LECTURITMOS

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© Adriana Serlik ©Lecturitmos Certámenes Internacionales de Poesía y Relato “La lectora impaciente” 20102010-2011 Jurados Poesía Jesús Jiménez Reinaldo Ernesto Kahan José Vicente Sala, Agustín Sánchez Antequera, Irene Verdú Carlos Contreras Elvira Jurados Jurados Relato Antonia J. Corrales José Luis Muñoz Maribel Romero Soler Rubén Ballestar Urbán Sico Fons www.lalectoraimpaciente.com lectoraimpaciente@gmail.com Prohibida la reproducción total o parcial de las obras sin la autorización de sus autores. Gandía Gandía 2011

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LECTURITMOS

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INTRODUCCIÓN

Lecturitmos

es una antología con los poemas y relatos premiados, accésit y primeros finalistas de los Certámenes de poesía y relato de 2010 y 2011 “La lectora impaciente”. Cuando en 2002 me propuse este proyecto, sólo parecía un sueño difícil de realizar. Después de nueve certámenes de poesía y ocho de poesía, de cientos de poemas y relatos recibidos desde todos los puntos cardinales, de los innumerables escritores que año tras año participan con sus obras, de los jurados que me han apoyado con sus selecciones y puntuaciones, de los artistas que donan los premios, no puedo más que agradecer a todos los que amando la literatura y el arte, luchan por potenciar a aquellos que se encuentran en la misma búsqueda. Adriana Serlik Septiembre de 2011

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ÍNDICE Introducción POESÍA Premio 2010

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Estatuas de sal deshechas Aitor Marín Correcher

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Premio 2011

¿Recuerdas, amor, cuando c ayeron las bombas? Daniel Frini

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Accésit 2010

La mujer que pinta a la mujer Carlos A. Esquivel Guerra Y yo hablando de Cesare Pavese Luis Manuel Pérez Boitel

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Accésit 2011

Del ocaso en los cafés Amando García Nuño

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Finalistas 2010

Los cinco viajes y tu espera De pequeño Adán a Eva En dirección contraria Leyenda de los rencorosos

Walter Alberto Sinner Marcela Vanmak Rafaela Lillo Moreno Omar Alberto Santos Balán

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Ulyses Villanueva Tomás Antonio J. Royuela García Isolda Anta Fuentes José Luis Tudela Camacho María Teresa Barrena Iriarte

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Finalistas 2011

El niño Hebras tuyas en mi maleta Me persigue Tríptico de variados infortunios Libre RELATO Premio 2010

Ojos azules como mares Beatriz Gamble

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Premio 2011

Genaro Jesús Fornis Vaquero

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Accésit 2010

Vida nueva Julio Alejandre Calviño Sequía Jesús Andrés Pico Rebollo

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Accésit 2011

La Cani Horacio Martín Rodio Sein

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Finalistas 2010

Una sombra en la avenida Juan Carlos Fernández Léon Acunar a un niño Gloria Viviana Echeverría Polvo de Cacao Miguel Á.ngel Page Hernández

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Finalistas 2011

Germinal Sergio Turovetzky A su hora y en su sitio Isabel Ali Sopa de letras de canciones Rosario Raro

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POESÍA

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Estatuas de sal deshechas Aitor Marín Correcher

Hoy es siempre todavía. Antonio Machado

I Ahora es el momento de cumplir con aquello que un día rondó nuestros planes cuando las dudas eran pájaros muertos sobre la almohada. Te llevaré lejos del asfalto, en dirección a un instante del amanecer en las playas de tus sueños, allí donde la arena tibia de la tarde duerma pegada a tus pies, y las olas arrastren la ceniza de tus ojos a lo más profundo del olvido. Donde clave mi mirada en ese perfil tuyo que perdí tantas veces, en el pelo que tocan las manos invisibles del aire, celosas de las mías. Ese momento exacto donde nada te importe más que los despuntes efímeros del sol sobre tus párpados, la espuma del mar deshaciéndose inmediata en las orillas, las gaviotas recortándose sobre el nácar del cielo. Y que así no viaje tu memoria a tiempos pretéritos que atesoran las cajas de Pandora, ni busques en el horizonte hacia donde van nuestras huellas. Agarrar con la boca esta impresión del paisaje, que es la vida, y dilatarla hasta el extremo del tiempo. Quedarte aquí conmigo, en este hoy perpetuo, mirando el lento crepitar del día. II Han de venir tiempos turbios, han de venir fríos infiernos y camas calladas. Han de venir otros fantasmas a habitar nuestros pasillos, otros metales sedientos de sangre,

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de horas lluviosas y párpados sellados. Han de venir otras gentes, otras formas de agrietar el mundo, derramar árido polvo sobre los sueños, y lucir arrugas prematuras en los ojos del alma. Han de venir nuevos odios, viejas incertidumbres. Por eso, ya sólo te pido una cosa: empújame al colchón de tus días y háblame de amor hasta que la saliva alcance. III Sobre mi espalda, constrúyeme con palabras un refugio, unas alas de Ícaro y un sol que no queme. Una mirada rota en hilos, un jirón de sombra, el mapa de todas las esquinas de tu alma y la ciudad sin lluvia donde nos quedaremos. Un túnel hacia el porvenir y que ese túnel no acabe nunca1

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Premio Poesía 2010 “La lectora impaciente”

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¿Recuerdas, amor, cuando cayeron las bombas? Daniel Frini Estábamos borrachos de alegría, y de pronto tu imagen y la mía quedaron grabadas ― negativos de ceniza ― en la blanca pared del viejo bar que estaba en la esquina noroeste de la plaza, justo enfrente de la iglesia, que se esfumó esa tarde. Es curioso adivinarnos dándonos un beso, tomados de la mano; dos figuras blancas en la pared quemada; a solo un palmo de distancia de la mancha en que mudó aquel niño que estuvo a punto de darnos una rosa a cambio de monedas, como todas las tardes, hasta aquella en que estábamos locos de alegría y de pronto. También está la rosa dibujada. Era roja y ahora es blanca en la pared quemada. Habíamos hablado de la casa, los muebles por comprar Los hijos que vendrían. «El primero en llegar será David», dijiste. «¡Por Dios, que nombre feo! Será mujer. Se llamará Lucía» contesté sólo para hacerte enojar. Ni David, ni Lucía están en la pared oscura. Porque las bombas no saben de futuros. Y doy vueltas por aquí todos los días, supongo que en las tardes. Ahora es siempre un crepúsculo que apenas deja ver nuestras figuras blancas en la pared quemada. Te busco y le pregunto al diariero que está dibujado en la otra esquina, al placero que desapareció en la fuente y al cura que se fundió con su campana y sigue sin entender que Dios ya vino por segunda vez a la Tierra, atrapado en las bombas, pobre Dios. Nadie sabe. A veces llueve, y la lluvia lava los contornos. En unos años no estarán, siquiera, tu figura y la mía, y el niño y la rosa en la pared quemada. En otros años más, o en cien, o en mil no estará la pared. Y en dos mil siglos, tal vez, podrán entrar a salvarnos. Una lástima. ¿Vendrá Dios por tercera vez a redimir sus criaturas, fantasmas de fantasmas?. De todos modos, lo voy a esperar. No tengo nada que hacer hasta entonces, salvo extrañarte. Tenía un anillo para darte esa tarde cuando cayeron las bombas (no está dibujado en la pared quemada). No sé dónde quedó y no tengo manos para buscarlo, amor donde antes había una plaza. Le pregunto a las bombas y no saben. «Cumplíamos órdenes», dicen. «Y por cierto» , agregan, «qué hermoso cuadro pintamos en la pared quemada»2

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Premio Poesía 2011 “La lectora impaciente”

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La mujer que pinta a la mujer Carlos Alberto Esquivel Guerra

Las Marsellesas Colette espera a sus amantes en la calle Soufflot. Sólo bebe agua con ellas, se deja hacer el amor, o lo hace, y después lee a Yvonne de Bremond. Yvonne canturrea y bebe en algún recoveco de Saint Anne: vino gratis que le pagan las Femmes damnées, imitadoras de coristas. Luego va a casa, se masturba y lee a Colette. Colette sueña con Yvonne. Yvonne con Colette. Pero han querido apuñalarse algunas veces, se han escrito poemas airados, y en las cartas a otras amigas pronuncian con martirio o desánimo el nombre de la otra. Sin embargo, Colette hace el amor, o le hacen el amor, y después lee a Yvonne, e Yvonne se masturba y más tarde lee a Colette.

Safo en una barca de Pírgos Sobreviví en una lámina de agua, una brizna de agua, el alma de una amiga, el cielo detrás como un cisne negro. La turbulencia de unos peces, el viento debajo de ese olor a amantes rústicas. La agonía de no saber el lugar, el único lugar.

De Vita Sackville a Virginia Woolf Eres como la hierba que me enseña a permanecer, a no estar lejana. Como una oveja que entra al bosque en busca de calor, como un tigre inventado y feliz, como un barco en un mar amarillo. Así eres: una foto que cruza por el cuerpo, una línea de él, con la abertura de noches descubiertas, de olores por inventar. Qué raudal de lenguas hay en ti que me arrullas el cuerpo y pronuncias: tú eres cada una de las mujeres puras, eres el dibujo en la pared, la noche en la sustancia del beso, la carne por reconocer. El ciclo de las liebres Como partir el cuchillo en la obsesión, poseídas en lunas de nieve, en los acantilados, recortadas como a los violines sordos, yo parecida a ellas, un despojo de flujos, ellas parecidas a mí. Si eran tristes o infieles, o carnadas de un vino inferior,

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o larvas cantoras de una permanencia inasible, o si eran solas como perro azul de los polvorientos que nunca llegan, o si se esparcían por las tripas muertas con un mismo cuerpo nocturno.

Alice ya no vive aquí Nunca menos fervorosa que un susurro de niebla. Nunca menos que el estribillo de la serpiente. Vayas donde vayas. Convertida en lo que transcurre. Abrigada por alcantarillas y por los tentáculos de una orbita imprecisa. Cambiar de idioma, de somnolencia, ser el insecto atrapado por la tormenta. Que no mires la cerradura. Bañista en ríos de nadie, los que corrían tristes por calles de fuego en una ciudad seda. En mi boca tu boca de muchacha peregrina, y huíamos de expulsiones como del adormecer. Las hogueras acorralaban. Y el cielo nocturno era el de la taberna. Carcomidos disfraces de obreras nos crecían. El advenimiento a supuraciones cercanas, y las cabezas en la grieta, y el río continuo como un coágulo de líneas brillantes. Nunca menos fervorosa que un susurro de niebla. Nunca menos que el estribillo de la serpiente. Vayas donde vayas. Convertidas en lo que transcurre.3

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Accésit Poesía 2010

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Y yo hablando de Cesare Pavese Luis Manuel Pérez Boitel

a) Irreversibles los días − estos − pasan como galería indecibles, chinescos paisajes que de antemano delatan el sarmiento, paisaje perdido, sarmiento perdido, días estos para darse un tiro en la cabeza. Gino había despertado las primeras iniciales, también las primeras dádivas. trazaría un mapa en idénticas arenas. temo por Torremolinos, la soledad es un disparo a quema ropas, y Gino viene a espera de que sea yo la trasgresión de sus diecinueve años, de que mienta y descubra en su piel ciertos círculos, la huella de un tigre desconcertado por calles que no pertenecen a ninguna ciudad, daguerrotipo de morada, refugio, mundo pagano. es medianoche, afuera donde se divierte el animalejo oigo el astro que vuelve, su paso a ras de la corriente me consterna, en la tela minimalista del tiempo, lejos de Torremolinos, donde nadie pueda decir algo en su contra o en el supuesto caso darse un tiro en la cabeza. ¡Disparad! ¡Disparad sobre mí! ¡Eh! O si no, me rindo. - ¡Cobardes! - ¡Me mato! ¡Me arrojo a las patas de los caballos! b) Irreversibles los días – estos – son el aquelarre que pudiera figurar en una imagen de René Magritte, su estandarte exacto, incauta secuencia que sobrepasa el telúrico paisaje del muchacho que descubre en el beso la sabia del mundo, provenzal figura que deleita con solo acercarnos y ver que detrás de esa tela que el pintor a dispuesto sobre su cabeza hay también un hombre y una mujer, mejor dicho, un hombre y otro hombre, quizás sea, una mujer y otra mujer, y es que donde resulta una utopía el fetiche del beso Magritte ha dispuesto cierto límite, un arabesco, telúrico es el acto de complacencia que el pintor ofrece para el deleite del que fragua en cada rostro una simple tela para estos fantasmagóricos días que suceden donde hay un hombre y una mujer, mejor dicho, un hombre y otro hombre, quizás sea, una mujer y otra mujer, pero en este caso visto desde afuera, por los que nada ya tienen que perder, es decir, a favor siempre, de los que se van alejando. c) Irreversibles los días − estos − y más irreversibles las horas. horas que no llegan a ninguna parte. Étienne tenía parte de culpa y abrió una puerta, cortó las horas en varios pedacitos, su puerta (raro salvoconducto?). una puerta irreversible, un pedacito irreversible, también para el que está distante del ayer, en el supuesto ayer. disimulo las palabras. una hora pudiera ser algo diferente en el rostro de Étienne. irreversible rostro, alcantarillado este donde dejó las aguas pasar. eran las horas irreversibles de Étienne, un pedacito de Étienne, la arboladura de su mundo. la puerta de Étienne en otras horas, otra circunstancia. horas de una ausencia que llega hasta los huesos y es como el agua de un alcantarillado, un rostro desde el alcantarillado, un pedacito de alcantarillado, irreversibles aguas para Étienne en el supuesto ayer. después de un punto. subrayo un punto. Étienne cerró la puerta.4

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Accésit Poesía Poesía

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Del ocaso en los cafés Amando García Nuño

Una copa sobre la mesa aguarda al amor que no vendrá. La tarde abate los minutos arrojados a los contenedores de la ausencia. Alguien atisba tras el cristal los pasos huidizos en la acera. Cualquiera podría entrar y decir soy yo, ya sé que me esperabas... La mujer se sienta en este bar todos los días al volver del trabajo, pide un café y un licor distinto cada día, nunca se sabe el gusto que el azar concede a la quimera cuando llega … Se emborronan de ocaso las figuras enmarcadas en la ansiedad del vidrio. Empieza a refrescar, y el camarero intuye por oficio el desvarío sobre la mesa seis. Hay unas gotas de alivio y ron en semejantes casos que se mecen sobre el licor intacto.

Ella espera, como todos, un instante oculto en la alacena del futuro, quizá pueda ser hoy, aún es martes frente al escaparate de de los sueños. En algún lugar una mirada tiende puentes hacia sus ojos secos, el gozo se desliza al mismo tiempo que el café con leche y sacarina donde bucea ya, garganta abajo, la leve decepción del alma ausente. No importa, volveré mañana, piensa animosa, mientras recoge el bolso y la arrugada hora del intento, el amor está, ojalá, bajo los canalones que enmarcan las fachadas del olvido. Sale a la calle y, mientras tanto, el camarero toma en silencio el vaso sin destino ya en la mesa seis, todos los días lo prueba, sabe a él mismo en sus gotas de ensueño. Hoy no salió como esperaba, mañana añadirá un dedo de osadía, sí, soy yo, ya se que me esperabas… O quizá no, quizá siga admirando en la distancia a esa mujer con la ilusión colgada de su bolso. Mañana será miércoles,

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buen día para hallar en la bodega la esperanza que se degusta a sorbos, la certidumbre azul del trago largo, buen día de añadir al hielo el jubiloso empeño, a fecha fija, de corazones que nunca encuentran nada por los cafés que clausuró la vida.5

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Accésit Poesía 2011

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Los cinco viajes y tu espera Walter Alberto Sinner I He llegado a destino Para que exista el barco y el puerto, he amado con verdad para que exista verdad en el amor he permanecido quieto detrás de tu puerta, y tú me has leído. He trazado para ti un nuevo poema, para que no exista algo nuevo Decidir jamás será libertad II Las tres formas de partir

Si has de huir mientras duermo, si huyes en este momento que sueño que huyes si huyes y despierto y sin embargo no te has ido continúa siendo real la soledad y lo real III Por estas horas, en este día, alguien creerá con fuerza que jamás terminara la noche. Importa, si ese alguien, es un hombre o es un libro o es la noche IV Ha de volar el gorrión, sin saber que lo llamo gorrión. Para el gorrión cada cosa que contempla sea pequeña u abismal, grano de arena o luna, se llama gorrión. Existe una siniestra paz en el poema del gorrión. V Los soñadores han poblado el mundo y las calles, las aves detienen su búsqueda de la primavera, el recuerdo del ave nos despierta.

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VI Esperando Espera esperanza mientras mi espera se disfraza de esperanza y nada alcanza salvo tu lugar, que a ti te espera Esperanza de verte llegar y ver tu cara espera de noche entera que sobrevuela Esperanza llegando como fantasma y quiera dios, esa esperanza de que atravieses mi puerta recién llegada para brindar y dar palabras que sepulten a tu espera que duele tanto sabré yo, que me condena como mil años la espera prisión libre de rejas así es, tu espera pero esperanza de que vuelvas, sorpresiva y con esperanzas de que me extrañas y si recuerdas por que tú también esperas este instante, con urgente esperanza es mi pesada espera dos voces y pasos de espera urgente necesidad sincera de tocarte para que existas más allá de mi esperanza por que es tanta la falta que no me pienso sin tu espera.6

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Finalista Poesía 2010

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De pequeño Adán a Eva Marcela Vanmak

Cuando intento asirte como un poema logrado una estrella fugaz o una nueva flor exótica te desbandas por mis anchas manos de nido, suave mariposa exiliada en infinito vuelo Cuando tengo que nombrarte no sé… pierdo la memoria y en mí se enciende el deseo en los labios por la fruta fresca. ¡Oh, mujer! Por tu vena corre agua cristalina e insondable regando mi vacío con tu estiaje Creo que nunca llegaré a descifrar tu profecía sin embargo, conoces todo sobre mis debilidades, eres el comienzo fundacional de la especie fruto del árbol merecido que extiende su linaje imperioso soplo que penetra el pulmón cósmico de la existencia humana y bestial, en ti todas las hembras del paraíso amadas por un Adán pequeño y sumiso creyéndose rey. Si te definiera, pensaría en el arrojo de las aguas cuando la mar se retira de su festejada costa en la abnegación de la flor de los cactus que incólume niega entregar su corazón en la arena Cuando pienso en ti pienso en la seducción y encanto del cisne en el espejo del lago de la lluvia en renovación de verdes madréporas que cada gota se asemeja a manecillas del espíritu Porque no sé como acometerte en limitado verbo cuando haces de lo nuestro una ceremonia perfecta en la danza del relámpago y gemido del volcán Otras veces, eres el golpe sobre las grietas del muro el silencio sagrado del verdadero sollozo que canta es que no sé como detallar tu maravilloso milagro, porque trasciendes mi pobre costilla de Adán y sigo habitándote en cada semilla que nace del tiempo en sueños, deseos y utopías que jamás abandonas Nací de un útero venerable como aljófar amamantado de pechos de leche y miel y quizás siga regresando cada noche a tu corola como un bello karma que no se detiene hasta el último día de los días, mientras, todo comienza y termina en ti, mujer…y sigo sin nombrarte, pues el amor de todas maneras siempre y definitivamente te nombra…7

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Finalista Poesía 2010

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En dirección contraria Rafaela Lillo Moreno

La memoria... ¿es agua remansada donde todo está escrito?, ¿un filtro prodigioso donde tan sólo suena el concierto del mar que nos cobija?, ¿o un bravío oleaje desbordando la playa en desconcierto? A veces, cuando el recuerdo araña y exige mostrar un escenario, la escena va recobrando vida, va engarzando matices en un fluir de imágenes, hasta girar la llave que conduce al hueco arrinconado de algún perdido día. La memoria... ¿qué caminos recorre?, ¿a qué grito sin máscara obedece?, ¿qué zarpazo de viento cabalgando rastrojos la voltea?, ¿por qué desata lluvia ahora que ya no importa? Recuerdo aún tu mano, y tus labios de mirlo, desatados, explorando las líneas que me habitan. Reían paraísos ascendentes sobre la geografía de mi cuerpo: ciega magia de ver multiplicarse los febriles impulsos del deseo. Terciopelo de agua, seca antorcha, collar de fuego, lengua, serpentina. Estallaban volcanes en mi boca. Mi nombre se crecía entre tu lava. Como un sorbo imposible de la copa cumplida, desando los senderos sobre el ocre tapiz de nuestras huellas, hasta llegar al fondo donde el lucro venial de nuestra carne era una luna en celo. Por entre los collados se escribía la historia. El presente blandía su bandera. El futuro callaba como lo inexistente. Eran días de rosas. El verano moría y el paisaje era hermoso. ¿Puedo acaso decir que esparce mi memoria, todavía, el olor de las vides en la tarde? Encallamos la barca. Yo bebía el venenoso cáliz del orgullo como si fuese un vino imprescindible. Tú rogabas..., y un No, como un abismo, deshabitó tu cuerpo de mi cuerpo.

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Y recorrimos ambos la desnudez vacía del regreso y aprendimos a vernos en dirección contraria. Es cierto que el amor se orilla en la quimera y exige de alimento la infinitud del aire. Es cierto que persigue la transfiguración del otro en uno mismo, la frágil fortaleza de perseguir la arcadia. Pero también es cierto, ese incierto espejismo para creer verdad lo que no es cierto, para no darnos cuenta de las grietas, del barro y de la lluvia que destemplan la casa. El principio y el fin son dos conceptos imprecisos. A veces un segundo es una vida entera, y una vida se esfuma en un segundo. No hay cálculo que valga. Al igual, el amor tiene su inevitable paradoja: el fuego que calienta es también humo. Aun recuerdo tu mano, y tus labios de mirlo, desatados...8

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Finalista Poesía 2010

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Leyenda de los rencorosos Omar Alberto Santos Balán

Donde resbala el cráneo del arcángel. Allá donde el aguacero despedaza los versos de la criatura. Frente al centinela que se burla por los restos del cordero. Cerca de la brasa de los confinados. En aquella fogata donde se discuten las retiradas y los tropiezos del ser. Fíjate bien. Constátalo, hembra oscura, llega a tu fondo, ama tu piedra. Fíjate en el lugar, observa las fracturas, ama estos resultados donde el engaño impuso su ley, donde la pareja quedó sin piedad, y todo aquello con filosofía tirana arrebato el pedestal. Fíjate amor, allá donde crecieron las promesas, donde el “Cantar de los Cantares”, donde los libros se deshojan y la niebla gana sus puentes, sólo leyenda de rencorosos, sólo una enorme piedra que resbala hacia el olvido.

Contra todos los pronósticos Contra todos los pronósticos y considerando la piedad que te regaló la mano de la vida, sin duda, tú andarás recogiendo las milagrosas semillas del poniente. Avanzarás con una filosofía de Giganta incomparable. Tenderás tu cuerpo sobre el césped de los ardientes y te buscarán y te desearán. Sin duda, avanzarás como un lago sobrenatural lavando la nostalgia y las heridas de otros. Muy cierto: serás el pájaro que la niña soñó, empeño que salva de las cloacas. Vencerás, lavarás el lugar del unicornio, apilarás bastantes cartas, qué luz qué prosperidad acumularás, ah, y aparte serás la almohada de Dios. Sin embargo, no verás mi ropa junto a tu ropa, mis ojos donde veías la escapatoria, la casa completa, el poema. Contra todos los pronósticos y considerando las contradicciones perfectas, te dolerá el silencio y la biblioteca del mago, desearás mi verso, mi piel, vacía, en tu almohada dibujarás mis brazos…

Encierro Tú frente al Dios de los nómadas, mirando las vidas que se fracturan en una sucesión de estatuas y recovecos. Hija del barrunto,

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bajo el horario del escorpión, llena de absurdos te aposentas igual que la mujer que respira entre el paredón y las alimañas de la celda. No puedes llegar al jazmín ni lavar tus labios en la noria del bello halcón. Ahora que observas la fuente sin mi nombre, tus cosas en esa ahogada esfera de soledades, no hay más fogatas en el horizonte, no hay más capacidad, tú, la voluntad sin estrella, tú, arena en el encierro…9

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Finalista Poesía 2010

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El niño Ulyses Villanueva Tomás

hay un extraño gesto en la mirada del niño, como si le faltara el rabillo del ojo y ese confín de las cosas fuera más cercano, una certeza íntima que no comparte, una zancada fuera del burladero cuando al fin te pregunta: ¿alguna vez te ha atravesado el infinito?. y tú callas cruzando una calle en domingo, sujetando su mano blanda y casi palmípeda, su pequeño tamaño creciendo sin prisa hacia lo inesperado. buscas una respuesta rápida pero nada de lo que sabes te sirve. tiempo atrás le hablaste de algo importante: no pierdas el horizonte de tus ojos, no te acostumbres a bajar la mirada, y desde entonces se ha acostumbrado a ver más allá, a descubrirse en el asombro de lo inmediato, a no ser su nombre, ni su ropa, ni su futuro. su alma cóncava percibe el mundo como un gran océano sin fondo, y se lanza a ese lugar invisible donde los seres somos más seres y menos forma. caminamos hasta una estación de tren donde esperamos en silencio. hangar de tiempo y de nostalgia, espacio donde la memoria olvida pronto rostros y equipajes. siempre le gustó contemplar los trenes y crear esa fantasía donde varios tú parten y regresan creando otros mundos. acaso nuestra vida de adulto signifique más o menos eso, una secuencia de afectos que emergen y desaparecen. sentados en un banco de madera en un andén par, con la misma voz de cristal que usa para pedir la merienda o para dar las buenas noches, pregunta: ¿alguna vez te ha atravesado el infinito? ¿alguna vez te ha atravesado el infinito?. y sin soltar mi mano y en la altura de una mente aún libre y real, escucha: ahora.10

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Finalista Poesía 2011

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Hebras tuyas en mi maleta Antonio J. Royuela García

Desde que tú te fuiste, no sabes qué despacio pasa el tiempo en Madrid. Luis Alberto de Cuenca.

I Me sorprende un rumor de caricia otoñal con paisaje más cercano al invierno desde el ventanal de este aeropuerto que marca las horas intransitables hacia tus ojos, posados sobre el deseo nostálgico del reencuentro. Y es que este mes de ausencia, de luces trasnochadas que al apagarse dejan un vacío inoportuno, como un dolor prohibido, me escuece desde las habitaciones distanciadas. Busco con urgencia tu último mensaje. “Cariño, desde que te fuiste, no sabes qué despacio pasa el tiempo por aquí”. Entonces, cierro mis párpados, y disfruto la sensación conocida de hacerme más pequeño mientras me trazas con besos. II Bajo contigo a la noche, nuestra noche. En el camino, aquellas frases que nos conocen, íntimas, se adhieren a nuestra piel, mientras la noche se nos desnuda en las esquinas de un amor cocido a fuego lento, presa de la unión de nuestros cuerpos. No importa si estamos cansados poco o mucho. Ahora, al otro lado del amor vacío y con un fuego que nos abraza sin quemarnos, pero con las inquietudes y las turbulencias de aquellas, ya lejanas, adolescentes pasiones, encontramos nuestra ciudad sin sueño. La tristeza de los rincones nos mira con envidia y una luz tibia, proyecta los cuerpos semidesnudos sobre unas sábanas sin límite. En la habitación, el espejo se humedece. Callo con tu silencio y dejamos que hablen los labios. Cosas de ambos. No hay espacio neutro. La vida adquiere carácter inmediato. Y hasta que la luz del alba corrija lo aprendido,

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no hay ensalmo que cure los temblores que habrán bañado el caminar al centro de la noche.11

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Me persigue Isolda Anta Fuentes

Me persigue un ruido de caracoles en tumulto de escarabajos desdentados de hormigas en tinieblas, con las faldas levantadas orinando en las profundidades del charco de una acera Me cuesta respirar sangrando a través de un corazón que trastaquetea de un parabrisas apolillado de sacos de resina apoyados en la cornisa. Me voy hacia el lado del humo con un sacabocados encerrado en puño en alto con la herida doblada debajo del sobaco con el gigante de un solo ojo porque me asustan los ojos gigantes que me auscultan por todas partes Me peino con vapor y cansancio para no desperdiciar al tedio y abrazar mojada de ceniza el sueño y lavarme la cara con insecticidas y no probar nunca más las rodillas de las patas de mi mesilla Quiero denostar acabar con publicaciones heterodoxas que nada dicen de la vorágine de unas tripas de la suciedad de un codo de la soledad de un hígado de la podrida manzana de la entraña de la entrecortada y vendada sonrisa de las proteínas ingeridas por las prisas de la muela infectada de humus y dinamita del ventrículo chapoteando semen y detritus de la cosquilla vertiginosa del ombligo del ruido del saca nueces pariendo frío de las uñas repletas de petróleo y de líquido cancerígeno de la sequedad de la lava del Motastepe de la adarga antigua de mi amado loco de la tos del cenicero de porcelana de la China de la caries perdida en tu bufanda de la melena rota como mariposa tornando a lava del gris polvoriento de la mañana abotargada de la calle con semáforo azul de tu infancia de la estola de oropéndolas que fabrica Teseo en mi almohada de un fugaz lunar sempiterno en el dintel de mi vagina de los trenes sin raíles y con cigüeñas de calcetines a rayas de la linterna parpadeante del estigma de tu axila de la tronante caspa impúdica de la vieja lavadora del cepillo sin púas que te rasca las rodillas de lo negro de los hoyos sin caja de lo mustio de las esquinas de los bares sin salida del pis que alguien vertió como miel argentina del sudor de misa en los riñones de domingo del gusano podrido de la putrefacción mundana del palmoteo de palmas en pos de revolución anárquica del grito sofocado en las gargantas ensangrentadas de tu nombre y del mío socavando un hoyo en la almohada del azul del campo en la mañana castellana

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del rumor del mundo abasteciendo su orondo ombligo de tierra que pide agua de narices sin cisterna de hogares sin hoguera de pisadas sin tierra de los que se han escondido en cajas de madera.12

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Tríptico de variados infortunios José Luis Tudela Camacho

I Me prohibiste hablar. Te sobraban demasiadas razones para aborrecer la palabra, al menos la mía, pero siempre Me prohibiste comer. En público. En la intimidad, no tanto: me comía letras. Ya se sabe, el ayuno a veces es tan involuntario Me prohibiste moverme. Tranquilo mi sueño vague entre estas cuatro paredes de papel, equidistante. Para la soledad en que/ /anidamos será lo mismo, tú lo sabías Me prohibiste hasta el amor. ¿Con quién? A solas, sobre todo. Estaba segura de que ya no era un placer, como subir a los tejados y saltar hacia las nubes, al aire: ¿para qué? Me prohibiste. A mí misma. Ya no era yo la que miraba por la ventana, la que sentaba sobre los gatos callejeros un parpadeo. La que abandonaba Pero mira: no me prohibiste escribir, y esta es mi venganza II esta vez me has dejado en el último escalón, al borde de la oscuridad, ingenuamente creyendo que podría yo empujar un tanto este metálico cuerpo y encontrarme en el fondo con la nuca al fin partida, la mirada absorta en cualquier objeto, asombrada por el tránsito de la luz a la luz, la mirada en blanco que más quisiera no puedo. Tú misma no puedes volar, entiende que no pueda yo ni mover la lengua, casi nada lejos de estas palabras escritas, muertas justo desde el mismo momento en que salieron de mi mente enferma no he de encontrar en este mar detenido ni una ola, ni brisa que aliente un poco mis tristes velas, jamás llegaré así a la dársena en donde ya no espera nadie tendrás que hacerlo todo tú solita

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III el agua entre los dedos fresca riente hay agua en los pulmones (hay que tener paciencia para morirse) el agua en puras ondas de luz que entra hasta por los ojos bajo los párpados agua, no aire me purifica ahora corazón y sangre como si fuéramos de agua en estos últimos instantes, el agua que avanza por los resquicios que un cuerpo cansado ofrece, súbito todo un río enhebrándose en este pobre sueño de hombre agotado agua en la memoria, bajo los pies cieno13

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Libre María Teresa Barrena Iriarte

Libre. Para devorar un aliento susurrando un desorden, para capturar un estremecimiento en el callejón de mi júbilo, para afilar la astucia en un indicio violeta, para cambiar este decorado que me estorba, para hacer retumbar la plegaria alborotada que llega hasta Dios. Libre. Para aferrarme a mi anillo de nudos imposibles, para explorar no contrita el surco de otros aires, para recoger los cristales de mi lucha contra los fantasmas, para devorar el estrago cruel que me hace inocente, para ocupar un lugar en la grieta de otro calor. Libre. Soy libre desde que tu cuello me parece una cima pretérita, desde que exploro la senda sangrienta de tus daños, desde que mi enojo tripula una travesía loca, desde que no colecciono esperanzas en el frío de mis baldosas, desde que mi tristeza ya no se desliza por los espejos. Libre. Desde que te convertiste en un ser pálido sin emoción, desde que abandoné la república blanca de la desolación, desde que la nostalgia no martiriza con sus desagradecidas entrañas, desde que las redes de preguntas no salpican la difícil geometría de las espinas, desde que tu identidad se consumió en mi negación.

Profecía Tú eras alguien que dormitaba en la estela de lo irreal, tan lejano que deslucía todos mis pronósticos, una ecuación que nunca despejaba su incógnita, un sueño tan profundo que preocupaba a la noche. Pero deambulaba un presentimiento exento de temores, una repetida corazonada alejada de toda lógica. El amor se guardaba en una escuadra escondida, descuartizando las dudas, forjando su esplendor. El azar capturaba su momento para iniciar su ceremonia cuando el reloj señalaba sus manecillas gastadas en el juego de la espera. Pero el contrapunto del destino se alzó liberador para no sucumbir ante el lenguaje de los espectros. Y, ya decrépita la tarde, no se desvanecieron los presagios. Llovía. La lluvia me otorgó su bendición quizás porque siempre la había amado. Aquel día los cristales se encogían en la tormenta y los campos resucitaban de su muerte como Lázaro. Entonces te cruzaste conmigo en un viento rápido, como vapor, como imagen furtiva, tan bella que no parecía de esta carne. Como una profecía tantas veces anunciada en la sonrisa de los delfines. Ya no había muros para encerrar un vértigo en este laberinto mientras lo inconfesable temblaba en su escalada hacia la ternura.

Pude intentar no arder en el volcán de lava hirviente

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en el que me adentré. Pude intentar resistirme ante una explosión de átomos valientes que robaron mi libertad obligándome a unirme a los tuyos. Pero en ese fragmento me sentí águila arriesgada, aleteé hacia el templo milagroso de tu cuerpo y logré la fantasía de abrazarte. Y te miré como cuando se corona una cumbre empinada, era quijote, rocé la esfera de la gloria y de la locura, me despojé de todo miedo, me creí infinita; y aunque supe que podía resbalar y caer, quise romperme desde tu precipicio.14

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Finalista Poesía 2011

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RELATO

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Ojos azules como mares Beatriz Gamble

Las visitas de Germán ocurrían siempre del mismo modo, de manera que describir una equivaldría a describirlas todas. Abría la puerta, se arrojaba a mi cuello y me besaba con besos fogosos e inexpertos. Cuando se apaciguaba me trataba de convencer que en el Viejo Mundo no tendríamos que preocuparnos por lo que de este lado del mapa significaba pecado. Esta impresión era notable, sobre todo cuando se hinchaba con el discurso mientras se sacaba el slip, las medias, la camisa y se recostaba a mi lado. Entonces me interrogaba con los ojos. Yo me limitaba a bajar los míos, pues nunca encontré la ocasión oportuna para decirle la verdad. ¿Qué harías si vivieras en España? Iría a visitar la tumba de mis abuelos, respondía abandonando en ese mismo instante un sueño impensado. Después del placer sacudía el cuerpo como un perro y por unos momentos yacía agotado, con las piernas abiertas. Tengo hambre. El amor engorda, anunciaba. Mientras masticaba papas fritas, que crujían entre sus dientes cuadrados y blancos, insistía: En este país de mierda siempre nos tendremos que ocultar, en cambio allá, podríamos andar a la vista de todos. En ese punto, tengo la seguridad que advertía que mi apetito erótico recogía sólo respuestas vagas, pues no tardaba en comprender que su discurso era insuficiente, que era incapaz de expresar su decisión porque hacerlo implicaba reñir. Algún día vas a amar a otra persona, añadía yo sabiendo que lo hería. Se levantaba de la cama fastidiado. Mientras cerraba las cortinas del ventanal afirmaba que no comprendía mi obstinación y después se alejaba, encantador en la penumbra, moviendo la espalda huesuda encima de sus nalgas desnudas. Lo nuestro es simple atracción física, mencionaba yo como al descuido. Me miraba para hacerme creer que no había escuchado. ¿Dijiste algo?, preguntaba con cara de desentendido. No, nada. Se envolvía en la bata y desaparecía tras la puerta de la cocina, definitivamente molesto. Comenzaba a picar cebollas y ajos como un desquiciado y colocaba el sartén sobre la llama. No abras ese vino, me ordenaba cuando estaba por descorchar una botella de cabernet, ¿todavía no aprendiste que el salmón se acompaña con chablis?, decía cuando la sensación de placidez moría en el aire. No podía dejar de observar cómo trozaba el pescado. “Con ese enojo logrará despedazarlo” Sin embargo, sus dedos finos y ágiles se movían con la delicadeza de un ángel. No te enojes. No vale la pena. No respondía. Continuaba dorando las verduras, añadiendo el tomate, las hojas de laurel, la pimienta y la sal como un chef. El aroma de la fritura, la cebolla brillando en el aceite, los espasmos del morrón que explotaba, los fragmentos de ají picante y su mal humor inflamaban su rostro, entonces bebía de un trago el vino que le ofrecía. “Hay sabores tan fuertes que al mismo tiempo resultan adictivos y casi insoportables. Mientras lo observaba imaginaba la comida que preparaba reventando en nuestras bocas igual que cuando hacíamos el amor en diferentes secuencias, superponiendo el dulce al salado, el ácido al amargo, del mismo modo que nuestros cuerpos se deslizaban por aquellos caminos conocidos. Me voy a Barcelona, confesó esa vez para castigarme. Por un tiempo me amó como aman los adonis e intentó llenar mi vida de pequeños placeres: Me resulta divertido cocinarte, decía provocador, es como valorar las virtudes de un buen amante. Esperaba que descubriera los ingredientes del manjar con la mirada, el tacto, el oído, el sabor y el olfato. Podrías tragar de un sólo bocado este cordero, pero te perderías la mejor parte. Desvestite, quiero adivinar qué vas a ofrecerme, le exigía. De inmediato mi nariz recorría su cuerpo para arrastrar los perfumes de su piel: Se recostaba obediente a mi lado y enrollaba su lengua, más acariciadora que sus manos, más expresivas que sus ojos; la retorcía y la alargaba como un pétalo y lamía mi pecho escuálido. Para besar bien hay que paladear y morder y chupar y succionar, decía.

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Con el correr de los días aquellos juegos supieron más a crímenes que a milagros. Me rehusaba a aceptar la verdad de un modo ingenuo y en esa negación fui agrediendo a quien más amaba. No quiero tu piedad, le dije esa mañana cuando me acercó la taza de té a los labios como si fuera un inválido y su protección me importara algo. Con excusas banales me había regalado un bastón con empuñadura de plata que había pertenecido a su tatarabuelo, capitán del ejército del general Roca: “Un valiente de los de antes. Quiero que lo conserves” ¿Para qué lo quiero? ¿Me tenés lástima? ¡Siempre estás largando crueldades escondido detrás de tu ceguera!, y molesto dejó la taza sobre la mesita del cuarto. Por primera vez le pedí que se fuera. Apenas se filtraba una brisa por la rendija de la ventana. Tartamudeó una serie de necedades mientras guardaba en una caja el gorro y el delantal de cocinero, sus libros de recetas y todo un arsenal de condimentos. Recuerdo con qué rabia arrancó la chaqueta de gamuza de la percha que quedó bailoteando en el caño del placard como un muñeco descabezado. Después su orgullo se concentró en un silencio molesto. Sospecho que mi rostro tenía la tensión del resentimiento y que lo percibió claramente. Ya encontrarás alguien que te consuele. ¡No seas miserable, Horacio!, dijo cuando salió dando un portazo. Lo dejé ir sin una recriminación, sin reproches, como un hombre. Dos meses después nos encontramos en el Café Las Delicias de Quintana y Callao. Mis ojos parpadeaban sin ver más que manchas brumosas y vagas. Tenerlo frente a mí casi sin poder distinguir su rostro perfecto inundó mi corazón de pena. Palpé el encendedor, el paquete de cigarrillos y después rocé el borde de la tacita de café, la cucharita de aluminio y el sobre del azúcar. Mientras revolvía intuí que me miraba y sentí una especie de humillación inenarrable, no obstante ensayé una pequeña sonrisa y terminé echando la culpa de mi dolor de cabeza al encierro del bar. Hablamos tonterías, me contó que tenía el boleto de avión y contactos, y en varias oportunidades intenté algunos gestos de alegría falsa, incapaz de revelar cuánto extrañaba abrazarlo y el aroma de sus salsas impregnando la casa. Tampoco le pude decir que jamás dejaría de untar queso roquefort en la baguette y llenar el piso de migas; ni olvidaría nuestras risas cuando nos dábamos de comer en la boca esas aceitunas verdes y enormes rellenas de morrones metiendo la mano entera dentro del frasco del vinagre; ni cuando tomábamos cerveza mezclando la espuma en nuestros labios. ¿Cómo dejar de añorar aquel restaurante de San Telmo y el pato al coñac que nos servía el mozo cuando ya íbamos por la segunda botella de Luigi Bosca y los ojos nos brillaban como estrellas?¿Cómo olvidar nuestros regresos a casa y los abrazos desesperados que luchaban con todas sus fuerzas para que aquel instante no se esfumara? ¿Querés caminar un rato? Por unos segundos me sentí sano y aunque no pude prodigarle una mirada de gratitud ni revelarle que iba a morir en pocos meses, acepté. Apenas podía distinguir las luces de la calle, unos seres fantásticos aparecían combinados con el rojo del semáforo, los carteles de Heineken y las paradas de taxis: Será mejor que me olvides, le dije apurado en la esquina de Vicente López y Junín con deseos de huir. No digas eso, Horacio… tal vez te decidís y viajás más adelante. El tiempo transcurrió implacable. Hoy apenas puedo sospechar las madrugadas por los poros de mi piel reseca como una pasa de uva y hurgar con el tacto de las yemas el borde de la bañera para sumergir mi cuerpo que es la mitad de lo que era. Tal vez la ceguera sea la mejor parte y me ayuda a no ver lo que no quiero ver en el espejo. Germán me envió una fotografía desde Ibiza. Puedo imaginar sus ojos azules como el Mediterráneo, sus ojos azules como mares.15

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Genaro Jesús Fornis Vaquero

Me contaba mi padre que Genaro llevaba en la piel el sol de Malabo y en la sonrisa las perlas del Atlántico. Que era un chico alegre, de pelo rizado y ojos oscuros al que las circunstancias de la vida habían traído hasta España. Circunstancias que, según mi padre, a mis ocho años no podía entender. Genaro y yo teníamos la misma edad, pero no estudiábamos en el mismo colegio. De hecho, no recuerdo que me dijera en qué colegio estudiaba, pero sí recuerdo que Genaro siempre sacaba mejores notas que yo. Era un chico aplicado, me contaba, que siempre llevaba los deberes hechos y al que la profesora nunca tenía que regañar. Como imaginaréis, yo odiaba a Genaro. Le odiaba con toda la fuerza que mis ocho años me permitían, pero también sentía una enorme curiosidad por aquel niño que me había desplazado en el corazón de mi padre, y que me había robado tantos helados. Y digo esto, porque mi padre me contaba que cuando se cruzaba con Genaro por la calle, le invitaba a un helado. Porque era un buen chico, decía, y porque su familia no tenía muchos recursos, añadía. Yo lo de los recursos no lo entendía mucho, pero lo de que el tal Genaro me estaba robando los helados, eso lo tenía muy claro. Así pues, me propuse ser un chico aplicado y recuperar el trono que como querubín de la familia me correspondía. Estudié mucho, tuve un comportamiento ejemplar y saqué buenas notas, pero como no podía ser de otra manera, Genaro fue mejor en todo. Si yo sacaba un siete en Matemáticas, él rozaba el sobresaliente. Si mi redacción en Lengua era un Muy bien, la de Genaro había sido enseñada por los profesores hasta en el curso de los mayores. Educación Física, aquella tortura hecha asignatura, la aprobé con gran sufrimiento, y ese esfuerzo quedó eclipsado, una vez más por Genaro, que ya a la temprana edad de diez años, apuntaba para atleta olímpico. Según mi padre, su extraordinaria condición física se debía a las largas carreras que se daba por la selva Guineana, y su fuerza, a las duras batallas que había tenido con las fieras que en ella habitaban. Para mí aquel chico era un prodigio, no sólo dominaba la división entera, sino que además tenía tiempo para viajar a su país de origen y escapar de los leones. Quería conocerle, saber cómo era aquel niño modelo, pero siempre llegaba tarde. Caminaba con mi padre cuando, de repente, él se ponía a saludar a alguien en la acera de enfrente: “Adiós Genaro, adiós”, decía. “¿Dónde, dónde?” preguntaba yo ansioso. “¿No le has visto?, me acaba de saludar. Se ha metido por aquella calle” Entonces yo cruzaba y corría calle arriba buscando satisfacer mi curiosidad. Pero no encontraba ningún niño que encajase con la descripción. “¿No le has visto?” preguntaba mi padre. Yo negaba con la cabeza. “Bueno, pues otro día lo conocerás” Pero no llegaba el día. Genaro tenía la habilidad de ser invisible a mis ojos. Siempre se escurría por callejones o se perdía entre la multitud de las amplias avenidas y parques. Pasaron los años y terminé el colegio. Bueno, lo terminamos, porque Genaro también lo hizo y, además, con mejores notas. Mis padres decidieron enviarme a un instituto privado, circunstancia que, siempre según mi informador, hacía imposible que Genaro y yo coincidiéramos en el mismo centro. Las exigencias del instituto hicieron que me aplicara, aún más si cabe, en mis estudios, logrando unas notas que fueron la envidia, incluso, de mi némesis africano. Pero llegó la adolescencia, y con ella las distracciones, las primeras salidas nocturnas y, por supuesto, las chicas. Todo aquello me cogió algo desprevenido, por lo que mi faceta de estudiante quedo parcialmente desatendida, siendo inmediato el efecto en mis calificaciones. Mi padre no dudó en reprocharme mi actitud y, por supuesto, me puso de ejemplo a Genaro. Chico formal donde los hubiese, serio y responsable, que no se dejaba influir por las inquietudes propias de

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nuestra edad. Yo, a esas alturas, ya estaba un poco más que harto de aquellas comparaciones ridículas. Para mí, Genaro había perdido toda la gracia y el interés que tuvo en la infancia, y así se lo hice saber a mi padre, quien no cejó en su empeño de mostrarme a este personaje como el espejo donde yo me debía reflejar. Como mis preocupaciones eran otras, dejé de lado aquel tema. Pero Genaro no me abandonó. Durante mi adolescencia fue todo lo que yo no pude, o no quise, ser. Siempre de actitud correcta y comportamiento ejemplar, con un historial académico envidiable. Al final, conseguí centrarme y enmendar mi situación. Me gradué con unas notas más que aceptables y accedí a la carrera que pretendía. Genaro también se graduó, pero, para mi sorpresa, decidió no ir a la universidad. Yo pensaba que siempre seguiríamos caminos paralelos, pero Genaro eligió otra cosa: viajar, y lo hizo como cooperante internacional de una ONG. Su primer destino fue Mozambique, dentro de un proyecto para la alfabetización de las mujeres africanas. Mi padre decía que a nuestro buzón llegaban cartas sin remite, porque Genaro nunca quería estar plenamente localizable, en las que se narraban los avances del proyecto y todas las anécdotas y descripciones de su periplo. Yo, que andaba descubriendo el mundo universitario, asistía divertido a la lectura de aquellas cartas. Escuchaba, atentamente, la descripción de los atardeceres en el Índico, de la naturaleza que envolvía a la ciudad de Maputo, la solidaridad de sus gentes y los progresos de las alumnas de Genaro. Las cartas se sucedían mientras yo continuaba con mi carrera. Genaro cambió de proyecto y se trasladó a las islas Molucas. El objetivo de este nuevo proyecto era el desarrollo de las zonas rurales más pobres de Tanzania. Las cartas no venían acompañadas de fotografías, pero las descripciones de la sabana, o de las costas insulares eran tan detalladas que no me hacía falta imaginar para ver el paraíso donde Genaro trabajaba. Sudán, Burkina Faso, Mauritania, Perú y Cuba fueron sus siguientes destinos. Todas las cartas contenían una completa descripción de su trabajo y del exótico, y para mí desconocido, país en el que se encontraba. Todas llegaban sin remite, y todas llegaban con la misma asombrosa periodicidad. Hasta que un día, dejaron de hacerlo. El día que mi padre murió, Genaro salió de mi vida. Ya no hubo más cartas ni más comparaciones. Jamás volví a escuchar su nombre y el referente que había tenido hasta entonces desapareció. Le echo de menos. Echo de menos escuchar las aventuras de sus viajes y desearía sentirle, otra vez, cerca de mí. Aún busco a Genaro por las calles, aún espero que llegue a mi buzón una carta sin remite.16

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Vida nueva Julio Alejandre Calviño

Abrió los ojos súbitamente, unos ojos oscuros y algo enrojecidos, rodeados por unas ojeras moradas y profundas que, durante unos instantes, miraron sin ver. Se fijaron, al fin, en la mosquitera, que estaba suspendida sobre la cama, sucia de polvo y hecha un puño. Quería recordar, fijar la atención en algo que había quedado a medio camino del pensamiento, prisionero en la difusa frontera donde se confunden el sueño y la vigilia. Quería encontrar el cabo, la punta, el extremo del hilo preciso que se lo devolviera. Frunció el ceño en un vano esfuerzo por concentrarse. Un ligero movimiento a su costado, un suspiro ronco y el deslizarse de la ropa de la cama lo hicieron girar la cabeza e incorporarse sobre el codo derecho. La mujer descansaba casi de espaldas a él, desnuda y previsiblemente dormida. Recorrió su desnudez con ojos ahítos. El pelo largo, enredado y negro, que le cubría los hombros y parte de la cara, adherido en sus extremos a la piel sudada, de color canela; una piel de un moreno más lustroso en las arrugas de la cintura. En medio de la espalda, las vértebras abultaban la piel como una cadena de dunas suaves, cada vez más pequeñas, hasta desaparecer en el oscuro desfiladero de unas nalgas generosas, aplastadas por la gravedad y horadadas por la celulitis, que se desbordaban hacia unos muslos cruzados por estrías gruesas y profundas. El resto se perdía bajo la sábana sucia de lamparones y mugrienta por el exceso de uso. A pesar de lo temprano de la hora, ya hacía calor. Minúsculas gotitas de sudor humedecían la piel canela. Deslizó el dedo por su espalda, abriendo un surco en el sudor y dejando una estela, primero blanca y después rosada, que se fue difuminando hasta la disipación. Al contacto, la mujer se movió, girando el torso y descubriendo un seno tembloroso como un flan, más claro que el resto del cuerpo, cruzado por venillas que se adivinaban azules bajo la piel y rematado por el pezón pequeño y arrugado, oscuro como una uva pasa. Una mosca se le posó en la frente, junto al arranque del pelo, y libó entre un mar de brillantes gotitas de grasa. La espantó con un movimiento lánguido, pero regresó, pertinaz, y la dejó allí. Apoyó la cabeza en la almohada y fijó la vista en el techo de cinc, donde algunos pájaros zangoloteaban en una escandalera de metal. Por momentos se oía un reclamo corto y nítido: güis, güis. En un rincón de la pared, una araña de pasarela de moda había tejido una tela cuyos hilos brillan con la luz de la mañana. Por fin se incorporó y se sentó en el borde de la cama, haciéndola crujir lastimeramente, con los pies colgando. Hurgó en sus calzoncillos con dedos ágiles hasta localizar la pulga que le había picado. La atrapó y se la acercó a la cara, ajustando la distancia para enfocar la vista: allí estaba, una costrita negra entre los dedos apretados y, a pesar de ello, seguía moviendo las diminutas patillas; así que la encajó entre las uñas de ambos pulgares y la destripó. Le llegó el olor de sus propios pies y los miró, rosados, con las venas hinchadas y las uñas amarillentas, al final de unas piernas huesudas y delgadas. De repente se acordó. El conocimiento se impuso como un mazazo. ¿Tantos ya? Su mente despertó con la idea y los pensamientos la siguieron, vertiginosos, removiendo la dolorosa fisura. Atrás queda la juventud, definitivamente perdida, medita, y esa madurez plena que nunca llega y ya casi se ha ido. Inmerso en la vorágine de cada instante, imaginó que nunca alcanzaría esa edad incómoda, ese horizonte hasta ayer lejano, como si pudiera dividir la distancia que lo separaba de él en mitades infinitas, inconcebibles de transitar. Sin embargo, se dice, ya estoy al otro lado de la frontera, invisible pero cierta, y hoy estreno vida. Miró a su alrededor.

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Un cuarto de cuatro paredes, de tablas viejas y mal ensambladas; una mesa de madera, calzada con una piedra; sobre ella, un par de velas consumidas en un mar de esperma, un libro forrado con papel de periódico en el que está escrito con hermosas mayúsculas la palabra "anverso", un vaso de cristal con varios lápices; clavos oxidados de los que colgaban ropas sucias y enseres varios. Entre las rendijas de las tablas se filtraban rayos de luz que iluminaban el polvo en suspensión, dándole, así, cuerpo al espacio. Afuera, ya hervía la vida. Se oían gritos de niños, voces apagadas, el tamborileo de un hacha cortando madera seca, el ruido lejano de un motor pesado, una grabadora con los altavoces estropeados, el repicar de un martillo sobre un objeto metálico y un sonoro murmullo de fondo formado por el zumbido de cien mil abejas, abejorros negros, moscardones, abispitas de chilisate y zancudos de la quebrada, y por el sordo movimiento de las entrañas del planeta. El hombre se puso de pie sobre el suelo de tierra, se vistió con un pantalón recortado y una camiseta que fue, en algún momento, blanca, se calzó unas sandalias curtidas por el uso y se dirigió a la puerta. Era un marco de madera forrado de plástico negro. La observó fijamente: los agujeros, la suciedad, pequeños capullos algodonosos en las esquinas. Volvió la vista hacia la cama y la mujer que continuaba dormida. Respiró hondo y la abrió de golpe. La luz del sol lo cegó pero, a pesar de ello, penetró sin más contemplaciones en su nueva vida.17

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Sequía Jesús Andrés Pico Rebollo

Cada uno se rasca donde le pica. Y a mí me pican las liendres desde mi madre, que a ella también le picaban, y mucho. Y no es ninguna deshonra, que si unos nacemos con piojos, otros nacen con peores males y ni se rascan. Y cállate de una vez, porque empiezas tocándome los piojos y cualquiera sabe dónde vas a parar. Que por una chispa comienza el fuego y todo lo que eches después arde que se las pela. Y no estamos para apagar fuegos, que el río baja muy seco este año. ¿Recuerdas el año aquel que se juntó con el canal? Mira que es alto el puente y el agua llegó a rebasarlo. ¡Cómo bajaban las aguas, arrastrado todo lo que encontraban a su paso! Pero el jodido aguantó, como puente viejo que es, las embestidas del agua, los troncos y toda la porquería que venía por el cauce. Año de nieves, año de bienes, dicen. Aquí nieva muy raras veces, pero la lluvia bien que se agradece, no tanta como entonces que se le fue la mano a Dios, pero sí la justa y, sobre todo, cuando es menester, aunque sabido es que nunca llueve a gusto de todos. ¿Y qué pasa cuando no llueve ni a tiros? Pues que tú me culpas a mí y te metes con que si me rasco o me dejo de rascar. Pero vamos a ver, mujer, qué culpa tengo yo de que se nos vayan amontonando desgracias sobre desgracias, como se acumula ramerujo en el pinar que ya no limpia nadie y cualquier día va a arder con sólo pisarlo de seco que está. ¿Soy acaso responsable de que la vida siga su curso como un río revuelto lleno de pozas y remolinos? Se nos murió el cerdo, ¿y qué? Me quedé sin trabajo, ¿y qué? Se nos fueron los hijos, ¿y qué? ¿Nos hemos muerto de hambre? ¿Te ha llegado a faltar algo que sea realmente necesario para vivir? A los hijos si que se los hecha de menos, pesa la soledad y la casa vacía, pero nos tenemos el uno al otro, ¿o no? Y algún día vendrán a visitarnos, digo yo, que cada vez las distancias son más cortas. Y ellos mejor están viviendo su vida, lejos, sí, pero felices. Al menos eso dicen en sus cada vez más breves cartas, ralas de contenido y espaciadas en el tiempo: que no nos preocupemos por ellos, que viven felices. Sigues en tus trece. Dale que te pego con echarme la culpa de todos los males acumulados, incluso de la sequía, de esta canícula eterna que lo está agostando todo. Pero la vida es así y no hay vuelta de hoja. Cuando el verano viene seco, pues viene seco y san se acabó. Nosotros no tenemos cosechas que perder porque ya las hemos perdido todas. No tenemos que preocuparnos por los hijos, que ya lo hicimos cuando fue menester. No tenemos más que seguir aguantando como hasta ahora, que todo tiene arreglo en esta vida. ¿O no? ¿Por qué callas? ¿Qué gato negro te ha comido la lengua de repente? ¿Quieres que me vuelva para que puedas murmurar a gusto a mis espaldas? Di algo, insúltame, échame la culpa de todo como siempre. No te quedes callada como una muerta silenciosa y triste. ¿No tienes sed? Yo tengo seca la boca, secos los ojos, seco el corazón. Y no es sólo por el sol que ahí fuera está cayendo a plomo, que va secando los pozos y empequeñeciendo el río, que asola los campos y hace crepitar hasta el polvo de los caminos. No, no es este largo agosto que padecemos el que ha quemado mi interior. Yo también tuve sueños, ¿sabes? Y esperanzas. Pero acepté la vida como vino. Y no me quejo. Que cada cual tiene su sino y en eso no somos distintos de los perros, las mulas o los cerdos. Vivimos como podemos, como nos dejan, aguantando carros y carretas, para morir después. Y si lo aceptas, eso que tienes ganado. Y no hay que darle vueltas, no hay que pensar porque el pensar nos hace desgraciados. Protestar sí. Y cagarnos en la madre que lo parió a todo, porque hay que echar los demonios fuera para seguir viviendo sin reventar en un recodo del camino. Si, si, tienes razón soy un grajo, un pájaro maldito y agorero que ha traído la desgracia a esta casa. Soy culpable de todos nuestros males, de no poder traer y

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llevar las nubes a nuestro antojo y evitar así la helada negra y la sequía. Culpable de vivir ya sin esperanza bajo este sol abrasador que nos está resecando hasta el alma, de no haberte sabido dar todo lo que mereces, de haberte engañado alguna vez, de no lavarme lo suficiente y dejar que las chinches aniden en mi pelo. ¿Qué más quieres, di, qué más culpas quieres que cargue a mis espaldas? Te callas, ¿eh? Así está mejor, porque no creas, que aunque uno a veces siente la tentación de tirarlo todo por la borda, si lo piensas bien siempre queda un poso de esperanza, una nube perdida en el infinito azul, que puede ser, a la postre, avanzadilla de gruesos nubarrones de lluvia y de tormenta. Ahora que estás tan callada y tan quieta, podría hacerte algunas confesiones, contarte…, pero no lo creerías, y a fin de cuentas a ti qué te importa ya. Lo que pasa, mujer, es que nosotros hemos vivido siempre en una sequía continua, peor que ésta que padecemos ahora. Nacimos en ella y en ella nos estamos muriendo por mucho que nos obstinemos en ahondar nuestras raíces buscando un agua que ya no existe. Y es bueno que los hijos se vayan en busca de otras tierras donde llueva o, al menos el agua no sea cuestión de vida o muerte como aquí donde todo se está agostando, las gentes y los campos, y tú y yo sabemos lo que es vivir oliendo siempre a sudor, y a polvo, y a sequía, y no queremos que nuestra historia se repita en ellos como en nosotros se repitió la de nuestros padres. Nosotros no tuvimos la oportunidad de irnos, ni de pensarlo siquiera, pero ahora los tiempos han cambiado y no puede haber nada peor que este denodado luchar contra el sol mientras nos vamos quemando, secando día tras día. Y es así, y la vida es así, y es cierto que no servimos para nada, pero yo no tengo la culpa de que esto pase, de que el tiempo siga, y la sequía siga, y tú te hayas quedado ahí, inmóvil para siempre, y el médico se haya ido de vacaciones para poder lavarse, y el cura esté durmiendo la siesta y no se le pueda molestar con este calor, y de que te estemos velando tan sólo las moscas y yo, que, al fin y al cabo, es todo lo que tienes. Y, al menos, tienes algo más que yo: que, y eso que ganas, se te ha quitado para siempre la sed.18

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La CANI Horacio Martín Rodio Sein

A Mara le gustaba jugar al fútbol y cuando era más chica la ponían al arco, hasta que un día el Chano se dio cuenta de la velocidad de sus piernas de galgo, entonces le enseñó dos o tres cosas básicas: pasarla y acompañar, buscar siempre el claro, desborde, freno, y terminar con centro al medio del área. Luego todos descubrieron que Mara además tenía un equilibrio envidiable, y que sabía usar el cuerpo con una picardía de profesional. Mara recibía siempre en ventaja, se iba sola, frenaba de golpe y lanzaba unas bolas perfectas que el Chano, su tío, cabeceaba a la línea, junto a los palos, con una precisión de cirujano. A causa de eso la bautizaron la Cani, por el pájaro Claudio Caniggia. Era su mayor orgullo que en un juego de hombres, el Chano, cuando hacía pan y queso, la elegía primero: “lo hago para cuidarte”, se justificó alguna vez. Pero cuando el que elegía era otro, el Chano después que lo nombraban a él, ordenaba: “La Cani, Chambón; la Cani, que ganamos”. A veces la Cani la retenía demasiado buscando la falta, sabía que si le entraban algo fuerte el Chano se enloquecía y quería pelearlos a todos: “es una mujer, animal”, les decía. Una mujer, no una nena, porque la Cani entonces tenía sólo trece años y ya estaba enamorada del Chano desde los diez. “Es tu tío”, le dijo la Coqui, su madre, cuando se dio cuenta cómo lo miraba. Fue suficiente, en la casa de Mara todo se entendía con pocas palabras. Ellas eran las únicas mujeres de la familia: “la esperanza de mamá”, le repetía la Coqui, y era una esperanza demasiado pesada. En realidad el Chano era sólo medio hermano materno de su padre, el Toño, y este lo trajo un día, al regreso de una visita a su abuela en La Rioja, sin preguntar ni avisar, como todo lo que hacía. En aquel entonces el Chano contaba sólo dieciocho años y en el barrio lo apodaron el Tucu, porque peleaba a los cabezazos como los tucumanos, desde entonces los vagos debieron ir entendiendo, a pesar del perfil bajo y la timidez, que no era un chabón fácil de arriar o alguien del montón para hacer número. Había sido un buen negocio la llegada del Chano, era más constante que Toño en el trabajo, siempre andaba con plata y ayudaba en la economía de la familia con más generosidad que el Toño, el hombre de la casa. Había hecho por su cuenta veredas y patios de cemento entre las dos casillas porque decía que andar chapaleando barro era cosa de villeros. “Míralo al optimista este, se mira en el espejo y se ve polaco”, decía el Toño, cuando la diferencia entre ambos empezó a incomodarlo y entró a caerle pesada la bondad y la generosidad del Chano. No hacía falta mucho, a decir verdad la familia siempre se mantuvo de lo que la Coqui tenía depositado en el banco, es decir, la herramienta que Dios le puso entre las piernas. Pero la Coqui ya se estaba poniendo vieja y la hepatitis dos por tres la tenía de cama. Como el Toño nunca acusaba recibo de sus obligaciones fue una bendición la llegada del Chano. El Toño decía que algunos de los hijos de la Coqui no eran de él y estaba en lo cierto, sin embargo se llevaba mejor con los que sentía ajenos que con los propios “con ellos no tengo obligaciones”, se justificaba. Pero Mara sí era su hija, la única mujer, y con ella nunca hizo un gran trabajo de padre, ni por acción ni por omisión. El Toño nunca supo qué mierda hacer con una hija. Para los chicos el Chano era un hermano mayor desmesurado, con el que jugaban sin respeto y al que golpeaban a mansalva amparados en su edad, el Chano disfrutaba de esa exuberancia, los changos en las provincias no suelen ser tan expansivos. Mara también lo buscaba, en esos revoleos más de una vez se le subió encima y un día sintió claramente crecer algo entre sus piernas cuando estaba sentada encima de él, pretendiendo sostenerlo para que los chicos lo fajaran. El

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Chano se levantó incomodo y se fue a ver si podía hacer andar una moto vieja con la cual una vez lo estafaron al Toño cuando Chips estaba de moda. Desde aquel día empezaron a mirarse de soslayo y al Chano comenzó a molestarle demasiado que alguno le metiera las manos adonde no debía cuando la cuerpeaban en la cancha, bajaba la vista, la llamaba enojado y se volvían a las casas sin mirarse. Ella una vez no pudo con las ganas y lo besó en la boca, escapándose luego entre risas para disimular el amor que la desbordaba. Pero el Chano no reaccionaba; entonces un domingo, cuando todos estaban durmiendo la sarna después del asado, repitió ingenuamente las formas del Toño y la Coqui cuando se amigaban, le metió la mano dentro del pantalón y el tío se quedó petrificado. Sólo atinó a preguntarle cuánto necesitaba y le extendió un billete de cincuenta pesos. Mara se fue llorando y esa noche se lo dio a la Coqui que lo agarró sin pedir explicaciones y tomó nota de que ya era tiempo. La madre le depiló a conciencia las piernas y las cejas, le pintó los labios de rojo y los párpados de violeta, le alargó la línea de los ojos y la mandó a la avenida Monteverde a plantarse a cincuenta metros de una parada de colectivos. Sólo le dijo dos o tres cosas básicas: “Que no te acaben adentro. Trata de usar las manos y la boca. Si te sorprenden, no la tragues”. Esa misma tarde, caminando hacia su destino, se lo cruzó al negro Paloma que era repartidor de un correo privado, y quien al verla en ese estado la llevó al baldío que quedaba enfrente de su casa y la atendió con entusiasmo. Demasiado entusiasmo y poca generosidad, le dio a cambio de los servicios un billete de diez pesos. Todo fue tan breve que Mara ni se dio cuenta de que la habían desvirgado, cuando vio la sangre bajar por sus piernas volvió a su casa y le dio los diez pesos a la madre. Entonces a la Coqui se le zafó la cadena y salió disparada a hacerle escupir cien pesos al Paloma, a golpes y patadas en la puerta de la casa, delante de la mujer y los hijos y luego de tirarle la cartera con los sobres de la correspondencia enterita adentro de la zanja de agua podrida de la calle. Volvió furiosa y le dijo a Mara lo más importante: “Nunca, tarada, escucha bien, nunca vuelvas a abrir las piernas antes de que te paguen”. En la cancha, cuando la ven pasar para el “trabajo” los vagos le gritan: “Cani, vení a patear un rato”, ella les sonríe, con esa sonrisa limpia en el esplendor de sus quince años. Ellos la miran, tan hermosa y contundente como se ha puesto, y ahí termina todo, un dejo de pena los acobarda, la Cani después de todo era un amigo, claro, esto si alguien pudiera olvidarse de todo lo que tiene ahora para llenar las manos. Su tío ya no va más por la cancha, a veces cuando sale para el trabajo y ella regresa de madrugada se cruzan y él, con la muerte en la voz, le pregunta: “¿Cómo te va Marita?” Ella lo mira con esa cara de nada que ha aprendido a poner ahora, y le responde: “Si te contesto, ¿cuánto piensas pagarme?” El Chano se va con el dolor de un puñal en el pecho, pensando en buscarse otro sitio donde vivir. Con la certeza de que en algún momento y en algún lugar del pasado se mandó una macana muy grande. Intuyendo que se ha perdido algo bueno que la vida le puso adelante. Sabiéndose culpable.19

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Una sombra en la avenida Juan Carlos Fernández León

A esta hora la ciudad parece un experimento en el desierto, con sus cuarenta y tantos grados sin sombra y la siesta dichosa que suprime al gentío de la avenida, mientras la pateo rumbo cuesta arriba, arrastrando la lengua y las manos ocupadas en el abrazo al maldito reproductor BETA, que pesa como un muerto, que es un muerto en vida del que Tesla se ha encaprichado, como días atrás lo hizo con la Olivetti y el mes anterior con la máquina de coser Singer, un prototipo rudimentario sobre la que moceó su abuela. El consuelo es que no queda mucho más en la casa que le pertenezca, quizás sea este el último de los pecios que Tesla pretenda recuperar de nuestro pasado en común; lo peor es que hoy mi coche descansa en el taller y que con tal de no oírla soy capaz de hacer la siesta recorriendo la avenida, aunque bien mirado esto que pisoteo es lo más parecido a un regato de lava ardiente. No suelo preguntarle a Tesla para qué quiere estos objetos casi de coleccionista vintage, aprendí que con ella a una pregunta nunca le acompañaba una respuesta nítida sino un enigma y al enigma un discurso y al discurso un problema diáfano, de modo que sin pensármelo mucho rastreé los rincones a la búsqueda del reproductor BETA, su capricho, hasta que di con él en el baúl de los bártulos tullidos, apareció al fin entremezclado con una cubertería de plata roñosa, con un despertador sin la aguja minutera y enredado de malos modos a un peluche de osezno de mirada imperturbable pero con más roña que una oveja merina. Una vez que lo tuve entre las manos, no pude más que observarlo con unos ojos melancólicos (un tanto llorosos) que recordaban el magnífico uso que el artilugio nos había brindado en los tiempos de las palomitas de maíz, aunque también intuí que su peso de lápida me iba a traer más de un quebradero de cabeza por esas avenidas de dios, justo a la hora de la siesta, en pleno mediodía del mes de julio, en una ciudad con el alquitrán en plena efervescencia. La distancia que nos separa es por así decirlo raquítica. Cuando Tesla dio el portazo definitivo no me pude imaginar que su próxima residencia iba a asentarse en el colmo de la avenida. El metraje que nos separa son dos kilómetros cuesta arriba, que en coche no sumarían ni tres minutos, pero que caminando y con un reproductor BETA en brazos convierte el viaje en infinito, prácticamente medio trayecto de un éxodo bíblico, una condena pasajera con muy mala leche. Junto a las huellas que voy dejando atrás, quedan también los charcos que va formando el sudor, porque los rayos de sol golpean en los escaparates y los escaparates me devuelven los rayos de sol multiplicados, un juego de espejos bastante habitual en el verano. Ahora me imagino que algunos de mis amigotes están peloteando en la playa de San Antonio, bajo un paisaje de sombrillas multicolor y bandera verde, tumbonas y olas sosegadas; y mientras yo permanezco aquí, encarando la siesta avenida arriba, las sandalias empapadas y la mirada al frente taponada por el esqueleto de este engorroso vídeo BETA, un arquetipo pionero, al parecer, si atendemos a sus dimensiones mastodónticas y a su pésimo transportar. No me queda más opción que seguir la inercia de mi instinto (pisada tras pisada sin tropiezos) porque el horizonte está cegado y la vista solo me la consuela la mirada de soslayo hacia la derecha o a la izquierda. Si miro a la derecha mientras camino, un panorama de comercios cerrados y escaparates vacíos atestiguan mi tránsito, el tenducho de los refrescos también clausurado momentáneamente, con justicia, a ver quién diablos excepto yo transita a estas horas la avenida. En cambio, si giro mi entrecejo hacia la izquierda los ojos se me llenan de avenida, dos carriles que suben (o también que bajan, por qué no) en opuesta dirección, divididos por un enjuto paseo central sembrado de naranjos equidistantes, de hojas

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amarilleadas, naranjos que nunca dieron fruto pero que lucen tan mediterráneos en esta avenida del extrarradio madrileño, una urbanización de las afueras de la capital que languidece vacía de transeúntes, por la época, por la hora, porque nadie en su sano juicio la recorrería a no ser que se sintiera perseguido por una viscosa marabunta de hormigas de cabeza encarnada. Si al menos los vehículos frecuentaran las carreteras (me da igual, hacia arriba o hacia abajo) podría entretenerme computando el color de sus carrocerías, un pasatiempo como otro cualquiera que haría más llevadero este paso fúnebre que consiste en trasladar un cachivache definitivamente difunto, tan pasado de moda que, aún a sabiendas de que jamás va a resucitar, lo paseo avenida arriba para que la refunfuñona de Tesla lo instale en una hornacina, en una enigmática hornacina donde deposita los objetos que ya no tienen deudas con el uso. Pero nada, hace ya casi cinco minutos (lo sé por el movimiento celestial del sol, porque fui scout) que circuló el último vehículo, una furgoneta de mudanzas que para más guasa apretó su claxon intermitentemente, al modo de las sirenas oceánicas, como lanzando el anzuelo de un porte a módico precio o tal vez con la intención burlona de reírse una pizca buena de mí. Nada hay más fructuoso para soportar el sufrimiento en estos instantes de sol puro que vislumbrar un oasis en el páramo de esta avenida alquitranada que se despliega recta, como la mancha de tinta de un tiralíneas. Y la verdad es que lo que estoy viendo por encima de mi hombro izquierdo, ahora mismo, en la otra acera de la avenida, parece una llamativa ensoñación provocada por el estrés de los calores, causada por la falta de agua que me hidrate el gaznate o por culpa de la maldita masa de este vídeo BETA que me está dejando astilladas las vértebras y que me empuja hacia abajo, con tesón, como pidiéndome con la clemencia de un reo confuso que lo abandone, sin tardar mucho, en la mismísima base del pavimento. Es increíble pero apretando el paso una migaja (velocidad de crucero, no crean), me he ubicado en paralelo a un hombre (se le advierte sufriendo en el contraluz de la avenida) que, como yo, está tratando de cruzar este mar de lágrimas sin lágrimas, sin una mísera gota de rocío que nos encandile, aguantando a duras penas este chaparrón tórrido de rayos malhumorados de sol. Consigo aquietarme en su ritmo y juntos emprendemos una bífida marcha cuesta arriba; él mirando a su derecha, yo a la izquierda; él portando lo que podría ser una cuadrangular pecera repleta de agua (aunque sin peces), yo acarreando mi ya consabido BETA, un reproductor que hace mucho tiempo dijo su última palabra y después se murió. Si alguien, desde una azotea estratégica, estuviera ejecutando un travelling con una de esas cámaras cinematográficas de cinco mil euros, podría in situ estar recogiendo en su visor la marcha militar de dos soldados en un mismo desfile, con el petate de la carga al frente, las pestañas perladas de sudor, y un dolor bajo el archipiélago de las costillas izquierdas que mucho me temo, si no yerra en exceso mi conjetura, que se trata de flato o, peor todavía, de un ataque repentino de apendicitis. Y como el malestar no cesa sino que va en aumento, voy refrenando el ritmo de mis pies hasta que no puedo más y entonces hinco la rodilla contra el suelo, soportando el peso del BETA sobre ella, y me detengo un minuto a descansar. Lo considero necesario y ajustado a mis verdaderas necesidades de hombre exhausto, de hombre a punto de morir antes de llevar a cabo su definitiva encomienda, este encargo diabólico que he recibido por teléfono, poco después de la comida, en el momento inoportuno de estar celebrando la digestión, a la hora exacta de la siesta. Aspiro y luego expiro el aire que he atesorado en los pulmones, cierro los ojos y procuro olvidarme de todo lo que me encierra en esta maldita celda de servidumbres y un poco más tarde (segundo arriba, segundo abajo), lanzo mi mirada a la izquierda y compruebo que el hombre de la pecera, mi sosias, mi sombra en la faz opuesta de la avenida, se acaba de tumbar sobre la parrilla del suelo y, entre convulsiones, boquea como un pez fuera del agua.20 20

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Acunar a un niño Gloria Viviana Echeverría

Fueron dos años de tortura. Esto se pone cada vez más difícil para mí. Usted dice que no falta mucho desierto por andar, que recemos para que Dios nos ayude, pero es porque usted es nuevo aquí, y esto parece eterno. ¿Y ahora qué hago con este hijo mío, que no deja de acunar al niño de la india muerta? Día y noche me resuena su murmullo de cuna, quizás el mismo que le cantara su abuela, Duérmete, matita/de mejorana/que ya suena el pique/de las campanas. ¿Y para qué, para qué lo habré traído, Padre Antonio, para qué lo habré sacado de Valdepeñas, donde estaba cómodo con sus abuelos? Muchas penas le hice sufrir, y se lo digo así, en confesión, Padre, porque los he engañado a todos, para poder robárselo a mis suegros. Poco había visto a la criatura desde que mi mujer murió, ellos me echaron la culpa, jamás me quisieron de marido de su hija. Antes de emprender el viaje desde Cuzco a Chile, fui a España a buscar a mi hijo. Perdone, Padre, me he acostumbrado a llamarlo así, porque Almagro había prohibido traer mujeres que no fueran las de servicio. Se imaginaba que la expedición sería dura, y que mujeres y niños serían una carga. Alba ya tenía diez años, le corté el pelo, la vestí de varón, la llamé Álvaro. Y le hice jurar que no revelaría el secreto. Le prohibí llorar. ¡Cuánto me odiaría desde el fondo de esos ojos negros, que me miraban como agujas! Yo mismo me quise convencer de que era un varón, cuando le enseñé a montar. Salimos de Cuzco y su silencio me quemaba, pero pensé que se le pasaría el enojo con el tiempo. Luego vino mi mortificación, porque tuvimos que cruzar la Cordillera helada, que atravesó con fiebres que le blanquearon la cara, le hundieron los ojos y la empaparon de sudor. Pero el desmayo en que estaba le evitó ver la cantidad de hombres que perdimos en el frío y la nieve, los yanaconas descalzos que quedaron jalonando la montaña como estatuas de hielo, los caballos, nuestros propios soldados, que cuando se sacaban las botas, veían caer de ellas sus dedos congelados. Esta expedición ha sido maldita desde el comienzo, Padre, con perdón, pero si usted hubiera estado desde el principio, opinaría igual. Distintos motivos nos traían. Fundar ciudades, volver a Cuzco o a España con títulos y tierras, y sobre todo el oro, ese oro con que los servidores de los incas nos tentaban, tan fácil. Ahora corre el rumor de que los incas nos mentían al respecto, para dejar a Cuzco desguarnecida, para intentar reconquistarla para ellos, vengarse de Pizarro, y enviarnos a una muerte segura en Chile, donde los mapuches son tan indómitos y fieros, que prefieren matarse y matar a sus hijos antes de caer en la esclavitud. Cuando llegamos al valle, mi pobre niña empezó a mejorar. Acunaba un manojito de ropa vieja como si fuera una muñeca, Duérmete, matita/de mejorana/que ya suena el pique/de las campanas. La negra María Congo dormía en nuestra tienda. Era la única que sabía el secreto. Yo ya estaba arrepentido, pero era tarde, y las dos me miraban con reproche. Decía bien Almagro, no es posible traer mujeres. Cuando Alba empezó a hablarme, mi ánimo cambió un poco, traté de hacerle la vida más fácil, pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo esconderle los hechos a ella, que andaba de aquí para allá, mezclada entre los soldados a veces, entre los yanaconas otras, escuchando, viendo? A pesar de la bondad del clima, y de que encontramos alimento y agua, no nos quedaban indios porteadores suficientes para cargarlos y seguir viaje. Los que no habían muerto de frío en la montaña, huyeron, llevándose caballos, llamas y pertrechos. Entonces hizo falta salir a buscarlos a las aldeas.

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Y ella, por la noche, “Padre, que los cazan como a animales, que los llevan encadenados por el cuello”. “Padre, que no les dan de comer”. Yo me iba de la tienda para no escucharla, a reunirme con Almagro y los capitanes. Durante las horas muertas, para darle gusto, dejé que me enseñara a leer. Solamente el padre Solís sabía leer en la expedición, y le había prestado a Alba un viejo libro de horas, que descifrábamos con paciencia de santos. Se acostumbró a la sangre, a las flechas que aparecían en la carne desgarrada, a los huesos que asomaban, porque andaba siempre con María, que con otras dos negras ayudaban cuando venían nuestros hombres heridos. Alba también aprendió de emplastos y hierbas. Porque era verdad, cuando nos asentamos en el valle del Aconcagua, nos dimos cuenta de que los mapuches eran temerarios. Nos emboscaban, enviaban pequeñas partidas, nuestros hombres salían a perseguirlos, y ellos caían sobre el campamento casi desprotegido. Tenían informantes entre nuestros yanaconas. Dos años luchando, Padre, y cuando nos dimos cuenta de que no podríamos ir más al sur si queríamos salir vivos, de que nos faltaban indios y comida, y de que el oro no existía, hubo que volver, pero no lo quisimos hacer por las montañas heladas. La opción era este Despoblado de Atacama, donde hasta usted ha tenido que prescindir de sus hábitos, y andamos todos como alma en el infierno, sin víveres, sin agua, sin saber cuántos días nos faltan. Muchos de nosotros añoramos el frío de las montañas. Y hace unas semanas, Alba vio cómo los soldados ataban a las indias recién paridas a las monturas de sus caballos, para tomar la leche de sus pechos. Y vio cómo dejaban a los niñitos tirados, calcinándose en el desierto, alimento de los buitres. Y a llorar en la tienda Alba, y a pedirme por ellas. No entendió las razones de Almagro de permitirles algunas licencias a los soldados por la deuda que tiene con ellos. No entiende de razones económicas. Las promesas de volver cargados con oro, no habían podido cumplirse. Deben caminar la noche entera, porque de día, el cielo cristalino no muestra ni una nube, jamás llueve. Y de día, se juntan bajo los tamarugos y duermen hasta que el calor no lo permite, la comida es un caldo salado con alguna lagartija que puedan cazar los yanaconas. Hace unos días, entre torbellinos de tierra, Alba apareció en la tienda con un niñito en los brazos, llorando. Diego de Huelva había subido a una india a la montura, arrojándole el niño a otra más vieja, que no podía llevarlo, cargada como estaba con los bastimentos. Mi hija, desesperada, me pidió que intercediera para bajar a la madre del caballo, pero no puedo hacer una excepción. Las indias son indias, y nos sirven. Dos días más tarde, la yanacona ya no estaba en la montura de Diego de Huelva, ni en otro lado. Le dije a Alba que no saliera de la tienda con el niño: se parece demasiado a una mujer. Entonces María fue a buscar a otra india que tuviera leche para amamantarlo. Ya somos cuatro en la tienda recalentada por el sol, y mi hija Duérmete, matita/de mejorana, que ya suena el pique, de las campanas. 21

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Polvo de cacao Miguel Ángel Page Hernández

Durante los diez años que Henry Mazobe estuvo fuera de su Kuyambé natal, la situación de extrema pobreza se había extendido a casi la totalidad de la población. Según la ONU, el país se encontraba en el vagón de cola en cualquier variable de desarrollo cuantificable. Pocos eran los que tenían acceso a algo más que unos puñados de cereal o algún tubérculo como menú diario. Él, un verdadero privilegiado, pudo abandonar el África Occidental rumbo a Europa. En aquellos años residió en varias ciudades del viejo continente, se especializó en Derecho Internacional en la Universidad Jean Moulin de Lyon, y mantuvo dos años una relación con una francesa seis años menor que él, hasta que ella le abandonó. Y como había prometido a su familia, un día regresó. Los años de formación en Europa le capacitarían para dar el salto a la política. Tenía la intención de paliar cuanto pudiera la hambruna y el analfabetismo del país, pero quería hacerlo en unas elecciones limpias y sin derramamiento de sangre. Los preparativos se dilataron bastante, hasta encontrar un equipo que no se dejara corromper por los chocodólares de las multinacionales extranjeras. Llegado el momento, su mensaje caló entre una población hastiada de un gobierno enviciado y se alzó con el triunfo en los comicios de 2007. Estaba dispuesto a detener a las empresas que esclavizaban a la población en interminables jornadas de trabajo y se llevaban el cacao a espuertas de la región. —Mi idea es transformar el producto en nuestro territorio, bien en manteca o en polvo, antes de exportarlo —manifestó el presidente. —Pero eso harto complicado señor, no contamos con los recursos necesarios, además de… —el joven tragó saliva, todavía atenazo por su reciente cargo. —Continúa, por favor —instó Mazobe a su asesor. —Existe un grupo armado que opera desde el río Onongo hasta las plantaciones de cacaoteros en el sur del país —confesó preocupado el consejero—. La compañía LaCrème les paga una cantidad considerable para asegurarse de que el cargamento llegue a su destino. El presidente palpa el raso de las cortinas y sonríe contemplando desde su despacho un nuevo horizonte para aquel pueblo tan maltratado en las últimas décadas. —Con respecto a los recursos, he conseguido que Naciones Unidas nos levanté el veto de 2001 en ayudas, y gran parte de los países occidentales nos han condonado la deuda externa que contrajo el anterior gobierno, así que contamos con cierto margen para remodelar viejas factorías…en cuanto al influencia de LaCrème sobre la guerrilla, pienso reunirme con ellos esta misma semana. —Tenga cuidado, esos suizos no van a dejar que un gobierno inexperto les reviente un negocio de décadas; usted estuvo fuera muchos años, pero recuerde lo que hicieron en Ghana… —No te preocupes, Sofiany —agradeció el mandatario con media sonrisa— será complicado pero sé que podemos lograrlo. Cuatro días después dos representantes de la marca suiza aterrizan en su jet privado en la capital de Kuyambé. El palacio presidencial, construido por el anterior jefe de gobierno por unos 30 millones de dólares, resulta algo más que grosero. Las balaustradas camino del segundo piso dan algunas pistas sobre dónde se quedó la ayuda internacional en el pasado. Un tipo maduro y trajeado entra con el asesor del presidente a su despacho, mientras afuera espera sentada una mujer frente a su portátil.

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—Esas condiciones son inaceptables, señor Réveillère —dice el dirigente africano frunciendo el ceño7 —-. Queremos manufacturar nuestro cacao dentro del país. —Sepa usted que entonces el gravamen subirá desde el 3 al 15 por ciento en el caso de la manteca y al 20 en el del cacao en polvo, y nos necesitan para distribuirlo. —Esos aranceles son más que injustos y usted lo sabe. ¡Inadmisible! —clama el presidente golpeando su escritorio con el índice extendido. —Quizá podamos llegar a algún tipo de acuerdo económico usted y yo…— sugiere el hombre con una mueca burlona. — ¿Está intentando sobornarme? —Todo el mundo tiene un precio. — Lárguese —daré cuenta de esto en Europa. —Como quiera —sonríe el delegado helvético— Quizá prefiera negociar en otros términos con nuestra abogado. Es entonces cuando Sofiany, el asesor presidencial, hace pasar a una mujer que ronda la treintena; más bien menuda, pelo moreno y extremadamente liso, piel igualmente atezada, dos ojos pequeños como avellanas y un cuerpo bien proporcionado. Una belleza moderada pero infrecuente. La mujer toma asiento y apoya su maletín en la silla contigua. Se hace el silencio unos segundos. — Véronique… ¿qué demonios haces tú aquí? —balbucea Mazobe. — Soy abogado, ¿recuerdas? Como grabados destiñéndose a vuelapluma bajo la lluvia, en la mente del presidente se eliden velozmente las primeras miradas afluentes, los paseos junto al río Saona y todas aquellas horas en las que fueron capaces de jugar con el tiempo a su antojo. — ¿Estás…con ellos? —demanda con cierta inquietud a la francesa, que guarda silencio—. Ya veo que sí. ¿También abandonaste tu idea de cambiar el mundo? —El mundo gira demasiado deprisa, Henry. —Y aún así fuimos capaces de frenarlo. —Eso es ya solo pasado, presidente-. Éste suspira. — ¿Qué has venido a hacer aquí? —inquiere Mazobe tras una pausa. —Os ofrecemos un 10% de los beneficios directos a ti y a tu equipo, y unas condiciones más interesantes para tu pueblo. —Y querréis algo a cambio… —Seguir operando como hasta ahora y etiquetar nuestros productos con la etiqueta free slavery. — ¡Tú no tienes ni idea de lo que está sufriendo la gente ahí fuera! Henry, es la última oferta del grupo LaCrème —advierte Véronique- y pude sacar algo más porque se trataba de ti. — ¿Porque era yo…? Vete de aquí por favor. — ¡Sr. Mazobe! —Se lo que estáis elaborando con la teobromina y también del aumento de las grasas vegetales en vuestros productos. — ¡Henry, por Dios! Si aún significo algo para ti te pido que abandones, no sabes en lo que te estás metiendo. —Au revoir, Véronique —dice mientras gira su silla. Y se queda contemplando el infinito impávido con la idea de seguir bregando por su pueblo, hasta que ella decide marcharse. Ayer, 29 de diciembre de 2009 fue encontrado el cuerpo sin vida del presidente Henry Mazobe, así como de sus más inmediatos colaboradores, en las afueras de Ozambe, capital del estado de Kuyambé. Toda la prensa internacional abre con la noticia y se hace eco de los rumores en el país que apuntan a una posible venganza por tráfico de influencias. La noticia aparece acompañada de una

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instantรกnea en la que se puede ver una fosa con cinco cadรกveres cubiertos de un manto cobrizo que varios perros desnutridos comienzan a chupetear. 22

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Germinal Sergio Turovetzky “La tierra estaba de antes, señor...” Armando Tejada Gómez

Observándolo por encima de sus anteojos la mujer le devuelve el pasaporte, al tiempo que intercambia una mirada de inteligencia con el hombre del Departamento de Justicia, que debe acompañarlo hasta que embarque. Luego de recorrer el largo pasillo que conduce hasta la puerta misma de la nave, Soler se vuelve, saluda con un gesto al custodio e ingresa al avión. Cuando la máquina se dirige lentamente hacia la cabecera de la pista, divisa al funcionario, que todavía no se ha ido, para cerciorarse de que Soler abandona el país. —¡Es fantástico! ¡Todo funciona como corresponde y cada uno hace lo que debe! —recuerda haberle dicho a Carolina, en la llamada que hizo a poco de llegar, pero el zumbido creciente de las turbinas interrumpe el hilo de sus pensamientos. Allá afuera sólo se ven los techos blancos de los hangares y sobresaliendo, la torre de control. El ruido crece continuamente, se hace cada vez más agudo y la máquina comienza a carretear. Siente que el empuje de los motores lo aplasta contra el asiento y cierra los ojos. Es el peor momento. De pronto, el avión levanta la nariz en un ángulo sorprendente y despega; pocos segundos después se inclina hacia la izquierda e inicia el giro. Soler no puede evitar mirar por la ventanilla porque desde arriba la imagen de la ciudad es magnética. El mismo verde en todos los jardines, la alineación inflexible de los árboles en las veredas, la simetría en las edificaciones, la cuadrícula perfecta de calles y avenidas. —¡Parece una maqueta! —enfatizó en aquella primera comunicación—. ¡No se pueden creer la limpieza y el orden! Ya se ven los límites de la ciudad, y las rutas y autopistas que la atraviesan, tan congestionadas siempre. Acuden entonces a su mente las exclamaciones de euforia de los chicos cuando, un mes después de haber llegado, les contó que ya había comprado un coche. —Es que aquí no se puede vivir sin auto —les dijo—. Los ómnibus son enormes y puntuales, pero pasa uno por hora. Prefirió callar que tuvo un par de llegadas tarde al hospital porque los ómnibus pasaban colmados y sin detenerse. Y fue un colega, un viejo cirujano ecuatoriano, el que le dijo que no se puede depender del transporte colectivo. — Cómprese un auto —le recomendó—, puede pagarlo en cuotas. Pero si bien resultó ser una comodidad, el auto no le significó ningún ahorro de tiempo; debía asimismo salir muy temprano porque las autopistas están siempre atestadas. No quiso comentarlo pues toda la familia estaba muy ilusionada con esta nueva vida, a la que se incorporaría poco después. Luego, cuando advirtió que la desazón lo iba ganando, cuando comenzó a comprender que tal vez no era esta la existencia a la que aspiraban, redujo las llamadas a casa y sus conversaciones fueron cada vez más escuetas y lacónicas. Fue a mediados de marzo, aún había nieve. Noche cerrada ya, al entrar el auto al garage percibió de repente un perfume intenso a flores de paraíso. Ese aroma lo retrotrajo a la casa de infancia, en donde el paraíso que estaba en la puerta se hacía perdonar las roturas de vereda y las ramitas y hojas secas del otoño, con una profusa floración en primavera y un olor embriagador que se percibía a una cuadra de distancia. Y su madre, que cortaba a diario un par de ramitos y los colocaba en un florero para que todo oliera a paraíso. Cerró el coche y regresó hasta el árbol, para repetir el gesto de su madre y perfumar su departamento. Siempre le había impresionado ver los árboles de éste y otros barrios; jamás uno seco ni roto, todos igualitos de tan prolijamente podados y nunca hojas ni ramas en el suelo. Le costó cortar tres ramitos. El escalofrío le sobrevino cuando advirtió que las flores que tenía en la mano eran de plástico. Las escudriñó bajo la farola de la esquina, convenciéndose de que eran idénticas a las

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naturales y olían a paraíso, ¡pero eran artificiales! Volvió sobre sus pasos y apoyó las manos en el tronco del árbol, y luego del que estaba diez metros más allá, y otro, y otro más. Cuando el vehículo policial pasó tan despacito a su lado, decidió ingresar a su departamento, aunque se dio tiempo para pisar el jardín que rodea al edificio y comprobar que el césped, las plantas y flores que se veían, eran también sintéticas. —¡Vamos, Soler! ¡No me diga que no se había dado cuenta! —bromeó la pediatra uruguaya—. ¡Y no puede negar que son mejores! Fíjese que no hay que regarlos, ni podarlos; una vez por año se activan automáticamente las flores y los perfumes... Tampoco hay hormigas, gusanos, ni perros que ensucien —detalló. Su siguiente día de descanso lo dedicó a recorrer la ciudad, y verificar que no había un solo negocio que vendiera tierra, semillas ni plantas. Encontró, sí, comercios que ofrecían arbustos con todo tipo de flores más durables, hermosas y aromáticas que las naturales. Y mascotas electrónicas, que maullaban o ladraban cuando llegaba su hora de comer (también orinaban, si se las cargaba con agua); y videos en donde se veían animalitos a los que uno podía poner nombre y jugar con ellos. También se vendían jaulas con pajaritos de peluche que saltaban espasmódicamente de aquí para allá, cantaban, gorjeaban y chillaban pidiendo alpiste y agua. Sintió entonces que estaba viviendo como en una morgue. Todo electrónica y cibernética; y cristal, acero y plástico, asistido por luces y climas artificiales. —Quiero tener algo vivo aquí. Un geranio, un cardo, un repollo. ¡Lo que sea! —decidió, sin saber qué hacer pero consciente de que enfrentaba prohibiciones explícitas. —¡Ojo, que si te descubren irás a prisión! —le dijo Carlos, un amigo que partía de regreso al país, al darle una cajita de cigarrillos vacía en la que ocultaba semillas que traía de su paso por otras latitudes. El domingo siguiente sacó tempranito el auto y salió de la ciudad. A ambos lados de la autopista había un muro continuo, que sólo se interrumpió al llegar a un puente. Bajó entonces y se acercó al río, que se veía oscuro, aceitoso y olía a fenol. No había acampantes ni pescadores. Cargó tierra rápidamente en un pequeño balde y regresó, justo a tiempo para ver detenerse un patrullero. Los policías le vieron abrir el baúl y guardar la palita y el cubo, pero nada hicieron ni dijeron. Una semana después le conmovió ver en el baldecito, asomar la puntita verde de una hojita de no sabía qué. Quizá fue algún comentario que hizo en su trabajo, o tal vez la señora que limpia el departamento, pero cuando sonó el timbre y vio por la ventana el auto policial, comprendió que había sido delatado. Antes de abrir la puerta, alcanzó a tirar las semillas al inodoro. Los policías se limitaron a entregarle la citación y a llevarse el balde con la plantita. El juicio fue sumarísimo. El juez ordenó la destrucción de la planta y la deportación de Soler. —Éste no es su país y usted ha violado la ley —le dijo con gesto despectivo—. Además, ha robado tierra de una propiedad que no le pertenece —concluyó, golpeando con su mazo. —La tierra estaba de antes, señor... —alcanzó a decir Soler cuando se lo llevaban. El avión se endereza y Soler se dispone a dormir, pues tiene varias horas de vuelo por delante y ya nada podrá ver por las ventanillas. No verá, por ejemplo, que el policía encargado de la destrucción de la plantita, se ha detenido frente a su casa y tras mirar hacia uno y otro lado, entra precipitadamente y sube hasta el altillo, en donde deja el baldecito en un rincón en el que recibirá algo de sol. Tampoco podrá ver que en la costa del río aceitoso que huele a fenol, algunos quilómetros más allá de donde desemboca la cloaca de la ciudad, han germinado

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algunos extraños arbustos que, ha pesar de mandamientos, bulas, cartas magnas y códigos, crecerán, florecerán y perfumarán la tierra. 23

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A su hora y en su sitio Isabel Ali

He venido porque necesito que sepas, Juan. Aquel domingo fue una mala conjunción, ni más ni menos. Una de esas combinaciones terribles, como cuando en un punto del cielo se alinean un puñado de estrellas y ocurre una catástrofe. En nuestro caso, no había astrónomo que pudiera predecirlo: ni tú eres Marte, ni yo soy Venus, ni el maldito gato podría ser Saturno en ninguna de sus reencarnaciones. Pero ahí estábamos, los tres y el espejo, listos para que la calamidad cerrara el episodio.¿Recuerdas el día en que trajiste al gato? Lo miraste fijamente y dijiste: —Se parece a tu ex. ¡Dime que no es igual a Joaquín! —y agregaste entre risas— .Llamémosle Joaco. Joaco pronto dejó de ser una pequeña mota de pelos. Ya no cabía en la caja de zapatos que le servía de madriguera y empezó a colarse en nuestra cama. A dormir a nuestros pies primero y a pegarse a mis pantorrillas y a mis nalgas después. Hasta que una mañana desperté con él entre las piernas. Ni siquiera me di cuenta de cómo llegó hasta allí. En el ensueño sentí una caricia áspera sobre el clítoris. Una sensación trepidante me recorrió las entrañas, tan placentera que no percibí ni sospeché tu ausencia. El orgasmo fue tan intenso que extendí las manos buscándote para atraerte hacia mí, morderte los labios y sentir mi propio sabor entre las fauces. Y, en el lugar en que debí hallar tu cabeza, encontré la mirada maliciosa del gato. De verdad se parecía a mi ex. Eran iguales sus pupilas verdes y su hocico chato. Y trajo a mi memoria lo único que extrañaba de Joaquín: su bendita y sabia lengua que me izaba hasta las nubes y me hacía flamear como a una bandera. Mi ex, como ya sabes, era un ser despreciable que no se ocupaba más que de sí mismo y me jodió la vida hasta que junté el coraje para mandarlo al demonio. Pero lo justo es justo y hay que reconocer que lo que hacía con esa lengua no tenía precio. Cada mañana, cuando te ibas al trabajo, el gato me daba los buenos días metiéndose por debajo de las cobijas. Lo que más me excitaba era su constancia. Lograba hacerme cambiar de posición y encontraba el modo de calentarme el cuerpo hasta hacerme estallar. Si yo estaba de costado, él me empujaba hasta darme la vuelta y se escurría entre mis ingles hasta que yo separaba las rodillas. Si estaba boca abajo, hurgaba con su morro entre mis glúteos con una destreza que parecía obra de años de entrenamiento, hasta volverme loca y conseguir que me pusiera en cuatro patas. Entonces se erguía sobre sus ancas, lamiendo hasta que yo llegaba al clímax arañando la sábana. Cuando descubrí que el gusto por ese juego era mutuo, decidí esperarlo despierta y colaborar en la tarea, abriéndome con los dedos, acariciándome a la par que él hacía su trabajo. Lo probé en otros lugares: sentada en el sillón, acuclillada en el suelo, de rodillas en la escalera. Él respondía magníficamente y venía a mí apenas me veía desnuda en cualquier lugar de la casa. ¡Ese animal era la gloria! ¡La lujuria personificada! Sin proponérmelo, respetamos tu presencia. Él dejó de acercárseme delante de ti y yo me prohibí hacerle arrumacos, ni una sola caricia. Nunca le di más que mi vulva hirviente y húmeda. Tampoco me sentí culpable de engañarte. ¡El engaño es otra cosa! Ningún hombre me tocó mientras estuve contigo. Todo iba de maravillas, Juan. Sin superponerse: cada quien a su hora y en su sitio. De noche tú en la cama y el gato en la cocina, separados por la puerta del dormitorio bajo siete llaves. Pero aquel domingo, a ti se ocurrió amanecer cariñoso y metiste la cabeza debajo de las cobijas buscando mi entrepierna. Supe de inmediato que eras tú porque eres inconfundible: dabas lengüetazos carentes del

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ritmo que hace falta para obtener un mínimo resultado. Te dejé hacer porque sabía que, aunque a mí no me gustara, estabas excitándote mucho y pronto me penetrarías con la totalidad de esa erección enorme que tan bien sabes usar. Es que es así… Lo que no aprendiste a hacer con la lengua, te sobra en sabiduría para hacerlo con lo que se te yergue entre las piernas. Como siempre digo: lo justo es justo y hay que reconocértelo. Antes de que te encaramaras sobre mí, alcancé a ver al gato subido al estante que está encima de la cama. Me pregunté qué hacía allí, cómo había entrado… y descubrí sus ojos verdes llenos de fastidio como si le ofendieran los gemidos que yo fingía para contentarte. No pude ver más porque golpeó el espejo con la pata, logrando que cayera desde las alturas y me cortara el cuello. ¿Entiendes? ¡No fueron tus empellones los que corrieron el espejo hasta el borde del estante! ¡Deja ya de torturarte! He venido en sueños a confesártelo, cariño, para que te liberes y, por sobre todo, para advertirte: deshazte del gato o la desgraciará empeorará. Lo he visto entre tus piernas. Tú no sabes, porque duermes y no te das cuenta. Pero cuando tienes la erección de cada noche, no deja de mirarte como si la boca se le hiciera agua. Lo sé, Juan… Conozco esos ojos de perfecto canalla y sé en lo que va a acabar.24

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Sopa de letras de canciones Rosario Raro

“Se me viene a bocanadas la tristeza con mis muertos de entonces, cuerpos acumulados como torre macabra. Escucho los compases que aún hoy hacen vibrar a una generación entera, la mía: loca de ganas de volver al Rock Ola o al Marquee.” Estrella de Diego. “La chica de ayer”. El País. Babelia. 06.06.09

Detrás de la puerta de caoba de la casa del doctor Vega olía a alcanfor. Todos sus muebles pertenecieron a la residencia de un embajador sueco en la India, durante el siglo XIX. Sólo quien habita la exquisitez hasta el paroxismo es capaz de distinguir el aroma de esta valiosa madera de la naftalina antipolillas. Allí nada era falso: el mármol veteado formaba islas ante el alicatado de ajedrez de los dos baños: nácar y azabache, salmón y verde esmeralda. La colección de peinetas de baquelita alineada sobre el lavabo, el juego de tocador de plata y cristal de bohemia en la vitrina de enfrente, entre las plantas de oreja de elefante. La biblioteca ecuménica, encuadernada por los laureles alejandrinos de un patio que la rodeaba como una corona vegetal. Y la otra joya, el cuarto de los juguetes en la zona más soleada de la casa; el sitio de recreo de los siete hermanos Vega, repleto de estanterías, armarios y baúles. Entre sus tesoros: un piano de cola, dos guitarras, un cine Exin, las Nancys de todas las razas, el Scalextric, decenas de clics de Playmobil y la caja sonriente de los Juegos Reunidos Geyper. Un paraíso en la tierra donde el elixir de juventud propiciaba que crecieran alimentados de protección. Sobre aquellos juguetes ya sobrevolaba la idea de Uhuhelicopter que después Antonio, el mediano de los siete, llenó de pasajeros e hizo girar. El médico leonés regresaba cada tarde sobre las ocho: colgaba el maletín de cuero inglés y la gabardina en el perchero con incrustaciones de jade y sonreía a sus hijos, que aún vestían el uniforme del Liceo francés, satisfecho de no tener que ver más huesos rotos hasta el día siguiente. Antonio, el mediano, llegaba a la hora del crepúsculo de la facultad; cada día de una distinta porque no encontraba la suya, Se dejaba llevar. Transitaba entre los pisos de algunos amigos, espacios inusitados, irisados, escenografías y anticipaciones neoyorkinas, uno en el paseo imperial, otro en la calle Montesquiza. Se asomaba por las redacciones incipientes, en germen, de algunas revistas como Madrid me mata en la calle Buen Suceso. Lugares de la modernidad, de la creatividad sin complejos que no olían a alcanfor sino a hoy. Él deambulaba callado, insólitamente flaco. Mirando siempre, sonriendo a veces, esperando nada porque la edad de oro ya había llegado. Hasta que se sorteó en una décima de segundo su destino y la rueda de la fortuna le envió a Valencia. Antonio lo sintió a medio camino entre el destierro y los trabajos forzados. Apareció allí un domingo por la tarde bajo las palmeras de una arboleda que camuflaba un cuartel, vestido de verde oliva con su guitarra rescatada del cuarto de juegos. Con la misma actitud diletante de poeta extraviado. Aquel paisaje solar le animó, nada iba a cambiar, con tal de regresar a la vida edénica de Madrid desde aquella pausa litoral de 1977 en la ciudad donde no se acaban las calles porque se esquinan con el mar y éste las prolonga hasta otras islas. Un par de meses después, detrás de las persianas de madera del cuartel, atisbó el océano de sol, un mediodía rotundo que lo impregnaba todo, calor enlatado, solidificado, que compactaba el oxígeno. Un bosque fundido a altas temperaturas. El puente de enfrente convertido en una postal líquida, con los contornos de piedra movedizos y cenagosos, el asfalto plateado, metálico y astral. Alta tensión.

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Un momento antes de languidecer, Antonio vio entre la nebulosa, una silueta turbia, imprecisa e incierta como si tuviera problemas de visión y los ojos por este efecto térmico se giraran hacia dentro y mirasen hacia el fondo de sus cuencas, recorriendo sus circunvoluciones cerebrales y haciendo emerger a aquella figura desde la última curva de su paisaje mental. Este espejismo justificaba la mili entera. Ella cruzó la calle desde un lugar perdido para materializarse, corporeizarse ante él. Sonreía al mediodía. Era estival, exultante, vital. No podía describirla más allá de estas sensaciones fascinantes, sólo invocarla con la voz y escribirle un conjuro sobre la guitarra con el que componerla, darle forma, atisbar su torso y sus piernas a través de pistas delirantes e indicios alucinados. Así supo que creció en calles mojadas, que lloraba con la frecuencia modulada de su radio y que jugaba en un jardín que siempre era el de al lado, nunca el suyo. Todo era tan cierto como imaginar. Convirtió aquellos acordes en una urna con la que la transportó hasta la playa de la Malvarrosa, la tendió en la arena para poder observarla mejor. Aquel lugar era un triunfo y aquella escena, la victoria definitiva e inigualable, un hogar portátil en cualquier sitio. Anatomía de una ola. Pudo quedarse allí, construir tejados, pilares, vigas, fundamentos sobre los que habitar y no regresar nunca a Madrid, no atravesar noches sin fin, ni desnortarse, deslumbrado sólo con la luz de cruce, sobrevivir sin heroína ni melancolía. Acercar los labios a la mano de ella y aspirar el olor inventado a flores silvestres, a dalias y a amaranto. Tocar la guitarra sólo cuando se emborrachara o se pusiera romántico en las fiestas con sus únicos dos amigos. Pero bajó de la litera, se subió al tren y volvió a la vorágine, a los tiempos modernos y agitados, a rasguear cuerdas de acero y a rasgar chaquetas de cuero contra clavos ardiendo: el guitarreo incansable y químico, el alcohol en las buhardillas, enmoquetadas de colillas y tapizadas de vinilos. Brillos efímeros de papel de aluminio y cucharas de café, delirio y humo entre futuras ruinas de bares a deshoras desde los que regresar a una desordenada habitación, a otro circo, a otros rumbos. Puntualmente, filtrada por un amanecer de neón entreveía a la chica de la alameda: nunca definitiva, siempre breve. Protegida porque ya no estaba, supernova, estrella muerta, demasiado tarde para comprender. A Antonio le daba vueltas la cabeza persiguiéndola, incapaz de rebobinar: Irrecuperable moviola imposible. Desde cada balcón gritó mil noches al fondo de las avenidas para llamar su atención y que reapareciera... pero supo que ella era demasiadas chicas posibles. Sólo quería invitarla a un gintonic mientras escuchaban determinadas canciones, jaculatorias paganas que podrían volverla real y conseguir que fuera de nuevo ayer cuando aún se encontraba en la encrucijada de caminos, antes de decidir, para que fuera la víspera y no morir. La efervescencia comenzó a perder burbujas, desaparecieron muchos de los que producían reacciones y aceleraban las moléculas del arte. Algunos locales de ensayo se despoblaron de ideas, los cartelistas perdieron audacia, los diseñadores se repitieron hasta la uniformidad y la edad de cemento mitigó el ingenio, la osadía y sobre todo el altruismo. Ajeno a todo lo demás, Antonio seguía escribiendo, arrancando las hojas de las estaciones, sobreviviendo a sí mismo, con un mar al sur, desgranando versiones acústicas, actuando en cafés, acudiendo a estas citas por si la veía. Exhausto por la búsqueda, enflaqueció hasta lo inverosímil, con la mirada cada vez más adentrada, más introspectiva, vaciado por las sustancias que necesitaba para su adaptación en este planeta, para superar la descompresión desde otro medio más leve. Ambientó su mitología en la constelación Orión, él era el ángel que recorrió tres mundos: el de los niños, el del loco y el por venir. Escrutando cada esquina, cada solar, con la esperanza de que ella aún llegara a tiempo de cubrirlo con sus flores atadas con cintas y mensajes.

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Treinta años después de sus veinte, el aire comenzó a volvérsele mineral. Atrapaba algunas bocanadas con las que apartar las sombras sólo por instantes, decía palabras sobre una última montaña, detrás de una puerta de hierro, miraba el pasillo que desembocaba en la alameda, en un océano de sol, dentro de él las persianas de madera del cuartel y detrás sus ojos, el patio enorme, el jardín esta vez a su alcance y ella esperándolo en la puerta. Junto a su cama isla todo el mundo la recordaba, el la había convertido en real. Le atribuían un rostro ovalado, un cuerpo áureo y proporcionado. Pero él sabe que no es cierto porque quienes la conocen ya no están aquí. Porque cuando ella se haga presente y atraviese la puerta, entrará en la habitación ignorando a todos los demás porque le dan igual. Sólo sabe de él, con quien se cruzó hace tres décadas y con quien fue magnánima porque le dio cuerda para un rato más. El día 12 de mayo de 2009, la chica de ayer se convirtió en la de hoy, reveló su nombre: No era Marga, la mujer que lo acompañó durante 3000 noches, sino muerte. Siempre ha sido así: lucha de gigantes. Cuando el encuentro se produce uno de los dos desaparece. Demasiado tarde para comprender. 25

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