EscriViendo
Revista de la Asociación Cultural Artefacto de Rute Edita: Asociación Cultural Artefacto de Rute Coordinación: Antonio J. Gómez Cruz Redacción: Ana Burguillos Isabel Delgado Clara Encinas Antonio J. Gómez Cruz Antonio J. Gómez Morillo Antonio Kordón Lola Lebrón Aquilina Navarro Susana Pinilla Isabel Ramos Óscar Repullo Miguel Ángel Toledado Ilustración: Abundi Alba Clara Encinas Antonio J. Gómez Morillo Antonio Kordón Aquilina Navarro Agradecimientos: Belén Ramos Miguel Ángel Toledano Diseño y Maquetación: María José Reina Molina Antonio J. Gómez Cruz Contacto: artefacto@outlook.com asociacionartefacto.blogspot.com Impresión: Imprenta Celedonio Romero Fuente del Moral, 28 14960 RUTE (Córdoba) D. L.: CO-607-2008
Prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta revista sin el permiso expreso de los autores.
presentación | 2
Volver a empezar
Recordar los comienzos siempre es un acto de justicia. Echar la vista atrás, hacia el lugar del que venimos, sirve para no olvidar quiénes somos y qué camino nos ha traído hasta aquí. Y en el comienzo, en el comienzo de todo en lo que se ha convertido Artefacto para nosotros, se encuentra esta revista. EscriViendo existió antes que nosotros mismos. Ella fue el germen, la idea, la piedra angular alrededor de la cual fuimos levantando piedra a piedra el edificio. Sería bonito tener algo así, pensamos: un lugar en el que volcar las historias que se nos derraman por dentro; un lugar en el que poder ver con los ojos del cuerpo las imágenes que únicamente, en soledad y silencio, podíamos ver con los del alma. Y qué maravilloso sería poder compartirlo, poder ofrecer un cuaderno en blanco o un lienzo limpio a quien tuviera algo que decir, poder invitar a otros a imaginar y a sentir y a caminar con nosotros. Así comenzamos. Todo lo demás vino después y nunca hemos dejado de estar orgullosos de ello. Pero el principio, el verdadero principio, fue este. Han pasado más de dos años desde que el último número de EscriViendo vio la luz. Era abril de 2010, y ninguno de nosotros sospechaba entonces que tendría que pasar todo este tiempo por volver a sostener un nuevo número entre las manos. Nunca hubo una renuncia consciente. Simplemente asumimos que no podía ser, que la situación no era fácil para nadie, y esperamos. Así fueron pasando los meses. En todo este tiempo nunca dejamos de trabajar, seguros como estábamos de que algún día volvería a ser posible. Hoy, por fin, en esta Navidad terca que se ha empeñado en regresar después del fin del mundo, ese día ha llegado. No sería justo decir que EscriViendo vuelve a nacer, porque nunca murió, pero sí hay algo en ella que recuerda a los comienzos: la misma ilusión, el mismo vértigo, la misma gratitud a todas las personas que nos han animado y que lo han hecho posible. A ellos, a vosotros, nos debemos. A los amigos y los compañeros, a las instituciones, a quienes tienden la mano sin condiciones ni preguntas. Por eso estamos aquí. Por eso hoy, con humildad y con pasión, empezamos de nuevo.
Artefacto
elsillóndelinvitado | 3
Desciende hasta mis ojos
Allí estaba esperando con su piel y unos ojos que aún no ha logrado descifrar. El invierno de la costa disuelve en tibieza el violento escalofrío, en brisa los desapacibles vientos que horadan la mirada y los pómulos y sólo se oye su lento rugido agazapado entre galeones. En invierno. Cuando ya junto al mar sólo caminan los de siempre. Los vértices de tus ojos engañan. Cómo se podría soportar una mirada sostenida contra la pared, una mirada permanentemente terca, directa y llena de un silencio largo y lento, cómo. Lo que importa no es el silencio, lo que en verdad importa y crece y nutre es cómo te sientes tú, cómo se vive. Escucha el canto de la vida. La noche es un espejo sin fondo en el que caben todos los incendios. Pero hoy hace frío y no consigue abrigarse con nada. En alguna playa, estación o muelle alguien está despierto pensando en ti. Siempre hay unos labios. Mientras tanto sé fuerte. Disfruta el escalofrío luminoso, intenso.
Miguel Ángel Toledano
4 | galeríadeolvidos
Villancico del niño vietnamita que pedía la paz Amarillo y Niño Dios. Niño, a tu portal me llego harto de ver (y ya ciego) uno en risa, en llanto dos. Porque en tu portal cabrá mi piel seca y amarilla, doblo ante Ti mi rodilla cual nunca se doblará.
Porque en Da-Nang y en Dak-To se están matando los míos y el agua azul de los ríos es ya roja, que azul no.
Los pájaros de cristal que en mi garganta anidaban y locos de sol cantaban, ahora callan por mi mal. Porque las muchachas van sin una flor en el pelo, sí con un negro pañuelo de duelo por el Vietnam;
porque en esta Navidad no habrá tregua ni respiro, sobre la paja te miro, Hijo de tu soledad.
Desde arriba no verán lo que este portal encierra, y haciendo estallar la tierra, los pájaros pasarán.
Los pájaros de cristal que en mi garganta anidaban y locos de sol cantaban, ahora callan por mi mal.
Antonio José Gómez Morillo
galeríadeolvidos | 5
La rosa
Si las cosas no suceden como quieres o deseas, no te des por alterado, pues rara vez en la vida sale lo que has trazado.
¿Quién es aquel a quien todo le sale a pedir de boca? Ni a ti, ni a mí, ni a ninguno, a nadie sobre la tierra: todo el mundo en esta vida alguna vez se equivoca. Convéncete: ningún hombre habido en este mundo está libre de congoja, tribulación o aturullo. Todos llevamos muy llena de sufrimientos la alforja.
Aunque algunos sólo creen, en su expresión pedregosa, que el sufrir es sólo suyo y piensan de los demás que la vida le es dichosa, eso sólo es apariencia, ya que en realidad no existe ninguna vida gozosa, porque en todo tallo tiene sus espinitas la rosa.
Isabel Ramos
6 | galeríadeolvidos
El escritor
El escritor se aísla, se vence, se aniquila en su ser. No juega, no perdona, no existe. Sólo siente, sólo siente y piensa. El escritor no entiende de placer, porque irremediablemente ¡vive en la tragedia! Con su efecto catártico, el escritor engancha, censura, rasga; y destroza la piel que cubre las entrañas de lo desconocido, del llanto, de la suerte, de aquel cúmulo inerte de ese dolor prohibido. El escritor sonrosa con su llama maliciosa, y así escribe los dramas de la vanidad humana; así describe al mundo de otra etapa gloriosa, así censura este, de tristeza vergonzosa. No rompe sus esquemas por contentar a nadie, no agrada, no convence. El escritor no entiende, porque no le hace falta, sólo devana hilos de superficialidad. Esbozando proyectos arrastra su universo, donde estas palabras no dancen al azar.
Susana Pinilla
galeríadeolvidos | 7
Otoño
Desnudo se presenta el poema. El viento del otoño me columpia mientras la lluvia, con su boca abierta, rompe la tierra. El viento me llama y me busca. Vagando entre las sombras, escucho el rumor de las hojas: del otoño nació la primavera.
Antonio Kordón
8 | galeríadeolvidos
Sólo en sueños
Sólo en sueños, en el mágico mundo de los sueños, te abrazo, te beso, juego contigo en aquellos lejanos días de mi niñez. Ahora sólo en sueños me siento feliz contigo, porque te echo de menos. Sólo en sueños. Ingrávida alzaste el vuelo, un vuelo eterno (sin alas, sin pies, sin cuerpo), pero yo todavía disfruto de aquellos besos que tú creabas para mí, y que posabas en mi frente, mi mejilla, mis manos o mi pelo. Ahora vuelvo a disfrutarlos aunque sólo sea en sueños. Me siento unida a ti, a tus manos, a tu pecho y a aquellos besos tan dulces, Madre: tus besos.
Isabel Ramos
galeríadeolvidos | 9
Imposible
Yo soy así: como un suspiro, siempre a la espera, camuflando el dolor con sonrisas de payaso, vistiendo mi cuerpo con harapos de ternura, consumiendo lo vivido con retazos del pasado.
Yo, arena movediza en las dunas del desierto, arrecife de un glaciar, atrapada por el tiempo. Yo, la otra cara de la luna, consumida por el miedo. Yo, candela, guerrillera de un destino incierto.
Tú eres así: como un lamento, siempre envolviendo, camuflando los sentidos con sonrisas de niño bueno, atrevido sin quererlo, provocando mi capricho, consumiendo lo vivido entre lágrimas del viento.
Tú, piedra filosofal en las alas del infierno, tempestad en la calma, atrapado por un cuento. Tú, la otra cara de la noche, consumido por un sueño. Tú, lluvia, guerrillero de un destino abierto. Tú y yo, condenados a no tenernos: tú tan joven, yo con miedo. Tú y yo, aprendiendo a no querernos: tú mi amigo, yo mintiendo. Tú y yo, tan cercanos y tan lejos: tú sonrisa, yo sufriendo. Tú y yo: dos puntitos en el tiempo. Yo te quiero. Tú… Imposible.
Isabel Delgado
10 | puñadosdearena
Hoy soy amor y pecas
Siempre fui de mariposas en el estómago cuando me decías “te amo”; de piel de gallina al pensar en tus labios y de sonrisas al verte. Fui de ansias de libertad, como si tuviera un pájaro atrapado en las costillas pidiendo a gritos que lo dejase volar hasta ti para esconderse entre tu cuello y tus clavículas. Fui de palabras bonitas, de juegos antes de irnos a dormir y de buenos días con caricias a distancia. Fui de amor sin tapujos, de corazones entregados, de lágrimas sinceras y de esperanzas adornadas con flores. Fui yo. La única, la de verdad. Ahora soy un cervatillo asustado, muerto de miedo ante la idea de que te marches, de que me dejes sola en esto que llaman vida. Un cervatillo que suplica que lo acunes en tus brazos y le susurres cuentos al oído.
Clara Encinas
pu単adosdearena | 11
12 | puñadosdearena
Cantad, poetas: amad
En la playa: verde, azul, amarillo, blanco… Allá donde los flecos de espuma, donde los castillos de arena, unas huellas. Los peces las cubren con plateadas escamas, el sol las despierta, la luna las duerme. Amadas de día por los guerreros, de noche hasta por los astronautas. ¡Quién pudiera unir sus huellas a las huellas deseadas! Ella… ¡qué bella! Tanto como la flor, tanto como una estrella. Más. Los poetas bebieron amor en tus labios, bebieron pasión en tus pechos, acariciaron tu cuerpo. Entraron, dicen, recordándote en el recuerdo. Ella sabía a mar, a hoja, a tierra. Olía a hierba, a flor, a lluvia, a centeno. Era su voz el murmullo del viento. Piel suave como la suave espuma. Verdes, negros, azules, castaños (como el campo, la noche, el cielo, un árbol) sus ojos. Cabellos como ramas, algas, tallos… Era cisne, corza, mariposa, tigre, azucena, magnolia, margarita, rosa, llama, fuego, bosque umbrío, surco húmedo… ella… ella… Dormirse al calor de sus muslos. Despertar al rumor de su pelo. Boca con boca. Vientre con vientre amarla. Desnuda. ¡Mujer! Cielo, corza, arena, bosque, tierra, magnolia, lluvia, llama, mariposa, hierba, leona, surco, mar, hoja, margarita, naturaleza… Los poetas cantan a la naturaleza. Mujer: naturaleza. Naturaleza: libertad. Los poetas cantan a la libertad y desean seguir sus huellas. ¡Cantad, poetas: amad!
Antonio José Gómez Morillo
puñadosdearena | 13
El laberinto
Si cierro los ojos, puedo adivinar las paredes del laberinto. Es un laberinto y al mismo tiempo no lo es, porque sabe aparecerse bajo la forma de un estanque, un olivar o una cama vacía. Somos viejos conocidos, él y yo, y hace mucho que sé identificar todos sus rostros. He aprendido a ver en ellos sus muros (que unas veces son de piedra y otras de aire), sus esquinas afiladas, sus callejones sin salida. He encontrado peligros y encrucijadas, y oasis cuyo recuerdo fue mi única compañía durante noches enteras de camino. Pero todavía hoy, después de todo, no he sido capaz de descubrir el secreto orden de su forma. Y tal vez por eso sigo caminando sin rumbo, y vuelvo a los mismos lugares, y no entiendo ninguno de mis pasos, y no sé si avanzo o retrocedo, si ya pasé por aquí, si alguna vez encontraré algo parecido a una salida. Mientras cierro los ojos y adivino los contornos de estos muros, procuro defender mi esperanza en la simetría. Negarla (despreciar el orden) supondría negar también cualquier propósito, y entonces sólo quedaría caminar hacia ninguna parte y hasta el fin. Que exista ese orden. Que haya un propósito. Que en algún lugar de este laberinto (cercano o no, pero posible) aguarde un centro que justifique el azar y la torpeza que gobiernan nuestros pasos.
Antonio José Gómez Cruz
14 | lacajadegalletas
Los dueños del sol
Érase una vez unos niños que iban caminando al cole tranquilamente. Hacía un día radiante: el sol alumbraba con fuerza. De pronto, uno de los niños miró hacia arriba y dijo: —¿Sabéis que el sol me persigue todas las mañanas y me acompaña al cole? Nadie contestó. Era demasiado temprano para hablar de nada. Ya en clase, Alejandro volvió a hacer el mismo comentario: —Esta mañana, cuando venía hacia el colegio, el sol me perseguía. —Eso no es posible —contestó Marta—, yo también me he fijado y creo que el sol me perseguía a mí. ¿Cómo es tu sol? Alejandro lo describió y coincidieron en que era el mismo. Al día siguiente, Cristian llegó muy nervioso y les dijo a sus compañeros que por la noche, cuando iba en el coche con sus padres de vuelta a casa, se dio cuenta de que la luna los perseguía. Vicente dijo: —No puede ser. Yo estuve jugando con Aya en la calle y la luna nos acompañaba a nosotros. Los niños entraron en una discusión que parecía no tener fin. Juan preguntó si llevaba la luna atada con una cuerda como si fuera un globo. Todos se miraron pensando en lo que había dicho Juan y respondieron al mismo tiempo que no. En ese momento se levantó Hiba y dijo: —Pues este verano he estado en Marruecos con mi familia y el sol seguía conmigo, así que lo siento, pero el sol está aquí por mí. Además, yo hablo con él y le digo que me acom-
lacajadegalletas | 15 pañe para protegerme. Cuando por las noches estoy cansada y quiero dormir, le digo al sol que baje la luz y es por eso que el sol se convierte en la luna. Todos empezaron a hablar a la vez. Como no se ponían de acuerdo, decidieron investigar al sol y a la luna desde distintos puntos para ver a quién perseguían, y con esa idea se fueron ese día a la cama. Al día siguiente todos se levantaron con la idea de vigilar al sol, pero cuál fue su sorpresa cuando comprobaron que ese día estaba nublado. Al llegar a clase se reunieron y dedujeron que el sol sabía que lo vigilaban y por eso estaba escondido, o más bien camuflado. Rubén decía que lo había visto detrás de una calabaza. Nayara aseguraba que se escondía detrás de un elefante con dos trompas, y Lolilla comentó que lo había visto empujando a las nubes, y que saltaba de una a otra como un loco. Aquel mismo día, los niños de Primero A iban de excursión. Fueron a visitar Punta Entina, en Almerimar. Todos tenían una idea fija en la mente: tenían un misterio que resolver; el dueño del sol se encontraba entre ellos. Durante el viaje en autobús, Antonio comenzó a cantar una canción: La maestra se ha hecho pis en el saco de dormir… Y también se inventaron un poema entre todos que decía así: El sol alumbra como la luna, la luna brilla como las estrellas, a las estrellas les gustan las nubes, las nubes riegan las flores y las flores te quieren a ti.
Ya en Punta Entina se les olvidó un poco el tema, pues estaban viendo un montón de animales interesantes y plantas muy curiosas, pero al día siguiente volvió a celebrarse una reunión en clase en la que todos tenían que dar información sobre el misterioso caso del sol. En el debate, a Alba se le ocurrió proponer una teoría: el dueño del sol debía de ser el más moreno de la clase, ya que pasaba más tiempo con él. De modo que los dueños tenían que ser varios: los gitanos. Viki, que era búlgara, dijo que no estaba de acuerdo, ya que ella también tenía la piel oscura y no era gitana. Y a Celia, que no estaba muy convencida de aquella teoría, no le gustaba mucho la idea de que el sol fuera de algún niño en particular. —Me parece que el sol no es de nadie y es de todos a la vez —dijo, y todos la miraron con asombro—. ¿Acaso cuando tenemos frío no nos calienta a todos por igual? Creo que al sol le da igual que hayas nacido en Marruecos, en Bulgaria o en Matagorda, que seas gitano o payo. —Es verdad —dijo Agustín—, en realidad deberíamos agradecerle a diario la luz que nos brinda y el calorcito que nos da a todos por igual. Ese día terminaron el colegio con un sentimiento contradictorio. Por un lado sentían que el sol no les pertenecía, pero por otro, en los más profundo de sus cabecitas, todos se seguían sintiendo los dueños del sol.
Lola Lebrón
16 | elagujero
Ojalá que no se les atragante la langosta
Una vez que atravesamos el consabido puente de la Constitución, nos sumergimos ya de lleno en el almibarado ambiente navideño y nos sometemos de forma obligatoria (aunque siempre tienes la opción de darle al interruptor) al bombardeo televisivo de perfumes con acento francés; o lo que es peor: al bombardeo televisivo de mensajes destinados a ablandarnos el corazón, sobre todo en estos días en los que, a la fuerza, debemos estar especialmente sensibles. Se te parte el alma viendo a esos niños desnutridos que te meten por los ojos a la hora de comer, para que te sientas culpable y se te atragante el pollo o las lentejas, para que sueltes la cuchara de golpe y corras a anotar el número de la cuenta bancaria en la que puedes ingresar tu donativo para ayudarles a vivir. Y para que tú puedas terminar de comer tranquilamente… Y yo me pregunto una cosa (me la he preguntado siempre, desde que tengo uso de razón): ¿dónde están esos niños el resto del año? ¿Acaso dejan de existir cuando pasan estas fechas tan entrañables y todos volvemos a la rutina diaria? ¿No deberíamos tomar conciencia, de una vez por todas, del terrible mal que azota al mundo, EL HAMBRE Y LA POBREZA, e intentar buscar entre todos una solución para que desaparezca definitivamente? Aunque no creo que esta solución esté en manos del simple currante que paga sus impuestos y que, en estas fiestas navideñas, haciendo un gran esfuerzo, puede permitirse el lujo de comer gambas blancas y jamón de pata negra. La solución está en manos de los poderosos, de los señores que gobiernan el mundo. Lo que ocurre es que estos señores tienen las manos ocupadas en otros menesteres. No me cabe duda de que, con los tiempos que corren, la televisión podría ahorrarse este año el bombardeo de mensajes solidarios con el que nos tortura en estas fechas. No hace falta trasladarse a los países del Tercer Mundo para saber que existen el hambre y la pobreza. Basta con mirar alrededor para ver situaciones de extrema necesidad. ¿Quién no tiene cerca un vecino, un amigo o un familiar que se encuentra en paro, que ha pasado por el trance de un desahucio o se ha visto afectado por los recortes en sus retribuciones y en su trabajo? Soy consciente de que estas situaciones, aun siendo muy dolorosas, no son comparables con las condiciones en las que viven las personas del Tercer Mundo, pero las comparo en el sentido de que tanto unas como otras son consentidas por aquellos que ostentan el poder y que son los únicos que podrían evitarlas. Pero el egoísmo, la ambición, el ansia de poder y la pérdida total de valores éticos y morales han hecho que estos señores se aíslen en sus burbujas doradas y se olviden del resto del mundo. Unas burbujas a las que no llegan la televisión, la prensa, las manifestaciones ni el malestar general de las personas. ¡Señores gobernantes de todos los países del mundo: les deseo de todo corazón que en estas fechas tan entrañables no se les atragante la langosta! ¡FELICES FIESTAS!
Ana Burguillos
vidascruzadas | 17
Mi cielo ya no es azul
Primero fueron puntitos alargados que revoloteaban oscureciendo su vista. Más tarde se convirtieron en sombras que le dejaban parcialmente sin visón, y al final la temida ceguera. Sus ojos negros se oscurecieron todavía más, si ello era posible. El oftalmólogo le dio un nombre científico a su padecimiento, aunque la realidad era que se había quedado ciego, con todo lo que conlleva esa cruel palabra. Arturo no pudo decir nada. Pensó, con un asomo de ironía, que se había quedado mudo a la vez que ciego, aunque maldita sea si aquello tenía alguna gracia. Su madre contuvo un grito de angustia, y su padre salió de la consulta dando un portazo: todos reaccionamos de un modo distinto ante las desgracias, siguió pensando Arturo. En cambio él se mantuvo quieto, impertérrito, mirando sin ver la pared donde estaban los famosos signos que usaban los oculistas y que él podría haber leído unos meses atrás sin el menor titubeo, ya que tenía una vista perfecta, envidia de sus hermanos y de sus padres, obligados a usar gafas o lentes de contacto. Se rió por dentro. No tenía: tuvo. Esa era la frase exacta: tuvo una vista perfecta. Ahora era un ciego que no podría llegar a la puerta de la calle sin la ayuda de su madre. Allí sentado, mientras escuchaba la retahíla de conceptos científicos que aquel buen hombre les soltaba, dejó de oír y se trasladó al día del accidente de moto, aquel ya lejano dos de febrero de hacía tres años. No tuvo consecuencias aparentes, sólo el consabido susto, algún que otro moratón y una pequeña cicatriz en la pierna sin ninguna importancia. Aquel día se suponía que había nacido de nuevo. No sabría hasta entonces, tres años después, que efectivamente volvió a nacer, pero ciego.
Arturo desplegó el bastón, titubeó unos segundos y comenzó a bajar la escalera de su casa, llevando siempre éste por delante con un movimiento pendular. Aún tenía miedo, un miedo que le agarrotaba los dedos impidiéndole llevar el bastón con la soltura adecuada. Cada día desde hacía dos meses se obligaba a salir de casa, a conocer su hábitat desde esta nueva perspectiva: ciego, completamente ciego, sin remedio y sin esperanzas. Una lágrima surgió de sus ojos muertos, que Arturo despejó de un manotazo antes de que recorriese su mejilla. No se permitiría ninguna clase de compasión. Aquello no acabaría con él. Joder, tenía veintiséis años y no estaba muerto, solo estaba ciego. Sería cuestión de modelar una nueva forma de vivir. En su cerebro aún pululaban los colores, las formas de los objetos, los lugares conocidos, y creía firmemente que esos recuerdos nunca le dejarían ciego por dentro. Tropezó en la escalera y a punto estuvo de caerse. Debería prestar más atención y no dejar su mente divagar de aquella forma. Aún le quedaba tanto por aprender… Su nueva situación requería del esfuerzo constante entre cuerpo y mente. Arturo siguió caminando por la acera de su calle. Hoy quería ir un poco más lejos. Pensó que sería toda una aventura deambular por otros lugares. Algunas personas se iban de safari o se aventuraban por la selva del Amazonas. En comparación, aquello sería pan comido. Sus padres se sentirían orgullosos, aunque también les daría un buen susto si supieran lo que pretendía hacer él solo. Ellos siempre estaban al tanto de lo que necesitaba. Eran unos padres maravillosos y él sabía todo el sufrimiento callado que llevaban sobre sus espaldas.
18 | vidascruzadas Todo iría mucho mejor cuando no tuvieran que cuidarle. Había sido terrible verse como un bebé, al amparo sobre todo de su madre. Los primeros días se los había pasado tumbado en la cama sin querer hablar con su familia, ni con amigos, ni siquiera permitió que su novia le fuese a visitar. Renegaba de la vida y maldecía su suerte. Ahora, ya pasado su tiempo de luto, la vida renacía de nuevo ante él con nuevas ilusiones. Por eso no se podía permitir caer de nuevo en el desaliento. Tenía todo un mundo por descubrir y no iba a desaprovecharlo llorando en un rincón, compadeciéndose de sí mismo. La verdad es que sentía pavor a cambiar su rutina, pero igualmente estaba decidido. Sus otros sentidos empezaban a agudizarse. Nunca había creído mucho en ello, pero estaba comprobando que en eso al menos no le habían mentido. Hasta sus oídos le llegaban un sinfín de sonidos a los que antes no prestaba ninguna atención, y su tacto le daba más satisfacción, pensó con una media sonrisa al recordar la noche pasada con su novia. Curiosamente, su ironía también se había incrementado, aunque eso, como es lógico, no tenía nada que ver con su ceguera. Por fin llegó a la esquina de la calle y se apresuró a seguir por la gran avenida que le llevaba a explorar un terreno más desconocido. No se paró a pensar. Era ahora o nunca, y siguió caminando con la ayuda de su bastón, que movía con más prontitud debido a los nervios. A su paso escuchaba el vaivén de los transeúntes. Sabía que a mitad de la avenida había un paso de peatones por el cual tendría que cruzar si quería llegar a casa de María. Hoy ese era su reto: le daría una gran sorpresa cuando llamara al portero de su piso. Desde que se quedó ciego, Arturo se había negado a ir más allá de sus dominios, pero sabía que si quería emanciparse y valerse por sí mismo, tendría que superar sus miedos, y esa mañana había decidido dar el primer paso. Iría solo a ver a su chica. De pronto, le llegó el sonido inconfundible que indicaba que el semáforo estaba en verde para los peatones y se dispuso a cruzar, envuelto en un calidoscopio de sonidos que se enlazaban entre sí. Entonces la oyó. En realidad, Arturo la sintió a su espalda antes de escuchar su voz. Era una mujer. No sabría decir su edad (aún no llegaba tan lejos: no soy Superman, pensó), pero sí tenía una bonita entonación, y en su interior la vio joven y guapa. Algo debía tener de bueno ser invidente: no costaba nada dejar volar la imaginación). Ella lo tocó en el hombro y, sin pensarlo dos veces, lo cogió del brazo. —Perdona, ¿te puedo ayudar a cruzar el paso de peatones? Esta avenida es muy ancha: tiene tres carriles y es muy peligrosa. Por un momento, Arturo se quedó sin habla. Ya bastante hablaba aquella mujer, que tiraba con dulzura de él a la vez que le relataba algo sobre los peligros de cruzar el paso de cebra. —No quiero decir que tú no puedas hacerlo por ser ciego. Es muy arriesgado para cualquiera y, la verdad, me ha parecido que titubeabas ante el semáforo, así que me he atrevido a ofrecerte mi ayuda. Perdona si soy un poco impetuosa. Mi marido siempre me lo dice: «cualquier día, con esa manía que tienes de ayudar al prójimo sin que te lo pidan, te vas a meter en un buen lío». En fin, a mí me va eso de la buena samaritana. ¡Uy!, estás muy callado. Espero no haberte molestado… Arturo escuchó esta última frase subiendo ya el bordillo de la acera. Aquella mujer le había ayudado a cruzar al otro lado de la calle sin parar de hablar. Apenas le salió la voz del cuerpo al darle las gracias, con un asomo de sonrisa en los labios. Aquello había tenido
vidascruzadas | 19 gracia. Supuso que así le veían los videntes, así había mirado él mismo a los ciegos cuando aún veía: como a personas necesitadas en todo momento del cuidado de otros. Le dijo que no se preocupara, que no le había molestado, sino todo lo contrario. Aquella bendita mujer se despidió con un tono alegre en su voz. Curiosamente, él también se alejó sonriendo. Había buenas personas en el mundo, de eso no le cabía la menor duda. Era maravilloso comprobar que en este mundo tan deshumanizado muchos seres aún se preocupaban por un desconocido, por alguien que no habían visto en su vida y que probablemente no volvieran a ver jamás. El fastidio que al principio le causó aquella señora al pillarlo desprevenido y tirar de él sin poder reaccionar se había transformado en agradecimiento. Agradecimiento a ella y a todos aquellos que le hacían los días más seguros sin pedir nada a cambio. Su familia entraba en ese lote con el número uno, y le seguían de cerca sus amigos y profesionales. Les debía mucho a todos y no siempre los trataba como se merecían. Aquel día estaba descubriendo muchos matices de su nueva vida y forma de pensar, pero sobre todo del calor humano, lo cual le reconfortaba y lo llenaba de esperanzas.
A escasos metros de allí, una mujer había sido testigo de toda la escena, y con lágrimas en los ojos anduvo detrás de aquella otra que se alejaba. Le dio alcance en un puesto donde se había parado a comprar chucherías. Se dispuso a abordarla, y sin más le soltó «muchas gracias», le dio un abrazo y por fin, al ver si cara de desconcierto, le explicó el porqué de su reacción. Luego se dio la vuelta y, casi corriendo, buscó a Arturo entre las personas que andaban por la acera, hasta que por fin, cerca del gran edificio del teatro, lo divisó. Era él. Parecía tan perdido entre aquella masa de gente que pasaba a su lado… Arturo no sabría nunca (o al menos eso pretendía ella), que le seguían tan de cerca cada día que salía a la calle. Ella era su ángel de la guarda, la persona que más le quería en este mundo. Ella era su madre. Una madre que, momentos antes, lloraba de emoción simplemente al ver como una desconocida ayudaba a su hijo, algo que para muchos carecería de la menor importancia, pero que para ella tenía un significado más profundo que el hecho en sí. Arturo continuó caminando sin saber que, a unos metros por detrás, alguien velaba por su seguridad. Generosidad, amor y altruismo: todo ello agitado y revuelto hace el cóctel perfecto, un cóctel que Arturo saborea sin apenas percibirlo. Su madre seguirá agazapándose entre las sombras, al acecho de cualquier amenaza para su hijo. Ella hará todo lo humanamente posible para que el cielo de su hijo vuelva a ser azul.
Isabel Delgado
20 | vidascruzadas
Las palabras de Telémaco
Si (como el griego afirma en el Cratilo) el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo…
Jorge Luis Borges, El Golem
El día que nació Telémaco, todo el mundo se quedó sin palabras. Nació a la hora justa, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, sin sangre y sin llanto como para agradar al cosmos. Trajo en la piel el rosa pálido de los amaneceres tristes y el olor a nata de la vida nueva, y fue tal su silencio y su quietud de estatua pequeña, tan vivos y asombrados sus ojos, que todos lo miraron como si fuera el primero de todos los seres, como si el mundo entero, reciente y sin nombre, hubiera querido empezar con él. No tardaron quienes lo vieron en decidir que Telémaco era, sin duda, demasiado perfecto para este mundo. Desde el día de su nacimiento, su habitación no conoció un momento de paz. La noticia del niño nacido sin llanto se extendió como las ondas de los estanques, y los bordes de su cuna pronto se llenaron de madres que habían hablado con otras madres, de tíos venidos de lejos, de viejecitas bondadosas que no habían visto a un niño tan lindo en su vida. Y todos le traían pañales y ropita pequeña, y lo miraban durante mucho rato, y no se cansaban de compararlo con los ángeles cuando son niños y casi no se les ven las alas. Lo cierto era, sin embargo, que Telémaco parecía en casi todos los aspectos un niño normal, con la hermosura de la primera inocencia de todos los niños. Lo que lo hacía parecer distinto y nadie sabía identificar era algo en su mirada, una inexplicable madurez, una seriedad prematura y casi triste. Telémaco lo contemplaba todo con los ojos muy abiertos, como si intentara recordarlo para siempre, como si comprendiera y reflexionara igual que un sabio pequeño. Era eso y no otra cosa lo que arrebataba irremediablemente a todos cuantos lo rodeaban (aunque ellos mismos no lo supieran), extasiándolos y suspendiendo
vidascruzadas | 21 su ánimo hasta tal punto que, hasta mucho tiempo después, nadie empezó a darse cuenta de que el niño nunca dormía. La constatación de la eterna vigilia del pequeño cayó como un jarro de agua fría sobre sus consternados padres. Al principio sólo sintieron curiosidad, más tarde inquietud y por fin franca preocupación. Un mes después de su nacimiento, Telémaco todavía no había cerrado los ojos. Nadie supo explicarlo. Los médicos insistieron en que el niño dormía en pequeñas siestas, y su madre, que casi había caído fulminada al intentar compartir aquel inhumano insomnio, se cansó de discutir con ellos. No hacía nada mientras estaba despierto. Sólo mirarlo todo. Daba la impresión de que vivía poseído de una inexplicable actividad que no le dejaba dormir, pero ni sus padres, ni los tíos venidos de lejos, ni siquiera las viejecitas bondadosas podían entender por qué. «Si pudieras hablar», solía sollozar desesperada su madre. «Si hablaras conmigo…». En realidad, todos se preguntaron alguna vez qué diría el niño de haber podido hacerlo. Para su espanto, para su infinito desconcierto, no tuvieron que esperar mucho. Telémaco pronunció su primera palabra cuando a los niños de su edad todavía les costaba mantener la cabeza erguida. A partir de ese momento, la permanente vigilia de Telémaco y su incesante y silenciosa actividad encontraron por fin la salida que habían estado esperando. Ya nunca más se contentó con mirar las cosas. Ahora empezó también a nombrarlas. Con una rapidez inaudita, de forma obsesiva e inexplicable, Telémaco comenzó a almacenar nombres. A los siete meses reconocía sin problemas casi todos los alimentos, las prendas de vestir, los animales domésticos, las partes del cuerpo, las figuras geométricas, los colores, los útiles de costura y de aseo, los muebles de su abuela, las plantas de interior, los juegos con pelotas, los aparatos eléctricos, los vehículos con ruedas, las habitaciones de la casa, los nombres y apellidos de sus padres. Con tres años, su vocabulario se había ampliado de forma alarmante. Descubrió que la mayoría de las cosas podía descomponerse en otras más pequeñas que también tenían nombre, y empezó a distinguir las piezas de motor, las partes de las flores, los instrumentos de marinería, las fases de la luna, las especies de las aves, las zonas de las iglesias, los elementos de la tabla periódica… Era capaz de diferenciar entre un conejo y una liebre, entre el jónico y el dórico, entre nimbos, estratos y cúmulos, entre sí, no y tal vez, y pronto comenzó a comprender también conceptos abstractos como arrogancia, decencia y redención. Nunca, sin embargo, elaboró en aquellos primeros años frases complejas. En eso Telémaco era, para alivio de todos, enteramente normal. No hablaba como los adultos ni intentaba explicar el mundo. Únicamente parecía querer nombrarlo. Al cumplir los nueve años, sus padres se habían resignado ya a aquella incomprensible obsesión por las palabras. Ya no se sobresaltaban cada vez que lo oían decir estratosfera, huecograbado, friso, morfema, basáltico, turbina, bastidor, salazón, aspillera o refajo. Aprendieron a aceptarlo como mejor supieron y se dieron cuenta, después de mucho, de que Telémaco se ponía nervioso cuando empezaban a faltarle las palabras. Le compraron cuentos de forma compulsiva, pero pronto comprendieron que las historias no le interesaban lo más mínimo. Lo único que parecía buscar, lo que de verdad aplacaba su monstruosa necesidad de saber, eran los nombres de las cosas. Por eso no se sorprendieron demasiado el día que Telémaco, casi por azar, descubrió en uno de los anaqueles más altos de la estantería el lomo grueso y decrépito de un viejo diccionario y empezó a devorarlo como si fuera lo último que haría en la vida. A partir de aquel momento, el universo de Telémaco cambió para siempre. Lo leyó de arriba abajo, adelante y atrás y de dentro afuera, si eso era posible, y
22 | vidascruzadas le sorprendió descubrir, como nada lo había hecho en el mundo, que en las secretarías no se guardaba en realidad ningún secreto, que algunas palabras significaban más de lo que él había creído, y que otras, en cambio, significaban menos, mucho menos de lo que deberían. Ese fue el comienzo de la crisis. A medida que pasaban los años y Telémaco maduraba, empezó a comprender que las palabras eran imprecisas y traicioneras. Con una pena insondable, con un dolor que no había conocido en su vida, llegó a convencerse de que las palabras sólo servían para mentir o, en el mejor de los casos, para no decir toda la verdad. Decía mesa cuando en realidad podía estar pensando en un tablero, en un escritorio, en un mostrador, en un pupitre, en un altar… y no había forma humana de hacer que alguien viera la mesa que él estaba pensando. Por mucho que la describiera, se dio cuenta de que todos veían algo parecido, un fantasma, apenas una réplica de su pensamiento, pero nunca lo mismo. Y no eran sólo mentirosas. Para su sorpresa, las palabras resultaron también dolorosamente insuficientes. Porque te quiero no siempre era “te quiero”; a veces quería ser también “te necesito”, “te esperaré”, “te echaba de menos”. Y Telémaco lloró por primera vez en su vida al preguntarse cómo decir todo aquello con una sola palabra, simple y perfecta. Estuvo a punto de caer enfermo, de morirse de pena al sentir que todo su mundo se hacía añicos. Hasta que decidió hacer algo. Se le ocurrió que si conseguía crear definiciones perfectas, definiciones que aglutinaran hasta el último detalle de las cosas, y si conseguía después condensar esas definiciones en nuevas palabras, la persona que las oyera podría comprender del todo y de una sola vez cualquier pensamiento. Comenzó por individualizarlo todo y desechar las palabras que nombraban clases de objetos: los hurones, los ciervos, los leones, los peces mariposa y los vencejos arborícolas ya nunca más serían animales; las secuoyas y los robles no serían árboles, ni las ciruelas frutas. Un año después, cuando consiguió que todo fuese una sola cosa, sin posibilidad de confusión, Telémaco empezó a desarrollar una rara especie de locura definitoria. Tomaba el viejo diccionario y leía: «Toro: mamífero rumiante, de cabeza gruesa con dos cuernos, piel dura con pelo corto y cola larga, cerdosa hacia el extremo». Y luego él añadía: «Tiene la mirada triste y la respiración mojada y caliente. Es fuerte y poderoso, pero no conoce el orgullo. Camina despacio cuando está tranquilo y le gusta echarse al sol y dormir mientras pasan las horas y los días, triste porque intuye su muerte y sereno porque ha aprendido a aceptarla». Por último, Telémaco creaba una nueva palabra, una palabra extraordinariamente compleja que contenía, al descomponerse, un conjunto escogido de ideas: mamífero, cuernos, tristeza, humildad, muerte… Preso de aquella lexicografía febril, Telémaco obró así con todas las palabras que había acumulado a lo largo de su vida. Y tuvo que viajar mucho, porque pronto entendió que si no conocía perfectamente todas las cosas, si no comprendía su esencia y su ser, tampoco podría definirlas. Fue en uno de aquellos viajes donde encontró a la que habría de ser su esposa. Se llamaba Elena, y él jamás le confesó que sólo la había buscado para poder definir el amor. Después de aquello, de aquel desmesurado esfuerzo adánico, Telémaco quedó agotado, vacío, como seco por dentro, pero feliz como nunca antes había sido. Fue descubriendo entonces, con un imparable entusiasmo, que el mundo le resultaba más claro y más completo, que era capaz de ver detrás y dentro de todas las cosas y de rozar su corazón como Dios puede leer el alma de los hombres. Movido por un acceso de súbito e infinito amor, Telémaco quiso más que nunca entregar aquel nuevo idioma al mundo para que éste pudiera verlo
vidascruzadas | 23 todo como lo veía él. Quiso hablar con una sola palabra de la elegancia y la fugacidad de las mariposas, de su breve explosión de vida, de la armonía poética de los astros, de la exactitud y la conmoción y el alivio de las verdades. Quiso compartir con todos aquel lenguaje perfecto, tan exacto que las palabras no eran un mero reflejo de las cosas, sino las cosas mismas… Pero el mundo no llegó a conocer todavía aquellos nombres nuevos, porque Telémaco se dio cuenta a tiempo de que había cometido un error. Todas las definiciones y todas las palabras que había creado a partir de ellas estaban basadas en su propio idioma y sólo las comprendería una pequeña parte de los hombres de la tierra. Telémaco cayó entonces en una desazón que no había conocido desde los días del diccionario. Dejó de hablar y de sonreír con cada hallazgo, y Elena empezó a temer que su locura definitoria se había convertido en locura, sin más, y que ya no se recuperaría. Y sin embargo, Telémaco se recuperó, decidido a gastar hasta su último aliento. Si su lengua no era suficiente, aprendería más, muchas más, todas las que hicieran falta. Como su insomnio seguía intacto, igual que había sido desde que nació, en menos de diez años llegó a conocer más de la mitad de las seis mil lenguas del mundo y a manejar con soltura algunas cuya existencia ni siquiera había sospechado. Y cuando juzgó que sería suficiente, Telémaco se entregó a la penosa tarea de volver a crear todas las palabras, incorporando esta vez elementos de cada lengua para que el mundo entero pudiera entenderlas. Mezcló el español con el ruso, el japonés con el armenio, el macedonio con el dálmata y el nepalí, el turco con el tamil, el suahili con el árabe y el hebreo, y añadió también algo del otoní de Oaxaca, de guayní, del sandave de Suráfrica, de guajiro, de navajo y del tiví de las tribus aborígenes australianas. Cuando por fin terminó, Telémaco quedó tan trastornado que ya no sabía si era europeo o un bosquimano perdido en algún punto del desierto de Kalahari. Su mujer, alarmada, intentaba en vano que recuperara una parte de su antigua cordura. Le hablaba despacio, como se habla a los niños, y procuraba hacerle entender que su esfuerzo no servía de nada, que a nadie le sería útil jamás aquel descabellado idioma. Ni siquiera a ti, Telémaco. A fin de cuentas, ¿para qué sirven las palabras cuando uno no tiene nada que decir? Pero Telémaco no escuchaba. Elena nunca lo entendió, pero sabe Dios que siempre lo quiso. Telémaco, la comida… Telémaco, ven a la cama. Te quiero, Telémaco. Y él, con todas sus palabras, sólo parecía conocer una para ella: sí, ya voy, espera. Fue así durante años, durante largos y amargos años de infinita paciencia. Hasta que un buen día, en algún momento entre un lunes y un jueves, Telémaco cayó en la cuenta de que su mujer se había cansado de esperar y ya no estaba. A partir de entonces su vida se hundió sin remedio en un completo y cada vez más lamentable abandono. Mientras estuvo al cuidado de Elena, nunca le faltó nada. Pero desde el día que ella se fue, dejándolo solo con sus palabras, Telémaco empezó a olvidarse de comer y de hablar como hacen las personas cuerdas, y ya sólo levantó los ojos de sus notas lo justo para no dejarse morir. Tan mal quedó, que quienes lo conocieron esperaban encontrárselo ya cualquier día haciendo sombreritos para los gatos, barriendo la playa o deshilando a mano los capullos de los gusanos de seda. Dejó de afeitarse, de asearse y hasta de vestirse, y se convirtió en lo más opuesto que pueda encontrarse en el mundo a un ángel sin alas. Nadie, absolutamente nadie, habría creído que todavía no había tocado fondo, que habría de hacer frente aún al último y fatal golpe a su locura…
24 | vidascruzadas Los hombres compasivos deberán maldecir eternamente el día funesto en que Telémaco concibió la idea de la Palabra Total. Se le ocurrió que si era posible definirlo todo, como él había hecho, también debería haber un concepto que contuviera a todos los demás. La definición de todas las definiciones. Y del mismo modo que cada cosa recibía el nombre nuevo y exacto que él le había dado, debería ser posible hallar una palabra que fuera el reflejo perfecto de aquella Idea. Un Nombre. Un Nombre tal, que quien lo pronunciara comprendiera en un solo instante todo lo que alguna vez fue dado a conocer al hombre. Sus primeros intentos fueron arduos y descorazonadores. Tardó años en desarrollar la primera Definición, y cuando creyó haberla terminado se dio cuenta de que escapaban a ella tantas cosas que resultaba completamente inútil. Varias veces tuvo que partir de cero y sufrió tres infartos: uno cada vez que necesitó reinventar la fórmula que le permitiera condensar todo el universo en una única Idea. Utilizó letras, ideogramas, jeroglíficos, melodías, pinturas al óleo y fórmulas matemáticas. Todo junto. Todo para que la Definición fuera total y absolutamente perfecta. Y el día en que por fin se dio por satisfecho, poco después de cumplir los sesenta y cinco años, emprendió la tarea definitiva de buscar el Nombre. Aquello fue sin lugar a dudas lo peor de todo. Invirtió tres años enteros en crear una palabra que abarcaba varios cuadernos, tan compleja y desproporcionada que necesitó siete meses para pronunciarla, leyendo cada día de ocho a tres y de cinco a nueve, con descansos de diez minutos cada tres horas. Más tarde quiso comprimirla, desarrollando una palabra que pudiera leerse del derecho y del revés, en un intento de concentrar sus billones de significados. Y al final, cuando su mente estaba a punto de sucumbir, de estallar, de rendirse para siempre a todo, Telémaco tuvo una visión. La tuvo despierto, porque seguía siendo incapaz de dormir, pero fue lo más cercano a un sueño que habría de conocer en su vida. Vio delante de sí, flotando en el oscuro centro de toda la creación, tan clara que creyó poder tocarla con sólo alargar el brazo, una Palabra esférica hecha de luz. Profundamente sobrecogido, Telémaco se acercó con cautela y vio que la Palabra giraba lentamente sobre sí misma y que estaba formada por millones y millones de letras que se unían unas a otras en todas las direcciones, cambiando a veces de lugar y enrollándose de cuando en cuando en complicadas espirales, como cadenas entrelazadas de un infinito genoma cósmico… Volvió en sí. Parpadeó. El recuerdo de la Palabra Total que había visto durante un instante de indecible gloria aleteó como un fantasma en los confines de su pensamiento, y luego se fue. Por más que lo intentó, por más lágrimas que derramó intentando recrearla, jamás llegó a verla de nuevo. Probó a escribirla, a dibujarla, a modelarla en arcilla, pero aquel Nombre no tenía cabida posible en el mundo. Y enloqueció, por fin. Todo lo que puede enloquecer un ser humano. Antes de que pudiera darse cuenta, Telémaco se encontró sin calor y sin techo, tirado en la calle como un despojo entre los despojos, tan arrugado y ceniciento que a nadie se le hubiera ocurrido pensar entonces que fuera demasiado perfecto para este mundo. Telémaco nunca llegó a saber cómo ni en qué momento fue depositado en la cama donde un día habrían de reposar para siempre sus huesos. Ya no entendía gran cosa, en realidad. El veneno adormecedor de su locura parecía presentarle la realidad extrañamente trasfigurada, como si todas las formas se hubieran convertido en palabras vivientes que lo rodeaban hasta la asfixia. Alcanzaba a distinguir a intervalos de lucidez que estaba en una habitación pequeña y pintada de blanco, y que de cuando en cuando una mano le levantaba con cui-
vidascruzadas | 25 dado el cuello para derramar por su garganta palabras en forma de agua y de pan. Poco a poco, descubrió que podía distinguir cuerpos y rostros, y comprendió, con la escasa razón que aún le quedaba, que alguien lo estaba cuidando. El recuerdo lejano de Elena le hizo aferrarse a su última hora de cordura, pero no era ella quien estaba a los pies de la cama. Era una mujer joven, vestida de verde, que revoloteaba a su alrededor moviéndose con férrea determinación. Tuvo que hacer un esfuerzo titánico para obligar a su cuerpo a incorporarse. Ella, al verlo, se acercó a toda prisa, le puso una almohada en la espalda y le habló. Sonreía, pero Telémaco no consiguió entender lo que le dijo. El idioma en el que le hablaba le resultaba tan sólo vagamente familiar, demasiado extraño y ajeno como para comprenderlo. Por eso (y ese único gesto fue lo que lo salvó para siempre), en lugar de atender a sus palabras, Telémaco se detuvo en sus ojos. Y descubrió que había en ellos un brillo desconocido, una infinita compasión, un cariño desinteresado que sin duda no creía merecer. Aquella mirada removió sus entrañas como el oleaje de un mar antiguo. Y de repente, conmocionado, sintió algo que nunca había sentido antes: una rara mezcla de amor, agradecimiento, nostalgia, culpa y felicidad… Un súbito terror corrió por sus venas al comprobar que él, que una vez había poseído todos los nombres de este y de todos los mundos, era incapaz de definir aquel sentimiento. Por primera vez en su vida, Telémaco no tenía palabras. —¿Cómo…? —balbució temeroso, haciendo un esfuerzo por recordar el antiguo idioma de sus padres. Se llevó la mano al pecho—. ¿Cómo llamáis a esto? La mujer lo miró sin comprender, sonrió, y por fin, para su horror, se encogió de hombros. Telémaco se preguntó desconcertado cómo era posible, cómo podía aquella muchacha sentir y respirar y vivir en paz sin saberlo. Y fue en ese instante cuando lo comprendió todo. Se dio cuenta de la inutilidad a la que había entregado toda su vida, y tuvo que reconocer que era cierto: que él, con todas sus palabras, nunca había tenido nada que decir. Y comprendiendo eso, sabiéndose repentinamente lúcido, lo olvidó todo y cerró los ojos por primera y última vez en su vida. El día que murió Telémaco, todo el mundo se quedó sin palabras. A la mayoría de la gente la muerte le llega casi siempre a destiempo. A Telémaco no. A él le llegó en el momento justo, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, cuando ya no le quedaba nada por comprender. Sereno, callado, se dejó embargar por aquel cálido y delicioso desconcierto, por aquel sentimiento que nunca había conocido. Y así, sin llanto como cuando nació, Telémaco se rindió a esa felicidad última que le robaba el habla para siempre, que lo arrancaba del mundo, que se lo llevaba a otro lugar sin tiempo y sin nombre… Lejos, muy lejos de todas las palabras.
Antonio José Gómez Cruz
26 | vidascruzadas
Bien no se escribe con “v”
Nació con unas ganas enormes de todo, con unas ganas grandes por vivir. Creció en el amor y la bondad, abrazando un clima de normalidad que, por virtuoso, rozaba el escándalo y la afrenta para con el mundo. Sí, el mundo no perdonaba el bien, el mundo obligaba al mal. Tranquilidad y sosiego se disfrazaron de ruido. Agrado y cordialidad pasaron a ser espejismos. Todo comenzaba a degenerar, y en ese barullo terminó de crecer, pero ya no le fue fácil. Luchó como pudo contra ese mundo de iniquidad y disfraces. A pesar de todo consiguió llevar una vida digna, azarosa pero honrada, pobre y rica a la vez, dulce y amarga como las dos caras de una moneda del destino. Fue bueno en última instancia, quizá demasiado. Pero todo tiene su recompensa, y él obtuvo el premio de la vida futura, de la vida mejor. Cierto día, mucho tiempo después, tuvo curiosidad por volver. Quería probar de nuevo el sabor de la vida auténtica y comprobar si aquel barullo, aquel ruido y aquella degeneración de sus días habían ido a menos. Ingenuo de él. Pidió volver. Volvió. Se sumergió en el siglo XXI y se dio de bruces contra él. Intentó en vano solucionar algunas cosas, pero no pudo, y con cierta rabia e impotencia decidió averiguar cuál era el problema, cuál la razón que impedía al mundo vivir en paz. Al poco la descubrió, llegó hasta su raíz. La idea brotó de su mente como un chispazo atroz. Le asustó. Se asustó. Menguaron sus ilusiones ante aquella aplastante realidad: todo, absolutamente todo, era vanidad. La palabra de la gran “v” dominaba el mundo. ¡Qué despropósito! Todo estaba lleno de vanidad, y por lo tanto todo estaba vacío. En la calle, los viandantes iban con prisa; nadie se saludaba, nadie se paraba a conversar. Si había un corrillo, era para criticar y para que cada uno de sus interlocutores demostrara al resto su superioridad, sus ropas, su peinado, sus logros. Había vanidad. Había escaparates lujosos con mil artículos innecesarios. Había edificios aparentes y ricas construcciones bajo cuyas paredes habitaban los protagonistas de esos corrillos de chismes e hipocresía. Y la vanidad no sólo reinaba en la calle: también dentro, en esos hogares en los que lo único importante era una caja eléctrica dentro de la cual la gente gritaba, era frívola, mentía… Sí, todo eso, pero era gente guapa la de esa caja, gente a la moda que causaba sensación. Era gente vanidosa. La gran “v”, la de la vanidad, lo copaba todo en las ciudades y también en los pueblos. El arribismo y la falta de escrúpulos, el ensañamiento, la envidia, el consumismo, la trivialización, el exceso de ocio, el materialismo impío y extremo, las cortinas de humo, la depravación moral, la risa sin sentido, la falta de ganas, la demagogia, el placer sin límites… Todo, absolutamente todo, hablaba de vanidad, de la importante de lo de fuera y la dejadez por lo de dentro. Dentro. Dentro sintió náuseas del mundo y tuvo que vomitar. Como no estaba a gusto ni en pueblos ni en ciudades, marchó al campo. Llegó a un monte, subió a la cima, se sentó. Su mirada recayó en dos ramas que se cruzaban. La imagen le recordó el símbolo con el que su amigo había intentado, siglos atrás, enmendar el mundo. Su amigo: ese treintañero de púrpura que también vomitó por culpa de la vanidad. Su amigo: ese que consiguió ser sencillo, que escuchó, que se alzó las mangas para colaborar, se mojó, lloró con sus allegados e intentó compartir lo que tenía; ese que logró ser sencillo y que también se topó con la vanidad, que también vio que todo era vanidad.
vidascruzadas | 27 Pero no le había importado. Su amigo decidió contradecirla, rechazarla. Quiso demostrar que esa “v” de falsedades podía ser acallada con otras uves de más eficacia: con las uves de valor, de virtud, de volaverunt de sueños, de vibración ante ilusiones, de voluntad, de verbo divinizado y vocablo afable, de verde esperanza, de variedad de opiniones, de viaje vital y vino dulce, de vocación por un mundo mejor. Y así fue como su amigo, con traje de doble uve (el de vividor valiente), emprendió su camino. Y lo hizo. Lo hizo con penas y glorias, y terminó también en un monte: en el Calvario. Su amigo: aquel al que días antes había pedido volver al mundo real, al “de verdad”. Verdad, como vanidad, se escribe con “v”, pero quizá la “v” nos mienta a veces. Vida es con “v”, pero bien es con “b”. En esto cavilaba en la montaña cuando su amigo, el del Bien, vino hacia él y lo convenció para que muriera de nuevo. «Bien no se escribe con “v”», le decía mientras levitaban hacia la Paz.
Óscar Repullo
28 | vidascruzadas
La tienda
Ella entró en la tienda y paseó por todas las estancias sin buscar nada en particular. Sólo quería mirar, ver cosas distintas a las que veía constantemente en su gran casa. Llevaba cuarenta años viendo lo mismo. Las cosas que veía no eran artículos grandes ni caros, pero al menos eran de otros tiempos diferentes a los que ella estaba acostumbrada a ver. Todo tenía un vivo colorido que le alegraba su triste y apagado ánimo. Todas las cosas las veía claras, alegres; parecía que desprendieran juventud, aquella juventud que ella nunca había podido disfrutar. Siempre había estado censurada y esclavizada por todos aquellos que la rodearon a lo largo de su vida. Se paró en una estantería donde había multitud de flores de diferentes colores y cogió un ramito largo y esbelto de flores blancas. Les tocó los pétalos. Parecían flores frescas de verdad, pero eran de papel. No le importó. Las cogió con las dos manos y las apretó contra su pecho. Pensó: «las compraré». Por primera vez en su vida, compraría algo que sería única y exclusivamente suyo. Siguió mirando por toda la tienda muy lentamente, fijándose en todos los artículos, uno por uno, hasta que de nuevo se paró en seco frente a un gran perchero del que colgaban infinidad de pañuelos para el cuello. Eran de todos los colores, colores a los que ella no estaba acostumbrada, pues su vestuario era básicamente negro. Deslizó su mano a lo largo del perchero, como queriendo acariciar los pañuelos. Eran suaves. Nunca su cuello había tenido nada parecido a su alrededor. Tiró de uno al azar y lo descolgó. «Me lo compro», pensó. Era de un estampado suave y elegante, con colores rosas y azules. Le pareció precioso. Lo deslizó por su cuello y se asomó a un espejo para mirarse. Y allí, en mitad de la tienda, se quedó gratamente sorprendida al verse con aquellos colores tan favorecedores alrededor de la garganta. Parecía como si sus mejillas hubiesen tomado color solamente con el reflejo de aquel precioso pañuelo.
Aquilina Navarro
diccionarioruteño | 29
parchoso, -a adj. Aunque parchoso es un adjetivo que parece derivado de parche, en realidad no tiene nada que ver con su significado. Esta palabra asomó un poco la nariz cuando describimos el sentido que tenía para nosotros el término farto1 (palabra muy ruteña), pero se quedó ahí, estancada, sin más. Sin embargo, creemos que también tiene derecho a que le dediquemos un párrafo, ya que los ruteños la utilizamos mucho. Un individuo parchoso es el que se cree simpático, pero en realidad es un rayente2. Es alguien a quien le gusta presumir, que se las da de bien hecho y sabiondo, que parece que se asegura los éxitos, que resulta pesado obsequiándose a sí mismo porque se imagina que es alguien; un charlatán expresivo que repite lo mismo una y otra vez y que es propenso a decir casi siempre tonterías rancias y paparruchas de enteraíllo. Hasta que a veces, para que nos deje tranquilos, le decimos: «Anda, presume con otro, no conmigo, que yo te conozco y sé quién eres, pae…». 1 2
Véase EscriViendo 4, pág. 30. Véase EscriViendo 3, pág. 20.
ruílla s.f. Solemos llamar ruílla a una servilleta o paño de cocina, de tejido convencional y ordinario, que se usaba para que el conjunto de comensales se limpiaran las manos y la boca. Eso sí, tenía que estar viejo y roto para que se le llame ruílla. A veces ni siquiera es un paño, sino un trozo de tela de una sábana usada o un retal de otra prenda cualquiera, siempre que sea vieja y rota. Cuando ya está muy estropeada y desgastada (raía), se le llama guiñapo, y se emplea para otra cosa porque todavía hay que sacarle provecho. Se utiliza entonces para limpiar, cuando en realidad deberíamos tirarla directamente. Llega un punto en que, siendo tan vieja, no apetece ni lavarla. Y así es normal que un día dijera una vecina: —Tienes una ruílla que es como la de la tía Mariquita. —¿Y cómo es la de Mariquita? —¡Pues que pega más que quita!
Isabel Ramos
30 | aconsejamos
Lo que sé de los hombrecillos, de Juan José Millás
¿Qué haríamos si pudiéramos ejercer una libertad sin consecuencias? ¿Dónde se encuentra el límite entre el autocontrol y la represión? Y sobre todo, ¿somos más nosotros mismos cuando ponemos freno a nuestros impulsos más primarios o cuando nos abandonamos a ellos? Juan José Millás reflexiona sobre todas estas cuestiones en una novela que parte de un argumento fantástico para hablar sobre la identidad, el deseo y el conflicto entre la convención y el instinto. El protagonista sin nombre de la historia es un catedrático de economía jubilado, de vida tranquila y ordenada. Toda su existencia aparece sostenida por un sólido sentido de la responsabilidad. Y, si acaso ésta flaquea, cuenta con su esposa, a la que adora, para recordarle la importancia de mantenerse activo. Esta vida casi ejemplar, de racionalidad y autocontrol, tiene una única fisura: las inexplicables visitas de humanoides diminutos, más próximos a los insectos que a los propios humanos, que conviven con el protagonista desde que tiene memoria. Y es precisamente uno de estos hombrecillos (uno creado a su imagen y semejanza, a partir de su propio cuerpo) el que lo cambia todo. Físicamente, ambos parecen en todo iguales. De hecho, su identidad llega hasta tal punto que llegan a considerarse como un solo individuo que habita en dos cuerpos diferentes, de manera que los procesos fisiológicos, las sensaciones corporales y hasta los propios pensamientos se manifiestan en uno y en otro de forma simultánea. Moralmente, sin embargo, el abismo que los separa resulta del todo insalvable. Pues el hombrecillo, a diferencia del profesor, parece mostrar una inclinación natural hacia el desorden, el placer y el vicio en todas sus formas. Si uno representa el control, el dominio de uno mismo y de las pasiones más primitivas, el otro representa el instinto, la libertad, la voluntad sin ataduras. Y en virtud de la íntima relación que los une, nada podrá hacer el protagonista para escapar de la perversa influencia del hombrecillo, que, como una suerte de anticonciencia, irá corroyendo de forma gradual los cimientos de orden y responsabilidad sobre los que éste había edificado su vida. La novela se convierte, así, en la historia de una caída. El proceso de corrupción del protagonista se inicia con pequeños gestos, con decisiones casi intrascendentes, como volver a fumar o tomar de vez en cuando una copa de vino. Pero el hombrecillo, cuya influencia resulta más perniciosa a medida que avanza la historia, le exigirá ir cada vez más lejos para saciar su monstruoso apetito de placeres. La relación entre el protagonista y el hombrecillo repite en cierto modo la de Jekyll y Hyde, pero con el acierto añadido de elevar el vínculo entre ambos al nivel de una conciencia compartida (por más que esté compuesta por fuerzas divergentes), favoreciendo así el conflicto y la lucha. Y como a Jekyll y a Hyde, la distancia que los separa no es tanto la que media entre el bien y el mal, sino la que separa al orden del caos, al autocontrol de la libertad, a la convención del instinto. En todos nosotros hay un profesor responsable y un hombrecillo perverso riendo juntos o luchando a muerte según el momento. Quién sabe de qué fuerzas dependerá que sea uno u otro el que sucumba.
Antonio José Gómez Cruz
cierre | 31
Decíamos ayer...
Los historiadores de la literatura suelen referir la anécdota de cómo fray Luis de León, tras pasar cinco años en las cárceles inquisitoriales, se presentó ante sus alumnos de la Universidad de Salamanca y comenzó su clase con las palabras «decíamos ayer», como si nada hubiera ocurrido, como si no se hubiese dejado la salud y los días en una celda que resulta fácil imaginar desprovista de todo, salvo humedad y aire estancado. Es muy probable, como advierten los mismos investigadores, que esta anécdota tenga más de leyenda que de verdad histórica, y que en realidad el autor nunca llegase a pronunciar aquellas palabras el día de su regreso a la cátedra. Sin embargo, auténtica o no, lo cierto es que la historia refleja de algún modo la personalidad de fray Luis: decidido, vehemente, infatigable ante las dificultades y las paredes que fue levantándole la vida, que no fueron pocas. Por suerte, hoy ya nadie es encarcelado por defender la versión hebrea de la Biblia en lugar de la latina. Ya no existe la Inquisición. Ni siquiera las cárceles apestan a humedad y a aire estancado. Pero hay otras cárceles, cárceles sin muros ni cerrojos, cárceles peores en las que hemos aprendido a vivir sin ni siquiera ser conscientes de estar presos. Hace mucho tiempo que nuestros carceleros despreciaron el hierro, que al fin y al cabo puede romperse. Lo que nos sujeta ahora son cadenas de aire y palabras, de sonrisas paternales y manos limpias que nunca cuentan en qué río de despojos se han lavado. Cadenas de papel y luces brillantes, de camisas blancas y miradas bondadosas que nos observan desde arriba, muy arriba, derramando sus dones sobre nosotros desde algún lugar mucho más allá de nuestro alcance. Cadenas de costumbres y frases hechas y sinsentidos. Nos han convencido de que esta es nuestra vida, de que así son las cosas, de que no hay nada que podamos hacer. Asúmelo, convéncete, abandona. El mundo ha cambiado. ¿Acaso podríamos volver atrás? ¿Acaso querrías vivir sin todo lo que te hemos dado? Si eres quien eres es por nosotros. Nosotros hemos puesto en tus manos todo lo que tienes, todo lo que nos has pedido, todo lo que necesitas. Porque lo necesitas. Nos necesitas. Nosotros os cuidamos porque sois frágiles como los niños. Si os reprendemos, si os reconvenimos, es porque a veces os puede el capricho, y entonces querríais soltaros de nuestra mano y huir y volar y apartaros del camino seguro. Pero este es el único camino seguro, el único camino posible, nunca lo olvides. ¡Y qué perdidos, qué desamparados estaríais sin nosotros! Así como un padre conoce las necesidades de su hijo, nosotros conocemos las vuestras. Nosotros os comprendemos y procuramos vuestro bien. Sólo por eso apretamos a veces el puño que sujeta vuestra mano cuando os gana la rebeldía: para haceros ver que no hay necesidad de luchar ni hay mejor lugar que a nuestro lado. Y eso, por más que lo neguéis, por más que os impida reconocerlo vuestro orgullo, es lo que vosotros mismos deseáis, aunque ni siquiera os deis cuenta… Estas, solo estas son nuestras cárceles. Esta es nuestra Santa Inquisición: creer que todo está ya hecho y por lo tanto todo es inútil, que así ha sido siempre, que así debe ser; vivir como si nada significara nuestro paso por el mundo salvo repetición y hastío, resignación y silencio; olvidar, en fin, que nada es eterno, que solo existe un puñado de verdades incuestionables, y que esta vida (esta sangre que habitará en nosotros una única vez) no es de nadie más que nuestra. Así pues, rompamos las cadenas, deshagamos nuestras cárceles, regresemos al aula de la que nos arrancaron con la férrea determinación que requerirá nuestro empeño. Y entonces, sólo entonces, recomencemos. Como decíamos ayer… Antonio José
Gómez Cruz