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Microrrelatos: Infección

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Nota de tapa

Nota de tapa

INFECCIÓN PARTE 4: LA MISIÓN

Una densa niebla me rodeaba. Traté de disiparla, pero era imposible. Entonces fue cuando escuché un débil susurro que llamaba mi nombre. Parecía un pedido desesperado de auxilio de alguien al que ya no le quedaban muchas fuerzas. Mi visión se fue aclarando hasta que pude distinguir la figura de un joven de mi edad recostado sobre el suelo. Su mirada perdida y llena de dolor me resultaba conocida de algún lado. No me costó recordar de dónde lo conocía, porque cuando supe que era aquel a quien había visto en el “cuarto especial de desinfección”, la niebla se disipó un poco más y pude ver el rostro airado de Max.

Desperté sobresaltado y me senté en la camilla. Ver a Uriel me trajo tranquilidad. –Debe de haber sido un sueño terrible –dijo Uriel. –Lo extraño es que ya es la tercera vez que tengo el mismo sueño –respondí aún absorto en mis pensamientos.

Miré mi brazo y me di cuenta de que estaba nuevamente conectado a la bolsa de sangre. –¡Listo! ¡Quedó como nueva! –exclamó Uriel con satisfacción.

Casi como ignorando su comentario, le respondí:

–¿Es necesario que esté tanto tiempo conectado a esta cosa? ¿No existe alguna cura definitiva y menos dolorosa?

Uriel me miró en silencio y luego señaló la camiseta que acababa de colgar en la soga. –Pasa lo mismo que con la ropa. Por más que seas una persona limpia y trates de ensuciarte lo menos posible, tiene que ser lavada una y otra vez. La infección, Christian, no es una gripe o una enfermedad común, sino una condición con la cual los seres humanos nacen. Obviamente, este no fue el plan del Creador, ni de Miguel, ni del Consolador. La infección afecta a la humanidad desde que el hombre decidió escuchar los consejos engañosos del Falsificador en lugar de obedecer a Dios.

La muerte parecía el destino irreversible de la raza creada, pero se puso en marcha un plan de rescate como nunca hubo en toda la historia. Miguel ofreció su sangre por la de cada humano que naciera sobre la Tierra, pero cada hombre es libre de decidir si quiere recibir la sangre o hundirse más en los efectos de la infección. Lo doloroso del proceso de la transfusión no es la aguja, sino el orgullo. Para aceptar la cura hay que sacrificar el ego y la autosuficiencia.

El Mensajero abrió el Libro y lo dejó sobre mis manos, mientras me pedía

que leyera en voz alta: “Ya no vivo yo, sino que ahora él vive en mí”. –Ese es el secreto, ¡es el único secreto! La sangre simboliza la vida. Lo que Miguel hizo fue donar su vida, y aquellos que la vivan serán poco a poco desinfectados, hasta el día en que el Falsificador y sus Rebeldes no puedan causar más estragos en el universo.

Las horas transcurrieron. Mientras continuaba recuperándome de los golpes, Uriel me enseñaba más sobre la importancia del Libro y sobre lo que decía. A medida que más conversábamos, más deseos tenía de conocer en persona a Aquel de quien Uriel me hablaba constantemente. De a poco comenzaba a percibir que mi vida tenía un sentido. –Uriel, pregunté, si estamos en una guerra, ¿cómo podemos hacerle frente al Falsificador y sus Rebeldes?

Con una sonrisa en su rostro, Uriel nuevamente me llevó a la fuente de todas las respuestas: el Libro. –Christian –dijo Uriel– no hay nada que lastime más al bando contrario que cuando una persona acepta la sangre del Dador universal.

Por mi mente volvieron a cruzar las imágenes del sueño que se me había presentado reiteradas veces. –Yo sé de un joven que necesita conocer el Libro. Lo vi cuando conocí a Max. Recuerdo su mirada perdida, sin esperanza. El problema es que no sé su nombre ni cómo localizarlo.

En ese momento pudimos escuchar llantos y gritos provenientes de la calle, acompañados por sirenas. Rápidamente subimos las escaleras con Uriel y salimos del sótano. Una mujer lloraba sin poder pronunciar una sola palabra. En su mano tenía la foto de su hijo y una nota que él había escrito despidiéndose para siempre. Pude reconocer al muchacho, ¡era aquel del cual le estaba contando a Uriel!

Pensé que habíamos llegado demasiado tarde, hasta que la madre exclamó en llanto: –¿Dónde está mi hijo?

En ese momento comprendí que aún teníamos tiempo de rescatarlo. Comenzamos a correr junto con Uriel. A medida que avanzábamos, otros Mensajeros aparecieron y se unieron a nosotros. Seguimos corriendo sobre las vías abandonadas de un ferrocarril mientras nos acercábamos al puente que cruzaba por encima del arroyo.

A la distancia pude distinguirlo. Estaba parado en el borde del puente a punto de dejarse caer al vacío. Corrimos con más fuerzas aún. Los Rebeldes intentaron frenarnos el paso, pero Uriel y sus compañeros los pasaron literalmente por encima.

Cuando alcanzamos el puente, uno de los Mensajeros me tomó del brazo y me dijo: –Es tu turno.

Con un último esfuerzo me lancé sobre el joven y lo abracé. El corazón me latía fuertemente. Lo único que pude decir fue: –Ya estás a salvo, amigo, ya estás a salvo.

Lo que dice el Libro: Gálatas 2:20; Juan 16:33; Mateo 28:20; 2 Corintios 10:4.

Martín L. Mammana, estudiante de Teología en la Universidad Adventista del Plata.

NOVEDAD

Escape de Babilonia

Una noche, Joseph Kidder fue golpeado casi hasta la muerte, arrojado a la calle inconsciente y expulsado de la familia para siempre, todo por su nueva fe. Y así comenzó su largo viaje desde la Babilonia de su vida secular en Irak hasta el asombroso amor de Dios y la importancia de rendirse a su plan. No conocía las muchas luchas y sacrificios que aún esperaban, pero la oración, su fe en las Escrituras y el apoyo de su nueva familia de la iglesia lo llevarían a una vida de ministerio y servicio.

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