EscriViendo 8

Page 1


EscriViendo

Revista de la Asociación Cultural Artefacto de Rute Edita: Asociación Cultural Artefacto de Rute Coordinación: Antonio J. Gómez Cruz Redacción: Ana Burguillos Isabel Delgado Clara Encinas Scott A. García Antonio J. Gómez Cruz Antonio J. Gómez Morillo Manuel Guerrero Cabrera Rafael Murillo Aquilina Navarro Susana Pinilla Isabel Ramos Óscar Repullo Miguel Ángel Toledano Ilustración: Abundi Alba Clara Encinas Antonio J. Gómez Morillo Antonio Kordón Aquilina Navarro Pedro Roldán Agradecimientos: Manuel Guerrero Cabrera Pedro Roldán Diseño y Maquetación: Antonio J. Gómez Cruz María José Reina Molina Contacto: artefacto@outlook.com Impresión: Imprenta Celedonio Romero Fuente del Moral, 28 14960 RUTE (Córdoba) D. L.: CO-607-2008

Prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta revista sin el permiso expreso de los autores.

presentación | 1

Jugar con la nieve

La nieve aún sobrevive en los aleros y hay un silencio como de siesta en el aire. Arriba, envolviendo las cumbres, jirones de nubes recién nacidas se beben la primera luz de la mañana. Apenas ha amanecido, y en los caminos, en las calles todavía oscuras, en las escaleras brillantes y resbaladizas, el suelo blanco aguarda las primeras pisadas. Todo parece transmitir una vaga sensación de espera, una misteriosa anticipación, como si toda esa quietud fuese sólo el preludio de algo que aún está por venir… Así es la nieve. La misma nieve que Pedro Roldán trae a la portada de este nuevo EscriViendo; la misma nieve que nos sorprendió a finales de febrero y durante unas horas convirtió nuestro pueblo en un lugar un poco más mágico; la misma nieve que cualquier invierno, en cualquier lugar habitado por el hombre, se ofrece generosa a los juegos de los niños. Hay en la nieve algo de invitación, una especie de llamada secreta que crea en nosotros el impulso irresistible de hundirla bajo nuestro peso, de tenerla entre las manos, de transformarla. De crear con ella. El blanco es el color de las posibilidades, el color de todo aquello que podría existir, el color de las cosas que todavía quedan por hacer. La página en blanco, el lienzo que espera… todo es nieve limpia que busca nuestras manos. Y es justo por eso, por ese impulso que nos lleva a llenar el vacío, a dar forma a las cosas que aún no existen, por lo que estamos aquí. Estas páginas que una vez fueron blancas conocen hoy la historia de una mujer que mira por una ventana hacia la noche, de unos dedos que acarician una espalda, de una isla perdida, de un árbol con corazón de niño, de un reencuentro, de una infidelidad, de un crimen… Esta es nuestra forma de jugar. Estas, de nuevo, son nuestras huellas sobre la nieve.

Artefacto


elsillóndelinvitado | 2

De la semilla negra

Si me llevas contigo, prometo ser ligero como la brisa.

Santiago Auserón

Porque iluminas u oscureces todo con la facilidad de los eclipses.

Porque necesitado de la semilla negra de tu beso, me pierdo en el candombe de tu lengua de tango y milonga.

Porque escribo de noche en tu silueta y termino el poema con el alba.

Porque de tanto pronunciar tu nombre, existes como mágica palabra que no haya dicho nadie antes de ahora, y por la que te creo carne y hueso cada vez que a tu oído lo susurro y te ríes conmigo.

Manuel Guerrero Cabrera


3 | galeríadeolvidos

El día en que llovió sobre todas las cosas

¿De verdad que aquellas cosas, todas ellas, eran tus manos cerca de mi nuca? ¿Que la lluvia que mojaba eran tus dedos, ellos sobre las cosas? ¿Que las cosas son la lluvia pisada en las calles casi negras, todas; y que los lunares de pasos sobre tus manos, bajo mis pies, el rostro del mundo detrás de mí, el andar sobre el brillo apagado eran tuyos? Puede ser que el día en que llovió sobre todas las cosas —o en mis pies o en las calles manchadas y en mi nuca, y en los lunares de los dedos de las cosas—, golpeó rítmico el mundo... Si respiro sin que nada exista, te noto cerca o al lado; y con un dedo tocas mi espalda.

Rafael Murillo


galerĂ­adeolvidos | 5


5 | galeríadeolvidos

El escarabajo kafkiano II Cuando escribía algo más que miserias íntimas y me hacía eco de los problemas mundanos, el mundo gritaba enfurecido de ira, y yo respondía ensimismada en vida. Ahora soy un escarabajo kafkiano. Vivo en el limbo de mis días grises, sólo me ato a mi espejo diáfano, voz anulada por completo.

Ahora soy una historia marchita. Ahora no soy la misma: no denuncio al sistema o la injusticia, tan sólo escribo mis miserias íntimas.

Susana Pinilla


galeríadeolvidos | 6

Desilusión Suspiraba en silencio por la vida baldía que se le iba escapando como agua entre los dedos.

Nunca supo de flores que agradecieran nada, de palabras amables, de sonrisas al alba.

A veces repasaba los zurcidos del alma, tejidos con hilachos de penas olvidadas.

Pero a ratos, hundida en la pena más rancia, se culpaba a sí misma de atraer la desgracia.

Se preguntaba entonces qué fue de aquellos sueños hilvanados en noches de cabellos revueltos.

Y se sentaba al borde del hastío infinito, esperando a ese hombre que la llamara AMADA.

Nunca supo de amores que alegraran el alma y encontró mil razones para ser desdichada.

Y gritaba al abismo que envolvía sus entrañas: ¡¿En qué le fallé entonces?! Respondiéndose: EN NADA.

Ana Burguillos


7 | puñadosdearena

Todo se te negó De tu boca sólo salían las palabras justas, ni una más ni una menos, casi en silencio, como burbujas de jabón mecidas por el viento suave. Acompañada de silencio y cordura, encerrada en la cárcel de las costumbres, cumpliendo los mandatos de las leyes, obedeciendo como el más fiel de los siervos. Sufriendo las desdichas que nunca mereciste, acatando cada golpe como granizo que cae del cielo. Agotada de ayudar a vivir a tus semejantes mientras tú olvidabas hacerlo. Así pasaste eso llamado vida. La tormenta estaba en tu corazón, agitado como mar embravecido al borde de un tsunami, que todo lo arrastra a su paso. También a ti te arrastró y te sacudió como un trapo viejo al viento. Cálmate ya. Todo está a punto de terminar: tus pesares, tus desdichas y tus miedos. Acabarán con la dulzura de aquello que nunca viviste. Espera entusiasmada la siguiente vida, pues en ella mereces todo lo que en esta se te negó. ¿Alguna vez viviste? ¿O al nacer ya estabas muerta? ¿Se vive sin vivir? Tú lo has hecho: tu corazón latía, tu organismo funcionaba. Eso fue todo.

Aquilina Navarro



9 | puñadosdearena

Te asomas a la noche

Tal vez exista una tendencia inevitable a suavizar en el recuerdo la vida. De manera especial cuando nos atenaza el presente. Cuando lo que nos está ocurriendo ahora no es lo que habríamos deseado; cuando nos encontramos cansados para hallar los colores secretos de los años futuros. Pero no importa, todos los años, todas las promesas son iguales. Lo piensa mientras observa el enorme calendario colgado junto al frigorífico. La taza de café humea entre sus dedos, se sienta en el sofá y mira la bandeja de los mantecados, casi repleta, y comprueba cómo diciembre, aunque gastado y resistiéndose, avanza ya inexorable hacia la última noche con sus pasos de gacela. Sin embargo la mañana ha amanecido turbia y algo más fría que de costumbre. Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana. Y ella ha descorrido las cortinas mientras se acaricia el cabello lacio, sin peinar aún, y observa la tarde que se abre ardiendo ante sus ojos. Alguien recoge las hojas caídas de los árboles y las introduce en grandes sacos, despejando la acera de enfrente. Mira el móvil y recuerda que la última jornada ha sido dura: entró ayer en el turno de tarde y, al acabar, siguió de guardia durante toda la noche. Esta mañana ha podido dormir unas horas y ahora comienza a despejarse mientras sujeta la taza de café. El talante del día invita a estar más que a ser. Te asomas a la noche y nada. Algo hay de oro gastado en cualquier día y más en el invierno. Entre los automóviles, unos muchachos intentan protegerse de este viento filoso que hace temblar el arañado plato de la luna: no son conscientes aún de cómo se abren los cuerpos al silencio. Piensa. Han abierto la veda y alguien castiga las campanas. Sus ecos permanecen en las mentes de quienes se han perdido entre las luces de un pasado que brilla a veces como un ambulatorio de emergencias. Las farolas emboscan más que alumbran. Tal vez quisieras que tus pasos te alejasen sin acercarte a nada. El tiempo es la belleza resistiendo a punto de marcharse, en fuga ya. Un hilo iluminado transita por tu acera. Se van de ti las hojas. Anochece.

Miguel Ángel Toledano


puñadosdearena | 10

El sabor de los melocotones

Apareces. Muy de vez en cuando apareces. Tus caminos, que son muchos, se entrecruzan con el mío y lo destrozan. Eres como como un abismo, como una montaña: algo que no puede ignorarse. Y yo me golpeo contra ti. Dejo que mi cuerpo, que te ha estado esperando, choque sin orden contra tu rotunda presencia. Pero tu presencia es un regalo y un misterio. No hay señales que anuncien su llegada y apenas deja rastros tras su partida. Eres como una isla huidiza y caprichosa que existe sólo en un momento preciso del tiempo, y a la que nadie sabe regresar después de marcharse. Un día no hay señales de tu tierra, y al siguiente, de pronto, estás ahí, siempre distinta: hay acantilados donde antes había valles, y extensos bosques de humedad y negrura, y aguas que corren por tus cauces como serpientes calientes, y melocotoneros en flor. No hay nada en la isla que eres que yo sea capaz de recordar, pero de algún modo sé que eres tú. Siempre eres tú, por más que se transforme tu geografía. Atolondrado e incrédulo, arribo a tu orilla, me lleno las manos de tu arena, acaricio las hojas de tus árboles, hago bailar en mi boca el sabor de los melocotones. Y no pienso en lo vacía que estará después mi mirada sin tu paisaje, ni en lo imposible que será reencontrarte tal y como eres ahora (con cada piedra y cada rama y cada sombra y cada olor). Sólo cierro los ojos y me pierdo en las profundidades de tus cuevas, que huelen distinto y suenan distinto cada vez, y hago un vago intento de recordarlo todo para cuando tú, que apareces y desapareces a placer en mi camino, decidas que ha llegado el momento de volver a estar sola en el océano, de ser de nuevo un pedazo de tierra secreto e irrecuperable. Así te alejas. Lo has hecho tantas veces que ya apenas las distingo. En mi memoria, todas tus partidas son una sola partida, todos tus rostros son formas diferentes de un único rostro. Sé que volveré a verlo. Sé que pondré de nuevo los pies en esa isla, aunque ya nunca tendrá tus accidentes, la forma de tus playas, la misma luz invadiéndome los ojos. Ojalá pudiera detener por una vez la rueda de tus rostros cambiantes y dejarte tal y como eras hoy, con la misma e inesperada pasión con que me atabas a tu tierra… Pero el océano es un monstruo desconocido que engulle a las islas solitarias y las pierde para siempre. Quién sabe adónde habrás ido a parar tú, pobre isla perdida y despreocupada. No imaginas, no puedes imaginar el naufragio en que me dejas.

Antonio José Gómez Cruz


11 | puñadosdearena

Tardó dos horas en arreglarse para esperar a la soledad Quiso llenarse el pelo de flores, de las que sólo aguantan unos días vistosas y luego mueren sin más, dejando un olor agrio, como a vacío. Eligió el mejor de sus vestidos: el de los bordados, ese que él le había regalado por su decimoctavo cumpleaños, ese con el que le había dicho que parecía una princesa. Se tintó los labios color frambuesa y no tocó el perfume. No le hacía falta. Su piel olía a canela, a flores y primavera. A vida. Y ni siquiera tuvo que mirarse al espejo para saber que era preciosa. Tardó exactamente dos horas en arreglarse para esperar a la soledad. Y entonces se dio cuenta de que la soledad había llegado hace mucho.

Clara Encinas


pu単adosdearena | 12


13 | lacajadegalletas

La nana del arbolito (cuento de Navidad)

Era un árbol grande, el más alto de todos. Desde su elevada estatura distinguía perfectamente cualquier movimiento que pudiera tener lugar dentro del bosque. A su lado vivía un pequeño arbolito que crecía sin parar, incansable y curioso. Deseaba hacerse tan grande como el pino para poder divisar todo lo que ocurría en el bosque. Mientras tanto, sin embargo, no tenía más remedio que conformarse con todo lo que éste le iba contando. —Dime, Pino Grande: ¿qué es ese suave murmullo que se escucha lejano? —Es el río que recorre el bosque entonando su dulce canción. Es el espejo de plata que nos refleja a todos tal y como somos en realidad. Hay a quien no le gusta la imagen que le devuelve y prefiere no mirarse en él, así que ignora su susurro cuando le llama y cierra los oídos a su suave voz. Tú escúchalo siempre, Arbolito, y sigue sus sabios consejos que nunca te habrán de equivocar, pues sólo así podrás sentirte orgulloso al ver en él tu reflejo. —¿Cómo es el bosque en realidad? Tengo miedo de crecer, de alcanzar tu altura y descubrir que no todo es tan bello como ahora lo imagino. El Pino Grande sonrió protector y abrazó al Arbolito con una de sus ramas más fuertes y flexibles. —No tengas ningún miedo. También tú eres un pino, pero de momento sólo debes preocuparte de seguir creciendo. Tendrás tus días de gloria. Mientras tanto, yo te contaré: »Desde aquí arriba se puede divisar un maravilloso paisaje. El bosque se extiende hasta la lejanía más allá de donde llega la vista de algunos, pero tú debes mirar muchísimo más alto, no conformarte tan sólo con eso. Entonces verás cómo desde ese horizonte lejano surge cada mañana un sol radiante y glorioso. Abre los ojos a él y permite que siempre te bañe con su luz y su calor. Pero el Arbolito continuaba inquieto: —¿Y ese fuerte sonido que a veces silba amenazante…? —Eso es el viento, que a veces se desata furioso y se desliza velozmente entre los ramajes del bosque. Pero no debes tenerle ningún miedo: sólo es capaz de derribar a aquellos árboles cuyas raíces no son gruesas ni están ancladas convenientemente, con fuerza, abrazando la tierra. —Entonces, ¿podrá acabar conmigo, amigo Pino? —Eso nunca, mientras yo permanezca a tu lado. No lo consentiré de ninguna de las maneras. Te protegeré con mis ramas y ningún viento, por fuerte que sea, será capaz de derribarte. Queda tranquilo. —Tú estarás siempre conmigo, cuidándome, ¿verdad que sí? El Pino Grande sonrió nuevamente y miró con cariño al Arbolito. —Sólo hasta que tu tronco sea grueso y erguido, y tus raíces lo suficientemente fuertes.


lacajadegalletas | 14 Entonces tú mismo has de hacer frente al viento amenazador mostrando tu valentía. Si yo continuara protegiéndote por siempre, sólo conseguiría entorpecer tu crecimiento, y nunca llegarías a ser el árbol grande que yo soy ahora. ¿Comprendes? El Arbolito se quedó muy satisfecho con la respuesta, y su vida continuó apacible y feliz a la sombra del Pino Grande. Y así, con el tiempo y sin que ninguno de los dos se diera cuenta, fue creciendo hasta llegar a alcanzar la altura del árbol grande, y pudo comprobar entonces que todo cuanto éste le había dicho era verdad, y gracias a sus sabios consejos podía desafiar al viento sin miedo alguno y mirarse tranquilo en el río de plata. Fue entonces cuando recordó que el Pino, en algún momento, le había dicho que llegaría un día en el que tendría que acostumbrarse a vivir sin su apoyo y sin su presencia. Y, por desgracia, ese día llegó. Rondaba el frío diciembre, las fechas en las que la gente celebra la Navidad, y aquel pino era merecedor de ser instalado en la plaza del pueblo, en la misma puerta del Ayuntamiento. El mejor Árbol de Navidad de toda la comarca, con todo merecimiento… Cuando se lo llevaron, en su lugar sólo quedó un hueco vacío, frío e inerte que sumió al Arbolito en un amargo desconsuelo. Una enorme tristeza oscurecía sus ojos, y gotas de lágrimas de lluvia le impedían ver el sol que salía como cada día. El Arbolito, triste, se abandonó a la desidia. Se dejaba balancear por el viento sin oponer resistencia alguna, y a sus oídos sólo llegaba su propio llanto desconsolado, que le impedía escuchar el suave susurro del río. Pero cuando ya el viento, en uno de sus furiosos ataques, estaba a punto de derribarlo, descubrió con sorpresa que a su lado comenzaba a crecer otro arbolito pequeño, desprotegido, inocente pero lleno de vida, igual al arbolito que él mismo había sido hacía tiempo. Y en ese momento su ánimo se elevó de tal forma que creyó ser el Pino gigante al que tanto quiso. «¡No puedo rendirme ahora! ¡Me necesita! ¿Quién si no yo le enseñará a vivir? ¡Hay que ser fuerte!» —¡Ánimo, Arbolito! —le decía, recordando las palabras de su amigo mayor. Y su sorpresa fue aún mayor cuando, en el espejo del río de plata, nadie sabe por qué motivo, apareció reflejada la imagen del Pino Grande, que coronado por una estrella y envuelto en cintas de colores, bolas y regalos, posaba majestuoso entre una aglomeración de chiquillos que entonaban sus cánticos al Niño-Dios que acababa de nacer. Entonces comprendió que, aunque dentro del bosque todo habría de ser de carácter cambiante, como la vida misma, las imágenes del río permanecerían eternas e inmutables, y que él, una vez llegada la hora, debería cumplir orgulloso el destino que la vida le tenía guardado, igual que su amigo, el Pino Grande.

Antonio José Gómez Morillo


16 | elagujero


elagujero | 16

Prisa cosmopolita

A diario, en casi todos los momentos del día tenemos prisa. Se nos hace interminable el tiempo de espera en el supermercado, el rato que pasa hasta que llega el autobús o esperando a que nos toque en la visita del médico. Compramos el coche para llegar con más rapidez a los sitios a los que nos dirigimos. La impaciencia es la orden del día y todo lo queremos ¡ya!, porque no tenemos tiempo que perder. Los acontecimientos van tan rápido, que en ocasiones vivimos a un ritmo de vértigo, sometidos a una especie de espiral que nos arrastra y que a veces nos cuesta bastante controlar. Sin embargo, es increíble la paradoja de que, cuanto más corremos, menos tiempo libre nos queda. Viviendo de esta forma, no tenemos tiempo para escuchar a nadie, cuando lo cierto es que todos estamos ávidos de que alguien nos escuche. Necesitamos compartir nuestros pensamientos y nuestros sentimientos, que nos visiten, que nos acompañen. Hoy en día las depresiones se multiplican, y uno de los motivos que inducen a esto es la soledad. ¿Quién no se siente o se ha sentido en alguna ocasión solo, cansado o agobiado por problemas de cualquier índole? El ser humano necesita compartir los sentimientos, dar voz a lo que siente el corazón, expresar deseos, esperanzas, ilusiones, frustraciones, luchas o propósitos. La convocatoria a compartir es universal. Nadie debe sentirse excluido de la riqueza que supone dar y recibir opiniones, o ayudar desde la humildad y la franqueza, desde la comprensión y el amor. Pero los seres humanos tendemos a complicarnos la existencia, muchas veces por culpa de preocupaciones que no nos conciernen, o por circunstancias que están lejos de que sucedan. En realidad, todo sería más fácil si fuésemos por la vida ofreciendo una sonrisa, unas palabras amables, un abrazo de amistad sin egoísmo, pero sobre todo sin tantas prisas, poniendo freno a nuestro comportamiento cuando la ocasión lo requiera. Así podríamos ofrecer espacios de serenidad a otras personas, y sentiríamos una alegría mutua en la acogida y en la comprensión. Porque la paz existe en las personas; lo que hace falta es que la dejemos actuar. Deberíamos ser un abrazo viviente para quien se siente perdido y sin horizonte. Podríamos ser un alivio, un bálsamo amoroso y dulcificante, sin asperezas ni púas como el cardo cuco o la chumbera. Si aplicáramos este comportamiento por naturaleza, no habría críticas ni traiciones, y se fomentaría la confianza para poder desahogarnos con otras personas sin reservas. Al mismo tiempo, repercutiría también en nosotros mismos, y la vida sería como nadar sin profundidad en una balsa de agua templada y siempre limpia. Invito a la relajación diaria, al examen de conciencia cada noche y a probar lo sabroso que es el consuelo de la serenidad.

Isabel Ramos


17 | vidascruzadas

Reencuentro

Me habían dicho que habías vuelto. Sin querer, pensé: ha vuelto a casa por Navidad. Como el famoso anuncio de la tele. No quería verte. No quería volver a encontrarme con la mirada de tus ojos negros y penetrantes. La ternura de esos ojos me perseguía en sueños cada noche, aunque al despertar yo los matase. Es curioso: con la práctica somos capaces de ocultar hasta el más leve residuo de aquello que nos duele o que simplemente nos incomoda. Tenía miedo, sí; miedo a reconocer que desde que supe de tu llegada al pueblo no había hecho otra cosa que pensar en nosotros dos. Cada momento del día, cada hecho cotidiano me llevaba a ti. Me juraba una y otra vez que sólo vagaba por tu recuerdo en mi afán de seguir odiándote, y que ese odio me ayudaba a seguir recreándome en el resentimiento que me inspirabas. Mentira. Otra vez me descubría mintiéndome con descaro, y ya se sabe que no hay peor mentira que la que nos contamos a nosotros mismos. Además de infantiles y absurdas, son totalmente inútiles. Sin apenas darme cuenta, mi ser al completo, sin una pizca de consideración, estaba tomando ya por su cuenta y riesgo cartas en el asunto. Todo mi yo se preparaba física y mentalmente para el reencuentro, que sin duda tendría lugar en aquellas familiares fiestas. Demasiada gente conocida en común, demasiados eventos a los cuales seríamos invitados los dos: a mí por la cercanía, a ti por la vuelta añorada, revestida en un halo de absurdo morbo por todos estos años ausente. Mis nervios destrozados no ayudaban precisamente a la paz familiar. Mi marido y mis hijos no se atrevían a contradecirme en nada. Se cuidaban muy bien de no entrar en el fragor de alguna batalla que sabían perdida de antemano, mucho antes de comenzar. La cena de Nochebuena se acercaba inexorablemente y aún no habíamos coincidido. Bien sabía yo que tú respetarías mi espacio, ese espacio que yo había interpuesto entre los dos diez años atrás. No, nunca me harías daño a conciencia, lo sabía, y por ello me odiaba por odiarte. Mentira tras mentira. Nochebuena. Noche de paz, noche de amor. Noche de total ausencia por mi parte, de silencios embarazosos excusados en una relación que, todos sabían, no estaba pasando por su mejor momento. Y de nuevo las mentiras. Mi matrimonio no es que se fuese a pique, es que se había ahogado en su propia desidia. Al menos podíamos sentirnos orgullosos de comportarnos con una considerable cantidad de cariño y respeto que facilitaba nuestra convivencia. Tras la cena, un pequeño grupo de amigos y familiares habíamos quedado para ir a la Misa del Gallo. Yo intuía que ese sería el lugar y el momento para encontrarme contigo. Lo sabía, y por eso me había tomado más tiempo del habitual para arreglarme. Todos elogiaron mi vestido, mi maquillaje y aderezos. Incluso mi marido se había fijado en el esmero que había puesto para estar realmente guapa. ¿Guapa para mí? ¿Para ellos? No, esta vez no habría más mentiras. Para ti. Cada mechón del elaborado moño, cada lentejuela del elegante vesti-


vidascruzadas | 18 do, hasta el toque profundo de mi perfume favorito estaba estudiado para atraer tu mirada. Y te vi, sí. Te vi nada más entrar en la iglesia. Estabas hablando y sonriendo. Yo, consciente de que desde mi posición no podías verme, me recreé en observarte. Eras tú, sin duda. Algo más viejo, algo más canoso, pero tú. Temblé de emoción, y mirando un poco más al fondo, hacia el Nacimiento que embellecía el altar, lloré por dentro todas las lágrimas que mi testarudez no me había permitido derramar hasta entonces. Reconocí, allí en lugar sagrado, que te quería, que jamás se había quebrado mi amor por ti, ni por un solo segundo. Y lloré la absurda pérdida de aquellos años amargos en los que nunca permití a nadie que te mentase, que me dieran cuenta de tu vida o, mucho menos, a ti de la mía. Si en algún momento había surgido el tema, éste fue cortado de cuajo con un rencor que rayaba lo enfermizo. Ahora, en esta iglesia, a escasos metros de ti, nada tenía sentido. Todo se esfumaba, se desdibujaba, entremezclándose pasado con presente. Así que me fui acercando al corrillo de gente sin importarme las miradas curiosas ni los cuchicheos que surgían a mi alrededor. Mi marido, perplejo; mis amigos, con la boca abierta; mi familia, sin saber muy bien qué era lo que estaba sucediendo. Pero qué poco me importaba todo eso. El corazón amenazaba con salírseme del pecho y la cabeza me daba vueltas. Comencé a verme desde fuera de mí, o quizá desde muy adentro, allí donde la esencia de nuestro propio universo trata de marcar, una y otra vez a lo largo de la vida, el camino a seguir. Allí donde los caminos se separan para ser escogido uno. Allí donde yo dejé que te marcharas sin consuelo, con todo tu cuerpo vencido por la tristeza. No me paré a pensar que contigo se iba una parte de mí, que no sería la misma sin tu calor, sin tus manos cogiendo las mías, sin tu sonrisa despreocupada a pesar de los problemas, sin tus abrazos y sin tus besos, sin la paz que me transmitías cuando todo se desmoronaba alrededor. Frágil, pueril, egoísta: haber sido todo ello permitió que tus desvelos por mí se esfumaran, igual que se esfuman las estaciones en un bucle sin final. Nada tenía sentido, tan sólo que tú estabas de nuevo aquí, y yo no volvería a despreciar todo el amor que (sabía con certeza en mi interior) seguía en ti intacto. Sin exigir, sin pedir nada, generoso y altruista. Tu amor siempre sería así, hasta el fin de tus días. Volví en mí en el momento en que notaste mi mirada clavada en tu nuca. Tardaste escasos segundos en darte la vuelta, los mismos que aprovecharon mis manos para encontrarse con tus mejillas en una suave caricia. Me ahogué en las lágrimas de tus profundos ojos negros, mientras las mías, ya libres, iban dejando surcos oscuros en mi cara. Me abrazaste con tanto ímpetu, en un abrazo tan apretado, que mis costillas intentaron soltar un lastimoso quejido que no pudo llegar hasta mi boca. Sólo me quedé allí, acomodada en aquellos brazos tan conocidos, tan amados, y cuando alcé por fin mis ojos hacia los tuyos sólo pude decirte: —Lo siento. Te quiero, papá.

Isabel Delgado


19 | vidascruzadas

Amanda dormida

Mientras caminaba fuera del penitenciario, flaco y con la barba crecida, la guitarra a las espaldas, Carlos digitaba con la mano izquierda al aire y punteaba con la derecha el mismo solo con que Brian May le había robado el sueño veintidós años atrás. Adoraba el sonido que salía de su instrumento cuando desplazaba los dedos hacia otro acorde, y había pasado los días de prisión justamente tratando de descifrarlo: un goteo, un rasgueo quizá, o el simple pero fascinante efecto de acariciar el metal de la cuerda. Ahora que era libre, continuaba precisándolo. Sentía el poder en la palma que empuñaba el diapasón, en el dedo que arrancaba los sonidos, y luego se volvía tan débil ante el tanteo de los valles y las montañas, de las convexidades talladas a semejanza de ancas de mujer. Carlos era débil, hoy más que nunca, sobre sus propios abismos. Frente a las fauces nuevamente abiertas de la calle, lejos de saciar su hambre añeja de mundo se remontó sobre sí. Regresó a los tiempos de ese niño indómito que solía detonar gatos y perros de porcelana, contestar los buenos días con improperios, refutarlo todo y deshacerse de las aves de su madre —cosa que lo hacía sentir al mando, más que nada— con un simple giro de pescuezo. Aquella guitarra colorada de segundas nupcias, regalo de su padre, parecía haberle enderezado. En el rancho no se escuchó más el rumor de las madres de niños agredidos. El pequeño Carlos, de la noche a la mañana, había dejado de patear y patotear las calles de Petare, de aparecer en la casa a las mil con cara de sospecha, de juntarse con los granujas del cerro, por la búsqueda de acordes de dominante y su plácida resolución a la tónica. Por entonces conoció a Amanda, tendrían ambos poco más de doce años. Él la descubrió por accidente, recién llegada al cerro, en una reunión de familiares remotos. De inmediato se prendió a su cariz pálido, casi lácteo, con algunas pecas, ojitos brillantes y, por encima de todo, a esa extraña fisonomía que le rememoraba la quietud de las aves que él finaba entre sus propias manos. Amanda, en poco, se le volvió imprescindible. En secreto se citaban en la casa de la abuela y Carlos se sentaba a la guitarra para cantarle temas de Queen y Stevie Wonder. Los vinilos se le habían rayado de escucharlos. Y ella lo miraba con esa cara suya tan particular que él ahora no podía sacarse del recuerdo. Se estremecía —mirándola de reojo mientras cambiaba las pisadas en los trastes— con su expresión de paloma que ya no puede volar. Tiempo después, Amanda pudo seguir volando, y lo hizo a pesar de aquella circunstancia de hacía ya tres años. Carlos enterró la escopeta que nunca apareció a pocos metros de la casa, en un descampado donde el cerro se hacía casi vertical, la misma noche que lo detuvieron. Con ella había intentado darle caza, quizá porque se atrevía a volar lejos de donde sus manos podían asirla. Nuevas melodías —a lo mejor no de guitarra—, otra gente, otro hombre, la habían conquistado. Y eso, más cerca del abismo, le volvió el cuerpo muy inestable. Esta vez, Carlos se apareció sudoroso en casa de Amanda, con los ojos desorbitados y las manos sucias de tierra. Nadie escuchó la violación del cerrojo. Cruzó el comedor hacia la habitación, obvió al marido que dormía del lado derecho de la cama, y entonces, para completarse, con todo su amor y como si a ese karma hubiese sido halado desde su primera juventud, sintió que se calaba el cuerpo de la guitarra bajo el hueco de la axila, apuntó hacia delante el pesado y frío diapasón, y con el índice disparó el acorde que terminaba de sumir a Amanda dormida en el lecho de las aves muertas.

Scott A. García


vidascruzadas | 21


21 | vidascruzadas

Marta

Desde mi trabajo escuché la noticia. Lo que transmitía la radio era horrible: una bomba había estallado en un centro comercial. Lo había hecho cuando más gente se acumulaba en su interior y había originado un tremendo incendio. Las escenas que describía el periodista eran espeluznantes: mujeres asustadas, niños llorando, sangre y heridos por todas partes… Era ya la hora de salir del trabajo. Yo volvía a casa con una ilusión tremenda, porque aquel día Marta y yo íbamos a celebrar nuestro décimo aniversario. Comeríamos en un restaurante (ya tenía la reserva hecha, ente los dos lo habíamos planeado todo), brindaríamos con champán y después iríamos al cine. Todavía no había decidido qué regalarle. Debía ser algo que le gustara para que tuviera un buen recuerdo de aquel día. Seguro que ella también iba a regalarme algo a mí, pero si no lo hacía me daba igual: era yo quien quería hacerlo. Gustosamente le habría comprado un anillo con una piedra, pero a Marta no le gustaban los anillos: nunca se los ponía. Pensé que sería mejor regalarle un perfume. Pero tenía que ser el que ella usaba, porque de lo contrario no lo utilizaría. Sabía que le gustaría, porque siempre llevaba el mismo. Sin ese perfume no salía a la calle. Apenas se levantaba, después de la ducha, se impregnaba de él para poder ir perfumada todo el día. Es como si ese perfume formara ya parte de ella. En el armario, toda su ropa olía a él, y era un olor exquisito. Llegué a casa, pero Marta no estaba. Me pareció raro porque ella siempre salía del trabajo antes que yo, pero pensé que no debía preocuparme. Tal vez había llegado a por la compra y podía ser que el motivo de la tardanza fuera ese. También era posible que hubiera ido a la peluquería para ir guapa a la celebración. A ella siempre le gustaba sorprenderme con algo agradable, aunque no necesitaba hacerse nada para estar guapa. «Se tarda, no llega. ¿Dónde estará? Esto no es normal.» De pronto, el sonido de un mensaje en el móvil. Lo busqué sin encontrarlo, pero al entrar al dormitorio lo vi en la mesita de noche. Enseguida lo cogí para ver quién era, y al hacerlo encontré un mensaje de amor: «Cariño, qué ganas tengo de verte.» Durante unos segundos me tranquilicé, porque lo interpreté dirigido a mí, pero luego caí en la cuenta de que el móvil era de ella. Se había dejado el móvil olvidado y alguien le había escrito un mensaje. «Habrá sido una equivocación», pensé, sin darle importancia. Y justo en ese instante pasó por mi mente lo del centro comercial. ¿Le habría tocado también a ella? ¿Sería mi Marta una de las víctimas? Al ver que no volvía no pude resistir por más tiempo. Salí a la calle y, al doblar la esquina, vi que por la avenida no dejaban de pasar ambulancias, una tras otra. Yo pensaba en Marta. «¡Dios mío, que no le haya tocado a ella!» Eché a correr calle arriba para llegar cuanto antes al lugar de la catástrofe. Quería saber si estaba allí, pero la policía y las ambulancias lo ocupaban todo y no dejaban pasar a nadie. El ir y venir a toda prisa de médicos, enfermeros y camillas no cesaba. Cada vez que veía venir a un herido miraba para ver si era ella. Llevaba un rato en la puerta en esas condiciones cuando dos enfermeros la sacaron en un lecho. Cuando la vi me lancé. No pudieron sujetarme. Les dije que era mi esposa, así que permitieron que me quedara y pude llegar hasta la camilla. Marta no hablaba. Tenía los ojos cerrados. Yo entré en la ambulancia con ella y le cogí la mano: —Marta, Marta… —la llamé. Pero ella no contestaba. En ese momento, el tono de un mensaje volvió a sonar en mi


vidascruzadas | 22 bolsillo. Todavía siguieron sonando cuando bajaron la camilla de la ambulancia, mientras se la llevaban al quirófano, en la sala de espera del hospital. Yo no les hice caso, y cuando el cirujano se acercó para decirme que no habían podido hacer nada por Marta, los olvidé por completo. No volví a pensar en el móvil hasta después del entierro, cuando un nuevo mensaje lo hizo vibrar sobre la mesilla de noche. «Todo mi amor para ti», decía. Al poco rato, otro: «Cuando vuelva a estar contigo te besaré de tal manera que no podrás olvidarlo nunca.» Sólo entonces se me ocurrió mirar los mensajes antiguos, y comprobé que había una gran cantidad de ellos, todos más o menos semejantes, y que Marta había contestado a muchos. Ahí empezó mi tormento. Durante unos días estuve soñando con Marta. El sueño me producía unas pesadillas dulces, porque en el fondo seguía queriéndola. A veces compartíamos unas vivencias exquisitas, pero en las fantasías aparecía también un ogro de quien ella estaba enamorada. Al final, Marta se iba con él, y a mí me despertaba la rabia. Aun así, yo seguía sin poder creérmelo. No, no era verdad, no podía ser. Ella siempre estaba atenta a todos mis deseos. Le encantaba besarme, acariciarme, estar conmigo. ¿Cómo iba a estar enamorada de otro al mismo tiempo? No lo entendía, no entendía nada su comportamiento, y ahora Marta no estaba para aclararme estas dudas. Los mensajes seguían llegando. Uno y otro y otro más. Pensé que era degradante lo que estaba descubriendo y empecé a odiarla. Por más que me decía que debía respetarla y seguir queriéndola a pesar de todo, la odié como nunca creí que pudiera hacerlo. Entonces recibí otro mensaje. Lo que decía esta vez era: «He recorrido muchos kilómetros para verte. Ya estoy cerca. Dime dónde tenemos la cita.» Para mí fue una tentación. Pensé que si lo conociera podría ver si era más guapo que yo, aunque tenía miedo de no ser capaz de resistirme y dar algún espectáculo. Después de unas horas, sin embargo, la tentación seguía vigente, así que decidí verlo sin darme a conocer. Sin pensármelo mucho, cogí el móvil de Marta (para que no sospechara mi rival) y escribí: «Te espero a las cinco en la cafetería El Molinillo.» No me contestó. Yo tenía una curiosidad enorme por conocerlo. Llegué a la cafetería a las cuatro. Quería estar allí antes que él, bastante antes, para verlo sin que sospechara que era yo quien lo había citado. Al poco de estar allí entró un hombre de unos cuarenta años, alto y muy elegante. Creí que era él, pero no lo era, porque minutos después llegó un conocido, estuvieron charlando un rato y se marcharon. Después llegó otro. Luego dos mujeres que tomaron café, y siguió entrando gente. Yo no era capaz de distinguir quién era entre tantas personas, pero no quería irme de allí sin descubrirlo, así que decidí pulsar la tecla que marcaba su número y miré alrededor para ver en qué bolsillo sonaba el móvil. En ese momento, una chica que había junto al radiador, muy cerca de mí, abrió apresuradamente el bolso, cogió el teléfono y dijo a toda prisa: —Dime, Marta, dime —y aunque nadie respondía, ella seguía insistiendo—: ¿Dígame? Dime… Las prisas hicieron que no llegara a cerrar el bolso, y el intenso e inconfundible olor al perfume que tanto le gustaba a Marta invadió todo el lugar.

Isabel Ramos


23 | vidascruzadas

Ana quiere unas cortinas de encaje

Que lo urgente no te impida ver lo importante.

Ana camina tranquila por las tiendas del centro. Necesita unas cortinas para su salón. Quiere unas de encaje, unas como las que don Elio tenía en su casa. Se recrea por entre las calles peatonales viendo los tejidos de los escaparates. Camina despacio, tranquila; ha aprendido la lección: ya no tiene prisa. Hace sólo unas semanas que Ana salió del hospital. En los últimos tiempos su vida había sido un puro ajetreo, prisas y más prisas. La firma del divorcio, la búsqueda de un buen abogado y la lucha por la custodia de la niña, las muchas horas de trabajo, las pocas horas de sueño, la factura de la luz…, todo era un puro problema. Antes de su hospitalización, Ana trabajaba como asistenta. Según sus palabras, “echaba más horas que un reloj”. Limpiaba escaleras de gigantescas comunidades de vecinos, cristales de bonitos bajos comerciales, e incluso madrugaba para dejar como los chorros del oro un par de karaokes cercanos a su piso. Todo por su hija, todo por Celia. El juicio por la custodia se acercaba y los honorarios del bufete serían caros. Ana vivía en un inquietante círculo de estrés. No tenía tiempo para nada. Sólo trabajaba. Sólo tenía prisa. La fregona y la bayeta eran sus únicas amigas; sus auriculares y las emisoras de radio, su único consuelo en tantas horas de lucha. Cuando trabajaba, Ana se aislaba. Enceraba suelos, hacía los baños, sacudía esteras y pulía tiradores sin hablar con nadie. Sólo le hablaban los cascos de su mp3. La situación no cambió cuando entró a trabajar al piso de don Elio. Su jefa, la dueña de la empresa de limpieza, le dio los datos de éste en un sobre, un sobre que Ana no abrió porque tenía prisa para coger el metro. Tan sólo miró la dirección y lo guardó. Desde el primer día mantuvo muy poca comunicación con don Elio. Ella tenía sus propias llaves para entrar y salir. Llegaba a las cuatro y se iba sobre las siete. El sobrino de don Elio era un hombre de negocios poco interesado por su tío, así que fue el mismo viejo quien le explicó a ella sus cometidos: recoger cada día la casa, hacer la colada y dejar hecha la cena y el almuerzo para el día siguiente. Ana ni siquiera llegó a conocer al sobrino de don Elio, seguramente también era una persona de prisas. Cada vez que llegaba al piso, en plena siesta, el hombre


vidascruzadas | 24 de negocios ya no estaba y se encontraba la misma situación: el viejo, don Elio, sentado en su mecedora frente a la gran ventana del salón. Los rayos del sol entraban a borbotones por entre los dibujos que tenía la cortina de encaje. El anciano ni siquiera se daba la vuelta para ver a Ana, sólo disfrutaba tranquilo del sol. Ana y él intercambiaban algunas palabras, él seguía cabizbajo en su mecedora o en el escritorio junto a la cortina, y ella se ponía sus cascos para comenzar a poner lavadoras, fregar cacharros y sacudir polvo. Las rutinas diarias de Ana y su fuerte ritmo de trabajo acentuaban su incomunicación. Ni siquiera tenía tiempo para su hija. Celia, de once años, se iba sola al colegio y pasaba la mayor parte de sus tardes en actividades gratuitas o haciendo sus deberes. El ex marido de Ana quería aprovechar esta circunstancia para ganar terreno en el contencioso por la custodia, así que ella tuvo que ingeniárselas para estar con su hija y trabajar al mismo tiempo. Tuvo que generar más estrés. Ana vivía con prisa. De lunes a viernes iba a limpiar el piso de don Elio por las tardes. En cierta ocasión propuso al viejo llevar a la niña con ella y éste dijo que sí. Celia y don Elio pronto hicieron buenas migas. El anciano estaba encantado con aquella niña de voz angelical. Celia le contaba sus cosas a don Elio y viceversa. Era frecuente verlos ensimismados en el escritorio junto al ventanal, la niña sentada en la silla y el viejo en la mecedora. Disfrutaban con los rayos del sol penetrando por los agujeros del encaje. Don Elio se incorporaba y ponía sus manos grandes sobre el escritorio. Sentía el sol sobre su piel, sentía cómo el calado del encaje se dibujaba desde su muñeca hasta el nacimiento de sus dedos. Entonces la niña repasaba con sus propios dedos los contornos que el dibujo de la cortina reflejaba en las manos de su amigo Elio (para ella no era don). Otras veces parecían dibujar lo que el sol mostraba a través del encaje. Celia recortaba pétalos, círculos, rombos. También escribían. Don Elio dictaba y Celia copiaba. Él le contaba su vida y ella parecía una pizpireta reportera que recopilaba aquellas memorias. Mientras Celia y don Elio afianzaban su amistad, Ana se afanaba en cumplir sus obligaciones con pulcritud y rapidez, con mucha rapidez. Por supuesto, siempre hacía sus quehaceres con los auriculares y apenas escuchaba lo que la niña y el viejo se decían. De vuelta a casa, en metro o autobús, Ana tampoco prestaba mucha atención a su hija. No tenía tiempo. O llevaba en el bolso papeles del abogado que se afanaba en leer, o hablaba por teléfono con las compañeras para cuadrar los turnos de limpieza, o seguía conectada a la radio, aislada del mundo, lejos y a la vez muy cerca de aquel entresijo de semáforos en rojo, tickets, barreras, cubos de fregona y relojes de seis y media de la mañana. El día del juicio se acercaba. Ana vivía al límite. Tenía que cumplir con su trabajo y a la vez prepararse. Finalmente la niña tendría que testificar. Ana decidió inscribirla en una academia de inglés. Era una solución bastante cara, pero así el pamplinas de su ex marido no podría reclamar ante el juez que ella no se preocupaba por la niña. Por tanto, Celia ya no acompañaba a su madre a casa de don Elio. El viejo se enfadó con Ana por no llevarle a la niña a darle compañía. Su enojo se volvió tan infantil que ni siquiera le hablaba. Ana llegaba, abría con su propia llave y él, orgulloso y añorando a la pequeña Celia, se mantenía callado e impasible en su mecedora, frente al sol de la siesta, frente a la cortina de encaje. A Ana no le importaba. Total, ella se ponía sus auriculares y limpiaba. Bastante estrés tenía esos días como para andar haciendo caso al enfado de aquel viejo. El día del juicio llegó y el desastre se hizo carne. Ana parecía fuera de sí. Estaba nerviosa, exasperada. La pequeña Celia, haciendo acopio de una madurez inusual para su edad, inten-


25 | vidascruzadas tó dejar bien tanto a papá como a mamá ante el juez. Sin embargo, fue obvio que Ana salió perdiendo. La niña reconoció tener poca comunicación con su madre. Además, Ana debía dos meses de alquiler y varios recibos de electricidad, su ex cuñada había testificado a favor del pamplinas y, para colmo de males, se le había visto el plumero apuntado a la niña a una academia de inglés a tan sólo un mes del juicio. El corazón de Ana se revolvió ante el gesto socarrón del magistrado tras la vista oral. Menudo día de mierda. Al salir de los juzgados la niña se fue a pasar la tarde con su padre y la maravillosa cuñada que había enseñado escote y sonrisa ante su señoría. Por si eso fuera poco, a las cuatro tenía que entrar a limpiar en lo del viejo. Tenía unas ganas locas de hacerlo. Sin casi pegar bocado en el almuerzo, Ana llegó puntual al piso de don Elio. Abrió con sus propias llaves y, por supuesto, el viejo cabezón, que seguía enfadado con ella por no llevarle a Celia, ni siquiera le habló. Seguía dándole la espalda en su mecedora frente a la ventana. Ana se limitó a hacer su trabajo y se marchó a las siete. Un portazo fue su único adiós. Decidió volver a casa andando. Su abono de metro estaba a punto de expirar y a ver cómo diablos llegaba a fin de mes. Puede que el paseo no le sentara demasiado bien. Andaba a zancadas, nerviosa, fuera de sí. Repasaba los últimos meses de su vida y parecía que su cuerpo se aceleraba con cada pensamiento. Ante el umbral de su piso le sonó el móvil. Era un número desconocido. Contestó. Era el sobrino de don Elio. Sí, ese que la contrató a través de la empresa de limpieza y al que ni siquiera conocía. La reclamaba deprisa. Ana tuvo que volver al piso del viejo y gastar el último viaje de su abono en el metro. Don Elio había muerto. Menudo día de mierda. Ana llegó al piso bastante nerviosa. ¿Cómo explicaría al sobrino que esa tarde no había hablado con el anciano? Tendría que mentir: en realidad llevaban un par de semanas sin hablar. Ana tenía dolor de cabeza. Su vida y su prisa se la comían. Llegó al bloque de don Elio y vio la ambulancia. Subió temerosa y decidida a echarle cara al asunto. El sobrino del anciano no le reclamó nada, sólo quería saber cómo había estado su tío esa tarde. Ella le dijo que bien, que sentado como siempre en el escritorio y en la mecedora. El sobrino de don Elio estaba muy triste. Quizá tenía cargo de conciencia por ser un hombre de prisas y por no haberle dedicado más tiempo y más cuidados a aquel pobre ciego que no quería ir a un asilo. Don Elio era ciego. Don Elio había muerto de un infarto. Ana no soportó más y cayó al suelo. También el lado izquierdo de su pecho pensó que aquel día era demasiado. Ana sí sobrevivió a su infarto. Estuvo un mes en el hospital, pero tardó algo más en asimilar todo lo ocurrido. Su vida de prisas y estrés la había obligado a no prestar atención a nada. Sólo pensaba en sus deudas, en el juicio y en su fregona. No tenía tiempo para su hija, no se daba cuenta de nada, ni siquiera de que el viejo a quien limpiaba el piso por las tardes era ciego. Celia la visitó a menudo en el hospital. A veces pasaba toda la tarde con ella. Finalmente la custodia fue compartida. Ana le pidió a su hija que le contara todo acerca de don Elio. La niña, parlanchina, estuvo encantada del cambio de actitud de su madre. Sacó su cuaderno de notas y le relató toda la vida del viejo. Don Elio nació ciego. Su familia era pobre y nunca pudo aprender a leer. Sin embargo, desde pequeño aprendió a sentir todos los estímulos. Aprendió a dibujar gracias a unas cortinas de encaje. Se sentaba ante ellas y cuando el fuerte sol atravesaba sus calados él exponía sus muslos y sus brazos, su cuerpo entero para sentir los pétalos y hojas, los círculos y los rectángulos que tenía dibujados la cortina. Cualquier forma era para él una delicia. Memorizaba la geometría con sus dedos y luego la dibujaba en viejos retazos de cartón. A


vidascruzadas | 26 pesar de su ceguera desarrolló una gran habilidad en la papiroflexia, por eso regalaba flores a Celia hechas de cartulina. El viejo disfrutaba repasando los contornos de aquellas rosas inventadas. Gracias al sol, gracias al encaje, don Elio aprendió a ver desde niño, aprendió a disfrutar de la tranquilidad. Mientras Celia relataba todos estos detalles a su madre, Ana permanecía absorta, asombrada. Cuando la niña se marchaba, Ana lloraba amargamente en su cama de hospital. Se preguntaba por qué no había prestado más atención a su hija y cómo es que ni una sola tarde había entablado una conversación de más de un minuto con don Elio. Ahora entendía por qué el viejo nunca le daba la cara, por qué tardaba tanto en el baño y por qué se ponía a dibujar sobre el escritorio del salón en las horas de abundante luz. Ahora se arrepentía de haber perdido la carta con todos los detalles sobre el anciano. Ahora entendía lo que era la tranquilidad. Hoy, totalmente recuperada, Ana va caminando tranquila por las tiendas del centro. Un ciego la ha enseñado a ver. Ha tirado los auriculares a la basura y ahora busca unas cortinas para su salón. En la premura de su vida anterior ni siquiera había tenido tiempo para decorar su piso. No tiene mucho dinero pero seguro que encuentra algún retal económico. Eso sí, la tela tiene que ser de encajes, de serenos calados, de blondas sosegadas. Ana ha aprendido a vivir sin estrés. Ana quiere unas cortinas de encaje.

Óscar Repullo



diccionarioruteño | 28

goler v. La palabra goler deriva del verbo “oler”, que a su vez significa percibir olores. Sin embargo, cuando se le antepone la g-, la palabra se transforma y adquiere otro sentido. Entre nosotros, goler significa inquirir con curiosidad lo que hacen otros para descubrir alguna cosa que se suponía oculta. O sea, espiar. Y es algo muy común, porque mucha gente revienta como un siquitraque de ganas de enterarse de lo que pasa con este o con el otro. La cuestión es chismorrear, que es darse la panzá de llevar y traer chismes mutuamente, aunque luego resulte ser una chuminá eso de lo que uno ponía tanto empeño en enterarse. Además, estas noticias que se repiten de boca en boca acaban muchas veces indisponiendo a unas personas contra otras, porque cada uno le va agregando su propio color. Así es normal que al final el asunto jieda, pero eso no es impedimento para que los chismosos disfruten mientras tanto golusmeando en la vida de los demás.

navajilla, buscar la ~ expr.

En cualquier otra parte, la expresión «buscar la navajilla» quiere decir precisamente eso: buscar una navaja que haya podido perderse. Aquí, sin embargo, el significado es distinto. En Rute, buscar la navajilla es hacerse el tardón o el despistado en momentos concretos; es buscar un achaque cualquiera para quitarse de en medio y esquivar la faena. Así, cuando alguien está haciendo un trabajo que le cuesta y que no le gusta, a veces se pierde un rato sin ninguna justificación, y entonces los compañeros comentan: «Ya está éste buscando la navaja». Otras veces, cuando alguien va al servicio y tarda más tiempo de lo normal, siempre hay alguien que pregunta cuando vuelve: «¿Has encontrado ya la navajilla?» Y si es el jefe el que viene y pregunta por él, el arsacolas mayor, que es un enteraíllo, le responderá: «¿Ése? ¡Ése está siempre buscando la navajilla!» A veces pasa que el que se escaquea intenta justificarse diciendo que ha estado «echando una humaílla». Pero no siempre cuela, y no es de extrañar que alguien le conteste diciendo: «Pero muchacho, es que te has pasao. Te has quedao clisao en la humá. ¡Si parece que has ido al fuerte con los indios a fumarte con ellos la pipa de la paz!»

Isabel Ramos


29 | aconsejamos

El perfume, de Patrick Süskind

A primera vista, el ejercicio literario que Patrick Süskind realiza con El perfume presenta un fuerte componente clásico. El retrato que traza del París del siglo XVIII recuerda a otros tiempos, y esto no sólo por la ambientación, por supuesto, sino por un peculiar modo de narrar, por el dibujo preciso de una ciudad que acaba convertida en un personaje ella misma. Es clásico también el planteamiento. Grenouille, el protagonista, nacido entre la inmundicia de un puesto de pescado parisino, marginado y solo, irá pasando de mano en mano y de dueño en dueño siguiendo el esquema tradicional de la picaresca. Aquí, sin embargo, terminan todas las similitudes. Porque el pícaro es insolente, despreocupado, expansivo. Todo lo que es se proyecta, por así decirlo, hacia el exterior. Y si vive en conflicto con el mundo, eso sólo se debe a su condición social, a su mala fortuna, a pesar de la cual, por otra parte, nunca llega a caer del todo en la desesperanza. El pícaro puede sufrir, pero su destino, pese a todo, no es un destino trágico, y su lucha contra el mundo no viene motivada por la maldad, sino por puro y simple instinto de supervivencia. Grenouille, en cambio, a pesar de lo que pueda parecer, no se enfrenta al mundo, o al menos no por propia voluntad. Lo que él querría sería ignorarlo, vivir al margen de los hombres, a quienes desprecia. Pero no por rencor, no por haberlo marginado (ojalá pudiesen darle la marginación absoluta): los detesta, sencillamente, por existir, y esto, para Grenouille, equivale a decir “por oler”. De todos los olores que atesora en su infinita memoria olfativa, no hay ninguno que le resulte tan repugnante como el de los seres humanos. Esto hace de él un ser no ya marginado, sino profundamente antisocial y, como consecuencia de ello, sombrío, siniestro, inhumano. Si el pícaro se desarrolla hacia el exterior, Grenouille vive vuelto hacia su interior, hacia el mundo creado por él a partir de los olores capturados por su memoria; unos olores que capta, distingue y recuerda con una precisión que no admite otro calificativo que el de sobrenatural. En la medida en que esta capacidad olfativa, que domina toda la historia, se adentra en el ámbito de lo decididamente excepcional, la novela se aparta de los derroteros clásicos para convertirse en algo distinto. Sobre la base de una ambientación realista, son tantos y tan llamativos los elementos extraordinarios asociados a Grenouille que difícilmente podría ignorarse su carácter fantástico: su capacidad de identificar, seguir o memorizar olores, su propia falta de olor, su método terrible para cosechar el aroma de otros seres... Todo ello envuelve la novela en una atmósfera que termina contagiándose de lo inexplicable de la capacidad de Grenouille. La forma de describir los olores, que no dejan de estar presentes en ninguna de las páginas, es, por otra parte, toda una lección de capacidad descriptiva y habilidad literaria. A base de esos olores, Patrick Süskind construye una historia terrible que, no obstante, tiene algo de hermoso: la historia de un asesino, de un monstruo, dotado de la mayor sensibilidad imaginable hacia todo lo que desprende algún olor, pero insensible al resto hasta el extremo. Y al mismo tiempo la historia de un lugar y de una época que nosotros, en un ejercicio de imaginación similar al de Grenouille, casi podemos oler.

Antonio José Gómez Cruz


cierre | 30

Cuéntame el cuento de la balanza

Es curioso cómo el ser humano necesita escapar de la realidad. Desde que somos niños nos encanta que nos cuenten historias: relatos fantásticos, periplos y odiseas que se alejan de lo que vemos en nuestro día a día. Contar una historia, y a la vez escucharla, es hacer un ejercicio de imaginación, es soñar despiertos. La dicotomía humana de lo real y lo imaginario es algo peligrosa, pero a la vez necesaria. Santa Teresa hacía mención en sus obras a la imaginación designándola como “la loca de la casa” y como una “tarabilla de molino”. ¿Estamos locos los que soñamos? Sin duda estas expresiones no se refieren a la imaginación creativa y útil, sino más bien al interminable discurrir de los pensamientos, que no nos dejan tranquilos en algunas ocasiones. Hay que hacer el caso justo a esa loca que nos habla y que nos hace soñar. Hay que escuchar sólo lo necesario ese constante ruido de la tarabilla. El viento está ahí, es decidido en nuestros pensamientos, pero hay que tener cuidado, hemos de aprender a diferenciar. La imaginación no debe servir para contar mentiras. La imaginación debe ser útil. Desgraciadamente, vivimos en un mundo lleno de disfraces, en un carnaval perenne. Nos escudamos en las mentiras o maquillamos la verdad, porque la verdad parece algo demasiado peligroso. Todo son eufemismos, repintes, capas de pintura y cáscaras de cal. A veces, cuando vamos demasiado lejos, despreciamos nuestro entorno y nuestro tiempo, y entonces nos evadimos promoviendo el pasotismo y la apatía. Pero las historias tienen que servir para algo, no pueden ser vanas mentiras. Las buenas historias mezclan esa dosis exacta de fantasía y de realidad punzante. Las historias maquillan la realidad, sí, la transforman, pero no nos mienten, nos enseñan, nos hacen pensar. Las historias son parte del ruido del viento de molino, son pequeñas locuras que andan por esa casa nuestra que llamamos cerebro, alma. Necesitamos escapar de la realidad. Nos encanta que nos mientan. Disfrutamos viendo series de televisión y películas por doquier. Sabemos que son mentira, pero de algún modo forman también parte de la verdad. Son vestigios del maniqueísmo humano del alma y el cuerpo, de la realidad y la imaginación. El mejor deporte ha de ser alimentar ambas vertientes: no dejarnos aplastar por la cruda realidad ni tampoco volar siempre guiados por el carácter discursivo que adquieren nuestros pensamientos y nuestra imaginación. Hay que llegar al término medio. El aurea mediocritas de Horacio se hace necesaria en nuestras vidas, muy necesaria. Hay que fabricar mentiras para sobrevivir, hay que contar historias de esperanza y algarabía, historias que nos ayuden y nos den la dosis exacta de ilusión. No hay que ser zafios creando falsas alarmas, maquillando en exceso, fingiendo y creyendo al pie de la letra las mentiras. Aprendamos a distinguir los cuentos de la cuentitis. Si las apariencias engañan, aprendamos entonces sobre ellas. Si el jarro de la lechera se nos cae, debemos recogerlo y echar a andar de nuevo, quizá con más cuidado. Y una vez aprendida la lección, podremos embelesar nuestra realidad con bonitas historias. Eso se ha hecho siempre, eso sí que es lícito. Es una higiene moral la de armonizar la fantasía y la realidad. Pidamos a la vida cada mañana: cuéntame un cuento, el de la balanza…

Óscar Repullo



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.