó detener el taxi. En una brusca frenada buscaron parar cerca del andén, se podían ver muchos negocios de comidas intercalados con talleres de mecánica. Se miraban por el espejo retrovisor. El esposo trató de pensar tranquilamente, debía aprovechar la última hora que le quedaba, antes del obligado regreso por la periférica. Su esposa lo miraba preguntándose si era necesario detenerse. Tratando de descifrar este laberinto, se acordó entonces de las imágenes que había visto días atrás, en el mapa virtual de Google, así que con un poco de esperanza le pidió a Juan que se devolvieran a la avenida principal a
buscar un café internet. Descendieron rápidamente por la colina tras sus pasos, en un edifico de apartamentos vio el nombre de Colina de San Ángel Inn, de nuevo volvieron a la escultura blanca en forma de mano y atravesaron la autopista periférica. Dejaron el sector residencial para llegar a uno lleno de boutiques, almacenes, hoteles, oficinas y restaurantes. El taxista se detuvo en una casa con una gran fachada, en la pared había un letrero Restaurante San Ángel. Mientras el sol seguía descendiendo, a través del panorámico él buscaba algún café internet. Del lugar salieron un par de hombres uniformados a atender al taxista, estuvieron hablando por algunos minutos, le señalaban la calle hacia el sur de la ciudad. Su esposa le pregunto lo que pensaba, a lo que él respondió que fuera lo que le estuvieran diciendo la dirección estaba mal. Él sabía que la casa estaba del otro lado de la autopista, cerca de las instalaciones de la estación de televisión. Cuando el taxista arrancó el automóvil, descendió por la calle hacia el sur. No dijo absolutamente nada, sus ojos estaban esperando leer el letrero de algún local que
dijera: internet. La calle se estrelló de frente con una plaza de mercado, sobre la acera principal, solo había negocios de venta de flores. Le pidió acercar el taxi a uno de los puestos, bajo la ventanilla y le pregunto a la primera mujer que encontró sentada, donde podía hallar un café internet. La mujer que estaba recibiendo el sol en la cara, se cubrió los ojos con su mano derecha y con la izquierda le señalo dar vuelta en la próxima esquina, allí iba a encontrar un pequeño centro comercial. El taxista estaba sudando y se veía preocupado. Se veian sus ojos por el retrovisor, estaba pensando en algo importante. Juan era hincha del América de México, por la radio escuchaba que el equipo estaba perdiendo el partido, eran locales en el Estadio Azteca. Cuando encontraron en el mapa la calle La Loma, Juan vio que estaba a escasas cuadras de los estudios de televisión. Se sorprendió de haberse perdido. Con una voz serena les dijo: - No se preocupen, ya sé cómo llegar. Los miró a los ojos y les preguntó ¿Y ustedes cómo se llaman?
5. Alfredo respiró profundo cuando a lo lejos vio por primera vez la casa. Llegaron a una calle cerrada, rodeada de arboles, el piso estaba empedrado. En la esquina de la cuadra, apareció un guardia de seguridad, aquel les hizo señas, pues no era posible el paso en esa dirección. Reconoció la parte posterior de la casa, donde estaba ubicado el pequeño cuarto donde García Márquez pasó dieciocho meses escribiendo la novela que lo catapultó a la fama mundial. El taxi retrocedió, fueron a ver la fachada principal de la casa, lentamente fueron acercándose. El taxi se detuvo en la esquina y descendieron del automóvil. En la entrada de la calle los recibió el aviso de un colegio infantil y la placa que colgaban del poste con el nombre de la calle: La Loma. Colonia Lomas de San Ángel Inn. Delegación Álvaro Obregón. C.P. 01790, por fin habían llegado a su destino. Caminó por la mitad de la calle buscando el número de la casa. Lo había hallado algunos meses antes en un artículo de prensa. Vino a su mente aquel año de 1965, cuando el
periodista, guionista de cine y escritor emprendió la titánica tarea de escribir “Cien años de Soledad”. Pensó que era otro “lector inexistente” de sus cuentos y novelas, así como aquella japonesa que conoció en Bogotá, o el holandes que dejó su país para vivir en Aracataca ó a la polaca que envía flores a la casa del escritor. Sintió estar haciendo lo correcto, aún más era lo menos que podía hacer para intentar sentirse parte de esta gran historia. En especial, esa donde identificó a su pueblo natal en algún párrafo. Rondaba por su cabeza algunas frases, tratando de entender los motivos de García Márquez para identificarlo como: un pueblo lúgubre. Cuantas cosas habían sucedido en esa calle durante esos cuarenta y seis años. A su mano derecha apareció un portón blanco, el foco de la puerta estaba encendido, como tratando de despistar al ladrón en la noche oscura, haciendole creer que la casa estaba habitada. Una alambrada eléctrica sostenía un gran matorral que no permitía ver dentro del predio. Detrás de ese muro blanco, estaba lo que parecía un antejardín coronado con un gran árbol que desplegaba
sus brazos por encima del portón y terminaban dando sombra al andén. En los bordes de la casa, las hojas secas eran arrastradas por intempestivas ráfagas de viento que las esparcían por la calle. Como si estuviera reviviendo la experiencia de otra persona, apareció un auto y se estacionó en el portón siguiente, bajó del automóvil un hombre de tez morena, se quedo mirándolo fijamente y con curiosidad. Él se adelantó a cualquier suceso y se acercó hasta el hombre que abría la puerta del auto para ayudar a bajar a una mujer. Saludó y le preguntó si la casa del portón blanco era la casa donde García Márquez había vivido. Con una gran seguridad el hombre se dirigió hacia él y le confirmó con su acento mexicano: – Sí, como no. Claro con toda seguridad esa era la casa. Había una placa puesta en la pared pero se la robaron. De reojo vio al taxista parado en la esquina observándolo, entendió que la tarde había terminado. No tenía más tiempo, la enfermedad y muchas otras cosas lo alejaron de tener más minutos. Le agradeció el dato, ni siquiera le preguntó el
nombre, a este hombre que siguió acompañando a la mujer al interior de su casa. Alfredo dio media vuelta y le pidió a Andrea, su esposa, sacar algunas fotografías a la casa donde se escribió la historia de Macondo. Se preguntó que estaría haciendo en ese mismo instante, el escritor en Cartagena. Del libro sacó unos adhesivos con la propaganda de un fanzine que publicaba, allí estaba la imagen del Nobel cuando era muy joven y vivía en Zipaquirá. Los iba a pegar en el portón blanco pero mejor los colocó en el poste de luz, que estaba frente a la casa. Tomaron otras fotografías y en ese momento pensó en las visitas de Mutis. Echándole una última mirada a la casa se fueron retirando del lugar. Andrea guardó la cámara, Alfredo guardo el libro. Juan el taxista encendió el auto. El brillo del sol desaparecía y la temperatura en la ciudad empezaba a bajar. Estaba contento, pero la felicidad no era completa, le hizo falta tiempo para poder disfrutar un poco más del lugar. Algún día volverá pero sabe que será distinto, muy
posiblemente Don Gabriel ya esté en casa. En algunos meses o años, vendrán muchos a ver la calle, como lo han hecho otros durante estos cuarenta y seis años, buscando los pasos de Macondo en el D.F. y de su construcción en esta ciudad. Se dirigieron por la periférica a gran velocidad entre la maraña de edificios y puentes de gran altura. Ya era hora de volver a Colombia. Llegaron a una rotonda llena de flores y palmeras, al fondo una estructura de concreto con muchos orificios sostenía unas grandes letras que rezaban: Aeropuerto Benito Juárez. Octubre_ 2013.
“... Fernanda era una mujer perdida para el mundo. Había nacido y crecido a mil kilómetros del mar, en una ciudad lúgubre por cuyas callejuelas de piedra traqueteaban todavía, en noches de espantos, las carrozas de los virreyes. Treinta y dos campanarios tocaban a muerto a las seis de la tarde. En la casa señorial embaldosada de losas sepulcrales jamás se conoció el sol. El aire había muerto en los cipreses del patio, en las pálidas colgaduras de los dormitorios, en las arcadas rezumantes del jardín de los nardos. Fernanda no tuvo hasta la pubertad otra noticia del mundo que los melancólicos ejercicios de piano ejecutados en alguna casa vecina por alguien que durante años y años se permitió el albedrio de no hacer siesta. En el cuarto de su madre enferma, verde y amarilla bajo la polvorienta luz de los vitrales, escuchaba las escalas metódicas, tenaces, descorazonadas, y pensaba que esa música estaba en el mundo, mientras ella se consumía tejiendo coronas de palmas fúnebres. Su madre, sudando la calentura de las cinco, le hablaba del esplendor del pasado. Siendo muy niña, una noche de luna, Fernanda vio una hermosa mujer vestida de blanco que atravesó el jardín hacia el oratorio. Lo que más le inquietó de aquella visión fugaz fue que la sintió exactamente igual a ella, como si se hubiera visto a sí misma con veinte años de anticipación. “Es tu bisabuela, la reina”, le dijo su madre en las treguas de la tos. “Se murió de un mal aire que le dio al cortar una vara de nardos”. Muchos años después, cuando empezó a sentirse igual a su bisabuela, Fernanda puso en duda la visión de la infancia, pero la madre le reprochó su incredulidad. - Somos inmensamente ricos y poderosos - le dijo -. Un día serás reina. “García Márquez: Sí, yo empecé a interesarme por la literatura a través de la poesía. De la mala poesía. Poesía popular, de esa que se publica en almanaques y hojas sueltas. En los textos de castellano del bachillerato, descubrí que me gustaba la poesía tanto como detestaba la gramática. Me encantaban los románticos españoles Nuñez de Arce, Espronceda. Plinio Mendoza: ¿Dónde los leías? García Márquez: En Zipaquirá, que, como sabes, es el mismo pueblo lúgubre, a mil kilómetros del mar, donde Aureliano Segundo fue a buscar a Fernanda del Carpio. Allí en el liceo donde estaba interno, empezó mi formación literaria, leyendo por una parte mala poesía y por otra libros marxistas que me prestaba a escondidas mi profesor de historia. Los domingos no tenia nada que hacer, y para no aburrirme, me metía en la biblioteca del colegio. Empecé, pues, con la mala poesía antes de descubrir la buena. Rimbaud, Valéry... Neruda...” _ El Olor de la Guayaba. _1982. zipacity fanzine 2013_ www.lazipacity.com Todas las imágenes pertenecen a Zipacity Fanzine. Fotografías de Andrea Malaver B. y Abó_ Zipacity Fanzine es una idea de Abó_ aboarevalo@hotmail.com