Conexión 2.0 - 4T 2020

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Microrrelatos

INFECCIÓN PARTE 4: LA MISIÓN

U

na densa niebla me rodeaba. Traté de disiparla, pero era imposible. Entonces fue cuando escuché un débil susurro que llamaba mi nombre. Parecía un pedido desesperado de auxilio de alguien al que ya no le quedaban muchas fuerzas. Mi visión se fue aclarando hasta que pude distinguir la figura de un joven de mi edad recostado sobre el suelo. Su mirada perdida y llena de dolor me resultaba conocida de algún lado. No me costó recordar de dónde lo conocía, porque cuando supe que era aquel a quien había visto en el “cuarto especial de desinfección”, la niebla se disipó un poco más y pude ver el rostro airado de Max. Desperté sobresaltado y me senté en la camilla. Ver a Uriel me trajo tranquilidad. –Debe de haber sido un sueño terrible –dijo Uriel. –Lo extraño es que ya es la tercera vez que tengo el mismo sueño –respondí aún absorto en mis pensamientos. Miré mi brazo y me di cuenta de que estaba nuevamente conectado a la bolsa de sangre. –¡Listo! ¡Quedó como nueva! –exclamó Uriel con satisfacción. Casi como ignorando su comentario, le respondí:

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–¿Es necesario que esté tanto tiempo conectado a esta cosa? ¿No existe alguna cura definitiva y menos dolorosa? Uriel me miró en silencio y luego señaló la camiseta que acababa de colgar en la soga. –Pasa lo mismo que con la ropa. Por más que seas una persona limpia y trates de ensuciarte lo menos posible, tiene que ser lavada una y otra vez. La infección, Christian, no es una gripe o una enfermedad común, sino una condición con la cual los seres humanos nacen. Obviamente, este no fue el plan del Creador, ni de Miguel, ni del Consolador. La infección afecta a la humanidad desde que el hombre decidió escuchar los consejos engañosos del Falsificador en lugar de obedecer a Dios. La muerte parecía el destino irreversible de la raza creada, pero se puso en marcha un plan de rescate como nunca hubo en toda la historia. Miguel ofreció su sangre por la de cada humano que naciera sobre la Tierra, pero cada hombre es libre de decidir si quiere recibir la sangre o hundirse más en los efectos de la infección. Lo doloroso del proceso de la transfusión no es la aguja, sino el orgullo. Para aceptar la cura hay que sacrificar el ego y la autosuficiencia. El Mensajero abrió el Libro y lo dejó sobre mis manos, mientras me pedía


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