EDUCACIÓN RELIGIOSA
¡A OÍR
HISTORIAS! Eny Garcia Sarli y Esther Sarli EDICIÓN PARA EL MAESTRO
EDUCACIÓN RELIGIOSA
¡A OÍR
HISTORIAS! Eny Garcia Sarli y Esther Sarli EDICIÓN PARA EL MAESTRO
ASOCIACIÓN CASA EDITORA SUDAMERICANA Av. San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste Buenos Aires, República Argentina
Título del original: É Hora de Ouvir Histórias, Casa Publicadora Brasileira, Tatuí, São Paulo, Brasil (2001). Dirección editorial: Bibiana Claverie (ACES) Traducción: Déa de Pereira (ACES) Diagramación: Nancy Reinhardt (ACES) Tapa: Heber Pintos (CPB) IMPRESO EN LA ARGENTINA Printed in Argentina Primera edición MMV - 1M Es propiedad. © Casa Publicadora Brasileira (2001) © ACES (2005). Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. ISBN 987-567-133-9 Garcia Sarli, Eny ¡A oír historias! Para el profesor / Eny Garcia Sarli y Esther Sarli ; dirigido por Bibiana Claverie - 1a ed. - Florida : Asoc. Casa Editora Sudamericana, 2005. 88 p. ; 27 x 20 cm. Traducido por: Déa de Pereira ISBN 987-567-133-9 1. Educación religiosa. I. Sarli, Esther II. Claverie, Bibiana, dir. III. de Pereira, Déa, trad. IV. Título. CDD 268
Se terminó de imprimir el 01 de septiembre de 2005 en talleres propios (Av. San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires). Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor. —101069—
ÍNDICE El arte de contar relatos ................................................ 5 Plan guía ......................................................................... 6 Sugerencias para la hora de enseñanza religiosa ..... 8
Relatos
1. El libro del abuelo .................................................... 10 2. Jesús bendice a los niños ......................................... 11 3. Dios crea el mundo .................................................. 11 4. La creación de la luz ............................................... 11 5. La creación del aire y la separación de las aguas .......................................................................... 12 6. Un día lluvioso ........................................................ 12 7. El juego del “Haz de cuenta” ................................. 13 8. Las gotas de lluvia ................................................... 13 9. La creación de las plantas ....................................... 14 10. Semillas del hábito ................................................. 15 11. La ardilla inteligente .............................................. 16 12. Dios hizo mi alimento ........................................... 16 13. Un relato que contaba la abuela ........................... 17 14. La creación de los astros........................................ 18 15. La creación de las aves y los peces ...................... 19 16. El canario que quedó mudo.................................. 19 17. Carijó y su familia .................................................. 21 18. La caza de canarios ................................................ 20 19. La creación de los animales .................................. 21 20. La creación del hombre y de la mujer ................ 22 22. Nerón, el héroe ...................................................... 22 23. Dios descansó ........................................................ 23 24. Roberto y Eduardo logran vencer........................ 24 25. El libro que no se quemó ..................................... 24 26. Timoteo y la Biblia ................................................ 25 27. El otro libro de Dios ............................................. 26 28. El nacimiento de Jesús ........................................... 27 29. La Biblia asada ....................................................... 28 30. Un ángel las protegió ............................................ 28 31. Jesús, el Buen Pastor .............................................. 29 32. Salvos por un triz .................................................. 31 33. Dios también ama a los diferentes ...................... 31 34. Martita y el perro de peluche ............................... 32 35. El niño y su merienda ............................................ 33 36. Pájaros extraños y sus costumbres ..................... 34 37. Eduardo oró ........................................................... 35 38. El misterio de los perros guardianes ................... 36 39. Daniel en la cueva de los leones ......................... 36 40. Nancy y los leones ................................................. 37 41. Por qué Federico no se ahogó .............................. 38 42. Una oración atendida ............................................ 39 43. Pedro es liberado de la prisión ............................ 39 44. La mochila de René ............................................... 40 45. La oración de Santiago ......................................... 41 46. El regalo de María Luisa ...................................... 42 47. Noé y el Diluvio .................................................... 42 48. ¡Ya voy! ................................................................... 43 49. Piedras voladoras .................................................. 44 50. La muleta de Guillermito .................................... 45 51. La historia de Dorcas ............................................ 46
52. El niño del gorro .................................................... 47 53. Las manos de Dios ................................................ 48 54. El niño que compartió sus regalos ...................... 49 55. La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén ................................................................. 49 56. Un hijo del corazón ............................................... 50 57. La lección de Julia ................................................. 51 58. ¿Quién hizo esto? .................................................. 52 59. La pequeña niña esclava ...................................... 52 60. ¿Betún, señor? ......................................................... 53 61. Juancito dice la verdad .......................................... 54 62. El mayor Artista ..................................................... 55 63. La Tierra Nueva ...................................................... 56 64. Mimí y Mansito ...................................................... 57 65. La firmeza de Ernesto ........................................... 57 66. Mi querido abuelito .............................................. 58 67. El niño Moisés ....................................................... 59 68. Cojito, El cardenal .................................................. 61 69. El juego de las escondidas ................................... 61 70. Los ángeles vigilaron a Tomás ............................ 62 71. Los tres hebreos en el horno ................................ 63 72. El mejor remedio ................................................... 64 73. Una mala acción fue enmendada......................... 65 74. Mi hermana Clara .................................................. 66 75. El niño Samuel ....................................................... 66 76. Cangurito ................................................................ 67 77. La promesa de Tomasito ...................................... 67 78. El viejo caballo ....................................................... 68 79. David, el niño pastor ............................................. 69 80. La otra Viviana ....................................................... 70 81. Julia decide dar lo mejor que tiene ..................... 71 82. Las muñecas gemelas ............................................ 71 83. El gran regalo de Dios .......................................... 72 84. Pelota de papel ....................................................... 73 85. El vestido rojo de la muñeca ................................ 73 86. Decepción ................................................................ 74 87. La historia de Zaqueo ........................................... 75 88. El cazador que se arrepintió ................................. 76 89. Alguien tiene que pagar ........................................ 76 90. La última caja ......................................................... 77 91. David es elegido para ser rey .............................. 77 92. Rosalinda visita a Sultán ...................................... 78 93. La niña más feliz ................................................... 79 94. ¡Cuidado con la educación! ................................. 79 95. Marta y María ........................................................ 80 96. La lección de la Reina ........................................... 81 97. “Por favor” y “Muchas gracias” .......................... 81 98. El perdón de Linda ............................................... 82 99. Moisés en la zarza ardiente ................................. 82 100. Una lección de amor ........................................... 83 101. Qué significa la iglesia para Pepe ...................... 84 102. Una fiesta al revés ............................................... 85 103. Felipe, el misionero .............................................. 85 104. Perdonar no es difícil ........................................... 86 105. Jesús también te ama .......................................... 87
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Prefacio
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l objetivo de esta obra es brindar a los maestros/ profesores* material adecuado y una guía para las clases de Educación Religiosa de Nivel Inicial (sala de 5 años). Durante nuestro trabajo con niños, hemos participado de la alegría de ver niños y jovencitos que se entregan a Cristo. Niños que desde muy pequeños toman sus elecciones y culminan, en la adolescencia, solicitando el bautismo. ¡Dios sea alabado por los esfuerzos de parte de los profesores que, aun sin contar con el material didáctico necesario, han hecho lo mejor para que la principal materia –Educación Religiosa– sea dada de manera interesante y eficiente! Teniendo en cuenta que el niño retiene mejor lo que aprende en la primera infancia, cuán importante es que se familiarice con Dios y con su amor en la edad más tierna, y que desde sus vacilantes pasos sea conducido al gran Modelo: Jesucristo. Por sugerencia de las docentes Vera Bechara Zuckowski y Elizabeth Lima Turcilio, que en el pasado usaron en sus clases los libros de la “Escuela Cristiana de Vacaciones”, ya agotado, como compendio de Educación Religiosa, nos propusimos
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* En algunos países de Sudamérica, se denomina maestro al docente de educación primaria.
Apacienta mis corderitos
uerida maestra, delante de usted tiene el inmenso privilegio y, al mismo tiempo, la solemne responsabilidad de revelar las maravillas de la Palabra de Dios a las inquietas mentes infantiles. A usted se le presenta la agradable tarea de guiar al pequeño rebaño de lo conocido a lo desconocido, de lo simple a lo complejo, a través de trabajos manuales, figuras, relatos, cantos, juegos y representaciones. A usted se le ofrece la agradable oportunidad, que al mismo tiempo es un reto sin paralelo, de grabar, en corazones maleables, el conocimiento del amor de Dios, de animar corazones infantiles a amarlo, y de guiar voluntades inexpertas en la obediencia a su Palabra. En este material hay gran cantidad de relatos de contenido moral y educativo, con los que podrá desarrollar diferentes temas transversales,
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organizar este material, usando muchos relatos de la obra mencionada, con las modificaciones y las adaptaciones necesarias, como también agregando otros relatos. En este material presentamos textos, y en la primera parte sugerimos un cronograma. Después de la presentación de la semana de la Creación, la planificación es flexible, ya que las lecciones aparecerán por temas, en secuencia, así como las actividades del Libro del Alumno y del Cuaderno de Recortes, que pueden estar sujetas a cambios de orden. Si es de su preferencia, podrá dejar las actividades del Libro del Alumno y el Cuaderno de Recortes para los viernes. Profesor: Recuerde que el trabajo con niños es una inversión a largo plazo, pero, el resultado es seguro. Es posible que no vea el resultado aquí, pero seguramente lo verá en la eternidad. Que Dios lo bendiga, les desea. Esther y Eny
metodología tan enfatizada por la educación actual. A usted, que acepta este desafío, se aplica la promesa de que: “Podremos llevar centenares y miles de niños a Cristo si trabajamos por ellos” (Consejos para los maestros, padres y alumnos, p. 164). Y también: “Mientras tratéis de hacerles claras las verdades de la salvación y los conduzcáis a Cristo como Salvador personal, los ángeles estarán a vuestro lado” (El Deseado de Todas las Gentes, p. 475). Usted tendrá por delante días de trabajo. Días para planificar, seleccionar ilustraciones apropiadas para relatos y cantos, y reunir el material para el trabajo manual. Sí, también habrá horas de oración, pidiendo orientación para llevar a cabo la comisión divina: “Apacienta mis corderitos”. El desafío es para el presente, pero el galardón es para la eternidad.
El arte de contar relatos
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uchas personas piensan que es fácil contar relatos... Se engañan. Relatos mal seleccionados, mal presentados y mal explotados por el profesor, en vez de resultar beneficiosos, pueden acarrear consecuencias desastrosas.
Algunas sugerencias para contar relatos • El lenguaje debe ser sencillo, accesible a la edad mental del niño; pero ello no implica pobreza de lenguaje. • Los períodos deben ser cortos, y siempre presentar mensajes claros y directos. • El tono de la voz no debe ser monótona. • La trama del relato debe ser original, graciosa o emotiva, pero nunca de terror o con contenido amenazante. Trate de usar ilustraciones: figuras, franelógrafo, slides, libros, etc; si fuera posible, con elementos de la naturaleza, reales, vivos. Pero tenga en cuenta no abusar de este recurso (ilustraciones). • Las ilustraciones deben ser coloridas, nítidas, con movimiento y de buen tamaño, para que todos puedan verlas con facilidad. • Los gestos adecuados son excelentes medios de impresionar a los niños. • La hora de contar relatos debe ser muy importante para usted; de esta forma, lo será para el niño. • Coloque un letrero (cartel) del lado de afuera de la puerta:
“Estamos escuchando un relato. ¡POR FAVOR, NO INTERRUMPA!” • No camine “de un lado a otro” mientras cuenta el relato. Quédese en un sitio fijo, donde todos los niños puedan verla(o) bien -puede ser sentado-. • No exija determinada posición para que los alumnos oigan los relatos, como, por ejemplo, brazos cruzados, cabeza baja, etc.
Relatos leídos y narrados Existen dos maneras de presentar un relato: narrado y leído. Narrado: Cuando el valor del relato se encuentra mayormente en la trama que en el lenguaje literario, es aconsejable que sea narrado. Es la mejor manera de presentar un relato, ya que el maestro se siente mentalmente más cercano al alumno. También es la manera preferida, porque los personajes se vuelven más expresivos y la trama más adecuada. Leído: Cuando el valor del relato esté más en su belleza
literaria que en la trama, se puede leer, principalmente tratándose de niños mayores. Hay ciertos relatos que perderían su encanto si fueran narrados por el maestro. El maestro que se dispone a leer un relato, además de dominar muy bien el mecanismo de la lectura, debe tomar los siguientes recaudos: • Evitar la monotonía, leer en voz clara y expresiva, haciendo las pausas necesarias. • Levantar la vista de vez en cuando, hacia un lado y hacia el otro. Los relatos pueden ser leídos y narrados al mismo tiempo. Se leen las descripciones de los personajes y los paisajes. Se narra lo que es la trama propiamente dicha.
Elementos esenciales del relato infantil Introducción, trama, clímax y desenlace. Introducción: Constituye la parte inicial. Es la parte de preparación para ubicar el relato en el tiempo y el espacio, presentar y caracterizar a los personajes principales. Argumento: La sucesión de los episodios que constituyen el relato, los conflictos que surgen y la acción de los personajes. Es el desarrollo del tema. Clímax – Son los puntos culminantes, emocionantes, el suspenso. Un relato sin punto culminante se vuelve débil y de poco interés para los juveniles. Desenlace – Es la resolución final del relato, la conclusión de los conflictos presentados. En ciertos casos, el punto culminante -clímax- sirve de desenlace. El desenlace debe ser imprevisible y tener, para el oyente, un sabor de originalidad y sorpresa. Debe ser corto y satisfactorio. En muchos casos, el título del relato indica el desenlace; si es así, evite darlo a conocer
Preparación para el relato 1. Elija el relato. 2. Apréndalo, pero no lo memorice. 3. Domínelo hasta sentirlo suyo. 4. Analice y esboce el relato. 5. Adáptelo al ambiente y a su grupo (contexto). 6. Relátelo en forma directa y expresiva. (En las clases de Educación Religiosa, los relatos siempre deberían ser narrados y nunca leídos).
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Plan guía DIOS CREÓ TODAS LAS COSAS (Duración probable: 5 días) 1º día: El libro del abuelo – p. 9 Jesús bendice a los niños – p. 10 2º día: Libro del alumno – p. 3 3º día: Dios forma el mundo – p. 10 4º día: Libro del alumno – p. 5 5º día: Bloc de recortes – hoja 2 DIOS CREÓ LA LUZ (duración probable: 2 días) La creación de la luz – p. 11 Libro del alumno – p. 7 Bloc de recortes – hoja 3, fig. 1 La creación (poesía para memorizar de acuerdo con el relato de la Creación) – p. 9 DIOS CREÓ EL AIRE (duración: 4 días) La creación del aire y la separación de las aguas – p. 11 Bloc de recortes – hoja 3, fig. 2 Un día lluvioso – p. 12 El juego de “Haz de cuenta” – p. 13 Las gotas de lluvia – p. 13 Libro del alumno – p. 9 Bloc de recortes – hoja 5 DIOS CREÓ LOS VEGETALES (duración: 7 días) La creación de las plantas – p. 14 Bloc de recortes – hoja 7, fig. 1 Semillas del hábito – p. 15 Bloc de recortes – hoja 7, fig. 2 La ardilla inteligente – p. 15 Libro del alumno – p. 11 Bloc de recortes – hoja 9, fig. 1 (plegado) Dios hizo mi alimento – p. 16 Un relato que contaba la abuela – p. 17 Libro del alumno – p. 13 Bloc de recortes – hoja 9, fig. 2 (cartulina) DIOS CREÓ LOS ASTROS (duración: 5 días)
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La creación de los astros – p. 18 Bloc de recortes – hoja 11, fig. 1 Bloc de recortes – hoja 11, fig. 2 Bloc de recortes – hoja 11, fig. 3 Libro del alumno – p. 15 DIOS CREÓ LAS AVES Y LOS PECES (Duración: 8 días) La creación de las aves y los peces – p.19 Bloc de recortes – hoja 13, ejercicio 1 (plegado) El canario que quedó mudo – p. 19 Bloc de recortes – hoja 13, ejercicio 2 Carijó y su familia – p. 20 Libro del alumno – p. 17 La caza de canarios – p. 21 Bloc de recortes – hoja 15, ejercicios 1 y 2 DIOS CREÓ LOS ANIMALES Y AL HOMBRE (Duración: 9 días) La creación de los animales – p. 22 Bloc de recortes – hoja 17, fig. 1 Libro del alumno – p. 19 Bloc de recortes – hoja 17, fig. 2 Bloc de recortes – hoja 17 plegado) Libro del alumno – p. 21 Bloc de recortes – hoja 19, fig. 1 La creación del hombre y de la mujer – p. 23 Bloc de recortes – hoja 19, fig. 2 Libro del alumno – p. 22 Libro del alumno – p. 23 Nerón, el héroe – p. 24 EL SÉPTIMO DÍA DE LA CREACIÓN (duración: 3 días) Dios descansó – p. 24 Bloc de recortes – hoja 21, fig. 1 Libro del alumno – p. 25 Bloc de recortes – hoja 21, fig. 2 Roberto y Eduardo logran vencer – p. 25 Libro del alumno – p. 27
LA BIBLIA ES EL LIBRO DE DIOS El libro que no se quemó – p. 25 Libro del alumno – p. 29 Timoteo y la Biblia – p. 26 Libro del alumno – p. 30 El otro libro de Dios – p. 27 El nacimiento de Jesús – p. 28 La Biblia asada – p. 29 LA BIBLIA DICE QUE DIOS ME AMA Un ángel las protegió – p. 30 Libro del alumno – p. 31 Jesús, el Buen Pastor – p. 30 Libro del alumno – p. 32 Salvo por un triz – p. 33 Dios también ama a los diferentes – p. 34 LA BIBLIA ME DICE QUE TAMBIÉN DEBO AMARLO Martita y el perro de peluche – p. 35 El Niño y su merienda – p. 35 Libro del alumno – p. 33 Pájaros extraños y sus costumbres – p. 36 Eduardo oró – p. 38 Libro del alumno – p. 34 Bloc de recortes – hoja 23, fig. 1 LA BIBLIA HABLA ACERCA DE LOS ÁNGELES El misterio de los perros guardianes – p. 38 Libro del alumno – p. 35 Daniel en la cueva de los leones – p. 39 Libro del alumno – p. 36 Bloc de recortes – hoja 23, fig. 2 Nancy y los leones – p. 40 Por qué Federico no se ahogó – p. 41 LA BIBLIA ME ENSEÑA A HABLAR CON DIOS Una oración atendida – p. 41 Libro del alumno – p. 37 Pedro es liberado de la
prisión – p. 42 Libro del alumno – p. 38 Bloc de recortes – hoja 31, fig. 1 La mochila de René – p. 43 La oración de Santiago – p. 44 LA BIBLIA ME ENSEÑA A SER OBEDIENTE El regalo de María Luisa – p. 45 Libro del alumno – p. 39 Noé y el Diluvio – p. 46 Libro del alumno – p. 40 ¡Ya voy! – p. 47 Libro del alumno – p. 41 Bloc de recortes – hoja 23, fig. 3 Piedras voladoras – p. 48 LA BIBLIA ME ENSEÑA A SER BONDADOSO La muleta de Guillermito – p. 49 Libro del alumno – p. 43 Bloc de recortes – hoja 25 La historia de Dorcas – p. 50 Libro del alumno – p. 45 El niño del gorro – p. 51 Las manos de Dios – p. 52 LA BIBLIA ME HACE FELIZ El niño que compartió sus regalos – p. 53 La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén – p. 53 Libro del alumno – p. 46 Un hijo del corazón – p. 54 La lección de Julia – p. 55 Libro del alumno – p. 47 LA BIBLIA ME ENSEÑA A SER VERAZ Y HONESTO ¿Quién hizo esto? – p. 56 Libro del alumno – p. 48 La pequeña niña esclava – p. 57 Libro del alumno – p. 49 ¿Betún, señor? – p. 58 Juancito dice la verdad – p. 58 LA BIBLIA HABLA A CERCA DEL CIELO El mayor Artista – p. 59 La Tierra Nueva – p. 60
Libro del alumno – p. 50 Bloc de recortes – hoja 31, fig. 2 Mimí y Mansito – p. 62 La firmeza de Ernesto – p. 62 LOS NIÑOS CRISTIANOS SON BONDADOSOS Mi querido abuelito – p. 63 Libro del alumno – p. 51 El niño Moisés – p. 64 Libro del alumno – p. 52 Bloc de recortes – hoja 31, figs. 3 y 3a Cojito, el cardenal – p. 66 El juego de escondidas – p. 66 Libro del alumno – p. 53 LOS NIÑOS CRISTIANOS SON VALIENTES Los ángeles vigilaron a Tomás – p. 67 Los tres hebreos en el horno – p. 68 Libro del alumno – p. 54 Bloc de recortes – hoja 31, fig. 4 El mejor remedio – p. 69 Una mala acción fue enmendada – p. 70 LOS NIÑOS QUE AMAN A DIOS SON OBEDIENTES Mi hermana Clara – p. 71 El niño Samuel – p. 72 Libro del alumno – p. 55 Cangurito – p. 73 La promesa de Tomasito – p. 73 A LOS NIÑOS QUE AMAN A DIOS LES GUSTA AYUDAR El viejo caballo – p. 74 David, el niño pastor – p. 75 La otra Viviana – p. 76 Julia decide dar lo mejor que tiene – p. 77 Libro del alumno – p. 56 LOS NIÑOS QUE AMAN A DIOS SON AMABLES Las muñecas gemelas – p. 78 El gran Regalo de Dios – p. 79 Libro del alumno – p. 57 Bloc de recortes – hoja 27, fig. 2 Pelota de papel – p. 79
El vestido rojo de la muñeca – p. 79 Libro del alumno – p. 58 LOS NIÑOS QUE AMAN A DIOS SON HONESTOS Decepción – p. 80 La historia de Zaqueo – p. 81 Libro del alumno – p. 59 Bloc de recortes – hoja 31, fig. 5 El cazador que se arrepintió – p. 82 Alguien tiene que pagar – p. 83 LOS NIÑOS QUE AMAN A DIOS SON FELICES La última caja – p. 83 David es elegido para ser rey – p. 84 Libro del alumno – p. 60 Rosalinda visita a Sultán – p. 85 La niña más feliz – p. 86 Libro del alumno – p. 61 LOS NIÑOS QUE AMAN A DIOS SON CORTESES ¡Cuidado con la educación! – p. 86 Marta y María – p. 87 La lección de la Reina – p. 88 “Por favor” y “Muchas gracias” – p. 88 Libro del alumno – p. 62
LOS NIÑOS QUE AMAN A DIOS SON REVERENTES Y SABEN PERDONAR El perdón de Linda – p. 89 Moisés en la zarza ardiente – p. 90 Una lección de amor – p. 91 Qué es la iglesia para Pepe – p. 92 Libro del alumno – p. 63 Bloc de recortes – hoja 31, fig. 6 LOS NIÑOS QUE AMAN A DIOS AYUDAN A HACER UN MUNDO MEJOR Una fiesta al revés – p. 93 Felipe, el misionero – p. 93 Perdonar no es difícil – p. 94 Jesús también te ama – p. 95 Libro del alumno – p. 64 Bloc de recortes – pp. 27 y 29
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POESÍA DE LA CREACIÓN Autor desconocido I Dios hizo el mundo en que estamos. Bien redondito lo formó. Hizo la luz y la llamó día, Y a las tinieblas, noche llamó.
V Hizo los pájaros que cantan, Los pollitos y los pavos, Grandes peces en el océano; Unos con escamas, otros desnudos.
II En el espacio entre el cielo y la tierra, Él puso el aire puro y vital. Y por todas partes, el viento Va soplando sin rival.
VI Dios hizo las largas jirafas, Abejas y mariposas. Hizo perros, caballos y gatos, Monos que hacen morisquetas.
III Hizo la tierra e hizo las plantas; Las bellas flores también. Hizo los cereales y las nueces, Todo lo que nutre y hace bien.
VII Hizo al hombre y le dio dominio, Así como a su mujer. Sobre la tierra que creó, También dio su amor.
IV Dios hizo el sol que hace bien; Tan grande, caliente y brillante. Y la luna, tan dulce y bella. Y las estrellas titilantes.
VIII La creación terminada, El sábado bendijo. Como día de descanso, Para nosotros, santificó.
(Esta poesía es para ser repetida, verso por verso, en coro, después de la presentación del día de la Creación. A cada nueva presentación, se deben repetir los versos anteriores, hasta memorizarlos.)
Sugerencias para la hora de enseñanza religiosa Metodología de la enseñanza religiosa Enseñar es un arte, y como tal exige constante innovación. Por su propia naturaleza reflexiva y expansiva, la enseñanza siempre puede y debe ser perfeccionada, creando nuevas modalidades o adaptando antiguos métodos. Eso significa dos cosas: (1) los manuales pedagógicos acostumbran tener sugerencias; (2) cada profesor debe usar su creatividad para adaptar y formular sus métodos. Por lo tanto, las directrices metodológicas de este libro, además de selectivas, solamente son sugerencias; mediante el profesionalismo del maestro, éstas se verán enriquecidas, para la gloria de Dios.
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Técnicas Vamos a resaltar algunas, aunque cada docente tiene sus propias técnicas de enseñanza: * Formule preguntas. Este método, la mayéutica, utilizado por los grandes maestros griegos y judíos de la antigüedad, aún es válido. * Use simulaciones. El recurso del “haz de cuenta” ayuda al alumno a estar inmerso con más facilidad en la escena real del tema estudiado. Pida al estudiante que imagine qué haría si fuera determinada persona o estuviese en tal situación.
* Cree paráfrasis. En vez de transportar al alumno a los tiempos bíblicos, traiga la Biblia a la realidad actual. Contextualice. * Estimule el debate. Use preguntas para promover el intercambio de ideas y aumentar la interacción entre los alumnos. * Use recursos visuales. Haga dramatizaciones, pase vídeos, muestre fotos, figuras, títeres y objetos, utilice CDROM’s. * Haga la enseñanza práctica y concreta. No se quede solamente en la teoría. Al estudiar acerca de la oración, invite a los alumnos a orar; al hablar de la Biblia, incentívelos a que en casa los padres le lean la Biblia; al hablar acerca de los dones, estimúlelos a usarlos. * Dé ejemplos. El camino es más suave y corto cuando el profesor va adelante y muestra amor, comparte su experiencia. Si quiere que sus alumnos acepten a Cristo y lleguen al cielo, sea un cristiano verdadero. * Aproveche las situaciones imprevistas. Puede transmitir sus lecciones en las oportunidades formales (situaciones previstas), no formales (situaciones imprevistas) e informales (situaciones previstas, pero informales). Jesús transmitía sus enseñanzas usando esos tres medios.
Guía de clase Una de las mayores dificultades es la organización del tiempo. En virtud de eso, aquí presentamos la sugerencia de un programa efectivo en la experiencia de varios educadores: 1. Familiaridad. Desarrolle la costumbre de conversar un poco con los alumnos antes de cada clase; realicen intercambios de experiencias e inquietudes. 2. Cantos. Utilice el canto como un modo de adoración a Dios. Vaya variando de cantos y de formas de cantar. Ejemplos: Los niños escogen, escoge usted., elige un grupo, eligen las niñas, eligen los varones. Canten por grupos, con o sin música, por sexo, etc. Pueden armar un himnario con los cantos, para memorizar y llevar a los hogares. 3. Oración. Siempre empiece las clases de religión pidiendo la orientación divina; transforme eso en un hábito. Pero, para no caer en la rutina, varíe la modalidad de conducir la oración. Un día, pida que los alumnos oren de dos en dos; otro día, abra espacio para los pedidos. O aun, pida que todos se levanten y hagan un círculo para orar con las manos tomadas. Para ganar aún más la simpatía de los alumnos, si nota que hay un alto porcentaje de representación católica en la clase, explique que la diferencia en la forma de orar el “Padre Nuestro” es solamente una cuestión de costumbre y
tradición. Cuando sea oportuno, pida a los alumnos que oren en casa por algún motivo particular de usted (puede ser por su salud o por el problema de un amigo). Así, demostrará confianza en la espiritualidad de ellos, y la reciprocidad será verdadera. Pueden orar diariamente por un alumno del salón y su familia en forma rotativa. Pueden traer pedidos y agradecimientos escritos desde los hogares. Pueden tener una vez al mes, o con la regularidad que su grupo necesite, reunión de oración con las familias. Use su creatividad y originalidad. 4. Presente el contenido. Además de los relatos sugeridos, amplíe con diálogos, puntos de vista, juegos bíblicos, títeres, dramatizaciones, películas, relaciones con otras áreas, etc. El abanico de posibilidades es inmenso. 5. Respuesta. Lleve a los alumnos a posicionarse o tomar partido acerca de lo que enseñó. No tema hacer llamados. Pregúnteles qué piensan, espere el feedback. Escuche su opinión. Ayúdelos a ir tomando decisiones.
Trabajo fuera de la clase Fuera de la sala de clases, el maestro tiene un excelente campo de trabajo junto a sus alumnos. Observe algunas sugerencias: 1. Trate de aproximarse a los alumnos en los momentos de juegos o charlas. Pero tenga el cuidado de no manipular la conversación o el juego; y, si percibe que su presencia está inhibiendo a los niños, pida permiso y salga discretamente. Aprenderá a reconocerlo. 2. En la medida de lo posible, trate de visitar a sus alumnos en la casa. Conozca a sus padres, ore con ellos. Dígales que la escuela está a su disposición para lo que sea necesario. Trate de comentar con los padres los puntos positivos del hijo, aunque se trate de un alumno problemático. 3. Haga planes en su escuela para disponer algunas “ventanas” u horarios libres que le permitan dar consejos espirituales a los padres. Para eso, es imprescindible que la escuela le ofrezca un aula o un espacio apropiado y privado, donde los padres pueda sentirse cómodos y libres para desahogar sus problemas. 4. Ofrezca estudios bíblicos a las familias. Muchos padres tienen interés en conocer la Palabra de Dios, y ésta es su oportunidad de enseñarles acerca de Cristo. Si el número de interesados excede su tiempo disponible, pida al capellán, al director o a otro profesor que haga voluntariamente ese trabajo. Una alternativa sería reunir todos los interesados de una sola vez y dar a todos un mismo estudio bíblico; pero es importante recordar que las familias no deben ser forzadas a estudiar.
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RELATOS El libro del abuelo
Jesús bendice a los niños
Tito era un niño que vivía en una gran ciudad. (Presente el cartel de Tito) Sus padres necesitaron hacer un largo viaje y él se quedó con los abuelos, en la granja. Era una granja muy linda, y Tito quedó encantado con las cosas interesantes que había allí. Lo que él más apreciaba eran los relatos que el abuelo contaba por las noches, antes de ir a la cama. Cierta noche, él vio a su abuelo que leía un libro grande, grueso, y le preguntó: –¿Qué libro es ese, abuelo? ¿Es de relatos? –Sí, Tito. Y de relatos verdaderos. –¿Y son buenos? –Los mejores que haya oído jamás. –Entonces, ¡cuéntame uno, abuelo! –Tito, ya es muy tarde y necesitas ir a la cama. Pero, a partir de mañana, cada día te contaré un relato de este maravilloso libro. Tito concordó con el abuelo. Lo besó, dijo buenas noches y fue a la cama. (El maestro detiene la clase, presentando la Biblia envuelta en papel de regalo) “Niños, ¿quién de ustedes es capaz de adivinar lo que hay aquí adentro?” (Oír sus respuestas) “Entonces, ¿vamos a ver qué es?” (Sacar el papel de la Biblia) “¡Es la Biblia, la Palabra de Dios! Es el mismo libro que el abuelo de Tito estaba leyendo. ¿Ustedes sabían que este Libro es un regalo de Dios para nosotros? En sus páginas encontramos bellos relatos acerca de Dios, de este mundo maravilloso en el que vivimos, de las cosas que ya ocurrieron en el pasado y de cosas que aún están por ocurrir. También nos cuenta que Dios creó todas las cosas y que nos ama mucho. “Muy bien, niños, hasta que ustedes aprendan a leer solos los relatos que están escritos aquí (Mostrar la Biblia), yo contaré los relatos para ustedes”.
Hace mucho tiempo atrás, una mamá tuvo el gran deseo de llevar a su hijito para que viera a Jesús. Su vecina la vio salir de casa con el niño en los brazos, y le preguntó: –¿Hacia dónde vas? –Voy a ver a Jesús –dijo ella–. ¿Quieres venir conmigo? –¿Quieres que él bendiga al pequeño Benjamín? –Sí. ¿Sabías que todos dicen que él es un gran profeta? –Sí, he oído decir que Jesús es un gran profeta. ¿Crees que él podría ser el Mesías, aquél que la Biblia promete que Dios enviará a este mundo para salvar a los hombres? –Creo que sí; y pienso que deberías llevar a tu pequeña Ana para que él la bendiga. –Entonces, espérame un rato mientras me cambio de ropa para ir contigo. En pocos minutos la otra mamá estaba lista, y las dos, con sus hijos, salieron en busca de Jesús. En el camino, otras madres las vieron y decidieron unirse a ellas. Pronto, un grupo de madres con sus hijitos quería saber dónde se encontraba Jesús. Después de algún tiempo, ellas divisaron un grupo de personas al pie de un monte. Se aproximaron y, ¡oh, qué maravilla! Era Jesús que estaba allí, hablando a la multitud. De vez en cuando, él dejaba de hablar para curar a alguna persona enferma. Entonces continuaba. En eso, se detuvo nuevamente para curar a una mujer que hacía mucho tiempo que estaba enferma. Las madres vieron lo ocupado que estaba. Y empezaron a pensar: “¿Lograremos aproximarnos a él para que pueda, por lo menos, poner las manos sobre nuestros hijitos?” Ellas continuaron allí. Escuchaban muy atentas cada palabra que Jesús decía. Poco a poco, se fueron aproximando más y más a él. –Yo creo que, ya que estamos muy cerca de Jesús, podemos pedirle que bendiga a nuestros niños, ¿no les parece? –propuso una de las madres. –Sí; levanta a tu hijo para que él lo vea –dijo otra.
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Los ayudantes de Jesús escucharon lo que conversaban las madres. Ellos pensaron que Jesús estaba muy ocupado y no podría ser molestado para atender a unos niños. Entonces, dijeron: – ¿No ven que Jesús está sumamente ocupado? Él no tiene tiempo que perder con niños; tiene cosas muy importantes que hacer. Llévense a esos niños, y dejen que los enfermos, los ciegos y los lisiados se aproximen a él. Miren cuántas personas importantes quieren oírlo: escribas, fariseos... hoy él no tendrá tiempo para los niños. ¡Qué tristes quedaron estas madres! Ellas querían que Jesús pusiera la mano en sus hijitos y los bendijera, pero... él estaba muy ocupado. Cuando ellas empezaron a retirarse, escucharon una voz que las llamaba. ¡Era Jesús! Él dijo: –“Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de los cielos es de quienes son como ellos” (Mateo 19:14 NVI). (Mostrar la figura.) ¡Oh, qué felices estaban las madres! Rápidamente se aproximaron y Jesús puso la mano sobre las cabecitas de los niños. Él tuvo tiempo para bendecir a cada niño y cada niña que allí estaba. ¡Cómo los amaba! Jesús aún ama a los niños y se siente feliz cuando ellos oran a él. Le gusta oírlos cuando cantan himnos de alabanzas hacia él. Cuando Jesús regrese en las nubes de los cielos, llevará a todos los niños que lo aman para que vivan con él. ¿Les gustaría estar allí? Jesús quiere verlos a todos en el cielo.
Dios crea el mundo Hacía mucho calor, y Tito, que estaba jugando en el patio con su perrito, Totó, se acostó debajo de un árbol. Empezó a mirar el cielo azul, y vio que las nubes blancas parecían corderitos jugando en el espacio. Tito empezó a pensar: “¿Quién habría creado el cielo? ¿Y los árboles? ¿Y todas las otras cosas que hay en la granja?” –¡Ah! –se dijo– preguntaré al abuelo. A la noche, todos estaban reunidos en la sala: el abuelo Jacob, la abuela Dalila y el nieto. Entonces, Tito dijo: –Abuelo, ¿quién hizo nuestro mundo? –¡Ah, Tito! Acertaste, pues ése es el relato que hoy te contaré. Entonces, el abuelo empezó a decir. (Mostrar las figuras mientras cuenta.) –Hubo un tiempo en el que no existían las nubes blan-
cas. No había el precioso aire puro que respiramos. No estaban los grandes océanos, ni los ríos o lagos. No había hermosas margaritas, rosas o claveles. No existían pajaritos cantando y volando por el aire. No había gansos, ni patitos o gallinas. No había perros ni gatitos mimosos. No había caballos ni vacas. No existía ni siquiera el mundo. Pero estaba Dios, y él era maravilloso, poderoso y bueno. Él creó todas esas cosas. –¿Y cómo sabes todo eso, abuelo? –¿Cómo lo sé? Aquí, en la Biblia, está escrito: (Abrir la Biblia y leer Génesis 1:1.) “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. (Memorizar.) –Mira, Tito, la Biblia nos dice que fue Dios quien creó este mundo. Mañana te contaré lo primero que él creó.
La creación de la luz Tito y el abuelo estaban nuevamente en la sala. –Abuelo –dijo Tito–, dijiste que Dios creó todas las cosas. Él debe de haber demorado mucho tiempo en crear todo, ¿verdad? ¡Este mundo es tan grande! ¡Hay tantas cosas en él! –No, Tito; Dios no demoró mucho para crear el mundo. Solamente le llevó algunos días. –¿Cómo fue eso, abuelo? –Bueno, Tito, la Biblia nos dice (mostrar la Biblia) que Dios solamente habló y las cosas fueron apareciendo. Fue por su poder que todas las cosas fueron creadas. –Qué Dios poderoso, ¿verdad, abuelo? ¿Cuál fue la primera cosa que él creó? –Presta atención, Tito: aquí, en la Biblia, nos enseña que Dios creó el mundo en el principio. Nos cuenta que en el principio era todo oscuro en este mundo. (Mostrar un círculo negro. Pedir a los niños que cierren los ojos e imaginen todo el mundo oscuro.) Entonces, Dios ordenó: “Sea la luz” (cuando el maestro diga: “Sea la luz”, los niños abrirán los ojos), y la oscuridad se fue. La Biblia nos dice que Dios separó la luz de las tinieblas. (Poner medio círculo amarillo sobre el negro.) “Llamó Dios a la luz día, y a las tinieblas noche. Y fue la tarde y la mañana del primer día.” (Leer Génesis 1:3-5.) Poesía -1º estrofa- (el maestro habla y los niños repiten) “Dios hizo el mundo en que estamos. Bien redondo lo formó. Hizo la luz y la llamó día, Y a las tinieblas, noche llamó”.
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La creación del aire y la separación de las aguas Nuevamente el abuelo, la abuela y Tito estaban reunidos para un relato más. –¿Cuál es el relato de hoy, abuelo? –El relato de hoy es acerca de algo que existe en este mundo y que sin él no podríamos vivir. Cierra la boca y tapa tu nariz. Vamos a ver cuánto tiempo logras permanecer así. (Maestro dirigiéndose a la clase:) “Tito no pudo quedarse mucho tiempo con la nariz y la boca cerradas. Vamos a ver ustedes. (deje que los niños hagan lo mismo). ¿Qué pasó? Con Tito ocurrió lo mismo”. El abuelo continuó: –¿Sabes por qué no pudiste quedarte así por mucho tiempo? –Me quedé sin aire, abuelo. –Pues nuestro relato de hoy es exactamente acerca de eso: la creación del aire. Todos nosotros necesitamos del aire para vivir. –El pececito debajo del agua ¿necesita aire? ¿Y las mariposas? ¿Y las hormigas? ¿Y los pajaritos? ¿Y las plantas? –preguntó Tito. –Sí –contestó el abuelo–, todos los seres vivos necesitan aire. Cuando falta el aire, ellos mueren. Dios sabía que nosotros necesitamos el aire, y fue por eso que él creó el aire alrededor de toda la tierra (figura). Ese azulado que vemos cuando miramos hacia arriba, y que llamamos cielo, es el aire que respiramos; la atmósfera. Las hermosas nubes también fueron creadas por Dios (figura). –Aquí, en esta figura –continuó el abuelo–, ves justamente el cielo y el agua. (Mostrar el círculo con mitad celeste y mitad azul oscuro, en posición horizontal. Poner nubes de algodón.) Cuando viajamos en barco, bien en el medio del mar, sólo podemos ver agua y cielo, como en el segundo día de la Creación. Tito, ¿te parece que el aire hace ruido? “Tito no supo contestar. Noten qué hizo el abuelo”. (Soltar el aire de un globo para que ellos oigan el ruido.) –Ese ruido que escuchaste es del aire, al salir del globo. Y el abuelo continuó: –Aquel día, también empezó a soplar un viento suave; o mejor, una brisa mansa y delicada. ¡Nuestro mundo estaba quedando lindo! (Leer Génesis 1:6-8).
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Un día lluvioso La mamá estaba ocupada en la cocina. Tan ocupada, que no se dio cuenta de que estaba lloviendo. Pero Juanita lo había notado cuando estaba junto a la ventana, hamacando su muñeca en la silla mecedora. Cuando la mamá entró en la habitación, vio que gruesas lágrimas corrían por el rostro de Juanita. –¿Qué pasó, Juanita? –preguntó la mamá– ¿Qué pasó? ¿Comiste demasiado esta mañana? ¿Tienes dolor de estómago? Juanita movió la cabeza, pero las lágrimas continuaban corriendo. No, Juanita no tenía dolor de estómago. –Entonces, ¿te duele el diente que te golpeaste el otro día? Juanita movió negativamente la cabeza nuevamente, y las lágrimas continuaban. No, Juanita no tenía dolor de dientes. ¿Cuál sería el problema? ¡Oh, sí!, ahora la mamá se acordaba: había llevado a Matilde, la muñeca que Juanita más quería, al cuarto de lavado; quizá Juanita quería tener a Matilde. Pero cuando la mamá le preguntó, Juanita movió la cabeza negativamente. Y las lágrimas aún rodaban por sus mejillas. El gatito dormía tranquilo en la alfombra. Sí, naturalmente, debía ser eso: el animal debe de haber arañado a Juanita. Entonces, la mamá preguntó: –Juanita, mi amor, ¿el gatito te arañó? Juanita continuó negando, en medio de las lágrimas. –Bueno –dijo la mamá–, tendrás que decirme qué es lo que te pasa. Quizá mamá pueda ayudarte. Juanita dijo entre sollozos: –La lluvia arruinó toda mi alegría hoy. Romina y yo íbamos a jugar con las muñecas en el jardín... y ahora... no podemos... (y las lágrimas corrían). –Entonces... ¿es por eso que estás tan triste? Pero... ¿pensaste que muchas personas y todas las plantas están muy contentas con la lluvia de hoy? –¿Contentas con la lluvia? –preguntó Juanita. (Ella dudaba de que alguien pudiera alegrarse con la lluvia.) –Querida, aquí está tu piloto y el paraguas; aquí también están tus botas. Póntelas, mientras calzo las mías. Entonces iremos afuera, y veremos cuántas cosas están alegres por la lluvia de hoy. ¡El aire estaba muy agradable mientras ellas paseaban por el jardín con sus paraguas! Ahora, Juanita ya no tenía más ganas de llorar. –¡Mira esta flor! –dijo la mamá–. Ella necesita de la lluvia para crecer. Y mira este bello jazmín; todas sus ho-
jas y flores necesitan mucha agua. Mira este rosal, cargado de rosas y de pimpollos. Si no hubiera lluvia que regara las raíces de este rosal, nunca tendríamos nuestras hermosas rosas. Mientras Juanita y su madre caminaban bajo la lluvia, hablaban acerca de las cosas que no existirían si nunca lloviera. No verían los patitos nadando ni existirían las bellas flores. Nunca podrían nadar en el arroyo o en el río. Las plantas de la huerta no crecerían sin lluvia. Nunca se vería en el cielo el multicolor arco iris, si no lloviera. Así, Juanita se dio cuenta de que era muy bueno que lloviera, aunque no pudiera jugar con la muñeca, al aire libre, con su amiga. Juanita y la mamá agradecieron a Jesús por la lluvia.
El juego del “Haz de cuenta” Había mucho viento. Un gajo de árbol fue derribado. La sábana del tendedero parecía querer volar. Empezó la lluvia, tan ruidosa, que casi no se oían los ladridos de los perros asustados. Aquél sería otro domingo sin jugar a la pelota, sin jugar a las escondidas, sin ver a los amigos... no quedaba otra alternativa que ver televisión. –¡CABBBBBRRUMMMM!!! El trueno asustó a todos en la casa (todos quiere decir papá, mamá y yo). Y la casa quedó sin luz. –¡Qué lluvia molesta! ¿A qué se puede jugar con esta lluvia? La mamá contestó, después de pensarlo un poco: –Se puede jugar al “Haz de cuenta”. –¿Haz de cuenta? ¿Será divertido? –¿Cómo se juega al “Haz de cuenta”? Papá contestó: –Toma una sábana y estírala en la sala. Haz de cuenta que es una carpa y que estás en medio de un bosque. Me empezó a gustar el juego. Até la sábana entre la ventana y el estante. Era mi “carpa”. Pensé que faltaban algunas cositas en mi “bosque”. Mamá debía saber lo que era. Ella pensó un poquito y contestó: –Frutas, árboles... Tomé frutas de la cocina... Pero, ¿y los árboles? ¡Ah, por supuesto! Tomé la cubrecama de mi cama, con dibujos de la naturaleza, y lo estiré en el sillón. Ahora sí, tenía
un bosque completo. Oí a papá decir: –Hijo, ¿cómo te quedarás acampado en el bosque sin una “hoguera”? ¿Y ahora? No tenía ni idea de cómo resolver este problema. Papá trajo, de la habitación, una linterna y un pedazo de papel rojo. Él encendió la linterna y la cubrió con el papel. No era una hoguera de verdad, pero quedaba muy buena para jugar. Estaba divertido. Ni sentí la falta de la televisión. ¡Y la lluvia era cada vez más fuerte! Mamá gritó: –¡Hay una gotera en la habitación! Había una gotera en la sala, otra en la cocina, en el pasillo, en el baño... Todos corrían. Mamá puso cacerolas debajo de las gotas de agua. Papá pisó dentro de una de ellas, sin querer. ¡Fue muy gracioso! Resultado: ¿cuál era el único lugar de la casa donde no llovía? En la carpa de “Haz de cuenta”. Y fue allí donde todos (quiero decir, papá, mamá y yo) nos quedamos hasta que terminó la lluvia. La energía eléctrica volvió, pero ni encendí la televisión: estaba muy lindo jugar al “Haz de cuenta” con todos (quiero decir, ...ah, cierto, ya sabes). Papá y mamá son excelentes amigos.
Las gotas de lluvia Pablo y Bárbara estaban sentados junto a la ventana, mirando la lluvia que caía. ¡Cuánto deseaban que no estuviera lloviendo! Es que querían jugar afuera, en el parque. Querían deslizarse en el tobogán y divertirse en la hamaca. Pero ahora no podían hacerlo, pues realmente llovía fuerte. Mamá notó lo tristes que estaban Pablo y Bárbara; por eso, les pidió que fueran sus ayudantes por un rato, y después se sentarían para conversar acerca de las gotas de lluvia. (Figura) ¿Hablar acerca de las gotas de lluvia? ¿Qué podrían tener de especial las gotas, para charlar sobre ellas? Pero hicieron como la mamá pidió, y pronto la casa estaba toda limpia, la loza lavada y las camas tendidas. Entonces todos se sentaron junto a la ventana y observaron las brillantes gotas de agua que caían sobre el pasto y las flores. –¿Adónde piensan que estaban las gotas de lluvia antes de caer en aquella flor? –preguntó la mamá. Los niños empezaron a pensar.
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–Creo que estaban en una nube muy grande –contestó Pablo. –¿Cómo llegó la lluvia a la nube grande? –preguntó Bárbara. La mamá dijo: –El calor del sol lleva el agua de los ríos y mares al cielo. Ustedes no la pueden ver subir, porque el sol la transforma en vapor. ¿Ustedes vieron el vapor del agua que sale de una pava cuando está sobre la hornalla y el agua hierve? Como el sol no hace que el agua hierva, el vapor es muy transparente. El sol lleva el agua hacia arriba, haciéndola evaporar de los lagos, los ríos y los océanos. Esto es lo que forma las nubes en el cielo. Entonces, el agua cae de nuevo sobre la tierra, en forma de lluvia. Cuando José vivía en Egipto, hubo mucha lluvia durante siete años, y después vinieron siete años en que cayó muy poca lluvia. –¿Qué tipo de paraguas habrá usado Adán? –preguntó Bárbara. –Adán no necesitaba paraguas –contestó la mamá–. Ni Eva necesitaba piloto ni botas, como nosotros hoy. –Entonces ¿no tenían agua? –preguntaron ambos hijos. –¡Oh, sí! –exclamó la mamá–. Todas las cosas que viven y crecen necesitan el agua. En los tiempos de Adán, Dios regaba la tierra por la noche enviando un abundante rocío. (Explicar lo que es el rocío, si los niños no lo saben.) Dios hacía que el agua alcanzara las raíces de todas las plantas de flores, los árboles y todas las demás plantas. La tierra fue regada de esa manera por muchos y muchos años. Y la tierra aún sería regada de esa manera si el pueblo hubiera obedecido a Dios. Pero no amaban a Dios; desobedecían y no eran agradecidos por el hermoso mundo que él les había dado. Finalmente, Dios anunció que enviaría lluvia sobre la tierra. Así, orientó a Noé para que construyera un gran barco (figura), porque caería mucha agua del cielo. –Yo me acuerdo de ese relato –interrumpió Bárbara–: el pueblo no creía en lo que Noé decía, porque nunca habían visto la lluvia. –Sí –siguió Pablo–; no creían aun cuando vieron a todos los animales entrar en el arca. –Ustedes tienen razón –continuó la mamá–: ésa fue la primera vez que cayó lluvia sobre la tierra. ¡Cómo se sorprendió el pueblo cuando las grandes gotas de lluvia empezaron a caer desde el cielo! ¡Nunca antes habían visto lluvia! ¡Cómo deseaban haber entrado en el arca, con Noé! –El Señor mandó las gotas de lluvia en grandes canti-
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dades, ¿verdad? –preguntó Pablo. –Sí –contestó mamá–, pero el Señor tiene muchas maneras de dar sus bendiciones a los que confían en él. La mamá les contó acerca de otra especie de agua que Jesús nos regala. ¿A ver si son capaces de adivinar? Sí, las palabras de la Biblia son para nosotros exactamente como el alimento y el agua. Ellas nos hacen sentir bien, porque nos ayudan a proceder correctamente; nos ayudan a conocer a Dios. Estamos muy agradecidos a él por darnos ambas especies de agua. Vamos a inclinar la cabeza y agradecer a Jesús por las gotas de lluvia, y también por la Biblia.
La creación de las plantas –¡Abuelo, es hora del relato! –Sí, Tito, hoy vamos a continuar con nuestro relato. Pero, primero, dime: ¿qué fue lo que Dios creó en el primer día? –La luz, abuelo. –¿Y en el segundo día? –El aire. –Muy bien, entonces vamos al relato de hoy. Dios aún tenía más que hacer antes de poder poner en la tierra cualquier cosa que tuviera vida. Entonces, él dijo: “Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco”; y así se hizo. A la porción seca, llamó Dios “tierra” (mostrar el círculo con el cielo, el agua, y poner la faja marrón), y a las aguas llamó “mares”. “Ahora, la tierra estaba lista para que en ella creciera algo. ¿Ustedes creen que Dios esparció semillas por todas partes, para que luego crezcan las plantas? ¡No! Es así como nosotros lo hacemos hoy, pero Dios solamente habló, y las colinas y los valles fueron cubiertos de lindo pasto verde, árboles y arbustos”. (Leer Génesis 1:9-13.) (Mostrar figuras mientras habla.) Apareció el pasto verde. Aparecieron el cocotero, el mango, el ananá, el naranjo, y muchas otras especies de árboles, cargados de frutos sabrosos. (Adapte los nombres de los frutos a su región) La rica manzana, la uva, el ananá, la naranja, la palta y todas las demás frutas también fueron creadas en el tercer día. Dios quería que nos alimentáramos bien. También aparecieron las rosas, las margaritas, las dalias, los pensamientos, las violetas, los jazmines, y tan-
tas otras flores con los más variados coloridos y aromas, que nosotros no estamos en condiciones de nombrar a todas. La tierra ahora era un hermoso jardín perfumado y colorido. Así como Dios cuida de las plantas, también cuida de nosotros. De ti, de mí y de todas las personas. Y fue la tarde y la mañana del tercer día.
Semillas del hábito Papá estaba haciendo un jardín. Beto y Tonio lo observaban. –Beto –dijo el padre–, por favor, tráeme la azada. Beto corrió y tomó la azada. Tonio corrió detrás de él. Beto no vio a Tonio. Cuando se dio vuelta hacia atrás, dio con el mango de la azada en la cabeza de Tonio. –¡Ay! –gimió Tonio– ¡mi cabeza! Beto no quiso lastimar a Tonio; por eso se puso muy triste. Dejó caer la azada, y dijo: –Lo siento... Pero Tonio no quiso oírlo. No quiso seguir escuchando las palabras de Beto. –¡Me lastimaste! –sollozó Tonio, dando un golpe a Beto–. Me lastimaste –repitió. –No te enojes –dijo Beto–. Lo hice sin querer. –Fue sin querer, pero me dolió –dijo Tonio, muy molesto. Y poniendo la mano en su cabeza, repitió: –¡Me dolió mucho! El padre levantó la mirada, de lo que estaba haciendo, y preguntó: –Niños, ¿qué pasa? –Beto me lastimó con la azada –contestó Tonio–. ¡Me dolió mucho! –No fue a propósito, papá –explicó Beto–. Tonio se chocó con el mango de la azada. Entonces él se enojó y me pegó. Yo le dije que lo sentía mucho, y quería explicar cómo ocurrió, pero él no me quiso escuchar. El padre no dijo nada... al principio. Entonces, llamó a Tonio y le dijo: –Te mostraré algo, hijo. El padre se dirigió hacia las filas de semillas que acababa de plantar. Al final de la fila había una estaca, en la que él fijó el sobre vacío de las semillas que había sembrado. El padre señaló entonces hacia la primera fila y dijo:
–Tonio, ¿eres capaz de decirme qué nacerá en esa fila? –Rabanitos –contestó Tonio. –¿Cómo lo sabes? –volvió a preguntar el padre. –Porque hay una figura de rabanito en el sobre. –La semilla ¿no podría producir lechuga o zanahorias, en vez de rabanitos? –No –afirmó Tonio–. Las semillas de rabanito sólo producen rabanitos. ¡Todos saben eso! –¿Siempre eres capaz de decir qué plantas crecerán de las semillas que se siembran? –preguntó el padre. Tonio pensó por un momento, y contestó: –¡Sí, papá! Cuando siembras semillas de zapallo, nacerán zapallos; y de la lechuga nacerá la planta de lechuga. ¿Por qué? –Estuve pensando en la especie de semilla que sembraste hoy – reflexionó el padre. Tonio se sorprendió: –No planté ninguna semilla... –Sí, la plantaste –insistió el padre–. Plantaste las semillas del hábito: toda acción, todo lo que hacemos, planta una semilla del hábito. Si hacemos lo que es correcto, estaremos plantando semillas que producirán buenos hábitos. Si hacemos lo que es equivocado, estaremos plantando semillas de malos hábitos. La Biblia dice: “Aquello que el hombre sembrare, esto también cegará”. Eso quiere decir que, si sembramos cosas malas, sólo pueden crecer hábitos malos. Si plantamos buenas acciones, buenos hábitos nacerán. Jesús quiere que sólo plantemos semillas buenas. ¿Qué especie de semilla plantaste cuando golpeaste a Beto? ¿Qué especie de hábito crecerá de esa acción? Tonio bajó la cabeza y dijo, en voz baja: –Hábitos malos, creo. El padre le sonrió a Tonio, y le dijo: –Esas semillas no deben ser plantadas. Tonio quedó sin saber qué hacer. Pero, de repente, su rostro se iluminó. –¡Sé lo que quieres decir! Tonio se dirigió a Beto. Colocó el brazo alrededor de su cuello, y le dijo: –Siento mucho haber sido tan grosero, Beto. Perdóname por haberte pegado. Entonces, él se dio vuelta hacia el padre, y le dijo: –Papá, yo desenterré la semilla de aquel mal hábito. Y me esforzaré mucho para nunca más plantar ese tipo de semilla. ¡Nunca más!
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La ardilla inteligente Inteligente es el nombre que daremos a la ardilla de nuestro relato. Es una criatura ligera, que vive saltando y jugando todo el día. Tiene ojos vivaces, orejas pequeñas y puntiagudas, y cola larga y peluda. (Muestre la figura.) Tiene dientes fuertes y cortantes, pues es un roedor. Algunas ardillas tienen pelo rojizo; otras, negro. Y otras, aun, gris o castaño con franjas amarillas. Cuando Inteligente era bebé, era más pequeña que el dedo meñique de ustedes; pero pronto empezó a crecer. Tenía que aprender a subir a los árboles, así como ustedes tuvieron que aprender a caminar. Al principio, cuando quería subir a un árbol, se caía, pero la mamá ardilla era paciente con ella. Cada día le enseñaba nuevas formas de hacerlo, hasta que finalmente pudo subir y bajar muy rápido, como también aprendió a saltar de un árbol al otro. Inteligente pasaba buena parte del tiempo lavando su cara y fregando su pelambre. Le gustaba estar limpia. Conservaba su cola felpuda muy arregladita. No le gustaba verla mal. La cola de Inteligente la ayudaba a equilibrarse, a subir corriendo a un árbol y a saltar de rama en rama. Existe otro tipo de ardilla, la ardilla voladora, que tiene entre las piernas delanteras y las traseras una piel, o membrana, que la ayuda a “volar” casi como un pajarito. A ella y a sus hermanitos les gusta jugar a las carreras, saltando de los árboles sin tocar el piso. Les gusta esta diversión, y la repiten muchas veces. La cola felpuda las ayuda a direccionarse, como si fuera un timón, a través del aire. La ardilla voladora casi no sale de su casa durante el día. Busca el alimento por la noche. De vez en cuando, la mamá ardilla voladora lleva consigo al hijito. A veces, lo lleva sujeto en la boca, y a veces en la espalda. En este caso, el pequeño pone las patitas delanteras alrededor del cuello de la madre, y se agarra bien cuando ella pega un gran salto volador con él. Mamá, papá e Inteligente estuvieron muy ocupados durante todo el verano y el otoño, juntando cocos y nueces con el fin de tener comida durante el invierno. Parte de esas nueces las escondieron en el tronco hueco de un árbol; otra parte la escondieron en la tierra. Y otra alrededor de los troncos de los árboles. ¿Cómo saben Inteligente y las demás ardillas cuándo está por llegar el invierno? ¿Cómo saben que durante ese tiempo es difícil encontrar comida? Es Dios el que les enseñó a esconder el alimento. Él
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también les enseña a encontrarlo nuevamente durante el invierno. Las ardillas se vuelven mansas fácilmente. ¿Por qué no tratamos de amansar una ardillita algún día? (Esta historia puede adaptarse a algún animal con características similares de su región)
Dios hizo mi alimento A todos nosotros nos gusta oír relatos, especialmente si hablan de las cosas que Dios creó. Preguntar:.......... (nombre), ¿eres capaz de nombrar algunas de las cosas que Dios creó para nosotros? (Anime a los niños a hablar acerca de las lecciones de los últimos dos días.) ¡Oh, sí! Dios hizo este mundo hermoso. También hizo a las personas que viven en él. Él ama a cada uno de nosotros y nos da buenos alimentos para comer. Aquí está un versículo en el que me gusta pensar: (Abrir la Biblia en Salmo 136:1.) “Alabad a Jehová, porque él es bueno”. Esto quiere decir que debemos ser agradecidos por nuestro alimento. Juancito, ¿tomaste esto en tu desayuno de esta mañana? (Mostrar figura de un vaso con leche.) Sí, a muchos de nosotros nos gusta tomar un vaso con leche todas las mañanas, en la primera comida. Quizá algunos de ustedes hayan tomado jugo de naranja (figura), o avena, o cereales (figura), o un huevo (figura) esta mañana. Dios creó todas las cosas buenas para nuestro bien. Piensen en la variedad de especies de alimentos que él hizo. Por ejemplo, hay nutritivas bananas, la saludable manzana, el durazno, la palta, las frutillas, etc. ¡Todas esas frutas son tan ricas! Dios las hizo para nosotros, porque nos ama. Existen árboles frutales de muchas especies. ¿Son capaces de mencionar algunas frutas que vimos en los árboles? (Mostrar figura). Manzanas rojas, de tantas variedades. También hay muchas variedades de naranjas: naranja criolla, naranja lima, tangerina, etc. Nosotros simplemente no seríamos capaces de mencionar todos los árboles y las plantas que nos brindan tantas cualidades de alimento. Digamos nuevamente nuestro versículo: “Alabad a Jehová, porque él es bueno”. Nosotros todavía no hablamos acerca de todas las hortalizas buenas que Dios hizo para nuestro alimento.
Quizás a ustedes les gustaría decirme cuáles les gustan más. Robertito dice que prefiere las zanahorias ralladas. A Manuel le gusta la lechuga y los tomates. A Juana le gustan las papas con mayonesa y a Janet el choclo asado o cocido. Cuando empezamos a hablar de tantas cosas ricas, hasta se nos hace agua la boca, ¿verdad? Cierta vez, había muchos niños y niñas, y padres y madres, que tenían mucha hambre. Se mudaban de un lugar a otro. Tenían que andar muchos días para llegar a su nuevo hogar. Las madres les habían preparado meriendas, pero ya las habían comido, de manera que ya no les quedaba nada más para comer. ¿Qué harían? ¿Dónde conseguirían alimento para satisfacer el hambre? No había mercados o verdulerías donde pudieran comprar leche o frutas; y no había panaderías donde pudieran comprar pan o galletas. Los niños empezaron a llorar, porque sentían hambre. Los padres y las madres fueron a hablar con Moisés, su jefe, y le dijeron que tenían mucha hambre. Ellos no hablaron con Moisés de buena manera, sino de una manera ruda. Se olvidaron de que Dios había sido muy bondadoso con ellos; se olvidaron de que él había abierto el Mar Rojo y preparado un camino para pasar hacia el otro lado. Se olvidaron de que Dios los había creado, así como a todo lo que los rodeaba. Dios no quería que se olvidaran de él; quería que le dijeran, por lo menos, “¡Muchas gracias!” por todo lo que él había hecho por ellos. Quería que supieran que todas las cosas buenas que poseían, venían de él, porque los amaba. No quería que tuvieran hambre, de manera que prometió que les mandaría pan del cielo. Y él cumplió. Cada mañana les enviaba alimento. Cuando se despertaban, por la mañana, ya había alimento esparcido por el piso. Ese alimento se llamaban maná (mostrar figura). Lo juntaban en canastos, y entonces se servían de él como alimento durante todo el día. Tenía gusto a pan de miel. Todas las mañanas ellos lo recogían, menos durante el sábado, pues el viernes caía el doble de maná y ellos lo guardaban para el sábado. Dios nunca se olvidó de ellos. Tampoco quería que se olvidaran de él, sino que siempre se acordaran de que él había creado este hermoso mundo y que fueran agradecidos por las cosas maravillosas que hizo por ellos. (Mencionar resumidamente la alimentación de los cinco mil y el caso de Elías alimentado por cuervos.) No es de esta manera que Dios nos da el alimento hoy en día; él lo hace de manera diferente. Hace que en nuestra huerta crezcan hortalizas y nuestros árboles den frutos. Nos manda el sol y la lluvia. Ayuda a nuestros padres a que trabajen, de manera que tengan dinero para
comprar alimento. Dios hace todo eso porque nos ama. Siempre debemos acordarnos de que Dios nos ama y que nos dará nuestro alimento, si lo amamos. Él puede darnos alimento de muchas maneras desconocidas. Siempre vamos a dar gracias a Dios por el alimento que nos da. Acordémonos, también, de que nuestro versículo dice: “Alabad a Jehová, porque él es bueno”.
Un relato que contaba la abuela Había una vez un jardinero. Él cuidaba los jardines de las casas que pertenecían a personas muy ricas, pero él era muy pobre. Tenía una familia muy numerosa, y por eso pasaban muchas dificultades. El jardinero deseaba mucho ser rico. Como conocía relatos acerca de personas que habían encontrado tesoros enterrados, cuando él cavaba la tierra siempre buscaba bien, con la esperanza de, algún día, encontrar un tesoro escondido. Un día, cuando fue a buscar humus en el bosque para poner en unos canteros, escuchó gritos y corrió para ver qué ocurría. Eran ladrones que intentaban robar a un viajante que pasaba. Cuando vieron que el jardinero se aproximaba, los ladrones huyeron. Muy agradecido, el viajante quiso recompensarlo. Para eso, sacó un paquete de su mochila y lo entregó al jardinero. Muy feliz, él se despidió del viajante agradeciendo y corrió, luego, a su casa. Estaba tan contento, que hasta sonreía solo al ver su casita. Cuando traspuso el portón, no se contuvo y llamó a toda la familia. Les contó lo que había sucedido y, nerviosamente, abrieron el paquete del tesoro. ¡Qué decepción! Dentro de la caja sólo había una piedra. El jardinero se sintió engañado. Quedó tan furioso, que hasta se arrepintió de haber socorrido al hombre. Y la piedra fue tirada a un rincón y usada, después, para trabar la puerta cuando querían mantenerla abierta. El tiempo pasó, y el jardinero y su familia cada vez pasaban mayores dificultades. Hasta tuvieron que mudarse a una casa más sencilla y, por supuesto, dejaron la piedra... ¡de la que nunca más se acordaron! Sin embargo, cuando el nuevo dueño llegó, vio aquella piedra. Le parecía especial. Después de haberla observado bien, no tuvo duda de que ella valía mucho dinero. La llevó a un especialista en piedras preciosas y le confir-
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maron lo que sospechaba. La vendió y fue rico. ¡Su vida pasó a ser muy diferente! –Pero, abuela, ¿por qué no ocurrió lo mismo con el jardinero? –Porque, mis queridos, él no se dio cuenta del valor de la piedra. Y lo mismo ocurre con ustedes, ¿sabían? –¿Por qué? –preguntaron todos al mismo tiempo. –Porque tienen tesoros a su disposición, y simplemente no les dan valor... –¿La abuela está hablando en enigmas?... –preguntó el nieto mayor. –Me refiero al amor de su familia, a la posibilidad de estudiar, a la comida, a la salud... –¡Ah! La abuela estuvo escuchando nuestra conversación... ¡ya nos dimos cuenta! –constataron todos. Y, con muchos besitos, agradecieron el relato.
La creación de los astros –Abuelo, ¡cuéntame otro relato! –pidió Tito. –Está bien, querido, vamos a la sala y te contaré. El abuelo tomó la Biblia, se sentó en una silla mecedora, y Tito se sentó a su lado. –Tito, ¿recuerdas qué cosas creó Dios en el primero, segundo y tercer día? (Recordar con los niños.) –Muy bien –continuó el abuelo–, nuestro mundo estaba quedando maravilloso. La tierra estaba toda cubierta por una alfombra verde, bordada de florcitas coloridas. ¡Realmente era bello! Pero aún faltaba algo para embellecer el cielo. ¿Saben qué? Dios aún no había hecho el sol, la luna ni las estrellas. El abuelo tomó entonces la Biblia y leyó Génesis 1:14 al 16 (leer). (Poner el círculo azul más oscuro representando el cielo por la noche. La parte inferior debe ser la tierra con plantas, etc. Poner el sol, la luna y pequeñas estrellas.) Dios hizo todos los astros en el cuarto día de la Creación. Durante el día, el sol brilla y calienta la tierra, a fin de que las personas trabajen, jueguen y estudien. Durante la noche, tenemos la luna y las estrellas, que brillan en la oscuridad. La noche es el momento para que reposemos. –¿No te parece, Tito, que Dios fue muy sabio en hacer todo eso para nosotros? –Creo que sí, abuelo. Yo nunca seré capaz de hacer cosa semejante. –Ahora ve a la cama, pues veo que tienes sueño. Mañana continuaremos.
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–Buenas noches, abuelo. –Buenas noches, Tito. (Maestro a los alumnos:) Niños, ¿ustedes alguna vez ya se despertaron por la mañana, muy temprano, antes de que saga el sol? Cuéntenme: ¿Qué vieron? ¿Había mucha claridad o aún estaba oscuro? Cuando aún está oscuro no podemos ver con facilidad las cosas que están a nuestro alrededor. Pero a medida que el Sol va apareciendo, ¿qué ocurre? ¡Ah!, el cielo queda rojizo, las nubes se mueven y hasta parece que se están despertando después de una noche de reposo. (Figura) ¿Qué hacen durante la noche? ¿A qué hora ustedes van a acostarse? ¿A qué hora se levantan? ¿Cómo nos sentimos al día siguiente, cuando dormimos bien por la noche? ¿Qué hacen los pajaritos cuando el día está amaneciendo? Ellos salen de los nidos, vuelan de rama en rama, buscan alimento para sus pichones, cantando alegremente como si estuvieran saludando al nuevo día y agradeciendo a Dios la felicidad de un nuevo amanecer. ¿Ya miraron el cielo por la noche? ¿Qué vieron? (Déjelos que hablen.) Cuando el cielo está limpio y la luna (figura) está escondida, parece que el brillo de las estrellas es más fuerte (figura). También es hermoso apreciar el cielo en una noche de luna; la luna llena clarea la noche como si fuera una luz encendida en el cielo y, junto con las estrellas, hace que la noche sea mucho más hermosa. Pero no todas las noches la luna está llena y brillante. Va tomando formas diferentes de acuerdo con su posición. A veces está redonda, a veces tiene el formato de una banana, y a veces desaparece. Fue Dios quien hizo la luz brillante del sol, las estrellas que titilan en el espacio y la luna que adorna e ilumina la noche. El sol gobierna el día, y Dios lo creó con su luz y su calor, para alumbrar y calentar la tierra y a todos sus habitantes. Las plantas, para crecer fuertes y hermosas, necesitan de la luz del sol, así como los niños y los animales, para tener buena salud. Durante el día nosotros podemos correr, saltar, jugar, pasear, estudiar, etc., pero la noche fue hecha para que descansemos y durmamos. Antes de acostarnos, debemos hacer nuestra oración y pedir a Dios que envíe su ángel para guardarnos durante la noche.
La creación de las aves y los peces Hoy, oiremos el relato de la Biblia que el abuelo le contó a Tito, y que nos habla de lo que Dios creó en el quinto día de la Creación. –Era la mañana del quinto día. ¡El mundo estaba lindo! Realmente maravilloso. Pero estaba silencioso, quietito. Solamente se oía el ruido de las aguas del arroyo y de las olas del mar. A veces, se oía el suave ruido del viento en las hojas de los árboles, pero no se oía nada más. Todo estaba quieto... (Maestro a la clase:) –Ahora, nadie se mueva... ¡psss!... nadie hable. (Toda la clase queda en silencio por algunos segundos.) ¿Qué escucharon mientras estaban quietitos? Sí, el canto del pajarito. Fue Dios quien lo hizo. Dios creó los pájaros para hacer el mundo más alegre y, con su canto, llenar la naturaleza de sonidos y colores. ¿Quién sabe cómo hace el ben-te-veo? (Deje que los niños hablen.) ¿Y la gallina? (Hacer preguntas acerca de otras aves.) ¿El gallo? ¿El papagayo? ¿El pato? ¿El pavo? ¿La paloma? ¿El pollito? ¿Qué colores tienen? ¿Ustedes creen que todas las aves tienen el mismo tamaño? El picaflor es muy pequeño, el gallo es más grande y el águila mucho más grande. El canario es pequeño. (Mostrar figuras) Existen aves de varios tamaños. –Pues bien –continuó el abuelo–. Todo estaba quieto realmente. No se oía ni el piar de un pollito, pero he aquí que la voz de Dios habló nuevamente. (Leer Génesis 1:20 y 21) Y el mundo que estaba quieto y silencioso, se volvió más alegre con las aves que volaban en el espacio y llenaban la naturaleza con sus diferentes cantos. Pero... faltaba completar la vida en las aguas. Entonces, Dios creó los peces con sus diferentes especies y tamaños. Él creó peces grandes y pequeños. Unos oscuros y otros claros, unos largos y otros cortos. Dios creó: el dorado, la sardina, el lambarí, el tiburón, el cascudo, el bagre. También creó la ballena, los delfines y el pequeño pez rojo, que ustedes ven en el acuario. (Mostrar el acuario.) (Poner en el círculo, en la parte que representa el agua, los peces; y las aves, en la parte que representa el cielo.) Como Dios es bondadoso, hizo todas esas cosas para
nuestra alegría. Así como él cuida de los peces y de las aves, también cuida de nosotros, que somos sus hijos. –¿Te gustó el relato de hoy, Tito? –Sí, abuelo. Antes, yo no sabía nada de eso. Mañana vas a continuar, ¿verdad? –Mañana continuaré.
El canario que quedó mudo Nico paseaba por un bosque lleno de árboles, flores y un arroyo. El sol brillaba intensamente. Nico, feliz, jugaba corriendo de un lado al otro, teniendo en la mano una jaula y una trampa. Le gustaba admirar la naturaleza y sentir de cerca las cosas buenas que ella le proporcionaba. Mirando a la cima de uno de aquellos árboles, Nico vio lo que buscaba. Con el pecho lleno y plumas marrones, entonando su canto, estaba un lindo canario. “Hoy es mi día”, pensó Nico. “Aquí está mi jaula. Tengo agua, alpiste y lechuga; todo lo que un canario necesita”. Y pensando así, subió a la rama del árbol. Preparó la trampa y se alejó, apreciando el canto del canario y esperando el momento en que la avecilla descuidada cayera en ella sin sospechar nada. En pocos instantes, atraído por la comida, el pajarillo cayó en la esclavitud. Nico subió rápidamente al árbol, feliz por tener ahora atrapado al canario. Lo sacó de la trampa y lo puso en la jaula. Pasó un día, otro y otro más, y el canario ya no volvió a cantar. Nico lo observaba, curioso. Un día, decidió conversar con el pajarito: –¡Buenos días, mi canario! Yo te oí cantar en el bosque. ¡Qué lindo eres! Pero aquí no cantas. He cuidado tan bien de ti: te di agua, alpiste, frutas, lechuga, ¡todo! Nico se dio vuelta hacia su mamá, que, aunque cuidando de la casa, oía la conversación, y le preguntó: –Mamá, ¿por qué el canario no quiere cantar? La mamá de Nico comprendía la tristeza del pájaro, que había perdido la libertad de visitar los bosques y estar en compañía de otras aves, beber agua fresca del arroyo, comer semillas y frutos silvestres. –Piensa bien, hijo: te gustan tanto tus juguetes, la cama calentita, la escuela, los amigos y el calor de nuestro hogar. ¿Qué encanto tendría la vida, si tuvieras que cambiar todo eso por un plato de comida, un cuarto siempre cerrado y alguien que no hable tu idioma?
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–Pero, mamá –interrumpió el niño–, yo lo cuido bien. Soy su amigo. –Si los pájaros hablaran, quizás escucharías al canario que te dice –y la mamá de Nico cambió el tono de la voz–: “No quiero una jaula dorada. Tengo un nido suave, donde mamá canario cuida de sus hijitos. Tengo agua fresca, alimento... tengo todo en el bosque en el que nací. Allí, la vida es bella y divertida; soy libre. Canto de alegría porque el Creador me hizo así. Pero ahora, estoy preso en esta jaula. ¿Qué alegría puedo tener lejos de los que me aman? Cantar... ¿para qué?” Cuando la mamá de Nico terminó de hablar, el niño había entendido el mensaje: –Siempre quise tener un pajarito en la jaula –dijo el niño–. Pero nunca había pensado en eso. Me gusta la libertad, y ahora sé que los pájaros serán mis amigos si yo respeto su libertad. Voy a soltar al canario en el bosque... y creo que él volverá a ser feliz. Nico tomó la jaula y salió rápidamente. Cuando el ave se vio suelta, sintiendo la brisa del bosque y el abrigo de su nido, cantó mucho más hermoso que el día en que Nico lo vio por primera vez. Llegando a casa, contento, Nico abrazó a la mamá y exclamó: –¡El canario cantó muy feliz! ¡Tenías que haberlo visto! Ruth Lemos
Carijó y su familia –¡Mamá! –exclamó Jorge cierta mañana–. Carijó no quiere salir del nido; creo que está enferma. (Carijó era el nombre de una gallina.) Cuando la mamá llegó al gallinero, Carijó, que estaba acostada en el nido, erizó las plumas, soltó unos grititos raros y empezó a llamar: “Có... có... có...” –¡Oh –dijo la madre–, quédate tranquilo! Carijó no está enferma; quiere empollar. Quiere que pongamos debajo de ella algunos huevos. Después de estar sobre ellos tres semanas, tendrá bebés pollitos para cuidar. Jorge se puso contento. La madre y él llevaron quince huevos grandes al gallinero. Cada vez que ponían un huevo en el nido, la gallina lo empujaba con el pico hacia debajo de ella. ¡Qué contenta parecía! Jorge también estaba contento, porque la mamá le dijo que, como Carijó le pertenecía, los pollitos también serían de él. Tres semanas era un tiempo demasiado largo para que el niño de 5 años espere por los pollitos; pero había
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mucho que hacer mientras esperaba. Carijó necesitaba comida y agua, y él se ocupó de eso. Ella necesitaba un cerco especial, para estar con los pollitos. Papá y Jorge lo hicieron. La fecha en que los huevos fueron puestos para empollar fue marcada en el calendario. Jorge aún no sabía leer los números, pero cada día hacía una marca con un lápiz. Finalmente, llegó el último día. Ya habían pasado veintiún días. Él y la madre fueron al gallinero. ¡Y qué maravilla! Se podían oír pequeños píos que provenían de debajo de las alas de Carijó. La mamá, con cuidado, puso la mano debajo de la gallina, y sintió un suave y gordito pollito. Ella se lo mostró a Jorge. Él se entusiasmó; aquél era su bebé pollito. Quería ver si todos habían salido de los huevos. Mamá sacó uno de los huevos y le mostró el agujerito que el pollito estaba haciendo en la cáscara. –Mira –dijo la mamá–, este bebé pollito está abriendo una salida en el huevo. Cada pollito tiene un pico afilado como una navaja; Dios así lo hizo, para que él pueda abrir su camino hacia afuera de la cáscara. Después de que él sale, ese pico especial y cortante cae solo. A la mañana siguiente, todos los pollitos habían salido de los huevos. Carijó y sus bebés se mudaron a su nuevo hogar. Los bebés pollito aprendieron muchas lecciones, en sus primeros días de vida. Aprendieron a comer y a beber; aprendieron a obedecer cuando la mamá los llamaba y aprendieron a quedarse muy quietitos cuando ella daba una señal de peligro. Todos los días, Jorge acompañaba el crecimiento de los pollitos. Un día, le dijo a su madre: –Jesús realmente es bondadoso y maravilloso. ¿Cómo puede hacer que un pollito salga de un simple huevo? –Sí –concordó mamá–. Jesús hace todo bien. Todas las cosas vivas tienen madres y padres, y hermanos y hermanas; tienen su familia. Él quiere que nosotros también tengamos una familia feliz.
La caza de canarios Roberto contemplaba con satisfacción su escopeta; dirigiéndose al tío, exclamó: –Hermosa, ¿verdad? –Sí... y parece ser de muy buena calidad –coincidió el tío, tomando la escopeta de las manos de Roberto, examinándola y devolviéndosela al sobrino. –Me acordé de que los canarios están comiendo las
uvas, y temo que terminen con ellas –dijo Roberto. –¿Qué? ¿Piensas matar a los pajaritos con tu escopeta? –preguntó el tío, sorprendido. –Sí, así es. –¿Sabes, Roberto? Me vino ahora a la mente que un canario es mucho más interesante vivo que muerto. –Lo entiendo perfectamente –dijo Roberto riéndose mucho–; no hay duda, tío, de que los canarios vivos son más interesantes y más hermosos que los canarios muertos. Pero, si yo no los mato, ellos acabarán comiéndose todas las uvas. –Espera un poco –dijo el tío–; vuelvo dentro de un minuto. Quiero ir contigo a tu caza de canarios. –¡Qué bueno! No olvides tu escopeta. El tío se dirigió a su habitación, y en poco tiempo regresó, trayendo una cartuchera negra debajo del brazo. –Pienso usar esto –dijo el tío, mostrando unos viejos prismáticos de marinero– ante de que uses la escopeta. Así podré ver al Sr. Canario, y lo que está haciendo, antes de que lo derribes con tus balas. Roberto imaginó que ésta sería una buena diversión, de manera que ambos salieron y pronto se sentaron bajo la sombra de un árbol. A la distancia, podían ver algunos canarios posados en unos cables eléctricos. El tío ajustó los prismáticos y enfocó los pájaros. Después de observarlos por algunos instantes, dijo al sobrino: –Supongo que no le tirarás a aquellos pájaros allí... –¡Oh, no, qué absurdo! ¡Están muy distantes! –acordó el niño. –¿Ves la ventaja de mi arma? Mis prismáticos alcanzan largas distancias, y tu escopeta no –dijo el tío. –Sí, es verdad –dijo el muchacho, riéndose mucho. Después de algunos instantes, los canarios se animaron a aproximarse a aquellas personas, y uno de ellos, muy grande, voló y se posó cerca de un arbusto del jardín. –Ahora, sí –exclamó Roberto, levantando el arma para hacer puntería. –“Tira” primero con los prismáticos, y verás lo que hace – indicó el tío–. Según creo, quieres matarlo porque come las uvas; por lo menos, eso fue lo que dijiste. Roberto tomó los prismáticos y observó al pájaro. Por un momento, el canario estuvo quieto en una rama del arbusto, pero repentinamente voló como una flecha sobre un gajo de tomatera; al regresar, traía un insecto en el pico. Roberto pudo observar muy bien al insecto, contorsionándose en el pico del pajarito. –¡El canario trajo un insecto! –gritó Roberto–. Obsérvalo, tío. Ya comió al insecto, y ahora está quitando un
pulgón de entre sus alas. El niño siguió observando con mucho interés al canario, que podía ser visto claramente. El ave, llevando otra presa en el pico, voló hasta un árbol cercano. –Creo que allí está su nido –comentó el tío. –Es muy probable –concordó Roberto. Más tarde, otro de esos pájaros voló hasta la parra, posándose en ella. –Ah, éste sí; debo matarlo antes de que coma las uvas –dijo el niño. –Obsérvalo primero con los prismáticos, para ver qué es lo que come en realidad –aconsejó el tío con paciencia. Roberto tomó nuevamente los prismáticos y miró a través de ellos. Vio claramente que el canario cazaba algo que se movía. Observando con más atención, vio que se trataba de un gusano. Después encontró a otro gusano, que también se tragó; y luego otro. Entonces, el pájaro voló y se posó justamente sobre un racimo de uvas. –¡Eso es lo que no hará! No comerá las uvas –protestó Roberto, buscando rápidamente encuadrar al pájaro en la mira de su escopeta. –Espera un momento, –le dijo el viejo marinero, deteniéndolo–. Observa bien a través de los prismáticos, y cuenta las uvas que el pájaro se come. –Pues... él comió dos gusanos, ... un pulgón, ... otros bichos que no pude identificar y... ¡zás!... ¡comió un grano de uva! –Muy bien. ¿Cuántas uvas te parece que habrían comido los gusanos, los pulgones y los demás bichos que el canario liquidó? –preguntó el tío. –Por lo menos, unas cinco o seis. –Esos insectos habrían arruinado la parra, y el canario los comió. A cambio de un grano de uva que tragó, destruyó varios enemigos. ¿Te parece que es negocio matar canarios? –No, no lo es –reconoció Roberto–. Es mejor continuar observándolos, mientras comen los insectos. A partir de entonces, Roberto abandonó completamente su escopeta y se dedicó a observar a los pájaros con los viejos prismáticos del tío. Y descubrió que, en verdad, ellos son buenos amigos del hombre.
La creación de los animales Hoy, el abuelo abrió nuevamente la Biblia para contar su relato. –Bueno, Tito, recuerdas que en el quinto día Dios creó
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los peces y las aves, ¿verdad? El mundo estaba quedando cada vez más hermoso. Dios estaba feliz, pues él dijo que todo estaba muy bien, pero tenía planes de hacer algo más: los animales terrestres. La Biblia nos cuenta que él habló y los animales aparecieron. Vamos a leer en la Biblia cómo fue que Dios los creó. (Leer Génesis 1:24 y 25.) El mundo ahora estaba pareciendo un gran jardín zoológico, sólo que los animales no estaban presos en jaulas, sino sueltos en el mundo natural, corriendo y saltando. Había osos, y elefantes con trompas largas. Jirafas de cuello largo, caballos, bueyes, perros, gatos, lobos y ovejas. Todos los animales vivían en perfecta armonía. (Mostrar las figuras mientras se habla.) Y el abuelo continuó. –Dios hizo muchos otros animales. Por ejemplo: el hipopótamo, el tigre, el león, etc. ¿Eso no es maravilloso? Dios creó todos esos animales en un solo día. Él los hizo de manera que tuvieran hijos semejantes a ellos mismos. Cada pareja, el papá y la mamá, tuvo hijos iguales a ellos, y así continúa hasta nuestros días. ¿Para qué sirve el caballo? (Conversar con la clase.) ¿Qué hace el perro? ¿Ya viste un león? ¿Cómo es? ¿Y el gatito? ¿Qué hace? ¿Qué come? ¿Qué le gusta? ¿Cómo es el elefante? Y el abuelo continuó: –Tito, Dios creó esos animales para embellecer la tierra y dar vida a la naturaleza, y también para alegrarnos, porque nos ama mucho. Es una lástima que algunos de esos animales hoy sean feroces, bravos y nos ataquen; pero no siempre fue así. Cuando Dios los hizo, todos eran mansos como nuestro gatito. Después de que el hombre hubo desobedecido a Dios, los animales se volvieron feroces. Pero un día, cuando vayamos a la Tierra Nueva, todo será como antes. El león descansará cerca del corderito, el gato cerca del ratón, los niños jugarán con el león y con el oso, sin ningún peligro. ¿Cuántos de ustedes quieren ir a la Tierra Nueva, a ese lugar maravilloso?
La creación del hombre y de la mujer –Abuelo, ¿cuál es el relato de hoy? ¿Aún es acerca de la Creación?
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–¡Sí, Tito! Hoy te contaré lo más hermoso que Dios creó. ¿Recuerdas cuánto tiempo necesitó Dios para hacer el cielo, la tierra y todo lo que existe a nuestro alrededor? –Fueron seis días, ¿verdad, abuelo? –Correcto. Él trabajó seis días. Hizo la luz, la atmósfera, los árboles y todas las especies de plantas, los pájaros, los peces, los animales más grandes. (Mostrar los círculos de la Creación.) Dios contempló el bello mundo que había creado. ¡Vio que todo era bueno! Había muchas especies de pajaritos, animales, peces; pero no podían conversar con Dios, como nosotros lo hacemos. Gozaban de la brillante luz del sol, comían del buen alimento que Dios había hecho para ellos, pero no podían orar a él. Andaban entre los árboles del Jardín, pero no podían demostrar su amor a Dios como nosotros podemos hacerlo. Dios quería que hubiera personas en el mundo, que pudieran hablar con él, pensar en él y amarlo. ¿Qué hizo Dios, entonces? Mezclando agua con la tierra, con el barro obtenido modeló un muñeco a su semejanza. Pero ese muñeco no tenía vida. Entonces, Dios sopló en su nariz y el hombre fue una persona viva. Es lo que la Biblia nos dice. (Leer Génesis 1:26 y 27, primera parte.) Dios dio al hombre el nombre de Adán; Adán dio a su mujer el nombre de Eva. Y Dios les regaló un jardín con el fin de que el matrimonio habitara en él. En ese jardín, Adán y Eva recibían la visita de Dios y de los ángeles. A veces, ellos estaban paseando por el jardín, y Dios venía a conversar con ellos. Ellos se sentían muy felices cuando oían la voz de Dios. Adán y Eva eran hijos de Dios, y nosotros también somos hijos del Padre Celestial. A pesar de que vivimos en un mundo donde existen tantas cosas malas, él nos cuida y quiere que seamos muy felices junto con nuestra familia.
Nerón, el héroe Era una tarde muy lluviosa en Inglaterra. El viento soplaba con furia, los relámpagos rasgaban el cielo y se oía un trueno detrás del otro, pero principalmente sobresalía el ruido de las olas agitadas. Los pescadores de la aldea se habían reunido en la playa, porque habían visto un barco en el que pedían socorro: el temporal lo empujó en dirección a la costa y se
había clavado entre unas rocas; parecía que pronto iba a ser despedazado y todas las personas a bordo se ahogarían. Esto ocurrió hace muchos años, allí no había un bote salvavidas. Tratar de alcanzar el barco usando uno de los botes pesqueros, sería la muerte segura. Cuando los pescadores pensaron que ya no había esperanzas de salvar a los náufragos, un caballero llegó apresuradamente a la playa, acompañado de un hermoso perro. –¡Una cuerda, por favor! –gritó. Le entregaron una cuerda. Desenrollándola, puso una extremidad de ella en la boca del perro, y dijo: –¡Ve a buscarlos, Nerón! ¡Ve a buscarlos! El perro se lanzó valientemente al agua y nadó en dirección al barco encallado. Pero, a pesar de todo, no pudo aproximarse lo suficientemente como para que algún tripulante alcanzara la cuerda. La furia del mar embravecido lo impedía. Pasaron algunos momentos de angustia. Entonces, vieron que un tripulante lanzaba una cuerda al perro. El inteligente animal abandonó la cuerda que tenía en la boca y tomó la que fue lanzada desde el barco. Inmediatamente se dirigió a la orilla. Cuando, cansado, el perro pisó tierra firme, fue recibido con una aclamación entusiasta. Los hombres que estaban en la playa tomaron la cuerda que había traído Nerón, y atada a ella enviaron otra más gruesa a los infelices tripulantes. Gracias a ello, todos pudieron llegar a tierra firme sanos y salvos. Los náufragos pronto estaban abrigados en hogares, pues había muchas personas deseosas de ayudarlos en aquellos momentos de necesidad; y en el corazón de todos los presentes estaba Nerón. Nerón fue el héroe del día, y hasta hoy los pescadores de aquel lugar cuentan su hazaña con orgullo.
Dios descansó –Abuelo, ¿ya terminaste de contar la creación de este mundo? ¿Qué relato contarás hoy? –Tito, el relato de la Creación ya está terminado. Dios creó cosas maravillosas. ¿Vamos a ver si te acuerdas de lo que él creó cada día? 1º día – luz. 2º día – aire y separación de las aguas. 3º día – todos los vegetales, las flores, las frutas. 4º día – sol, luna y estrellas. 5º día – los peces, las aves y todos los animales que
viven en el agua. 6º día – todos los animales que viven en la tierra, como león, gato, jirafa y, para completar, creó Adán y Eva. Cuando el sol se escondió en el horizonte, en el sexto día de la semana de la Creación, todo fue quedando calmo y quieto. Las aves dejaron de cantar y los animales se aquietaron: era la noche que llegaba. En el cielo aparecieron la luna plateada y muchas estrellas. Todo era silencio y paz. Adán y Eva admiraban maravillados las bellas cosas que Dios había hecho. Aquella primera noche después de que fueron creados, oraron a Dios agradecidos y reposaron en el pasto suave. En la madrugada del séptimo día, Adán y Eva se despertaron antes de que los primeros rayos de sol bañaran la tierra con una hermosa música. ¿Qué música sería esa? ¿De un despertador? ¿De un equipo de música? No. ¡Era la orquesta de pájaros! (Mostrar la figura.) Todos los pajaritos cantaban alegres, alabando al Creador. Amaneció el séptimo día. ¿Qué crearía Dios ahora? ¡Ya estaba todo listo, y era perfecto!... ¡No faltaba nada!... ¡Realmente, no faltaba nada! Vamos a ver qué dice la Biblia acerca del séptimo día: “Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el día séptimo de toda la obra que hizo” (Génesis 2:2 y 3). ¿Piensan que Dios estaba cansado? No. Pero él quería que Adán, Eva y sus hijos siguieran su ejemplo. Dios quería tener un día especial para conversar con los hombres, y por eso separó el séptimo para que sea un día santificado (santo). En ese día, Adán y Eva pudieron pasear por el jardín, contemplar las bellas flores, oír el canto de los pajaritos, y seguramente muy felices, cantaron alabanzas al Creador por todas las bellas cosas que él había hecho. Y eso es lo que nosotros también debemos hacer en ese día. Ir a la iglesia, cantar y orar a Dios, contemplar la bella naturaleza y estudiar su Palabra, la Biblia. –¿Sabes, Tito? Adán y Eva nunca más se olvidaron del primer sábado que pasaron en el Jardín del Edén, juntamente con su Creador. (Maestro a la clase:) –¿Vamos a orar a Dios dando gracias por este mundo maravilloso que él creó para nosotros? Oración: “Bondadoso Dios, te agradecemos porque creaste cosas tan bellas en nuestro mundo. Te agradecemos, también, por la Biblia, el libro que nos cuenta que creaste todas las cosas solamente hablando. Ayúdanos a amarte cada día más. En nombre de Jesús. Amén”.
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Roberto y Eduardo logran vencer Roberto y Eduardo querían ir al colegio, pero no tenían dinero. Ellos y sus padres oraron por eso. Entonces, un día los dos muchachos oyeron que un comerciante necesitaba a dos niños para entregar mercaderías, durante dos o tres días de la semana. Roberto y Eduardo se dirigieron rápidamente al almacén; esperaban conseguir el empleo, a fin de ganar el dinero para pagar la escuela. –Sí, creo que puedo darles el empleo, pero si tienen bicicletas –dijo él. –Tenemos bicicletas, y pensamos que podemos hacer el trabajo – respondieron los niños. –Está bien. Vengan el sábado por la mañana, para que arreglemos. Los niños se miraron. Seguramente era la voluntad de Dios que ganaran el dinero, pero no podían entregar mercaderías en sábado. –Lo sentimos mucho –dijo Roberto–, pero no podremos venir en sábado. Nos encantaría venir cualquier otro día, pero somos adventistas del séptimo día y no trabajamos en sábado. El comerciante se enfadó. –Bien, si ustedes no quieren trabajar, será muy fácil encontrar otros niños. Ellos quedaron muy desanimados. Pensaron que Dios había contestado sus oraciones cuando escucharon hablar del empleo; pero volvieron tristes a casa. Su hermana Alicia vino corriendo por la calle, encontrándose con ellos justo antes de que llegaran al portón de su casa. –¿Consiguieron el empleo? –preguntó ella. Los niños movieron la cabeza negativamente. –Bueno, el Sr. Pedro llamó recién y dijo que necesita a dos muchachos para cosechar zanahoria en su huerta. Dijo que, si quieren el trabajo, pueden comenzar hoy mismo. Desea que trabajen todos los días de la semana, con excepción del sábado, naturalmente; él sabe que ustedes no trabajan en sábado. Los niños se miraron. Esbozaron una gran sonrisa. –¡Vamos! –exclamó Roberto–. Trabajando para el Sr. Pedro, podremos ganar tres veces más que en el almacén. Fueron corriendo a cambiarse de ropa y se dirigieron a la huerta del Sr. Pedro, su nuevo lugar de trabajo. Dios no los olvidó y los recompensó por ser fieles.
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El libro que no se quemó Beth era la hermana mayor de siete hermanos. Su papá era pastor. Cierta vez, un buen amigo le regaló una Biblia nueva y el pastor comenzó a usarla en todas sus actividades, tanto para leer y estudiar, como para predicar. Un día, cuando Beth y el padre estaban solos en el escritorio, él se mostró muy pensativo. –Beth –dijo el papá– nadie sabe lo que nos reserva el futuro; por eso, me gustaría decirte algo antes de que me ocurra algo. –No digas eso, papito –dijo Beth, con una mirada muy preocupada–. Nada te ocurrirá, ¡nunca! –Esperemos que no –contestó el padre, con una sonrisa–. Pero, en el caso de que me ocurra algo, quiero que mi Biblia sea para ti. Siempre será tuya. –¡Muchas gracias, papá! Yo la quiero más que cualquier otra cosa que poseo en esta vida. Desde entonces, aunque el padre continuaba usando su Biblia como de costumbre, Beth la cuidaba de una manera especial. De vez en cuando entraba en el escritorio para abrir con cariño la preciosa Biblia y leer algún mensaje. Beth sentía que el libro ya era suyo y que le sería un precioso recuerdo de su padre. Algún tiempo después, el padre de Beth se enfermó; cada día empeoraba. Un día, él se despidió de todos los familiares y durmió el sueño de la muerte. Beth quedó desolada. Su único consuelo era pensar que el padre le había dejado su Biblia. Ella la conservó en un lugar de honra, en el medio del escritorio, rodeada por otros libros, como un rey por sus súbditos. Diariamente Beth entraba ceremoniosamente en el escritorio, tomaba la Biblia con reverencia y observaba en silencio sus páginas sagradas. Lágrimas inundaban sus ojos al recordar que ese libro había pertenecido a su padre. Entonces, ocurrió algo terrible. Beth había ido a visitar a una amiguita que vivía en una casa que quedaba del otro lado de la calle. Mientras conversaban, escucharon la alarma de incendio. “¿De quién será la casa que se está incendiando?” preguntaron las niñas. Fueron a la ventana para ver qué ocurría y, repentinamente, Beth lanzó un grito: –¡Es mi casa! ¡Mira las llamas! Corrieron afuera, cruzaron la calle. Un gran número de personas ya se había reunido alrededor de la casa. Dos unidades de bomberos estaban intentando apagar las llamas, mientras que otros estaban intentando salvar
del fuego cuanto podían. Beth luchó para atravesar la multitud, pero los vecinos no la dejaron. Ella pidió a un policía: –¡Necesito entrar para salvar algo muy precioso! –Oh, niña, no puedes entrar. Allí adentro es un horno ardiente –dijo el policía. –¡Pero necesito entrar! –gritó Beth–. ¡Necesito entrar, déjeme entrar! –No, hija, no puedo dejarte entrar –dijo otra vez el policía–. Lo siento mucho, pero es imposible. Mira, hasta los bomberos no están entrando más. Beth desistió. No podía más. Estaba con el corazón partido. “¡Mi Biblia! ¡Oh, mi Biblia! ¿Por qué habré salido de casa?” Se sentía muy sola en medio de la multitud. Entonces, pensó en Jesús. “Querido Jesús”, suplicó, “salva mi Biblia, no la dejes quemarse, por favor, no la dejes quemarse”. Así oraba ella mientras las llamas devoraban su hogar, que tanto amaba. Dos horas después de haber empezado el incendio, no restaba nada más que dos llamitas y algunas vigas negras, humeantes. Beth fue una de las primeras en meterse entre las ruinas. Se apresuró al lugar donde había estado el escritorio; conocía bien el lugar. Aún estaba reconocible debido a los libros quemados de la biblioteca de su querido padre. ¡Qué triste espectáculo!¡Qué habría dicho su papito, si hubiera visto todo aquello ahora! Entonces, vio unos pedazos de madera carbonizada; eran parte del antiguo escritorio del padre. Con ternura movió los pedazos de madera y... “¿Qué es esto? ¿Sería posible?” Sí, era verdad. ¡Era su Biblia! ¡La Biblia de papito! Con inmensa alegría tomó el libro y miró sus páginas. No había señal de fuego, ni afuera ni adentro. ¡Jesús la había protegido del fuego! Éste es un relato verídico. Fue la misma Beth quien nos lo contó, y agregó que su Biblia se convirtió en el centro de estudio del nuevo hogar que la familia construyó. Todos prestaban más atención a su mensaje que antes, y entregaron el corazón a Jesús. Aun hoy, ya adultos, a pesar de que cada miembro de la familia vive en distintas partes del mundo, cuando pueden, vuelven a mirar una vez más la Biblia que fue salvada del fuego tan milagrosamente. El Libro que no se quemó.
Timoteo y la Biblia (Muestre la figura de Timoteo sobre las rodillas de su madre. Muestre también la Biblia.)
Como a Robertito y a Susana, al pequeño Timoteo también le gustaba saber más acerca de su Padre Celestial y de su futuro hogar en el cielo. Él también poseía una carta, que es la Palabra de Dios o la Santa Biblia. En aquel tiempo, ésta no tenía la forma de un libro, como hoy lo tiene (muestre la figura), sino la de un rollo (muéstrelo). ¡Cómo le gustaba a Timoteo la Palabra de Dios! ¡A su madre Eunice y su abuela Loida también! Timoteo siempre pedía a la mamá o a la abuela que leyeran para él. Timoteo aprendió que, en el principio, Dios creó el bello mundo, el brillante sol, la luna plateada y todas las estrellitas del firmamento (muestra las figuras). Hacia donde mirara, Timoteo podía ver las cosas que Dios había hecho. Quizá decía: “¡Cuán grandes, Señor, son tus obras!” Se sentía feliz por tener un Padre Celestial tan maravilloso. También se sentía feliz por poseer la Biblia. Cuanto más aprendía acerca de Dios y de la Biblia, tanto más deseaba ser un buen niño. Cuando era solamente un niñito, Timoteo se había acostumbrado a subir en la falda de su abuela y escuchar, con mucha atención, el relato del hermoso Jardín del Edén, el primer hogar de este mundo, donde Adán y Eva vivían muy felices. Pero un día tuvieron que abandonarlo, porque desobedecieron a Dios y obedecieron a Satanás, cuando tomó forma de serpiente. ¡Qué triste se sentía Timoteo al oír eso! Entonces, la abuela Loida le decía que el hermoso hogar les sería devuelto un día, y que también Timoteo tendría un nuevo hogar, bello y cómodo, pues la Biblia así lo asegura. De esa manera, Timoteo se alegraba de nuevo, y quería ser un buen niño y heredar el nuevo hogar. A veces, Timoteo pedía a su mamá, Eunice, que le contara el relato del gran barco que Noé construyó. Le gustaba oír acerca de los animales y de los pájaros que vivieron con Noé en el gran arca. Le gustaba oír el relato del bebé Moisés y de su hermanita María, que se escondió entre los juncos para cuidar al hermano. Quizá a Timoteo le gustaba jugar a ser David, el pastor. ¡Cómo amaba Timoteo la Santa Biblia! Timoteo crecía cada vez más, haciéndose cada día más grande y más inteligente. Los relatos de la Biblia lo incentivaban a ser un niño bondadoso. Pronto alcanzó la edad de ir a la escuela. El maestro también poseía una Biblia igual a la de su madre. Timoteo no demoró mucho en aprender a leer la Biblia. ¡Qué feliz se sentía por eso! Leyó el relato del Buen Pastor, de la bella reina Ester; pero el relato que más lo atrapaba era el del Salvador que nacería en este mundo. Quizá ahora era el turno de la
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mamá y de la abuela de escuchar a Timoteo leer las Escrituras, pues ahora él ya sabía leer. Todos ellos amaban mucho la Biblia. Cuando Timoteo se convirtió en un joven, fue un gran predicador. Cuando una persona ayuda a hacer un trabajo para Dios en un lugar distante, nosotros la llamamos “misionera”. Sí, era justamente eso lo que Timoteo fue: un misionero, pues desde niño aprendió acerca de la Biblia. Siempre aprendió a amar la Palabra de Dios, y ahora se sentía feliz al poder hablar a los demás acerca de Dios el Padre y de Jesús, su Hijo. Timoteo estaba acostumbrado a amar y obedecer la Palabra de Dios desde su niñez.
El otro libro de Dios Lidia y Luis estaban recorriendo la sección de juguetes de un gran negocio. –¿Qué comprarás, Lidia? –preguntó Luis. –Creo que compraré esta cocinita –contestó Lidia–. ¿Y tú? –Bueno –dijo Luis–, me gustaría comprar este camión de bombero, pero el vendedor dice que el dinero que tengo no alcanza; por eso, llevaré este auto azul. En ese momento, la mamá volvió del otro lado del negocio, donde estuvo haciendo compras, y los llamó para volver a casa. Así, los niños se apresuraron con sus compras. En el camino a casa, Luis preguntó: –Mamá, ¿por qué necesitamos pagar por todo lo que compramos? Lidia agregó: –Me gustaría que tuviéramos mucho dinero para comprar muñecas, loza y muebles de juguete. –Y... automóviles, trensitos, pelotas y... tantas otras cosas –completó Luis–. ¡Pero todo cuesta tan caro! –Sí –dijo la mamá–, muchas cosas que nos gustaría tener cuestan mucho dinero; pero ¿pensaron acerca de las cosas que nos rodean y que no cuestan nada? –¿Qué cosas? –preguntaron los dos al mismo tiempo. –Miren afuera, a través de la ventana del auto –dijo la mamá–. ¿Pueden ver algo de color azul? Ellos miraron rápidamente. –Veo el cielo azul – respondió Lidia. –Y yo también veo nubes blancas – agregó Luis. –¿Ustedes se acuerdan del cielo, ayer a la nochecita, al ocaso del sol? –preguntó la mamá. –Yo me acuerdo –dijo Luis.
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–Yo también. Estaba como color de fuego; parecía un incendio –describió Lidia. –Bueno –continuó mamá–, el cielo cambia tanto, que siempre tenemos algo nuevo que apreciar, y no necesitamos pagar nada para contemplar sus bellezas. Es divertido observar a los pajaritos, mirar las hermosas flores, ver los gatos y los perros, las mariposas multicolores, y por todo eso no pagamos un solo centavo. –Yo nunca pensé en eso – reflexionó Luis. –Ni yo –concordó Lidia. La mamá siguió: –Dios llenó la tierra con tantas cosas hermosas para hacernos felices. La naturaleza es el otro libro de Dios. Él nos dio la Biblia y todas estas cosas para mostrar cuánto nos ama. A esa altura, la mamá y los niños estaban llegando a la casa. Al abrir el portón del garaje, vieron dos pajaritos volando muy asustados. –Parece que tendremos sorpresa –dijo la mamá–. Estos pajaritos quieren hacer el nido en el caño de nuestro garaje. Cuando el papá llegó para cenar, le contaron lo que los pajaritos hacían. –¿Qué tal si les hacemos una casita? –propuso el papá. –¡Oh, sí, papá! –exclamaron entusiasmados. Después de la cena, buscaron algunas tablas en el galpón. Tomaron un serrucho, clavos, martillo, y los tres pusieron manos a la obra. Lidia y Luis ayudaron al papá a serruchar la madera y clavar los clavos. Finalmente la casita de los pajaritos estuvo lista. A la mañana siguiente, papá y Luis afirmaron la casita en el tronco de un árbol, cerca del garaje. –Vamos a observar desde la ventana, para no asustarlos –dijo la mamá. –Allí está –susurró Luis. –La mamá pajarito entró y salió nuevamente –dijo Lidia. Durante toda la mañana, los dos pajarillos entraban y salían, construyendo el nido en la nueva casita que tanto les había agradado. Tomaron algunos días cargando pasto seco, pajitas, plumas, telas de araña y corteza de árboles. Finalmente, la mamá pajarito se acostó en el nido donde estaban tres huevecitos, conservándolos bien calentitos. Cierta mañana, Lidia estaba en la ventana y exclamó: –¡Luis, ven rápido! ¡Creo que los huevezuelos ya se abrieron! Luis vino corriendo y dijo:
–¡Sí! Mira, un pájaro está en el árbol y el otro está entrando con un bocado en el pico. El papá pajarito no tenía mucho tiempo para cantar, y la mamá pajarito trabajaba arduamente durante todo el día, buscando comida para los hijos hambrientos. Encontraban insectos en el pasto, gusanos en los árboles, bichos en el jardín y lombrices en la tierra. ¡ Qué glotones eran aquellos hijitos! Luis y Lidia observaban atentamente a la familia feliz. Vieron a los pichoncitos que sacaban la cabecita hacia afuera de la puerta redonda de la casita. Vieron al papá y a la mamá pajarito enseñándoles a volar y a buscar su propio alimento, y finalmente irse. Los niños se sintieron solos después de que los pajaritos se fueron, pues ya los amaban mucho. –No se pongan tristes –dijo la mamá–. El próximo año, ellos nuevamente harán sus nidos aquí, pues ahora somos amigos.
El nacimiento de Jesús Susana y Samuel estaban listos para ir a la cama. El sol ya se había escondido detrás del monte, y ahora era hora de ir a dormir. Los niños habían observado las largas sombras del atardecer finalmente transformarse en oscuridad. A través de la ventana abierta, podían oír a los grillos cantando su melodía nocturna. Los sapos, en la laguna cercana, también se empeñaban en croar. Sí, era de noche. Las brillantes estrellas surgían una a una. Luego, la gran y pálida luna subiría en el cielo azul oscuro. El padre había prometido a Susana y a Samuel que, si ellos se cambiaban bien rápido, podrían contemplar la luna antes de dormir. Así, por supuesto, estuvieron listos en un instante. –Sentémonos aquí, en el jardín, para poder observar mejor la luna –sugirió el padre. Los niños se dirigieron rápidamente al pasto, observando el escenario de la noche. Fue divertido observar la luna y las estrellas (figuras.); fue interesante hablar del tiempo en que fueron creadas. –Dios hizo la luna y las estrellas –dijo el padre–. Gobiernan la noche, así como el sol gobierna el día. –¿Podemos hacer el culto aquí, al aire libre? –preguntó Samuel. –Me gustaría –agregó Susana–. ¡Por favor, cuéntanos un relato bíblico que haya ocurrido de noche! –Bueno –contestó el padre–, el mayor acontecimiento
que ocurrió de noche fue el nacimiento del bebé Jesús (figura) en Belén. Casi todos los habitantes de aquella ciudad ya estaban en la cama. José y María habían llegado allí; venían de otro lugar. Había muchos otros visitantes en la ciudad; por eso todas las habitaciones de los hoteles estaban ocupadas. El único lugar que María y José pudieron encontrar fue un establo, donde guardaban y protegían a los animales. Allí, aquella noche, nació Jesús. El Rey del cielo descendió a este mundo con el fin de salvar a sus habitantes. Muchos y muchos años antes, él les había prometido a Adán y a Eva que vendría; y aquella noche, llegó. La mayoría del pueblo de la ciudad de Belén no sabía que Jesús había nacido aquella noche. En ese momento, los ángeles aparecieron a algunos pastores, al pie de una colina, mientas vigilaban sus ovejas. Un ángel grande y brillante les dijo exactamente dónde encontrarían al niño Jesús. Entonces, el cielo quedó todo iluminado de brillantes y resplandecientes ángeles (figura). Se oyó en aquella noche el himno más bello jamás cantado; fueron los ángeles del cielo que lo cantaron. Los pastores, entonces, fueron a buscar al niño Dios. Contaron a todos con quienes se encontraban lo que habían visto y oído: que aquella noche había nacido en Belén el Niño Jesús, el Salvador del mundo. –Muchas gracias, papá, por el hermoso relato –dijo Samuel. El papá dijo a Susana y a Samuel que aquellos mismos ángeles que cantaron en la noche que nació Jesús aún están vigilando con amor sobre la tierra. Vigilan a los niños y las niñas mientras duermen, de noche; vigilan mientras trabajan y juegan, durante el día. Entonces, el padre y los niños agradecieron a Jesús por enviar a los ángeles para que cuiden de ellos. Le agradecieron la agradable y fresca noche. Los niños se fueron a la cama, y pronto estuvieron durmiendo tranquilamente. (Para los niños.) ¿Sabían ustedes que la mayor parte de su crecimiento se da durante la noche? Así, si ustedes quieren ser grandes y fuertes, deben dormir mucho de noche. Dios sabía eso; por eso, él nos dio la noche para dormir. Él quiere que tengamos mucho descanso, para tener salud y felicidad. Existen otros relatos bíblicos que hablan acerca de cosas que ocurrieron de noche. ¿Se acuerdan de alguno? Sí, fue de noche que Dios llamó al niño Samuel. (Figura.) También hubo aquel caso de Jesús cuando anduvo sobre el agua. (Figura.) Y también aquella ocasión en la que él durmió en el barco. ¿Se acuerdan de esos relatos? Cuando ustedes levanten los ojos al cielo, de noche,
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recuerden que Dios está en algún lugar, allá en lo alto, más allá de las estrellas y más allá de la luna; pero no tan lejos que no sepa que ustedes están aquí. Él siempre nos oye, cuando hablamos con él. Nosotros somos sus hijos, y podemos decir con seguridad: “Confiaré, y no temeré, porque el Señor Dios es mi fuerza”.
La Biblia asada En un país europeo, el rey había prohibido que las personas leyeran la Biblia. Sin duda, muchos la tenían y no querían deshacerse de ella. Entonces, el rey mandó soldados a las casas para buscarlas. Cuando las personas oyeron que los soldados se aproximaban, se apresuraron para esconder sus Biblias. Por más que los soldados buscaban por todas partes, muchas veces no las podían encontrar. En general, los niños vigilaban y avisaban cuando se aproximaban los soldados. Un día, fue anunciado en una casa: “Los soldados vienen hacia acá”. Y allí se encontraba solamente una niña amasando pan. Al oír el aviso, la niña abrió rápidamente la masa, envolvió la Biblia en un repasador, la puso dentro de la masa y, poniendo todo dentro de un molde, la llevó al horno. (Envolver la Biblia en un repasador.) Cuando llegaron los soldados, la niña los esperaba en la puerta. Le pidieron la Biblia y ella, con toda calma, permitió que revisaran la casa. Buscaron en cada rincón, pero no la encontraron. Si la puerta del horno hubiera llegado a estar abierta, solamente habrían visto un gran pan asándose. Cansados de buscar, se fueron, molestos. Cuando se fueron, la niña retiró el pan del horno y abrió la masa, a fin de comprobar cómo estaba su querida Biblia. ¿Qué creen ustedes? ¿Estaría quemada? ¡No! Estaba perfecta. Y aún existe. Se la puede ver en un museo en los Estados Unidos. Un nieto de aquella valiente niña se mudó a Norteamérica y llevó consigo esa Biblia, como reliquia.
Un ángel las protegió –Mamá, ¿podemos Hilda y yo ir a jugar con Isabel? –preguntó Lucila, una niña de 7 años de edad. Era una linda mañana, y ellas estaban aburridas de
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jugar solas. Hilda era la menor de la familia. –Sí, Lucila –contestó la mamá–, pueden ir; pero vayan por el camino y no se aproximen al puente del ferrocarril. Era mucho más corto el trayecto si iban por el puente; pero también era muy peligroso, aun para los adultos, y cuanto más para niños. Era un puente alto y estrecho, y hacía no mucho un tren había atropellado a un hombre que intentó cruzarlo. Lucila prometió a la mamá que obedecería y, tomando a la hermanita por la mano, se dirigieron a la casa de Isabel, yendo por el camino. Después de jugar durante un buen tiempo en la casa de Isabel, las niñas decidieron visitar a otra amiga. –Es muy lejos por el camino, Lucila –dijo Isabel–. Vamos por el puente. –¡Oh, no! Mamá dijo que debíamos ir por el camino, porque por el puente es muy peligroso. –¡Ah! Yo ya pasé por el puente varias veces –contestó Isabel–; y además, tu mamá nunca lo sabrá. –Bueno... es... realmente no deberíamos ir... pero quizá a ella no le importe si solamente vamos esta vez; pero no le cuentes nada a mamá –concordó Lucila, vacilante. Luego, las tres niñas estaban caminando cuidadosamente por los durmientes del puente. A gran distancia, abajo, entre las piedras, corría un río. El puente había sido construido de tal manera que, de tanto en tanto, había unas tablas que sobresalían de los costados. Allí, una persona que se viera en peligro podía refugiarse y evitar ser despedazada por el tren. Lucila iba adelante, a corta distancia de Isabel, que caminaba más despacio porque ayudaba a la pequeña Hilda. De repente, se oyó el silbato de un tren que se acercaba. Lucila se volvió y vio que un tren de carga se aproximaba a toda velocidad. Inmediatamente se acordó de Hilda y empezó a correr en su dirección. Con la ayuda de Isabel, tomó a Hilda por la mano y, asustadas, elevaron una oración a Dios para que las ayudara. Corrieron lo más rápido que pudieron en dirección a la tabla de refugio más cercana. Allí se sentaron, agarrándose como podían, teniendo a la pequeña Hilda entre ellas, rodeándola con los brazos para protegerla. Algunos niños que jugaban abajo, les gritaron: –¡El viento puede derribarlas! ¡Cuidado, niñas! Con las piernas hamacándose en el aire, no les sobraba ni un centímetro de espacio mientras esperaban, temblando, que el tren pasara. El maquinista, al ver a las niñas en la vía del tren, frenó el tren mientras hacía sonar un silbatazo desesperado. El tren no podía detenerse y,
al pasar, las niñas quedaron paralizadas de miedo, mientras el maquinista, temeroso de que el viento las derribara, les hizo señas, con los puños cerrados, de que se asieran muy firmemente. Cuando el tren pasó, las tres niñas, muy asustadas, volvieron al camino. Pasaron tres años antes de que la madre de Lucila supiera lo que pasó. No pudiendo ocultar su desobediencia, las hijas contaron todo a la mamá. La mamá no las retó, pues sabía que el incidente ya las había castigado lo suficiente. Sí, elevó una oración de agradecimiento a Dios por su bondad manifestada al enviar su ángel para salvarlas.
Jesús, el Buen Pastor La Biblia habla acerca del pastor y sus ovejas. El buen pastor ama mucho a sus ovejas. ¡Realmente mucho! Cada día las lleva donde hay pasto vistoso, para que pasten. Las lleva a beber agua limpia y fresca. Las lleva debajo de árboles, y allí se acuestan a la sombra y descansan. Impide que los animales salvajes las ataquen. ¡Cuánto cuidado tiene para con las ovejas! Les contaré el relato de un corderito. Soy un corderito llamado Copo de Nieve. Mi pastor me llama Copo de Nieve porque soy el corderito más blanco que él haya visto. Nací en primavera, cuando los árboles fructíferos florecían y los pájaros cantaban, y todo estaba muy lindo vestido de verde. Seguramente yo no sabía lo que era un copo de nieve de verdad, pues solamente caía nieve en las altas montañas. Yo no sabía lo que era un copo de nieve hasta el día en que me ocurrió algo terrible. Todas las mañanas, nuestro pastor nos llevaba a los pastos. Yo siempre quería salir primero cuando el pastor abría la puerta, por la mañana, ansioso por correr y saltar. Deseaba el dulce jugo de las hierbas. Algunas veces, el pastor me decía: “No seas tan apresurado, Copo de Nieve”. Pero yo sabía que él me amaba, porque cuando me decía algo, siempre me daba un chirlo amigo en la cola. Yo tenía ganas de saltar hasta la hora en que los carneros mayores se movían lentamente hacia fuera de la puerta estrecha, por donde salían, uno detrás del otro. Entonces, finalmente salíamos nosotros. El atajo a través de las montañas, donde nosotros pastábamos, no siempre era de fácil acceso. Yo imaginaba que tal vez podría encontrar otro camino mejor que aquellos rocosos y tortuosos, a través de los cuales el pastor nos llevaba. Los carneros mayores nunca miraban a la derecha o
a la izquierda, aunque pudieran visualizar atajos no muy lejos. Seguían bien detrás del pastor, hasta llegar al lugar donde iban a pasar el día. Entonces empezaban a comer, y muchos de ellos permanecían cerca del pastor durante el día. Yo creía que ellos eran tontos, porque yo siempre descubría lugares excelentes para mí mismo. Parecía que las hierbas más verdes siempre estaban más lejos. Una vez, vi mucha hierba suculenta allá abajo, en un desfiladero. Estaba seguro de que podía saltar hasta allí con mis piernas ligeras, y volver nuevamente. Pero ¡ay de mí! Cuando estaba en la mitad del camino, noté que mi pierna quedó presa entre dos piedras. Me quedé muy satisfecho cuando el pastor vino con su cayado y, sujetándolo alrededor de mi cuello, me tiró hacia arriba nuevamente. Nosotros tuvimos otro día excitante, cuando un gran león apareció furtivamente a través de la floresta. Nuestro pastor, vigilante, lo vio, puso una piedra puntiaguda en su honda e hizo que ella volara directo a la cabeza del león. Entonces, dando saltos y rugiendo de dolor, el león salió corriendo por la floresta. Aquel día yo también pensé en quedarme cerca del pastor; pero generalmente no me gustaba eso. Me gustaba correr delante de los demás y encontrar la hierba más tierna antes que ellos. Algunas veces, el pastor se afligía conmigo porque yo huía de su vista. Él me llamaba, y yo detestaba tener que volver cuando él me llamaba: “¡Copo de Nieve, vuelve!” Me gustaba buscar mi propio camino e ir adonde deseara, sin tener a alguien que siempre me estuviera llamando. Casi siempre me comía un bocado de más después de oír mi nombre; entonces, volvía de mala gana. Pero un día fui muy malo: no volví. Era invierno. Yo creí que ya había crecido bastante y ya era un carnero grande. El aire transparente y el brillo del Sol daban la impresión de que podía saltar sobre cualquier cosa que apareciera en el camino. Estaba tan lleno de vida que el pastor, notando mi alegría, me advirtió: “Sé cuidadoso, Copo de Nieve. Tienes una mirada muy traviesa. Quédate hoy con el resto del rebaño, el tiempo está poniéndose feo”. “Sin duda –pensé– tengo una mirada traviesa, pues no soy más que un corderito. Ya sé lo que haré: hoy aprovecharé bien el tiempo antes de que llegue el frío. Voy a mostrar a todos esos carneros tontos qué buen día voy a tener hoy”. Me desilusioné cuando vi el campo que el pastor eligió para nuestro alimento aquel día. Era mucho más cerca de casa. No era tan bueno como los otros que nos llevaba otros días. La hierba no era tan verde como la que
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nosotros habíamos comido el día anterior. Entonces, decidí encontrar pasturas mejores para mí. Así, jugué por allí sin comer mucho, hasta que, cuando mi madre y mi pastor estaban mirando hacia otro lado, corrí detrás de una gran piedra que vi no muy lejos. Desde allí se podía ver bien alto las montañas. La hierba allá arriba parecía mucho más verde y más fresca. Fui comiendo los bocados de la hierba tierna por el camino. De repente, oí un ruido extraño en el bosque, a mi lado; pero cuidé solamente de caminar más rápido. Me divertí saltando y corriendo solo. Después, levantando la cabeza para buscar una planta de hierba, noté que el brillo del sol estaba desapareciendo. Oscuras nubes hacían que la tarde pareciera noche cerrada. Venía una tormenta de invierno. Quizá sería mejor volver; quizás era mejor descender la montaña. Pero ¿qué camino habrían tomado el rebaño y el pastor? Yo había dado tantas vueltas, que no me acordaba más del camino por donde había venido. ¡Cuánto había subido! Las laderas de la montaña parecían todas iguales para mí. Vi muchas rocas iguales a aquellas por donde yo había subido. En un instante, vi que ése no era el camino, porque bien adelante de mí había un precipicio tan grande, que sentí mareo mirando hacia abajo. Mi paseo terminó. Ahora pensaba que habría sido mucho mejor estar de regreso con el rebaño. A esas alturas, el pastor debía de haber llevado el rebaño a la casa, antes del temporal, y él debía estar perfectamente a salvo aunque la lluvia cayera antes de llegar al aprisco. Di vueltas y más vueltas, subí, bajé, pero no encontré el camino. Las demás ovejas ya debían de estar bien seguras, cerca del pastor. Y yo allí, tan lejos, completamente aislado en aquellos montes rocosos, bajo amenaza de una gran tormenta. Empecé a gritar, con miedo, esperando que el pastor me oyera, pero él debía de estar lejos de allí. En poco tiempo, todo el rebaño estaría fuera de peligro... pero yo... solo, en aquella montaña peligrosa. El cielo se volvía más oscuro cada vez. El viento empezó a soplar. Decidí entonces descender, y buscar el camino de regreso a casa por mí mismo. Saltaba y resbalaba sobre las rocas. Las plantas, llenas de espinas, desgarraban mi pelo blanco y suave, arrancándolo. Mientras caminaba, aquéllas arañaban mi cara, como si quisieran que me quedara allí toda aquella tarde. Continué caminando más rápido, con mucho miedo, hasta que, de repente, tropecé y caí en medio de espinas. Mi pelo se enroscó en ellas y se prendió fuertemente. Di un puntapié, luché... pero no pude liberarme. Estaba preso y la tormenta empezó a arreciar. El cielo estaba tan oscuro
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como la noche, y una cosa fría y blanca cayó en mi nariz. Entonces, más copos cayeron sobre mí: ahora sabía por qué el pastor me había puesto ese nombre. Aquellos copos de nieve eran tan blancos como mi pelo. ¡Pero eran tan fríos! En poco tiempo, empecé a temblar de frío. Los demás carneros debían de estar en casa a esa hora –pensaba–, salvos y calientes en el corral, con el buen pastor, que habría de mantener la puerta bien cerrada. Debían de estar todos juntos unos con otros, acostados, bien calentitos, mientras yo allí, helado, solo. ¡Oh! seguramente mi madre habría de sentir mi falta. Cuando el pastor llamara a cada uno de los carneros para entrar al corral, él contaría: ...95, 96, 97, 98, 99... pero no 100, como siempre hacía. ¡Él habría de sentir mi falta! La nevada se estaba haciendo más fuerte y el clima más frío ahora, pues el viento soplaba con furia. Yo no podía gritar más. Mi voz estaba ronca, y yo estaba seguro de que muy pronto moriría en aquel frío... a menos que alguien me encontrara; yo, solo, no podía hacer nada. ¿Pero quién iría hasta la cima de la montaña? Aun nuestro fuerte pastor estaría arriesgando la vida si cayera en aquel temporal y en la oscuridad. Él debía de haber entrado en la casa agotado, para descansar cerca del fuego. ¿Por qué habría de caminar en medio de aquel viento fuerte y húmedo, entre las rocas, para buscar a un corderito desobediente? Yo no era tan valioso como para eso. Pero continuaba esperando que él viniera. De vez en cuando daba un balido. ¡De repente, lo oí! ¡Oí aquella voz maravillosa, que conocía muy bien! ¡Él me estaba buscando! Me llamaba: “¡Copo de Nieve!” Quizás estaba soñando... ¡No, yo lo oí nuevamente! Mi corazón latió más fuerte, con gran alegría. Grité tan fuerte como pude. Nuevamente él me llamó; un poco más cerca ahora. Y nuevamente contesté. Entonces, me oyó. Vino tropezando, y casi arrastrado por el viento. Cuán cansado y helado parecía. Me sentí avergonzado al pensar en cuánto debió de haber sufrido mi bondadoso pastor por mi causa. Las plantas espinosas habían herido sus manos. ¡Pero él parecía tan contento por verme otra vez! Inmediatamente me liberó de las espinas, me puso dentro de su capa, sobre sus hombros, como si fuera aún un corderito. Yo aún temblaba, pero en poco tiempo empecé a calentarme. ¡Fue tan difícil el camino de regreso hacia la casa!... El viento rugía y la nieve dio paso a una fuerte lluvia. Pero mi pastor continuaba caminando. Finalmente, llegamos a casa, sanos y salvos. Él me llevó adentro, cerca del fuego, para secarme. Niños, ¿sabían que ustedes son los corderitos de Jesús?
¿Y que él es su pastor? (Figura) Bueno, esto es verdad, pues la Biblia así lo dice. Jesús también nos dio las mascotas, y quiere que nosotros lo amemos así como ustedes quieren que sus animalitos los amen. Vamos a inclinar la cabeza y agradecerle por los lindos animales domésticos, y pedirle que nos ayude a ser bondadosos con ellos.
Salvados por un triz Ocurrió en 1986. Dina y Luca tenían 5 y 7 años de edad, respectivamente. Eran niños inteligentes; les gustaba mucho jugar y observar la naturaleza. El pasatiempo preferido de ellos era hacer “castillos” en la arena y cavar túneles que, para ellos, llegarían “al otro lado del mundo”. Desde temprano en la vida, aprendieron que el niño obediente es feliz. Dina y Luca vivían en una casa grande y antigua, en una avenida muy movida. Delante de su casa, había un área para diversión con dos enormes árboles. Cerca de los árboles había mucho espacio libre, y ése era el lugar preferido por los niños. Allí, después de concluir sus tareas domésticas y escolares, jugaban todas las mañanas. Una mañana de sol, Dina y Luca se despertaron animados, como siempre, haciendo planes de hacer rápidamente sus tareas a fin de jugar durante más tiempo. La mamá les contó un relato y juntos agradecieron a Dios la buena noche que tuvieron. Después de desayunar y cumplir las tareas, tomaron sus juguetes y se dirigieron al lugar en el que jugaban todos los días. Entonces, oyeron que la mamá los llamaba. La pequeña Dina miró a su hermano, puso las manos en la cintura y dijo: –¡Arruinaste todo, Luca! Yo dije que era mejor arreglar la cama. Luca dio vuelta los ojos, frunció la frente y contestó: –¡Pero ya hicimos todo! La madre se aproximó con mucho cuidado y explicó: –Hijos, hoy hay mucho para hacer, pues mañana es el día de ir a la iglesia, ¿se acuerdan? Creo que no podré hacerlo todo sola; además, necesito ayudar a papá, que también está muy atareado. Tendremos visitas que pasarán el fin de semana con nosotros. Quiero que guarden las ropas que están sobre la cama y arreglen el cuarto. Después, podrán ir a jugar. Dina replicó: –¡Siempre jugamos primero y después arreglamos el cuarto! –Necesito que hoy hagan diferente –dijo la mamá–.
Después, no les pediré nada más y podrán ir a jugar. Los niños asintieron y salieron corriendo al cuarto. Cuando entraron, la mamá oyó un ruido fuerte. Corrió asustada, se paró en el medio de la sala como una estatua. ¡No podía creer lo que veía! El portón de hierro que daba acceso al patio de la casa había sido destruido por un taxi. A más o menos 50 m de allí, el taxi había chocado con otro vehículo. Sin control, el auto descendió la rampa de acceso y, evitando entrar en la casa, se desvió hacia el área de los árboles. Se detuvo recién después de chocarse con el cantero, junto al muro. Pasó por encima de los “castillos de arena” y los juguetes con los que los niños habían estado jugando. ¡Qué bueno fue atender al pedido de la mamá! En el auto iban dos hombres, que pronto fueron socorridos. Los niños, al lado de la mamá, estaban asustados por causa del ruido. Después de calmarse un poco, Luca dijo: –Nosotros estábamos allí. –¡El auto iba a pasar por encima de nosotros! –comentó Dina. Algunos curiosos invadieron el patio para observar de cerca la tragedia. Cuando todos se retiraron, la mamá llevó a los niños al lugar a fin de que tuvieran una idea de lo que había ocurrido. Cerca de los árboles, aprendieron una gran lección: el valor de obedecer a los padres. Y agradecieron a Dios. Ruth Lemos
Dios también ama a los diferentes Era el recreo del primer día de clases. –¡Ven aquí, niña! ¡Vamos a jugar a la pelota! –llamó uno de los niños, a la hora del recreo, en el primer día de clases. Pero la niña no contestó. Quedó paralizada, sólo mirando. Pareció que una sonrisa quiso aparecer en su rostro inexpresivo. Pero pronto se desdibujó. –Voy a buscarla –dijo Gabriela–. Debe de tener vergüenza. Y fue. Pero el intento fue inútil: la niña no se dejó llevar. Quitó el brazo hacia atrás y, sin hablar, le dio la espalda y se fue a sentar en el banco. –¡Qué niña más rara! –fue el comentario.
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–¡Sí, ella no habla con nadie y parece que no quiere a nadie. En ese momento, la maestra pasó cerca de allí. Percibiendo los comentarios, entendió de quién estaban hablando. Se aproximó y los llamó: –Niños, vamos a aquel banco. Necesitamos conversar un poco. Todos fueron. La maestra los acomodó y empezó: –Ángela, si yo te preguntara cuántos dedos tienes en las manos, ¿me sabrías contestar? –¡Por supuesto! ¿Quién no lo sabe? –fue la respuesta inmediata. –¿Cuántos dedos tienes en las manos? – insistió ella. –¡Diez dedos! –¡Muy bien! –Vengan aquí, cerca de mí, Armando y Ester. Ellos se acercaron. Entonces, dirigiéndose al grupo, la maestra preguntó: –¿Cuál de los dos es más alto? Todos gritaron: –¡Armando! ¡Armando! –Excelente. Pueden volver al grupo. Clara, por favor, desata y ata de nuevo los cordones de tu zapatilla. Clara obedeció, sin entender muy bien la razón de aquel pedido extraño. –Sergio, desabotona y abotona tu camisa una vez, para que veamos. Fue una risa general. A esa altura, Pedro, muy curioso, no aguantó más la incógnita: –Pero, maestra, ¿por qué nos pide todo eso? –Calma, voy a explicarles. ¿Fue fácil para ustedes cumplir órdenes simples y contestar a esas preguntas? En coro, los niños contestaron: –¡Síííííííííííí! La maestra continuó: –¿Ya pensaron en lo felices y afortunados que son? Miren: ustedes aprendieron a contar, pueden notar diferencias como: alto, bajo, flaco, gordo, arriba, abajo, y cosas así. Ustedes saben cuidarse solos. Pero –continuó la maestra– no todos los niños tienen la felicidad de conseguir aprender las cosas como ustedes. Y Alejandra es uno de esos niños. Cuando ella nació, le faltó oxígeno para respirar y, por eso, una parte de su cerebro fue perjudicada. Hoy Alejandra lucha para aprender cosas simples, como hablar, contar, ver diferencias y hasta jugar. ¡Pero ustedes pueden ayudarla! –¿Cómo? –quiso saber el siempre curioso Pedro. –Aproximándose con calma, diciendo sus nombres, mostrándole que la aceptan de la manera que ella es. Aun
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siendo diferente de nosotros, podemos darle las mismas oportunidades que tenemos; sólo que ella demorará más en aprender las cosas –explicó la maestra. –En la clase del tercer año hay una niña que usa aparatos en el oído izquierdo. ¿Ella también es discapacitada, señorita? –¿Sabes, Samuel? Existen muchos tipos de discapacidades. Están los discapacitados auditivos, los visuales, los físicos y los mentales. Y aun existen las personas que tienen discapacidades múltiples... –¿Qué es eso? –Cuando la persona sufre más de una discapacidad. –¡Ah! –Si sabemos amar a Alejandra, pronto ella se acostumbrará a nosotros y querrá jugar y aprender. Estoy segura de eso – concluyó la maestra cuando sonó el timbre de entrada. Charlotte Fermum Lessa
Martita y el perro de peluche –¡Mamá! –gritó Martita–. ¡Mamá, mira lo que encontré! Martita traía un perro de juguete. Era un perro negro, de peluche. –¿Me puedo quedar con él? –preguntó. –¿Dónde encontraste ese perro? –preguntó la mamá–. ¿Fue en el patio? –No –contestó Martita–. Lo encontré en la vereda. No es de nadie, pues no vi a ningún niño o niña cerca de él. –Martita, ¿te sentirías contenta si perdieras alguno de tus juguetes? –volvió a preguntar la madre. –No –contestó ella. –¿Estarías contenta si alguno encontrara y se llevase un juguete tuyo? –continuó la mamá–. Imagino que algún niño o alguna niña estará buscando su perro de peluche, y debe de estar muy triste. El perro no te pertenece. Creo que no debes quedarte con él. Debes buscar al verdadero dueño. Martita se sentó y pensó, pensó... Finalmente, dio un salto y dijo: –Mamá, quiero salir. Voy a llevar el perro de regreso. –Muy bien –dijo la mamá–. Puedes ir. Martita caminó en dirección a una casa blanca. Vio a una niña que buscaba algo. –¡Hola! –saludó Martita. –¡Hola! –repitió la niña.
–¿Perdiste un perrito negro de peluche? –preguntó Martita. –Oh –contestó la otra–, ¿encontraste a mi perrito? ¿Encontraste mi perrito negro de peluche? Martita le entregó el perro. La niña lo abrazó y lo besó. –Yo llevé el perrito a mi casa –dijo Martita–. Me iba a quedar con él. –Estoy contenta porque no te quedaste con él. ¿Por qué lo trajiste de vuelta? –preguntó la niña. –Jesús se habría puesto triste si yo hubiera conservado el perrito para mí. No me pertenece, y yo estaría robándolo. Jesús no quiere que robe –agregó Martita. –Estoy feliz porque mi perrito no está perdido. Es mi juguete favorito, y me gusta jugar con él todos los días. Estoy muy contenta porque me lo devolviste. –Yo también estoy contenta –dijo Martita–. ¿Cuál es tu nombre? –Mi nombre es Nancy. –Y el mío es Marta. –¿Quieres jugar conmigo? –preguntó Nancy–. Podrías jugar con mi perrito, con mis muñecas y con todos mis juguetes. –Necesito pedirle permiso a mi mamá –dijo Martita–. Voy corriendo hasta mi casa. Martita corrió a la casa y gritó: –¡Mamá, llevé el perrito de regreso! Donde lo encontré, estaba una niña buscándolo y ya se lo devolví. Su nombre es Nancy, y quiere que vaya a jugar con ella. Puedo jugar con el perrito y con todos sus juguetes. Oh, mamá, ¿puedo jugar con ella? –Sí –contestó la madre con una sonrisa–. Puedes ir. –Estoy contenta por haber llevado el perro de regreso –dijo Martita– Eso me hizo feliz y Nancy también se puso feliz, porque el perro no estaba perdido. La madre le sonrió a Martita, la abrazó y dijo: –También estoy feliz porque mi hijita no se queda con cosas que no le pertenecen. Jesús se alegró porque Martita devolvió el perro. Jesús siempre se pone contento cuando niños y niñas devuelven cosas que no les pertenecen.
El niño y su merienda Cierta mañana, un niño vio a muchas personas que iban apresuradas en dirección al lago. Vio algunas de ellas cruzando el lago en barcos. Sus vecinos se dirigían
rápidamente hacia el lago. ¿Qué había cerca de allí? Sí, sin duda; allí estaba Jesús, enseñando. Algunos padres y madres estaban llevando a sus hijos enfermos a Jesús. Otros conducían a sus amigos paraliticos. ¡Oh, cuántos iban! –Mamá –dijo el jovencito–, ¿puedo ir también? Por favor, mamá, yo quiero ver a Jesús. Yo quiero oírlo hablar. Entonces, la madre del niño le preparó una merienda y él salió para ver a Jesús. El jovencito, junto con el pueblo, caminó, caminó, hasta llegar al lugar donde Jesús estaba predicando. Finalmente, el niño vio a Jesús. ¡Qué maravilla! “¡Qué rostro bondadoso y qué voz amable tienel!”, pensó. ¡Quería llegar cerca de Jesús, pero había tanta gente que también deseaba lo mismo! Por fin, llegó lo más cerca que pudo y escuchó los bellos relatos que el Maestro contaba. Le gustaba oírlo hablar acerca del Padre Celestial y también acerca de las flores y de las aves. Después, Jesús dejó de hablar. ¿Qué habría ocurrido? ¡Oh, alguien estaba ayudando a un hombre ciego a aproximarse a Jesús! Allí mismo él lo sanó. Todos se alegraron, especialmente el hombre que había sido ciego: ahora, él podía ver el rostro de Jesús, el cielo, el pasto, las flores y el lago azul. ¡Cómo amaba a Jesús! Jesús continuó predicando. De vez en cuando, se detenía para sanar a alguno. El niño oía cada palabra que Jesús decía y observaba todo lo que él hacía. Estaba tan atento oyendo y observando, que no se acordó de que tenía hambre. Lo mismo ocurrió con el pueblo. Jesús, sin embargo, sabía que el pueblo tenía hambre, de manera que envió a Andrés a pedir la merienda del niño. ¿Creen ustedes que el niño entregó de buena gana la merienda a Jesús? Seguramente que sí, pues estaba contento de tener algo que Jesús deseara. ¡Cómo se alegraba de poder dar su merienda a Jesús! ¡Lástima que era tan poco! Solamente cinco panes y dos peces, pero quizá sería suficiente para satisfacer el hambre de Jesús. Jesús oró, y mandó que todos se sentaran en el pasto; quizá quería que descansaran un poco mientras él comía la merienda. El niño continuó mirando y escuchando. Para su sorpresa, los discípulos de Jesús estaban repartiendo el alimento y dando al pueblo sentado en el pasto. ¡Luego, alguien también le sirvió... y a su vecino también! Todos, los niños, las niñas, las madres, los padres, tenían tanto como podían comer. ¡Hasta había sobrado alimento, y algunos llevaron un poco a sus amigos y familiares! Quizás el niño también le haya llevado un poco a su madre. Cuando el niño vio que todos habían comido de su pe-
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queña merienda, allí, en aquel momento, decidió entregar el corazón a Jesús. Si Jesús podía hacer tanto con su pequeña merienda, ¿qué no podría hacer con su corazón? A ustedes ¿les gustaría entregar su corazón a Jesús? Sí, sé que les gustaría. Ahora, inclinemos la cabeza y pidamos a Jesús que entre en nuestro corazón. Mañana ustedes me contarán todas las cosas buenas que hicieron en favor de otros a fin de demostrar el amor que dedican a ellos.
Pájaros extraños y sus costumbres –¡Oh! ¿Por qué está lloviendo hoy? –lamentó Hilda al despertar, en un día feriado. –¡Qué lástima! –dijo Gil–, papá hoy está en casa y prometió llevarnos a un paseo en el bosque para observar los pájaros. –¡Es bueno que tengamos lluvia de vez en cuando! –exclamó el padre–. Sin ella, no tendríamos bosques para pasear en ellos. –Es verdad –dijo la madre–. Dios envía la lluvia para regar las plantas, los árboles y las flores. Pero podemos conversar acerca de los pájaros, a pesar de la lluvia. –¿Cómo? –preguntaron los niños. –Bueno –continuó la mamá–, primero vamos a comer; luego, todos ayudarán a arreglar la casa y después podremos jugar al “Yo veo”, de una manera diferente. Todos estaban muy ocupados después del desayuno. El papá, Gil y Gilda ayudaron a la mamá. En poco tiempo, las camas estaban tendidas, la loza lavada y la casa limpia y arreglada. –¡Miren! –dijo la mamá mientras ponía algunos libros hermosos sobre la mesa. –¡Oooooh! –exclamaron los niños. –Aún no había visto estos libros –comentó Gilda. –Tampoco yo –concordó Gil. –Papá los compró para nosotros –explicó la mamá–. Él sabía que vendrían días de lluvia y que ustedes no podrían salir para ver los pájaros “en vivo”. Los niños corrieron para abrazar al papá y darle un beso de “muchas gracias”. –Ahora –dijo el papá–, hojearemos estos libros y, si vemos algo acerca de lo que nos gustaría tener alguna explicación más, diremos: “Yo veo.” Encontraremos en estos libros figuras y relatos acerca de pájaros de otras tierras,
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pues Dios creó tantos pájaros, que los encontramos en cualquier parte de la tierra. No importa cuán frío o caluroso sea el país, siempre encontraremos pájaros allí. Durante algunos minutos los niños quedaron ocupados, contemplando las bellas figuras. Entonces, Gil vio en una de ellas un animal muy feo y un pajarito a su lado, y gritó: –¡Yo veo! –Pero, Gil, éste no es un pájaro, es un yacaré. Lo sé, porque vi uno semejante en el Jardín Zoológico –dijo Gilda. –Sí, yo sé que es un yacaré –dijo Gil–. Pero, ¿por qué el pajarito está a su lado? ¿Se va a comer al pájaro? –No –contestó el padre–, él no comerá al pájaro. Y este animal no es un yacaré, es un cocodrilo. –¡Oh! –exclamó Gil–. No me gustaría ser amigo de un cocodrilo. –Pero, papá, ¿por qué lo llamas cocodrilo, en vez de yacaré? –preguntó Gilda. –En verdad, no hay mucha diferencia –explicó el papá–, excepto en la forma de la nariz. La nariz del cocodrilo es más puntiaguda que la del yacaré. El cocodrilo vive en el África, y también este pajarito que ustedes ven a su lado. África queda muy lejos de aquí; para llegar allí, tenemos que cruzar el océano. Dicen que el pajarito salta cerca del cocodrilo cuando éste está acostado en la arena de la playa. Entonces, el gran cocodrilo abre su boca y el pajarito salta adentro de ella. –¡Qué cosa terrible! –exclamó Gil–. ¿Por qué hace eso? ¿No tiene miedo del cocodrilo? –La mayoría de los pájaros tiene miedo –explicó el papá–, pero este pajarito consigue un buen almuerzo en la boca del cocodrilo, pues allí viven pequeños gérmenes, una especie de chupasangres, que se adhieren a la encía del cocodrilo y le absorben la sangre. Así, el pajarito quita esos “chupasangres” de la boca del gran animal y, de esa manera, se hace amigo del cocodrilo. –Yo sé dónde encontrar mejor almuerzo –dijo Gilda–. ¿Cómo se llama ese pajarito, papá? –Se llama tarambola y vive cerca del agua. –¡Yo veo! – exclamó la mamá, que había quedado silenciosa durante todo el tiempo en que los demás estuvieron conversando acerca del amiguito del cocodrilo. –¿Qué? –preguntó el padre, mientras los niños corrían para ver lo que la madre había encontrado. –Pero esto no es un pajarito; es una culebra –dijo Gilda. –Miren bien –dijo la madre. –Sí, veo un nido en la copa del árbol en el que la cule-
bra está subiendo, y un pajarito está cerca del nido – comentó Gil. –Sí –continuó la mamá–. Se cuenta un relato acerca de una culebra grande que decidió tener un buen almuerzo de hijitos de pajaritos. Cuando estaba subiendo al árbol, el papá pajarito empezó a gritar; pero eso no impresionó a la culebra, que continuó subiendo. Entonces, el pajarito voló rápido y volvió con algunas hojas en el pico. Las puso sobre la mamá pajarito, que estaba con los hijitos en el nido. Trajo más hojas hasta que la mamá y los hijitos estuvieron completamente cubiertos. Cuando la culebra se aproximó al nido, vio las hojas, se dio vuelta y descendió rápidamente. –¿Por qué se retiró? –preguntó Gil. –Porque las hojas que el papá pajarito trajo al nido eran venenosas para la culebra. –Pero, ¿cómo sabe eso el pajarito? –preguntó Gilda. –Bueno –contestó la mamá–, nuestro Padre Celestial ayuda a los pajaritos; y también desea ayudarnos. Cuando Satanás nos tienta a hacer cosas malas, podemos orar a Dios y él nos ayudará inmediatamente. Ahora la lluvia ya había pasado y el sol empezaba a brillar. Los niños corrieron para jugar en el patio, mientras la mamá preparaba el almuerzo y el papá limpiaba el auto. Por la tarde, incluso pudieron dar un buen paseo por el bosque y jugar al “¡Yo veo!” Por la noche, Gilda dijo a la mamá: –¡Quiero ser una buena niña y decirle a Jesús cuánto lo amo, pues él nos dio tantas cosas buenas! –Sí –concordó Gil–; yo también amo a Jesús. (Maestra a la clase) Estoy segura de que ustedes también lo aman.
Eduardo oró Eduardo tenía 5 años de edad. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Le gustaba oír los relatos acerca de Jesús, e ir a la iglesia. Cierto día, el padre de Eduardo le preguntó: –Eduardo, ¿te gustaría jugar con Carlos? –Oh, sí –contestó. El padre llevó a Eduardo a la casa de Carlos; le dijo que vendría a buscarlo más tarde y se fue. Luego, llegó la hora del almuerzo. El padre no vino a buscar a Eduardo, y él tenía hambre. La madre de Carlos le preguntó si le gustaría almor-
zar con ellos. –Sí –contestó Eduardo. La madre de Carlos anunció: –Eduardo, Carlos, a lavarse las manos y la cara, para almorzar. Entonces, ella puso la mesa. Puso los platos, los cubiertos y el alimento sobre la mesa. Carlos y la madre se sentaron en sus sillas, pero para Eduardo no había silla. La madre de Carlos le indicó: –Eduardo, puedes sentarte en la silla de papá. Eduardo se sentó y esperó. Carlos lo miró. La madre de Carlos también lo miró. Pero Eduardo esperaba. La madre de Carlos preguntó: –¿No tienes hambre, Eduardo? –Sí, tengo hambre –contestó. –¿Por qué no comes? –preguntó ella. –Nosotros agradecemos a Jesús por el alimento –dijo Eduardo. La madre de Carlos no sabía cómo agradecer; Carlos tampoco lo sabía. Pero Eduardo sí sabía cómo agradecer a Jesús por el alimento. –¿Quieren que yo agradezca? –preguntó Eduardo. –Sí –contestó la madre de Carlos. Eduardo dijo: –Querido Padre, te agradecemos por el alimento que está sobre la mesa; pedimos que lo bendigas para que nos haga fuertes. En el nombre de Jesús. Amén. Eduardo tenía hambre, por eso comió todo su alimento. Después de que Eduardo terminó de almorzar, el papá vino a buscarlo y lo llevó a la casa. Al despedirse de la madre de Carlos, Eduardo le dijo: –Muchas gracias por el almuerzo. –Puedes volver para jugar con Carlos –contestó ella–. ¡Hasta pronto! Cuando el padre de Carlos volvió a casa, Carlos le contó acerca de la oración que Eduardo había elevado en la mesa. Carlos también quería que el padre agradeciera a Jesús por el alimento. Así, su padre empezó a dar gracias antes de cada comida. Carlos deseaba ir a la iglesia con Eduardo, de manera que su padre permitió que fuera. El padre de Eduardo estaba muy contento porque él tenía, como amigo, a un niño que amaba a Jesús.
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El misterio de los perros guardianes –Me gusta oír relatos acerca de los ángeles y de cómo ellos nos cuidan –dijo Martín–. No quiero ir a dormir. –Esos relatos son buenos a la hora de dormir –dijo, sonriendo, su hermana Elena–. No tendrás sueños malos después de oír cómo Dios envía a sus ángeles para cuidarnos. –Ahora, a la cama –anunció con firmeza su madre, cerrando el libro–. Mañana por la noche voy a contarles un relato que hoy oí de tía Lola. Con esa promesa, no fue difícil para los niños apresurarse a dormir. –¿Francisco y Joel también podrán oír el relato? –preguntó Martín, cuando la madre los llamó la noche siguiente. –Sin duda –concordó la señora Cardozo–. Podemos sentarnos aquí, delante del hogar. Contaré el relato exactamente como me lo contaron. Hace más o menos ochenta años, dos familias se mudaron a otra provincia. Sus nuevos hogares estaban distantes de otros vecinos, y las dos familias estaban contentas de estar juntas. Todos trabajaban arduamente aquellos días, y no sobraba mucho tiempo para estar tristes. Cuando llegó el primer invierno, necesitaron comprar más alimento. Pensaron en comprar muchas provisiones para pasar todo el invierno, pero no sabían cuán largo y frío sería. Llevaría varios días de arduo trabajo conducir la carreta hasta la ciudad cercana y regresar con las provisiones. Antes de que los hombres salieran de viaje, recomendaron a las esposas y los niños que permanecieran juntos en una de las cabañas, pues había indios rondando la vecindad. La primera noche estaban muy cansados, por lo que hicieron el culto y fueron a dormir temprano. A la mañana siguiente, una de las madres dijo a la otra: –No sé cómo explicarlo, pero tengo la impresión de que había alguien observándome cuando salí al patio. Observaron por todos los alrededores a través de la campiña cubierta de nieve, pero no pudieron ver nada extraño. Los dos niños mayores habían ido al gallinero, que estaba detrás de la casa, a llevar comida a las gallinas. Regresaron adentro de la cabaña, seguidos por siete grandes perros. –¡Perros! ¿De dónde vinieron? –preguntaron las
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madres. – Solamente nos siguieron. Son mansos y nos dejan acariciarlos. – respondieron los niños. Las dos señoras se miraron. Les vino el mismo pensamiento a la mente. –Quizá... nuestras oraciones –murmuraron–. ¡Quizá nuestras oraciones hayan sido atendidas de esta manera! Después de que los perros fueron alimentados en la cabaña, se acostaron delante del hogar y durmieron toda la tarde. Al anochecer, empezaron a inquietarse, caminando de un lado al otro, olfateando la puerta y la ventana, intentando salir. Las mujeres no sabían qué hacer con los siete enormes perros que caminaban dentro de aquella cabaña; finalmente, les abrieron la puerta. Ellos salieron ladrando con furia en el silencio de la noche. El ladrido de algunos de ellos fue escuchado incluso a gran distancia. La luz de la mañana reveló los rastros de indios en la nieve, alrededor de toda la cabaña. Los perros nunca más fueron vistos. –Y los indios... –interrumpió Helena. –Tampoco los indios. Cuando los hombres regresaron, los familiares les contaron acerca de la extraña aparición de los perros. –No fue tan extraño –concluyó Francisco–. Creo que ellos fueron enviados para proteger a aquellas mujeres y niños. ¿No les parece? –Estoy segura de que fue eso. Tía Lola asegura que ese relato se lo contó su padre hace mucho tiempo. Él era uno de los niños que estaban en la cabaña, aquella noche fría. –Entonces, él debe ser nuestro... – relacionó Martín. –Tu bisabuelo –terminó la madre. –¿No es un buen relato para oír antes de dormir? –les preguntó Martín a Francisco y Joel, que estaban allí, en su casa.
Daniel en la cueva de los leones Cuando Daniel era niño, siempre hacía lo que agradaba a Dios. Cuando creció y se convirtió en un joven, continuó obedeciendo a Dios. El señor lo bendijo e hizo de él un hombre sabio. El Rey quería a Daniel, porque era un hombre sabio. No obstante, había diversos hombres que no que-
rían a Daniel, justamente porque era amigo de Dios y del Rey. Querían que le sucediera algo malo a él, para que el Rey los quisiera más a ellos que a Daniel. Eran personas envidiosas; no amaban a Dios. Querían que el Rey dictara una ley para que, durante treinta días, nadie hiciera algún pedido a otra persona sino al propio Rey. No deberían pedir cosa alguna ni a sus dioses. El Rey no desconfió de ellos y firmó la ley, quedando establecido que, si alguno desobedecía la orden, sería lanzado a una cueva con leones. Daniel tenía la costumbre de orar a Dios tres veces por día. ¿Y ustedes piensan que él dejó de orar? ¡Oh, no! Continuó arrodillándose y hablando con su Padre, en el cielo, como estaba acostumbrado a hacer. Él oraba por la mañana, al medio día y por la noche. Los hombres vieron a Daniel orando a Dios y, entonces, fueron a contarle al Rey, para hacerle daño. El Rey se puso muy triste, pues amaba a Daniel. Deseó cambiar la ley, pero no pudo; de manera que Daniel fue lanzado dentro de la cueva de los leones. El Rey no pudo dormir aquella noche. ¡Oh! Cómo deseaba liberar a Daniel. Los amigos de Daniel desearon ayudarlo también, pero no pudieron. ¿Acaso no había nadie que pudiera ayudarlo? ¡Oh! Sí, Dios, el Padre celestial, podría ayudarlo y lo hizo, mandando un resplandeciente ángel a la cueva de los leones. (Ponga un ángel en la cueva de los leones.) El majestuoso ángel cerró la boca de este león, de aquel y de aquel otro león. (Señale la boca de los leones a medida que habla.) Aunque los leones estaban hambrientos, no pudieron devorar a Daniel, pues Dios envió un ángel para guardarlo. Durante toda la noche, el Rey pensó en Daniel. No pudo dormir ni comer. Por la mañana, muy temprano, el Rey fue a la cueva de los leones. Se apresuró, ansioso por saber si Daniel aún estaba vivo. Llamó en voz alta: “Daniel, tu Dios, a quien tú sirves continuamente, ¿fue capaz de liberarte de la boca de los leones?” El Rey se puso muy contento al oír a Daniel, que contestó: “Mi Dios envió a su ángel, y cerró la boca de los leones, para que no me hicieran daño”. Entonces, Daniel fue sacado de la cueva. ¿No es éste un buen relato? El mismo Dios a quien Daniel oraba es nuestro Padre celestial, y desea enviar sus ángeles para que también cuiden de nosotros.
Nancy y los leones –¡Rápido, Nancy! Ven a vestirte para que vayamos a la reunión de oración –llamó la mamá.
La niña gordita fue ligero, porque le gustaba ir a la casa de los vecinos, donde realizaban reuniones de oración. Lavó su rostro y sus manos; luego se quedó bien quietita, mientras la mamá le peinaba los largos rulos negros. –Ahora, ve a buscar el farol, mientras yo voy a buscar la Biblia y el himnario –dijo la mamá, dando a Nancy un delicado empujoncito. –¿No es mejor hacer antes una oración, mamá? –sugirió Nancy, cuando volvió con el farol. Después de orar, estaban listas para cruzar el bosque. Aunque era una linda noche de luna, las sombras de los altos árboles hacían el camino muy oscuro en algunos lugares. Pasaron un tiempo muy agradable en la reunión de oración. Allí había varios niños de la edad de Nancy. Aquella noche, cada una de las personas presentes contó un relato respecto de ángeles que liberaban a las personas que creían en Dios. Aun los niños tomaron parte, narrando sus relatos preferidos: de Daniel, de Pedro y de Pablo. Durante el camino a casa, Nancy y la mamá iban cantando. Ambas se asustaron mucho cuando escucharon un ruido en un arbusto, al lado del camino. De vez en cuando se notaba el movimiento de alguna planta y se oían pasos de algún animal siguiéndolas a lo largo del camino. El corazón de Nancy latió fuertemente, pues ella sabía que debía de ser algún animal salvaje. Su lengua casi se rehusaba a pronunciar las palabras del himno. Continuaron caminando, tratando de no apresurarse demasiado, para que el animal no las atacara. No gritaron ni lloraron, solamente continuaron cantando. Al llegar al lugar donde la luna aparecía a través de los árboles, miraron hacia atrás y vieron dos ojos brillantes que las miraban, y percibieron que el animal era más grande que un gran perro. Nancy y la mamá notaron que el animal las seguía, pues de tanto en tanto aquellos ojos desaparecían y luego volvían a aparecer. –¡No hagas nada que lo asuste! –advirtió la madre en un susurro. La mamá cantaba fervorosamente, en espíritu de oración, para conservar su coraje, así como el de Nancy. –Nosotras dos vamos a encender el farol al mismo tiempo; pero espera hasta que te diga: “¡Ahora!” –susurró la madre–. Encenderás el tuyo y yo el mío. ¡Ahora! Allí, al lado de Nancy, estaban los brillantes ojos de dos leones montañeses, u onzas pardas. –¡Oh, mamá! –suspiró Nancy. –No grites –susurró la madre–. Jesús envió a sus ángeles para cerrarles la boca. Mira, solamente están acom-
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pañándonos. ¡Vamos, continuemos cantando mientras caminamos calmadamente a casa! ¡Qué contentas se sintieron cuando, finalmente, salieron del bosque hacia el campo abierto, cerca de la casa! Los leones las acompañaron hasta llegar al claro. Ahora, a la luz de la luna, la madre y Nancy pudieron ver su casa. Nunca ésta les pareció tan preciosa como ahora. Una vez dentro de casa y con la puerta cuidadosamente trancada, se arrodillaron para agradecer a Dios por haber enviado a sus ángeles para protegerlas. Cuando la madre cobijó a Nancy en la cama y le dio el beso de las buenas noches, Nancy dijo: –Ahora sabemos cómo se sintió Daniel cuando le dijo al Rey: “Mi Dios envió a su ángel, y cerró la boca de los leones, para que no me hicieran daño.” –Sí –contestó la madre–, siempre me gustó ese versículo de la Biblia, y ahora lo aprecio aún más.
Por qué Federico no se ahogó A Federico, como a los demás niños, le gustaba nadar. Así, ustedes pueden imaginar su alegría, cuando su hermana Alberta y él fueron invitados por sus amigos a ir a la playa. ¡Sería un verdadero pic-nic, con merienda y todo! Federico se puso su traje de baño, tomó el toallón y ya estaba listo antes de que su hermana hubiera empaquetado la merienda. Ellos fueron en compañía del señor Sosa y su esposa, sus vecinos. El Sol del verano brillaba sobre el gran mar azul. Ellos dejaron el auto cerca del mar y corrieron en dirección a la playa. –¡Oh, qué belleza! –exclamó Alberta señalando hacia el mar. –¡No puedo esperar más para entrar en el agua! –gritó Federico, que estaba más ansioso por nadar que por observar la belleza del lugar. Él ya podía sentir la frescura del agua salada en el rostro, y aspirar la brisa del mar. Sacó sus ropas. Como había ido con la ropa de baño por debajo, en menos de un minuto estuvo listo. –Ahora, sé cuidadoso, Federico, y no vayas muy lejos –le aconsejó la hermana. –Está bien, Alberta –dijo mientras corría dentro del agua. Al principio, el agua estaba fría, pero a Federico no le importó. Se apresuró a llegar hasta donde rompían las grandes olas, y se divertía nadando. ¡Después, el agua
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le pareció más caliente, y era una alegría saltar las olas! Nadie estaba cerca, y él se fue distanciando más y más. Era sensacional dejar que la marea lo llevara y entonces, cuando venía la ola, saltar del otro lado de ella.. Era bueno sentir los pies pisar la arena cuando la ola pasaba. Pero, de repente, al pasar la ola, sus pies no encontraron la arena: solamente agua; entonces, su cabeza fue cubierta por el agua. Él se debatió y trató de controlarse. El agua que tanto le gustaba ahora parecía querer empujarlo hacia abajo. Desde muy pequeño, Federico había aprendido a orar; y oró, mientras intentaba respirar. De cualquier manera, le pareció que su hermana Alberta venía a sacarlo de allí. Él estaba mareado y no podía ver bien. De repente, sintió dos manos fuertes que lo mantenían afuera del agua; gracias a eso, pudo respirar nuevamente. Después de algún tiempo, vio a dos hombres que nadaban rápidamente en su dirección. Lo sacaron a la playa, donde Alberta y la señora Sosa esperaban con angustia. –¿No sentiste miedo? –preguntó Alberta, después de que Federico descansó un poco. –¿Miedo? No, porque viniste a ayudarme para que no me ahogara –dijo Federico. Alberta lo miró sorprendida, y Federico percibió que su ropa estaba seca. –¿Cómo? Yo no te ayudé –le dijo–. El señor Sosa estaba yendo al agua; él tampoco lo hizo. –Así es –dijo la señora Sosa– Alberta estuvo conmigo todo el tiempo. Cuando vimos que estabas en dificultades, gritamos por socorro hasta que vinieron los salvavidas. –¡Pero yo sé que estabas allí, Alberta! –dijo Federico–. Oré cuando no pude más tocar la arena con los pies y empecé a marearme. Entonces viniste a levantarme, de manera que pude respirar hasta que llegaron los hombres. Alberta miró a la señora Sosa, y había lágrimas en sus ojos. –Perfectamente, Federico –dijo ella–. Alguien te ayudó, pero no fui yo. Dios debe haber contestado tu oración, enviando tu ángel guardián para liberarte de ahogarte. Entonces, Federico se acordó de la promesa de que Jesús enviaría a sus ángeles para sostenernos en sus manos. –Verdaderamente, las vigorosas manos que te mantuvieron fuera del agua eran las de tu ángel guardián.
Una oración atendida Al volver de la escuela, Fernando encontró a la mamá acostada en el sillón. Ella le dijo: –Fernando, creo que tendrás que preparar la cena para Bruno y Dorotea. Si yo te digo cómo hacerla, ¿serías capaz de prepararla? Debo de estar con gripe, pues al quedarme de pie siento mareos, tengo fiebre y me duele todo el cuerpo. –Siento mucho que estés enferma, mamá. Haré todo para ayudarte. Con esa promesa, Fernando fue a guardar su mochila y la bolsa de la merienda. Se sentía triste y solitario porque su mamá estaba enferma. Habría llorado un poco si no se hubiera acordado de que su papá estaba en el trabajo y volvería tarde en la noche, y por lo tanto, tenía que tomar el lugar de él. Estaba seguro de que el papá no lloraría. –Puedes jugar con Bruno y Dorotea por ahora. Ellos están en el patio. Sólo necesitarás empezar la cena en media hora más o menos, agregó la mamá. Fernando se cambió de ropa rápidamente y fue junto a los demás niños; pero no encontraba alegría en jugar, pues se acordaba de cuán mal se sentía su mamá. Él paseó a los hermanitos en el carrito un rato. Después, los dejó jugando solos, diciendo que los llamaría luego para la cena. Después de que se lavó, la madre le dijo que pusiera la mesa, poniendo pan, leche, queso y galletas. Entonces, abrió una lata de sopa en conserva y, mientras ésta se calentaba, él llamó a sus hermanos para que se alistaran para la cena. Fernando estaba contento de haber podido poner la mesa sin necesitar preguntar a la mamá cómo hacerlo. Al terminar, le pareció que estaba muy bien, como si ella misma la hubiera arreglado. Después de la cena, Bruno y Dorotea ayudaron a Fernando a ordenar la cocina. Luego, llegó la hora de que los niños se arreglaran para dormir. Fernando también estaba cansado. Él se alegró de poder leerles el relato a la hora de dormir, de manera que éste no faltase por el hecho de que la mamá se encontrara enferma. Era raro ir a la cama sin que la mamá los acompañara para oírles las oraciones y arroparlos bien. Todos ellos le dieron las buenas noches a ella, y Fernando los condujo a la habitación. Cuando se arrodillaron para orar, Fernando tuvo una idea. –Pidamos a Jesús que cure a mamá –sugirió él–. Estoy seguro de que lo hará.
Les pareció una idea maravillosa, y cada uno pidió a Jesús que, por favor, hiciera que mamá mejorara. Entonces fueron a la cama, y pronto estaban durmiendo profundamente. Más tarde, escucharon a alguien que entraba en el cuarto. Qué felices se sintieron cuando la mamá llegó y dijo: –¿Saben, hijitos? De repente, la cabeza dejó de dolerme. No tengo más ningún mareo ni fiebre, y me siento mucho mejor. Los cubrió, y dio un beso de buenas noches a cada uno. –Yo sé por qué estás mejor –dijo Fernando–. Nosotros le pedimos a Jesús que te curara, y él contestó nuestras oraciones. Después se durmieron, contentos de saber que Dios siempre está vigilante y listo para hacer lo que es mejor para sus hijos.
Pedro es liberado de la prisión Era una vez una niña que le gustaba orar. Encontramos su nombre en la Biblia: ella se llamaba Rode. Su nombre significa “rosa”. Rode amaba a Jesús. También amaba a todos los que amaban a Jesús. Pero, algunos de los amigos de Jesús estaban pasando por un tiempo difícil. El apóstol Pedro era uno de ellos. Él amaba a Jesús y quería que todos lo amaran también. Cierto día, mientras Pedro estaba hablando al pueblo acerca de Jesús, el Hijo de Dios, algunos soldados le dijeron: “No hables más al pueblo acerca de Jesús, pues los sacerdotes así lo ordenaron”. Pedro amaba tanto a Jesús, que no podía dejar de hablar acerca de él cada día. Entonces, los malos sacerdotes enviaron sus soldados para encarcelarlo. Lo llevaron por la calle hasta llegar a un muro alto de piedras enormes; era la prisión. Cuando llegaron al enorme portón de hierro, Pedro vio a dos soldados montando guardia. Del lado de adentro había otros dos soldados más. Cruzaron tres portones de hierro. Los soldados querían estar seguros de que Pedro no huiría. Allí había cuatro soldados guardando cada portón. Fue puesto en un lugar cercado de muros de piedra. Los soldados tomaron cadenas y sujetaron cada una a la muñeca de un soldado y a la de Pedro, para que ellos controlaran sus movimientos. Seguramente, él no podría escapar de esta manera. Pedro se preguntaba: “¿Podré ver algún día a mis amigos? ¿Saldré de esta prisión?” ¿Habría alguien que
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pudiera ayudar a Pedro? Oh, sí, Pedro poseía muchos amigos. Jesús era uno de ellos, y la pequeña Rode era otra. Es verdad que Rode y sus amigos no podían ir a la gran prisión para sacar a Pedro de allí. No podían pedir este favor a los sacerdotes, pues fueron ellos quienes lo pusieron allí. Sabían que los soldados no los oirían. Pero, podrían orar por Pedro. Sabían que Dios los oiría; y así oraron. Cada mañana, muchas veces durante el día y por la noche, oraban en favor de su bondadoso amigo Pedro. Una noche, justamente antes del día en que el rey planeaba matar a Pedro, sus amigos realizaron una reunión de oración para pedir especialmente en su favor. Entonces oraron muchas, muchas veces por Pedro aquella noche. Rode también estaba allí; ella sabía que Dios cuidaría a Pedro. Y Dios lo cuidó, pues envió a un ángel resplandeciente desde el cielo directamente a la prisión. Las puertas estaban bien cerradas con cerraduras fuertísimas, y los soldados las estaban vigilando. Pero, el ángel hizo dormir a todos los soldados y abrió todas las puertas hasta llegar a la pequeña celda de piedra, donde estaba Pedro. ¿Qué piensan ustedes que Pedro estaba haciendo? ¿Llorando? ¿Temblando de miedo? ¿Quejándose por sufrir injustamente? No, Pedro dormía tranquilamente, con la certeza de que Dios estaba cuidando de él, pues nada malo había hecho. Cuando el ángel entró en la celda, Pedro pensó que estaba soñando. El lugar quedó iluminado. El ángel tocó a Pedro y le dijo: “Levántate rápido”. Al levantarse, las cadenas cayeron de sus muñecas, pero ningún soldado se despertó. El ángel continuó: “Vístete y calza las sandalias.” Pedro obedeció. ¿Era realidad o estaría soñando? “Ponte tu capa, y sígueme” –le dijo el ángel. Al llegar a la primera puerta los soldados aún estaban durmiendo, y la gran puerta se abrió silenciosamente. Pedro siguió al ángel. Después, la puerta se cerró nuevamente. Llegaron a la segunda puerta de hierro. La puerta se abrió. Los guardias dormían y ellos pasaron. La segunda puerta se cerró sin hacer ruido. El gran portón que daba a la calle estaba cerrado. Ese portón también se abrió para Pedro y el ángel. Cuando ya habían pasado, el gran portón se cerró sin ningún sonido de bisagras o cerrojos. Los soldados que vigilaban el portón del lado de afuera dormían profundamente. No percibieron que un ángel del cielo había visitado la prisión aquella noche. El ángel y Pedro se encontraban ahora en la calle. Los dos caminaron por una calle y, de repente, la luz brillante
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y el ángel desaparecieron. Entonces, Pedro comprendió que no estaba soñando sino que un ángel realmente lo había liberado de la prisión. Debería ir y contarles esta maravilla a sus amigos. Rápidamente, Pedro se dirigió a la casa donde sus amigos estaban orando y tocó la puerta. ¿Quién creen ustedes que fue a abrir la puerta? Sí, fue Rode. Al oír la voz de Pedro, quedó tan contenta que se olvidó de abrir la puerta. Corrió hacia adentro y dijo: “Pedro está en la puerta”. Las personas pensaron que Rode se había equivocado; pero Pedro continuó tocando. Entonces, abrieron la puerta y vieron que realmente era él. Quedaron tan contentos, que empezaron a hablar todos al mismo tiempo. Pedro levantó las manos pidiendo silencio y dijo: “Dios envió a su ángel para sacarme de la prisión”. ¡Qué felices se sintieron aquella noche! Agradecieron a Dios por haber contestado sus oraciones. Los niños y las niñas pueden orar a Dios cada día, y él contestará sus oraciones. Recordemos siempre agradecerle por oír y contestar nuestras oraciones.
La mochila de René René cerró la puerta de la calle y se dirigió a la cocina. –Mamá –llamó con tristeza–. ¡Mamá! –dijo René simplemente– ¡Dejé mi mochila en el colectivo! –Bueno, eso es un problema, ¿verdad? –dijo la mamá. Ella comprendió que René dejó la mochila en el colectivo que lo había traído de la escuela. No habría sido problema si René hubiera viajado en un colectivo escolar; pero viajó en el colectivo común, usado por muchas personas. Se había pasado una cuadra de su parada y, en su preocupación por bajar, se olvidó la mochila; cuando ya estaba camino de casa, se acordó. Pero el gran colectivo azul y gris, con todos sus libros escolares, se había ido. René se arrodilló debajo de un árbol, cerró los ojos y habló con Jesús. “Querido Jesús, por favor, ayúdame a recuperar mi mochila” –rogó. Y siguió a casa para contarle a la mamá. La madre sabía que el colectivo terminaría su recorrido y después volvería por el mismo camino a la ciudad. –René –dijo ella–, vuelve al punto de parada del colectivo y, cuando llegue, pregúntale al chofer por tu mochila.
René fue inmediatamente a la parada del colectivo y llegó a tiempo de ver el colectivo, pero no alcanzó a hacerlo detener. –Ya volvió –dijo René a su madre mientras iba por el pasillo hacia su cuarto. Allí, toda la tristeza de su corazoncito de 8 años por la pérdida de su mochila rompió en sollozos. –Ven ahora y come, René, y después vamos a llamar por teléfono a la compañía del colectivo –animó la madre. El corazón de René estaba lleno de pena; por eso, no había lugar para la comida en su estómago. La mamá decidió ir inmediatamente a llamar por teléfono a la compañía y preguntar dónde debía buscar una mochila escolar perdida. Pronto verificó que la compañía de colectivos Bella Vista no poseía teléfono. –Come rápido, René, y cuando el colectivo vuelva la próxima vez, estaremos en la parada y hablaremos con el chofer. Mientras esperaban en la parada de colectivo, una de las unidades de la Bella Vista apareció en la esquina. –Mi hijo dejó su mochila escolar en el Bella Vista Nº 6, al venir a casa, hace poco, –dijo la madre al chofer. –El próximo colectivo que viene ahora es el Nº 6 – respondió él–. Es mejor que usted hable con el chofer del colectivo cuando él llegue. La madre y René esperaron hasta que llegó el colectivo. –Mi hijo dejó su mochila en su colectivo, la última vez que usted vino de la ciudad –explcó la madre. –¡Oh, sí! Debe ser esta –dijo el chofer, y tomó la mochila, entregándosela a René–. Pensé que podría ser tuya –dijo el chofer a René–, y la guardé para entregártela. –¡Muchas gracias! –dijo la madre. Jesús también sabía que la mochila pertenecía a René, y oyó la fervorosa oración del niño debajo del árbol. “Gracias por haberme oído y por tener de vuelta mi mochila” –oró nuevamente René.
La oración de Santiago Éste es el relato de un niñito de cabellos rojos que nunca permanecían peinados, de ojos azules y muy pecoso. Su nombre era Santiago, y tenía 4 años de edad. Cierta vez, su padre y su madre fueron a hacer un largo viaje, y nunca más volvieron; ocurrió un accidente. Entonces, una señora llevó a Santiago a una gran casa en
la que había muchos otros niños y niñas que no tenían ni papá ni mamá. La primera noche que él pasó allí, la encargada le mostró dónde debía dormir, y Santiago empezó a llorar. En vez de su camita pintada con perritos, allí había filas y filas de camas blancas. Así, tomó la mano de ella y llorisqueó: –Yo quiero mi camita; yo quiero a mi mamá. La encargada llevó a Santiago a su cama; y, cuando él estaba listo para dormir, ella se sentó y le dijo que ése era su nuevo hogar. Santiago, solamente de cuatro años, no comprendía lo que ella quería decir; solamente quería a su madre. Así, lloró aún más. Lloró hasta que el día amaneció. Al día siguiente, ella le dio a Santiago unos pantalones semejantes a los de los demás niños; pero, como era pequeño, le quedaban muy grandes. Cada vez que intentaba correr, se tropezaba con las piernas del pantalón y se caía. Por eso, la encargada cortó las piernas de sus pantalones y él ya pudo correr sin caerse. Las semanas pasaban lentamente. Los demás niños y niñas iban a la escuela, pero Santiago era muy pequeño aún. Se sentaba debajo de un gran árbol y hacía de cuenta que conversaba con su perrito. Le contaba al perrito que quería ir a la escuela, y que cada noche oraba a Jesús para que le enviara una mamá y un papá de verdad que lo sacaran de allí. De esta manera, Santiago esperaba el regreso de los demás niños de la escuela. Faltaba solamente una semana para la Navidad. Había árboles adornados por toda la gran casa; uno en el comedor, otro en el salón de juguetes, en el patio, etc. Todos estaban felices y alegres. Todos, menos el pequeño Santiago, pues deseaba tanto una nueva mamá y un nuevo papá. Dos días antes de la Navidad, un auto negro paró delante del edificio. Una señora bajó y entró en él. Buscó a la encargada y empezó a conversar con ella. Todos los niños sabían que estaba buscando un niño o una niña para que sea su propio hijo o hija, de manera que todos se lavaron el rostro y las manos, y se alistaron para encontrar a la señora. Todos lo sabían, menos Santiago, que estaba debajo del gran árbol conversando con su perrito imaginario. Después de que todos se encontraron con aquella señora, la encargada se acordó de Santiago y fue a buscarlo. ¿Y en qué estado lo encontró? Su cabello estaba despeinado, su rostro y sus manos estaban sucios. Sin embargo, no tenía tiempo para bañarlo, y lo llevó tal como estaba. Cuando la señora vio a Santiago, lo abrazó y besó su rostro sucio. Santiago notó que los cabellos de ella eran del
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mismo color que los de él. La señora le preguntó: –Santiago, ¿te gustaría venir conmigo y ser mi hijito? Tendrás un cuarto sólo para ti, un perrito de verdad y un autito. Así, aquella noche, cuando Santiago fue a acostarse, no fue en una habitación llena de filas de camas serias. Solamente había una camita; y una camita pintada de azul ¡con dibujos de perritos! En una alfombra, cerca de la cama, tenía un perrito de verdad, acurrucado como una pelota tibia y suave. Cuando él se fue a dormir, una mamá y un papá de verdad vinieron para darle un beso y le dieron las buenas noches.
El regalo de María Luisa María Luisa era una niña de ojos azules, de 3 años de edad. Su cabello rubio brillaba al sol, cuando corría de un lado al otro en el pasto verde. Estaba ansiosa porque la mamá le había prometido un regalo por haber sido una niña obediente. La mamá le contó que Jesús quiere que los niños sean obedientes a papá y a mamá. Raúl, el hermano de María Luisa, fue a comprar el regalo. María Luisa trató de adivinar qué sería el regalo. ¿Sería un vestido nuevo? ¿O la tan deseada muñeca que ella había visto en una vidriera? ¡Cómo le costaba pasar el día! Ningún otro día había sido tan largo como aquél. María Luisa permaneció observando la calle. Seguramente, Raúl llegaría en cualquier momento. De repente, sus ojos brillaron al ver al hermano, y corrió a su encuentro. Pero Raúl no traía un paquete; traía una pequeña canasta tapada. –María Luisa, compré tu regalo –dijo Raúl. –¿Qué es? ¿Qué es? ¿Puedo mirar ahí adentro? –preguntó ella. –Bueno, debes esperar hasta que entremos en la casa para abrirla. Puedes llevarla, pues es liviana –replicó él. –¿Compraste huevos de gallina para chocar? –preguntó la niña. –No, no son huevos –dijo Raúl entregándole la canasta, y agregó:– Es para ti. –¿Podré adivinar lo que es? Vamos rápido adentro –exclamó María Luisa. –Sí –dijo Raúl, sonriendo. Tomó a María Luisa en los brazos y fue al encuentro de la mamá. La pequeña dio un grito de alegría y preguntó:
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–Ahora ¿puedo abrir la tapa? –Sí, ahora la canasta es tuya. –¡Oh, qué contenta estoy! –exclamó ella. Entonces abrió la tapa y, para su sorpresa, ¡allí había un perrito! Era una palomita de pelo marrón, con algunas manchas blancas. –¡Oh! –se admiró– ¡siempre quise un perrito como éste! La mamá se puso muy feliz porque a María Luisa le había gustado su regalo. María Luisa lanzó los brazos alrededor del cuello de la mamá, la besó. –¡Muchas gracias, mamá! –Me gusta hacerte feliz, María Luisa, pues has sido una niña muy obediente –contestó la mamá. Entonces, María Luisa sacó cuidadosamente al perrito somnoliento de la canasta. Él bostezó un pequeño “¡hola!” a su nueva dueña. María Luisa y su hermano le arreglaron una cama caliente y suave, y también le dieron un poco de leche. María Luisa cuidaba bien del perrito, y nunca dejaba que le faltara agua o comida. ¿Qué nombre le habrá puesto María Luisa al perrito?
Noé y el Diluvio Muchos años después de que Dios hizo este hermoso mundo, se entristeció mucho por causa de la manera en que las personas se estaban comportando. Estaban practicando muchas cosas malas. No lo amaban, no lo obedecían. ¡Oh! ¡cómo amaba Dios a las personas que había creado! Pero él necesitaba hacer algo para terminar con tanta maldad. Así que, Dios dijo: “Voy a destruir este mundo, pero todas las personas que quieran podrán salvarse.” Noé era un hombre bueno, y Dios le mandó que construyera un arca, o un gran barco, pues enviaría una lluvia tan grande, que morirían todos los que no entraran en el barco Inmediatamente, Noé empezó a construir el gran barco. Las personas veían a Noé cortar grandes árboles, y quisieron saber qué estaba haciendo. Noé dijo que estaba construyendo un gran barco, porque caería agua del cielo y ahogaría a todos los que no estuvieran en el barco, o arca. Insistió en que fueran bondadosos y amaran a Dios. Pero ellos no le creyeron, se burlaron de él y dijeron que era imposible que cayera agua del cielo, pues nunca había llovido.
–¡Oh, sí! –decía Noé–, caerá agua del cielo porque Dios así lo dijo. Vengan, obedezcan a Dios y ustedes serán salvos. Pero, ellos no quisieron saber nada. No escucharon a Noé. Noé fue muy cuidadoso en construir el barco justamente tal y como Dios había mandado. Era muy grande. Tenía más o menos doscientos metros de largo, treinta de ancho y veinte de altura. Era tan grande como nuestro patio de recreo, y tan alto como el árbol que está delante de la iglesia. (Use las ilustraciones que tenga o referencias conocidas, para que la clase pueda entender.) Hizo el barco muy grande, a fin de que quepan todos los que quisieran salvarse. Era grande, porque sería la morada de muchos pájaros y animales. Era fuerte, como para soportar las tumultuosas tormentas. Así, Noé construyó el barco durante ciento veinte años. Día tras día, el pueblo venía y se burlaba de Noé por estar construyendo un barco en tierra seca. –Nunca vendrá agua del cielo – desdeñaban ellos. –Oh, sí –contestaba Noé–. Porque Dios lo dijo así. Entonces, nuevamente, les aconsejaba que fueran bondadosos y obedientes a Dios. Pero ellos no querían obedecer a Dios, como Noé lo hacía. Finalmente, después de mucho tiempo y mucho trabajo, el gran barco estaba listo. Noé y sus hijos deben de haber examinado una vez más el barco, para estar seguros de que no entraría agua en él. Llevaron mucho alimento hacia el barco, para que tuvieran con qué alimentarse durante varios días. El pueblo aún estaba burlándose cuando algo extraño empezó a ocurrir. (Traiga animales y pájaros hacia el arca.) Silenciosamente, los animales, en parejas, empezaron a venir al arca: caballos, vacas, camellos, jirafas, grandes elefantes, gatitos y perritos, monos y conejitos, ardillas y muchos otros vinieron apresuradamente para entrar en el arca. Los animales obedecieron a Dios. El pueblo oyó un ruido extraño sobre sus cabezas. Al mirar hacia arriba, vieron pájaros que volaban en dirección del arca. Había gavilanes, canarios, periquitos, palomas y hasta picaflores. Eran tantos, que no podemos mencionar a todos aquí. Los pájaros también obedecieron a Dios. La gente empezó a pensar: “¿ No tendrá razón Noé? ¿Realmente caerá agua del cielo? ¡Pero no, esto no puede ocurrir, pues nunca llovió!” Pero, nuevamente replicó Noé: –Oh, sí, va a llover. Fue Dios quien lo advirtió. Vengan, obedezcan a Dios. Vengan al arca conmigo y con mi familia, para que se puedan salvar.
Pero el pueblo no quiso obedecer a Dios, como lo hizo Noé. Después de que todos los animales y los pájaros entraron en el Arca, Noé, su esposa, sus tres hijos y sus esposas también entraron en el arca. Un ángel cerró lentamente la puerta grande y pesada. Noé no la podía abrir. Dios estaba contento porque Noé había obedecido; pero estaba triste porque el pueblo no quiso obedecer. Después de siete días, nubes oscuras aparecieron en el cielo. La gente nunca había visto lluvia antes. Luego, empezaron a caer grandes gotas de lluvia. Pin, pan, pin, pan... caían más rápido y más fuerte. La lluvia no cesaba... Llovió durante cuarenta días y cuarenta noches sin parar. El agua subía más y más. El pueblo corrió al arca y pidió a Noé: –¡Abre la puerta, Noé; déjanos entrar! Pero ya era demasiado tarde. No fue Noé el que cerró la puerta; por eso él no podía abrirla. Durante muchos años él insistió en que obedecieran a Dios, pero no quisieron. Ahora, no podía ayudarlos. El agua subió y subió, hasta que todos los montes y las montañas estuvieron cubiertos. Las casas y las personas desaparecieron, pero el gran barco en el que estaban Noé, su familia y los animales flotaba en las violentas aguas. Después de varios días, las aguas se secaron lo suficiente como para que Noé pudiera salir del arca. Nuevamente, Dios envió a un ángel para abrir la puerta del arca. ¡Cuán felices se sentían todos por estar otra vez en tierra seca! La primera cosa que hizo Noé fue construir un altar y agradecer a Dios por haber cuidado de él y de su familia. Cuando aquellas ocho personas estuvieron alrededor del altar agradeciendo a Dios, un hermoso arco iris apareció en el cielo: era una señal de que Dios nunca más enviaría otro diluvio para cubrir la tierra. Era una señal del amor de Dios por nosotros. Noé estaba contento de haber obedecido a Dios. Si obedecemos a Dios, seguramente seremos felices.
¡Ya voy! Francisco era un buen niño, pero tenía el mal hábito de no obedecer inmediatamente a sus padres. Bastaba que su mamá le pidiera a Francisco que la ayudara en casa, para que contestara: –¡Ya voy!
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La mamá veía los cuadernos de la escuela del hijo sobre la cama y preguntaba: –Francisco, ¿ya hiciste la tarea para la casa? –Todavía no, pero enseguida la haré. Por la tarde, al niño le gustaba leer un libro lleno de aventuras o ver televisión. –Francisco –llamaba la mamá desde la pieza donde planchaba la ropa de la familia–, es hora de apagar la televisión, hijo. –Sólo un instante más, mamá. Por la noche, la mamá llamaba: –Francisco, la cena está lista. El niño contestaba: –¡Voy en un minuto! Y ese minuto se extendía y se convertía en varios. Un día, su padre le aconsejó: –Francisco, tienes que aprender a obedecer inmediatamente cuando alguien te pide algo. Por la noche, demoras tanto para arreglarte, que terminamos llegando tarde a la reunión de la iglesia. Debemos llegar a tiempo siempre, pero principalmente a las reuniones de la iglesia. –Bueno, papá, intentaré ser más puntual –prometió el niño. Pero no cumplió su promesa durante mucho tiempo, y pronto el antiguo mal hábito volvió. Hasta que un día, Francisco aprendió una buena lección. Era día de fiesta en la ciudad; el aeropuerto sería inaugurado y el primer avión de pasajeros haría escala en el lugar. Casi todas las personas de la ciudad estarían presentes. Francisco y sus padres también irían. –Francisco, ya es hora; arréglate. Ven a bañarte –indicó la madre. –En un minuto –dijo el niño, que estaba jugando a la pelota en el patio. Después de algunos minutos, el padre llamó: –¡Francisco, ya estamos listos! Ven a bañarte y cambiarte de ropa. No queremos llegar atrasados. –En un minuto –dijo el niño por segunda vez, y continuó jugando. Algunos minutos más tarde, Francisco miró el auto, y vio que la mamá y el papá estaban listos para salir. Él dejó de jugar y oyó lo que la madre tenía para decirle: –¡Francisco, deja inmediatamente el juego! Si no te apuras, te quedarás en casa. –¡Está bien! ¡Está bien! Francisco juntó los juguetes, los guardó en una caja, tomó un baño rápido y se cambió de ropa. Cuando estaba listo, entró en el auto.
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–Vamos a llegar media hora retrasados por tu causa, Francisco. Ya no podremos ver la primera parte del programa. ¡Ojalá podamos ver algo interesante! Cuando llegaron al aeropuerto, encontraron a muchas personas reunidas en el lugar. Había muchos aviones, algunos en la pista y otros volando, haciendo acrobacias en el aire. Francisco salió del auto y se dirigió a la pista de aterrizaje a fin de ver un enorme avión que él no conocía, cuando oyó una voz conocida llamándolo. Era su amigo Enrique. –Deberías haber llegado antes, Francisco. –¿Por qué? ¿Qué me perdí? –preguntó el niño, lleno de curiosidad. –Nos permitieron volar en aquel enorme avión de pasajeros que ves allí. –¿Qué hicieron para conseguir el vuelo? –preguntó Francisco–. ¡Yo habría dado cualquier cosa para volar en ese avión tan grande! –¡Fue muy fácil! – contestó Enrique–. Cuando empezó el programa, avisaron que los primeros treinta niños y niñas hasta los 12 años que llegaran a la puerta de entrada podrían volar en el avión de pasajeros sin pagar. Y yo estaba en el grupo. ¡Te habría gustado! Qué pena que te retrasaste. –¡Qué lástima! –se lamentó Francisco–. Eso ocurrió porque no obedecí inmediatamente cuando mis padres me llamaron. Necesito terminar con eso de pedir que esperen un minuto. ¡Cómo me gustaría haber estado aquí a tiempo para volar! Esa misma noche, Francisco dijo a sus padres que había tomado una nueva decisión: él obedecería inmediatamente cuando le pidieran que hiciera algo. Francisco cumplió su promesa, y hasta hoy es un niño muy puntual.
Piedras voladoras De repente, se oyó un fuerte ruido. –¡Ah, no! De nuevo, no –se quejó la madre, que estaba en la sala. –¿Qué pasó? –preguntó el padre, llegando rápidamente desde el garaje. –Otra ventana. Tengo miedo –suspiró la madre–. El ruido vino de la cocina. El padre se preocupó. Ambos salieron para ver qué había ocurrido. Ellos tenían razón. Una de las ventanas de la cocina tenía todos los vidrios rotos. Había pedazos de vidrio
por todo el piso. –Estoy seguro de que fue Gabriel nuevamente –sentenció el padre–. ¡Lo voy a agarrar! El padre tenía razón. Había sido Gabriel; pero agarrarlo... era otra cosa. Ya había desaparecido. –Él volverá a casa para la merienda –comentó el padre, mientras buscaba el número de teléfono del vidriero más cercano. La madre barrió los vidrios y volvió a su sillón en la sala. De repente, otro ruido provino del lado del patio. –¿Qué fue ahora? –preguntó el padre. –Debe de haber ocurrido algo en el invernadero, donde sembraste las verduras –contestó la madre–. Es el único lugar donde hay vidrios en el patio. Ambos corrieron hacia afuera nuevamente y vieron a Gabriel saltando el muro. –¡Vuelve aquí ya! –gritó el padre. Gabriel volvió, muy despacito. Él conocía aquel tono de voz. –¿Fuiste tú quien hizo todo eso? –preguntó el padre. –No, no fue exactamente así –titubeó Gabriel–. Una piedra voló de mi mano. –¿Y la ventana de la cocina? –Bueno... es... otra piedra... voló... –Creo que será mejor que entremos y tengamos una charlita acerca de esas “piedras voladoras” –dijo el padre, asiendo una correa que estaba colgada allí cerca. Gabriel empezó a llorar. –Llorar no va a ayudar –avisó el padre–. Estoy cansado de verte rompiendo los vidrios de esta casa. Primero, fue la ventana de la cocina; ahora, el invernadero del patio. Eso no fue un accidente, sino vandalismo. ¿Quién va a pagar todo eso? Gabriel guardó silencio. –¿Prefieres la correa o pagar los daños? –Yo lo pago –dijo Gabriel–; pero no tengo dinero. –Sí, tienes –contestó el padre–. Tienes el dinero que reservamos en el banco para comprarte una bicicleta nueva en Navidad, que será el próximo mes, ¿lo recuerdas? –¡Ah! Pero me quedaré sin la bicicleta. –¡Qué lástima no haber pensado en eso antes de tirar las piedras! –dijo el padre–. Comprarás la bicicleta después de que todos los vidrios estén pagados. –Pero yo esperé mucho por la bicicleta –llorisqueó Gabriel. –Ya lo sé –dijo el padre–, pero tienes que aprender que no puedes andar rompiendo ventanas por ahí. Los vidrios cuestan dinero y, si rompes alguno, tienes que
pagarlo. –¡Oh, no! –rezongó el niño. –¡Oh, sí! –corrigió el padre. Y fue lo que ocurrió. ¡Es impresionante cómo ahora raramente una piedra sale disparada o una ventana se rompe! Arthur Maxwell
La muleta de Guillermito –¿Quiere comprar un geranio, señor? La pregunta fue hecha con la voz musical de una niña sonriente, de ojos tan azules como el color del cielo. Y mientras hablaba, presentaba una maceta de geranio con una linda flor. El caballero se detuvo, observó a la niña y le preguntó: –¿Cómo te llamas, niña? –Mi nombre es Graciela. –Tu geranio es muy lindo. –¿No es verdad que da gusto mirarlo? –Nunca vi un geranio tan hermoso. ¿Dónde lo conseguiste? –Hace más o menos tres años, una señora dejó caer un gajo de geranio en la calle. Lo tomé, lo llevé a casa, preparé la tierra y lo planté en una lata. No demoró mucho en florecer. Siempre cuido mi planta de geranio con mucho cariño. –Ese geranio debe ser precioso para ti, niña. –¡Sí, señor! Me gusta mucho mirarlo. –Entonces, si lo aprecias tanto, ¿por qué quieres venderlo? –No me separaría de él sino para que la oración de Guillermito sea atendida. ¿No le parece, señor, que es maravilloso ayudar a Dios a contestar la oración de alguien que tiene fe? –¿Qué te hace pensar que creo en la oración? –Eso se nota en su rostro. –Tienes razón, niña: yo creo en la oración –dijo el caballero–. Pero me gustaría conocer la historia de Guillermito. Una sonrisa alegre se estampó en el rostro de la niña, que empezó a contarle: –Guillermito es el niño más encantador de la ciudad. Es muy bondadoso; es como el sol y la música. Alguien lo dejó caer cuando era muy pequeñito, y desde entonces debe caminar con muletas. Pero su único mal es la pierna. Cuando la mamá de Guillermito murió el año pasado, todos querían adoptar al niño, de manera que él pertenece a
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todos. Se gana la vida vendiendo diarios; y ningún vendedor, con sus dos piernas, vende tanto como él. Pero ayer su muleta se incrustó en una hendidura de la vereda y se rompió. Felizmente, Guillermito no se lastimó. –Ayer por la noche, cuando me iba a acostar –prosiguió la niña–, oí a Guillermito orando, pues su habitación está cerca de la mía. Él decía: “Señor, nunca me quejé de mi pierna lisiada, y estoy dispuesto a vivir así; pero no puedo hacerlo sin muletas. No tengo dinero para comprar otra, y no sé a quién pedirle. ¡Señor, mándame una muleta! Oye mi oración, por amor del Señor Jesús. ¡Amén!” Y, casi sin respirar, la niña continuó: –Me quedé mucho tiempo despierta, pensando qué podría hacer para ayudar a Dios a contestar la oración de Guillermo. Entonces, me acordé del geranio. Me acordé de que, si pudiera venderlo, conseguiría dinero para comprar una muleta nueva para Guillermo. Ahora, usted sabe quién es Guillermo y por qué deseo vender la planta. ¿Quiere comprarla? El caballero estaba tan emocionado, que le corrían lágrimas por el rostro. Entonces, preguntó: –¿Qué altura tiene Guillermo? –Si es para saber la altura de la muleta, tengo la mitad de ella aquí. –Sí, es justamente lo que deseo. Y ahora, Graciela, vamos juntos a comprarle una muleta a tu amiguito. No demoraron mucho en encontrar una casa que vendiera esos artículos, y el negociante trajo de las mejores muletas que tenía y cobró un precio bien razonable, al escuchar con simpatía la historia de Guillermito. –Éste es el importe que pagaré por el geranio, Graciela –dijo el caballero. –¡Oh, muchas gracias, señor!, ¡muchas gracias! Y agregó: –Llevaré la muleta, porque Guillermo no debe saber de dónde vino. ¿No es cierto, señor, que es maravilloso ayudar a Dios a contestar una oración? –Sí, Graciela, es maravilloso. Pero tengo que pedirte un favor. Vivo lejos de aquí, y no puedo lleva ahora la planta de geranio conmigo. ¿Quieres cuidarla para mí? –¿Usted quiere que yo guarde el geranio en mi casa? –Sí, exactamente. –Con mucho gusto, señor; y puede estar seguro de que cuidaré de él como si aún fuera mío. Salieron, entonces, los dos, el caballero llevando la planta y Graciela la muleta nueva. Llegaron a la casa de la niña. Luego, ella llamó a Guillermito para que viniera a conocer a su nuevo amigo. Mientras el niño y su benefactor conversaban, Graciela fue a poner la muleta en el
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cuarto de él, a escondidas. Se sentía muy feliz por haber ayudado a Dios a contestar la oración del amiguito. Guillermito ahora tiene una muleta nueva y es el niño más feliz que hay en aquella ciudad; pero también Graciela siente el corazón rebosante de felicidad. El caballero posee el geranio más hermoso del mundo, y la niña que lo cuida se siente orgullosa de su trabajo. Son tres personas felices, y una oración atendida.
La historia de Dorcas Llegó la hora de que Susana y Samuel vayan a la cama. Ya se habían cepillado los dientes, tomado un buen baño, y ahora estaban listos para escuchar el relato que la mamá les contaría, como hacía todas las noches. ¿Cuál sería el relato bíblico que la mamá habría elegido? –Mamá, ya estamos listos –dijo Susana. (Muñecas o figuras de los niños listos para dormir.) –Muy bien; estaré allí en un minuto –contestó la mamá. Cuando la mamá vino, se sentó entre los dos sillones, tomó las manitos limpias de sus hijitos, las besó y dijo: –¡Ustedes me ayudaron tanto hoy! ¿Les gustaría oír el relato de una señora que usaba sus manos para hacer muchas cosas buenas para los demás? –Ese relato ¿está en la Biblia? –preguntó Samuel. –¡Oh, sí! –dijo la mamá–. Hay muchos relatos en la Biblia acerca de personas que fueron bondadosas con otras; pero creo que a ustedes les va a gustar oír el relato de Dorcas. Ella hacía tantas cosas buenas para los demás, que hoy acostumbran dar el nombre de Dorcas al grupo de damas que ayudan a los necesitados. Dorcas amaba mucho a Jesús, y deseaba demostrar su amor por él. No podía predicar como Pablo, Pedro o Juan. Ella no tenía auto para viajar y así poder hablar a los demás acerca de Jesús. No poseía dinero. ¿Qué podría hacer por Jesús, en su propia casa? Sí, podía ser bondadosa con el prójimo. Dorcas vivía en la ciudad de Jope, que estaba junto al mar. Los hombres de Jope salían hacia el mar en grandes barcos y navíos. Algunas veces, demoraban muchos días en volver. A veces, venía una tormenta y un gran barco se hundía. Los hombres de ese barco nunca más volvían a casa. Las esposas e hijos de esos hombres frecuentemente quedaban sin alimento, sin ropa y sin dinero. Cuando Dorcas oía hablar de las necesidades de esas madres y de sus hijos, ella los visitaba y les llevaba ali-
mento y abrigo. ¡Ella siempre encontraba muchas maneras de ayudar a los demás! ¡Qué bondadosa era! Había personas enfermas y viejitos que necesitaban de su ayuda. Había ropas para arreglar y por confeccionar. Eran tantos y tantos los que necesitaban de auxilio, que Dorcas quedaba ocupada todo el día, haciendo el bien. Un día, ocurrió algo muy triste: Dorcas se enfermó. Sus amigos fueron a visitarla, y trataron de ayudarla para que mejorara. Pero ella estaba tan enferma, que no pudieron hacer nada. En pocos días, ella murió. ¿Qué harían sin Dorcas? Entonces, se acordaron de Pedro. Pedro se encontraba en otra ciudad. Él era uno de los ayudantes de Jesús; había estado con Jesús y lo había visto resucitar personas. Quizá Pedro podría ayudarlos. Por ello, enviaron a dos hombres a la ciudad en la que estaba Pedro. –Dorcas murió– dijeron ellos–. Por favor, ven con nosotros. Necesitamos de tu ayuda. Inmediatamente, Pedro fue con ellos. Encontró a todos los amigos de Dorcas en su casa. Estaban muy tristes, pues Dorcas no podía hablar con ellos. Ahora, no podía ayudarlos más. Se reunieron alrededor de Pedro y le mostraron las ropas que ella les había hecho. Le hablaron acerca de las muchas maneras en las que los había ayudado y ¡cuán amable y bondadosa había sido! Pedro los oía mientras hablaban acerca de Dorcas. Después, les pidió que salieran de la habitación. Después de que ellos se fueron, cerró la puerta. Él no podía ayudar a Dorcas, pero conocía a Alguien que sí podría. ¡Sí, Dios podría ayudarla! Pedro oró a Dios, pidiéndole que la resucitara. Después de orar, Pedro dijo: –Dorcas, levántate. Inmediatamente volvió el color al rostro de Dorcas. Ella abrió los ojos y, cuando vio a Pedro, se sentó. Pedro la ayudó a levantarse. Ahora ella estaba bien, fuerte y en perfecta salud otra vez. Pedro llamó a los amigos de Dorcas. Nadie lloraba más. ¡Dorcas estaba viva y sonriéndoles! ¡Cuán agradecidos estaban a Dios! Todos en Jope supieron lo que ocurrió con Dorcas. Ahora, el pueblo se alegraba al oír la historia de Jesús. Pedro permaneció en Jope algún tiempo, hablando al pueblo acerca de Jesús. Dorcas estaba más ocupada que nunca en ayudar al pueblo de su ciudad. Siempre era bondadosa y servicial. De esa manera demostraba su amor a Jesús. Susana y Samuel agradecieron a la mamá el maravilloso relato de la Palabra de Dios.. Una vez abrigados en
la cama, empezaron a pensar en las acciones bondadosas que podrían hacer. ¿Qué cosas buenas ustedes pueden hacer por sus compañeros? ¿Qué cosas buenas ustedes pueden hacer a los animales?
El niño del gorro La puerta se cerró con un fuerte golpe. Ana había discutido con su mamá y salió muy enojada de casa. Estaba decidida a huir. Mientras caminaba, pateaba piedrecitas y se decía a sí misma: “Así no va más. Todos quieren decidir por mí y mandonearme. ¡Ana, haz eso! ¿Aún no se dieron cuenta de que no soy más un bebé?” Ana no percibió que alguien se aproximaba. Se llevó un gran susto cuando oyó: –¿Me puedes ayudar? Al darse vuelta, Ana vio a un niño con un gorro en la cabeza. Él debería de tener la misma edad que ella. Estaba vestido con ropas sucias y rotas; sus uñas estaban inmundas; sus ojos eran muy tristes. –¿Estás triste? – le preguntó Ana al niño. –Soy así –contestó él–. Y tú pareces molesta. –Sí, estoy mal con los de mi casa. –Sé lo que quieres decir –dijo el niño–. Tu padrastro te golpeó, ¿verdad? Ana se admiró: –No, yo no tengo padrastro. El niño continuó: –Entonces, tu madre te dijo que volvieras a la calle, para conseguir dinero. O alguien te ofendió. ¿Acerté? –Ni una cosa ni la otra –contestó Ana–. En mi casa, nadie dice malas palabras. –¡¿No?! –se admiró el niño–. Entonces ¿cómo te molestaron? Ana decidió contar sus problemas. –Ahora que el abuelo murió, mi abuela vino a vivir con nosotros. Tuve que compartir mi cuarto con ella. ¿Sabes lo que es tener una abuela todo el tiempo preguntándote qué quieres, si quieres oír un relato, merendar, conversar o...? –No lo sé –dijo el niño–. Nunca tuve una abuela ni un cuarto. Ana estaba tan entusiasmada en su desahogo, que ni siquiera oyó bien lo que el niño le dijo y continuó hablando:
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–Mi padre siempre me está diciendo que tengo que estudiar; mi madre vive diciéndome que ordene mis ropas en el armario; mi hermano toca mis juguetes. Hasta la empleada se mete en mi vida, queriendo que coma la comida que ella hace. ¡Ya estoy cansada de eso! Tengo ganas de huir de casa y de mi familia. De repente, Ana dejó de hablar porque se dio cuenta de que el niño lloraba mucho, y se preocupó. –¿Por qué estás llorando? ¿Te sientes mal? El niño sollozó y contestó: –Yo quisiera tener tu vida y una familia igual a la tuya... a la que yo le importara. A nadie le importo. Vivo por las calles, porque no tengo casa ni familia. Como lo que encuentro en los basureros. Sólo tengo las ropas que ves. Nunca fui a la escuela. Siempre quise tener una muñeca. –¿Una muñeca? Pero si eres un niño, ¿por qué...? Antes de que Ana completara su pregunta, el “niño” se sacó el gorro de la cabeza. –¡Eres una niña! –dijo Ana–. ¿Por qué dejas que las personas piensen que eres un niño? –Porque ya vi cosas muy feas que les sucedieron a niñas mayores; no quiero que ocurra lo mismo conmigo. Es verdad que los niños me golpean, principalmente a la hora de conseguir comida; pero las niñas tienen que hacer cosas mucho peores. Bueno... creo que ya te hablé demasiado. ¿Tienes o no unas monedas para mí? Ana no podía hablar. Estaba conmovida. Solamente negó con la cabeza. –Entonces, me voy. La niña puso el gorro en su cabeza y ya se iba, cuando... –Espera –llamó Ana–. ¿Tienes amigos? –Nadie es amigo de nadie aquí. –Quiero ser tu amiga –insistió Ana. –Siempre estoy aquí. Nos vemos otro día. La niña bajó la calle corriendo y desapareció en la primera esquina. Ana miró a los costados. No estaba lejos de casa. Decidió volver. Cuando llegó, entró por la puerta de atrás, pidió disculpas a la mamá y le contó acerca del encuentro con la niña mendiga. La señora Celeste dijo que, si Ana deseaba, podrían darle algunas ropas y juguetes a la niña. Podrían traerla para comer con Ana. Con el tiempo, quizás, hasta encontrarían una familia para ella. Por supuesto que Ana deseaba eso. Esperaba poder reencontrar al “niño” del gorro, que ella sabía que era una niña, y contarle las novedades.
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Las manos de Dios Jerry estaba trabajando en su jardín, en el África, cuando de repente se sintió mal y tuvo que ser llevado al hospital. Eso fue una gran decepción para él, porque faltaban exactamente tres semanas para la inspección anual de jardines que realizaba el superintendente, y Jerry necesitaba mucho ganar el premio aquel año. Él había trabajado duro, cavado, plantado, sacado las hierbas dañinas, y hecho su mejor labor para tener el jardín muy bien cuidado. Pero ahora todas las esperanzas parecían rotas. Mientras él estaba acostado en el hospital, imaginó las hierbas dañinas que nacerían –crecen rápidamente en África– y arruinarían todo lo que él había hecho. Mientras el día de la inspección se aproximaba, y Jerry no se podía levantar, sabía que no podría haber esperanza de vencer esta vez. Los demás niños trabajarían en sus jardines y los dejarían limpios. Naturalmente, reflexionó, no era falla suya; él había hecho su mejor esfuerzo, y el superintendente comprendería. Pero, mientras tanto, algo estaba ocurriendo, que Jerry desconocía. Daniel, el amigo de Jerry, había tenido una brillante idea. Él también participaría en la competencia, pero pensó que sería muy triste que Jerry no tuviera su oportunidad debido a una enfermedad. Él habló con otros niños acerca de eso, y todos concordaron en trabajar algún tiempo por día para quitar las hierbas dañinas del jardín de Jerry, hasta el día de la inspección. Por supuesto que ellos continuarían intentando que su jardín fuera el mejor; pero mostrarían cariño y amor por Jerry, que estaba enfermo. Finalmente, el día de la inspección llegó. Jerry estaba acostado en el hospital, y muy desanimado. Él pensaba que vería su jardín lleno de hierbas dañinas. Imaginó al superintendente caminando alrededor y diciendo: “¿De quién es este jardín, con todas esas terribles hierbas dañinas?” Y hasta le parecía oír a uno de los niños diciendo: “¡Es el jardín de Jerry!” Sería tan feo, pensó él; después de todo el trabajo que le había costado. ¡Eso realmente no parecía justo! Jerry estaba cada vez más triste cuando, de repente, la puerta de la habitación se abrió y, para su sorpresa, entró el superintendente y un grupo de niños. ¿Qué había pasado? –Venimos a felicitarte –dijo el superintendente–. ¡Ganaste el premio al mejor jardín del año! –¿Yo? –preguntó Jerry, con los ojos agrandados de sorpresa.
–Sí, tú –contestó el superintendente. –Pero, pero –Jerry tartamudeó–, el jardín debe de estar lleno de hierbas dañinas. –No lo estaba, cuando yo lo vi esta mañana –sonrió el superintendente. –¿Pero... cómo... qué..? –empezó Jerry. –Así es –dijo Daniel, guiñando el ojo–. Todos estamos felices porque ganaste el premio. ¿Viste? Dios no dejó que las hierbas dañinas crecieran en tu jardín, porque merecías ser el vencedor. Él sabía que habías trabajado tanto como nosotros. –Creo que eso está bien –dijo el superintendente–. Pero creo que Dios usó algunas manos humanas para ayudarte. Todos los niños empezaron a sonreír, felices, mientras Jerry, entusiasmado, dejó caer una pequeña lágrima de felicidad en su almohada. Arthur Maxwell
El niño que compartió sus regalos Dante comió la última cucharada de flan de crema, y permaneció pensativo en su silla. Después de lo que pareció un largo tiempo, preguntó al papá: –¿Es verdad que Alberto, el niño que vive al lado de la ruta, no tiene ningún autito, ni una pelota o cualquier otra cosa para jugar? El padre miró por encima del diario y contestó: –Sí, realmente es verdad. Hace mucho tiempo que su padre está desempleado, y ellos tienen que vivir en aquella casa vieja. –Pero ¿no tiene ningún juguete, como mi camión, mis bloques de construcción o mis bolitas? –insistió Dante. –No tiene nada –afirmó el papá. –¿Pero no tiene ni un perrito? El padre dobló el diario y dijo: –No tiene ni un perrito, Dante; y su cumpleaños es hoy. Él no tiene nada, ni aun una torta de cumpleaños. –¡Oh! No hay cumpleaños sin torta y sin velas, y... muchas cosas hermosas para jugar. En mi cumpleaños, me diste una perrita, que ahora tiene tres cachorros, y también una bolsa de bolitas (canicas) y una pelota nueva. Dante bajó de su silla.
–Esta tarde mamá irá contigo a la ciudad y puede hacer una torta con velitas; y yo sé lo que voy a hacer. Le daré uno de mis perritos. –¿Cuál de ellos le darás? –Creo que le daré el blanco y negro, porque es el que más quiero; y mi maestro dijo que al Señor le agrada cuando damos las mejores cosas por amor a Jesús. –Estoy contento –dijo el padre–. ¿Qué más le darás? –¿Te parece que le gustaría tener algunas bolitas, papá? –Sin duda que sí. –Entonces, le daré la mitad de mis bolitas y también una de mis pelotas. ¿Me puedes llevar? –Pon todo en el auto y toma el perrito. Pasaremos por allí cuando vayamos a la ciudad. Dante encontró al cachorrito jugando cerca de su casita. Lo llevó al auto, y lo tomó bien fuerte a fin de que no se escapara de sus brazos. –Llegamos –dijo el papá, deteniendo el auto delante de la casa vieja–. Allá está Alberto. Es casi de tu tamaño. Llévale el perrito, las bolitas y la pelota. Mamá y yo esperaremos por ti aquí. Dante caminó en dirección a la casa. –¡Hola! –dijo–. Papá me dijo que hoy cumples años, y yo te traje uno de mis perritos. Es muy inteligente. –¡Oh! Deseaba un perrito más que cualquiera otra cosa en el mundo. ¿Es para mí, realmente? Dante puso el perrito en los brazos de Alberto, y le dijo: –¡Sí! Alberto, con una amplia sonrisa, exclamó: –¡Mira! Lamió mi rostro. Ya me quiere, y yo lo quiero mucho. –Aquí también te dejo algunas bolitas y una pelota –dijo Dante cuando oyó la bocina del auto de su papá. –Casi lloré esta mañana porque no iba a tener torta de cumpleaños ni un regalo, y ahora tengo tres regalos. –Vendré para jugar contigo –dijo Dante, corriendo al auto, donde sus papás esperaban por él.
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén Cuando Jesús vivió en la tierra, los niños estaban felices porque él decía que los amaba. Ellos también se sentían felices, porque podían sen-
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tarse en la falda de Jesús mientras hablaba al pueblo. Estaban felices cuando Jesús ponía la mano sobre sus cabecitas y los bendecía. Se sentían felices al ver a Jesús sanar los enfermos. Estaban felices cuando veían cómo Jesús se alegraba cuando ellos decían que lo amaban. Cierta mañana de domingo, Jesús estaba en una ciudad llamada Betania. Allí había muchos padres y madres, niños y niñas que habían venido a verlo. Iban hacia la gran ciudad de Jerusalén. Se dirigían al Templo. Todos estaban alegres aquel día. Hasta los árboles y las flores parecían estar contentos. Jesús también se dirigía a Jerusalén, pero esta vez no iba caminando como de costumbre. Envió a dos de sus amigos para que buscaran un asno, pues así podría entrar en la ciudad montado en él. El dueño del asno dejó que lo llevaran, después de que le dijeron que era para Jesús. Muchas personas se unieron a Jesús y a sus amigos en el camino a Jerusalén. Cantaban alabanzas a Jesús. ¿Saben qué cantaban?: “¡Bendito (feliz) el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” Ese alegre cántico era escuchado hasta muchos kilómetros alrededor. Algunos extendían sus mantos por donde debía pasar Jesús. Otros cortaban ramas de olivo y de palmera, y las arrojaban en el camino. Algunos agitaban palmas a lo largo del camino. Jesús era su Rey, por eso estaban tan felices. Al aproximarse a Jerusalén, vieron el hermoso Templo brillando al sol. ¡Qué bello era! ¡Todo blanco, adornado de oro! ¡Nunca el Templo les pareció tan hermoso! También eso los hacía felices. Cuando Jesús contempló la ciudad y el hermoso Templo, pensó en todas las personas que no creían y no lo amaban, y tampoco a su Padre celestial. Y Jesús lloró. Muchas personas de la ciudad vinieron para encontrarse con Jesús y sus amigos. Hasta algunos de los sacerdotes y los dirigentes vinieron a ver por qué las madres, los padres y los niños estaban cantando. “Es el Rey que viene”, clamaban ellos. “Bendito el que viene en nombre del Señor; hosanna en las mayores alturas.” Entonces, Jesús se dirigió al Templo. Muchas personas fueron al Templo para ver a Jesús. Los niños le cantaban. Los ciegos que venían a Jesús volvía a ver. Los paralíticos llegaban, y Jesús los hacía andar. Jesús curaba a los enfermos, devolviéndoles la salud nuevamente. Los pecadores acudían a Jesús, y él les perdonaba los pecados. ¡Cuán felices se sentían todos aquel día! Jesús era su Rey. Somos felices cuando tenemos a Jesús como nuestro
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Ayudador. Aunque no podamos verlo, sabemos que él está en el cielo, deseoso de ayudarnos. ¿Qué podrían hacer hoy, para que otros sean felices? ¿Qué podrían hacer hoy, para que ustedes mismos se sientan felices? (La maestra debe ayudar.)
Un hijo del corazón Cuando Alex se mudó a la casa que estaba al final de la calle, la pandilla se dio cuenta: –¡Chicos, es un muchacho! –dijo José. –¡Espero que le guste el fútbol! – añadió Bruno. –Y que sea marcador –completó Diego. No mucho tiempo después, Alex conoció a toda la pandilla y, para felicidad general, era muy bueno con la pelota. En la primera semana, Alex empezó a integrarse al grupo. Hasta parecía que se hubieran conocido desde hacía mucho tiempo. Todo estaba bien, hasta que Diego se encontró con la señora Eulalia, haciendo la matrícula de Alex en la escuela. Y corrió para contarle al grupo: –¡Chicos, la madre de Alex es demasiado blanca! –¡Ahí hay algo raro! –comentó José. –¿Alguien conoce a su papá? –preguntó Bruno. –No, pero mi casa es la más cercana; voy a averiguar. El señor Jorge llegó tarde durante toda la semana, y José sólo pudo verlo el sábado por la mañana. –¡Es blanco! El señor Jorge es bien blanco, como la señora Eulalia... Necesito avisar a todos los chicos. José corrió y contó la novedad a los amigos. ¿Estaremos juzgando mal a Alex? –preguntó Diego. –Ellos son bien blancos, Diego. Y Alex es moreno oscuro. ¿Puedes entenderlo? –¿Y qué hay de malo en eso? –Significa que hay algo raro ahí. La cosa es controlar a Alex. Durante toda la semana, la pandilla analizó el comportamiento del amigo. Al no encontrar nada que solucionara el enigma, decidieron hacerle preguntas: –¿De dónde viniste, Alex? –¿Por qué vinieron a vivir aquí? –Y tus padres, ¿de dónde son? –¿Dónde se conocieron? –¡Esto parece un interrogatorio! –¿Quieres esconder algo? –¿Esconder? No hay nada raro en nuestras vidas. Vi-
víamos en Botafogo, cuando papá recibió una nueva propuesta de empleo. Nosotros tres conversamos acerca del tema, y nos pareció una buena idea venir aquí. El grupo se extrañó del modo tranquilo y seguro en que Alex hablaba acerca de su pasado, y decidieron jugar a la pelota y luego aclarar las ideas. Pero, al día siguiente, no aguantaron: –Alex, ¿de qué raza eres descendiente? –¿Quiénes fueron tus antepasados? –¡Ustedes hacen cada pregunta! Andan tan raros... –¿Sabes lo que pasa..? –¡Cállate, Toni! –Ah, ya sé... Ustedes conocieron a mis padres. Ahora es mi turno de hacer preguntas: ¿Qué es ser amigo, para ustedes? ¿Es alguien que vale por lo que es o por el documento que porta, probando que es hijo del señor Tal y de la señora Cual? ¿Eso es tan importante para ustedes? –¡Y! –¿Por qué no me preguntaron? ¿Dónde quedó la honestidad de amigo? –O.K. Nosotros exageramos un poquito. Tienes razón, pero nos queda una duda. ¿Realmente eres hijo del señor Jorge y de la señora Eulalia? –¡Lo soy! Pero del corazón, no de nacimiento. –¡¿Cómo?! –Ellos me eligieron como hijo. –¡Hablas acerca de eso con la mayor naturalidad! –¡Es que eso no es un problema para mí! El problema es de las personas que tienen prejuicios, y no mío. –¿Sabes que tienes razón? –Así es. Mis padres me dieron la oportunidad de ser su hijo. ¡Miren qué cosa hermosa! Ahora, yo pregunto: ¿alguno de ustedes dejará de ser mi amigo porque soy hijo adoptivo? De repente, los chicos se dieron cuenta; percibieron el error que estaban cometiendo. Ellos también estaban teniendo una actitud llena de “prejuicios”. Reconocieron que Alex estaba en lo correcto y que todos salieron ganando: Alex por ganar una familia, la familia por ganar un hijo, y ellos por ganar un amigo nuevo. Regina Siguemoto
La lección de Julia Julia estaba sentada en lo alto de la escalera, esperando a la madre, que había salido. Ella se dijo: “Mamá me pidió que sea una niña buenita mientras esté afuera.
Pero, estoy segura de que fui “más o menos” buena. Creo que no hay nada muy malo que deba contar”. –¡Hola, querida! –exclamó una voz, y allí estaba la madre con una amplia sonrisa y muchos paquetes. Julia descendió las escaleras a su encuentro. –¿Qué tienes en la boca, hijita? –Un carozo de durazno –contestó Julia. –¿Cómo! No tenemos duraznos en casa hoy. ¿Dónde conseguiste eso? Julia jugó con un pie, por un minuto, después sacó el carozo de la boca y empezó a fregarlo entre las manos. –Mira, mamá –dijo ella–. Mónica y yo fuimos a jugar delante de la verdulería del señor Martínez. Allí había una canasta de duraznos en la puerta, y Mónica me desafió diciendo que yo no tenía coraje para sacar un durazno; y así, naturalmente, tuve que tomarlo, mamá. La tristeza que se estampó en el rostro de la madre hizo que Julia perdiera un poco de su vivacidad. Se sentó silenciosa, mientras observaba a la madre al guardar la bolsa. Solamente después de eso, dijo alegremente. –Ahora, mamá, está todo bien. No te pongas triste por eso. Mira, mamá, yo le pedí a Dios que me perdone; y el hombre no lo vio. Entonces la madre se sentó y tomó a la hijita en la falda. –Mi amor –dijo la mamá–, Jesús nos dio algunos mandamientos. Uno de ellos dice que no debemos robar. Así, cuando tomamos algo que no nos pertenece, estamos robando. Llamamos, al que roba, ladrón. –¡Oh, mamá, no lo hice por gusto! ¡Jamás seré una ladrona nuevamente! –Puedes reparar tu error; pero primero debes ir a contarle al señor Martínez lo que hiciste, y pagarle el durazno. Después, vuelve a casa y pide a Dios que te perdone. Y él te perdonará si de verdad estás triste por lo que hiciste. Y una cosa debes aprender: es más valiente el que hace siempre el bien. Cinco minutos después, la niña entró en la verdulería del señor Martínez, y lo observó pesando algunas mandarinas para una señora. –¿Quieres una, Julia? –preguntó bondadosamente el señor Martínez. Julia movió la cabeza y dijo: –No, gracias. El señor Martínez miró sorprendido, y dijo: –Es la primera vez que te veo rechazar algo de comer. ¿Estás enferma? Después, cuando los dos estuvieron solos en la verdulería, Julia, mirándolo casi sin pestañar, habló tan rá-
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pido como pudo: –¡Oh, señor Martínez!, vine para contarle que Mónica me desafió a tomar un durazno. Fui cobarde y lo tomé. ¡Usted no lo vio, pero yo no quiero ser una ladrona! Traje el dinero y, por favor, perdóneme, para que también pueda pedirle perdón a Dios. Julia estaba agitada, y el señor Martínez estaba tan conmovido, que parecía que también le faltaba la respiración. Entonces, dijo: –Julia, eres una niña muy valiente. Naturalmente que te perdono; y, cuando veas algo delante de la verdulería y lo desees, ven y pide, ¿me escuchaste? Ahora, vamos a comer una mandarina, para mostrar que todo está bien nuevamente. Julia se fue muy feliz. Sabía que la mamá quedaría feliz y que Jesús también estaba feliz.
¿Quién hizo esto? María era una niña muy inteligente. Una vez, arreglando el cuarto de la madre, no contuvo su curiosidad y tomó el frasco de perfume de su mamá, que acababa de comprar. Al oler que la fragancia era muy rica, con delicadeza, empezó a ponerse un poco... De repente, el frasco se cayó y se rompió en el piso. Luego, ella salió del cuarto, bien discretamente... Su madre estaba en el jardín, y no oyó el ruido. Poco después, entró en la casa, yendo directo al cuarto. Al abrir la puerta, sintió el fuerte olor a perfume. Viendo el frasco roto en el piso, gritó: –¡María!!! –Sí, mamá, ¿qué pasa? –preguntó la niña, temblando. –¿Viste quién hizo esto? –indagó, nerviosa, la mamá. –Fue un gato, mamá. –¿Cómo que un gato? No tenemos gatos. –¡Ah, mamá! Fue uno que entró por la ventana. Ella no percibió que la ventana estaba cerrada. –¡María! –la mamá dijo en un tono de desconfianza. Viendo que no la convencía, la niña acusó al hermano. –Ya me acuerdo, mamá; fue Pedro. La madre comprendió que la hija mentía, y decidió darle una lección. –¡Pedro! –exclamó la madre–. Gracias por decir la verdad. Tu hermano recibirá un buen castigo. Y así fue. Aquel día, Pedro no pudo jugar al fútbol con sus amigos. María estaba inquieta mientras su hermano recibía el
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castigo. Ella pensaba en sus actos, y la conciencia le pesaba. Veía que no era correcto cargar la culpa en el inocente. Entonces, armándose de valor, muy arrepentida, fue a hablar con su mamá. –Mamá, no fue Pedro el que rompió el frasco de perfume. –Entonces, ¿quién fue, María? –¡Fui yo, mamá! ¿Me perdonas? –Sí, hija. A partir de ahora, nunca más hagas eso; decir la verdad siempre es mucho mejor. Dios ama la verdad, y bendice a las personas sinceras. – Correcto, mamá. Voy a contar todo lo que hice. No quiero ser una mentirosa, y acepto el castigo merecido. –Después hablaremos acerca de eso. Ahora, vamos a pedirle perdón a tu hermanito –propuso la madre. Las dos se reconciliaron con Pedro. María aprendió que la mentira no resuelve nada; solamente encubre por poco tiempo la verdad. También comprendió que decir la verdad honra a Dios. Christalone Costa Mendonça
La pequeña niña esclava Cierto día, una niña oyó una tropa de caballos por el camino. Por el ruido, percibió que no eran pocos, sino muchos caballos los que venían. Cuando miró por la ventana, vio a muchos soldados montados en los caballos. Sintió miedo, pues sabía que no eran soldados de su país. ¡Cómo se entristeció! Sabía que los soldados venían para llevar más personas de su tierra al país de ellos. Trató de esconderse, pero la encontraron y la llevaron al otro país, para ser esclava en la casa de un capitán. El capitán Naamán y la esposa nada sabían acerca del verdadero Dios. Ellos adoraban ídolos. Pero la pequeña esclava no lo hacía. Se acordaba de los muchos relatos que la mamá le contaba. Amaba a Dios y oraba diariamente a él. Le pedía que la ayudara a trabajar bien para la esposa de Naamán, y él la ayudó. Dios la ayudó a ser obediente. La ayudó a ser bondadosa. La ayudó a ser feliz, aunque viviese lejos del hogar. La ayudó a decir siempre la verdad. Cuando la esposa de Naamán quería saber la verdad acerca de algo que había ocurrido en su hogar, sabía que la niña siempre decía realmente tal como había ocurrido todo. La niña eligió “el camino de la verdad”.
Cierto día, la señora de Naamán estaba muy triste. Su esposo también estaba muy triste, pues estaba enfermo. Tenía heridas en las manos y en los pies; también tenía heridas en los brazos y en el rostro: estaba leproso. No servía de nada poner remedio en las heridas. Ningún médico podría ayudarlo. El capitán Naamán poseía mucho dinero, pero esto tampoco lo ayudaba. Poseía muchos siervos, pero ellos no podían ayudarlo; por lo menos, eso pensaba. Pero estaba equivocado, pues había una pequeña sierva que sí podría auxiliarlo. Era la pequeña niña esclava. Ella sabía que Dios podría sanarlo, de manera que le dijo a su patrona: –Me gustaría que el capitán Naamán vaya a Samaria a ver a Eliseo, el hombre de Dios. Él lo sanaría de su lepra. Como la niña siempre decía la verdad, el capitán Naamán, cuando escuchó a la esposa contar lo que ella había propuesto, y dijo: –Iré. El capitán Naamán y la esposa sabían que esa esclava era diferente de las demás que habían trabajado para ellos. Era veraz y honesta. Nunca había tomado algo que no le perteneciera, ni aun un dulce o un racimo de uvas. Siempre decía la verdad, aunque rompiera un jarro o derramara cualquier cosa en el piso. Siempre hacía lo que le ordenaban; ella era obediente. La niña decía la verdad porque eligió “el camino de la verdad”, y sus patrones creyeron cuando ella comentó acerca del profeta Eliseo, el hombre de Dios. El capitán Naamán se dirigió al rey para pedir que lo curara, pero el Rey no era un hombre bueno; no obedecía a Dios como debía. El Rey dijo que no podía ayudar al capitán Naamán. Se olvidó de Eliseo, el hombre de Dios. El capitán Naamán empezó a pensar que había cometido un error. Sin duda, había realizado aquel largo viaje en vano. Sabiendo lo que había ocurrido, el profeta Eliseo mandó llamarlo. Pero Naamán se molestó porque Eliseo no salió a su encuentro. Solamente mandó decirle que se lavara siete veces en el río Jordán. Las aguas del río Jordán eran barrosas. No eran limpias y hermosas, como las aguas de los ríos del país de Naamán. Él prefería lavarse en uno de aquellos ríos de su tierra. Pero sus siervos pidieron que hiciera lo que Eliseo había mandado. El capitán volvió al carruaje y se dirigió al río Jordán. Se sumergió siete veces. Cada vez, después de sumergirse él miraba la piel de su cuerpo, pero nada había cam-
biado. Pero, a la séptima y última inmersión, las heridas sanaron. Él ya no era más leproso. ¡Qué feliz se sentía! El Dios de la pequeña esclava lo había curado. De ahora en adelante, siempre oraría al verdadero Dios. Fue así como un capitán incrédulo llegó a amar a Dios, gracias a que una niña esclava fue obediente, honesta y veraz. (Si los niños son más grandes, se puede hablar acerca de Giezi.)
¿Betún, señor? La voz era tímida. El hombre se dio vuelta y vio a un pequeño lustrador de zapatos, de ojos grandes. Movió la cabeza y dijo “no”, continuando su camino. El niño insistió: –¿Betún, señor? El hombre vio los pies descalzos y las ropas gastadas del muchacho. –Hoy no, pero toma esta moneda. Es el valor de una lustrada. –No soy mendigo, señor; soy lustrabotas. ¿Quiere que lustre sus zapatos? Seré rápido. El hombre aceptó. Sus zapatos quedaron como nuevos, brillantes. –¡Gracias! –dijo el niño mientras recibía su pago. A la mañana siguiente, yendo al trabajo, el hombre vio al mismo niño. –¿Betún, señor? El hombre se detuvo, puso un pie sobre la caja de lustrar, y el niño empezó a trabajar. –¿Dónde vives? ¿Dónde es tu casa? –No tengo casa. –Entonces, ¿dónde duermes? –En cualquier lugar donde pueda estar. –¿Tienes que pagar? –¡Por supuesto! Nadie puede dormir sin pagar. El niño terminó el servicio, y pasó a buscar otro cliente. –¿Betún, señor? Más tarde, el mismo día, el hombre pasó por la esquina de una calle donde una vendedora de frutas tenía su puesto de venta, y vio una escena que llamó su atención. La mujer estaba durmiendo. Dos niños, uno que era vendedor de diarios y el lustrador de zapatos de nuestro relato, estaban delante del puesto. El primero, mayor y más fuerte, tomó tres manzanas grandes y salió sin pa-
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gar. El lustrabotas lo reprendió: –¡Eso es robar! ¡No debes hacer eso! El vendedor de diarios, rojo de rabia, levantó la mano para golpear al niño, pero el hombre lo impidió. El vendedor de diarios, asustado, corrió por la calle. –Actuaste bien –dijo el hombre, dirigiéndose al lustrador de zapatos–. Ahora, acompáñame. Ellos entraron en una sala. Después, el comerciante miró al niño, que continuaba llevando al hombro su caja de lustrador. –¿Cómo te llamas? –preguntó el hombre. –Santiago Lainez, señor. –¿Tus padres viven? –No, señor. Murieron. –¿No hay nadie que te cuide? –No, señor. –¿Cuántos años tienes? –Cumplí 11, en junio. –¿Qué pretendes hacer ahora? –Luchar por la vida. –¿Cuánto tiempo hace que tus padres murieron? –Perdí a mi madre hace tres semanas –y la expresión del niño cambió. Sus ojos se llenaron de lágrimas–. Ella estaba enferma hacía tiempo, y no podía trabajar. Mi padre murió el invierno pasado. Pero él no nos ayudaba con nada. Al decir eso, el rostro del niño se entristeció aún más. –Tu madre te amaba, ¿no? ¿Qué te dijo antes de morir? –preguntó el hombre, en voz baja. –Ella me dijo: “No robes, no mientas y no digas malas palabras, hijo mío; y Dios será tu amigo”. –¿Tu madre te enseñó a orar? –Sí, señor. Oro todas las noches. Algunas veces, los demás se burlan de mí, pero no me importa. Oro solamente a Dios, y me siento mejor. –Dios está atento a tu fe. Él hizo que viera lo honesto que eres, para que siempre sea tu amigo. –¿Usted será mi amigo? –¡Sí! Sé siempre honesto y obediente, y dí la verdad. –Haré eso –el niño contestó con firmeza. Santiago y su amigo fueron juntos a una tienda. Allí se bañó, y vistiendo ropas nuevas, nadie reconocía al niño que antes caminaba por la calle gritando: “¿Betún, señor?” Dios le había enviado a un amigo. Más tarde, Santiago estudió y fue una persona de éxito, siempre honesto y veraz. Autor desconocido
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Juancito dice la verdad Juancito estaba jugando con su barquito en la orilla del lago. La mamá le había prohibido entrar en el agua, pero como parecía que el agua estaba tan linda, casi sin darse cuenta, entró en el lago y empezó a jugar con el barquito. Después de algún tiempo, Juancito miró su pantalón y, viendo que estaba mojado, pensó qué debería decirle a la mamá al llegar a casa. Caminó despacito, esperando que el sol secara la ropa antes de llegar a casa. Pero el sol ya estaba detrás de las montañas. Cuando finalmente Juancito abrió el portón de casa, sentía frío en las piernas y los tobillos, pues el pantalón aún estaba mojado. Decidió no contar lo ocurrido a la mamá, sino una historia que inventó en el camino. Juancito tenía el mal hábito de no decir la verdad. La mamá, el papá, su maestra y su hermana mayor, Leila, todos trataban de ayudarlo a liberarse de ese mal hábito. Juancito también se esforzaba. A veces, decía una pequeña parte de la verdad. Otras veces, decía “casi” toda la verdad. Hacía poco tiempo había prometido a la mamá que nunca más diría una mentira. Se acordó de eso mientras iba a la casa. Por eso, esta vez no inventó una historia muy buena para disculparse. Decidió decir sólo parte de la verdad. No haría daño a nadie no decir toda la verdad... sólo esta última vez. Llegando a tal decisión, Juancito se sintió más animado cuando abrió la puerta y entró en la cocina. La mamá tenía una manera muy especial de descubrir las cosas, y Juancito la vio posar una mirada inquisidora en su pantalón mojado y sucio de barro. Él también los miró. Le parecían mucho peores a la luz de la cocina que allá afuera, en el camino de regreso a casa. Juancito no dijo nada. Sin mirar a la mamá, percibió su mirada observando sus pantalones mojados. Eso lo hizo pensar que debería conseguir una disculpa mejor. Quizá, podría contar un poco más de verdad y arreglar las cosas para que la mamá no supiera lo que realmente había ocurrido. Juancito quería que la mamá dijera algo en vez de solamente mirarlo, pero ella estaba ocupada preparando la cena y no dijo una palabra acerca del pantalón mojado. Aquella noche, el niño, que acostumbraba comer mucho, apenas probó el alimento. Pidió permiso para levantarse de la mesa antes de que sirvieran el postre. Juancito fue a la pieza. Empezó a pensar en la historia que planeaba contarle a la mamá. Entonces, su mirada cayó sobre un cuadro que estaba colgado en la pared. Era el retrato de la mamá. Juancito desvió rápidamente
la mirada, pero sus ojos nuevamente iban hacia la foto. Al ver una vez más la sonrisa del rostro de la mamá, sus ojos se llenaron de lágrimas. Ahora, él miró otro cuadro, en la pared opuesta, y vio a Jesús en el Jardín del Getsemaní. Eso era demasiado para él. Juancito se arrodilló al lado de la cama, y oró: –Querido Jesús, estoy arrepentido. Ayúdame a contarle la verdad a mamá. También la mamá había salido de la mesa. Fue a mirar la habitación de Juancito. Lo vio arrodillado, en la orilla de la cama. Retrocedió en silencio, fue a su habitación, se arrodilló en la orilla de su cama y oró por Juancito. Pocos minutos después, la mamá oyó un golpecito en la puerta. –Entra –dijo ella. La puerta se abrió despacito, y Juancito entró. Aún había lágrimas en su rostro y los pantalones continuaban mojados y sucios. La mamá le sonrió, y él corrió a sus brazos para pedirle perdón. Contó toda la historia; no la que había inventado. A partir de entonces, sólo contó la verdad.
El mayor Artista –Conocemos todos los colores del arco iris –dijo José. Pepe y él estaban pintando con su nueva caja de pinturas. Y su hermana mayor, Elvira, estaba con ellos. –Vamos a decirlos juntos –dijo Pepe, y entonces todos dijeron: violeta, añil (azul oscuro), azul, verde, amarillo, anaranjado y rojo. –De esos colores, Dios hizo muchas cosas, además del arco iris –dijo Pepe–. Vamos a ver cuántas cosas podemos recordar. ¿Qué hizo de color violeta? José no se pudo acordar de nada, y dijo: –Vamos a empezar desde la otra punta, con el rojo: rosas; muchas de ellas, son rojas. Las manzanas también son rojas. –No todas –dijo Pepe–. Pero las más lindas son rojas. –Los pimientos y los tomates – agregó José. –¡Sí! –dijo Pepe–. Y no te olvides del canario de pecho rojo, de alas negras y blancas. –El siguiente color es el anaranjado –dijo José–.Éste es fácil: ¡las naranjas! –El amarillo, lo encontramos en las flores del lapacho –dijo Pepe–; y el girasol también es amarillo. Y entre los pajarillos, los canarios... Y ¿no recuerdas aquel pajarillo
que vimos el otro día? Era parecido al canario, pero tenía alas oscuras. José afirmó con la cabeza, pero no se acordaba del nombre. Entonces Elvira lo ayudó, diciendo “Pintacilgo”. –El verde lo encontramos en el pasto, en los bosques y en los árboles –dijo José–. Y el azul aparece más que cualquier otro color, porque el cielo es azul. –Entre las flores –dijo Pepe–, está el miosótis. Y entre los pájaros, el azulón... –Ahora viene el añil –dijo José–. Elvira, ¿no te parece que aquel color oscuro que las nubes tienen al ocaso del sol es el añil? Quiero decir, aquel azul oscuro que tiñe las nubes después de que el Sol se pone. Elvira concordó en que la idea era correcta. –Ahora sólo falta uno; el que no pudiste recordar al principio –dijo Pepe–. ¿Qué flor tiene el color violeta? José sacudió la cabeza. Pepe soltó una buena risa y dijo: –¡Las violetas, por supuesto! ¡Y las uvas también! José y Pepe juntaron los pinceles y las pinturas para guardarlos. Ya era tarde. Elvira miró por la ventana. –Vamos afuera –dijo ella. El sol acababa de ponerse, y franjas de amarillo oro y rojo rosado aparecían en el occidente, en contraste con el cielo azul oscuro. –¡Azul, amarillo, rojo! –dijo Pepe, mientras Elvira señalaba hacia los lindos colores. –¡Mira! También veo un poco de violeta, y de añil. Creo que es Dios el que hace todos los colores; de lo contrario, no estarían en el arco iris. Creo que ahora mismo él está coloreando el cielo... –¿Cómo sabes que él está pintando el cielo? –preguntó José. –Bueno, José –dijo Pepe–, nadie más lo podría hacer. Estoy seguro de que él también pinta las hojas, antes de que caigan de los árboles, en el invierno. Nosotros nunca podremos pintar cosas tan hermosas como Dios, ¿verdad, Elvira? –Tienes razón –afirmó Elvira. –Dios es el mayor pintor –dijo Pepe, mientras observaba las nubes que cambiaban de color, del dorado al rojo, del rojo a púrpura y después al gris. –¿Por qué piensas que él hizo el mundo tan hermoso? –preguntó Elvira. –¿No te parece –preguntó Pepe– que es porque él nos ama, y quiere que haya cosas hermosas para agradar nuestra vista? –Así es –dijo Elvira.
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La Tierra Nueva ¿Alguno de ustedes y su familias se mudaron a una casa nueva? (Figura) ¡Qué hermoso parecía todo! Les gustó el nuevo hogar. Quizás ustedes hayan ayudado a papá y mamá a dejar en orden las habitaciones, el piso y el jardín. Cuéntenme cómo fue. (Anime a los niños a hablar de las cosas nuevas que poseen. Muestre un objeto nuevo y otro semejante, pero viejo.) A todos nos gustan las cosas nuevas, ¿verdad? ¿Sabían que un día tendremos un mundo nuevo? Sí, Dios prometió crear un mundo nuevo. La Biblia nos habla acerca de eso. (Leer párrafos cortos de Isa. 65 y Apoc. 21 y 22.) ¿No es maravilloso? Su papá tuvo que pagar el nuevo hogar, y tiene que pagar los muebles, las ropas y los juguetes que ustedes usan. ¿Piensan que él tendrá que comprar una casa en el nuevo mundo? ¿Cuánto, piensan ustedes, que tendrá que pagar por ello? ¡Sí! Ese nuevo hogar será gratis, pues es un regalo de Dios. Por la manera en que vivimos aquí, mostramos si deseamos o no vivir con Dios. Cuando hacemos algo malo, pedimos a Jesús que nos perdone; también pedimos que nos ayude a ser buenos niños y niñas. Si vivimos para Jesús todos los días, podremos vivir con él para siempre, en ese nuevo hogar. En ese mundo nuevo no existirá Satanás, para tentar y dañar a los niños y las niñas. No habrá nadie malo allí. No habrá espinas en las rosas, ni en las moras silvestres. En ese mundo nuevo, las flores nunca se marchitarán; ni siquiera se secarán. Nadie llorará, porque siempre estarán felices. Nunca se enfermarán (figura). Nunca más necesitarán un médico o una enfermera para darles una inyección, y nadie morirá. Hoy, nuestro mundo tiene muchas flores (figura), árboles y otras cosas bellas. Pero, Satanás trata de arruinar todas las cosas hermosas que hizo Dios. Él no quiere que las personas sean felices; no quiere que amen a Jesús. No quiere ni aun que piensen en el hermoso mundo nuevo que Jesús está haciendo. Un día, Dios destruirá a Satanás y a todas las personas que hacen lo que él quiere. Sí, Dios desea que, por la manera en que vivimos, mostremos que lo amamos. Cuando somos bondadosos con los demás, mostramos que amamos a Dios. Cuando compartimos nuestro alimento y nuestros juguetes con los niños pobres, mostramos nuestro amor a Dios. Cuando damos dinero para ayudar a los misioneros,
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mostramos nuestro amor a Dios. Mostramos nuestro amor cuando aprendemos las lecciones de la Biblia, y cuando nos quedamos quietitos durante la oración. Cuando hablamos acerca de cosas buenas y cuidamos bien de nuestro cuerpo, mostramos nuestro amor a Dios. ¡Sí, hay muchas maneras de mostrar a Dios que lo amamos! Entonces él es feliz, y nosotros también. Tenemos mucha más alegría cuando hacemos bien las cosas. María y Tomás tenían dos casas. Una era en la ciudad y la otra, en la playa. Durante el verano, María y Tomás vivían en la casa junto al mar. Allí podían nadar. Podían observar los cangrejos en la arena. Podían observar las aves, cuando venían a la playa buscando alimento. Entonces, cuando llegaba el invierno, María y Tomás volvían a vivir en la ciudad. ¿Saben que en el lindo mundo nuevo ustedes también podrán tener dos casas? Jesús está preparando un hogar para ustedes ahora. Está en la Nueva Jerusalén. Éste es el nombre de la ciudad que habrá en la Tierra Nueva. (Leer Juan 14:1-3.) Éste será su hogar en la ciudad. Pero ustedes también construirán una casa afuera de la ciudad. ¡Qué lindo será esto! Díganme, ¿qué especie de hogar quieren construir? ¿Qué mascotas quieren tener? Hagamos de cuenta que estamos construyendo una casa, ahora. (Prepare la escena, en la mesa de arena o en el franelógrafo.) Jesús no está lejos de nosotros, mientras construimos. Vamos a ponerlo justamente aquí. Vean su rostro amable, qué feliz está porque queremos habitar con él. ¿Ustedes están viendo las cicatrices en sus manos, del momento en que fue clavado en la cruz? ¡Oh, cuánto ama a cada uno de nosotros! En nuestro hermoso hogar, también habrá ángeles. Ellos nos cuidan en este mundo, y también quieren que estemos con ellos en el cielo. Aquí tenemos una figura de la Nueva Jerusalén. Miren los hermosos muros coloridos que hay alrededor. Y observen también esos portales. Cada portal está hecho de una gran perla. (Mostrar, si es posible una perla, o figura.) Las calles son de oro, tan puro y resplandeciente, que parecen de oro vidriado. El bello río que cruza la ciudad es transparente, y vemos con facilidad los peces nadando en él. Estoy ansioso por ver el lindo hogar que Jesús tiene para mí en aquella bella ciudad. ¿Ustedes también lo quieren conocer? ¿Qué especie de material usarán para construir su casa de campo en el nuevo mundo? Quizá piedras azules o piedras verdes; o quizá prefieran piedras amarillas.
O tal vez ustedes prefieran trepaderas y flores, en vez de piedras. Pero sea cual sea la especie de casa que ustedes construyan, será bella y cómoda. Y además, nadie podrá sacarlos, pues ese hogar estará en el nuevo mundo de Dios. ¿Qué animales querrán tener como mascota? Pueden ser de cualquier especie. Vamos a poner algunos leones aquí, junto a este árbol enorme. Y aquí están algunos elefantes; vamos a ponerlos juntos en ese lago azul. Incluso tenemos jirafas, para poner en el pasto de adelante. Miren aquí, también, un hermoso oso, con pelo que parece de lana. ¿Piensan que tendrán miedo de esos animales? ¡Oh, no! ¡En el cielo, ninguno de los animales les hará daño alguno! Todos serán mansos, como el perrito y el gatito que varios de ustedes tienen en casa. ¡Cuán bondadoso es Dios, que nos promete un hogar en el cielo! Él dice: “He aquí hago nuevas todas las cosas”. Vamos a inclinar la cabeza y pedir que él nos ayude a ser niños y niñas de Jesús, y a estar con él en aquel nuevo mundo.
Mimí y Mansito El perro estaba todo encogido en un rincón de la puerta, cuando la señora Matilde fue a buscar la botella de leche. Sintió lástima de sacarlo, pero quería esconderlo del hijo. Hacía tanto frío... Si no tuviera la gatita, quizá el perro podría quedarse; pero dos animales, enemigos por naturaleza, ¡era imposible! –Mamá, mamá, –era la voz de Carlitos, que venía corriendo, y antes de que la madre pudiera cerrar la puerta, dijo: – ¡Oh! qué hermoso, mamá. ¿habrá pasado la noche afuera, con ese frío? –Claro que siento lástima por él, Carlitos; pero no podemos tenerlo con nosotros. Ya tenemos a la gatita. Y cerró la puerta. Carlitos no dijo nada. Corrió para despertar a la hermana. –¿Sabes, Teresa? Un perrito pasó la noche en nuestra puerta. Mamá no quiere que se quede, porque tenemos a la gatita. ¿Qué podemos hacer? Teresa agrandó los ojos: – Debemos hacer algo –dijo ella, levantándose rápidamente.
Entonces, escucharon ladridos y el ruido de alguien que corría. Fueron a la puerta con la madre, a tiempo de ver a un niño saltando el muro del jardín hacia afuera, dejando caer el pan que el panadero les había dejado. –¡¿Viste, mamá, viste?! –gritaba Carlitos, contento–. Si no fuera por el perrito, hoy no tendrías pan. –Él es nuestro guardián; déjalo que se quede, mamá –insistió Teresa. –¿Qué voy a hacer? –suspiró la señora Matilde, recogiendo el paquete caído. Mimí, la gatita, se erizó toda al ver entrar al perro. Parecía celosa. –Ellos no se van a llevar bien –dijo la señora Matilde–. Ustedes se encariñarán con el perro y, después, no sabré con quién quedarme. –Con los dos, mamá –concluyó Teresa–. Carlitos se encarga del perrito y yo de la gatita. Vamos a hacer las paces entre ellos. En los días que se sucedieron, Mimi y Mansito (ése es el nombre que le dieron al perro) se miraban con desconfianza y nunca se acercaban uno al otro. Los niños se divertían tratando de lograr que hicieran las paces. Cierta mañana, la señora Matilde ordenó que los hijos se prepararan, pues irían a pasear a la casa de una amiga. –Los animales quedan afuera –dijo–. Dejaremos agua y comida en vasijas separadas. Y salieron. A las tres horas, se armó una tormenta. El cielo se oscureció, sopló un viento fuerte y la lluvia se descargó, impetuosa. La amiga de la señora Matilde cerró la casa y todos quedaron en la cocina. –Pobres animalitos –decía el niño–. ¿Cómo estarán? Cuando la lluvia disminuyó, la señora Matilde llamó un taxi. Ya oscurecía y hacía frío. Cuando llegaron, Teresa y Carlos corrieron al patio. ¡Qué sorpresa y qué alegría! Dentro de la canasta de ropa sucia, en la galería, Mimí y Mansito dormían juntos. La madre se rió con los hijos. –La tormenta los hizo amigos –dijo–. Las personas somos iguales, hijos. La aflicción nos une. Desde entonces, el perro y la gatita continuaron amigos, para alegría de los niños.
La firmeza de Ernesto –Ernesto, hijo; siento que moriré. Siempre fuiste un buen niño, pero ahora no tendrás más mi dirección.
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Prométeme que obedecerás a Dios como lo hiciste hasta hoy. –Lo haré, mamá –contestó Ernesto, sollozando. Y así, ese niño de 12 años quedó solo en el mundo. Solo porque los parientes no mostraron interés en tener alguien más para cuidar. Y Ernesto se dio cuenta de eso al dirigirse a ellos por ayuda. “Voy a buscar un empleo”, pensó el niño; y se dirigió a una gran fábrica de juguetes. –Tengo doscientos pesos de la venta de los pocos muebles de mamá, mi cama y alguna ropa –dijo él al gerente. –¿Y dónde piensas vivir ahora? –No lo sé. Mis tíos quieren que pague una pensión, pero no sé si ganaré como para eso. Si usted pudiera conseguir un lugar para mí... –Eso es difícil, niño. En todo caso... ¿tienes miedo de quedarte solo? –No, señor, soy cristiano –fue la respuesta. –En ese caso, puedes dormir en un rincón de la fábrica. Y si trabajas bien, no te faltará comida. ¡Cómo se alegró Ernesto! Esa misma noche armó su camita en un rincón, entre pedazos de madera recortados en forma de autitos, animales y muñecos. El trabajo que le asignaron era liviano y agradable, y el bondadoso gerente encargó al cuidador que le de las comidas. Entre los empleados de la fábrica, un joven llamado José empezó a interesarse especialmente por Ernesto. Le traía algo rico de vez en cuando y trataba de agradarlo. Ernesto retribuía ese afecto. Cierta noche de frío, después de la oración habitual, Ernesto se abrigó debajo de las frazadas y se durmió enseguida, pues estaba cansado. Se despertó después de algunas horas, con un suave golpe en la puerta. Sentándose en la cama un poco sobresaltado, preguntó: –¿Quién es? –Soy yo, Ernesto; no tengas miedo –el niño reconoció la voz de José–. Abre la puerta, quiero hablar contigo. –No es posible, José, tengo orden de no abrir la puerta a nadie durante la noche. –Entonces, abre un poco la ventana cerca de tu cama, que tengo algo importante para decirte –continuó José siempre en voz baja. Intrigado, Ernesto obedeció, y entonces José le dijo que necesitaba de su ayuda. –Nosotros podemos ganar mucho dinero, Ernesto, si solamente me pasas por la ventana, durante la noche, al-
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gunos de esos juguetes apilados. Nadie se dará cuenta de que faltan. ¡Son tantos! Podremos hacer esto siempre que esté lista una encomienda. ¿Qué tal? ¡Cómo se sintió Ernesto! Su corazoncito empezó a latir con fuerza, agitado. Contestó con firmeza: –¡No, José! ¿Sabes que eso es robar? Si yo hago eso, el señor Olivera perderá la confianza en mí. –Pero él no lo sabrá, ni los demás. –Pero Dios sí lo sabe. Eso es pecado. José intentó en vano convencer al niño, y entonces lo amenazó. Los dos estaban solos en medio de la oscura noche fría. La fábrica era aislada, y con un empujón José podría abrir del todo la ventana. Ernesto temblaba percibiendo todo eso, pero recordó la promesa hecha a la madre y dirigió a Dios una oración. Mientras José aún lo amenazaba, Ernesto empujó con fuerza la ventana, bajó rápido la cerradura, antes de que José pudiera hacer algo. Escuchó aún las malas palabras de José. Sentía las piernas que le temblaban, pero su conciencia estaba tranquila. Cuando todo volvió al silencio, Ernesto agradeció a Dios y se acostó otra vez. Le costó dormirse, pensando: “¿Era para eso que José se había mostrado tan amigo mío? ¿Vendrá a la fábrica mañana? ¿Continuará amenazándome?” ¿Qué importaba? Podía dormir tranquilo: hasta acá lo había ayudado Dios..
Mi querido abuelito Todas las tardes, Alfredo, Luis y yo jugábamos a la pelota en un campo cerca de casa. Al lado, vivía el señor Domingo, un viejecito de cabellos muy blancos, encorvado, con anteojos de lente grueso. Caminaba apoyado en un bastón, que también usaba como arma cada vez que alguno de nosotros se burlaba de él. Yo no sabía por qué, pero veía en él a mi abuelo, que no había conocido. El señor Domingo vivía solo; parecía peleado con la vida. Siempre nos corría y no nos dejaba jugar, y por eso, terminábamos burlándonos de él. Cierta tarde, al volver de la escuela, pasé por la vieja casa y tuve la curiosidad de mirar por la ventana. El viejito estaba allí, con un porta retrato que tenía la foto de un niño. Abrazaba y besaba la foto como si ella
tuviera vida. Vi rodar una lágrima de sus ojos. Para no ser visto, salí despacito y, en un instante, estaba en casa. –¡Flavio, qué cara tienes! ¿Ocurre algo? –Mamá, vi al señor Domingo llorar, mirando la fotografía de un niño. Ella abrió un cajón y sacó un viejo álbum de fotografías. Se sentó a mi lado; miró una foto con emoción. –¿Ves a ese hombre uniformado? Es tu abuelo. Él fue a la guerra, de la que nunca más volvió. – ¿De veras, mamá? –Sí, Flavio. Y como él, muchas personas dieron la vida por su país. Pero las cosas no fueron fáciles para quien logró volver de ese horror. Esas personas aún sufren por los recuerdos de todo lo que pasaron. –¿Y conociste a alguien así, mamá? –Lo conozco; y tú también. Uno de ellos es el señor Domingo. Él sufrió mucho en la guerra. Allá, perdió a su joven hermano, cuando fue llevado por un barco enemigo. –No sabía eso... –Ese hermano era como un hijo para él, ya que los dos perdieron a sus padres siendo pequeños. Hoy, él está solo y triste. Mamá cerró el álbum con cuidado, y lo llevó a su lugar reservado. Me quedé mirándola sin saber qué decir. En aquel momento, pude entender todo. Aquélla fue una noche difícil. Soñé que corría al encuentro del señor Domingo pero no podía abrazarlo. Él desaparecía antes de acercarme. Al otro día, fue difícil estudiar. La maestra tuvo que llamar mi atención varias veces. Pensaba en lo mal que me había comportado, rompiendo vidrios y atormentando al pobre viejecito con juegos malvados... Sentí vergüenza de mí mismo. Conté lo sucedido a Alfredo y a Luis, que sintieron la misma vergüenza. Entonces, tuvimos una idea. Después de clases, fuimos a una florería y compramos el capullo de rosa más hermoso que había allí. Depositamos en él todo nuestro cariño y arrepentimiento. Llegando a la casa del señor Domingo, tomé coraje y llamé a la puerta. –Son ustedes, que ya vinieron a molestarme, sus... Él se calló al ver, asustado, el capullo de rosa en mis manos. –Mis amigos y yo vinimos a pedirle perdón por todo lo que le hicimos. ¿Puede perdonarnos? Sus ojos se llenaron de lágrimas. –Bueno, una cosa más –continué–. Ninguno de nosotros tiene abuelo, y nos gustaría que usted fuera nuestro
abuelo. ¿Nos acepta como nietos? El señor Domingo empezó a llorar. Yo nunca había visto a alguien llorar de esa manera. –Señor Domingo, queremos ser la familia que usted no tiene. ¡Nos abrazó tan fuerte! Lloramos juntos por un buen tiempo. Alfredo tomó el pimpollo de rosa de mis manos y se lo entregó, con una sonrisa. Luis se aproximó y dijo lo que su corazón le dictaba en ese momento: –Señor Domingo, nuestra amistad será tan hermosa como este capullo; pero durará más que él. Nuestro “abuelo” contestó, enjugando las lágrimas: –¡Niños, prometo ser el mejor abuelo del mundo! Sólo pude mirarlo y decirle: –Hasta la próxima, querido abuelito. Roberta Nogueira da Silva Oliveira
El niño Moisés Miren la figura de una gatita mamá con sus hijitos. (También sirve la figura de cualquier otro animal, mamá e hijos.) Miren cómo mira la gata a los gatitos. Ella los ama mucho, pues son sus hijos. Los alimenta y limpia. Trata de defenderlos de otros animales. Ella ahuyenta al perro que se atreva a aproximarse a su pequeñita familia. ¿Por qué será que ella cuida de ellos con tanto cariño? ¡Oh, sí! Es porque los ama. Ellos son sus hijos, y quiere que crezcan y se conviertan en gatos grandes y fuertes. Aquí está la figura de un bebé y su madre. Esta madre también ama a su bebé. Ella hará todo lo que pueda para que su hijo viva bien y sea feliz. Miren cómo están jugando. Ellos van a la iglesia todas las semanas, y saben que los niños y las niñas que aman a Jesús son bondadosos unos con otros. ¡Oh, sí! somos hijos de Dios, de manera que también tenemos amor en nuestro corazón. La mamá y el papá sabrán que los amamos, por las cosas que hacemos por ellos. El bebé sabrá que lo amamos, por la manera en que le sonreímos. El hermano y la hermana sabrán que los amamos por la manera en que jugamos con ellos. Nuestros compañeros sabrán que los amamos por la manera en que los tratamos. (Enumere maneras de mostrar nuestro amor, en el hogar y en el vecindario.) Hace muchos años, un lindo bebé vino a vivir en una casita de barro. El nombre de su madre era Jocabed (mientras habla, el profesor pone las figuras en la caja de arena o franelógrafo), y el nombre del padre era Amram. El bebé
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tenía un hermano llamado Aarón y una hermana mayor, llamada María. No sabemos qué nombre le pusieron a ese querido bebé al principio. Quizá, simplemente lo llamaban “bebé”. ¡Cuánto amaban a ese niñito! Pero todas las veces que lo miraban, se entristecían. No era que él estuviera enfermo; no era porque no pudiera caminar ni hablar. Era por causa del rey malvado que vivía en aquella tierra. Ese rey no amaba a Dios. Tampoco amaba a los bebés hebreos; tenía miedo de que, cuando ellos crecieran y se convirtieran en soldados, lucharan contra él. De manera que mandó que todos los niños de los hebreos fueran arrojados al río. Ocurre que Amram y Jocabed eran hijos de Dios, y creían que él los ayudaría a salvar a su bebé. Lo conservaron escondido en casa hasta la edad de tres meses. Quizá María y Aarón hamacaron la pequeña cuna en que él dormía, para que no llorara. No querían que nadie, especialmente los soldados del Rey, supieran que había un bebé en casa. Pero, a medida que el hermanito crecía, su llanto era cada vez más fuerte. Jocabed sabía que tendría que hacer algo. El padre, Amram, tenía que trabajar arduamente para el Rey todos los días, pero él también amaba a su hijito. Ambos amaban a Dios y oraban pidiendo que él los ayudara a salvar a su bebé de los soldados. Ellos estaban seguros de que su amante Padre celestial los ayudaría. La Biblia dice: “No temieron el decreto del rey” (Heb. 11:23). Jocabed tuvo un plan maravilloso. A María y Aarón también les pareció que el plan era bueno. Ellos quisieron ayudar a la madre con el plan. La madre haría un canasto como un pequeño barco, para el bebé. Pondría al bebé en ese canasto y lo escondería en medio de los juncos y las flores que crecían a orillas del río. Pondrían al bebé en el río, así como el rey había mandado, pero él estaría protegido en su barquito. María y Aarón ayudaron, trayendo a Jocabed los altos tallos de junco que crecían en el río. ¡Qué felices estaban por demostrar cuánto amaban a su hermanito! Pronto, la madre tuvo listo el pequeño canasto. Pasó betún por dentro y por fuera del canasto, para que el agua no entrara y mojara al bebé. Cuando el betún se secó, forró el canasto con algún material blando. Quizá María ayudó a tejer una suave frazada de lana para el bebé. Finalmente, todo estuvo listo. Cada uno le dio un beso de despedida al bebé, y él fue puesto en el botecito. Quizá muy temprano, de mañana, antes de que salga el sol, Jocabed y María llevaron su precioso canasto al río. Quizá aun el pequeño Aarón haya ayudado, mirando alrededor para ver si no había por allí alguno de los solda-
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dos del rey. Hubo algunos más que fueron al río con Jocabed y María. La madre no los veía; María tampoco los veía. Pero allí estaban. ¿Quiénes piensan ustedes que eran ellos? ¿Los soldados? No; no estoy pensando ahora en los soldados. Sí pienso en los ángeles que Dios envió para vigilar aquel querido bebecito en el canasto, y en su amorosa hermana María que, sin ser vista por los demás, observaba de lejos. María se puso muy contenta de poder vigilar al hermanito. ¿Se habrá cansado al estar en medio de los juncos de la orilla del río? Seguramente se cansó, pero ella era una niña que amaba a Dios y a su hermanito. Jocabed oró a Dios, pidiendo que cuidara a su bebé; y él lo hizo. Envió ángeles que guiaron a una hermosa joven cerca del canasto, que estaba en el río. Esa joven amable era la hija del rey. El pueblo la llamaba “Princesa”. Cuando la princesa vio el pequeñito canasto que flotaba en el río, sintió curiosidad. Mandó que una de sus siervas lo buscara. María veía todo. ¿Qué le ocurriría ahora a su hermanito? ¿Qué haría la princesa con él? ¿Nunca más tendría María la oportunidad de tomarlo en brazos y cantarle himnos? ¿Lo sacaría la princesa del canasto y lo tiraría al agua? ¡Oh, no! Cuando la princesa vio el rostro de aquel lindo bebé, tuvo el deseo de quedarse con él; pero al niñito pareciera que no le gustó. No conocía a la princesa, y empezó a llorar. Cuando María se dio cuenta de que a la princesa le había gustado su hermanito, salió rápidamente de su escondite y le preguntó: “¿Quieres que vaya a llamar una de las hebreas que sirva de nodriza y te críe al niño?” La princesa le dijo que sí. María corrió entonces a la casa y llamó a su madre, y le dijo lo que había ocurrido. Rápidamente, Jocabed fue al río. ¡ Qué feliz estaba por saber que su amado Padre celestial había atendido su oración! –Lleve a este niño, y críelo para mí –ordenó la princesa–. Pagaré tu salario. Jocabed, Amram, María y Aarón estaban contentos al ver de nuevo a su bebé en casa. Más tarde, la princesa le dio un nombre al bebé. ¿Sabes cuál nombre fue ese? Sí, fue Moisés; y es por ese nombre que él fue conocido toda la vida. ¿Qué creen que habría ocurrido con Moisés si María no hubiera sido amorosa y bondadosa con él? ¿Qué habría ocurrido si ella hubiera ido a jugar con alguna de sus amigas, en vez de vigilarlo? Todos estamos contentos por que ella fue una hermana tan bondadosa. Nosotros también podemos hacer más feliz nuestro hogar si demostramos amor a todos.
Cojito, el cardenal El primer hogar de Cojito fue un espinal, cerca de un arroyo. El nido estaba hecho de hojas secas, pedazos de corteza de árbol, palitos de hierba y pasto. La madre quería hacer para sus bebés un nido suave y blando, de manera que lo forró con raíces de pasto y crin de caballo. El padre de Cojito era un músico maravilloso. Su lugar preferido para cantar era en la parte más alta de uno de los grandes árboles, no distante del nido. Su canto resonaba por encima de las copas de los árboles, como anunciando a todos que él estaba feliz. Sí, el padre de Cojito era un lindo cardenal de cabeza roja. Cojito, naturalmente, también era un cardenal. Dios creó el primer cardenal en el quinto día de la semana de la Creación. La madre de Cojito puso en el nido cinco huevos de un blanco azulado, con unas manchitas en rojo y castaño. El padre cardenal vigilaba cuidadosamente el nido, para advertir sobre algún peligro cercano. También cuidaba de conseguir comida para la madre cardenal, mientras ella empollaba los huevos. Cuando Cojito tenía dos semanas de edad, quiso dejar el nido y ver el mundo. Mamá y papá cardenal se alegraron cuando vieron a los hijitos, uno a uno, dejar el nido. ¡Eran tan menuditos! Cojito ensayó batir sus alitas. Al principio, sólo consiguió volar algunos metros, pero no se desanimó y lo volvió a intentar. Ésta era una de las lecciones que tendría que aprender. Después de algunos días, sus hermanos y hermanas, y él, pudieron volar a un gran árbol. El padre asumió el deber de alimentar a la hambrienta familia, mientras la madre cardenal estaba sentada sobre otro nido, lleno de huevos. Cojito acompañaba al padre a través del bosque, buscando insectos y semillas silvestres. Muchas veces encontraban semillas de girasol, en un comedero de jardín, puestas allí para ellos por alguien que los quería alimentar. (Es costumbre, en algunos lugares, poner un comedero en el jardín, con comida y agua, para que los pajaritos coman, beban y se bañen. Así, en vez de ahuyentar a los pajaritos, los atraen. ¿No sería interesante introducir entre nosotros esa buena costumbre?) Cojito creció y se volvió un pajarito muy lindo, muy parecido al padre. El pico y las alas eran de un hermoso colorido. ¡Qué bueno era ver volar a aquel conjunto de colores! Antes de cumplir un año de edad, Cojito sufrió un accidente; por eso, pasó a llamarse Cojito. Nadie sabe qué ocurrió, pero de alguna manera le cortaron una pierna.
Fue mejor, para Cojito, haber perdido una pierna, y no una de sus alas. Podía volar con una pierna sola. Pero, con una sola ala, ¿cómo volaría? Cojito pronto aprendió a equilibrarse sobre una patita sola, y parecía feliz. Cojito no se alejaba mucho del lugar donde nació. Cuando sentía hambre, iba al comedero, en el jardín de la casa cercana, y allí encontraba comida. A las personas que vivían en aquella casa les gustaba verlo. Muchas veces tuvieron deseos de poder hablar con él y preguntarle cómo había perdido la piernita. Pero, por supuesto, él no podría explicar. Ellos querían tenerlo entre sus pájaros amigos. Temprano por la mañana, especialmente en invierno, Cojito volaba a la parte más alta de un gran árbol cerca del comedero, y esperaba que pusieran comida. Entonces se equilibraba sobre su única pierna y comía con gusto.
El juego de las escondidas Los niños jugaban en la calle. Con el rostro vuelto hacia la pared de un muro, Agustín terminaba de contar –47, 48, 49, 50. ¡Piedra libre!. Jugaban a las escondidas. Agustín debía buscar a los amigos, que se habían escondido por los patios y los terrenos baldíos, como requiere el juego. De lejos, por debajo de un auto estacionado, Agustín vio los pies de Víctor y gritó: –Víctor detrás del auto. ¡Piedra libre para todos mis compañeros –y golpeó con su mano el muro. Así, uno a uno, los amigos eran descubiertos de sus escondites y tenían que volver al lugar en el que el juego había empezado; uno por uno, menos Lautaro. Al principio del juego, él estaba escondido debajo del tanque de la señora Linda, pero parecía que aquel lugar no era muy protegido. De repente, Lautaro vio una heladera vieja, muy oxidada, tirada en el patio. De vez en cuando, la señora Linda juntaba cosas viejas fuera de la casa; una pésima costumbre, pues es así que, a veces, surgen focos de infección porque se juntan insectos dañinos para el hombre. Cocina vieja, olla rota, goma sin uso, todo iba a parar a un rincón del terreno de la señora Linda. El patio parecía un basural. –Bueno, en aquella heladera nunca me encontrarán –pensó Lautaro. Rápidamente, corrió a la heladera, retiró las rejas y entró. Encogido, cerró la puerta y esperó. El tiempo fue pasando, Agustín no encontró a Lauta-
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ro. Todos los demás niños fueron descubiertos. El juego terminó. Entonces, alguien gritó: –Lautaro, puedes salir del escondite. Ganaste. Nada. Nadie oía ninguna respuesta. Los chicos se preocuparon. –¿Qué pasó? –preguntó Víctor. Todos decidieron buscar a Lautaro. En cajas viejas, troncos huecos de árbol, y hasta en la casa abandonada, al final de la calle. Pero no lo encontraban. El tiempo continuaba pasando. Dentro de la heladera, Lautaro empezó a sentir que le faltaba el aire. Decidió abrir un poquito la puerta, para poder respirar mejor. Los pies le dolían. Parecía que mil hormiguitas paseaban por sus piernas. En aquella posición incómoda, él no podía moverse bien, y la puerta de la heladera, como era vieja, sólo se abría desde afuera. Mientras, Pedro venía de uno de los lados de la calle, diciendo: –Por aquí tampoco está. No sé dónde más buscarlo. –Ya verificamos por allí. A la casa, él no volvió –dijo Pepe. Los chicos se quedaron allí, cerca del patio de la señora Linda. Unos estaban sentados en la vereda, otros se recostaron en un árbol. Y Lucas percibió algo: –Miren aquello. Hoy por la mañana, las rejas de aquella heladera vieja no estaban tiradas en el piso. Todos sospecharon. Corrieron al lugar. Tiraron de la puerta de la heladera vieja con fuerza. Allí estaba Lautaro: la cabeza caída a un costado, desmayado, pálido como una hoja de cuaderno, con los labios morados. En ese mismo momento, llamaron al marido de la señora Linda. El hombre vino corriendo, puso al niño en el auto y fue directo al hospital. Allí, recibió tratamiento. Le aplicaron una inyección contra el tétanos. ¿Sabías que entrar en contacto con cosas oxidadas puede causar tétanos? Y muchas partes de aquella heladera estaban oxidadas. Más tarde, cuando Lautaro ya estuvo fuera de peligro, la señora Linda decidió que vendería la heladera. Los chicos agradecieron a Dios por haber encontrado a su amigo a tiempo para socorrerlo. Poder conversar con Lautaro fue un alivio. Todos se habían llevado un gran susto. –Aprendí una lección –contó Lautaro a los compañeros–: es muy peligroso esconderse en lugares tan cerrados como armarios, roperos o aquella heladera vieja. Ustedes no se imaginan qué feo es sentir que no puedes respirar porque no hay oxígeno. Y aquella fue una lección que cada amiguito de Lauro también aprendió. Sueli Ferreira de Oliveira
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Los ángeles vigilaron a Tomás –No dejes de vigilar a Tomás mientras termino un trabajo allí abajo –encargó la mamá mientras bajaba los escalones del sótano. El papá hacía una semana que estaba de viaje por su trabajo, y había muchas tareas extra para hacer. Luisa, la niña que ayudaba a la mamá en los trabajos domésticos, dijo que debía cuidar bien de Tomás. Aquel día caluroso y húmedo, en las islas hawaianas, los niños estaban aburridos y querían algún pasatiempo interesante. Después de algún tiempo, la mamá estuvo de regreso. –Arreglaré la casa y después cenaremos. ¿Dónde está Tomás? –preguntó ella. –Él estaba aquí hace un minuto –contestó Luisa–. Debe estar jugando en la galería. Pero Tomás no estaba allí. No estaba en el sótano. Tampoco estaba en el jardín del frente. La mamá corrió a la calle para ver si Tomás había huido, pero no había señal de él. ¿Dónde estaría Tomás? Hacía poco que había aprendido a caminar, y probablemente había salido, con sus pasos vacilantes. ¿Pero hacia adónde? Rápidamente, Luisa y la mamá corrieron a la casa vecina, pero Tomás tampoco estaba allá. Estaba oscureciendo. Dentro de poco, todo el vecindario estaría en densas tinieblas, iluminada solamente por dos faroles de calle. La madre sintió mucho miedo al pensar en que el puente estaba a sólo ¡una cuadra de distancia! Ella siempre decía a los niños que debían quedarse lejos de aquel puente, que cruza un río lleno de piedras enormes. Algunos vecinos decían que muchas veces habían visto tiburones llegar a la desembocadura del río, especialmente por la noche. Luisa y las demás niñas se asustaron. ¿Qué ocurriría si Tomás hubiera ido en dirección del puente? Hacía solamente pocos minutos que se dieron cuenta de que no estaba, pero a todos les parecía que hacía mucho tiempo. Rápidamente la madre reunió a la pequeña familia en un círculo y oró pidiendo a Dios que enviara ángeles para que protegieran a Tomás, para que nada le ocurriera; y que lo encontraran pronto. Entonces, recomendando a los demás niños que esperaran en la galería hasta que ella volviera, la madre bajó corriendo la larga escalera del frente, hacia la calle, y fue en dirección al puente. Aún estaba claro, pero su corazón temblaba de susto. No obstante, sabía que Dios había atendido su oración, y en él confiaba. Le pareció que había transcurrido mucho tiempo, pero le llevó solamente un minuto o dos doblar la esqui-
na y llegar hasta el puente, ¡y entonces, lo encontró! ¡Allí, de la mano de una señora, Tomás estaba sano y salvo! –Tomás, Tomás, ¿dónde estuviste? –preguntó la madre, corriendo a su encuentro y estrechando en sus brazos a su pequeño gordito. Pero Tomás no sabía decir lo que ocurrió; él solamente demostró su placer al ver a la mamá, y sonrió alegremente al hombre y a la señora que allí estaban, deseosos de contar a la madre lo que había ocurrido. –Tomás corrió peligro, en serio –relató la señora–. Mi marido y yo volvíamos a casa desde la ciudad, cuando vimos a su niño caminando por la calle. Pensé que la niña que está con usted lo había llevado a pasear, de manera que no nos preocupamos, hasta que, cruzando el puente, oímos un llanto. Nos dimos vuelta y vimos a Tomás, intentando alcanzar una flor de maracuyá, bien en la barranca del río. Entonces, resbaló y quedó asido de la rama. ¡Corrimos para agarrarlo antes de que cayera al agua! ¡Las palabras no alcanzan para expresar la gratitud de la madre y de los demás miembros de la familia! Aquella noche, en el culto, todos dieron gracias a Jesús por haber cuidado al pequeño Tomás, y por la preciosa promesa de la Biblia: “A sus ángeles mandará acerca de ti para que te guarden en todos tus caminos”.
Los tres hebreos en el horno ¿Qué crees que quiere decir “ser valiente”? (Anime a los niños a expresarse de manera ordenada.) Muestras valentía cuando permites que mamá te saque una espina del pie. Muestras valentía cuando dejas que te coloque una inyección el médico o una enfermera. Muestras valentía cuando te quedas en la escuela sin tu mamá. Nosotros también mostramos valentía al ser bondadosos, al saber jugar sin molestar a los compañeros, al dejar que los demás jueguen con nuestros juguetes y al decir siempre la verdad. Si somos niños cristianos, siempre tendremos valentía. Ya aprendimos que Dios nos ve, no importa dónde estemos. Él está con nosotros donde quiera que vayamos, y cuidándonos. Era una vez tres muchachos (use las figuras del tablero de arena) que fueron llevados por un rey lejos de su hogar. Fueron llevados muy lejos, a una tierra extraña. A veces
se sentían tristes y solos, pero entonces oraban a Dios; sabían que él los amaba, y esto los hacía felices. Esos muchachos comían solamente cosas saludables, pues sabían que su cuerpo pertenecía a Dios. Tenían mucha valentía para decir “no” cuando les ofrecían comida que sabían que podría hacerles mal. Cuando esos muchachos crecieron, trabajaron para el Rey. El nombre del Rey era Nabucodonosor. ¿Verdad que es un nombre extraño? Al Rey le gustaba el trabajo que esos jóvenes hacían, pues eran buenos trabajadores. Hacían el trabajo exactamente como él quería que se hiciera. Un día, el Rey preparó una gran fiesta. Invitó a muchas personas de su tierra a la fiesta. Él había construido una gran estatua (explique) de oro, y quería que todo el mundo la viera. Quería que no sólo la vieran, sino también que se inclinaran delante de ella y la adoraran. El rey Nabucodonosor mandó que la banda de música tocara. Cuando la banda tocara, todos debían adorar a la enorme estatua. Los tres jóvenes, Sadrac, Mesac y Abednego, escucharon la música, pero no se inclinaron delante de la imagen de oro. No adoraban ídolos, sino al Dios del cielo, que creó todas las cosas. Algunos hombres contaron al Rey que aquellos jóvenes no se habían postrado delante de la imagen. Rápidamente, el Rey mandó llamarlos. Pensó que quizás ellos no sabrían lo que él quería que hicieran; siendo así, dijo que mandaría que la banda toque nuevamente; y entonces deberían postrarse delante de la imagen. Ellos dijeron al Rey que no podrían inclinarse delante de un ídolo, aunque fuera una imagen de oro, pues sólo adoraban al Dios del cielo, y únicamente a él oraban. Entonces, el Rey quedó muy enojado con ellos y dijo que los lanzaría a un horno de fuego muy caliente. –¿Quién es el Dios que puede librarlos de mis manos? –desafió el Rey. Los jóvenes eran muy valientes, de manera que respondieron: –Si nuestro Dios, a quien servimos, quiere librarnos, él nos librará del horno de fuego ardiente, y de tus manos, oh Rey. Si no, sepas, oh Rey, que no serviremos a tus dioses ni adoraremos la imagen de oro que levantaste. El Rey entonces se enojó más aún. Ordenó a sus soldados que calentaran el horno siete veces más que de costumbre. Entonces, mandó que ataran con cuerdas a Sadrac, Mesac y Abed-nego. El fuego estaba tan fuerte, que los hombres que lanzaron a los jóvenes al horno se quemaron. ¿Se había olvidado Dios de los jóvenes que eran tan fieles a él? ¿Acaso él no los amaba, como ellos lo amaban? ¡Oh, sí! Él los amaba. Él siempre se acuerda de
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sus hijos. Ocurrió algo maravilloso. Todo el pueblo estaba mirando para ver cómo los jóvenes eran consumidos por el fuego. ¡Pero nada de eso ocurrió! ¡Podían ser vistos caminando en el horno, en medio del fuego! Solamente las cuerdas que los ataban se quemaron. Lo más extraño fue que habían sido lanzadas solamente tres personas pero, cuando el rey Nabucodonosor miró, vio a cuatro personas en las llamas. ¿Quién era aquella otra persona que estaba en el horno? La cuarta persona era Jesús. Él había bajado del cielo para estar con Sadrac, Mesac y Abed-nego. Ellos lo amaban y fueron valientes; por eso, él no dejó que el fuego los quemara. El rey Nabucodonosor quedó pálido de susto. Se olvidó de la imagen de oro; casi se olvidó de que era Rey: se acercó al horno ardiente y llamó: –¡Sadrac, Mesac y Abed-nego, siervos del Dios Altísimo, salgan! Todos miraron y vieron a los tres jóvenes salir del fuego. Vieron que el fuego no les había hecho ningún mal. El pueblo de todas partes supo del gran poder y amor de Dios, porque Sadrac, Mesac y Abed-nego fueron valientes y fieles.
El mejor remedio Muy molesto por la ofensa, Marcelo caminaba por el bosque. Había decidido que Juan pagaría por lo que hizo. Llevaba un martillo, dos estacas y un pedazo de alambre. ¿Qué se proponía hacer? Vamos a seguirlo para ver. Se dirigió al interior del bosque. Eligió un lugar apropiado, precisamente antes de una curva del camino, y cuidando que nadie lo viera, clavó una estaca a la derecha y otra a la izquierda del camino. Después, ató un alambre con púas a unos 10 o 15 centímetros del suelo en una estaca, estirándolo hasta la otra estaca, y lo ató firmemente, más o menos a la misma altura. Atado como estaba, el alambre no se aflojaría con facilidad. ¿Para quién sería esa trampa? El alambre escondido en la curva del camino era capaz de hacer caer a cualquier persona que pasara por allí. ¿Por qué Marcelo hizo eso? ¿Sería un niño perverso? Continuemos observando qué ocurrió. Se oyeron pasos y, antes de que Marcelo pudiera esconderse, apareció el tío Matías, un anciano que desde hacía mucho vivía en el pueblo, y era conocido por todos. Era un gran amigo de los jóvenes y conocía a todos
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los niños del barrio. Se sorprendió cuando vio a Marcelo tratando de esconderse, y lo llamó. –¡Hola, Marcelo! ¿Qué haces por aquí? –¡Hola... tío Matías!... –contestó Marcelo, sin mucha animación. –¿Qué haces aquí, hijo? ¿Qué ocurre? ¿Qué hiciste? Marcelo no contestó. No podía mirar a los ojos al tío Matías. El anciano tomó la mano del niño, y juntos caminaron justo hacia la trampa de Marcelo. Cuando llegaron, el tío Matías la vio y dijo: –¿¡Quién habrá sido tan malo!? ¿Sabes quién hizo esto? Marcelo se quedó callado, bajó la cabeza y comenzó a temblar. –Comprendo, comprendo –dice el anciano–. Pero, ¿por qué hiciste esto, Marcelo? –Es que Juan... tomó mi barquito y fue... al lago, y... se perdió..., y no puede conseguir otro para devolverme –contestó Marcelo entre sollozos. –¡Ah! Entiendo perfectamente. Ahora quieres darle una lección, haciéndolo caer y lastimarse. –Sí, era eso lo que quería, tío Matías. –¿No crees que es una venganza muy mala? ¿No crees, Marcelo, que es peligroso hacer tales trampas? ¿No te das cuenta de que todos, personas inocentes y culpables, pueden lastimarse por igual? Debes hacer algo que le sirva de lección solamente a él; pero que sea algo que le sirva de lección para el resto de su vida. Algo que le afecte tanto, que él no lo olvide fácilmente. –¿Qué cosa? –¿Realmente lo quieres saber? Mira que es muy difícil aplicar ese castigo. –¡Sí, sí! ¡Dígame, no importa cuán difícil sea! –Bien, escucha. Lo primero, es sacar ese alambre de allí. Después, invita a Juan a que vaya a tu casa una tarde. Cuando él llegue, pide a tu madre un poco de limonada para dos, y sírvele. Después de refrescarse, invítalo a ir a la oficina de tu padre; antes, pide permiso a papá. Allí le dirás a Juan que le enseñarás a hacer barquitos a cambio de su ayuda. Antes del final de la tarde, tendrán dos barquitos mejores que el que te perdió, y le habrás aplicado un castigo del que no se olvidará jamás. Aquél que paga el mal con el bien hace que el otro se avergüence por la mala actitud. Y siempre hay una satisfacción en poder ganar otro amigo. ¿Qué tal si lo experimentas? –Sí, tío Matías. Sé que usted tiene razón, porque mi maestra dijo lo mismo el otro día.
Una mala acción fue enmendada Cierta tarde, la mamá de Gabriel le pidió que fuera a la tienda de la señora Ester para comprar un carretel de hilo azul. Ella estaba terminando un vestido que Sueli luciría en un programa especial de la iglesia. Justo cuando todo estaba listo, menos el ruedo, se terminó el hilo. Ella ansiaba terminar el vestido aquel día, porque el día siguiente sería viernes. ¡Siempre estaba muy ocupada los viernes, aún cuando no tuviera costura! Con el dinero para el hilo en el bolsillo, Gabriel se puso en camino hacia la tienda, que estaba a seis cuadras de allí. Caminó una cuadra, dos cuadras. Empezaba a sentir calor y sed. ¡Si consiguiera una bebida para aplacar la sed! Exactamente en ese instante sintió, con la brisa que pasaba, un aroma delicioso. ¿De dónde provendría ese olor? Gabriel miró alrededor, y aspiró: ¡Uvas! Sí, el aroma era de uvas maduras. Entonces Gabriel las vio. Una larga fila de parras de uvas se extendía allí, cerca de donde estaba; y en las parras, ¡cuántos racimos de uvas maduritas! Gabriel aspiró profundamente. Parecía que nunca había sentido un olor tan delicioso. Si conseguía un solo racimo, solamente uno... Gabriel sabía que las uvas pertenecían a dos señoras ancianas que vivían en una casa cercana, y que no estaban en casa. ¡Gabriel debía haber continuado el camino rápido! Pero se detuvo, con el fuerte deseo de tomar algunas de aquellas uvas. Cuanto más tiempo se demoraba, más crecía el deseo de saborearlas. Gabriel siempre fue un niño honesto, y realmente no deseaba robar. Pero finalmente, se dijo a sí mismo: “¡Ellas tienen tantas uvas! ¡Si yo tomo solamente un racimo, nunca lo descubrirán!” Unos pocos pasos, y ya estaba al alcance de los racimos más cercanos. Tomó un racimo y corrió hacia la vereda, camino de la tienda. Comió las uvas rápidamente, antes de que alguien lo viera. Las tragó tan rápido, que ni les sintió el gusto. Compró el hilo y volvió a la casa por otro camino. En casa, la mamá le tenía preparado un vaso de limonada. –Sabía que tendrías sed cuando volvieras, de modo que te preparé una limonada –dijo ella. A Gabriel le gustaba mucho la limonada. Pero, esta vez, la bebió lo más rápido posible y corrió hacia afuera. Se subió a la rama preferida de un árbol, y allí se quedó moviendo las piernas. Una voz interior le decía continuamente: “Aquellas uvas no eran tuyas. Las robaste”.
Aquella noche, cuando Gabriel oró antes de ir a la cama, la voz volvió a decirle: “Robaste aquellas uvas. ¿Qué harás ahora?” Él se esforzó mucho por pensar en otra cosa, pero no podía. También le costó conciliar el sueño. Lo mismo le pasó la noche siguiente, y la otra; pero eso no fue todo. La voz le habló cuando realizaban el culto familiar, y durante todo el día. “No puedes llevar de regreso las uvas”, decía la voz. “Pero puedes decir a aquellas señoras que estás arrepentido y pedir disculpas”. “¡No, no!”, pensaba Gabriel. “¡Nunca haré eso! ¿Qué dirían? ¡No puedo hacer eso!” La voz dentro de Gabriel era la voz de Dios que le hablaba. Dios amaba a Gabriel. Estaba planeando hacer de Gabriel uno de sus ayudantes. Planeaba para él un lugar en el cielo. Finalmente, Gabriel concluyó: “Algún día diré lo que hice”. Pero los días pasaban, y siempre Gabriel temía hacerlo. Hasta que, por fin, tomó una decisión: “Lo contaré la próxima vez que pase por allí”. Cuando llegó esa oportunidad, Gabriel miró la casa donde vivían las dos señoras. “Creo que no hay nadie en casa”, pensó, y corrió por la calle. Si Dios no hubiera amado tanto a Gabriel, habría dejado de hablarle mediante la voz de la conciencia. Pero, en vez de eso, la voz le dijo muy claramente: “¡Ve ahora, Gabriel, en este mismo minuto! ¡No tengas miedo!” Gabriel respiró profundamente, y con valentía fue a la puerta y tocó. Ningún ruido, sólo el latido violento de su corazón. Quizá realmente no estaban en casa. ¡Pero, no! Venía alguien. La puerta se abrió, y allí estaba una señora alta de cabellos blancos. Gabriel se sintió débil y pequeño... –¿Qué deseas? –preguntó la señora. –Necesito confesar algo –se aventuró Gabriel–. Un día yo pasaba por la calle, y tomé un racimo de uvas que le pertenecía. Lo siento mucho. Nunca más haré eso. ¡Nunca! El rostro de la señora tuvo una expresión de sorpresa, y entonces dijo bondadosamente: –¡Ah! ¿fuiste tú? Pues estoy contenta de que hayas venido para decírmelo. La próxima vez que tengas ganas de comer uvas, dímelo, y yo te daré algunas. –¡Muchas gracias! –dijo Gabriel. La señora cerró la puerta y Gabriel volvió a la casa. ¡Pero qué diferente era ahora Gabriel! El gran peso de su corazón había desaparecido. Se sentía tan feliz por eso, que no sabía si debía reír o llorar. La señora no se mostró nada molesta. ¿Por qué había esperado tanto tiempo?
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Toda la vida, Gabriel se acordó de la sensación de bienestar que tiene la persona cuando enmienda alguna acción equivocada.
Mi hermana Clara No veía la hora de llegar; pero, al mismo tiempo, sentía miedo. Era un miedo extraño a ser olvidada; que a todos les gustara ella más que yo. No podía explicarlo. Entonces, Clara llegó: tan pequeñita, envuelta en una frazada color rosado, en los brazos de papá, que la miraba como si ella fuera un pedacito de cielo. Mamá no se contenía de tanta felicidad. Abuelo, abuela, tío Lucas, tía Bruna; todos querían alzar a mi hermanita en brazos. Ella pasó a ser el centro de todas las atenciones. Y por causa de Clara, nadie más me prestó atención. En mi cuarto, acostada en la cama, lloré bajito para que nadie escuchara y sintiera lástima de mí. En un momento dado, tía Bruna llamó a la puerta y entró: –Carla, ¿qué pasó que lloras así? –me preguntó preocupada. –Después de que Clara llegó, nadie quiere estar más conmigo, tía. –¡Ah! ¡Entonces era eso! Ella se sentó en la cama, y me acurrucó en sus brazos. –Carla, ¿te pusiste a pensar que acabas de ganar una amiguita, alguien para jugar, pasear...? –Pero, tía Bruna, ¿siempre será así: Clara rodeada de personas y yo sola? –Ella aún es muy pequeña, necesita de cariño y de más atención que tú. Nadie dejó de amarte por causa de Clara; sólo que ahora necesitas aprender a compartir con ella el amor que antes recibías sola de tus padres. Será fácil, Carla. También la amarás. Ven; ella también te necesita. La tía Bruna me llevó a la habitación de mi hermana. Me acerqué a la cuna. Ella sacó a Clara de la cuna y me ayudó a sostenerla. Con aquellos ojos de bebé, un poco apretaditos, casi cerrados, vi que Clara me sonrío. Fue la sonrisa más hermosa del mundo. Más tarde, les conté a mis padres lo que había ocurrido. Pero ellos no me creyeron; dijeron que ella era muy chiquita para sonreír. De cualquier manera, aquella sonrisa me hizo descubrir cuánto amaba a aquel bebé, mi querida hermanita Clara. Roberta N. S. Oliveira
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El niño Samuel ¿Alguna vez desearon mucho algo? Quizás empezaron a economizar sus centavos y pesos, para comprar esa cosa, ¿verdad? Quizá una muñeca, un automóvil de juguete o un perrito de verdad, u otro objeto cualquiera. Quizás hayan pedido a mamá o a papá que se los diera en el día del cumpleaños. ¿Ya le pidieron a Jesús que los ayudara a conseguir algo? Fue exactamente eso lo que hizo la madre de Samuel. Ella quería mucho tener un hijo. Lo deseaba tanto, que le pidió a Jesús que le diera un hijo varón. Les contaré cómo ocurrió todo. (Use figuras en el tablero de arena.) La madre de Samuel se llamaba Ana, y el padre Elcana. Ambos amaban mucho a Dios, y siempre trataban de hacer lo que él quería que hicieran. Pero Ana se entristecía porque no tenía ningún niñito o niñita para alegrar su hogar. Cuando ella iba al Templo, veía a muchas madres y padres con sus hijos; entonces lloraba, porque se sentía muy triste y sola. Cierta vez, cuando fue al Templo, quedó mucho tiempo orando. Pidió a Dios que le diera un niñito para amarlo. Elí, el sacerdote (ministro) del Templo, habló con ella; dijo que Dios atendería su oración. Y así lo hizo. En menos de un año, Ana ya tenía en su hogar a un lindo niño. ¡Oh, cómo lo amaba y con cuánto cariño lo hacía dormir! Tenía placer en verlo comer y crecer. Le gustaba verlo jugar y correr; le gustaba oírlo hablar y reír. Le dio el nombre de Samuel. Ana era una madre muy buena, le enseñaba con mucho cuidado todas las cosas que él necesitaba saber. Él no era sólo su hijo querido, sino también un niño dedicado a Dios; cuando tuviera edad suficiente, viviría en el gran Templo, con Elí. Ana extrañaría mucho a su hijo, y Samuel extrañaría también a su mamá. Pasaron días, semanas y años, hasta que Samuel tuvo la edad suficiente para vivir en el Templo. Ana le hizo ropas nuevas. Ya estaban listos para ir. No sabemos exactamente cómo viajaron allí; sabemos que ellos no tenían automóvil, ni existía tren ni avión. Quizá fueron montados en un asno, o quizá fueron caminando. Cuando llegaron al Templo, Ana entregó a Samuel a Elí, el sacerdote. Elí quedó contento por tener ahora un niño como su ayudante. Samuel era obediente y colaborador. Aprendió a encender las lámparas y a pulir las altas columnas de oro del Templo. Elí lo amaba mucho, y Samuel también amaba a Elí. La madre de Samuel no se olvidaba de su hijo. Todos
los años iba al Templo para verlo y llevarle alguna ropa nueva que hubiera hecho. Los dos siempre se alegraban por encontrarse. Una noche, después de que Samuel se acostó, oyó a alguien que lo llamaba. Corrió rápido para ver a Elí, pues pensaba que era él el que lo estaba llamando. –Aquí estoy –dijo él. Elí contestó: –No te llamé; vuelve a acostarte. Samuel se fue a acostar pero, antes de dormir, oyó de nuevo su nombre. “Samuel”, dijo la voz. Él corrió a Elí por segunda vez, pues Samuel siempre era obediente. –Aquí estoy, pues tú me llamaste. Elí contestó: –No, no te llamé, hijo mío; vuelve a acostarte. Otra vez Samuel fue a la cama, y otra vez oyó que llamaban su nombre. Quizás algún otro niño no se habría levantado de la cama, pero Samuel siempre obedecía y acudió a ver a Elí por tercera vez. Elí comprendió que era el Señor el que estaba llamando a Samuel, de manera que le indicó que se fuera a acostar nuevamente, pero, si escuchaba su nombre otra vez, que dijera: “Habla, Señor, porque tu siervo oye.” El Señor llamó otra vez, y habló con Samuel. Le dijo muchas cosas que ocurrirían más adelante. Dios habló con Samuel muchas veces, después de eso. Dios sabía que Samuel siempre le habría de obedecer. Haría exactamente lo que él le mandara hacer. Hoy, Jesús también necesita niños y niñas que estén dispuestos a obedecer.
Cangurito Cangurito es un bebé muy divertido. Vive en una bolsa, y no es más grande que mi pulgar. ¡Cómo crece! Vive todo el día en la bolsa de la madre; come, duerme y crece... Cangurito vive en una isla muy grande, llamada Australia. Allí existen muchos canguros. Algunos son pequeñitos como conejos. Otros son grandes, y alcanzan los dos metros de altura. Algunos viven en la tierra, otros en árboles. Estos últimos son capaces de saltar desde una altura de quince metros, al piso. La madre de Cangurito también da saltos grandes. Ella tiene las patas de adelante muy cortas y las de atrás muy largas. También se sirve de su larga y fuerte cola
como si fuera otra pierna. Cuando quiere llegar rápido a un lugar, da saltos grandes. Usa la cola, grande y poderosa, para dar el impulso del salto. Entonces corre, a los saltos, llevando siempre en su bolsa a Cangurito, que allí está bien seguro. La madre de Cangurito no ataca a otros animales, pero, si algún animal trata de atacarla, se defiende con sus grandes patas traseras. Pero la mayoría de las veces ella simplemente huye a los saltos. Un día, algunos cazadores quisieron atrapar a la madre de Cangurito. Ella temió no poder huir de ellos con Cangurito en la bolsa, y por eso lo puso en medio de un espinal. ¡Pobre Cangurito! Empezó a pensar “¿Qué me ocurrirá ahora?” La mamá dio saltos enormes, y pudo huir de los cazadores y de los perros. Entonces volvió para tomar a Cangurito. Qué contento se sintió de poder estar de nuevo en la tibia bolsa de la mamá. Él tenía tanta hambre, que la comida ese día le pareció muy rica. Luego, Cangurito creció y ya podía comer las hojas de los árboles y las plantas que crecían en las grandes planicies. Él salía a los saltos de su escondite y comía mucho. En ocasiones, mientras comía, oía el ruido de una serpiente o el ladrido de un perro. Entonces, corría rápido hacia donde estaba su mamá y saltaba dentro de la bolsa. A veces, tenía tanta prisa que saltaba dentro de la bolsa cabeza hacia abajo (tenga a mano el recorte de la madre canguro con el hijo, y ponga éste en la bolsa cabeza abajo). Cangurito es muy feliz por tener un lugar donde puede esconderse del peligro. ¿Ustedes tienen un lugar seguro adónde ir cuando hay algún peligro? ¡Oh, sí! Ustedes pueden ir con mamá o papá. Ellos siempre los ayudarán. ¿Son capaces de pensar en otra persona que siempre nos ayudará cuando estemos en dificultad? Sí, es Jesús. Él está siempre dispuesto a ayudarnos, y desea hacerlo.
La promesa de Tomasito –Tomasito, no me gusta castigarte de nuevo, pero ¿por qué desobedeciste y cruzaste la calle, para ir a jugar del otro lado? –preguntó la mamá. Tomás bajó la mirada y se encogió de hombros. Tenía cuatro años y medio de edad, y le gustaba mucho jugar con los vecinitos. Sabía que sólo tenía permiso para jugar de este lado de la calle, en su manzana, y también sabía que no debía cruzar la calle sin la compañía del padre o
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de la madre. La mamá preguntó de nuevo: –Dile a mamá: ¿por qué cruzaste la calle? Pasan tantos autos y camiones, y es peligroso que un niño de tu edad cruce la calle solo. ¿Por qué hiciste eso? Los ojos de Tomás se llenaron de lágrimas. –Yo no sé por qué lo hice. No quería cruzar... –Pues, entonces ¿por qué cruzaste? –La tentación me hizo cruzar –fue la respuesta de Tomás. –Vamos a orar acerca de eso, mi amor, y pediremos a Jesús que te ayude –sugirió la mamá. Después de la oración, la mamá tomó a Tomás en los brazos y lo besó, diciendo: –No me gusta castigarte, porque te amo con todo mi corazón. Pero necesitas aprender a obedecer. Ahora, ve a jugar al patio. –Está bien, mamá –dijo él, corriendo a la puerta de los fondos. La madre volvió a su trabajo en la cocina. Parece que Tomás tenía dificultades para recordar. Tantas veces había prometido: “No voy a cruzar solo la calle”. Pero varias veces desobedeció y tuvo que ser castigado. Los padres pensaban: “¿Algún día nuestro niño aprenderá a no desobedecer más?” Una tarde, Tomás tuvo permiso para jugar con David, que vivía en la misma manzana. Sus últimas palabras fueron: “No voy a cruzar solo la calle, mamá. ¡No lo voy hacer!” La mamá miró por la ventana y se puso contenta al ver a su niño divirtiéndose, jugando con su vecino, de su misma edad. Poco tiempo después, se abrió violentamente la puerta del frente y Tomás corrió hacia adentro muy conmocionado. –¡Mamá, David fue atropellado por un auto! ¡El chofer no pudo frenar! La mamá le pidió a Tomás que le contara cómo ocurrió todo. Tomás continuó: “La niña que vive del otro lado de la calle llamó a David para mostrarle algo. Él no se acordó de su mamá. Corrió hacia el otro lado. Yo me quedé en la vereda. Vi cuando el auto lo chocaba. Él cayó al piso”. La madre abrazó a Tomás y le dijo: –¡Estoy muy contenta porque obedeciste, mi amor! Ahora ves por qué papá y yo no queremos que cruces la calle solo, ¿verdad, querido? Tomás asintió con la cabeza y dijo solemnemente: –Mamita, nunca, nunca, cruzaré solo, sin papá o tú.
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Nunca más huiré. La mamá salió corriendo para ver cómo estaba David. Otros vecinos lo habían socorrido y rodeaban al niño. Lo llevaron al hospital; gracias a Dios, no fue nada grave. Tomás se entristeció por lo que le había ocurrido a su amiguito, aunque él sólo había sufrido unos rasguños y contusiones. Pero ¡qué susto! Aquella noche, Tomás prometió nuevamente: –¡Nunca más cruzaré la calle solo! Cuando se arrodillaron para la oración de la noche, Tomás se acordó de su amiguito, y agradeció a Jesús por haberlo protegido.
El viejo caballo –¿Qué pasó, abuelo? –preguntó Ricardo al viejo lechero, a quien todos en el barrio llamaban cariñosamente: “Abuelo Sánchez”. –¿Por qué me preguntas eso, Ricardo? ¿Crees que estoy triste? –Por supuesto que sí. –Bueno, tomaré más cuidado para que las personas no se den cuenta... –Pero ¿por qué está triste? ¡Alégrese! ¿Usted no dice que soy su amigo? –Sí, Ricardo, eres mi amigo. Ven aquí, aproxímate, te contaré qué pasa. Mi patrón, para quien trabajé distribuyendo leche, me jubiló y... –¿Y eso es causa de tristeza? ¡Usted debería estar contento porque ya no necesitará trabajar! Puede leer todo el día, levantarse más tarde todas las mañanas, hacer lo que quiere todo el tiempo. –No me dejaste terminar, Ricardo. Ocurre que el patrón, al hablarme de mi jubilación, dijo que se desharía de Tufón. Él me dijo que lo vendería a la fábrica de pegamento para carpinteros. Por eso estoy triste, pues no es justo pagar así los largos años de fiel servicio y trabajo duro del noble caballo. –¿Qué harán con él en la fábrica de pegamento? –Allí compran caballos viejos y los matan. Después de cocinarlos, sacan productos para fabricar el pegamento que usan los carpinteros. –¿Qué podemos hacer, abuelo Sánchez? ¡Necesitamos salvar a Tufón! Él es tan hermoso, ¡Y pensar que harán eso con él! –Sí, Ricardo; pero no hay nada que podamos hacer. El patrón está decidido.
Ricardo se despidió de su viejo amigo lechero, y fue a la casa. A la hora de la cena, preguntó al papá: –Papá, ¿dónde está la fábrica de pegamento? –En una ciudad vecina, hijo. ¿Por qué preguntas? –Es que el abuelo Sánchez me dijo esta tarde que el patrón lo jubiló, y piensa vender a Tufón a la fábrica de pegamento. Allí lo transformarán en pegamento. ¿Hay algo que podamos hacer? –Que yo sepa, no. Pensemos en algo. Me parece un pago muy injusto para el pobre animal. –¿No podríamos comprar a Tufón? Doy todo el dinero de mi cofre. –Es una buena idea, pero ¿dónde lo guardaremos? Sabes muy bien que nuestro patio es pequeño y no hay lugar para un caballo. –Sí..., es cierto..., pero... –Hoy leí en el diario acerca de una granja destinada a caballos viejos, que la municipalidad compró en el campo –dijo la madre–. Voy a buscar el diario y ver si encuentro la noticia... Ricardo y el padre leyeron la noticia y, muy contentos por el descubrimiento, hicieron planes para comprar a Tufón. –¡Doy todo mi dinero! –anunció Ricardo. –¿Y si no alcanza? –preguntó la madre. –Eso no es problema – resolvió el padre–. Me encargo del resto. Después de la cena, Ricardo corrió a la casa del abuelo Sánchez y, agitando el diario delante de sus ojos, dijo: –¡Salvamos a Tufón! ¡Salvamos a Tufón! ¡Qué suerte! –Pero, pero... No comprendo, Ricardo. –¡Lea, lea, abuelo! El abuelo Sánchez leyó muy atentamente, pero no entendía qué quería decir Ricardo. –Esa granja está muy bien, pero primero es necesario comprar a Tufón, y no tengo dinero. Mañana hablaré con el patrón para ver si me deja pagarlo en cuotas... –¡No, abuelo, yo lo compraré! Papá me dijo que completa el dinero que me falta. ¡Ahora, Tufón podrá ir a la granja! Lágrimas de agradecimiento corrieron por el rostro del viejecito mientras abrazaba a Ricardo y le decía: –Jamás podré agradecerte lo suficiente. La muerte de Tufón en la fábrica de pegamento me causaría mucha tristeza.¡Eres un gran amigo mío y de Tufón! Mañana hablaremos con el patrón para comprar a Tufón. Cuando él esté en la granja, lo visitaremos de vez en cuando. ¿Qué te parece? –Buena idea, abuelo Sánchez. Hasta mañana; ahora
me voy. –Hasta mañana, Ricardo, y muchas gracias.
David, el niño pastor La Biblia nos habla de un niño llamado David. Era un niño que pastoreaba ovejas. Pasaba gran parte del tiempo vigilando sus ovejas, en las montañas (Figura). Le gustaba cantar, mientras vigilaba las ovejas. Le gustaba cantar himnos acerca de las cosas que veía, y reconocía que habían sido hechas por Dios. David tenía placer en las horas del día, pues entonces podía ver todas las bellas colinas, y los grandes y verdes árboles. Le gustaba mirar las nubes blancas, que flotaban en el cielo. Tomaba entonces el arpa (figura), y cantaba himnos acerca de todas esas cosas. Muchos de los himnos que David cantaba están aquí, en la Biblia. Éste es uno de ellos (Sal. 13:6): “Cantaré a Jehová, porque me ha hecho bien”. Esto quiere decir que el Señor le dio alimento para comer, personas que lo querían bien y ovejas para cuidar. David escribió también las palabras del Salmo 23: “Jehová es mi pastor; nada me faltará”. (Cante algún Salmo que los niños y usted conozcan) David no era un niño perezoso. ¡Oh, no! Cuando tenía trabajo para hacer, lo hacía bien hecho, pues él amaba a Dios y sabía que Dios siempre lo estaba observando. Sabía que Dios también enviaba ángeles para ayudarlo en su trabajo. Un día, un gran león apareció en su rebaño y apresó un corderito. David no sintió miedo del león, pues sabía que el Señor era su Ayudador. Así, pudo salvar de las garras del gran león al corderito pequeñito y llevarlo de regreso con su madre. En otra ocasión, él salvó a un carnero de un oso. Pienso que los ángeles lo ayudaron. ¿No lo creen? David, cuando era niño, aprendió a ser útil. Cuando creció, fue un hombre útil y trabajador. Dios lo hizo rey de Israel. Cuando Jesús era niño aquí, en la tierra, (figura) ¿qué piensan que hacía todo el día? (Anime a los niños a hablar.) ¿A ustedes les parece que él jugaba a ser ladrón, con revólver de plástico u otro juego de lucha y muerte? No, Jesús no jugaba a matar a nadie. ¡Pero a él también le gustaba jugar, pues era un niño igual a los niños de mi clase! A él le gustaba reír y estar alegre cuando jugaba. Pienso que él siempre estaba buscando hacer algo para ayudar a alguien.
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¿Dónde vivía Jesús cuando era niño? ¿Alguno de ustedes lo sabe? Bien, él vivía en una ciudad llamada Nazaret. Aunque no había muchas personas viviendo allí, algunos de los habitantes no eran muy buenos. Pero Jesús no dejaba que el mal ejemplo de los niños de aquel lugar lo llevara a ser malo también. ¡Oh, no! Él era Hijo de Dios, y sólo hacía cosas buenas. Ustedes también son hijos de Dios. ¿Escuchan las cosas malas que otros niños quieren que ustedes hagan? Simplemente digan un gran NO, cuando ellos quieran que ustedes hagan cosas que no deben hacer. La madre de Jesús lo amaba mucho, y pasaban juntos buena parte del tiempo. Juntos, observaban a los pajaritos. Miraban las flores, las nubes, las montañas. También leían la Biblia juntos. Trabajaban juntos. Jesús amaba a su mamá y a su papá, y siempre les obedecía. María cuidaba muy bien de su Niño, pues un ángel le había dicho que Jesús era el Hijo de Dios. Él vino del cielo, para vivir por algún tiempo en la tierra. Todos los días, los ángeles acompañaban a la madre de Jesús mientras cuidaba del Niño. Los ángeles también estarán con ustedes. Imitemos a Jesús.
La otra Viviana La señora Virginia era la nueva secretaria de la escuela. Ella estaba buscando algo en el archivo, cuando encontró un paquete viejo, amarillento por el tiempo, pequeño y con una etiqueta: “Entregar a Viviana – 1º año A”. Ella corrió para entregar el paquete a la alumna. Viviana se sorprendió. Luego que terminó la clase, ella corrió al portón, donde su madre la esperaba. –Acabo de recibir este paquete de la secretaria. –¿Vamos a ver qué hay adentro? –propuso la madre. Viviana rompió el viejo papel y vio una medalla de oro y una tarjeta, que leyó en voz alta: “Me equivoqué al tomar la medalla de oro que ganaste en la olimpiada de la escuela. Yo la escondí, e hice de todo para que pensaras que la habías perdido. Pero aprendí que la envidia no nos conduce a nada y que debemos desear que nuestros amigos siempre tengan éxito. Por eso, te estoy devolviendo lo que conquistaste con tu esfuerzo. Te pido que me disculpes. Nicole”. –¡Es hermosa! –exclamó la madre, viendo la medalla de cerca–. De acuerdo con lo que está escrito, fue entregada en la primera olimpiada de la escuela. Considerando que este año será realizada la décima, esta medalla debe
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pertenecer a una joven con un nombre igual al tuyo. Quizá ella ya esté en la facultad. En todo caso, mañana descubriremos todo. Al día siguiente, las dos fueron temprano a la secretaría para intentar resolver el caso. El director se acordó: –Nuestra primera olimpiada fue emocionante. Esa alumna, Viviana, ganó una medalla de oro en atletismo. Hoy, la única información que tengo de ella es la dirección de sus abuelos. Las dos agradecieron y salieron. No tuvieron dificultades en encontrar la casa que buscaban. Tocaron el timbre y atendió un señor. –¿Aquí es la casa de Viviana ? –Tengo una nieta llamada Viviana , pero ella vive en los Estados Unidos. Fue para perfeccionarse en atletismo y trabajar. Ella vendrá a pasar la Navidad con nosotros –dijo él. La niña y la mamá explicaron lo que había ocurrido, y combinaron para volver en la Navidad y darle una sorpresa a la joven. Después de dejar la casa de los abuelos de Viviana, madre e hija buscaron a Nicole y le contaron toda la historia. En la Navidad, las tres visitaron a la Viviana de la medalla. Ella se sorprendió de volver a ver a su compañera de escuela. Cuando la niña le entregó el paquete, no podía creer lo que veía: –¡Mi primera medalla! ¿Dónde la encontraron? Entonces, las tres contaron lo que había ocurrido. Viviana comprendió, y aceptó las disculpas de Nicole. Finalmente, recuperó su medalla. –Éste es el mejor regalo de Navidad: recuperé mi vieja medalla... e hice dos amigas nuevas. En el primer día del regreso a clases, Viviana contó la historia a la secretaria de la escuela. Mientras, un alumno se aproximó. Él parecía preocupado. –Tomé la zapatilla de un amigo. ¡Estoy arrepentido! –¡Basta devolverla y pedirle disculpas! –dijo Viviana. –Pero dentro de diez años ¿aún servirá? –bromeó la secretaria. ¡La niña se rió, imaginando qué podría ocurrir si la zapatilla también quedara olvidada por tanto tiempo! Edmundo Tabach y Rita María Olino
Julia decide dar lo mejor que tiene Julia llegó corriendo de la iglesia, y exclamó: –Mamá, tengo que llevar algo a la iglesia para ayudar a los pobres del África. Nuestra clase llenará una valija muy grande. ¿Qué puedo llevar? –Busca en tu ropero y elige lo que quieres dar, Julia. Quizá los pequeños de allá también aprecien algunos de tus juguetes. ¡Tienes tantos, querida! –contestó la madre. Julia corrió al cuarto y abrió la puerta del ropero. Sus vestidos estaban allí, bien arregladitos. Había tres sacos y una fila de zapatos y zapatillas. Ella podría darlos, pues ya le quedaban chicos, le apretaban los dedos. ¡Pero eran tan hermosos! No quiso separarse de ellos. Los puso de nuevo donde estaban. Sus vestidos también eran demasiado hermosos para darlos. Tomó uno de ellos, que era un tanto corto. Quizá pudiera dar ése. Julia lo miró por mucho tiempo. ¡No, no lo daría! Quedó junto al ropero mucho tiempo, tratando de decidir qué dar. Finalmente, cuando salió del cuarto, traía en las manos una blusa ya desteñida, que a ella no le gustaba, un delantal viejo y un par de zapatos gastados. “Podría dar algunos juguetes”, pensó. Pero cuando los examinó, no encontró ninguno para dar. Tenía tres carteras buenas, pero necesitaba las tres. Y sus muñecas, ¡sería como separarse de una persona de la familia, tanto Rita, Leonor o Florencia! Finalmente, eligió una cajita de dominó de la que ya faltaban algunas piezas, y un viejo libro de historias con las páginas ralladas. –¿Encontraste algunas cosas buenas para enviar a los niños, Julia? –preguntó la madre. Julia asintió. No eran muy hermosas, pero la maestra había dicho que los refugiados se alegrarían con cualquier cosa. Y, como ella ni los conocía... Quizá no cuidarían bien sus hermosos juguetes. Todavía, se sintió un poco avergonzada cuando puso su contribución entre los canastos y paquetes. Juan, Roberto y María Teresa cargaban un gran canasto de cosas. –Conseguimos muchas cosas para los refugiados –dijo Juan–. Di mi mejor pelota, un barquito a vela y dos pares de zapatos. Y María dio su libro nuevo de Navidad. –Roberto –dijo la hermana– ¡no digas nada acerca de lo que dimos! Cada cual da lo mejor que puede. El rostro de Julia se encendió. Sabía que ni Juan ni María tenían muchos juguetes hermosos. Dar las mejores cosas era una tontería, razonó.
Les tomó la delantera, y se aproximó a las mesas donde ponían los regalos. La maestra de Julia los ponía en bolsas. –¡Oh, muchas gracias, Julia! –exclamó ella, cuando la niña trajo su regalo–. ¡Estoy contenta de ver que todos atendieron al pedido! Pienso en la alegría de Jesús cuando damos nuestros juguetes y ropas a los que nada tienen. Julia miró hacia arriba y preguntó: –¿Jesús quiere que demos cosas hermosas a los refugiados, señora Regina? –¡Naturalmente que sí! “Todo lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis”. ¿Recuerdas ese versículo? –Señora Regina, ¿cuándo viene el camión a buscar las bolsas? –preguntó Julia, ansiosa. –Llegará en cualquier momento –contestó ella–. ¿Por qué lo preguntas? Pero Julia había desaparecido. Corrió sin decir ninguna palabra. Subió casi volando las escaleras de su casa y corrió al cuarto. Fue directo al ropero. Juntó un lindo par de zapatillas, casi nuevas, un vestido que apreciaba mucho y un delantal muy bien hecho. Entonces miró a Rita, Leonor y Florencia. ¿Cómo podría darlas? ¡Las amaba tanto! Le vinieron lagrimas a los ojos, pero tomó a Florencia, la más nueva de las tres. –Hola, Julia, pensé que ya te habías ido con tu regalo. ¿No es este tu mejor par de zapatillas? –preguntó la madre. –Volví, mamá. Las cosas no son solamente para los refugiados. Nosotros las estamos dando a Jesús. ¡Yo quiero darle lo mejor!
Las muñecas gemelas –¡Amo mis muñecas gemelas! –exclamó Sandra, muy contenta–. ¡Las amo más que todo lo demás que recibí en Navidad! Las muñecas no eran en verdad gemelas. La tía Marta, que vivía en una ciudad distante, había mandado una de ellas; y la abuela le había dado la otra. Pero eran exactamente iguales, hasta los zapatitos blancos y el moño de cinta en el cabello. La abuela sugirió que ella cambiara la que le había dado por otra diferente. Pero Sandra protestó. –¡Oh, no! –dijo ella, apretando ambas muñecas contra su pecho–. Así tengo gemelas; y me gusta tener dos
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iguales. Sandra jugó con las gemelas durante todo el día de Navidad. Después, las acomodó en la camita de las muñecas. “Qué bueno es tener muñecas gemelas”, les dijo a las muñecas. A la mañana siguiente, después del desayuno, Sandra corrió a la cama de las muñecas y tomó a sus gemelas. Les vistió el saquito y el sombrero, y las puso en el cochecito de muñecas, una al lado de la otra. “Ahora, vamos a dar un paseo”, dijo ella. Rápidamente, Sandra se puso el saco y salió con el cochecito por la puerta de adelante. Allá se fue por la vereda, rumbo al parque. Llevaba en la bolsa alpiste, que quería dar a las palomas. Iba toda orgullosa, empujando el cochecito, segura de que ninguna otra niña poseía dos bebés tan lindos como los de ella. Luego, llegaron al parque. Sandra dejó el cochecito cerca de un banco, donde las palomas estaban jugando. “Ustedes quédense aquí, para verme dar de comer a las palomas”, dijo ella a las muñecas, como si ellas entendieran. Las palomas eran mansitas, y pronto se acercaron a Sandra cuando ella les mostró las semillitas. Las aves comían de sus manos. Cuando el alpiste se terminó, Sandra se levantó y vio que una niña la observaba. Era un poco menor que ella, su vestido era corto, y ella temblaba de frío cuando el viento soplaba sobre su viejo saquito. Sandra le sonrió a la niña, y dijo: –Hola, ¿cómo estás? Mi nombre es Sandra. ¿Cómo te llamas? –Yo soy Lea –contestó la niña, retribuyendo la sonrisa de Sandra. Entonces, mirando a las muñecas, Lea dijo: –¿Son tuyas? –Sí –contestó Sandra–, me las regalaron en Navidad. (Notó cómo Lea admiraba a las muñecas.) ¿Te gustaría tomar una de ellas? –preguntó levantando una muñeca del cochecito y extendiéndola a Lea. –¡Oh, muchas gracias! –exclamó Lea, contenta. Sandra vio la alegría de Lea, al tener la muñeca en los brazos. Entonces, le preguntó: –¿No recibiste ninguna muñeca en Navidad? La niña negó con la cabeza, mirando la linda muñeca que tenía en los brazos. Dijo entonces: –Yo no tengo ninguna muñeca. No recibí ningún regalo en Navidad, porque mamá dijo que no podía comprar; no tiene dinero. Por un momento, Sandra no supo qué decir; ella
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siempre recibió muchos regalos en Navidad. Se sorprendió al encontrar a alguien que no le hubieran regalado nada. Pensó en todos los hermosos juguetes que tenía en la casa. De repente, dijo: –¿Te gustaría quedarte con esa muñeca? Lea pareció asustada, e inmediatamente puso la muñeca en el cochecito, junto a su gemela. –¡Oh, no! No puedo quedarme con tu muñeca. –¡Quédatela, por favor! –insistió Sandra, sacándola nuevamente del cochecito. La envolvió en su frazadita y la entregó otra vez a la niña, diciendo: –Tengo dos iguales y, en verdad, no necesito las dos. Quiero que te quedes con una. Tómala, por favor, como un regalo de Navidad, aunque atrasado. Esta vez, Lea no la rechazó, pero dejó que Sandra le pusiera la muñeca en los brazos. Tenía lágrimas en los ojos al decir, suavemente: –¡Muchas gracias!... es tan hermosa... Sandra dijo: –Ahora debo volver a mi casa, sino mamá se preocupará al no saber dónde estoy. Pero espero verte nuevamente, algún día. –Espero que sí –contestó Lea. Mientras Sandra empujaba el cochecito a la casa, miró hacia atrás y dijo adiós. Lea continuaba en el mismo lugar, mirando la muñeca que tenía en los brazos. Miró y contestó el adiós de Sandra. Cuando Sandra llegó a la casa, sacó la muñeca del cochecito. Ya no tenía muñecas gemelas, pero estaba contenta por saber que la otra muñeca había traído alegría a una niñita que no había recibido nada en Navidad.
El gran regalo de Dios A todos nosotros nos gusta recibir regalos, ¿verdad? Bien, en esta caja hay figuras del regalo más maravilloso dado a alguien. ¿Les gustaría ver qué es? Es un regalo que el Padre celestial nos dio. (Saque el papel de la caja y saque una figura de Jesús.) Sí, el gran regalo de Dios para nosotros es Jesús. La Biblia nos habla de él. ¿Alguien puede abrir la Biblia en el lugar donde está marcado? (S. Juan 3:16.) Muy bien, ¿saben lo que dice la Biblia acerca de Jesús? “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito”. ¡Qué regalo maravilloso! Jesús nos amó tanto, que quiso venir desde el cielo y vivir con nosotros.
Pelota de papel A Tito le gustaba jugar al fútbol. Un día, ganó una pelota de cuero. ¡Era la mejor pelota de la cuadra! Los niños de la calle eran pobres, y jugaban al fútbol con una pelota de media rellena de papel. Cuando vieron a Tito con aquella pelota de cuero, se entusiasmaron. –Ven a jugar con nosotros, Tito –llamaron. –Ven, Tito. ¡La camiseta diez es tuya! –insistieron. Tito se rehusó. Él no quería ensuciar su linda pelota. “¡Imagínense, jugar fútbol con quien sólo está acostumbrado con pelota de media rellena de papel!”, pensó, empinando la nariz. Y la pandilla quedó mirando a Tito que jugaba solo. ¡Debía ser lindo jugar con una pelota de cuero de verdad! Sabiendo que los niños estaban mirándolo, Tito intentaba hacer lo mejor en las jugadas. Él pateaba con el pie derecho y con el pie izquierdo. –¡Déjanos jugar también, Tito! –No. Ustedes jueguen con la pelota de media. Y la paraba en la rodilla, y le pegaba con el taco... –¡Vamos! Sólo una patada. –No. Y la paraba con el pecho, y cabeceaba... –¿Puedo cabecear sólo una vez? –No. Y continuaba jugando solo, dejando a la pandilla con los ojos brillando al mirar aquella pelota de cuero. Entonces, ocurrió lo peor: con una patada más fuerte, la pelota subió mucho y cayó sobre la punta de hierro de un portón. Y la linda pelota de cuero, la pelota más linda de la calle, la pelota que era sólo de Tito... ¡se agujereó! Mientras Tito lloraba, los niños tuvieron una idea genial. Abrieron la pelota de media, sacaron todo el papel de dentro de ella y lo metieron en la pelota de cuero. Desde entonces, quedaron amigos. Hicieron un buen equipo, jugando fútbol con una pelota de cuero... ¡pero rellena de papel! Carlos Avalone
El vestido rojo de la muñeca Elena y Grace llevaban sus muñecas, caminando por la vereda, y al mismo tiempo miraban un pedazo de papel que tenían en la mano. El papel decía: “Dora Castro, calle de la Abolición, 153.” Ya habían caminado varias cuadras, mirando la dirección. Pasaron delante de casas
muy hermosas, y ahora las casas se estaban volviendo cada vez peores y los patios ya no eran tan bien cuidados. La maestra les dijo a las niñas que debían visitar sin falta a Dora e invitarla a no faltar a la escuela. –Ésta es la calle de la Abolición; por lo tanto debemos de estar cerca –dijo Grace. Elena, que llevaba consigo su muñeca, cambió de tema: –Me gusta mucho este vestido rojo de mi muñeca. Fue mi tía la que lo hizo, con retazos de un vestido suyo nuevo –comentó. –¡Sí, es realmente muy hermoso, de tela tan suave! –contestó Grace. Caminaron un poco más, y Elena dijo, deteniéndose para descansar: –¡Qué lejos! Estoy cansada. Allí cerca notaron, en la vereda, una muñeca con el vestido en harapos. –Vamos a esconder aquella muñeca –sugirió Grace–. Entonces, nos esconderemos detrás de esos arbustos y vigilaremos para ver qué hará la niña cuando vuelva y no encuentre la muñeca. –¡Oh, no! –contestó Elena–. Ella se pondrá muy triste, pensando que alguien robó su muñeca. –¡Vamos, no seas cobarde; sólo es una broma! –dijo Grace, algo molesta–. Se la devolveremos. –Pero no me parece que sea una buena broma. Sería mejor darle otra sorpresa, para ver lo feliz que se pone. ¡Sé lo que haremos! La muñeca de ella tiene el tamaño de mi María Elisa. Pondré el vestido rojo de María Elisa en la muñeca, y entonces nos esconderemos y vigilaremos para ver qué ocurre –dijo Elena. –Elena, ¡no le darás el vestido rojo de María Elisa! –exclamó Grace. Pero Elena ya estaba sentada en medio de la vereda, sacando el vestido sucio y roto de la muñeca. Le puso el vestido rojo, y alisó el cabello de la muñeca. Entonces, cuando ellas escucharon el golpe de la puerta, largaron la muñeca en el piso y se escondieron detrás de un poste. Luego, vieron a una niña corriendo hacia la muñeca. Cuando Elena y Grace observaron bien, se sorprendieron al ver a la dueña de la muñeca, que era Dora, la niña que ellas estaban buscando para invitarla a volver a la Escuela Sabática. Quedaron con la respiración suspendida al ver a Dora tomar la muñeca, mirarla y entonces, con expresión de confusión, mirar alrededor. Elena y Grace salieron del escondite y dijeron: –¡Sorpresa, Dora! Dora, riéndose, dijo:
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–Qué bella sorpresa, que ustedes me visiten. Ella, notando que la muñeca de Elena estaba sin ropa, dijo: –¿Me diste este lindo vestido rojo para que me quede con él? ¡¿De veras?! –¡Sí! Espero que te guste –contestó Elena. –¡Qué lindo! ¡Muchas gracias! ¡Eres un amor! –dijo Dora. Grace entendió que fue divertido hacer feliz a Dora, y también quiso tener parte en eso. Por eso, dijo: –Mi muñeca tiene un hermoso gorro, que quedaría bien en la tuya. E inmediatamente sacó el gorro de la cabeza de su muñeca y lo puso en la cabeza de la muñeca de Dora, diciendo: –¡Mira, el gorro de mi muñeca parece que hubiera sido hecho para la tuya! La alegría que se veía en el rostro de Dora fue la recompensa para las niñas. –Dora, vinimos para invitarte a que vayas de nuevo a la Escuela Sabática esta semana, y esperamos que no faltes; te extrañamos –dijo Elena. Dora sonrió: –Les prometo que lo haré. Especialmente ahora, porque ustedes fueron tan bondadosas conmigo. Grace se sintió satisfecha de no haber escondido la muñeca de Dora. La miró a ella y vio sus ojos brillantes y su rostro sonriente. Se convenció de que Elena tenía razón: es mucho más divertido hacer a los demás felices, que darles un susto por broma.
Decepción Laura y Julio pasaban junto a un muro por encima del que pendían unas ramas de mandarina, cargadas de frutas maduras.¡Nunca habían visto mandarinas tan hermosas! Julio tomó algunas, diciendo: –¡Qué mandarinas tan dulces! Toma una, Laura –dijo él, tomando otra–. Son deliciosas –agregó, pasando el dorso de la mano sobre sus labios. Laura miró las hermosas frutas que el hermano tenía en las manos, y dijo: –¡Sí, pero no nos pertenecen! –Las ramas están hacia este lado del muro –argumentó Julio–. El señor Antonio no se molestará si sacamos algunas. Laura se puso firme en su opinión.
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–No acepto ninguna, Julio. No son nuestras, aunque estén hacia este lado del muro. Volviendo la espalda a la tentadora fruta, Laura continuó caminando rumbo a la casa. Julio tomó algunas mandarinas más antes de seguirla. Algunas semanas después, Julio olvidó todo acerca de las mandarinas. En su propio patio, el duraznero tenía los duraznos madurando. El duraznero era aún pequeño. Julio había ayudado al padre a plantarlo, hacía dos años, y era la primera vez que producía. –Uno, dos, tres –contó Julio hasta diez–. ¡Diez duraznos! No son muchos, pero son lindos. –Mmm... ¡es verdad! –dijo Laura, que sentía agua en la boca sólo al mirarlos–. Papá dijo que probablemente estén maduros el domingo, cuando volvamos de la visita al tío Saulo. A Laura y a Julio les gustaba visitar al tío Saulo y tía Margarita, su esposa, que vivían en una ciudad cercana. Fueron con ellos a la iglesia. Pero, varias veces, durante los últimos días, los niños contaron de su duraznero y de los bellos y suculentos duraznos que estarían esperándolos cuando regresaran. Así, una de las primeras cosas que hicieron el domingo cuando llegaron a casa, fue correr al patio para ver si los duraznos estaban realmente maduros. ¡Qué decepción! No había ningún durazno en el duraznero. Julio casi no podía creer lo que veía. –¡¿Pero cómo?! –exclamó Laura. Ella examinó el árbol en todo su alrededor, y Julio movió las hojas, como si los duraznos se hubieran escondido. –¡Alguien debe de haberlos robado! –agregó Julio, mientras algunas lágrimas se deslizaban por su rostro–. ¿Quién será ese mezquino? –El duraznero está cerca del cerco –dijo Laura–; seguro que alguien que pasó por la vereda los sacó muy fácilmente. Laura se acordó de algo: –Julio –dijo ella–, ¿recuerdas las mandarinas? Dijiste: “Las ramas están de este lado del muro, de manera que pienso que el señor Antonio no se molestará si sacamos algunas”. Estos duraznos también están cerca de la vereda, y seguramente alguno tuvo el mismo pensamiento que el tuyo. –¡Oh! –Julio tomó aliento–. Yo no pensé que el señor Antonio querría aquellas frutas. Quizás él también haya quedado chasqueado. Las mandarinas realmente no me pertenecían; y sacar lo que pertenece a otro es realmente robar. Papá dice que aun en las pequeñas cosas se com-
prueba la honestidad. –¡Así es! Julio se quedó pensando. –¿Sabes, Laura?, creo que tenías razón. Aquellas mandarinas no eran mías, aunque estaban colgando por encima de la vereda, así como nuestros duraznos no pertenecían a la persona que los sacó. Y yo nunca más sacaré frutas ajenas, causando a los demás la misma decepción que siento ahora. Julio sonrió; algo inseguro, es verdad, pero estaba decidido a cumplir su resolución.
La historia de Zaqueo Un día, Bruno, Tomás y Juana estaban jugando a las escondidas (muestre la figura) en su patio. Se divertían escondiéndose en el garaje y detrás de los árboles grandes. Cuando uno de ellos era descubierto, llegaba su turno de encontrar a los demás. Pero Juana no cerraba los ojos. Cuando le tocaba, ella trataba de espiar dónde se escondían los demás. ¿A ustedes les parece que Juana procedía correctamente? ¡No, de ninguna manera! Ella estaba engañando. Esto no es algo honesto, y no se debe hacer. ¿A ustedes les parece que los niños cristianos deben jugar así? No, los niños cristianos son siempre honestos y verdaderos en todo lo que hacen. Ellos también son honestos en los juegos. Son veraces en las cosas que dicen. Son honestos y veraces en el hogar, cuando hablan con la mamá y el papá. (Muestre la figura). Son honestos y veraces en la escuela, cuando hablan con la maestra. (Muestre la figura.) Zaqueo era un hombre que no siempre había sido honesto. (Use recortes en el tablero de arena.) Él era cobrador de impuestos para el Rey; esto quiere decir que recibía dinero del pueblo para darlo al rey. A veces, él exigía del pueblo más dinero de lo que el rey le mandaba cobrar. Por causa de eso, Zaqueo se volvió muy rico. Pero no se sentía feliz. No tenía muchos amigos, porque no sabía ser amigo. Zaqueo vivía en una ciudad muy linda: la ciudad de Jericó. En aquella ciudad, había hermosos jardines, con verdes pastos y palmeras. Zaqueo vivía en esa ciudad. Quizás alrededor de su casa había un jardín, con bellos árboles y flores. Pero aun así no era feliz. (Muestre el corazón con manchas.) No era feliz, porque su corazón no estaba limpio. No había sido honesto y veraz. Cuando pedía al pueblo el dinero de los impuestos, pedía más de
lo que debía. Zaqueo sabía bien lo que enseña la Biblia acerca de la honestidad. Y, en el fondo del corazón, él quería ser un hombre mejor. Sentía que, para ser mejor, tendría que devolver el dinero cobrado de más. Empezó a hacer esto aun antes de que Jesús lo viera, en aquel árbol. Muchos visitantes iban a la ciudad de Jericó, pero un día recibieron a un visitante del todo especial. ¿Quién piensan ustedes que era? Sí, era Jesús. Se divulgó la noticia de la llegada de Jesús. Todos querían ver a ese Hombre maravilloso, capaz de hacer vivir de nuevo a una persona muerta. Zaqueo deseaba mucho ver a Jesús. Zaqueo pensaba que, si solamente pudiera mirar su rostro bondadoso, él se sentiría feliz nuevamente. Pero las calles estaban repletas de personas que también querían ver a Jesús. Todos eran más altos que Zaqueo; y así, por supuesto, no podría ver a Jesús. ¡Cómo se desilusionó! No quería perder la oportunidad de ver a Jesús, de manera que corrió adelante de la multitud y subió a una higuera. Se sentó, entonces, en una rama que estaba encima del camino por donde pasaría Jesús. La multitud ya llegaba más cerca, más cerca... Zaqueo fijó su mirada en el camino, para poder ver mejor. No sabía que Jesús conocía el lugar en donde estaba. No sabía que Jesús era capaz de ver el interior de su corazón y ver que él quería ser un hombre mejor. Jesús sabía que Zaqueo deseaba tener un corazón limpio, de manera que, cuando llegó debajo del árbol, miró hacia arriba y dijo: –Zaqueo, baja deprisa, pues me conviene quedarme hoy en tu casa. Esto significaba que Jesús iría con Zaqueo a su casa. ¡Qué feliz se sintió! Bajó rápidamente del árbol. Parecía un sueño. ¡Jesús, el Rey del cielo, iría a su casa! Muchas personas que estaban allí no querían a Zaqueo por causa de las cosas malas que él hacía, y se admiraron de que Jesús fuera a su casa. Pero Zaqueo quería que el pueblo supiera que ahora era un hombre honesto. Dijo delante de ellos: –Señor, decido dar a los pobres la mitad de mis bienes; y si en alguna cosa he defraudado a alguien, le daré cuatro veces más. Esto quería decir que si él le había sacado cinco pesos a alguien, le devolvería veinte. Aquel día, Jesús y Zaqueo se sintieron muy felices. Desde entonces, Zaqueo fue honesto. Tenía ahora el corazón limpio, y decidió conservarlo siempre limpio. (Ponga un adhesivo de Jesús sobre las manchas del corazón, o muestre un corazón limpio.)
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El cazador que se arrepintió Pocos cazadores toman en cuenta que lo que ellos consideran un éxito es, en la mayoría de los casos, una tragedia. Las tragedias ocurren tanto en la vida de los animales como en la de las personas. Un amigo me contó hace algún tiempo un relato de dos ositos, cuya madre él había matado. Los ositos fueron vistos debajo de una gran piedra, próxima al lugar en donde yacía la madre, muerta. En un primer instante, el miedo se apoderó de ellos y, levantándose, miraron alrededor y se apresuraron luego a volver a la cueva, debajo de la piedra. Seguramente, la madre les había enseñado a quedarse donde ella los dejaba, hasta que ella regresara. Pero esta vez habían esperado ya demasiado tiempo... Por un momento, los dos ositos se pusieron a sollozar, como si fueran dos niños hambrientos y abandonados. Cerca de la gran piedra habían visto a su madre, pero ella los había dejado hambrientos y solitarios. De nuevo salieron despacio, caminando bien juntitos. Al aproximarse a su madre sin vida, se levantaron sobre las patas traseras y miraron a la madre con espanto. Entonces, se acercaron a ella. Uno de los ositos olfateó el cuerpo inmóvil de su madre. Cariñosamente, le fregó el pelo con una pata, y entonces se sentó y empezó a sollozar y a llorar. El otro osito quedó mirando por un momento el rostro inmóvil de su mamá, y después olfateó tímidamente la cabeza manchada de sangre. Entonces giró, y miró al cazador que estaba más cerca que, con lágrimas en los ojos, había estado observando al animalito. Después, el osito dio un paso en dirección al cazador, se irguió y, extendiendo las dos patas delanteras, lo miró confiadamente al rostro. “Él y yo sollozamos juntos, y mi compañero también estaba lleno de tristeza”, dijo el cazador. Los dos hombres llevaron a ambos huerfanitos a la casa, y los cazadores no se separaron de ellos hasta que, después de haberlos criado, pasados varios años, volvieron a la libertad de los bosques. La madre osa fue el último animal muerto por ese cazador.
Alguien tiene que pagar Carlos entró en un negocio. Cuando el señor Roberto,
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dueño del negocio, preguntó qué deseaba, Carlos pidió tres chocolates, y le dio al señor Roberto un billete de cincuenta pesos para pagar. El señor Roberto ya era anciano, y su vista era un tanto corta. Además, tenía mucha prisa y, al darle el cambio a Carlos, le dio diez pesos de más. Por un momento, Carlos se sorprendió. De inmediato puso rápido el cambio en el bolsillo y se apresuró a salir del negocio. Pero no se sentía bien con eso. En su conciencia, había una voz que le decía: “Esto no es correcto, Carlos”. “Pero, yo no hice nada de malo”, se decía Carlos a sí mismo. “No robé el dinero. El señor Roberto fue quien me lo dio. El error fue del señor Roberto”. Pero la conciencia de Carlos no aceptaba esta excusa. Era como un pedacito de madera, o una espina, que siempre lo lastimaba. No podía borrar el hecho del pensamiento. Finalmente, fue a hablar con su mamá. –Mamá –dijo Carlos–. Si alguien comete un error, dando a una persona cambio de más en una compra, ¿de quién es la falta? La madre dijo: –No importa de quién sea la falta. Si alguien, por error, te da algo que no te corresponde, eso no te hace su dueño. Debes explicar el caso a la persona, y devolver el exceso. –Pero, ¿por qué, mamá? Eso no es robar, ¿o sí? –No, no es robar, hijo. Pero alguien tiene que pagar las mercaderías que hay en el almacén, por ejemplo. Si se ha cometido un error y recibes dinero o mercadería que no te pertenece, no es un simple error. Puede ocurrir eso con el vendedor que atiende al cliente, o con el propio dueño o gerente del negocio. Pero alguien tendrá que pagar aquello que tienes en las manos y no pagaste. “Entonces el señor Roberto tendrá que reponer los diez pesos que él me dio de más de cambio”, pensó Carlos. Ahora, Carlos sabía por qué la conciencia lo estaba perturbando. ¡No era porque hubiera tomado algo que no le perteneciera, sino porque se estaba guardando algo que le pertenecía a otro! Él corrió al negocio y dijo: –Señor Roberto, usted me dio cambio de más. Vine a traerlo de vuelta, pues es suyo, y no mío. El señor Roberto sonrió. –Yo noté el error luego de que saliste –dijo él–. Pero estaba seguro de que volverías para devolverme el dinero. Aquí guardé este dulce para darte cuando vinieras. ¡Yo sabía que eres un niño honesto! Cuando Carlos salió del negocio, con el dulce en la
mano, se sentía muy bien. El dulce pronto fue comido y olvidado, pero las palabras del señor Roberto quedaron en la mente de Carlos por mucho tiempo.
La última caja Mandy, a los 9 años de edad, durante las vacaciones se enfermó mucho y necesitó ser internada en un hospital. Los médicos la mantuvieron allí por casi tres semanas, y las clases empezaron antes de que ella volviera a casa. A ella no le gustaba la idea de empezar atrasada y, lo peor, era tener que ir a la escuela sin el uniforme. Ningún estudiante podría asistir a clases sin uniforme. –¿Qué haremos? –preguntó Mandy–. Necesitamos conseguir un uniforme. –No te preocupes –dijo su mamá–. Mañana iremos al centro de la ciudad y te compraremos uno. A la mañana siguiente, la mamá, una amiga y Mandy fueron a las tiendas para buscar el uniforme, pero no quedaba ni siquiera uno que fuera de su tamaño. Como las clases ya habían comenzado, era difícil conseguir uniformes. Y los que ellas encontraban eran o muy grandes o muy pequeños. Después de algún tiempo, fueron a la tienda del señor Martínez, una de las mayores, y aun allí todos los uniformes habían sido vendidos. La vendedora dijo que podrían encargar un uniforme para ella, pero tardaría casi un mes en llegar. Ellas le agradecieron, y dijeron que volverían si no lo encontraban en otro negocio. Finalmente, cansadas y desanimadas, tomaron un descanso para merendar. No esperaban encontrar un problema como aquel. Mientras comían, conversaban acerca del tema. Había cuatro o cinco tiendas más en las que pensaban que podrían encontrar el uniforme. Decidieron visitarlas, pero con el mismo resultado desalentador. Todos los uniformes ya habían sido vendidos o no servían. Cuando estaban visitando la última tienda, notaron que estaba cerca de la hora de cerrar el comercio. –Creo que deberíamos volver a la tienda del señor Martínez y hacer el pedido –dijo la madre. –¿Y esperar durante un mes? –gimió Mandy. –¿Qué más podemos hacer? –preguntó la madre–. Lo intentamos todo, ¿no es verdad? ¿Sugieres alguna otra cosa que podamos hacer? En ese momento, Mandy se acordó de algunos relatos que ella había leído acerca de niños que habían contado con Jesús como un amigo especial en momentos de di-
ficultad. Allí mismo, mientras ellas cruzaban la movida calle, Mandy hizo una oración. Dijo: –¡Querido Dios, por favor, ayúdame! ¡Estoy tan cansada! Mi madre y su amiga también. Ayúdanos a encontrar un uniforme. ¡Por favor, querido Dios! Bueno, no había nada más que hacer, y las tres volvieron a la tienda del señor Martínez. La madre dijo a la vendedora que estaba decidida a encargar el uniforme. –Después de que ustedes estuvieron aquí –dijo la mujer–, buscamos en cada caja del departamento y realmente no encontramos ningún uniforme del talle de Mandy. Lo siento mucho. Pero escribiré la palabra “urgente” en su pedido, a fin de que ustedes tengan el uniforme lo más rápido posible. La vendedora tomó su bloc y la lapicera, y empezó a escribir el encargo. Exactamente en ese momento, otro vendedor llamó del otro lado de la tienda. –Hay una caja aquí, que un cliente devolvió. Y es de la misma escuela de Mandy. ¿Puedo abrirla? –Tráela aquí –pidió la vendedora–. A mí me gustaría abrirla. La caja contenía un uniforme. ¡Y era exactamente del tamaño de Mandy! ¡Todos estuvieron muy agradecidos! Y Mandy lo estuvo aún más. –Yo sabía, querido Dios, que tú me ibas a ayudar –ella susurró mientras salía de la tienda, sosteniendo la caja– pero no imaginé que sería tan rápido. Arthur Maxwell
David es elegido para ser rey ¡Miren cuántos rostros sonrientes hay hoy! Esto es porque se sienten felices. Aquí tenemos una figura de un niño con una gran sonrisa. Está feliz porque tiene un perrito para jugar con él. Esa niña está contenta porque tiene un gatito muy bonito. Este niño y esta niña están contentos porque tienen buena comida para comer. Díganme por qué motivo hoy ustedes están alegres. Nosotros tenemos muchos motivos para estar contentos. Juancito está contento porque Jesús lo ama. Todos nosotros podemos sentirnos felices por ese motivo, pues Jesús es nuestro mejor Amigo. Él quiere que estemos contentos.
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La ropa limpia nos ayuda a estar contentos. El cuerpo limpio contribuye para nuestra felicidad y salud. La mente y el corazón limpios también nos ayudan a ser felices. (Prepare el tablero de arena con rebaños, colinas y pasto, de un lado, y la ciudad de Belén del otro lado.) David era un pastorcito de ovejas, que casi siempre estaba feliz. Pasaba mucho tiempo al aire libre, pues cuidaba de las ovejas de su padre. Le gustaba cantar y tocar el arpa mientras vigilaba a las ovejas. Veía muchas cosas que lo hacían ser agradecido a Dios. El cielo azul, el pasto verde, los árboles y las flores, las estrellas del cielo, todo lo hacía sentirse feliz. Le gustaba mirar las colinas, y después las hermosas nubes blancas. Sabía que Dios enviaba a los ángeles para estar con él mientras vigilaba las ovejas. David también era un muchacho valiente. Muchas veces salvaba a las ovejas y los corderos de la boca de los animales feroces que vivían en las colinas cercanas. Un día, mientras David vigilaba el rebaño, oyó que alguien lo llamaba. ¿Quién sería? ¿Por qué lo llamaban? Su padre había mandado a alguien para buscarlo. Samuel, el hombre de Dios, quería hablar con David. David fue corriendo, aunque no sabía que Dios le había ordenado a Samuel que fuera a Belén y eligiera a un muchacho para ser rey sobre Israel. David tenía varios hermanos mayores que él; y Samuel pensaba que cualquiera de ellos podría ser un buen rey en aquel país. Pero cuando cada uno de estos llegaba delante de Samuel, el Señor decía al profeta que no era ese el elegido. “El hombre ve el exterior, pero el Señor mira el corazón”. Dios sabía que David tenía un corazón limpio. Sabía que David lo amaba y sería un buen rey, así como era buen pastor de sus ovejas; él lo había elegido. Muy discretamente, y con todo cuidado, Samuel ungió a David. Esto quería decir que David debía hacer una obra especial para Dios. Entonces Samuel se fue, y David volvió a las colinas, para cuidar de sus ovejas. Ahora, David cantaba más que antes, al pensar en todas las cosas que Samuel le había comunicado. Dios le parecía más maravilloso que nunca. Día a día, al cantar sus alegres cánticos, vigilaba tiernamente a las ovejas y los corderos. Una de sus canciones es llamada “Salmo del Pastor”. Quizá alguno de ustedes lo sepa de memoria. Empieza así: “Jehová es mi pastor, nada me faltará”. Sí, David era feliz porque era uno de los hijos de Dios. Toda vez que procedía mal, se ponía muy triste por haber entristecido a Dios. Oraba, pidiendo que lo perdonara y
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limpiara su corazón nuevamente. Entonces se sentía otra vez feliz, y Dios también.
Rosalinda visita a Sultán –Mamita –llamó Rosalinda–, ¿me puedes abrir la puerta? Quiero hacer una pregunta. La mamá abrió la puerta y le sonrió a Rosalinda. –¿Qué me quieres preguntar? –interrogó la madre. –Cuando vayamos a la Tierra Nueva –empezó Rosalinda–, ¿podremos jugar con los animales? La mamá se sentó en la escalera. Rosalinda también. Entonces, la mamá repondió: –Sí; ellos no tendrán miedo de nosotros. Podremos jugar con todos los animales. –Pero yo quiero jugar con los animales grandes –aclaró Rosalinda–. Quiero jugar con un león. –Jesús también nos dejará jugar con los animales grandes –aseguró la madre–. Él nos permitirá jugar con los leones, los tigres y los lobos. –¡Oh! –exclamó Rosalinda, sonriendo–. ¡Pero espero que esto sea verdad, pues deseo jugar con un león ahora! Entonces, Rosalinda vio que el papá llegaba de la calle, y corrió a su encuentro. –¡Papá! –gritó Rosalinda–. Quiero jugar con un león. Mamita me dijo que podré jugar con leones, tigres y lobos en el cielo. Pero, yo quiero jugar con un león ahora. ¿Me puedes dar un león buenito para que juegue con él? –No, Rosalinda –dijo su papá–. No te puedo dar un león para que juegues ahora con él; pero puedo mostrarte un gran animal que se parece a un león. Es un perro muy grande. Su nombre es Sultán. Te gustará jugar con él. Era la hora de la cena. Después de la cena, el papá tomó a Rosalinda de la mano. Caminaron por una calle para ver a Sultán. Luego, llegaron a una casa grande. El papá dijo: –Aquí es donde vive Sultán. Ellos oyeron un fuerte “¡guau-guau! ¡guau-guau!” y vieron a un perro grande del lado de afuera de la casa. El enorme perro caminó en dirección a Rosalinda. Ella se colgó fuertemente del brazo del papá. –Papá, tengo miedo –dijo ella. –No necesitas sentir miedo. A Sultán le gustan los niños. Él no te lastimará –afirmó el papá con seguridad. Sultán apoyó la cabeza en el hombro de Rosalinda, mientras movía amistosamente la cola. Rosalinda soltó la mano del papá y acarició la cabeza de Sultán. Enton-
ces, el perro se sentó en el pasto. –Yo no tengo miedo de él ahora, papá –comentó Rosalinda–. Él es un perro buenito. Sultán quería jugar. Corrió por el patio y Rosalinda también corrió con él. Ella estaba feliz por poder correr y jugar con él. Luego, llegó la hora de volver a casa. El padre tomó a Rosalinda de la mano, ella le dijo adiós a Sultán y él movió la cola en respuesta. –Papá –indagó Rosalinda–, ¿así vamos a jugar con los animales grandes en el cielo? ¿Así como jugué con Sultán? –Sí –contestó el papá. –Cuando lleguemos a la casa –continuó Rosalinda– ¿puedes hablarme más acerca de la Tierra Nueva? –Sí –contestó el papá–. Estoy contento porque quieres saber más acerca del cielo. Nosotros aprendemos acerca de la Tierra Nueva en el Libro de Dios; su libro es la Biblia. Jesús desea que amemos la Biblia. Cuando estemos en casa, vamos a leer en el Libro de Dios acerca de la Tierra Nueva.
La niña más feliz El papá y la mamá de Dina están seguros de que ella es la niña más feliz de la ciudad. Todas sus amiguitas creen que ella es la más feliz. Ella tiene una hermanita menor, que todavía es muy pequeña, pero ya sabe sonreír. Pero Dina no siempre fue la niña más feliz de la ciudad. ¡Oh, no! A veces, ella estaba tan molesta, que la mamá la mandaba a la cama, aun al medio día. Entonces, cierta mañana, la madre le dijo: –¡Conozco un secreto! Ella susurró el secreto a oídos de Dina, que ahora dice ser tan feliz como su madre. Vengan conmigo a su casa y descubrirán el secreto de ellas. –¿Eres capaz de sacar el polvo de las sillas? –pide la madre. Dina sonríe y contesta: –Sacaré el polvo de las sillas, mamá. Entonces, Dina saca el polvo de todas las sillas y de la mesa, y después guarda la franela. En ese momento, la hermanita se despierta. Su diente nuevo la molesta, y llora y llora. Dina le canta a la hermanita. Ella deja de llorar, y luego se duerme de nuevo. Ahora, la madre puede preparar la cena. Todos los niños vecinos de Dina quieren jugar en su
patio. Juegan con sus muñecas, en la caja de arena, se hamacan en la hamaca y siempre dicen: “¡Es tan divertido jugar en el patio de Dina!” Todos los niños se sienten felices, pero Dina es la más feliz de todos. Ahora pienso que ustedes ya sabrán cuál es el secreto de Dina: es estar siempre contenta. Es hacer las cosas que ponen felices al papá y a la mamá. Es hacer las cosas que hacen feliz al bebé. Es hacer las cosas que dan felicidad a los amigos. Y, más que todo, es hacer aquello que hace feliz a Jesús. Y ustedes, ¿quieren tener ese secreto también?
¡Cuidado con la educación! Viviane Cristina llegó a casa a las 13 y, apresuradamente, le gritó a la abuela: –¡Abuela!, dame un vaso con agua. ¡Me muero de sed! La madre de Vivi (como la llamaban), escuchando el descortés pedido, replicó: –Viviane, dijiste “por favor” tan despacito, que tu abuela no te oyó. Por favor, ¿quieres repetirlo? La niña, un tanto avergonzada, se volvió a la abuela y dijo: –Perdóname, abuela. Por favor, ¿puedes darme un vaso con agua? La señora Lourdes, muy cariñosa, llevó el agua a la nieta y recibió un gesto de agradecimiento. Al día siguiente, en plena clase de matemáticas, Rafael se dirigió a Viviane: –¿Me prestas la regla? Necesito separar las tareas. Viviane contestó a la altura: –Dijiste “por favor” tan despacito, que no pude oírlo. –Dame rápido esa regla. ¿No ves que te lo estoy pidiendo? –contestó Rafael con ironía. La maestra, María Rita, oyendo aquella pequeña discusión, intervino: –¿Puedo saber qué está pasando? Rafael se anticipó a contestar: –¿Ahora, cada vez que necesito algo tengo que decir “por favor”? ¿No se pueden abreviar las cosas e ir directo al tema? Viviane completó: –Él me pidió la regla prestada, y no dijo “por favor”. Por lo tanto, ¡no se la presté!
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La maestra interrumpió la clase para una breve explicación: –Chicos, nuestra vida está repleta de hechos que ocurren en todo momento. Hoy ustedes tienen, en promedio, 8 años y una vida entera por delante. Muchos serán médicos, abogados, dentistas, escritores, comerciantes, profesores; es decir, todos quieren tener una profesión. Pero ¿cómo podemos ser reconocidos por la sociedad como personas educadas si no practicamos la educación? Viendo a la clase atenta, ella continuó: –Por favor, gracias, vuelva siempre, buenos días, buenas tardes, buenas noches, hasta pronto, discúlpeme, por gentileza, y muchas otras palabras deben formar parte de nuestro vocabulario cotidiano. Pues todos quieren ser bien atendidos en cualquier lugar en el que estén. Pero no debemos ser educados solamente para mostrarlo a los demás; debemos ser educados por nosotros mismos. Cuando tiramos la basura en el lugar correcto, estamos siendo educados aunque nadie nos esté mirando. Cuando decimos gracias o por favor, estamos practicando la educación y eso nos hace muy bien. ¿Entendieron? En ese momento, el director de la escuela abrió la puerta del aula, pidió permiso a la profesora y se dirigió a los alumnos: –Después del recreo, deberán permanecer en el patio; debo comunicarles algo. Luego, podrán continuar con sus actividades. ¡Gracias! La maestra agradeció al director y cerró la clase deseando una buena tarde a todos los alumnos. Edmundo Tabach
Marta y María –Lucy, si yo te diera una muñeca como ésta (mostrar), ¿qué me dirías? Sí, dirías: “¡Muchas gracias!” –Tom, si yo te diera un autito como éste (mostrar), ¿qué me dirías? También dirías: “¡Muchas gracias!” Cuando la mamá les da cosas buenas en casa, ¿ustedes le dicen “muchas gracias”? Espero que sí, pues los niños cristianos siempre son corteses. Si ustedes son corteses, dirán “por favor” cuando quieren algo. Dirán “muchas gracias” cuando alguien les haga algún favor. Nunca empujarán a nadie ni darán codazos. Aquí están algunas figuras de comida. ¿Ustedes le agradecen a Jesús cada vez que comen? Cuando van a la cama, por la noche, ¿ustedes le agradecen por haberlos
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cuidado durante todo el día? Cuando Jesús era niño, todos lo querían mucho porque era amable y bondadoso. También era cortés; no peleaba ni discutía con sus compañeros. A Jesús le gustaba ayudar a su madre. En el hogar, era cortés y le gustaba hacerla feliz. Nunca decía palabras ásperas. Espero que ustedes no digan palabras ásperas a la mamá. Los niños cristianos siempre les dicen palabras bondadosas a los demás. Muchos de los niños y las niñas del lugar en que Jesús vivía no eran bondadosos entre ellos. A veces, no eran bondadosos con Jesús; pero él los amaba igual. Le gustaba hacerles favores, pues quería que aprendieran acerca de su Padre celestial. Él vivía para ayudar a los demás. Sí, Jesús hizo el mundo feliz y alegre también por los cánticos que cantaba y por las palabras que decía. Aquí, en la Biblia, Jesús aconseja: “Todo cuanto quieran que los hombres les hagan, así hagan ustedes también a ellos”. A esto se llama la regla de oro. Vamos a memorizarla (Mateo 7:12). Alrededor de la ciudad en que vivía Jesús cuando era niño, había muchas colinas y montañas. A él le gustaba pasear por las colinas y observar las bellas flores cuando se abrían al sol. Quería que su vida fuera tan bella como la de las flores. A medida que crecía, siempre era amable, bondadoso y cortés, pues era el Hijo de Dios. Cuando Jesús fue adulto, dejó su pequeñito hogar entre las montañas y fue a muchas otras ciudades. Cuando viajaba de un lugar a otro, se cansaba mucho. En Betania, siempre había un hogar donde podía descansar (ponga la escena en el tablero de arena). Ése era el hogar de Marta, María y Lázaro. Ellos siempre se alegraban cuando Jesús los visitaba; ellos también eran corteses con él. A Jesús le gustaba hablarles y a ellos les gustaba oírlo. A María le gustaba oír hablar a Jesús más que a Marta. A veces, Marta pensaba que había demasiado trabajo, de manera que no tenía tiempo para escucharlo. Pero él sabía que pronto volvería al cielo y entonces Marta no podría oírlo más. Así que Jesús le pidió que ella se sentara junto a la hermana, a fin de que aprenda de él. Si hoy Jesús visitara el hogar de ustedes, ¿qué harían para que él se sintiera feliz? ¿Ustedes saben que él visita en realidad el hogar de ustedes? Ustedes no lo pueden ver, pero todos saben cuándo él está allí, por la manera en que ustedes se comportan. Si ustedes son corteses, bondadosos y amables con su mamá, su papá, sus hermanos y hermanas, es porque Jesús está en el corazón de ustedes. Hoy trataremos de hacer a los demás lo mismo que nos gustaría que ellos nos hicieran a nosotros.
La lección de la Reina A Victoria, que fue reina de Inglaterra, le gustaba pasar temporadas en el Castillo de Windsor, no muy lejos de Londres. En esas ocasiones, muchas veces salía con el fin de hacer paseos a pie, por los alrededores del castillo. Allí, al sur del castillo, está el Gran Parque y, en medio de él, el Camino Largo, una avenida bordeada por grandes y antiguos olmos (un árbol que sólo se encuentra en Europa). Más allá, existe un lago artificial, llamado Lago Virginia. A la Reina le gustaba disfrazarse, con el objeto de no ser reconocida en sus caminatas. Casi al final de uno de esos paseos, la soberana fue sorprendida por una lluvia inesperada. Tocó la puerta de la primera casa de campo, para pedir un paraguas prestado. Una señora la atendió y, cuando oyó lo que deseaba, le dio la espalda de manera ruda y desapareció de nuevo en el interior de la casa. Instantes después, volvió con un viejo paraguas y le dijo: –Tengo otro mejor, pero, como no espero ver este paraguas otra vez, usted puede llevarlo. La Reina agradeció amablemente y salió con el paraguas, concluyendo su caminata. Al día siguiente, un noble de la Corte, vistiendo el uniforme característico de los funcionarios de palacio, tocó la puerta de aquella casa. La señora fue a atender, y se sorprendió por recibir de vuelta su viejo paraguas y un sobre que contenía dinero. –Es un regalo de parte de Su Majestad, la reina Victoria –explicó el funcionario. La pobre mujer cayó de las nubes. Pero ahora era muy tarde para corregir la mala impresión que había dejado en la soberana. La única manera de evitar esa situación habría sido la práctica de la cortesía. La cortesía es la ciencia de respetar el punto de vista de otra persona, de manifestar interés en sus ideas y deseos, de recordar el nombre de las personas y ser generoso con ellas, elogiándolas con sinceridad y escuchándolas con atención. Marcio Dias Guarda
“Por favor” y “Muchas gracias” José y Lucía acababan de cenar. El padre y la madre también habían terminado la comida. Muchas veces, el
papá o la mamá leían un relato a los hijos después de la cena. Esta vez, José tomó un libro nuevo que recibió, y que tenía muchas figuras. Se lo llevó al papá, que estaba en una mecedora. –Por favor, papá –dijo José–, ¿puedes leernos este libro nuevo? El papá levantó la mirada y sonrió. Entonces, tomó el libro y dio vuelta algunas páginas. Se detuvo en la figura de una niña con mucho apetito, sentada a una mesa. –¿De qué creen que se trata el relato de esta figura? –preguntó el papá–. El libro dice que el nombre de la niña es Susana. –Creo que sé de qué se trata el relato –arriesgó Lucía. –¿Qué es? –preguntó José. –Esa niñita no tiene buenos modales –contestó Lucía–. Sólo señala con el dedo lo que desea. –Entonces ¿qué debería hacer? –Preguntó el papá. –Ella debería sentarse y esperar a que le sirvan la comida –respondió José–. Ella no debería simplemente señalar hacia los platos que desea. Debería pedir calmadamente, con buenos modales. El papá reflexionó un poco. –Me parece –dijo él– que a la hora de la cena oí algo parecido. Alguien dijo: “¡Quiero algunas papas!” ¿Ustedes piensan que es eso lo que Susana, la niña de la figura, está diciendo? –Puede ser –admitió Lucía–. Ella debería decir: “Por favor, ¿me pueden pasar las papas?” –¡Eso sería muy lindo! –dijo el padre–. Creo que Susana recibiría las papas más rápido si las pidiera de esa manera, ¿no les parece? –Sí –dijo José–. Ella también debería decir siempre “Por favor”. Mamá me dijo que esas dos palabritas son la llave que nos abre un gran tesoro. –Así es –dijo el padre–. ¿Y cómo es el tono de nuestra voz cuando pedimos algo? ¿No les parece que debemos pedir con un tono de voz agradable? Esta mañana oí a una niña decirle a su mamá: “¡Abotóname esto!” La mamá no atendió inmediatamente, y continuó su trabajo. Entonces, vino de nuevo aquella voz “¡Abotóname esto!” El tono demostraba que la niña estaba molesta. ¡También faltó el “Por favor”! La llave fue perdida en algún lugar. El papá dejó de hablar. Lucía miraba el piso; sabía que el padre se refería a ella. –Sí –continuó el papá–, siempre es mejor pedir en un tono de voz agradable, diciendo: “por favor”. A todos les gusta eso, y ¿qué debemos decir después de que recibimos algún favor? –preguntó el padre. –¡Yo lo sé! –dijo Lucía–. Debemos decir “¡muchas
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gracias!” –Muy bien –dijo el padre–. ¿Habrá dicho “¡muchas gracias!” Susana después de haber sido servida? (Todos miraron la figura y pensaron.) Aún hay más –continuó el padre–; cuando oramos y le pedimos cosas a Jesús, también debemos decir “por favor”, ¿no lo creen? José y Lucía asintieron con la cabeza. –Y no debemos olvidarnos de agradecerle –dijo José. El papá sonrió. –Ahora, vamos a hacer el culto. Vamos a decirle a Dios “Por favor” y “¡Muchas gracias!” Y así lo hicieron.
El perdón de Linda Linda y su familia se mudaron a una ciudad en la que ella podría frecuentar la escuela. La familia era pobre, y las ropas de Linda eran simples y gastadas. Pero Linda era una niña suave y bondadosa. Todas las personas la querían. Una tarde, Raúl encontró a Linda cargando un canasto de peras. A la mañana siguiente, yendo de camino a la escuela, Raúl le dijo a Celso que había escuchado que algunas peras habían sido robadas de la frutería que estaba cerca del colegio, y que él había visto a Linda llevando un canasto de peras. Celso recordó que él también había visto a Linda con algunas peras. En el recreo, él comentó a Marcio que algunas peras habían sido robadas en la frutería cercana al colegio, y que había visto a Linda con algunas peras. Marcio contó la historia a Benito y Benito le contó a Pablo. En el camino de regreso de la escuela a la casa, cada uno de ellos se lo contó a otros niños. Al día siguiente, poco antes de tocar la campana para el inicio de las clases, Linda entró en el patio de la escuela. Ella llevaba algunas peras en la bolsa, y en el rostro una delicada sonrisa. Saludó a todos, y le dio una pera a la maestra, que le agradeció. –Linda, ¿dónde conseguiste estas peras tan deliciosas? –preguntó ella más tarde. –Me las regalaron, señorita. Cuido al bebé de la señora Reyes después de la escuela, y ella me dio un canasto tan lleno de peras, que casi no podía cargarlo. Mamá dijo que debía traer algunas a la escuela. Linda le ofreció una pera a Pablo. Él la rehusó y se retiró. Otros niños también salieron sin decir una palabra. Linda los miró sorprendida, y pensó qué estaría ocu-
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rriendo. ¿Qué estaría mal? –¿Qué está ocurriendo? – le preguntó a Pablo. –Bueno... no quiero ninguna de tus peras. Puedes guardarlas –contestó Pablo–, pues son peras robadas. –¿Robadas? –exclamó muy sorprendida Linda–. ¿Qué quieren decir con eso? –Sabes lo que queremos decir. Robaste esas peras de la frutería de la escuela. Raúl te vio. Linda volvió los ojos a Raúl, que quedó con el rostro encendido y miró al piso. –Raúl, ¿viste a Linda robar las peras? –preguntó la señorita. –Yo vi a Linda que llevaba un canasto de peras semejantes a las que habían sido robadas. Yo no dije que ella las había robado –dijo Raúl–. Yo le dije a Celso que alguien había robado peras en la frutería del colegio, y que había visto a Linda llevando unas peras iguales. –Y tú, Celso, ¿qué le dijiste a Marcio? –interrogó la maestra. –Yo le dije que vimos a Linda llevando un canasto de peras, y que ella podría haberlo robado. Así, todos los niños fueron interrogados, y cada uno reconoció lo que había dicho. Ahora estaban todos callados; se sentían avergonzados de lo que habían hecho. Linda sólo oía. “Entonces, es eso lo que ellos opinan de mí”, pensó. Llegó a arrepentirse de haber ido a estudiar a esa escuela. Cuando todos terminaron de hablar, la maestra miró a Raúl. Él se dirigió a Linda, y le dijo: –Linda, lo siento mucho. Te pido que me perdones. Por favor, perdónanos a todos. Linda sonrió y, con un gesto de la cabeza, aceptó perdonarlos. –Niños –concluyó la maestra– éste es un ejemplo de lo que ocurre cuando hablamos de los demás y los criticamos.
Moisés en la zarza ardiente Era una vez una niña que visitaría a un rey. ¡Estaba emocionada, pues vería a un rey de verdad! Estrecharía su mano y se sentaría en su casa. Pero, antes de poder ir, tenía que aprender cómo comportarse en la presencia del Rey; también debía usar un vestido apropiado. Todos los días, durante varias semanas, ella ensayaba con la madre como si ella fuera el Rey. Saludaba a su madre tal como tendría que hacerlo con el Rey. Se puso conten-
ta cuando pudo aprender cómo debería comportarse, pues quería hacer todo muy bien cuando estuviera en el palacio real. Cuando ustedes van a la iglesia, van a hablar con alguien que es mucho mayor que un rey. Es el creador del cielo y de la tierra. Es el Rey Jesús. Debemos aprender cómo andar en su presencia. ¿Serían capaces de decirme algo que debemos hacer cuando vamos a la iglesia? ¡Sí, así es! Siempre debemos andar con cuidado, sin hacer ruido, pues en la iglesia Jesús viene para estar con nosotros. Sus santos ángeles también están allí. No los podemos ver, pero ellos nos ven. Si corremos, hablamos y cuchicheamos, hacemos que los ángeles se entristezcan. Pero si nos quedamos quietos y reverentes, ellos se alegran. Entonces, nosotros también nos alegramos. La Biblia dice: “Estad quietos, y sabed que soy Dios”. ¿Recuerdan el relato del bebé Moisés? Bueno, aquel bebé creció y se hizo un hombre grande. Fue llevado al palacio del rey cuando tenía 12 años de edad. Dios tenía un gran futuro planeado para Moisés. En el palacio del rey aprendió mucho, pero aún no estaba listo para trabajar para Dios. Moisés dejó el palacio (el hogar del rey) y fue a vivir al campo. (Use figuras en el tablero de arena.) Él se quedó allí durante cuarenta años, cuidando ovejas y corderos. Moisés contempló las bellas colinas creadas por Dios. Llevaba su rebaño de un lugar a otro, cuidando para que las ovejas siempre tuvieran buen pasto para comer y agua fresca para beber. Moisés oraba a Dios todos los días. Dios envió ángeles para estar con él. Ellos le decían muchas cosas que Dios quería que él supiera. Un día, cuando Moisés llevaba sus ovejas a pastar, vio algo que nunca había visto: una planta prendida fuego. (Mostrar figura.) La zarza ardía, pero no se quemaba. Moisés se acercó, para ver mejor. Ya había pasado por allí muchas veces, y la planta nunca había estado así. Cuando Moisés llegó cerca, escuchó una voz que lo llamaba: “¡Moisés, Moisés!” Rápidamente contestó: “Aquí estoy”. “ Quita las sandalias de tus pies”, dijo la voz, “porque el lugar en que estás es tierra santa”. ¿Quién piensan que llamaba a Moisés? ¡Sí, era Dios el que lo llamaba! ¿Por qué Dios quería que Moisés se descalzara? Era porque él estaba allí, y eso hacía del terreno un lugar muy especial. Decimos que era un lugar santo, o sagrado. En el país de Moisés, el pueblo se sacaba los zapatos antes de entrar en una casa. Dios quería hablar con Moisés, pero primero él debía ser reverente (respetuoso, quieto) delante de Dios. Moisés cubrió con las manos su rostro e inclinó la cabeza, porque sabía que allí estaba
Dios. Se dispuso a escuchar lo que Dios quería decirle. Después de eso, Dios habló con Moisés varias veces. Cuando vamos a la casa de Dios, debemos quedarnos bien quietos, pues Dios está allí. Él dice: “Estad quietos, y sabed que soy Dios”. El Trono de Dios está en el cielo. El cielo es un lugar lindísimo. Los ángeles también viven allí. Un día, Dios nos llevará al cielo, pero primero debemos mostrar que nosotros lo amamos. Una de las maneras de mostrar que lo amamos es ser reverentes en la iglesia. Otro lugar en el que Dios vive es en nuestro corazón; por eso debemos ser cuidadosos con las palabras que decimos, las cosas que hacemos y las cosas que pensamos. Jesús quiere que su Espíritu viva en nosotros; entonces él nos ayudará a ser buenos, donde sea que estemos. El tercer lugar donde Dios está es la iglesia. (Muestre figura.) Es por eso que no corremos, ni jugamos ni gritamos en la iglesia, sino que nos quedamos quietos y reverentes, pues queremos mostrarle a Jesús y a Dios que nosotros los amamos. Los niños cristianos son reverentes en la iglesia. Inclinemos la cabeza, y pidamos al Señor que nos bendiga hoy y nos ayude a ser reverentes en su casa.
Una lección de amor Encontré a Rex un día de lluvia, enrollado en un pedazo de diario, en la esquina de una calle muy oscura. Fue así: Mamá y yo regresábamos de la panadería, y un pequeño bulto debajo de un diario me llamó la atención. Cuando levanté el diario, pude ver a un perrito blanco y negro, muy lindo, que temblaba de frío. –Mamá, ¿puedo llevarlo a casa? –pregunté. –Pero, Sara, ¿llevar a casa un animalito de la calle? –Por favor, mamá; podemos bañarlo, llevarlo a un veterinario... –¿Prometes cuidarlo? –¡Prometo! –Muy bien, Sara; pero recuerda lo que me prometiste. Muy feliz, llevé a mi nuevo perrito a la casa. Lo bañé, le di alimento y un rinconcito muy lindo y abrigadito para que durmiera. Me encargué de darle un nombre: Rex. Luego, por la mañana, papá y yo llevamos a Rex al veterinario, que cuidó de él con todo el cariño del mundo. Después, cuando llegamos a casa, le hicimos juntos
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una casita a Rex. Quedó hermosa. Pasé a despertarme muy temprano, todos los días, para cuidar a Rex y quedarme cerca de él. ¡Corríamos, rodábamos en el pasto y jugábamos mucho! Hasta que, cierto día, un hombre desconocido tocó el timbre de mi casa; él quería hablar con mamá. Fui corriendo a avisarle a la cocina y, en ese momento, Rex corrió a nuestro encuentro. –Ah, ¿entonces Pipoca está aquí? Mamá y yo nos miramos sin entender nada. –Pipoca es el perrito de mi hijo. Él huyó hace días, y Marquitos hasta se enfermó. Su madre y yo no sabíamos ya qué hacer. Rex movió la colita y, con la mayor felicidad, saltó en los brazos de su antiguo dueño. –¿Me permite llevarme a Pipoca? Mamá me miró con cariño, y yo no pude dejar de llorar. Era demasiado triste ver a Rex irse sin que pudiera hacer nada. –Sara, no es correcto quedarse con algo que no nos pertenece. ¿Te parece justo que te quedes con Rex y dejes a su dueño enfermo de tanto extrañarlo? –Tienes razón, mamá. Enjugué mis lágrimas, y le di el abrazo más fuerte que pude a mi amigo Rex. –Te extrañaré, Rex. ¿Prometes no olvidarme jamás? Rex ladró feliz, y me lamió la nariz como si entendiera cada palabra que yo había dicho. –Mamá, ¿podemos ir con él? –Por supuesto, hija. Mamá y yo seguimos al señor Jerónimo al encuentro de Marquitos. Cuando él vio a su perro, saltó de alegría. Algún tiempo después, Marquitos y Rex, mejor dicho, Pipoca, vinieron a visitarme. Y, como agradecimiento... me trajeron de regalo ¡un cachorro! Un perrito lindo, tan lindo como el padre. Como homenaje a mi viejo amiguito, di al cachorro el nombre de Rex. Con el perrito en los brazos, abracé a Marquitos y hasta lloré de felicidad. Mientras, Pipoca saltaba en mis piernas, tan contento como nosotros. Él parecía querer mostrarme a mí y a Marquitos, con su gesto, la gran lección de amor que habíamos dado uno al otro. Roberta N. S. Oliveira
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Qué significa la iglesia para Pepe A Pepe le gustaba ir a la iglesia. Cada domingo, él preguntaba: “¿Cuántos días faltan aún para el sábado?” Cada día hacía la misma pregunta. Finalmente, cuando llegaba el sábado, Pepe decía: “¡Qué bueno! ¡Qué bueno! Hoy es sábado. Ahora puedo ir a la Escuela Sabática”. Pero, después de la Escuela Sabática, la historia era otra: Pepe no quería quedarse al culto. Cierto sábado por la mañana, después de la Escuela Sabática, la mamá no podía encontrar a Pepe. Miró en las salas, en los pasillos, pero no encontró a Pepe por ninguna parte. Entonces, la mamá tuvo una idea: detrás de la iglesia estaba la escuela primaria, donde Benito y Juan iban a clases. En el patio había hamacas, un tobogán y unos trepadores. “No creo que esté allí”, pensó la mamá; “no en sábado.” Fue a ver y... ¡allí estaba! –¡Pepe! –exclamó la mamá–. ¿Qué haces aquí? Pepe bajó la cabeza y murmuró: –Estoy jugando... La mamá tomó al niño de la mano. –Ya eres un niño grande. Sabes que es hora de estar en la iglesia. ¿Por qué viniste aquí, en vez de quedarte en la iglesia? Pepe se encogió de hombros y dijo: –Vine... viniendo... –Pero ¿por qué? –era lo que la madre quería saber. –Porque no quiero estar en la iglesia –dijo Pepe, en voz baja. –Pero lo necesitas –dijo la mamá. –¿Por qué? –preguntó Pepe. –Porque es lo correcto –contestó la mamá–. Porque Dios nos ama y quiere que lo visitemos en su casa. –Pero la iglesia me cansa mucho –se quejó Pepe. –Sí, yo también me cansaría si no prestara atención, o si simplemente me hamacara el cuerpo hacia acá y hacia allá. –Pero la iglesia es para la gente grande –arguyó Pepe. –No –dijo la mamá–. Dios quiere que todos vayan a la iglesia. Quiere que los grandes vayan; quiere que los niños también vayan. Él quiere que vayas. –Pero no es nada divertido. –No debe ser divertido realmente – insistió la mamá–. Pero si escuchas, aprenderás a querer a la iglesia. Quiero
que lo pruebes. La mamá y Pepe entraron en la iglesia en puntas de pié, después de haber cantado el primer himno. –Ahora, recuerda –susurró la mamá–: escucha con atención. Pepe asintió, y susurró: –¡Está bien! Pepe escuchó con atención. Prestó atención cuando se hicieron los anuncios; escuchó que la ofrenda de ese día sería para el trabajo entre la gente de la China. Pepe quedó atento cuando una señora cantó un cántico especial. La música era muy hermosa y a Pepe le gustó el canto. Pepe vio cuando los diáconos recogieron la ofrenda, y puso su moneda en el canasto. Pepe se arrodilló mientras un hombre hacía la oración. Bajó la cabeza y cerró los ojos, y escuchó. Pepe escuchó con atención la predicación del pastor. El pastor contó un relato; después, leyó la Biblia. Pepe escuchó con tanta atención, que se olvidó de mover el cuerpo hacia acá y hacia allá. Cuando menos lo esperaba, terminó el culto. De regreso a casa, papá dijo: –Mamá ¿observaste bien a Pepe? ¿Viste cómo se quedó quietecito? –Yo estaba ocupado –dijo Pepe–; estaba prestando atención. Sonrió a la madre y le dijo: –¿Sabes algo? ¡Hoy me gustó mucho la iglesia!
El mundo en que vivía era agradable. Pero, al aproximarse el cumpleaños, sintió ganas de jugar con otros niños. Después de la cena, mamá preguntó: –¿Qué tal si festejamos tu cumpleaños al revés? –¿Al revés? –se extrañó la niña. –Sí. Es muy lindo recibir regalos. Pero puedes ser casi tan feliz tanto dando regalos como recibiéndolos. ¿Qué te parece si invitas a algunos niños egipcios para tu fiesta de cumpleaños? Podríamos preparar paquetes con juguetes que ya no usas más, para dar de regalo a cada uno de esos niños. –¡Qué buena idea! –dijo Ana, alegre–. ¿Cuántos niños egipcios puedo invitar? Fueron más de veinte niños los que llegaron para participar de la fiesta. A todos les gustó el jugo de fruta y las empanadas. Pero cuando los niños vieron la enorme torta de cumpleaños con siete velitas que la mamá puso sobre la mesa, los ojos se les saltaron. Después, los padres de Ana trajeron un gran canasto, lleno de paquetes con el nombre de cada uno de los invitados. En algunos de ellos había alguna cosita rota, pero los pequeños recibían todos los regalos como si fueran nuevos. Ana estaba muy feliz. Antes de que los niños se fueran, exclamaron: –¡Kula sana ua inta taieb! (“¡Feliz cumpleaños!” en árabe.) Cuando se quedaron solos, la madre se dirigió a Ana y le preguntó: –¿Te gustó la fiesta, querida? –Sí –exclamó la niña–. ¡Creo que fue el mejor cumpleaños que haya tenido!
Una fiesta al revés –¿Puedo festejar mi cumpleaños con una fiesta? –preguntó Ana–. Quiero que vengan muchos niños. –Estaría feliz de poder hacerlo –dijo la madre–. Pero bien sabes que, aquí, lo único que podemos hacer es invitar a los profesores de la misión. Hacía poco tiempo, los padres de Ana habían llegado a la ciudad de Assiut, en Egipto, como misioneros. Assiut está situada a orillas del río Nilo y no muy distante de El Cairo. Allí, se estableció una escuela para niñas y niños egipcios y un hospital de misioneros. Pero no había otros niños; sólo los egipcios que asistían a la escuela y con los que Ana tenía dificultad para jugar porque ellos hablaban un idioma diferente. Hablaban el árabe, idioma oficial del país. Ana tenía un gatito blanco. Ella ayudaba a la mamá.
Felipe, el misionero ¿Conocen a un misionero? (Mostrar figura.) A todos nos gusta oír relatos de misioneros. Nos sentimos contentos al saber que niños y niñas de otras tierras también se convierten en niños cristianos. Los niños cristianos de todas partes son amables y bondadosos; son valientes y obedientes, corteses y reverentes. Haciendo todo eso, serán misioneros de Jesús. Algunas personas son misioneros en su hogar y en el vecindario. Algunas personas dejan todos sus seres queridos y van lejos, para hablar a otros acerca de Jesús y de su amor. La Biblia dice: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones”. Eso quiere decir que debemos hablar acerca de Jesús a las personas de todo lugar del mundo.
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¿Saben que Jesús fue un misionero? Él salió lejos de su hogar, que era el cielo, para venir a la tierra y ayudarnos. Sí, él se alejó más de su hogar que cualquier otro misionero. Estamos contentos de saber que Jesús vino a nuestro mundo para ayudarnos. Él quiere que hablemos a otras personas acerca de él. La mejor manera de hacerlo es por medio de lo que hablamos y lo que hacemos. También podemos ayudar economizando nuestro dinero y llevándolo a la iglesia. Nuestro dinero ayudará a pagar los viajes de los misioneros que irán a contar acerca de Jesús a los niños y las niñas de otras tierras. Felipe (use figuras en el tablero) era uno de los amigos de Jesús. Le gustaba conversar con él. Le gustaba oír a Jesús hablar al pueblo. Felipe se entristeció cuando Jesús volvió al cielo; pero sabía que Jesús lo amaba. Quería que los demás supieran que Jesús también los amaba. Empezó a hablar de Jesús a los demás: era un misionero. Un día, él fue a una tierra llamada Samaria. Ya había estado allí otras veces con Jesús. El pueblo de Samaria quedó contento al oírlo hablar acerca de Jesús. Allí, Felipe fue un verdadero misionero, pues ayudó mucho a los enfermos y los pobres. Cuando las madres llevaban a sus niños enfermos, Jesús ayudaba a Felipe a curarlos. Querían oír las palabras de Felipe. ¡Con qué alegría ellas oían acerca de Jesús, su mejor Amigo! En Samaria había tantas personas que querían oír acerca de Jesús, que Pedro y Juan fueron a ayudar a Felipe. Ellos también eran misioneros; iban de una ciudad a otra, ayudando al pueblo y hablando acerca de Jesús. Felipe era tan bueno, que un día un ángel le trajo un mensaje especial. ¿Eso no es algo maravilloso? Sí, un ángel le dijo exactamente dónde debía ir. El ángel sabía que cierto hombre estaba leyendo la Biblia. Sabía que era necesario que alguien hablara con el hombre acerca de Jesús. Por eso, pidió a Felipe que fuera al encuentro de esa persona. Felipe fue; lo encontró viajando en un carruaje. Estaba leyendo la Biblia, mientras los caballos tiraban del carruaje con el hombre. Le contó todo acerca de Jesús. El hombre se alegró mucho de oír el relato de Jesús. Entonces, también amó a Jesús y oró a él. Felipe se puso contento de poder ser un misionero de Jesús. Ustedes también pueden ser misioneros de Jesús. ¿Qué podrán hacer hoy, para mostrar a él su amor? (Quizá sería bueno terminar esta lección con el pensamiento de que Jesús vendrá otra vez, cuando todos hayan oído acerca de él.) Él está esperando que contemos a los demás el relato de su amor, antes de que venga para llevarnos al cielo.
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Perdonar no es difícil Ángela y Julia estaban discutiendo fuertemente, ambas muy molestas. Era difícil descubrir la causa de la pelea, pero probablemente no se trataría de un motivo muy serio. Cuando las voces de las dos aumentaron de volumen, empezaron a tirarse de los cabellos y las amenazas de agresión física pasaron a ser reales. A la madre le pareció bien entrar en escena. –¿Peleando otra vez? –retó la madre a las dos–. Me avergüenza el comportamiento de ustedes. Y tú, Ángela, me sorprende el mal ejemplo que das a tu hermana menor. Vayan ya a la cama. ¡Las dos! Me parece que esta pelea ocurrió porque se retrasó la hora de dormir. Protestando y aún con cara de pocos amigos, las dos subieron las escaleras hacia la parte superior, donde se ubicaba el cuarto de dormir. La madre las siguió y besó a cada una de ellas, deseándoles buenas noches. Percibió aún mucha rabia en el rostro de Ángela. –No debes dormirte con ese sentimiento de odio en el corazón. Haz las paces con Julia. Imagina si ocurriera algo malo con ella esta noche; nunca te perdonarías por eso. La niña quedó en silencio. Ella sabía bien qué debería hacer, pero algo allá adentro parecía que le impedía disculparse con la hermana. Cuando la madre salió y cerró la puerta, escuchó a Ángela decirle en voz baja a Julia: –Mamá dijo que deberíamos hacer las paces; dijo que me sentiría triste si no me disculpo y te pasa algo de noche. Muy bien, te pido disculpas. ¡Pero si no te mueres esta noche, mañana temprano te agarro! –¡Ángela! –la madre reprendió a la hija, abriendo la puerta–. ¡Que cosa tan terrible le estás diciendo a tu hermana! ¡Esa no es la manera correcta de perdonar! –Pero ella me pegó en el rostro –se justificó la niña. –Es probable –concordó la madre–, y quizá realmente te haya ofendido. ¿No recuerdas qué dijo Jesús que debíamos hacer cuando alguien nos golpea el rostro?: ofrecer el otro lado. –Pero Julia siempre me está molestando, ensucia mis muñecas, rompe mis juguetes... –Ella es tu hermana menor, y aún tiene que aprender a respetar lo ajeno. Si le enseñas con amor y no con peleas, podrás lograr un resultado mucho mejor. La Biblia también enseña que debemos amar a nuestros enemigos... ¡y Julia no es tanto como tu enemiga! Ángela concordó en orar el Padrenuestro con la madre. Y ella enfatizó bien la parte que reza: “perdónanos
nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Cuando Ángela comprendió que sólo el amor de Jesús en el corazón nos puede llevar a perdonar a quienes nos ofenden, se levantó y abrazó a Julia. Ambas se perdonaron mutuamente y tuvieron una noche de sueño muy feliz. Arthur Maxwell
Jesús también te ama Gondo nunca había oído hablar acerca de Jesús, hasta que llegaron a la pequeña villa donde vivían unas personas que el pueblo llamaba “misioneros”. Los misioneros adoraban a un ser que se llama Dios; también adoraban a Jesús, su Hijo. Gondo no se interesaba mucho, porque decía que ya tenía un dios; su dios era Buda. Por varios días, Gondo prestó poca atención a los relatos que sus amigos le contaban acerca de los misioneros. Entonces, empezó a notar que los amigos que iban a la escuela de la Misión aprendían cosas de las cuales él nada sabía. Aprendían a leer, escribir y cantar. Y también usaban ropas que recibían de los misioneros. Gondo oyó a sus amigos cantar un cántico que habían aprendido de los misioneros. “Amigo tengo que me ama, me ama, me ama. Amigo tengo que me ama, su nombre es Jesús”. El cántico entristeció a Gondo; tenía la impresión de haber sido marginado. También quería cantar acerca de alguien que lo amara. Entonces tuvo una idea: él mismo hizo su cántico y se puso a cantar: “¡Buda me ama! ¡Buda me ama!” Cantó repetidamente. Pero no estaba muy bueno, pues fue él mismo quien lo hizo. Nunca nadie le dijo que Buda lo amaba, y él mismo no estaba convencido de que Buda lo amaba. Así, el cántico era diferente de aquel que los demás cantaban. Además, Gondo no tenía Biblia, y quería poseer una, aunque no sabía exactamente qué era. Un día, algunos amigos le dijeron: –¿Por qué no vienes con nosotros a la escuela de la misión, Gondo?
–¿¡Yo!? –dijo Gondo–. ¿Me dejarían entrar? No conozco a Jesús, y seguramente él no me ama. Los niños se rieron. –Jesús ama a todos –le aseguraron–. Especialmente ama a los niños y las niñas. La Biblia nos cuenta que Jesús dijo: “Dejad a los niños venir a mí”; y él se refería a todos los niños, ¡como nosotros! ¡Vamos a la escuela de la misión! Aquel día, Gondo fue a la escuela de la misión con ellos. Allá, se sentó en un banco limpio, en una sala limpia, y le gustó todo lo que vio y aprendió. Escuchaba con atención los relatos que el misionero contaba a los niños acerca de Jesús. Creyó que Jesús amaba a todos, y no solamente a algunas personas. Lloró cuando le contaron que Jesús fue clavado en una cruz. Gondo deseó mucho poder hacer algo para ayudar a Jesús. No demoró mucho Gondo en aprender a cantar los cánticos que los misioneros enseñaban. Le gustaba especialmente aquel que decía que Jesús lo amaba. ¡Ese cántico le pareció maravilloso! Cuando lo aprendió, empezó a cantarlo con entusiasmo, pues él ya amaba a Jesús. Después de algún tiempo, Gondo empezó a aprender a leer y a escribir, y se esforzó mucho por aprender rápido. Miraba a todas las personas adultas que lo rodeaban y que no sabían leer ni escribir, ni sabían cosa alguna acerca de Jesús. Se entristecía por ellas. Un día, dijo a su profesor: “Cuando sea grande, quiero ser maestro. Quiero hablarle a mi gente acerca de Jesús”. Con el paso del tiempo, Gondo creció y empezó a enseñar a su pueblo acerca de Jesús. Enseñó a muchas personas a las que los misioneros no podían hablar, porque él comprendía bien a su pueblo. Conocía sus costumbres y hablaba el mismo idioma que ellos. Muchas veces, ellos hacían un alto para escuchar a Gondo; cosa que no harían para escuchar a un misionero extranjero. Gondo se transformó en Raúl, un buen misionero de Jesús. Gondo siempre se sentía feliz cuando se acordaba de que los misioneros habían venido a su tierra para hablarle de Dios y de su amor. ¿Les gustaría también ser misioneros para ayudar a otros a conocer a Jesús?
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Asociación � � Casa Editora� Sudamericana
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