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Entrevista al Cholo

“LO VERDADERAMENTE IMPORTANTE PARA

EL PUEBLO LLANERO” MÍ ES DAR A CONOCER

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Por Sergio Alzate. Fotos Hans Cortés

Dicen que la Sayona, antes de ser la Sayona, se llamaba Casilda y era una mujer venezolana llanera que vivía con su marido en un hato, alejados del mundo. Dicen que era celosa y que sus ojos echaban chispas al pensar que él tenía otra, que ya no la amaba y que su corazón podía estar en otro lugar que no era ella ni su cuerpo. Dicen que la locura, con su voz metálica y estrepitosa, la llevó a matar a puñaladas a su propia madre y a su marido, convencida de que ambos tenían una aventura mientras se burlaban de ella a sus espaldas. Dicen que su madre, en un último gesto, la maldijo y la condenó a vagar por los Llanos como una aparición nocturna que busca venganza en cada hombre a la deriva. ADMIRA

Entrevista al Cholo Valderrama

No sabe a ciencia cierta por qué lo llamaban así. Solo sabe que todo el mundo lo hizo y que él se sintió cómodo con ese nombre extraño y sonoro, de dos sílabas, pronunciación fuerte y ritmo voluptuoso. Así creció en la tierra de sus padres y de sus hermanos mayores, absorbiendo la realidad llanera con hambre, corriendo de aquí para allá, a caballo o a pie, entre toda una llanura que no parecía tener fin y en la que el joropo, los trabajos del campo y el cacho se enquistaban en su ser con el rabioso amor de una verdad absoluta.

Si alguien le dice “maestro”, él tuerce el gesto y dice que no, que no lo es, que mejor guarden ese calificativo para alguien más que sí lo

“Tonterías”, pensaba el Cholo Valderrama, todavía en el filo de la adolescencia, al escuchar ese relato. Vivía en Casanare con sus padres y algunas noches se escapaba para recorrer ese mundo de horizontes infinitos. Ensillaba cuidadosamente un caballo y se iba entre campos y caminos, aplastado por el peso de un cielo al que no le cabía una sola estrella más. Una noche, sin embargo, al regresar a casa escuchó pasos detrás de él. Cascos que iban a su mismo ritmo. Pequeños ecos que lo perseguían. Decían, dicen, que esa era la Sayona y que por nada del mundo se podía ver hacia atrás. “Tonterías”, pensó el Cholo que desafiando el temor popular giró la cabeza. Allí estaba ella, montada a caballo y furiosa, alargando su figura esquelética para darle caza Aterrado, el Cholo enfiló directamente hasta su hogar, desafiando la velocidad y exigiéndole a su caballo ir más rápido. La perdió de vista y al llegar intentó no hacer ningún ruido.Abrió la puerta, caminó en puntillas y cuando dio los primeros pasos la vio de nuevo en una esquina, ataviada con un velo y esperando el momento oportuno para llevárselo al mismísimo infierno.

Se desmayó. “Hasta que me gritó mi papá ‘¡párese huevón!’ Era mi papá que venía embojotado en una cobija escondido detrás del palo para verme cuando llegara. Ahí terminó el cuento de la Sayona”, dice el Cholo.

Más que hablar, el Cholo Valderrama parece desgranar con cada frase el núcleo mismo del humor. Cacho, lo llaman en los Llanos orientales: la capacidad de deformar la realidad a través de la exageración, la mentira y la chanza. Una tradición llanera en la que los hombres se reúnen para ver quién puede echarse el relato más disparatado y absurdo.

Por eso, cuando el Cholo Valderrama habla, no se sabe si lo que dice es mentira o verdad, exageración o testimonio fidedigno. No importa tampoco, porque tras unos momentos de silencio y de miradas desconcertadas y serias, él suelta una carcajada. Al Cholo Valderrama le gusta reír y más aún, hacer reír a la gente.

Nació en Sogamoso, Boyacá, el 23 de agosto de 1951. Fue el único de su familia que no nació en los Llanos orientales, pero, antes de cumplir el primer mes de vida, sus padres lo llevaron junto con sus hermanos a San Luis de Palenque, en el departamento de Casanare. Allí creció sin saber muy bien su nombre, que le quedaba como un traje prestado o como unos zapatos incómodos. “Todo el mundo me llamaba Cholo. Yo supe que mi nombre era Wilson Orlando cuando entré a la escuela y la profesora llamaba a lista. Yo pensaba ‘¿quién sería ese man que nunca contesta?’, hasta que me daban un coscorrón y me decían que me estaban llamando a mí”, cuenta.

merezca. Tampoco le gusta que lo llamen “artista” ni “músico”. Se considera un campesino, simple y llanamente. Uno que se levanta temprano cada madrugada para alimentar sus animales, revisar los trabajos de la tierra y vivir tranquilo en el mundo.

Por eso, cuando en 2008 se ganó al Grammy Latino a Mejor álbum folclórico no le dio mucha importancia en un inicio. Después de todo, esa premiación, que para muchos es la cúspide de una trayectoria, en el Llano era desconocida. “No fue sino hasta después de que me lo gané y que las entrevistas y que las cosas, que me di cuenta de que me había pasado algo importante. Pero a los dos días estaba otra vez en la finca en mis trabajos diarios y mis cosas”, cuenta.

Para el Cholo Valderrama ahí radica la diferencia entre un músico y él: un campesino, en que jamás se preparó para eso y no tiene intención de buscar otro galardón internacional. “Lo verdaderamente importante para mí es dar a conocer el pueblo llanero en el mundo, porque es un pueblo bastante olvidado”, dice. Y lo logró más allá que cualquier expectativa o sueño prefabricado. Ha viajado a países como México, Alemania, China, Estados Unidos, Francia, España. Un largo etcétera que cruza fronteras, sella pasaportes y le da la vuelta al mundo entre husos horarios, hemisferios y continentes.

Si algo admira en la vida el Cholo Valderrama son los caballos y los hombres que dedican sus vidas, sus horas, sus fuerzas a trabajar con ellos y a domarlos. Por eso, y a pesar de ser un enamorado de su tierra viajera, viajó hace más de veinte años a los Estados Unidos. “Siempre he admirado a los cowboys, porque es gente que sabe muchísimo de caballos. No soy tan pegado al regionalismo ese de que únicamente los llaneros somos arrechos. Arrechos hay en todo el mundo”, dice. Y así, en una época sin celulares ni internet, con la pura curiosidad de aprender de los mejores, el Cholo buscó en las Páginas Amarillas gringas aquella primera palabra en inglés que condensaba toda su vida: horse.

Vivió en Nueva Jersey (donde tomó dos años clases de técnica vocal), Chicago, Princeton. En cada uno de estos lugares, el Cholo estuvo cerca de los caballos, trabajó con ellos y fue palafrenero, limpiador de caballerizas, vaquero. “Eso me alivió muchísimo la nostalgia de la tierra. Aprendí un montón porque los cowboys son unos bravos, son unos putas. Aprendí muchísimo de ellos”, comenta. En 2018, sin ningún tipo de aviso ni de visión de túneles místicos y blanquecinos, sin nada que le pudiera advertir lo que se avecinaba, el Cholo Valderrama sufrió un accidente cerebrovascular. Estaba con su mánager en Villavicencio, Meta, para dar un concierto e iba al hotel a cambiarse para la prueba de sonido “cuando, de repente, se me fue el mundo. Me jodí”. La realidad se le trastocó, el cuerpo le falló, las luces se le apagaron. La vida que había conocido hasta entonces se le puso de revés y se vio reducido a un pellizco de carne y huesos que no respondía como antes. O, en sus propias palabras: “quedé como un peón de ajedrez: caminando de frente, pero comiendo de lado”. ADMIRA

La recuperación fue, como la vida en el campo: un trabajo en sí misma. Tras escapar de la muerte, el Cholo debía asistir de seis de la mañana a diez de la noche a sesiones de terapia para recuperar su fuerza y movilidad. Se lo debía a sí mismo y a su público: un mes y medio después del ataque se presentó en el Teatro Julio Mario Santo Domingo, un concierto de lleno total. Presentación a la que no permitió que nada ni nadie la cancelara.

Dos años después del suceso que casi le cuesta la vida y completamente recuperado, el Cholo Valderrama sueña con cosas simples. Vivir en el campo y trabajar la tierra, acariciar a sus animales, divisar el horizonte llanero que, como un océano de tierra, se extiende hacia el infinito y trepa hasta el cielo en oleadas vegetales.

También sueña con producir en 2020 su próximo disco: Cholo y sus amigos. Una invitación a figuras de la música colombovenezolana para crear juntos nuevas versiones de joropos. Entre los fichados, están Fonseca, Chabuco, Juan Carlos Coronel, Chocquibtown, Herencia de Timbiquí, Andrea Echeverri, Carlos Vives, Andrés Cepeda, C4Trío... “Lo hago, primero, porque son mis panas; segundo, porque sé que esto le ayudará muchísimo al joropo”, opina. Porque eso es lo que finalmente quiere: una vida pacífica y feliz, una existencia de juglar que canta de lo que ama, de lo que ve, de lo que lleva en el corazón, de esa tierra que lo vio nacer de nuevo, cuando todavía era un bebé de brazos y llegó al Llano para quedarse. Ese mismo Llano en el que conoció el arte del canto, la bravura de los hombres de la tierra y el sentimiento arraigado por un paisaje con el que nunca perderá el cordón umbilical.

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