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FLORIPONDIOS Sergio Guarderas 1957 Contaba el maestro Sergio Guarderas que la señora de Mercado le encargó pintar un óleo que no se parezca a su común producción, para su nueva casa de la calle Los Ríos. El maestro narra que se acordó de su infancia, de la época cuando su padre era propietario de la Plaza Belmonte en el barrio de San Blas y el gustaba subir a los bosques de floripondio, que se extendían a lo largo del Itchimbía. Allí disfrutaba del aroma de las flores mirando como en los atardeceres arrebolados, la imagen del Pichincha se esfumaba. Esta sensación infantil fue la que adornó por años, el comedor del palacete de la calle Los Ríos.


CRÉDITOS Lenín Moreno Garcés Presidente de la República Patricia Cepeda Vásconez Directora de Gestión Cultural Iván Cruz Cevallos Curaduría Gabriel Ortega García Fotografía Iván Cruz Cevallos Micaela Ponce Chiriboga Museografía Alfonso Ortiz Crespo Ma. Gabriela Villacrés Martínez Dirección Editorial Adrián Tambo Robalino Dirección de Arte Gráfico


ESTROFA DE QUITO La columna dorsal de mi pueblo es el Ande, mi pueblo, hijo de mayo, donde despierta al sol el gallo estupefacto desde la catedral, el cántaro del cielo lo riega todo el año y lo perfuman vientos cardinales. Mi pueblo es una campana, mi pueblo es una canción: San Francisco de Quito, de sayal y guitarra.

Jorge Reyes

1- El Gusto de la tierra, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1978.

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INTRODUCCIÓN Por pedido del Lic. Lenin Moreno Garcés, Presidente Constitucional de la República del Ecuador, se emprendió un proyecto cultural que realiza un recorrido por la capital, captando diversas imágenes de calles, casas, elementos decorativos — como trabajos en hierro, madera, piedra y estuco— buscando el nexo que une a la ciudad con el centro de poder. La exposición fotográfica “Paseante” es un primer producto del trabajo conjunto realizado con el fotógrafo Gabriel Ortega, en las mañanas del verano quiteño de 2017, aprovechando la luminosidad que la ciudad ofrece en esa época. Hemos recorrido lugares marginales, sobre todo los que se mantenían aislados por las quebradas de la compleja topografía, con el centro urbano. Con cámara en mano, caminamos por San Blas, La Tola y San Marcos. Estos barrios han sido activos participantes del desarrollo de la vida quiteña, en ellos han crecido: músicos, deportistas, personajes populares, poetas, políticos, intelectuales, a más del tradicional chulla quiteño; personajes que cotidianamente hicieron suya la plaza central, dejando en ella sus vidas, sus memorias y aún, dramáticas mascaradas. El presente catálogo va acompañado de dos deslumbrantes homenajes a la ciudad de la mano del ensayista de fuerte fuste Raúl Andrade y de uno de los mayores poetas

del continente, Jorge Carrera Andrade. Va acompañado además de la vivencia de un tradicional chulla que nos da la perspectiva desde el interior del barrio, el periodista y enamorado de Quito, Marco Chiriboga Villaquirán. Y también cuenta con los textos del mayor conocedor de la ciudad, Alfonso Ortiz Crespo. Un día fotografiábamos la calle León y en una pequeña fotocopiadora, tres hermanos de cierta edad, rememoraban los viejos tiempos del barrio. Uno de ellos dijo: “Yo sé por qué se mató Luis Eduardo Martínez Cevallos —el emblemático chulla quiteño conocido como el Terrible Martínez—, él fue quien disparó a la muchedumbre velasquista en la concentración de la Alameda, cuando triunfó el caudillo Velasco Ibarra e iba rumbo directo al Palacio de Gobierno”. Las investigaciones avanzaron y el Terrible presintió el final de sus días en una oscura mazmorra, entonces, fiel a su designio y a su vocación de chulla, prefirió un patético final. Un 13 de junio de 1960, a las doce del día —hora en que todo Quito estaba presente en la Plaza Grande— en el interior de la prestigiosa joyería y armería del señor Castro, apuntó su cien con un arma y tiró del gatillo. Completando la elipsis de “el toleño” apasionado militante que pone fin a su vida, quizá la encarnación más auténtica del chulla quiteño, en este medular espacio del poder desde donde se traza la ciudad. Iván Cruz Cevallos Diciembre de 2017


ÍNDICE


APRENDIZ DE PASEANTE Aquí estoy, aprendiz de paseante, recogiendo paisajes a la orilla del cielo con mis tristes ojos deslumbrados. ¿Quién echa la cometa de la mañana desde el otro lado de las montañas? ¿Acaso el sol es sólo la rodaja de la espuela de oro de los ángeles y el único caballo del establo del cielo es el de Napoleón Bonaparte? ¿Molesta la alegría que izan siempre los niños en los más altos mástiles del grito? Yo, en cambio, estoy contento. Frente a la vida tengo la actitud del caballista con el potro chúcaro, tengo ambiciones, cabello corto, barba, he roto ese retrato de fraile que es mi infancia, soy como deben ser los hombres. El cordel de mi risa sujeta el globo más alto de la noche y mi silencio crece y se difunde hasta cuando los párpados se entornan y me acarician los dedos del recuerdo tan largos como la desesperanza, tan cortos como la resignación. Lo que pienso.

Jorge Reyes

2- El Gusto de la tierra, Casa de la Cultura Ecuatoriano , Quito, 1978.

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LIENZO MURAL DE QUITO EN 1900 Fragmento de “Retablo de una Generación Decapitada”3 Raúl Andrade 4

Imaginaos una aldea de topografía ondulosa y quebrada, hecha como para organizar el tráfico de huracanes helados. Aldea de casas chatas, sobre cuyos tejados uniformes se yerguen campanarios desafiantes que taladran el cielo con sus agudas cúpulas y el alma de las gentes con el tañido lúgubre y ronco de las campanas. Por los muros desconchados y grises, trepa la hiedra y se derrumba el cansancio. De los viejos aleros claudicantes cae una pertinaz garúa de tedio que va a formar una verdosa ciénega de angustia. En las esquinas de las calles que por las noches intentan alumbrar farolones de vidrios rotos a pedradas, resuenan voces aguardentosas y profundos lamentos de guitarras. Todo es tranquilo, medioeval, provinciano. En voz baja y medrosa las abuelas relatan desvaídas leyendas. El fusilamiento de Maldonado; los asaltos camineros del Frías, bandolero sentimental, y de la Manta Negra; y aquella final pirueta de don Gabriel, devoto y sangriento azote, bajo la cuchilla de Rayo, surgen de la tiniebla y cobran plasticidad al vacilante resplandor de velones de sebo. Por las callejuelas centrales golpean los cascos rítmicos, acompasados y tenaces, de caballos que arrastran victorias y landós dirigidos por cocheros de chistera de alta copa y levita cruzada. Sobre asientos mullidos los petimetres procuran mantenerse en equilibrio digno para poder copiar las actitudes caras al tercer cuarto del siglo XIX. Los caballos, los coches y los cocheros, son negros, lustrosos y enhiestos. Ruedan sobre las calles, desparramando una alegría ostentosa, metálica y restallante.

3- Revista de la Escuela de Bellas Artes, N° 7, julio de 1940, pp. 28-30. 4- (Quito, 1905-1981) Ensayista, periodista y dramaturgo.

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Las mujeres —recatadas y melancólicas mujeres de aquel tiempo— atisban con timidez, tras de la malla del visillo, el pasar desdeñoso de los coches... Para, luego de un hondo suspiro delator, reemprender él bordado interminable en el telar de su esperanza: Las casas son ventrudas, los tejados musgosos, las ventanas de reja. Pero éstas, son floridas y allí repasan los canarios su dorado silbido. El sol se almacena en grandes patios cuadrados y el agua de la lluvia para el preciso menester doméstico, es recogida en pesadas pailas de cobre.

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Después de la primera misa, en la mañana fresca aún, de ventanal a ventanal —y mientras las domésticas sacuden las alfombras y vuelcan sobre el transeúnte el contenido de los floreros de los oratorios— se instala una tertulia de vecindad. Matronas circunferenciales y honestas —abominable olor de santidad— se dejan escarbar las abundantes cabelleras por azafatas de confianza. Las muchachas llevan vestidos largos, tienen menudos pies y talles lánguidos, los bustos desafiantes —dentro de sus corazas barbas de ballena— los ojos, negros y los labios húmedos. Portan enormes moñas o breves rizos nerviosos se agitan como alamares sobre las gargantas morenas. Comentan el sermón del orador religioso de moda, con un fervor que vuelve ardientes sus pupilas bajo la visera de las pestañas. Un fervor semejante al que, hoy, muchachas de belleza químicamente pura, ponen al comentar la osamenta de orangután de cualquier astro de la pantalla. Por entonces el artificio es un recurso inédito. No hay uñas rojas, ni cejas de finura inverosímil,

ni cabelleras rubias al oxígeno. Sobre el busto ceñido por costosa manta de seda, apenas si vuelcan unas gotas de modesta y dulzona “agua de kananga”. Mr. Guerlain y Mr. Coty son autores desconocidos. Una mujer “en cuerpo”, como suele decirse, tocada, con aquellos descomunales sombreros, empenachados de caprichosos plumajines y una boa de piel caída sobre los hombros —por Dios!— provocaría el amotinamiento de las beatas para deleite del cazador furtivo de sonrisas. Por ello, el coche es elemento indispensable. Y es que, a pesar de la gracia alada que ponen las mujeres en recoger la punta de la saya mientras llevan en equilibrio la sombrilla de encajes, hay que imaginarse también el deslizarse de un traje de cola, sobre las piedras ásperas y menudas, tapizadas de desperdicios. A hurtadillas, en vigilias desmesuradas y a la luz de bujías de estearina, siguen el itinerario doliente de “María” o el Jorobado de Lagardere y amanecen sus párpados enrojecidos suavemente. Los pudibundos autores permitidos por el confesor familiar exasperan el fastidio de los días sin fin o suplen con ventaja a los hipnóticos. En el pueblo hay un consumo inmoderado de siesta. Festines preferidos —por los demás, los únicos— constituyen la misa mañanera y las retretas de domingo. A las visitas es preciso llevar finos pañuelos de batista para depositar, al disimulo, los bostezos. La noche de retreta se anticipa la hora del yantar. Las burguesas, con arcaicos sombreros, mantas de terciopelo o seda y zapatos de tacón ancho, marchan disciplinadas y uniformes vigiladas por la mirada paternal. Luego sigue


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la gente de servicio. Disimulados en la sombra y a cautelosa distancia, vienen los pretendientes suspirantes. En la “plaza grande” con paso mecanizado y ritual, al ritmo de “El Trovador” o “Rigoletto” —música ultrarrefinada que hace un montón de tiempo y a lomo de mula introdujera cierta intrépida compañía de cantantes napolitanos— se gira en torno a un obelisco de granito, por cuyos escalones trata de huir un león de bronce de fauces condenadas al bostezo sin fin. La ronda nocturna concluye en la refresquería de la “parda” Teresa, frente a un charol de quesadillas y sendas raciones de helados.


El pueblo, al parecer, lo forma un solo barrio. Del Tejar a la Tola, de San Sebastián a San Blas —sus cuatro puntos cardinales— las noticias ruedan de boca en boca .y se filtran por las rendijas de viejos portones inmutables, claveteados de orinecidos herrajes. La gaceta — como llaman las cocineras a los diarios— no tienen razón de ser y apenas sirve para envolver vituallas en las pulperías o, como ahora, para otros inconfesables menesteres.

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Poco tiempo atrás ha llegado la primera locomotora rechinante. La pilotean rubios gringos que fuman su aromado tabaco en cortas pipas de brezo y apuran grandes vasos de raras bebidas ardientes. El carpintero José y el zapatero Simón, pasan en sus talleres la jornada, silbando aires serranos, interrumpidos sólo por el batir de alas y el canto de guerra de los gallos de riña. En compañía de sus mujeres —la comadre Tomasa y la vecina Clara— salen las tardes de domingo, guitarra bajo el brazo y una cantimplora de caña, rumbo al límite urbano, tradicional ejido verde y rumoroso. Vieron llegar de lejos con supersticioso silencio y hondo temor informe, a la locomotora reluciente. Su instinto les hizo adivinar a un enemigo oculto en las calderas. Que acechaba la oportunidad para engullir la tranquilidad pueblerina, aderezada de tradición y de costumbres patriarcales.

Un día —heraldo encarnado de la catástrofe— surge por las calles del pueblo un extraño armatoste elefantiástico de vivo color brillante que ocupa todo el ancho de la vía. Y de manera milagrosa o diabólica,

sin que ninguna fuerza visible le de impulso, rueda sobre macizos discos, trepidante, estridente, entre grandes bocanadas de humo, emitiendo guturales aullidos de fiera


en libertad. Las gentes se sobrecogen de espanto. Se paraliza el tránsito raquítico. Las viejecitas beatas y las robustas cocineras, que en apiñados grupos departen bajo el sol de la mañana, huyen empavorecidas, persignándose de prisa y mascullando plegarias a la Virgen de las Mercedes, a la Santísima Trinidad y a otras personalidades de buen ver e influencia en la Corte Celestial, mientras se precipitan en los raros zaguanes entreabiertos. Se diría la visión profética del Apocalipsis del Apóstol San Juan. Alguna viejecita muere de espanto. Es que ha hecho su aparición el primer automóvil. Un automóvil antediluviano y cavernícola. El terror es, pues, justo. Por lo demás, muy semejante al que podría provocar, en Londres, la repentina aparición de un ictiosaurio cabalgado por los señores Hitler y Mussolini, con acompañamiento de gases ponzoñosos. El pueblo se conmueve desde sus bases. En los púlpitos, tal vez se clama contra el advenimiento de la barbarie. Pero, no se ha inventado aún el comunismo, epíteto que justifica todas las estupideces. De los claustros familiares, las mujeres — mujeres al fin— se precipitan a los balcones rompiendo la clausura monástica. Ya nadie pasa tranquilo en el resto del día. Se suceden las riñas, los desmayos, las crisis nerviosas. Por primera vez el carpintero José y el zapatero Simón abandonan temprano sus talleres y, en el estanco de la esquina, se demoran hasta casi las nueve de la noche, bebiendo caña clara y jugando a las cartas. Y. por primera vez, al regresar a sus hogares, golpean a sus mujeres.

Pocos días más tarde el pueblo sufre otro sacudimiento dramático. Se ha cometido el primer crimen pasional. Las comadres se convierten en otras tantas ediciones extraordinarias del periódico oral. Y es que, tras las primeras revelaciones, el pueblo ha dejado de ser adolescente impúber, para convertirse en ciudad. .

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LA AMISTAD DEL PATIO La única amistad que tengo es la del patio de la casa. La calle estrecha y clara, entrañada en mi vida pero ajena, no tiene esta ternura de ventana en el cielo donde secar la ropa blanca y poner unos tiestos y colgar aun sin pájaro una jaula. No cabe el cielo en el patio Y se derrama en la calle.

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Todo el día miro el patio y recuerdo a la abuela que en las tardes con voz turbia me decía cuentos. Sólo le falta al patio una guitarra y aunque no tiene rondas yo lo pueblo de mi alegría de chiquillo montado en un carrizo. Lo único que siento es que cuando muera tal vez no encontraré otro patio donde se pase todo el cielo.

Jorge Reyes

5- El Gusto de la tierra, Casa de la Cultura Ecuatoriano, Quito, 1978.

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QUITO, CAPITAL DE LAS NUBES MEMORIA DE LA PIEDRA 6

Jorge Carrera Andrade 7

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6- “Ecuador”, Boletín de la Embajada del Ecuador. Madrid, septiembre-octubre de 1954 Año II núms. 7-8. 7- (Quito 1903-1978). Escritor y poeta.


La piedra no olvida nunca. Ya sea que hable al viandante, en voz baja y confidencial, con sus inscripciones y relieves, o ya que se envuelva en una parda mudez, su polvo gris tiene la sutil melancolía del recuerdo. La piedra rememora hasta los menores detalles, y es por eso una fiel aliada de la historia. La piedra está allí para que la historia no se equivoque, y anota oportunamente fechas, nombres y lugares. Hay una especie de inteligencia de la piedra, una probidad de la piedra que da fe, de la piedra cronista y escribana de una misteriosa e inmortal notaría. De allí esa impresión inquietante que el viajero experimenta en Quito, como si se hallara rodeado de testigos. En los atrios de los templos, en los patios, en las fachadas de las casas solariegas se escucha un leve rumor de labios que murmuran. Por las aceras desiertas en la noche se pierde un ruido de pasos y unas extrañas siluetas de embozados se estampan sobre los muros. Son las piedras que recuerdan y evocan sus fantasmas de otras edades. Es la ciudad pétrea que sueña y reza, en medio de sus torres solemnes como monjes encapuchados. Quito tiene mucho que recordar, y por eso parece pensativa y absorta aun en las horas del día. Recorrer los templos quiteños es hacer un viaje a la Edad Media y al Renacimiento a un mismo tiempo. Las arquitecturas coloniales se animan con una vida sobrenatural en la que palpita la emoción mística, unida al más extraordinario y delirante fervor artístico. Delirante y febril es, en efecto, la sinfonía pétrea de San Francisco, la iglesia de la Compañía, San

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Agustín, la Catedral, Santo Domingo, Santa Catalina, el Carmen, la basílica Mercedaria y otros santuarios, iglesias y capillas desparramados por toda la extensión de la ciudad. Las pomposas columnas retorcidas, los artesonados y cúpulas de indudable linaje árabe, los arcos, molduras y arquivoltas mudéjares, los retablos barrocos, la azulejería andaluza evocan la grandeza de otros siglos y el formidable aporte de Quito al arte universal.

En Quito encontró la realización más esplendorosa la arquitectura mudéjar y se fundió, por primera vez, el barroco arábigo andaluz con la técnica escultórica de los indios, originándose un arte americano de proporciones excelsas. Los arquitectos, escultores, artífices, pintores y alarifes coloniales unieron sus esfuerzos y sus manos para hacer florecer entre los riscos de los Andes un jardín de cúpulas y torres, hermosas hasta aparecer irreales. Bajo esas


cúpulas resonaron los coros religiosos y los himnos de los días memorables, y de esas torres partieron las campanadas—y a veces los disparos—en las horas supremas de la vida de la ciudad. La influencia del barroco andaluz y del arte oriental no sólo se hace palpable en los templos sino también en la arquitectura civil. Las fachadas austeras ocultan a los ojos del pasajero los deleitosos patios moriscos, grandes y repletos de sombra y de sosiego, como vastos depósitos de cielo, con pórticos y columnas, rodeados de corredores y galerías. U n a antigua y regocijada historia cuenta que un colono quiteño le dijo al arquitecto que le iba a construir su casa: «Hacedme un gran patio, y, si queda sitio, las habitaciones. ”Caracteriza a las casas quiteñas—dice José Gabriel Navarro en su documentado y valioso libro Artes Plásticas Ecuatorianas — una composición muy uniforme en sus fachadas: arriba destácanse las ventanas con balaustradas de madera, de ascendencia persa, bajo un gran alero sostenido por canecillos, entre dos fajas verticales que forman el recuadro, y abajo, una puerta como postigo; composición genuina de todas las fachadas mudéjares, que sólo se diferencian, como en lo morisco, por su mayor o menor riqueza. Nada más moruno que los aleros: son elementos característicos de la arquitectura árabeespañola del Magreb... Y luego, ¿qué cosa más árabe que el blanqueado y policromía de nuestras casas, los pilares de madera con sus zapatas, el uso del ladrillo vidriado verde en las azoteas, las puertas pintadas, las

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alacenas en los muros de las habitaciones y las paredes interiores falsas llamadas « bareque»? Mas a esta justa evocación hay que añadir también el sello español medieval en los escudos de piedra sobre los grandes portalones y en los pretiles señoriales, y cierto primor ornamental indígena que se extiende y desenvuelve sobre la madera y la piedra, asomando ya en forma de una greca maravillosa, o ya de un ave estilizada, o del ojo melancólico de algún animalito inocente.


SOMBRAS DE CABALLEROS Y FRAILES. ¡Monasterio de San Francisco! En sus patios y jardines renacentistas, las fuentes de piedra, enguirnaldadas de flores, dejan caer plácidamente sus sílabas de agua que escucha con éxtasis el colibrí, clavado en el aire como un fúlgido y breve dardo vibrador. Los siglos XVI y XVII viven aún y parecen vagar por las galerías y los claustros, suspirando entre las columnas dóricas, que se alinean hasta perderse de vista. En las huertas del convento va a morir la marca celeste de las campanas que descienden, en oleadas sucesivas, desde las torres severas, encapuchadas de melancolía. 16

El atrio medieval se anima. Las rejas de hierro de la portería se abren y en la sala de piedra aparece la sombra contrahecha de Rodrigo de Salazar, caballero toledano, cuya espada está teñida aún con la sangre del Gobernador Puelles, amigo de Francisco Pizarro. Desventurado Salazar! Su hijo vistió el hábito franciscano; sus encomiendas resultaron confiscadas por la Audiencia de Quito; sus tierras fueron cubiertas de sal y se echó ceniza sobre su memoria. El caballero baja cojeando por el pretil. A su lado camina la sombra de Fray Jodoco Ricke, fundador del monasterio y antiguo capellán de Carlos V. En sus manos se ve una redoma de barro, llena de las primeras semillas de trigo que se sembraron en tierra americana. Los pájaros se acercan a picotear las semillas y luego vuelan hacia un extremo de la plaza, donde

se bambolea chirriando una jaula de hierro que contiene una extraña ave gris. Mirando de cerca se descubre la superchería: lo que está dentro de la jaula es una cabeza humana, cortada por orden del poderoso señor don Gonzalo Pizarro, Gobernador del Reino de Quito. Las campanadas se expanden con una misteriosa resonancia bélica, semejante al golpe del hierro sobre una armadura. ¿Qué campanas son éstas? Son las de la iglesia del Belén, que anuncian un magno acontecimiento: el gran capitán Gonzalo Pizarro, rodeado de sus hombres de armas y seguido de un séquito de tres mil indios y de varios centenares de acémilas, se apresta a salir de la muy noble y leal ciudad con el firme propósito de descubrir el país de la Canela y la Tierra de las Amazonas. Meses después, unos fantasmas andrajosos y macilentos — los sobrevivientes de la expedición heroica — vendrán a arrodillarse ante el mismo altar parpadeante de cirios lagrimosos donde se dijo un día del siglo XVI la primera misa, celebrada ante el asombro de los aborígenes adoradores del sol. Por el atrio de la Catedral resuenan unos disparos de arcabuz mientras las campanas tocan a rebato. En la plaza Mayor se congregan los vecinos armados, dando gritos contra la Real Audiencia. Hacen rodar sobre las piedras un cañón desvencijado. Les salen al encuentro los nobles jovenzuelos del colegio de San Luis con sus capas cortas y sus espadines. De pronto, hay un movimiento de pavor entre los apiñados personajes de esta cándida y viviente


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tapicería: El cañón ya a disparar! El cañón dispara con gran estruendo... En el silencio impresionante se oyen unos gemidos que conmueven hasta las piedras. Dos soldados heridos de muerte se retuercen en el atrio... La causa del pueblo ha triunfado y al día siguiente habrá una misa de acción de gracias en la Catedral y, en la noche, iluminación de candilejas en las adustas y pardas fachadas de las principales iglesias, capillas y santuarios de la ciudad.

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Caballeros y frailes... En el Arco de la Reina el eco repite aún la voz y las pisadas graves de Hernando de Santillán, fundador del hospital y de la capilla. San Sebastián, San Blas, San Roque: las figuras entecas de estos santos, cubiertos de brocados, relucen en los retablos de sus propios templos. En la capilla de San Juan de Letrán—dicen las buenas gentes que saben de las cosas ultraterrenas — habita la sombra del noble capitán don Diego de Sandoval, el piadoso, que en la vida contó tantas y sabrosas anécdotas de sus campañas en México y Guatemala. A veces, el agua que corre hasta el monasterio de Santa Catalina, detiene su paso y se queda como viendo visiones: no hay duda que allí ha flameado por un momento la capa de don Lorenzo de Cepeda, el alcalde-poeta que regaló sus dineros a su ilustre hermana, Santa Teresa de Jesús, para sus fundaciones en la ciudad de Ávila. Desde que empieza a oscurecer, un rumor de sillas arrastradas sobre el sonoro piso de madera interrumpe la calma de las naves de la iglesia de San Agustín. Los transeúntes que suben por la calle de las Escribanías

apresuran el paso medrosamente, pues saben que el «Cucurucho», o sea el fantasma del monje encapuchado, está haciendo de las suyas. Y qué hermosas esas sillas espectrales entre las que suele esconderse el Encapuchado! «Pocas veces la elegante y rica ornamentación renacentista —dice Navarro — ha logrado adquirir en América mayor encanto que en estos muebles íntegramente calados a manera de encaje. La perfecta ejecución de sus admirables motivos decorativos florales se deja notar en esta sillería aún más que en otros objetos de talla, porque dicho mobiliario no se halla estucado ni dorado, lo que permite apreciar los más delicados detalles rebelados por la gubia hábil e inteligentemente conducida.» Durante siglos, en el Arco de Santo Domingo, delante de la hornacina de piedra, arde la misma lamparilla de aceite que abrió su


pupila en el amanecer de la Colonia. La devoción de los fieles no la ha dejado apagarse nunca. Junto a ella—un día— se marcó la mano ensangrentada de un caballero, atravesado de parte a parte por la espada de su rival. Otro día resonaron bajo la adusta bóveda los tumultos populares que presagiaban la Independencia. ¡Rebelión de los Estancos, Revolución de las Alcabalas! Se puede afirmar que el corazón del pueblo de Quito latía, en esos tiempos, bajo el seno de piedra de los Mesones de Santo Domingo y la oscura garganta de la calle de La Ronda, misteriosa como un túnel y escoltada de casonas con patios espaciosos. ¡La Ronda, con sus zaguanes claveteados de menudos huesos dorados y sus cantinas humosas, estremecidas de guitarras! Mas este aliento mundanal no llega al presbiterio dominicano, donde, entre una floración de preciosas pinturas quiteñas, italianas y españolas, sonríe levemente en su nicho de madera la Sevillana Virgen del Rosario, regalada por Carlos V a la ciudad de Quito.

Los nueve Cardenales de la Compañía de Jesús miran a la muchedumbre pecadora desde la cúpula de la iglesia edificada por los jesuitas en el siglo XVIII. En la nave central, a su turno, se alinean los famosos lienzos de los Profetas, pintados por Gorívar. Las lacerías persas y árabes que decoran magníficamente las bóvedas están inspiradas — según la autorizada opinión de Navarro—en la escritura cúfica de la antigüedad clásica de los mahometanos, pudiendo decirse que esos trazos decorativos recuerdan las poesías, aleluya y suras del Corán impresas en las mezquitas musulmanas, o los elogios a la magnificencia de los sultanes en los palacios de la Alhambra. ¡Esplendorosa basílica de la Merced, iglesia del Carmen, austero y sepulcral convento de San Diego, Recoleta del Tejar—refugio meditativo y azul de la Cuaresma—, templo de Santa Clara, capilla del Sagrario, capilla de Santa Bárbara...! ¡Maravillosas fábricas de la fe, del arte y del sueño! ¡Imponentes gritos de piedad hacia la eternidad! En sus maderas y piedras esculpidas se retuerce la angustia humana, buscando algo más allá de la tierra y de la muerte.

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LLUVIA Y SOL EN LOS PATIOS Mientras toda la sombra se acumula en las iglesias y claustros, el sol reina gloriosamente en los patios quiteños. Estos patios, a veces con flores y árboles, con algo de jardín y de huerta, recuerdan la arquitectura conventual; pero su luminosidad evoca también la alegre y soleada atmósfera de los patios andaluces. Desde la calle se ven esos inmensos estanques de luz solar y de aire tonificante y azul, proveniente de la Cordillera.

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En el zaguán empedrado resuenan las pisadas de caballos y de mulas que resoplan bajo su pesada carga de mazorcas de maíz, frutas y legumbres, raspaduras y quesos envueltos en hojas. Es el producto de las haciendas. Su llegada turba la quietud de los moradores de la casa. Indios e indias penetran al patio conduciendo las caballerías y, una vez acomodada la carga en la repleta despensa, se sientan sobre las frías piedras a descansar de la penosa caminata. Los vestidos indígenas, espesos y multicolores, animan las grises pilastras y los corredores monásticos como sueños: es la realidad de la Ciudad de los Templos, que es, al mismo tiempo, la Ciudad de los Pies Desnudos. Quito, la «ciudad de los pies desnudos»— como la ha llamado con certera metáfora una inteligente dama venezolana—, ha hecho todo lo posible por calzarse, en ciertas tentativas que se han calificado de «revoluciones». Dos de estas últimas

tentativas se efectuaron en 1925 y en 1944: la Revolución de Julio y la Revolución de Mayo, las dos traicionadas al poco tiempo. Los indios se quedaron sin calzado; mas los patios de las casas quiteñas siguieron recibiendo el tributo generoso de la tierra, las cosechas de las haciendas trabajadas por su manos. Hay patios mudos y silenciosos como tumba, patios suntuosos y soñadores, patios que detienen con su gran grito de luz al viandante. De estos últimos es el de la Casa del Toro, en cuyo zaguán relumbran unos hermosos frescos murales donde el color de la sangre se junta al del oro de Indias. En el patio de la Casa de la Inquisición, desmantelado y melancólico, el polvo parece haber tomado posesión final de todas las cosas. Es un polvo pardo y oliente a vejez, como escapado de los expedientes apolillados y de las cenizas de los herejes condenados por el Santo Oficio. Ahora sólo unos cuentos jumentos se revuelven entre las pilastras o parecen meditar sobre la dureza y aridez de la vida terrenal. Hay el patio del Palacio del Arzobispo, el patio de la casa de los Marqueses de Maenza, el de la casa donde se hospedó Humboldt, el de la lujosa morada del Barón de Carondelet, fundador de New Orleans. Patios donde soñaron gobernantes, santos, potentados y filósofos... El patio donde los geodestas franceses contemplaron en todo su esplendor el sol ecuatorial; el patio donde el doctor Espejo solía cavilar acerca de la libertad de su pueblo; el patio donde el Padre Aguirre atrapaba los alados insectos de oro de s u s metáforas — que hubiera amado Góngora—o donde Juan Montalvo


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departía con Julio Zaldumbide acerca del clasicismo y del arte barroco. Patios que se ensombrecen y adquieren la adustez de un rostro monacal detrás de los visillos de la lluvia. Los patios y los templos dialogan cuando llueve y los pararrayos de las torres protegen a las casas del contorno. Los patios, que triunfan con el sol, se baten en retirada bajo el aguacero y las iglesias ganan la batalla. Los relámpagos despiertan a algunas campanas que empiezan a doblar a muerto. Santa Bárbara sale, quemando romero, a luchar contra el rayo. La Catedral, la Basílica, las iglesias, capillas y santuarios enderezan su gran cuerpo gris en medio de las inmensas sábanas pardas y ondulantes de la lluvia y tratan de convencer a los habitantes de Quito de que la fe religiosa es la sola vía de salvación para alcanzar la vida eterna. Con las últimas gotas de agua, empieza a sonar tímidamente una campanita lejana en alguna capilla de barrio, y todos los vecinos se apresuran a acudir a ese llamado ultraterreno. Más, al día siguiente, otra vez vuelve a lucir el sol en los patios.

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En La Plaza EspaĂąa resalta el edificio conocido como El CalĂŠ de Queso por su esbeltez


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PASEO DE LA ALAMEDA

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Ya no se ven las hojas. En las ramas de sombra Lloran sin fin las tórtolas. Ya no se oyen las alas. Guardada por las ranas la soledad descansa. El agua bajo el puente toda su plata vierte en moneda corriente. Se embarca en la canoa la luna profesora con su escuela de sombras. ¿Llora un niño? Es la noche desnuda de colores que gime en el islote. Paseo imaginario: Te recorren los pasos de los muertos amados.

Jorge Carrera Andrade

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Obra poética, Ediciones Acuario, Quito, 2002.

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LA PARROQUIA DE SAN BLAS Alfonso Ortiz Crespo 9

San Blas es la parroquia colonial de la periferia de Quito establecida, como la de San Sebastián, el 17 de octubre de 1568 en acatamiento a la disposición del rey Felipe II emitida en 1565, por la cual ordenaba a las autoridades civiles y eclesiásticas, se realizara la distribución de parroquias y doctrinas entre el clero secular y regular. La nueva parroquia se puso bajo el amparo de San Blas, Obispo de Sebaste en Armenia, a quien se lo invocaba contra las enfermedades de la garganta y patrón de los cardadores de lana, de los fabricantes de peines y de los pastores. La más temprana referencia a la iglesia data de 1572 y en ella se dice que sus muros son de tapias y la cubierta pajiza. Al igual que San Sebastián, esta parroquia tuvo mayoritariamente una feligresía indígena y se levantó en los límites de la villa, en el sitio para la reunión de la población dispersa de Iñaquito, junto a la salida norte de Quito, donde se bifurcaban los caminos hacia Esmeraldas y el norte (PastoPopayánSanta FeCartagena de Indias) y por Guápulo, hacia el Quinche y el Oriente (Quijos). El primer cura de San Blas fue Diego Lobato de Sosa, mestizo quiteño de enorme valía como sacerdote y músico, pues fue organista de la Catedral.

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Al norte de San Blas y vinculado por una ancha calle, empedrada en la segunda mitad del siglo XVIII, se ubicaba el “Potrero del Rey” convertido, hacia 1790, en el paseo público de La Alameda por el Presidente Villalengua, quien además mandó a construir algunas fuentes públicas de piedra en la ciudad y una en forma de cascada en San Blas, desparecida hace muchísimo tiempo.

9- (Quito 1948). Arquitecto y editor.


Según José Gabriel Navarro ésta es la iglesia parroquial más antigua de Quito. Sus muros de adobes tienen la particularidad de haberse construido en forma piramidal, es decir, la base más ancha que la cima. Si bien ha sufrido algunos cambios en el transcurso del último siglo por intervenciones que “mejoraron” su imagen, aun conserva las líneas primitivas. De una sola nave, orientada de este a oeste, se cubre a dos aguas con teja de barro cocido tradicional. El área del presbiterio tiene una cubierta más alta a cuatro aguas y el muro testero recto, cubierto el espacio posterior también a dos aguas. La puerta de ingreso, en arco de medio punto, se inserta en una portada de piedra llana, flanqueada por columnas sobre pedestal y rematada con un frontón triangular. En el ángulo norte se levanta el volumen prismático del campanario de dos cuerpos; el superior, que aloja las campanas con vanos en arco, se remata con una pirámide revestida de tejuelo. En el mismo costado, a mitad de la nave, se abría la puerta -hoy tapiada- de acceso al cementerio parroquial, aun en uso a inicios del siglo XX y cuya cruz, fechada en 1620, fuera trasladada en 1937 a la parroquia de La Magdalena, cuando se había dejado de utilizar el camposanto y se habían derrocado las tapias que lo circundaban, utilizándose esa área con diversas construcciones para alojar un mercado de baratijas. A finales del siglo XIX, en la zona delantera de la iglesia, dejando libre un acceso hacia ella, la Municipalidad construyó una plataforma para “plaza del mercado”, que tradicionalmente abastecía de frutas a la ciudad. En el año 1905 se convocó a una

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licitación para la construcción de un edificio que protegiera las actividades comerciales, resultando triunfadora la propuesta de la compañía L. Durini & Hijos, conformada por Lorenzo Durini y sus hijos Francisco y Pedro. El mercado, con muros de mampostería y cubierta de hierro y madera, tenía 30 por 12 metros y se dispuso junto a la iglesia, por delante de ella, hacia el norte, a lo largo de la calle Pedro Fermín Cevallos, inaugurándose el 5 de diciembre de 1906.

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Ya en esta primera década del siglo veinte, el relleno de la quebrada del Itchimbía había avanzado lo suficiente, como para crear una calle más o menos paralela a la calle Juan Pío Montúfar, que fue bautizada por el Municipio como Pedro Fermín Cevallos, en honor al ilustre historiador ambateño fallecido en el año 1893. El relleno también facilitó el acceso a la parte baja de la loma del Itchimbía, acelerándose su ocupación y creciendo rápidamente el barrio de La Tola, por su cercanía al centro de la ciudad. El antecedente más remoto de este tradicional barrio fue un pequeño asentamiento en el extremo sur, que a finales de la época colonial se identifica en el plano de 1810 como “Barrio de Hichinvía”. La informe plaza de San Blas, resultado del encuentro de las calles Guayaquil, Montúfar y Pedro Fermín Cevallos, recibió a principios del siglo veinte edificaciones de mayor volumen y calidad arquitectónica. Entre estas, se destacaba nítidamente el Calé de queso, resultado de la ocupación de un solar de forma aguda en el encuentro de las calles Montúfar y Guayaquil. Era común entre los quiteños, al adquirir alimentos, no pedirlos por su peso o por unidades, sino por su

equivalente en dinero. Así, un “calé de queso” equivalía a una porción de queso redondo, en forma de cuña, de aproximadamente un octavo de la circunferencia. El característico y tradicional ingenio de los quiteños para bautizar a personas, calles y edificios de la capital con los más variados y divertidos nombres, se manifiesta una vez más en esta casa que por un siglo ha llevado este peculiar sobrenombre. El “calé” era la moneda de dos y medio centavos de sucre que se usó en el Ecuador desde 1917 hasta 1937, año en que fue suprimida su circulación por el Presidente Federico Páez. El “Calé de queso” debió construirse en la época en que apreció esta moneda. Es vivienda en las tres plantas superiores y comercio en la planta baja. El edificio original contrastaba por su esbeltez con el entorno chato de la época. Otra llamativa obra fue la casa llamada La Rotonda, diseñada y construida por el arquitecto italiano Giacomo Radiconcini en la esquina de las calles Caldas y P. F. Cevallos, hoy desparecida, al igual que el Coliseum, construido en 1921 por el arquitecto Luis Felipe Donoso Barba. Para esta época, la Municipalidad llamaba al espacio público delante de la iglesia de San Blas y del mercado Plaza España. El Coliseum, ocupaba un amplio solar entre las calles P. F. Cevallos y Montúfar, en el lado sur de la plaza, que por el oriente compartía con una serie de tiendas en mediagua. Este edificio era, en definitiva, un gran espacio libre cubierto por una estructura metálica de gran luz, protegido por una crujía delantera de fábrica, con una fachada potente, rematada con dos volúmenes laterales cubiertos con mansardas. Su presencia era importante en


la plaza y al ingreso de la ciudad vieja, pues se lo veía desde varias cuadras de distancia, al entrar desde el norte. El propósito inicial del Coliseum fue el de usarlo como pista de patinaje, salón de bailes en época de Inocentes, y banquetes, pero con estas actividades duró poco, pues cuando el gobierno resolvió dotar a la Biblioteca Nacional de un nuevo local a través de un concurso público, este edificio fue escogido y pasó a ser ocupado en abril de 1922 por medio siglo, trasladándose al antiguo local del Banco Central, junto a la iglesia de la Compañía de Jesús. Por su parte, el mercado de San Blas sirvió hasta fines de la década de 1940, pues al sufrir un grave incendio, fue abandonado. Al verse privados de sus espacios de ventas, los comerciantes se vieron obligados a expender sus productos de manera precaria, unos en la plaza Marín y otros en los alrededores del antiguo camal, en la zona de la intersección de las calles Manabí y P. F. Cevallos, pues el camal se había trasladado a Chiriacu. Estas circunstancias obligaron a la Municipalidad a acelerar la construcción del Mercado Central que se levantó en el mismo sitio del antiguo camal republicano, que había sido construido en época garciana, en sustitución de las carnicerías coloniales que se encontraban junto a lo que hoy es la plaza del Teatro. El Mercado Central fue inaugurado en 1952. Más amplio y mejor dotado, se construyó con el apoyo de los propios vendedores que se organizaron en mingas para su puesta en funcionamiento. Al año siguiente, al sur de su emplazamiento se inauguró una instalación

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deportiva cubierta, bajo la denominación de Coliseo s. A., con una amplia estructura metálica que alberga a unos 8000 espectadores en los graderíos, y que es hasta la actualidad el espacio preferido para los juegos de básquet y volibol.

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A partir de las obras viales para crear la avenida Pichincha, se produjeron serias alteraciones en el sector de San Blas, hacia el sur. La vía buscaba aliviar el intenso tránsito vehicular que llegaba desde el norte al Centro Histórico, por lo que se


resolvió conectar la antigua Plaza España con La Marín, abriendo una vía a través de las casas comprendidas en las manzanas delimitadas por las calles Montúfar y Pedro Fermín Cevallos, desde la calle de El Vergel, hasta la calle Chile. El encontrarse abandonado el edificio que ocupó la Biblioteca Nacional, “afectado en algo más de un metro”, por las obras viales, especialmente por el giro de la calle Montúfar al desembocar en la plaza, llevó a su absurdo derrocamiento, perdiéndose una de las edificaciones más singulares de Quito. Más tarde en el solar vacío se creó un jardín y se colocó el monumento al Hermano Miguel Febres Cordero (1854-1910), originalmente levantado en el parque creado sobre el relleno de la quebrada de El Tejar. La primera piedra de este monumento se había colocado en el año 1938, y luego de un concurso, no exento de polémicas, se optó por el proyecto del artista Antonio Salgado con la colaboración de Luis Mideros. Las esculturas fueron fundidas en bronce en Italia, por la firma Ciocchetti. El parque, ya llamado Hermano Miguel, recibió el monumento, el mismo que recién pudo inaugurarse en el año 1955. Al sufrir el parque la avalancha de vendedores de diversas mercancías desde 1970, la Municipalidad se rindió y entrego el parque a los comerciantes, “rescatando” de la invasión el monumento, trasladándolo, a San Blas. El espacio del antiguo cementerio parroquial, como se dijo, se encontraba ocupado con una serie de construcciones precarias, que fueron despejadas cuando el mercado

de baratijas se trasladó a la antigua Plaza Arenas, propiedad municipal desde 1942 y cedida a la Concentración Deportiva de Pichincha, y destruida por el Municipio para convertirla en mercado popular hacia 1970. En los primeros años de la década de 1980 se ordenó este espacio, convirtiéndolo en una plaza con plataformas escalonadas, muros de contención de hormigón visto y escaleras de vinculación. En el plano inferior, al nivel de la calle, se colocó una fuente de piedra y sobre un pedestal de unos pocos metros la estatua del Arzobispo Federico González Suárez, realizada por Luigi Casadio, originalmente ubicada en la plaza de San Francisco. Cuando la construcción de la nueva Casa Municipal, y la creación de la Plaza Chica, la Municipalidad resolvió trasladar la escultura del ilustre historiador a ese nuevo espacio en 1977. Por último, a inicios del año 2012, en una decisión equivocada, el Instituto Metropolitano de Patrimonio, desmanteló el monumento al Hermano Miguel y las figuras, diseñadas para mostrarse sobre un pedestal, se colocaron directamente sobre el piso en el parque junto a la iglesia, restándole carácter a la obra escultórica inicial y añadiendo, antojadizamente otras imágenes al conjunto desmembrado, que nada tienen que ver con el ilustre y santo educador cuencano.

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NUEVA ORACIÓN POR EL EBANISTA

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Tú, que ibas con tu padre carpintero a la altura, Señor, a cortar las encinas y hacías con tus ojos parpadear los mil ojos diminutos del hacha y con tus tiernas manos llorar a las cortezas, ten piedad por este hombre que hizo plana su vida como una mesa humilde de madera olorosa. No conoció del mundo más que su casa, pobre barco en tierra, y dio su corazón la actitud de una silla en espera de todos los cansancios. 38

Guía Señor, sus pies por los bosques del cielo y hazle encontrar sus muebles de madera más adictos que perros que no enseñan los dientes y olfatean los seres de la noche… En tu celeste fábrica dale para sus manos la garlopa del tiempo y virutas de nubes con aserrín de estrellas.

Jorge Carrera Andrade

10- Obra poética, Ediciones Acuario, Quito, 2002.


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LA TOLA DE MÚSICA, CHULLAS Y DUENDES. Entrevista a Marco Chiriboga Villaquirán11

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“Tengo una modesta teoría sobre el quiteño genéticamente puro —dice sonriendo— habemos muy pocos con, por lo menos, cinco generaciones de ancestros quiteños. No te olvides que ésta ciudad está hecha por chagras”. Y postula que aquella remota mezcla de caras y quitus, “dio como resultado lo que somos: muy pacíficos hasta que perdemos la paciencia. Por eso dictadores y presidentes han caído en Quito”. Marco Chiriboga Villaquirán asegura que se hizo chulla gracias al respeto por otros quiteños de antes, “los que sabían más que yo, los artistas”. Y cuando ellos fueron desapareciendo, ganó su condición “escalón por escalón”. Pero no hay duda de que también lo es por sus propias raíces. Su bisabuelo, Enrique Chiriboga Alvear (“cuando su oficio se consideraba parte de las bellas artes”) fue sastre personal de Eloy Alfaro. A su celebridad contribuyó tanto la obsesión de los quiteños por la elegancia —”Siempre quisimos ser únicos. De ahí la palabra chulla.”— como haber fundado el instituto de oficios Fernández Madrid. ”Cuando las mujeres vivían reducidas a la cocina él les ofreció la oportunidad de convertirse en costureras profesionales, y en el Fernández Madrid se prepararon miles y entre ellas mi propia madre. Al darles un oficio les dio la libertad e hizo que se consideren personas y no esclavas”. “Peleador liberal, fundador de la casa del obrero y del gremio de sastres, fue el primer hombre en la historia sepultado por mujeres. Las quiteñas pasearon su ataúd por toda la ciudad antes de enterrarlo en San Diego”.

11- Archivo personal de Alfonso Ortiz Crespo, entrevista realizada en 2007.


Pero cuánto de su condición de chulla —lo que tiene ésta de imaginación y conocimiento— proviene de su abuelo materno. “Papá Carlos, la persona más importante para mí, era un aventurero: organizó el primer equipo de fútbol femenino del mundo; fue dueño de un circo, el Razore, que perdió al hundirse un barco en el Caribe; y en Colombia, donde tenía muchos amigos, fue partidario de Gaitán. Cuando subió Rojas Pinilla le persiguieron y cayó preso en Buenaventura. Mi padre organizó su rescate y le trajeron al Ecuador por Esmeraldas para esconderlo en lo que hoy es El Carmen. Yo tenía que llevarle las provisiones haciendo tres días a caballo desde Santo Domingo de los Colorados”.

“Mi abuelo fue el hombre más sabio que haya conocido y tenía la voz más hermosa que puedas imaginar, escucharlo era como oír hablar a Dios. Y hablaba de todo, de los sitios donde había estado: en Nicaragua como asesor de Somoza, construyendo ferrocarriles en Centroamérica o trabajando en República Dominicana. Me enseñó teología, filosofía; me hizo leer a los poetas malditos; con él aprendí inglés, y también me enseñó a hablar, porque yo era tartamudo. Lo admiraba pero al mismo tiempo me daba terror. Un día, cuando tenía como dieciséis años, me atreví a mostrarle

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mis poemas. Pasé horas durante la noche fijándome entre las rendijas de caña en su lamparita de kerosén, para ver si los estaba leyendo. Cuando desperté a las seis de la mañana ya había salido a hacer las faenas del campo. Fui al baño y encontré mis poemas cortados y puestos en el clavo que sostenía el papel para limpiarse el trasero. Ese fue mi primer encuentro con la crítica, y esa mañana, sentado en el retrete, decidí matar a mi abuelo. Tomé su escopeta y fui a buscarlo. Lo encontré desbrozando el monte y desde lejos le disparé. Por supuesto no lo alcancé. Entonces se dio la vuelta y gritó: ¡Vergajo, ni para eso sirves! ¡Cuando seas un hombre ven a hablar conmigo! Regresé acholado, tomé mi bolsa y me fui caminando hasta Santo Domingo de los Colorados”. 44

LA FAMILIA DEL BARRIO. “Mi abuelo paterno heredó la profesión de sastre, pero dio un paso más adelante y se volvió industrial. Hizo una enorme fortuna trabajando en Buenos Aires con Evita Perón para la Confederación General de Trabajadores, y trajo gran cantidad de maquinaria. Instaló la primera fábrica industrial en el Ecuador; confeccionaba los uniformes del ejército, los colegios, la policía, la marina. También fue dirigente deportivo y un bohemio total”. “Mi padre heredó igualmente el oficio y para mí eso fue bueno y malo al mismo tiempo. Bueno, porque hizo su fortuna, y malo, porque no tengo recuerdos de mis padres, siempre estaban en la fábrica trabajando. Por eso me aferro tanto a mi barrio, a mis


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amigos, a los niños que conocí, a la gente con la que me crié. Por eso la pasión que siento por La Tola”. En las inmediaciones de ese ámbito familiar Marco Chiriboga Villaquirán descubrió el amor por las palabras: “Mi abuela materna tenía una librería en la Marín e importaba las revistas El Peneca, el Ecran, En Guardia o La Familia. En esa época se

publicaban por capítulos las novelas de grandes autores y mi abuela nos hacía leerlas”. Pero la imaginación no terminaba en las lecturas, porque la realidad de ese pequeño mundo del barrio aparecía tanto o más fantástica.

LA ARISTOCRACIA DE LAS QUEBRADAS.


“Antes la gente rica, la alta sociedad, vivía en casas del Centro, pero cuando Quito comenzó a crecer se desplazaron hacia el Norte. ¿Qué sucedió? Los provincianos llegaban al Centro porque era más fácil encontrar trabajo. Y se fueron formando los barrios bravos: los que buscaban nuevos espacios chocaban con los que ya estábamos allí y defendíamos los nuestros. San Roque, San Marcos, La Tola, se hicieron famosos por la gente brava; ahí tenías que darte de trompadas todos los días. Y dentro del mismo barrio se fueron haciendo pequeños principados que se llamaban jorgas”. “El Quito de los años cuarenta estaba dividido por profundas quebradas; bajo lo que hoy es la avenida Pichincha había una de sesenta o setenta metros de profundidad.12 No sé si recuerdes: de San Blas bajaba la quebrada que separaba a La Tola de otros barrios. Era como vivir en un castillo medieval. Hay gente de La Tola que nunca llegó a la Plaza del Teatro o la Independencia porque eran como ciudades aparte, con sus propios condes, príncipes y princesas. Si alguien se atrevía a venir de fuera se le declaraba la guerra, y cuando íbamos a otros barrios nos pasaba lo mismo. Nada más ir a San Marcos era una tragedia. A mitad de camino te sorprendían los minadores de basura, unos guambras bravísimos. De ahí viene lo de los longos de La Marín, famosos por los puñetes”. — Asumo que esa geografía fragmentada marcó el temperamento de los quiteños, ¿los hizo quizá provincianos dentro de la 12- NE (AOC): típica exageración de un chulla…

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ciudad?

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“Exactamente. Dentro de Quito había provincias. Habrás escuchado que en esta ciudad todo el mundo sostenía que su barrio era la capital de Quito. En Guayaquil no habrás oído nunca decir que el Guasmo es la capital de la ciudad, o la Nueve de Octubre o el Centenario. Guayaquil es Guayaquil. Quito es la única ciudad donde te dicen —sobre todo los que vivimos en el Centro—: mucho gusto, soy quiteño de La Tola, o de San Roque o de Iñaquito. La gente tenía una doble nacionalidad. Hoy todavía se escucha: soy quiteño del Sur o del Centro o del Norte. Sólo aquí se reivindica el ser hasta de una calle: soy quiteño de la Guaragua. Esas identidades se deben a la geografía y topografía de la ciudad”. — Y usted, supongo, es quiteño pero de La Tola. “Soy quiteño de La Tola.”

EL CHULLA HACE SU ENTRADA.

— ¿Cuál es su teoría del ser quiteño? “El hombre es el resultado de la geografía, eso es indudable. Lo ves en los temperamentos de costeños y serranos, y dentro de los serranos, entre los del valle y la montaña. Somos distintos porque nuestra filosofía de la vida es diferente, nuestras necesidades, inclusive físicas, lo son, y eso forma nuestro carácter. “El quiteño enfrenta sus problemas con chistes, no lloramos; en cuanto algo nos duele o nos molesta, una broma era y sigue siendo la manera de enfrentarlo, en unos barrios más que en otros”. — ¿Y eso se ha ido perdiendo? “No. El chulla no ha muerto. No puede morir. Lo que pasa es que ha cambiado de vestidura y ambiente, pero su espíritu es el mismo”. — Es la primera vez que habla del chulla y eso demanda una definición. ¿Quién es el chulla? “El chulla es el resultado de muchos años de


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historia. Comienza con el duende andaluz que llega con los españoles. Luego Quito, antiguamente, estaba apartada de todas las corrientes del comercio y la cultura porque era la única capital mediterránea de América. Vivíamos aislados del mundo; ir a Guayaquil tomaba un mes y medio de camino. La única actividad era la textil y los comerciantes debían viajar al Perú para vender sus géneros. Ni siquiera teníamos moneda. Nuestros problemas eran nuestros y la ciudad estaba obligada a depender de sí misma. Todo debía resolverse a través del ingenio, no había otra manera de sobrevivir. Y cuando vives del ingenio te rodeas de misterio porque no puedes revelar todos tus secretos.

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“Un atributo de los quiteños, no sé si virtud o defecto, es que somos acholados porque siempre tenemos algo que esconder. Aquí todo es a medias. Nunca se dice toda la verdad, se cuenta la mitad de las cosas. Y tanto misterio se fue haciendo ancestral y genético”.

EL CHULLA EUGENIO ESPEJO. En el mismo universo de tiempo y espacio conviven recuerdos y sueños, historias y duendes, si se le requiere a Marco Chiriboga Villaquirán hablar de quiénes marcaron su espíritu. Por eso salta de Papá Carlos a Eugenio Espejo, cuanto más legendario y distante más vivo en su evocación. Recuerda que lo descubrió como editor de libros, preparando su

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biografía. “Comencé a investigar y me encontré con la magnitud de ese hombre. Viví durante años día y noche con él, con su familia, caminando sus calles, leyendo sus libros”. Su exhaustiva investigación se convertiría en una extensa obra: Vida, Pasión y Muerte de Eugenio Espejo. “Como te decía, el espíritu quiteño se va haciendo a través del misterio, y esa fuerza espiritual para sobrevivir llegó a su punto máximo con Espejo, para mí, el primer gran chulla quiteño. Su vida contradice la creencia de que era un indio pobre. En verdad su padre fue el cirujano más importante de Quito y el Ecuador. Como tal ganó mucho dinero, pudo comprar una de las mejores casas de la ciudad y proveer a sus hijos de la mejor educación. Su biblioteca es hasta hoy una de las más grandes del país.13 “Espejo, entonces, fue un niño muy rico e ilustrado pero socialmente marginado por el rechazo que sufrían los mestizos por parte de los blancos. Y se reveló contra eso”. “Para mí el chulla quiteño nació un día en que Espejo escuchó un sermón que era —como hoy ver la televisión o seguir un partido de fútbol— la única diversión de los quiteños. Hay que decir que Espejo aprendió latín cuando tenía once años, igual que árabe y griego. Sintió entonces que el cura le tomaba del pelo porque decía sandeces pronunciando cuatro frases en latín. Concluyó que la ignorancia era nuestro

mayor problema y decidió escribir su primer libro, La Ciencia Blancardina, título que aludía al color de las sotanas”. “Su hermana Manuela —otra de las olvidadas de nuestra historia: la primera mujer que aprendió a leer y escribir en Quito— le advirtió que el texto causaría graves problemas a la familia. Pero Eugenio le aclaró que no sería él quien lo suscriba, sino un duende. Efectivamente, a pesar de las sospechas, nunca pudieron probar que él fuese el autor”. — ¿El duende de Espejo fue el origen del chulla? “El chulla nace de ese duende súper desarrollado, que piensa y debe sobrevivir”. — ¿Un duende determinado por la necesidad de ocultarse y expresarse al mismo tiempo? “Exactamente. No es el duende travieso de Irlanda, Inglaterra, Alemania o Finlandia; es un duende inteligente. Espejo fue uno de los hombres más insuperables de nuestra historia. Hasta hoy ningún otro logró tantos conocimientos en tan poco tiempo. Fue un chulla sumamente culto. Por eso me choca escuchar, sobre todo durante las Fiestas de Quito, cómo se insiste en el estereotipo del chulla ignorante y pobre. No. El chulla nació rico, inteligente, preparado y revolucionario”.

EL CHULLA NACE ANTES

13- NE (AOC): En realidad, Espejo fue el primer bibliotecario de la primera biblioteca pública, y parte de esos fondos ahora se encuentran en la Biblioteca Nacional.

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QUE SU NOMBRE. — Pero chulla parece un concepto muy posterior a Espejo. ¿Cuándo usted era un muchacho cómo lo definía la gente? “La gente que vivía en el mundo que era Quito, sabía muy bien a quién tenía que respetar: al chulla. En el barrio estaban perfectamente identificados. Recuerdo, por ejemplo, a los Loros Reyes, al Lluqui Endara. Ellos eran chullas mientras los demás no éramos. ¿Quién les daba el título? No podría explicar cuál es el proceso por el que alguien se hace chulla. Pero nadie dudaba de que fueran los más respetados. Recuerdo a Humberto Chiriboga, un tío mío, todo el mundo sabía que era chulla”. — ¿Era algo así como un título nobiliario?

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“Era como ser general en el ejército, porque los demás éramos solo guambras. Y por lo general había solo un chulla en una familia, rara vez tenías varios de un mismo apellido”. — ¿Y la condición económica o social, era determinante? “No. El Terrible Martínez no venía de una condición alta, pero era un chulla quiteño. Mi primer suegro, Jorge Villavicencio, igualmente. Ya te digo, no había convención o congreso que los elija, se ganaban el título en la vida”. — Y si cabe ¿cuál era el rol del chulla? ¿En él se reunían aspectos del saber popular? “Sí. En primer lugar era una persona culta.


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Si tenías un problema era lógico recurrir a él. Por regla general, los chullas era mejores que los demás: habían estudiado, o eran buenos para los golpes, o tenían ciertos talentos, cantaban o recitaban, o eran elegantes y se llevaban a las mejores guambras. Tenían cualidades de personas completas, de pequeñas enciclopedias, y no necesariamente eran los más adinerados. Por ejemplo, uno de los grandes chullas quiteños y de mi barrio, el Chamaco Samaniego, llegó a ser general del ejército. Sobre Jorge Carrera Andrade, todo el mundo sabía que era chulla. Augusto Arias o el Pollito Ortiz, eran chullas. Los demás éramos jovencitos o señores o guambras. Qué o quién nos clasificaba, no lo sé”. “Era como un halo de santidad lo que hacía

que la gente los rodee. Por ejemplo, cuando el Pollito Ortiz tocaba la guitarra en la cantina nos sentábamos a escucharlo por su arte, por su porte, por su inteligencia y gracejo. Y, entonces, le nombrábamos chulla”.

EL REINO DE LAS CANTINAS.

Por el Norte limitaba con la Plaza Belmonte; por el Sur con la quebrada de la Marín; por el Oriente con la cima del Itchimbía y por el Occidente con el coliseo. Flanqueada por una gran quebrada, La Tola era casi un reino aparte. “Por eso digo que a los toleños lo único que nos faltó fue pedir salida al mar”. Recordando su barrio, Marco Chiriboga


Villaquirán pide justicia para la memoria de las cantinas, “que no eran lugares de depravados como se piensa hoy. Las jorgas se adueñaban de las esquinas donde inevitablemente debía existir una tienda que por el frío se convertía en refugio de los quiteños y eventualmente en cantina”. “En las cantinas se hacía música, poesía, teatro, tertulias, y por supuesto se tomaba un trago jugando Cuarenta. Jorge Icaza sentó a su Chulla Romero y Flores en una cantina inmunda. Existían si en ciertos lugares, como la calle El Aguarico, en San Diego, a donde la gente iba a tomar pulque o chicha. Pero en los barrios, las cantinas eran lo que hoy podríamos llamar peñas. Cada esquina tenía su trío o cantante, su poeta, y en mi época, entre los años cincuenta y setenta, por alguna razón casi todos los artistas fueron a vivir a La Tola. Pepe Jaramillo, Julio Jaramillo, Homero Hidrobo, Los Latinos del Ande, los famosos Locos del Ritmo, el ciego Bautista, el ciego Guaña”. “En las cantinas se compusieron muchas de las canciones más hermosas que se haya escrito. Abra la puerta señora, véndame un canelacito, nació en la León y Olmedo, en la cantina de Don Angelito, donde se reunían don Víctor de Veintimilla, Marco Tulio Hidrobo, el Pollo Ortiz, Gonzalo Castro, el ciego Guaña o Julio Jaramillo cuando venía a Quito. En nuestra cantina se formaron el trío Los Estelares, Los Indianos, Los Lemarie, Los Reales”. “Todo era música y cada noche era una fiesta”.

EL IMBORRABLE. — Si le pido mencionar un momento inolvidable en la vida de La Tola, un instante que resuma el espíritu de su barrio, ¿cuál sería? “Yo diría que escuchar a Bolívar Ortiz. Como sabes, era quien acompañaba en la guitarra a Benítez y Valencia, pero además era un filósofo: siempre decía cosas inteligentes, siempre hacía bromas inteligentes. Cuando tenía como cincuenta años sufrió algún problema al caminar, creo que se había roto la pierna. Yo era niño, tendría doce o trece

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años. Un día subía despacio desde el coliseo cuando me le acerqué y le dije: maestro ¿puedo ayudarle a llevar la guitarra? Quedó mirándome y dijo: ¿crees que puedes llevar la guitarra de Bolívar Ortiz? Yo sabía que no era cualquier guitarra, era nada menos que la suya, y le respondí: si maestro, yo puedo. Me permitió entonces ayudarlo. Él caminaba adelante y yo lo seguía. Eran como las diez de la mañana y ya se estaban tomando los traguitos en la famosa cantina de Don Angelito. Entonces me hizo entrar: imagínate

lo que era estar junto a Víctor de Veintimilla, autor de Panecillo Querido, o de Marco Tulio Hidrobo, autor de Al besar un pétalo, ¡era gente inmensa! Yo sentí que había entrado al paraíso y cuando se quedaron viéndome todo lo que el Pollito dijo fue: está bien, es mi amigo”. “Desde entonces, todas las tardes iba a acompañarles; me nombraron juez de tantos en el Cuarenta; después me ascendieron a juez de aguas y me correspondía servir


los traguitos. Y claro, pasando uno tomaba un poco. En ese momento estaba con los artistas más grandes que tenía el Ecuador ¡y sentado entre ellos! Era una época en que todavía había espectáculos en vivo; los fines de semana las radios —Gran Colombia, Democracia, Comercial, Pichincha, Quito— competían presentando a los mejores artistas. Eran como semidioses. ¡Y yo llevaba la guitarra ni más ni menos que al Pollo Ortiz! Fue un momento de gloria”. “De vez en cuando él tenía la bondad de conversar conmigo. Todo en él era sabiduría. Tenía grandes conocimientos sobre literatura, contaba al detalle la vida de muchos poetas, sabía de música clásica. Yo le escuchaba todo lo posible y de tanto hacerlo un buen día comencé a escribir mis propios poemas”.

VERSOS Y CANCIONES. “La primera vez que me publicaron un poema fue en Últimas Noticias. En los años sesenta cada radio tenía un declamador que dedicaba versos, como hoy se dedican canciones. Los míos se pusieron de moda. Gustavo Herdoíza León y Jorge Aníbal Salcedo eran los mejores declamadores y todas las mujeres soñaban con sus voces. En mi barrio había un futbolín donde alguna vez olvidé mi cuadernito de poemas, y un día empecé a escucharlos por la radio leídos por Gustavo Herdoíza León. Entonces me hice famoso, la gente conocía mi nombre aunque yo intentaba ocultárselo a mis padres porque en esos días era pecado mortal ser músico o poeta”.

“Por entonces llegó una mujer extraordinaria, Olguita Gutiérrez, contratada en la Argentina para cantar en la inauguración del Hotel Quito. Por desgracia le robaron la maleta con todas sus partituras y buscando quién le acompañe conoció a Los Latinos del Ande: Homero Hibrobo, Eduardo Erazo y Héctor Jaramillo. Ocurrió el milagro de que se entendieron y formaron el cuarteto Los Brillantes, el grupo musical más famoso que ha tenido el Ecuador. Para su nuevo repertorio hice una canción que se llama Muchachita Linda, con la que lograron éxito en toda Latinoamérica, y comencé así una media carrera como escritor de canciones”.

SONIDOS DE LA CIUDAD. “No sé de dónde surgió mi afición por los sonidos. He grabado todos los gritos de la calle. Mi barrio y la ciudad estaban llenos de pregones. Despertabas con el repique de campanas de La Tola, pero antes, a las cuatro de la mañana, se escuchaba el chis—chas de las escobas de paja de los capariches barriendo las calles empedradas. Después se oía a los panaderos, hombres robustos que se paraban en los zaguanes y gritaban: ¡El pan, el pan fresquito! Y bajaba la mamá, la abuela o la criada a comprar el pan con su aroma intenso. Luego los lecheros bajaban en carretas desde los potreros del Itchimbía golpeando sus tarros grandes de aluminio: chin—chin, chin—chin. Y en eso comenzaba en las casas el movimiento de los niños que iban a la escuela. Las niñas llevaban tres o cuatro fustes, unos lienzos por debajo del vestido que les hacían parecer campanas; sonaban chis—chis al rozar cuando bajaban corriendo las gradas. Al rato se escuchaba

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el bus: cada línea tenía un pito con un sonido peculiar y al oírlo sabías que venía el de La Tola, Iñaquito o La Colón. Después llegaba la señora del periódico: ¡El Comerciouuuu! Y la lotería. Y el ponche. Y los gritos: ¡Hay que soldar! ¡Se afila cuchillos! ¡Tendrá botellas! Y la respuesta de arriba: ¡No se ha bebido!” Para entonces ya aparecían los vendedores de muchines o Cosas Finas. Quito era un restaurante gigantesco lleno de sonidos y olores”.

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“Por la tarde a las seis, en la iglesia Cristo Rey, sonaba la llamada del ángelus. Era la oportunidad de los guambras para pasar papelitos con mensajes de amor a las chicas que iban a misa con la mamá o la criada. Y desde las siete casi todos nos reuníamos en las esquinas con nuestras jorgas. Cada jorga tenía un silbido. Todavía hoy en el Estadio Olímpico, con cuarenta y cinco mil personas, encuentras a tus amigos usando tu silbido. El silbido tiene la peculiaridad de entrar por todos los resquicios, y el jefe de nuestra jorga silbaba y todos salíamos. Mi problema fue que nunca aprendí a silbar y por eso tuve que conseguir sólo enamoradas que vivieran cerca de una rockola: Si ponía J2 y K3 ella sabía que estaba abajo. Cuando no había rockola estaba perdido, tenía que conseguir a un amigo que me dé silbando y por lo general, él se llevaba a la guambra. “Y luego las serenatas. ¿Qué hacía la jorga reunida? Pues cantar y conversar. Cantar en las calles era la gran oportunidad para que las chicas salgan a espiarnos. Pero también era un mundo lleno de comentarios sobre política o Historia. Uno siempre estaba conversando y, naturalmente, riendo”.

LA ÚLTIMA PELEA DEL CHULLA. — ¿Cuál era el mejor día en su barrio? “Diría que todos porque siempre había fiesta, aún los domingos que son tristes en todas partes, pero que en La Tola revivían con la misa de ocho. Yo tuve suerte: mis papás era más o menos acomodados y yo era bien recibido en todas partes porque


siempre podía invitar un cigarrillo, una cerveza o una cola. Y es que las jorgas era como partidos políticos: nadie podía entrar. “Al lugar donde convergían las calles León y Chile lo llamábamos Los cuatro radios. Cada esquina tenía una cantina y cada cantina una jorga. La nuestra era la de los futres y se escuchaba solo boleros o música instrumental. A diez pasos sonaban pasillos y más allá saltashpas. Nuestra cantina era la de Don Pola. Al frente La Buena Moza, junto a ésta la del Flaco Alberto y al lado La Temeraria”. — ¿Y cómo coexistían? “Siempre nos dábamos de trompadas. Para cruzar la calle tenías que ir con dos o tres de tu jorga, o esperar a que los otros se descuiden y pasar corriendo. Pero si alguien de una esquina de arriba se atrevía a cruzar las nuestras, entonces las cuatro jorgas le caíamos encima. Era una guerra permanente pero a puñetes limpios, respetando al que quedaba echado. No había reglas escritas pero todo el mundo las observaba”. — En un Quito cosmopolita como el actual y en el contexto de la mundialización de la cultura ¿qué, de ese ser quiteño, estaría condenado a sucumbir, y qué a sobrevivir por su condición universal? “Hay peligros inminentes y el chulla se ha ido transformando, pero

su espíritu sobrevive y siempre se puede rescatarlo. Por ejemplo, cuando la gente celebre el Día del Amor y la Amistad el 14 de febrero, hay que recordarle que ese mismo día en 1574 en Valladolid a Quito se le dio el título de La Muy Noble y Muy Leal”. “El ser quiteño tiene que ser transmitido de padres a hijos. Si no le enseño a mi nieto a ser chulla, no será su culpa. El amor es una cadena y cada uno pone su eslabón. ¿Por qué te aferras a tu patria y a tu barrio? Porque son parte de esa cadena en la que fuiste feliz o inocente, o quisiste a alguien. La historia del ser humano no es otra cosa que esa cadena de hechos y lugares que lo van fortaleciendo. Si se rompe, se acaba la familia, se termina su país”.

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El BARRIO DE SAN MARCOS Alfonso Ortiz Crespo14

ORIGEN Y FORMA DEL BARRIO Con el crecimiento de Quito a finales del siglo XVI, la ocupación urbana se amplió a zonas de más quebrada topografía, especialmente hacia el sureste de la Plaza Grande. En esta zona tres grandes quebradas bajaban hacia el Machángara corriendo casi paralelas; al sur, la quebrada de Jerusalén, al centro la de Manosalvas o Sanguña, y al norte, la que luego se llamará Marín. Entre estas quiebras surgían dos colinas, al sur la llamada Loma Grande y al norte, una más estrecha, pero más central, la de San Marcos. Es bien sabido que en Quito la cuadrícula española debió adaptarse a la topografía. La calle principal de San Marcos nace al occidente, en la calle Juan José Flores y no forma parte de la cuadrícula central, pues su trazado no podía continuar hacia el occidente, pues se encontraría con la profunda quebrada de Sanguña, que bajando desde el Pichincha por la zona de El Tejar, cruzaba por medio de la ciudad.

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El tramo más bajo de esta quebrada se denominaba Manosalvas, precisamente porque en la segunda década del siglo XVII el rico comerciante extremeño Juan Esteban Manosalvas, que tenía su amplia casa junto a la quebrada, construyó un puente a su costa para facilitar el tránsito entre la plaza de Santo Domingo y el monasterio de Santa Catalina. Medio siglo después su heredero, Alonso Manosalvas, solicitó autorización al Cabildo para cercar la quebrada, sin duda para evitar accidentes, accediendo la autoridad, pero con la condición de que dejara una ventana en el cerramiento “para tirar las inmundicias”. Por esto a la casa, al puente,

14- (Quito 1948). Arquitecto y editor.


a la quebrada y a este tramo de la Flores se le conocía con el nombre de “Manosalvas”, apelativo que se mantuvo por más de tres siglos. A mediados del siglo veinte, este sector concentraba diversas tiendas de ferretería, venta de costales y de “velas de priostes”, velones ricamente adornados con flores y hojas de cera coloreada. En la época colonial la calle de San Marcos, no tenía más que cuatro cuadras y llegaba solamente hasta la iglesia parroquial. Desarrollado el barrio en los últimos decenios del siglo dieciséis, el cuarto Obispo de Quito, fray Luis López de Solís, decidió la creación de varias parroquias, entre ellas la de San Marcos. Estas parroquias siempre se mantuvieron con escasos recursos económicos, por lo que nunca pudieron lucir grandes templos ni llegaron a poseer numerosas obras de arte. Probablemente los muros de la iglesia son los originales del siglo diecisiete, mas no así su cubierta a dos aguas, que debió haberse reemplazado varias veces en los más de 300 años de existencia. Un curioso dato menciona que hacia el último cuarto del siglo XIX, una vecina del barrio dejó en herencia su casa al Arzobispo González Suárez, pidiéndole varias obras de caridad entre otras, “terminar la iglesia de San Marcos”.

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El práctico esquema de las iglesias parroquiales de la colonia, de una sola nave alargada, está presente en este templo. Orientada de este a oeste, su lado más largo cierra a la plaza por el sur. Por el interior, no es más que un amplio salón rectangular, separando el presbiterio de la zona de la feligresía, por un arco triunfal. El retablo debe ser de mediados del siglo diecisiete, al igual que el púlpito de interesante factura. Exteriormente es muy sencilla: la fachada de pies se remata con una espadaña de perfil mixtilíneo, con un arco para la solitaria campana.

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La encantadora plaza al costado de la iglesia debió ser originalmente el cementerio parroquial, cerrado hacia las calles con una tapia, accediéndose solamente a través de la iglesia por la puerta lateral. Con el crecimiento de la ciudad el cementerio pasó a ocupar los terrenos detrás de la iglesia, tal como se aprecia en el plano de Gualberto Pérez de 1888. El cementerio, por razones higiénicas debió cerrase luego de 1901, pues hay información de ese año en que era uno de los seis “panteones” de la ciudad. La calle de San Marcos, ya llamada Junín desde la segunda mitad del siglo XIX, en honor de esta crucial batalla para la independencia del Perú (6 de agosto de 1824), se prolongó en las primeras décadas del siglo veinte unas cuadras más hacia el este, terminando en una “cuchara”, pues la fuerte pendiente impedía continuar su recorrido, pues al extremo de la loma se encontraban las quebradas de Manosalvas, llamada en esta zona de Los Milagros, por el sur, y la quebrada Marín, por el norte, y


unidas desembocaban más adelante en el Machángara. El poco espacio plano disponible obligó a una ocupación caracterizada por la larga calle del dorso y cortas calles transversales perpendiculares que se desbarrancan a uno y otro lado de la cima. La calle Juan Pío Montúfar, es la primera en cruzar a la calle Junín desde el occidente. En la segunda mitad del siglo XIX, el tramo de San Marcos se llamaba Araura15 y avanzaba solo una cuadra hacia el sur, pues se topaba con la quebrada de Manosalvas, que no se rellenaría sino hasta la década de 1930; por el norte su extensión era algo mayor, llegando a la altura de la calle Chile, hasta el relleno de la quebrada que tomó el nombre de Marín, porque la iniciativa de cegarla fue del Dr. Francisco Andrade Marín. Hacia el norte del relleno, esta calle se llamaba Juan Pío Montúfar y llegaba hasta San Blas. Una vez unidas las dos calles, hacia el centenario de la batalla de Pichincha (1922) toda la calle tomó el nombre de Montúfar. La siguiente calle, la Ortiz Bilbao (antes Jiménez), recorre una sola cuadra hacia el norte, hasta la Espejo, llamada antiguamente Bolivia. La tercera transversal es la Almeida, que igualmente fue durante largo tiempo solo de una cuadra de extensión hacia el norte; algo se prolongó en esa dirección, una vez que el relleno de la Marín llegó a la zona en la década de 1940. Unas décadas después, en esta calle, al inicio de la cuesta, se instaló una de las fondas más características de Quito, la de “Mama Miche”, famosa por sus caldos “levanta muertos”.

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15- El nombre Araura no existe, pero sí el de Araure, ciudad venezolana fundada por necesidades evangelizadoras a finales del siglo XVIII. Fue lugar de una célebre batalla librada el 5 de diciembre de 1813, donde resultó triunfador el libertador Simón Bolívar, sobre las tropas realistas.


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San Marcos y el poder político Si bien San Marcos se caracterizó en la colonia por ser residencia de artesanos y clase media, algunos de sus vecinos descollaron en la política nacional. Sin lugar a dudas el más importante fue el presbítero Miguel Antonio Rodríguez Mañosca, nacido en 1769 en la parroquia del Sagrario, pero trasladado desde muy niño a San Marcos, pues como asegura el historiador Fernando Jurado Noboa, su padre tuvo casa en la calle Junín. La tradición asegura que su casa fue la de la vereda sur, contigua por el lado oriental a la casa donde se inicia la actual calle Almeida. Lamentablemente esta bella casa colonial fue destruida a inicios de la década de 1960, cuando sus propietarios hicieron gala de ignorancia y mal gusto, pues no contentos con su derrocamiento, levantaron unas mediaguas de insignificante valor. De acuerdo con el arzobispo historiador, Federico González Suárez, Miguel Antonio Rodríguez fue el primero que sostuvo y enseñó el sistema copernicano en Quito, esto es, afirmar que la Tierra giraba alrededor del Sol, dos siglos y medio después de que Copérnico planteara su tesis. Esto nos demuestra cómo estaba secuestrada la ciencia en la época colonial por el sistema imperante. Reorganizado en 1789 el seminario de San Luis, luego de la expulsión de los jesuitas, la enseñanza de Filosofía se puso a cargo de Rodríguez, quien era estudioso, perspicaz y de ánimo nada apocado y sus enseñanzas

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fueron una novedad en la colonia, pues por primera vez se instruía sistemáticamente en Matemáticas, Álgebra, Geometría, Física y Cosmografía. Rodríguez Mañosca adiestró a sus discípulos, entre otras cosas, a medir y computar la longitud y la latitud geográficas, como dice nuestro ilustre historiador, quien estudió las proposiciones enseñadas y sostenidas por él, y asegura que este maestro se hallaba al corriente de todas las opiniones aceptadas generalmente por los sabios de su tiempo.

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Por lo tanto, Rodríguez fue un profesor universitario inmerso en el conocimiento de la Ilustración y sus autores, no solo enseñaba a sus alumnos, sino que debatía con sus colegas. Enseñó Filosofía en la Real Universidad de Santo Tomás de 1794 a 1800, y mantuvo la cátedra de Prima en Teología entre 1806 y 1812. Su vida tiene que ser entendida dentro del contexto de la Independencia, pues no solo fue un profesor de avanzada, sino que también fue un insigne patriota y tradujo los Derechos del Hombre. En la Antología de prosistas ecuatorianos16, el Dr. Pablo Herrera dice que el Dr. Miguel Antonio Rodríguez fue condiscípulo y amigo íntimo de José Mejía Lequerica. Y que se hizo notable por sus conocimientos extensos y variados, por la claridad de su inteligencia, y la fecundidad de su ingenio […] Imbuido en los principios de independencia y libertad, tomó parte en la revolución del 10 de Agosto de 1809…

16- Antología de prosistas ecuatorianos, tomo II, Quito, Imprenta del Gobierno, 1896, página 63-79, en la que también se transcribe la Oración fúnebre.


Cuando la ciudad de Quito realizó el 3 de agosto de 1811 unas solemnes exequias en memoria y sufragio de los patriotas asesinados el 2 de agosto de 1810, Miguel Antonio Rodríguez Mañosca leyó desde el púlpito de la iglesia de la Compañía de Jesús, su sentida Oración fúnebre en recuerdo de los patriotas sacrificados en agosto de 1810, por la bárbara crueldad de la tropa de Lima. Bajo la media naranja del templo se había construido un gran cenotafio de orden corintio ochavado, de tres cuerpos con arcos, con esculturas simbólicas y epigramas alusivos a la inmolación de los patriotas, que formaban parte también de la oración fúnebre. Fue activa su participación en el ambiente político de cambio que se vivía en Quito a finales de 1810. El 22 de septiembre de ese año se instaló la segunda Junta Revolucionaria de Quito por iniciativa del comisionado regio, el coronel quiteño Carlos Montúfar y Larrea, quien, para guardar las apariencias, encargó la presidencia al conde Ruiz de Castilla. Sintiéndose viejo y utilizado por los patriotas, el conde resolvió separarse de la Junta en octubre de 1811, quedando el gobierno en manos del obispo José Cuero y Caicedo. El prelado buscó dar una organización definitiva al movimiento patriota, y para procurar la institucionalidad se convocó a un Congreso que asumiría la soberanía popular y dictaría una Constitución en la que se establecerían los poderes públicos. El 11 de diciembre el Congreso decretó la independencia de España.

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En cuanto a la constitución, diversas alternativas de gobierno se discutían, formándose básicamente dos bandos en pugna: montufaristas y sanchistas, y cada cual, por su lado, encargó la redacción de textos constituyentes. A la final, el 12 de febrero de 1812 se aprobó el texto de los Artículos de Pacto Solemne de Sociedad y Unión entre las Provincias que forman el Estado de Quito, redactado por el Dr. Miguel Antonio Rodríguez, con lo cual se convirtió en nuestro primer constitucionalista. Sin embargo, los realistas consiguieron doblegar la resistencia quiteña, debilitada entre otras razones por la falta de apoyo de las provincias vecinas. El Dr. Pablo Herrera recoge la opinión del famoso periodista y polemista padre Vicente Solano, quien en el número 31 de su famosa revista La Escoba, expresa: “Para mí, el único verdadero patriota, digo de los que hacían figura (entre los eclesiásticos), es el Dr. Miguel Rodríguez. Este clérigo virtuoso é ilustrado jamás se metió en monadas: era individuo de la Junta y se conducía con dignidad en sostener los derechos de la patria. El fue quien dictó la nota de contestación al oficio de Montes, que intimaba la rendición de Quito de su campo del Calzado. Entre otras cosas decía la contestación, que el Gobierno de Quito no podía reconocer una misión que emanaba de los mercaderes de Cádiz, (el Consejo de Regencia.) Esta frase irritó demasiado á Montes; hizo investigaciones sobre el autor y le juró un odio eterno. Rodríguez, en consecuencia fue desterrado á Panamá; y de allí trasportado á Filipinas, en unión del

Dr. Caicedo. Aquel ilustre patriota, después que las tropas españolas evacuaron la plaza de Quito, regresó á su patria y murió en Guayaquil. Rodríguez, pues, merece un lugar preferente en la Historia del Ecuador, por sus virtudes y talentos. En efecto, Rodríguez fue condenado a muerte en 1813, por “alta traición”, pero modificada la sentencia, fue condenado a destierro a las Filipinas por diez años. El mismo doctor Herrera recoge la noticia de que su muerte en Guayaquil, fue por envenenamiento. Por su parte, el historiador alemán Dr. Ekkehart Keeding, dice que Miguel Antonio Rodríguez fue quien puso los fundamentos y primera victoria de vida políticamente libre de la nación ecuatoriana. Fernando Jurado Noboa, también nos recuerda que un presidente de la República nació en San Marcos: el doctor Javier Espinosa y Espinosa, quien vino al mundo el 2 de diciembre de 1815, justamente en la

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propia casa parroquial, pues su tío abuelo, don Carlos Ponce de León y Ubidia, era el párroco.

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Espinosa fue electo para concluir el período constitucional del lojano Jerónimo Carrión, quien presionado por el Congreso se vio obligado a presentar la renuncia el 6 de noviembre de 1867, encargándose del poder el riobambeño Dr. Pedro José de Arteta, vicepresidente de la República, quien convocó a elecciones. Resultó electo Espinosa, quien gobernó el Ecuador desde el 20 de enero de 1868 hasta el 19 de enero de 1869. En su mandato tuvo que afrontar la gran destrucción provocada por el terremoto del 16 de agosto de 1868 en la provincia de Imbabura, que causó unas 20.000 víctimas; nombró al Dr. Gabriel García Moreno jefe civil y militar de esa provincia, para auxiliar a las víctimas, parar los saqueos y reconstruir Ibarra y las poblaciones afectadas. Espinosa falleció en Quito en 1870. Otro quiteño ilustre, nacido en San Marcos, fue el licenciado Luis Alfonso Ortiz Bilbao (1903-1988), hijo del comerciante carchense Manuel Ortiz Argoti y de la quiteña Rosa Elena Bilbao Peña. La casa de la calle Junín y Jiménez, fue comprada por Ortiz Argoti en 1895, y ampliada inmediatamente con un segundo piso, de acuerdo con el proyecto del arquitecto Pedro Aulestia. La obra demoró más de una década, y por el sistema constructivo tradicional utilizado con muros de adobe, estos debían coincidir en los dos niveles. La casa de patio, con corredores circundantes y terraza alta opuesta al zaguán, sigue la tradicional tipología de la casa quiteña, modelo que estaba ya de salida.

Luis Alfonso Ortiz Bilbao, estudió con los hermanos de las Escuelas Cristianas y cursó a la secundaria en el colegio San Gabriel, y luego en la Universidad Central, donde estudió Jurisprudencia. Había sufrido en carne propia el discrimen contra la educación católica impuesto por el liberalismo radical, por lo que se comprometió a luchar para conseguir una verdadera libertad de educación en el país. Dio entonces comienzo a su vida política creando movimientos estudiantiles de inspiración católica como a Acción Católica de la Juventud Ecuatoriana y organizaciones laborales, como el Centro Católico de Obreros. Incursionó en el periodismo en la revista La Cruz y en El Debate, afiliándose al Partido Conservador, e iniciando su amistad con José María Velasco Ibarra, al que añadió a un selecto grupo de amigos ya conformado por Julio Tobar Donoso, Jacinto Jijón y Caamaño, Nelson Aníbal Núñez y Mariano Suárez Veintimilla, entre otros. Durante la dictadura de Federico Páez se volvió incómodo para el régimen y fue desterrado a Chile, donde estuvo unos meses, pues el régimen había claudicado. Al volver ayudó a fortalecer el espacio democrático y tuvo oportunidad de terciar con éxito en elecciones para el municipio y la legislatura. Entre los más destacados cargos desempeñados por el licenciado Ortiz Bilbao están los de elección popular, pues fue Concejal y Vicepresidente del Concejo Municipal de Quito y Diputado por la Provincia de Pichincha al Congreso Nacional en varias ocasiones, destacándose como inteligente, elegante y notable orador. Llegó a ocupar


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la Vicepresidencia de la Cámara. En la Asamblea Nacional Constituyente de 1946, elaboró el Decreto por el cual los padres de familia podían tener libertad de educación, y facilitó la creación de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Fue Secretario General del Banco Nacional de Fomento, miembro del Consejo Nacional de Economía, Consejero de Estado, Vicepresidente del Banco Nacional de Crédito y Embajador del Ecuador ante la Santa Sede entre 1952 y1956. En 1960 el Congreso Nacional lo eligió Superintendente de Bancos, renunciando a este puesto al usurpar el poder la dictadura militar de 1963. Fue miembro fundador y presidente del Instituto Ecuatoriano de Cultura Hispánica.

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Su constante trabajo de investigación histórica lo llevó a ser Director del Archivo y del Museo Municipal de Arte e Historia “Alberto Mena Caamaño”, publicando numerosos estudios y trabajos en revistas especializadas del país y del exterior, especialmente sobre la figura de Sebastián de Benalcázar. Ingresó como miembro de número a la Academia Nacional de Historia el 28 de febrero de 1971, de la que fue su secretario vitalicio. Publicó artículos en varios diarios de Quito, y en el periódico Hoy mantuvo una columna semanal, que después de su muerte recogió la Corporación Editora Nacional y los editó en 1989 con el nombre de La historia que he vivido. Aficionado a la fotografía desde temprana edad, a inicios de la década de 1960 Ortiz Bilbao resolvió organizar con sus transparencias algunos programas monográficos, destacándose el que tituló Quito, Florencia de América, que con ochenta diapositivas y un guión grabado, explicaba la historia de Quito y resaltaba sus valores, cuando muy pocos en la ciudad, ni el mismo municipio, advertían su importancia. Por esto, fue pionero en difundir entre sus paisanos lo que Quito significaba. Al cumplirse el centenario de su nacimiento, la Municipalidad rindió homenaje a su memoria, y entre otras acciones, cambió el nombre de la calle Jiménez a Ortiz Bilbao.


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EL BARRIO DE SAN MARCOS ACUNÓ A LA MEJOR ESTÉTICA QUITEÑA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX Según el historiador Fernando Jurado Noboa, en la segunda mitad del siglo XIX San Marcos alojó a renombrados músicos y afamados pintores: en la Junín vivieron los músicos Pedro Pablo Traversari

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(flauta) y Antonio Casarotto (trombón), y muchas veces llegó donde estos el tenor Vicente Antinori (canto), profesores del Conservatorio fundado en 1870 por Gabriel García Moreno. Más allá vivía el célebre maestro Aparicio Córdova, gran pianista, y junto a él, Carlos Amable Ortiz (el popular Pollo) en casa de sus padres. Cerca del Chorro de Santa Catalina, esto es la zona de las calles Espejo y Montúfar, vivía otro músico y profesor de idiomas, el francés Estanislao Levoyer y eran sus vecinos los músicos Jurado y Banda. Frente a la plaza vivió el escultor Benalcázar, y en la cuadra de la Junín, entre la Almeida y Ortiz Bilbao, tenía su taller la pintora Brígida Salas, hija del gran Antonio Salas Avilés, quien tenía la ayuda de su menos hábil hermana Gertrudis. A inicios del siglo veinte, luego de su retorno de Roma, se instaló en el mismo sector el pintor Wenceslao Cevallos.

SAN MARCOS HOY A mediados del siglo XX, San Marcos albergaba dos prestigiosos establecimientos educativos, la escuela municipal Sucre, creada a finales del siglo XIX, que ocupaba una amplia y típica casa de patio en la vereda sur de la calle Junín, cerca de la calle Ortiz Bilbao. Esta casa se desocupó en parte cuando ya en 1960 empezó a funcionar el establecimiento


educativo en el nuevo local construido sobre la prolongación de la calle Sucre, una vez que se completó el relleno de la quebrada de Manosalvas. En la vieja casa funcionó el Comedor Municipal N°1, servicio social que brindaba la Municipalidad. El otro establecimiento fue el colegio femenino María Auxiliadora, de las religiosas salesianas, que funcionaba en el lado sur de la calle Junín, a continuación de la casa parroquial, y que después de treinta años de abandono y ruina fue transformado por mutualista Benalcázar en un complejo de treinta apartamentos selectos. A pesar de su centralidad el barrio de San Marcos ha sobrevivido a los drásticos cambios de uso del último medio siglo, conservándose básicamente como un área residencial, combinada con pequeños negocios y talleres artesanales. En las últimas décadas se han insertado en el barrio, en casas restauradas, diversas actividades hoteleras, culturales y gastronómicas, como el Museo Manuela Sáenz (Junín y Montúfar), el hotel Casa San Marcos (Junín y Montúfar), Museo-Archivo de Arquitectura (Junín y Ortiz Bilbao), Museo de la Acuarela (Junín y Ortiz Bilbao), el restaurante La Octava de Corpus (Junín y Gutiérrez), etc. Los antiguos Garajes Quito, comprados por el Municipio hace más de dos décadas, alberga una Casa Somos, centro de desarrollo comunitario. Unas casas se han adquirido para instituciones (Casa Ortiz Bilbao para el CEDIME, Junín y Ortiz Bilbao) y otras, conocidos artistas, como la casataller del pintor Jaime Zapata.

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PATIO Se dice que en el norte de África para hacer una casa se toma un puñado de aire y se sujeta con unas paredes... se dice también que al preguntársele a un quiteño sobre las peculiaridades que deseaba introducir en su casa que le iban a construir, respondió: “Hacedme un gran patio y, si queda sitio, las habitaciones...” Creo que la casa de patio, es el modelo que más se ajustó al carácter de los quiteños y no en vano fue utilizado por cerca de cuatro siglos.

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Al patio le rodeaban los corredores, arriba y abajo, y las habitaciones se abrían hacia éstos. Por el exterior la casa era discreta, con las aberturas necesarias para que ingresara luz y se ventilara. La actividad se volcaba hacia el interior, alrededor del patio, elemento clave de la organización espacial, eje centrípeto y centrífugo de la casa. Al hacer la casa se buscaban soluciones prácticas, que permitieran ante todo satisfacer las necesidades de cobijo, seguridad e intimidad de la familia. Se emplearon materiales modestos como el adobe para los muros, canto rodado para el patio, adoquines y huesos para adornar los corredores bajos, ladrillo pastelero para los pisos altos, madera rolliza para las cubiertas, carrizo y chocoto para los tumbados y el enchagllado, donde se asentaban las tejas árabes de la techumbres. Éramos tan similares que todos cantábamos: El patio de mi casa es muy particular. Cuando llueve se moja como los demás. Alfonso Ortiz Crespo


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EXPOSICIÓN

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Estuco

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San Blas


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Vejez

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Parque la Alameda


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Juventud

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Taller

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Cristales

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Hierro

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