Relatos

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Relatos

Nacho Sรกenz



Relatos


© De los relatos: Nacho Sáenz Edición y maquetación: Adrián Sáenz Sastre Impresión y encuadernación: Argrafic

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Nacho Sรกenz



índice Maldito azar 9 El estornudo 21 La mujer más triste del mundo 25 Rito egipcio 33 Buen viaje 37 Un buen día 41 Soledad 45 Parábola 47 Matrimonio perfecto 49 El insatisfecho 61 La irresistible atracción de sus axilas 65 Ternura (escena muda) 71 Viaje 73 El viajante de comercio 77 La isla 89 Ciudad portuaria 103 La muchacha de la playa 109 El genio de la botella 115 El ocaso de Pigmalión 123 Demasiado real 129 Baten olas furiosas 135



MALDITO AZAR

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ue un sábado como tantos otros. Fatigado por la monotonía de toda una semana de trabajo, Aurelio durmió hasta cerca de las doce. No fue un sueño profundo, sino más bien una especie de modorra, un estado de abulia provocado por la profunda convicción de que no había nada mejor que hacer que quedarse en la cama. Esperó a que estuvieran a punto de empezar las «Noticias» para calentarse una lata de fabada. Comió sin demasiado apetito mientras contemplaba imágenes de alguna guerra, contundentes declaraciones de políticos acerca de temas que a Aurelio le parecieron demasiado banales para justificar tanta vehemencia y una entrevista bastante larga con un entrenador de fútbol que teorizaba sobre las relaciones entre el deporte y la literatura, el fútbol

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como filosofía y otros temas de parecida enjundia, al término de un congreso de sesudos intelectuales, escritores de moda y destacados artistas, que le habían propuesto como presidente de una magna Fundación generosamente subvencionada por el Ministerio de Cultura. Terminados el noticiario y la comida, Aurelio comenzó a pulsar el mando a distancia, buscando alguna película que le permitiera pasar el rato sin mayores complicaciones: una del «oeste», por ejemplo, pero de las de «toda la vida», de ésas en que aparece John Wayne y ya no cabe duda de quién es el bueno, haga de sheriff o de forajido. Pero no hubo forma: en un canal emitían una de espías, rodada, por supuesto, en blanco y negro, en la que la acción transcurre siempre de noche, todos llevan gabardina y la mayoría están pluriempleados, lo que a Aurelio le producía un enorme lío; en otra pasaban una española de la gloriosa saga del destape, que le provocaba una incómoda sensación de vergüenza ajena; en «La 2», un tipo mayor, más bien amanerado, exponía una inquietante tesis sobre la posibilidad de que el trigo hubiera domesticado al hombre, utilizándolo ladinamente para extenderse por amplios territorios en detrimento de otras plantas; a continuación, con un fondo musical ciertamente siniestro, las cámaras mos-

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traban cómo un simple helecho, a base de tiempo y tenacidad, terminaba por «devorar» a todo un señor árbol de varias decenas de metros de altura. Cambió de nuevo de canal y contempló con estupor, uno detrás de otro, dos anuncios de coches, uno en que un apuesto joven aseveraba con notable aplomo que lo único importante que de verdad se puede elegir es el coche, ya que la novia te elige a ti y los amigos aparecen por ahí, y otro en que una «niña bien» deja pasmados a sus papás al indicarles que uno de los jóvenes que viajan en el coche que ha parado a su lado en el semáforo ―muy contentos ellos, muy jaraneros, algo sordos sin duda― es nada menos que su «profesor de física cuántica». Averiguaciones posteriores, permiten afirmar que lo acontecido a Aurelio en aquella tarde de sábado fue fruto de un cúmulo de circunstancias harto infrecuentes. En efecto, aquel aciago día, el programa que emitió «La 2» fue un «relleno» obligado por la rotura de la copia que tenían preparada de «Dos hombres y un destino», una de las películas favoritas de Aurelio, y, para colmo de casualidades, los dos anuncios de automóviles precedían inmediatamente a la proyección de «La diligencia». Pero de nada vale lamentarse. Lo cierto

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es que Aurelio, defraudado por la programación, optó por salir de casa, y lo hizo con la precipitación que cabe esperar de las decisiones poco meditadas, de modo que cogió la primera camisa que encontró al abrir el armario, se puso encima la americana que la noche anterior había arrojado sobre la silla del dormitorio y se lanzó a la calle sin pensar siquiera dónde iría. Nada más salir del portal supo ya que la ropa que había elegido era demasiado fresca para la temperatura exterior. Vaciló todavía unos segundos, y sólo cabe decir en su descargo que difícilmente podía imaginar Aurelio la trascendencia de la decisión que estaba tomando. El testimonio de su vecina, que oyó perfectamente el ruido de la puerta cuando Aurelio cerró tras de sí y, pocos minutos después, el timbre del teléfono, que estuvo sonando largo rato, permite asegurar sin el menor margen de error que, si hubiera vuelto a subir entonces para cambiarse de ropa, habría estado a tiempo de evitar la desgracia que se cernía sobre él. Pero nuestro hombre rechazó la posibilidad de volver a casa y se dirigió al quiosco a comprar la «Guía del Ocio». Tan abstraído marchaba estudiando la relación de películas, que cruzó la calle sin apenas mirar. Un coche que ―todo hay que decirlo― circulaba a una velocidad excesiva, y en cuyo con-

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ductor creyó ver Aurelio en el último momento el rostro del joven «profesor de física cuántica», consiguió frenar un palmo antes de chocar con Aurelio. Una anciana que miraba la calle en esos momentos, parapetada tras los visillos de su salita de estar, recibió tal impresión que, apenas unas horas después, su corazón se paró para siempre. Ajeno a la llamada de teléfono y al ataque de la anciana, Aurelio, en cuanto se repuso del susto, decidió que ya era hora de ir a ver «Forrest Gump», aunque sólo fuera para poder opinar con conocimiento de causa. A pesar de que se trataba ya de la enésima reposición, había al menos un centenar de personas aguardando turno para sacar su entrada. Inmóvil, desabrigado y mal alimentado, Aurelio fue presa fácil de los virus, que se cebaron con tal saña en nuestro héroe que ya durante la proyección comenzaron a manifestarse en forma de toses, que provocaron alguna que otra protesta de los espectadores cercanos. Salió del cine con la cabeza bastante embotada, no tanto por el catarro como por la perplejidad que le produjo el nuevo modelo de «héroe» americano. Es difícil decir hasta qué punto este embotamiento fue la causa de la conducta posterior de Aurelio. Lo único cierto es que se dirigió directamente al pub de debajo de su casa y comenzó a

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tomar copas de coñac hasta perder la cuenta (no así el camarero, que asegura que tomó ocho). Al día siguiente, la resaca impidió a Aurelio levantarse de la cama hasta bien entrada la tarde. Se había quedado sin el coleccionable de «El Reportero», pero se lo encargaría a la quiosquera. Cuando, días después, tuvo el número en sus manos, echó por inercia una ojeada a las páginas de «Trabajo» y, cuál no sería su sorpresa, cuando vio el anuncio que andaba buscando desde hacía años: el «perfil» del candidato se ajustaba como un guante a sus méritos y aptitudes. Sólo había un problema: el plazo para solicitar el puesto había pasado ya. No obstante, Aurelio lo intentó, tenía que quemar sus últimos cartuchos: todo fue inútil, estaba ya adjudicado. Aún no daba crédito Aurelio a lo que le había pasado, cuando, dos meses después, recibió la llamada de Amparo: habían sido amantes durante los años de la Facultad, pero, al terminar la carrera, ella consiguió una beca en Alemania para ampliar estudios y eso los había separado irremisiblemente. Le contó que, nada más volver a España, lo primero que hizo fue llamarle, pero no pudo contactar con él, “no cogías el teléfono”. Aburrida de estar en el hotel, bajó a la calle y “¿a que no te imaginas a quién me encontré? ¿Te

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acuerdas de Luis, aquél que se sentaba siempre en las primeras filas, que tú decías que tenía pinta de novicio? Pues bueno, no te lo vas a creer, ¡nos casamos el próximo domingo!”. Aurelio tuvo que echar mano de todas sus reservas de valor (un cuarto de botella de coñac) para decidirse a asistir a la boda de Amparo. Todo se desarrolló aceptablemente bien, hasta el momento en que los novios se disponían a marcharse y Aurelio tuvo la infeliz ocurrencia de preguntarles dónde iban a pasar la noche: “Hasta mañana no salimos de viaje. Esta noche la pasaremos en casa: hemos comprado un apartamento en la calle Dulcinea”. Aurelio empalideció (¡iban a ser vecinos!), pero Amparo no notó nada y prosiguió con sus explicaciones: “Tuvimos una suerte tremenda, ya sabes lo mal que está lo de la vivienda, pero era la casa de una viejecita que parece que murió la pobre a causa de un susto porque vio a un hombre al que casi lo atropella un coche, y los herederos tenían prisa por vender y..., pero de todos modos no hubiéramos podido comprarla si no fuera por el nuevo trabajo que tiene Luis ¿no te lo hemos contado? Fue lo que se dice una casualidad, imagínate que el anuncio sólo se publicó en «El Reportero», que Luis jamás lo compra, ya sabes cómo es... ”. Aurelio no pudo

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más. Con un rápido ademán agarró el enorme cuchillo de cortar la tarta y lanzando un aullido formidable se abalanzó sobre el «novicio», que salvó la vida gracias a la oportuna intervención de su recién estrenada suegra, que mordió la mano asesina con tal saña, que a poco no se queda con ella en la boca. La aguerrida suegra, que nunca había hecho buenas migas con Aurelio, a quien había augurado ya desde el mismo día en que le conoció, y basándose en su aspecto desaliñado y sus ideas revolucionarias, un futuro gris y tal vez problemático, espoleó a su yerno, que tampoco necesitaba mucha ayuda al respecto, hasta conseguir que denunciara a Aurelio por intento de asesinato en grado de frustración. Las tímidas tentativas de Amparo por aplacar las iras de su esposo y de su madre, fueron rechazadas con indignación. Aurelio se negó a pagar la fianza exigida por el juez para su puesta en libertad provisional y también a nombrar abogado alguno para su defensa. El letrado de oficio que le fue asignado por exigencia legal carecía, por supuesto, de cualquier experiencia en temas de tal gravedad. Su historial académico era, sin embargo, bastante bueno, pero nada del otro mundo en comparación con su historial psiquiátrico, que más parecía una pro-

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lija enumeración de todas las fobias conocidas por la ciencia médica, salpicada con numerosos episodios de graves depresiones y algún intento de suicidio, que un simple informe clínico. El joven abogado hizo cuanto estuvo de su mano, sin regatear esfuerzo alguno, incluida la borrachera matutina de cazalla el mismo día del juicio, pillada a conciencia para superar los síntomas de agorafobia que venía padeciendo en los últimos tiempos. La exposición final en defensa de su cliente, cuyo principal argumento pareció ser que la culpa la tenía el novio por estar ahí, la hubiera firmado gustoso el abogado de la acusación, aunque hay que decir en descargo del letrado que los insultos de Aurelio hacia el Juez y su tajante afirmación de que repetiría gustoso el ataque al demandante, no permitían ya hacerse demasiadas esperanzas respecto a la sentencia que, finalmente, fue de ocho años y un día de prisión mayor. En la cárcel, Aurelio no tiene buena fama. Se rumorea entre sus compañeros que será difícil que consiga el «tercer grado». “Demasiada misantropía”, comenta uno que está haciendo Filosofía Pura por la UNED. Y parece que, efectivamente, no se habla con nadie; en las horas de «recreo» en el patio se le ve pasear solitario con las manos cogidas a la espalda, musitando maldiciones contra

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su perra suerte. Desde el primer día tuvo problemas con su compañero de celda, un tipo simpático, con una novia espectacular, cuyo retrato había mostrado con orgullo a todos los presidiarios. Pues el caso es que desde que llegó Aurelio, se empeñó en que éste tenía una boca idéntica a la de su novia. Y a los pocos días andaba ya acosándolo como un poseso, suplicándole un beso, “sólo uno”, que era “no más para recordarse de su piba”, de modo que Aurelio se vio obligado a solicitar un cambio de celda, lo que le acarreó el desprecio de los demás presos, que le reprochaban su falta de generosidad. Por otra parte, la psicóloga de la prisión opina que las cartas que recibe semanalmente de Amparo, quejándose del tedio de su vida conyugal, tampoco contribuyen para nada a su reinserción.

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EL ESTORNUDO

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esde bien pequeño había trabajado muy duro. Era el mayor de ocho hermanos de una familia de campesinos pobres, que labraba una tierra árida e ingrata. Pronto supo que la única manera de escapar de ese destino miserable era el estudio. Y, sin dejar de ayudar en las tareas del campo, puso todo su empeño en los libros, robando horas al sueño, dejándose los ojos en los textos apenas iluminados por la llama de una vela. Ya con el certificado de estudios primarios en el bolsillo, le llegó el momento de incorporarse a filas. Y en el ejército vio la oportunidad que andaba buscando para ser alguien en la vida. Nuevamente tuvo que emplearse a fondo, soportar los malos modos de los superiores, jóvenes de buenas familias, hijos de oficiales muchos de ellos, que

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se reían de su tosquedad. Varias veces tuvo que reengancharse como soldado raso, hasta que le permitieron entrar en la escuela de oficiales. Luego vino la guerra y con ella la oportunidad de demostrar su valor, su destreza y su buena fortuna. Sus victorias, el prestigio entre sus hombres y la fama entre la población civil le llevaron al generalato en una carrera meteórica. Era la víspera de la gran batalla, tanto tiempo esperada: El enemigo, ya casi derrotado, había concentrado todas sus fuerzas, en un intento desesperado, negándose a la rendición. El flamante general se sentía a un paso de su consagración definitiva. El soldado que hacía guardia ante la tienda del general estornudó con fuerza. El general soñaba en ese momento que su ejército derrotado se batía en retirada; él se había quedado solo y avanzaba con cautela, amparado en la oscuridad, entre las tropas enemigas, intentando huir. El estornudo del soldado se metió en su sueño y tomó la forma del grito de alarma del enemigo que le había descubierto. Sintió un fuerte pinchazo en el pecho. Al amanecer, el asistente entró en la tienda del general y lo halló muerto. Los altos mandos pasaron el día discutiendo la situación: varios de ellos ambicionaban el mando, todos sabían que el

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panorama se presentaba difícil, pues, aunque sus fuerzas eran superiores, la tropa sólo confiaba en el general, cuyo carisma era insustituible. Llegó la noche sin que hubieran tomado ninguna decisión. La tropa estaba inquieta por la ausencia del general, aunque se les había informado que éste estaba sólo indispuesto. De madrugada se produjo el ataque, y la falta de resistencia sorprendió a los propios atacantes. Un soldado entró en la tienda desprotegida del general, vio el cuerpo tendido en el catre y, sin pensarlo dos veces, le asestó una puñalada en el corazón inerte, que no sintió el pinchazo. Los historiadores han elaborado desde entonces variadas teorías para explicar tan incomprensible derrota que cambió para siempre el signo de la Historia. Si el estornudo de un soldado puede cambiar el curso de la Historia, ¿qué estúpido engreimiento nos lleva a pensar que podemos controlar nuestro destino?

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LA MUJER MÁS TRISTE DEL MUNDO

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ra alta y triste, tenía un lunar en el centro mismo de la barbilla y carecía de proyectos. Fue quizá por el lunar o tal vez por la tristeza que el tipo aquel (unos cincuenta años, bien vestido y bastante borracho) la eligió precisamente a ella, en un día en que casi todas las chicas del local estaban disponibles. Hacía el amor con profesionalidad, pero no prodigaba los aspavientos ni tampoco las palabras. Normalmente, los clientes no salían muy contentos, y era raro que repitieran con ella. Pero aquel tipo, tan elegante y borracho, era distinto: al terminar, le agradeció sus servicios y le extendió un cheque por un importe desmesurado. Al día siguiente, mientras se dirigía a la sucursal que figuraba en el talón, pensaba que lo

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más probable era que fuese falso o que la cuenta no tuviera fondos. Pero lo cierto es que salió del banco con un fajo de billetes que apenas cabía en su bolso. Oyó entonces el inconfundible sonido de la sirena de un barco. Sin saber muy bien lo que hacía, se encaminó al puerto. Anduvo un rato merodeando por los escaparates de las agencias de viaje: Mallorca, las islas griegas, los fiordos noruegos... No tenía el menor interés por ninguno de aquellos lugares; ni por cualquier otro, en realidad. Sentía tan solo el impulso de embarcar, de marcharse lejos. Y no podía imaginar porqué. A sus cuarenta años, jamás había viajado ni había sentido nunca el deseo de hacerlo. Confusa, pero decidida, entró por fin en una de las agencias: un detalle de uno de los anuncios había llamado su atención: el barco zarpaba a la mañana siguiente; lo demás no importaba mucho. El viaje contratado resultó ser un crucero por el Mediterráneo, y, como cabía esperar, la mujer triste era la única que viajaba sola. Esto la convirtió de inmediato en el centro de todas las atenciones. Desde los camareros a los oficiales, todos se la disputaban, ya fuera para servirle un martini o para sentarse a su lado en la cena. A la hora del baile, algunos pasajeros, a despecho de sus mujeres, se añadían al pelotón de los pretendientes. La

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mujer del lunar bailaba con la misma profesionalidad con la que hacía el amor: una rara perfección, unida al más absoluto desapasionamiento. A los pocos días, el rumor de que la mujer triste era una prostituta se había extendido por todo el barco. Empezaron a llegarle proposiciones, que ella rechazaba, sin molestarse en fingir escándalo. Los rumores subieron de tono, muchos pasajeros mostraban ya abiertamente su descontento, y algunos amenazaron incluso con demandar a la compañía. El capitán se vio obligado a tomar cartas en el asunto. Le ofreció la devolución del importe íntegro del viaje y una sustanciosa indemnización, a cambio de que abandonara el barco en la próxima escala. La mujer triste aceptó, sin mostrar extrañeza o desagrado alguno. Desembarcó en algún lugar de la costa de Túnez. Se alojó en un hotel muy cerca del puerto. Desde la ventana de su habitación, contemplaba el ir y venir de los barcos, observaba a los marineros que se afanaban en distintas tareas y a los turistas que paseaban por el muelle con sus cámaras de fotos. No tenía planes y no esperaba nada. Una noche, cuando tomaba un martini en una terraza, un hombre se acercó a ella y le pidió permiso para sentarse a su mesa. La mujer del lunar asintió con naturalidad. Era sin duda un

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marinero: tenía el rostro curtido por el sol y por el aire, los brazos musculosos, la espalda ligeramente encorvada y unos ojos azules que destacaban sobre el moreno de su piel. El marinero la invitó a conocer su barco: un velero de mediano tamaño con el que organizaba pequeñas travesías para turistas. Esa misma noche, hicieron el amor en el camarote del marinero. La mujer triste jadeó ligeramente y creyó sentir algo que jamás había sentido. Esas sensaciones desconocidas le produjeron extrañeza y un cierto desasosiego. Los días siguientes transcurrieron en compañía del marinero. Era un hombre simpático y optimista, parecía siempre de buen humor y hablaba sin parar. Volvieron a hacer el amor, y la mujer tuvo de nuevo las mismas sensaciones. Y ya no podía dudar de que era placer lo que sentía. Un día, el marinero le anunció que zarpaba hacia Menorca con un grupo de turistas. Le ofreció que fuera con él, y ella aceptó sin dudar. La travesía trascurrió sin incidentes, y en la fecha prevista atracaron en el puerto de Mahón. Tenían unos días libres antes de emprender la vuelta. El tiempo era magnífico y aún no era época de turismo masivo. El marinero la llevó a recorrer las calas semidesiertas de la isla. La mujer triste se sentía bien, mejor de lo que nunca antes se había

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sentido. Por su cabeza rondaba la palabra amor, pero no quería pensar en eso. Una noche, de vuelta al barco, les esperaba la guardia civil. Tenían una orden de registro. En algún lugar del cuarto de máquinas, apareció un cargamento de hachís. El barco fue precintado y el marinero conducido al calabozo. La mujer triste buscó alojamiento en un hotel cercano a la comisaría, a la espera de acontecimientos. En pocos días estuvo resuelto el papeleo; el marinero sería trasladado a prisión a la espera de juicio. Le permitieron hablar con él, y el marinero no quiso darle la menor esperanza: era reincidente, no se libraría de la cárcel y podían caerle bastantes años. “No me esperes”, le dijo al despedirse. Y la mujer no le esperó. Se demoró aún algunos meses antes de regresar. Recorrió muchos lugares de distintos países, sin importarle demasiado dónde estaba en cada momento. Conoció a algunos hombres, pero no volvió a sentir el placer que le había dado el marinero. De regreso a la ciudad, se dirigió a su antigua pensión. Por pura casualidad, estaba libre la misma habitación que ocupaba antes de su viaje. Por la tarde, fue al club donde había trabajado. Aunque la dueña la recibió con reproches

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por haberse ido sin avisar, necesitaban chicas, y la volvió a contratar. De este modo, en pocos días, la mujer triste llegó a tener la sensación de que nunca se había ido de allí. Un día, volvió por el local el hombre elegante. Y otra vez la eligió a ella. La mujer del lunar sintió que algo se removía en su interior, pero era una profesional, y no dejó que esos sentimientos influyeran en su trabajo. Sin embargo, al terminar, no pudo evitar interrogar al hombre. Le preguntó si recordaba el talón que le había dado en la ocasión anterior. El hombre lo recordaba perfectamente. La mujer le preguntó por qué lo había hecho. El hombre elegante dudó un poco. “¿De verdad quieres saberlo?”, le preguntó. “Creo que sí”, contestó ella. “Está bien ―dijo él―, lo hice porque me pareciste la mujer más triste del mundo”.

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RITO EGIPCIO

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e he echado tanto de menos, amor mío. No lo vas a creer, pero en todo este tiempo no he dejado un solo instante de pensar en ti. No digo que no haya querido olvidarte. Al contrario: lo intenté con ahínco. Busqué y encontré otras mujeres, otros aromas, otros tactos... En ocasiones las elegía semejantes a ti: melena rubia, piernas largas, ojos claros...; me gustaba comprobar que no era demasiado difícil encontrar alguien similar. Pero luego, sus besos no tenían el sabor de los tuyos, sus caricias apenas me excitaban; hasta las mujeres de más acreditada experiencia me parecían torpes comparadas contigo. Y tu piel; añoraba tanto tu piel... A su lado, todas las otras me parecían demasiado ásperas (hasta las de las más jóvenes). ¿Recuerdas cómo me gustaba

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mordisquear los lóbulos de tus orejas? Te parecerá una bobada, pero en todos estos años no me he permitido hacerlo con ninguna otra. No sé, pensaba que eso era algo muy especial entre tú y yo, que sería una traición hacerlo con otra. Tampoco he consentido que nadie me acariciara en ese lugar que tú me descubriste. Ahora estás de nuevo a mi lado y ya nada importa, pero no puedes imaginarte lo que me han atormentado los celos en estos años. Te imaginaba con él, jugando, riendo... Cien veces estuve a punto de matarme, pero siempre me retuvo la esperanza de estar otra vez contigo. Ahora sé que ha valido la pena. Ya no siento celos de él: tú misma me has dicho que nunca le has querido, que fue sólo una unión de conveniencia, que tú también me has echado de menos. Claro que, en tus circunstancias, es fácil sospechar que puedes haber mentido. Pero no quiero pensar en eso ahora. Estás aún más hermosa que en mis recuerdos. Tu piel sigue siendo la más suave del universo, la más sonrosada, la más dulce. Tus senos siguen firmes como los de una adolescente y tus nalgas y tus muslos espléndidos y duros. Voy a besar tu oreja. No hay ninguna alteración en tu piel. No sé por qué tenía la esperanza de verla erizarse de nuevo. Pero no importa, quiero que me acaricies en ese punto que

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tú sabes; no te preocupes, yo dirigiré tu mano. Así, así... Voy a follarte, amor. No me importa que no colabores, ya había contado con eso. A fin de cuentas, nos casamos por el rito egipcio, ¿recuerdas?, así que no es extraño que haga el amor como un embalsamador. Y no te preocupes por mí, amor, no dejaré que me cojan. No soportaría la cárcel. Aún tengo claustrofobia, ¿sabes?

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BUEN VIAJE

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ólo la muerte confiere algún interés a la vida, la eternidad tiene que ser un plomazo insoportable y su sola mención produce agorafobia. En la eternidad, aquella noche de amor que pasaste con esa chica perdería su fugacidad y se repetiría hasta el hastío, el poema que leíste un día y que tanto te impresionó, volverías a leerlo hasta la saciedad. Y los segundos de terror que sufriste al salirte con el coche en aquella curva, y el día en que te graduaste, y la primera vez que visitaste un burdel, y aquel anochecer en Venecia, y la muerte de tu padre... todo se repetiría infinitamente hasta quedar desprovisto de cualquier significado. Pero, aun olvidando la tediosa eternidad, los momentos intensos son tan escasos que vivir resulta duro. Seguir viviendo cuando hace tiempo ya que descubriste

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que la amistad no era más que una fantasía adolescente, que el amor es pasajero y no da la felicidad, que triunfar es mucho más duro de lo que imaginabas y casi nunca merece la pena, que el ser humano es la criatura más feroz y destructiva de la Naturaleza, que nunca haremos la revolución, que tu perro no vivirá para siempre. No es preciso que ocurran grandes tragedias para abominar de la vida, basta con la vulgaridad, con la sensación de vacío, con el sentimiento de lo absurdo. Camus quería que aceptáramos nuestra condición absurda haciendo un alarde de dignidad, pero el espíritu es débil y tiende a la evasión. Por eso nos drogamos: con alcohol, con sexo, con fútbol... Nos drogamos de mil maneras diferentes, pero, llegado el verano, la fórmula más utilizada es fugarse a cualquier lugar distinto del habitual, huyendo de la aplastante realidad cotidiana. Lo malo del viaje es que, vayas donde vayas, siempre irás contigo mismo, lo bueno, como decía Proust, es que “como no sabía dónde estaba, tampoco sabía quién era”. Olvidarnos de nosotros mismos, de nuestra mediocridad, es la verdadera finalidad del viaje. Pero las vacaciones duran poco y la vuelta a Ithaca, por mucho que Penélope te haya esperado o precisamente por eso, te pone de nuevo ante la misma frustración. Sólo cabe una solución: ha-

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cer de tu vida un viaje permanente, una aventura iniciática que sólo termine con la muerte, ser Perceval a la busca del Santo Grial, siempre joven, siempre aprendiendo, con la secreta esperanza de que el objeto buscado no aparezca nunca. Si regresas a Ithaca estás acabado. Buen viaje, y si la Fortuna te permite escuchar el canto de las sirenas, no dudes en dejarte llevar por la seducción de su música. Y si el viento te conduce al país de los lotófagos disfruta del placer del olvido. Buen viaje, y no te apresures en volver.

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UN BUEN DÍA

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ubiera querido llevar una vida de aventuras y amoríos. No sujetarse a reglas (delinquir), ni atarse jamás a una amistad o a un amor. Pero, pronto comprendió que también para ser un «vividor» se requerían ciertas facultades: determinación, instinto, fiereza, autosuficiencia..., de las que carecía por completo. Con cuarenta años recién cumplidos y apenas cinco «trienios» de antigüedad consiguió el ansiado ascenso a jefe de negociado. Ese mismo día, al salir de la oficina, invitó a todos los compañeros de sección a tomar unas copas. Unos cuantos se animaron a continuar la juerga y decidieron ir a un sitio de alterne en la zona más lujosa de la ciudad. Afortunadamente, tenía la buena costumbre de llevar corbata. Antes de entrar al local, se sacudió cuidadosamente la

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caspa que salpicaba aquí y allá su americana cruzada. La muchacha que se ofreció a bailar con él ―piernas larguísimas, melena rubia― era verdaderamente simpática. No le importaba su barriga ―le dijo―, y su calva incipiente era sólo un signo de virilidad. El precio fue caro, pero el apartamento de la chica era de auténtico lujo y le invitó además a una botella de cava. No pudo hacer el amor, había bebido demasiado, pero ella le supo disculpar con palabras amables. Le costó encontrar un taxi que quisiera llevarle a esas horas a la barriada de las afueras donde vivía. Al entrar en su casa se descalzó para no despertar a su mujer y a los niños. Hizo balance mientras conciliaba el sueño y le pareció que había sido un buen día.

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SOLEDAD

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l asesino que tuvo aterrorizado al país durante más de un año, dejó escrito en su diario el siguiente apunte, fechado en el mismo día en que cometió su último crimen y puso fin a su vida: “La soledad es un saco sin fondo: Los cadáveres de todas las vírgenes del universo no bastarían para llenarlo”.

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PARÁBOLA

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ras haber fatigado durante incontables años todos los océanos y haber llenado su voz de las hermosas palabras de los navegantes: barlovento, sentina, bitácora..., el viejo marinero supo que el mar era sólo un espejismo. Dio la espalda a la costa, arrojó tras de sí su gorra, su camiseta de rayas azules y su petate y echó a andar tierra adentro. Anduvo durante días y días sin apenas detenerse ni jamás mirar atrás; contento de sentir la tierra firme bajo sus pies. Llegó al pie de una montaña, pero tampoco eso le detuvo: triscó peñas arriba hasta alcanzar la cumbre. Sólo entonces pretendió reposar. Se sentó sobre una piedra, se dispuso a contemplar el horizonte y..., casi no hace falta decirlo, allá lejos, muy lejos, pero extrañamente nítido y más bello y tentador que nunca estaba el mar.

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MATRIMONIO PERFECTO

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quella tarde creí sentir la imperiosa necesidad de estar solo. Como soy persona que propende a la duda y hasta a la confusión, no puedo desaprovechar los escasos momentos en que mis determinaciones son tan rotundas, así que no escatimé detalle que pudiera añadir alguna solidez a esa decisión. Apagué el ordenador, desconecté el móvil y desenganché la conexión del fijo; inspeccioné la nevera y la despensa, comprobando con satisfacción que tenía la cena resuelta: media barra de pan, una lata de pimientos del Bierzo asados en horno de leña, un bote de bonito del Cantábrico y una botella de bourbon sin empezar. Le di la vuelta al muñeco de «Corto Maltés», que tiene la virtud de hacer volar mi imaginación y, no sin cierto

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embarazo, procedí a enrollar el póster plegable de Ariadna Gil que preside mi salón. Eché un vistazo a mi alrededor para comprobar que el decorado se ajustaba bien a mis pretensiones y, con gesto satisfecho y actitud reposada, me dirigí a la estantería a escoger alguna de las cuatro novelas que tenía empezadas, dispuesto a pasar con la elegida largas horas de intenso gozo intelectual. Una hora después, resignado y huraño, me ponía la americana y salía de casa. Mis propósitos más firmes son así de volubles. Fui a un pub cercano donde sabía que la música resultaba soportable y, quizá por eso, no solía estar muy concurrido. Cuando se fue el último grupo, yo acababa de pedir mi cuarto bourbon y tenía perfecto derecho a permanecer en el local el tiempo que se me antojara. Pero el camarero tenía sus propias ideas al respecto y no carecía de recursos para imponerlas: primero quitó la música, luego procedió a recoger los vasos de las mesas con un estruendo injustificado y, finalmente, comenzó a tamborilear con los dedos sobre la barra, consiguiendo un soniquete en extremo irritante, al tiempo que me dirigía miradas hostiles. Decidí marcharme. Pero, eso sí, sin dejarle un duro de propina. El

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tono con que me obsequió al despedirse con un “muchísimas gracias, caballero”, me dio a entender que también en este asunto de las propinas, el individuo debía tener sus propias ideas. Anduve sin rumbo por calles cada vez más solitarias hasta que la horrenda música que salía de una discoteca llamó mi atención. Me repelía por motivos evidentes y me atraía por causas oscuras que no me siento capaz de analizar. El caso es que entré, a pesar de que el portero estuvo a punto de impedirlo ―se lo noté en la cara y no me extrañó demasiado: estaba claro que no tenía mi día con el gremio de hostelería―. Pedí un bourbon en la barra y me dirigí a una mesa situada al borde mismo de la pista de baile. Un culo revoltoso se meneaba imponente e infatigable a un palmo de mis narices, ocupando por entero mi campo visual. Debo decir que no soy persona que actúe groseramente a dictados de su instinto, sino, por el contrario, civilizada, cerebral y tendente a la duda, como dije al principio. Pero no es mi culpa que en los servicios de hostelería que padecemos adulteren hasta el bourbon. Y sólo esta burda adulteración puede explicar que en algún

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momento, mi mano se deslizara hacia aquellas nalgas omnipresentes y mis dedos pellizcaran su carne firme y mollar. Ella apenas acusó el ataque, pero el energúmeno aquel, en el que para nada había reparado hasta entonces, se abalanzó sobre mí chillando palabras incomprensibles en medio del estruendo de la música. Afortunadamente, una barrera humana se interpuso de inmediato entre el potencial agresor y mi persona, que tenía en esos momentos la capacidad de reacción bastante disminuida. Apareció luego el portero, mirándome con cara de “ya me olía yo que este individuo no era de fiar”. El incidente no había tenido la menor importancia, pero el dichoso portero se empeñó en que aquel era un “local muy serio” (lo repitió varias veces, a pesar de que intenté explicarle que era una expresión absurda) y debía llamar a la policía. Me retuvo con coacciones hasta que llegaron los agentes. Fuimos los tres a comisaría, nos tomaron declaración, me cayó encima una reprimenda de parvulario y no hubo más, salvo que el energúmeno seguía en un estado de excitación totalmente desproporcionado a la nimiedad del asunto. Dos semanas después, Paula, la propie-

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taria de aquellas pomposas nalgas, se presentó en mi domicilio. Por decirlo en pocas palabras: el energúmeno, que era su marido, no se recuperó nunca del incidente; no hubo forma de que se calmara, a pesar de que ella lo intentó todo, desde el sexo a la tila. A la noche siguiente tuvo que ingresarle en un hospital con síntomas de infarto y unas horas después “falleció para siempre” (así mismo lo dijo Paula). A pesar de lo escabroso del asunto, la conversación transcurrió en todo momento en términos de lo más cordiales, un detalle que siempre agradeceré a Paula, pues detesto los melodramas. Estábamos a punto de acabar la botella de bourbon que había abierto para la ocasión, mi brazo derecho rodeaba su cuello en actitud consoladora y mis dedos de la mano correspondiente tocaban nerviosos e indecisos el principio de sus generosos senos, cuando Paula me pidió permiso para sincerarse conmigo. “No faltaría más”, me apresuré a conceder. El caso es que el marido había dejado casa, unos ahorros no desdeñables, un seguro de vida más bien magro y una pensión de pena. En resumidas cuentas, Paula se vería obligada a ir tirando de los ahorros, era muy mala administradora y se temía que en poco tiempo se vería abocada a una vida

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de estrecheces, y hasta pudiera ser que de miseria, “si usted me apura”. Los que se apuraban eran mis dedos, buscando profundizar en su escote, lo que me obligaba a mantener una postura cada vez más forzada y propensa al lumbago. Entre tanto, ambos nos poníamos de acuerdo en que yo estaba libre de toda responsabilidad desde el punto de vista legal o jurídico, pero no desde una “perspectiva moral o ética” (así lo expresó ella). Una vez analizada al detalle mi situación económica, bastante buena aunque sin alardes, decidimos que la solución más lógica y “moral” era la de casarnos. Llegados a este punto, le propuse que pasáramos a mi dormitorio, pero ella rechazó con amabilidad y firmeza la propuesta, ya que aún no estábamos casados. Establecimos un plan decoroso para nuestras relaciones: tres meses de luto durante los que no podríamos vernos, aunque sí hablarnos por teléfono para ir concretando algunos asuntos de índole económica y cuatro meses de relaciones formales, en los que iríamos conociendo a nuestras respectivas familias y amistades, y al final de los cuales anunciaríamos oficialmente nuestras relaciones y podría besarla en la boca, aunque sin lengua, que le daba mucho asco. La boda debía celebrarse en un plazo de entre

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quince días y un mes a partir de la fecha del anuncio oficial (menos, hubiera parecido precipitación y dado lugar a sospechas; y más, pudiera interpretarse como falta de pasión) y debía tener unos doscientos cincuenta invitados (menos, podría parecer tacañería; y más, dispendio). A estas alturas, estaba yo tan admirado de la prudente sabiduría social de Paula, que mis dedos se entregaban afanosos a la noble tarea de hurgar en uno de sus pezones, sin que ella, concentrada en la minuciosa organización de los prolegómenos de nuestra boda, pusiera ningún obstáculo a mis actividades, ni mostrara tampoco, bien es cierto, el menor entusiasmo por ellas. Me encontraba ya en pleno sofoco de excitación y bourbon, cuando Paula dio por terminada la conversación y, tras el oportuno intercambio de tarjetas, se fue como si tal cosa. Los meses siguientes transcurrieron según el plan de Paula. En los tres primeros hubo dos llamadas suyas, consultándome sobre asuntos financieros, y cuatro mías solicitándole sin éxito que diese por finalizado el luto y comenzara ya la siguiente fase. Pasados los cuatro meses de cortejo y veinte días más tuvo lugar la boda con doscientos cincuenta y cuatro invitados exactamente. El viaje de novios estaba previsto que

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durase diecisiete días y transcurriera por tierras centroeuropeas, pero una ligera indisposición de Paula nos obligó a posponerlo. Nos fuimos a vivir a mi casa, en dormitorios separados por expresa voluntad suya. Me obligó a quitar del salón el póster de Ariadna Gil y a deshacerme definitivamente del muñeco de «Corto Maltés», que le parecía a la vez infantil y perturbador para mi trabajo. Por lo demás, no tuvimos mayores roces y el bourbon nos unía mucho. Como en todos los matrimonios, ella tenía frecuentes jaquecas, largas menstruaciones y otros asuntos que le impedían hacer el amor conmigo. Pero también eso lo solucionamos de una manera tan civilizada como sincera. Es decir, que ella me reconoció que yo no le atraía en absoluto, pero se avino a acostarse conmigo como una esposa normal. La normalidad, tras consultar algunos manuales y hacer una discreta encuesta entre las amistades, se fijó definitivamente en dos sábados de cada cinco. Aparte de eso, me estaban permitidos algunos toqueteos mientras veíamos la televisión y magrear discretamente a la asistenta, a cambio, claro está, de un sobresueldo que para sí lo quisieran muchos funcionarios. Era el nuestro, pues, un matrimonio

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perfecto, basado en el pacto civilizado y desprovisto de toda pasión. Como yo trabajo en casa, ella salía mucho, ahuyentando así la monotonía y los conflictos que se derivan del excesivo roce. Teníamos dos cuartos de baño, lo que evita también muchas disputas sobre la pasta de dientes, el uso de la escobilla, los turnos de utilización, etc. Tampoco había problemas respecto al reparto del trabajo de la casa: todo lo hacía la asistenta. Era un matrimonio perfecto, ya digo, pero Paula debía tener sus propias ideas al respecto. En tres meses de tan feliz convivencia, Paula había tomado al asalto todas mis cuentas bancarias, que ya no eran mías, sino conjuntas. Lo comprobé con cierto bochorno cuando fui a abonar una cena entre amigotes que me correspondía pagar. El encargado, hombre estricto y prevenido contra mí como todos los del gremio de hostelería, fue rompiendo una a una, al más puro estilo yanqui, todas mis tarjetas de crédito, en medio de las risotadas de mis compañeros. No volví a ver a Paula, aunque sí tuve varias oportunidades de acordarme de ella al tener que ir de sucursal en sucursal a negociar la mejor manera de saldar los números rojos

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que tenía en todas ellas, y, especialmente, el día que se presentó en casa una encantadora pareja de recién casados dispuestos a tomar posesión de ella, después de haber abonado una jugosa cantidad en concepto de señal. Pero eso sólo es dinero, no tiene demasiada importancia. Pasado el tiempo, lo único que puedo reprocharle seriamente es que me hiciese tirar el muñeco de «Corto Maltés». Fue una crueldad innecesaria.

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EL INSATISFECHO

A

quella mujer yacía a su lado, cariñosa después del amor, tierna y generosa. Pero la mente del insatisfecho vagaba ya por otros mundos: Se imaginaba a sí mismo, ebrio y lúcido, en una oscura taberna, sentado a una mesa, con la única compañía de una botella de mal vino, ahogando una vaga pero hondísima desdicha de algún infortunado amor. En una esquina de la barra, una vieja prostituta apuraba despacito una copa de coñac, con la remota esperanza de ver entrar algún cliente. De la máquina de discos salían las notas de una melodía infinitamente triste. Una desgarradora voz de mujer cantaba en un idioma desconocido y, sin embargo, absolutamente nítido. El insatisfecho encendía el enésimo cigarrillo. Las palabras de la mujer cariñosa, avisándole de

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que se le iba a caer la ceniza, le devolvían a una realidad que juzgaba vulgar en comparación con sus sueños. En los demorados atardeceres de primavera, ajeno al embrujo de una naturaleza plagada de aromas y colores recién estrenados, añoraba el crepitar de los leños en una vieja chimenea de piedra, los árboles desnudos, las prolongadas noches, el monótono sonido de la lluvia, el omnipresente gris del paisaje y el frío entumecedor, a los que su enfebrecida fantasía convertía en elementos propiciatorios de una melancólica felicidad. Las mujeres deseables estaban sólo en sus sueños o en los libros; los paisajes más hermosos, muy lejos de su alcance; las aventuras que hubiera querido vivir sólo hubieran sido posibles en tiempos muy remotos.

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LA IRRESISTIBLE ATRACCIÓN DE SUS AXILAS

E

s cierto que había ingerido ya tres ginebras, pero eso no es gran cosa para un tipo de mi complexión y mi tenacidad etílica. Y que el local estaba oscuro, especialmente en el pequeño hall que daba paso a los cuartos de baño; pero se trata de un argumento endeble para alguien como yo, acostumbrado a los locales nocturnos, tan proclives a las medias luces, a las tinieblas insinuantes que proclaman oscuros misterios hasta en las mujeres más vulgares. Y casi no me atrevo ni a referirme a la ridícula similitud entre el símbolo masculino y el femenino grabados en las puertas de los respectivos lavabos, tomado quizá de los ominosos tiempos de la moda «unisex», ambigüedad que sólo sirve para aumentar el apuro de quien

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llega a ellos con demasiada urgencia. Ni ginebra, ni oscuridad, ni ambigüedad, sólo mi permanente estado de enajenación o de ensoñación, mi permanente estar sin estar en ninguna parte, explica que pudiera entrar sin pretenderlo en el servicio de señoras. Estaba allí, con los brazos en alto, enseñándole divertida a una amiga la morbosa disimetría de sus espléndidos sobacos. Fue sólo un instante, soy persona educada, apenas musitar un “perdón”, y salí inmediatamente. Pero bastó para que quedaran grabados en mi memoria aquellos dos hermosísimos sobacos, uno perfectamente rasurado, el otro con todo su vello natural, no muy largo, más bien lacio, de un tono castaño claro, quizá un punto rojizo. El resto de la noche apenas pude apartar la vista de ella; la miraba con calculada discreción, sin pretender ocultar que me atraía, ni parecer impertinente; eran miradas que no disimulaban mi interés por ella, reiteradas pero fugaces. Esperé el momento oportuno para acercarme; apagué el cigarrillo para que su olor no interfiriera en mi percepción del suyo. Reconozco que temblaba de miedo ante la posibilidad de que mi instinto me hubiera engañado. Afortunadamente no fue así: sus axilas expedían el ligero olor corporal que había soñado, libre de cualquiera de esos productos que camuflan

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los excitantes aromas del cuerpo femenino. Sus ojos sonreían y los míos vacilaban entre fijarse en los suyos o espiar los ligeros movimientos de sus brazos cuando alzaba la copa para echar un trago o encendía un cigarrillo; movimientos que me permitían vislumbrar por unos instantes retazos de los prometedores paraísos que se ofrecían a mis labios, a mi lengua y a mis dientes. “¿Me acompañas al lavabo?”, preguntó. Quiso que fuera en el de caballeros y yo, por supuesto, no hice la menor objeción. En cuanto cerramos la puerta, se puso frente a mí y fue levantando lentamente los brazos, hasta que sus manos se enlazaron por detrás de su cabeza. Mi primera visión no me había engañado: la cavidad diáfana de la axila depilada era el hoyuelo más tentador que hubiera visto nunca; la melena efectivamente rojiza de su otra axila caía ligeramente pretendiendo ocultar provocadoramente el tesoro que ya conocía por su compañera disimétrica. Miré primero con delectación, detenidamente; acaricié después ambas axilas demorándome en la percepción simultánea de sus disímiles geografías; luego mis labios y mi lengua fueron pasando lentamente de la una a la otra, de la cautivadora cavidad a los excitantes pelos; mi boca entera, labios, lengua, dientes, se disponía ya a devorar aquellas gozosas cavernas, la

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oculta y la que se ofrecía en su artificial desnudez, cuando irrumpieron en el lavabo «los Velázquez», conocida pareja de hecho, uno con su sempiterno Pulligan de chico del CEU de los años sesenta, el otro con su chaleco de dandy, ambos pulcrísimos, aseadísimos, afeitadísimos...; uno dijo “puag”; en el rostro del otro se dibujó un gesto de profundo rechazo. Afortunadamente, se fueron enseguida y la chica de las axilas disímiles y yo pudimos culminar nuestro excitante encuentro.

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TERNURA (ESCENA MUDA)

A

rden leños en la chimenea y se ve caer la nieve a través de la ventana del salón. El marido ojea distraídamente un libro de ilustraciones japonesas, mientras toma una copa de coñac; la mujer está concentrada en alguna labor de ganchillo. El hombre, enamorado de otra mujer, imagina de pronto que su esposa podría morir en cualquier momento. Entonces se levanta, se acerca a ella y le acaricia dulcemente la mejilla. La mujer sonríe, desconcertada. Por un momento, piensa que, tal vez, no debió envenenar el coñac.

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VIAJE

A

cada paso el camino se bifurca y debemos elegir. No cabe pararse ni tampoco retroceder: los puentes que cruzamos van cayendo a nuestro paso. Y cada sendero que rechazamos guardaba sin duda en su trayecto experiencias que ya nunca tendremos, vidas que no viviremos. Así las cosas, y con esta realidad tan impregnada de rutina y este carácter que tiende a la insatisfacción, ¿cómo evitar la nostalgia de lo que nunca existió? Y no hay consuelo que valga: Pocas frases más idiotas que esa, tan de moda en estos tiempos de «positividad», de “hoy es el primer día del resto de tu vida”. ¡Valiente estupidez! Como si el pasado no existiera y sus luces y sus sombras no

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se proyectaran sobre nuestro presente, limitándolo, marcando los territorios por los que podemos deambular y los que nos están vedados ―como cuadros blancos o negros para un alfil― y condicionando nuestro futuro. Que el camino que ahora mismo recorremos sea suave o abrupto, ameno o yermo, transitado o solitario..., depende de la sensatez o la frivolidad, la fantasía o el realismo, el miedo o la audacia, la inteligencia o la torpeza... que en cada bifurcación nos han impulsado a tomar un determinado sendero y no otro. Y del azar, claro, siempre el azar, para recordarnos que, a fin de cuentas, todo esto no es más que un juego; un juego en el que nos va la vida, es cierto, pero sólo un juego. Al final, supongo, el camino será apenas un estrecho desfiladero que habremos de recorrer en solitario, sabiendo de antemano que no hay más bifurcaciones.

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EL VIAJANTE DE COMERCIO

A

l cumplir los treinta años, Antonio Hurtado continuaba aún al servicio de la misma tienda de ultramarinos donde había empezado a trabajar como chico de los recados siendo apenas un chaval. Ahora era dependiente, tenía un sueldo fijo, seguridad social y el aprecio de los ya ancianos propietarios de la tienda y de la mayor parte de la clientela. Antonio Hurtado no era un hombre ambicioso: estaba conforme con su destino, en la medida en que era incapaz de concebir otro. Además, conocía bien sus limitaciones: no era muy inteligente y carecía de la más elemental cultura. Con los años, obligado por las circunstancias, había

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aprendido a manejar los números con precisión y rapidez. Esto, su amabilidad, quizá un tanto servil, y su incondicional fidelidad a los propietarios eran su único bagaje. Al cumplir los treinta años, Antonio Hurtado no había conocido mujer. Su extremada timidez, su escaso atractivo físico, su acentuado amaneramiento y, por qué no decirlo, su precaria situación económica le habían disuadido de antemano de cualquier intento. Y, ni que decir tiene, que jamás ninguna mujer se sintió, siquiera remotamente, atraída por él.

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Con sus treinta años de vida gris a cuestas y una experiencia laboral que podía escribirse en un solo renglón, Antonio Hurtado se vio de pronto en la calle, con un subsidio de desempleo que a duras penas le daba para malcomer. Los viejos propietarios habían aparecido muertos una mañana en su propia casa, debido al parecer a un escape de gas. Y los herederos no tardaron ni quince días en liquidar un negocio que apenas dejaba beneficios. A los pocos meses, Antonio Hurtado se sentía tan desesperado como impotente para cambiar su situación. Y el natural pesimismo de su madre, con la que convivía, no contribuía para nada a levantar su ánimo. Hasta donde alcanzaba su memoria, la madre de Antonio Hurtado había sido siempre viuda, había vestido siempre de riguroso luto y había estado siempre enferma, aunque, a decir verdad, los médicos nunca fueron capaces de encontrarle nada en particular. Pero, como ya se sabe que «Dios aprieta, pero no ahoga», fue precisamente una de las pocas amigas de su madre, la Sra. Elvira, quien consiguió para Antonio Hurtado un nuevo trabajo: No era ninguna bicoca, pero dadas las circunstancias, no era sensato rechazarlo. Sin más trámite que una simple entrevista, Antonio Hurtado se convirtió

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en representante de comercio de una pequeña empresa especializada en la fabricación y comercialización de pañales para la tercera edad. Lo de representante era, en realidad, un tanto exagerado; su misión era más bien la de viajante, y su territorio la Comunidad de Castilla La Mancha. No tenía sueldo, sólo una magra dieta para cubrir sus gastos de viaje, comida y alojamiento y un porcentaje sobre las ventas. A sus cuarenta años cumplidos, Antonio Hurtado conocía de memoria todas las líneas de ferrocarril e itinerarios de autocar que cruzaban la región. No había un pueblo cuyo nombre ignorara y, si no había visitado aún todas las residencias de ancianos de su zona de trabajo se debía únicamente a que proliferaban con tal rapidez que resultaba una tarea prácticamente inabordable, además de que algunas, al no tener quizá los permisos en regla, se camuflaban de tal modo que eran casi imposibles de localizar. En esos años, Antonio Hurtado había dormido en innumerables pensiones, comido el menú del día en incontables restaurantes y fatigado calles y caminos de centenares de pueblos. Pero Antonio Hurtado no hubiera sido capaz de diferenciar las lentejas o la cinta de lomo con patatas de un restaurante u otro, ni las camas, de colchones invariablemen-

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te blandos y muelles sonoros, de una pensión u otra. Antonio Hurtado tampoco hubiera podido distinguir el paisaje, los árboles, los ríos, los edificios o las gentes de un pueblo u otro. A los cuarenta años, Antonio Hurtado no conocía mujer. A pesar de la minuciosidad con que Antonio Hurtado preparaba sus itinerarios, estudiando los horarios de ferrocarril y autocar, no podía evitar que, de vez en cuando, se viera detenido en algún pueblo, donde ya había terminado sus visitas, a la espera de enlazar con el próximo transporte. En uno de esos días muertos, al anochecer de una jornada extremadamente calurosa, Antonio Hurtado decidió, en contra de sus costumbres, tomarse un café en una terraza al aire libre. En la mesa de al lado, una muchacha llamó su atención: no hubiera podido decir si era hermosa o no, pero sí que tenía una melena corta y negra y unos ojos tan claros que eran casi transparentes. La chica charlaba y se reía con sus compañeros de mesa, aparentemente interesada en la conversación, pero su voz y sus gestos eran tan exageradamente calmados que transmitían una rara y atrayente sensación de languidez.

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En algún momento, Antonio Hurtado se sorprendió a sí mismo pensando: “¿Qué mundos estás soñando por detrás de esa apariencia de vida, más allá de lo que dices, al otro lado de tu risa?”. Por una fracción de segundo, Antonio Hurtado no supo bien si esa pregunta se había limitado a pensarla o la había expresado en voz alta. Turbado, se apresuró a pedir la cuenta y marchó de inmediato a su pensión. Le costó conciliar el sue-

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ño y lo achacó al calor. Como la noche fue un continuo duermevela, Antonio Hurtado no pudo discernir si había soñado o pensado que la muchacha de los ojos claros le contestaba: “Estoy sentada en la arena de una playa, donde las olas vienen a descansar, en silencio y sin espuma. El mar tiene un tono violeta encendido y un tren de mercancías se mece feliz en el horizonte...”. Rondaba Antonio Hurtado los cincuenta años, cuando la Sra. Elvira, a quien en su día dejó al cuidado de su madre, le comunicó el fallecimiento de ésta. En apenas tres días, y siempre con la ayuda de la bondadosa Sra. Elvira, Antonio Hurtado resolvió los engorrosos trámites que siguen a la muerte de un familiar y se reincorporó a su vida cotidiana. En una de sus rutinarias visitas a una residencia de ancianos como tantas otras, situada en un pueblo idéntico a otras docenas de pueblos, Antonio Hurtado se encontró con una situación que, si bien no le resultaba insólita en sí misma, sí podía calificarse de exagerada por el cúmulo de casualidades que la rodearon. Primero, tuvo que esperar un buen rato a ser recibido por la Srta. Araceli, directora de la residencia, ya que hacía apenas una hora había fallecido una de las internas y la directora andaba ocupada en llamar a los

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familiares, atender al médico que había acudido a certificar la defunción, consolar al resto de los residentes y resolver un millón de minucias más, de las que debía ocuparse personalmente, ya que ese mismo día, habían faltado al trabajo, aquejadas de gripe, dos de las tres enfermeras con que contaba. Cuando por fin pudo atenderle, y apenas Antonio Hurtado había comenzado a explicarle maquinalmente las ventajas de sus pañales para la tercera edad, la única enfermera que quedaba interrumpió la reunión para avisar a la Srta. Araceli de que otra de las residentes había empeorado de pronto y que ella se sentía incapaz de atenderla. La situación se agravaba, ya que el médico acababa de marcharse y no sería posible localizarle de nuevo hasta dentro de varias horas; llamar a una ambulancia, no siendo el médico en persona, era tarea condenada de antemano al fracaso. La Srta. Araceli, a la que Antonio Hurtado atribuyó al primer golpe de vista una edad entre cincuenta y sesenta y cinco años ―no era fácil precisar más― era una mujer menuda, activa y dotada de una natural autoridad y sentido práctico. Pidió a Antonio Hurtado que la acompañara y el viajante no supo decir que no. Le tuvo ocupado con pequeños recados hasta las tres de la mañana, hora a la que volvió el médico, que se ocupó

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de llamar a la ambulancia para que trasladara a la anciana residente hasta el Hospital Provincial. Felizmente agotados, la Srta. Araceli y Antonio Hurtado tomaron en silencio un café de puchero con el placer de quien degusta el más exquisito de los licores. Antonio Hurtado durmió esa noche en la única habitación vacía que había en la residencia, la que había dejado libre la mujer que falleció poco antes de su llegada, y, aunque la aprensión le hizo sentir al principio un improbable olor a muerto, enseguida se quedó dormido. A la mañana siguiente, la Srta. Araceli seguía con el mismo problema de personal. En pocos minutos, acalló las tímidas protestas de Antonio Hurtado y le convenció para que se quedara. La cuarta noche, al irse a dormir, fue Antonio Hurtado quien sintió inesperadamente la pena de que muy pronto acabara su estancia en aquella residencia. De hecho, una de las enfermeras se había incorporado ya ese mismo día. No llevaba ni media hora acostado cuando llamaron a su puerta. Era la Srta. Araceli, pero no le requería para ninguna urgencia, sino que venía a quedarse con él. Sobreponiéndose al temor y a la torpeza, los dos insólitos novatos se entregaron esa noche a los juegos del amor con un compartido sentimiento de rabia, con la violencia incubada en tantos años

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de frustración o de renuncia, con la desesperación de no sentir amor ni casi deseo. Hasta que la rabia, la violencia y la desesperación hicieron las veces de la pasión. Al acabar, lloraban ambos en silencio, con un llanto tranquilo y continuo; las lágrimas brotaban sin control y sin esfuerzo. Al cabo de un rato, la Srta. Araceli encendió un cigarro. Antonio Hurtado no hizo nada. Antes de marcharse, la Srta. Araceli le dijo a Antonio Hurtado que no era preciso que se fuera, que podía hacer una buena labor en ese lugar, que ella se encargaría de buscarle una habitación más confortable cuando hicieran la próxima reforma. Antonio Hurtado no dijo nada. Pasaron los años y Antonio Hurtado siguió trabajando en la residencia. Y la Srta. Araceli le visitaba con regularidad en su nueva habitación. Agotadas la rabia, la violencia y la desesperación, los viejos amantes compartían en sus noches de amor un oscuro rencor y una rutina que les aliviaba de las otras rutinas. Un domingo por la mañana, el día habitual de las visitas, Antonio Hurtado vio venir hacia él a la muchacha de los ojos transparentes. Le preguntó por una de las internas, y Antonio Hurtado, mientras señalaba con su dedo índice el pasillo que tenía enfrente, no pudo evitar preguntarle: “¿En qué sueñas ahora?, ¿qué escondes

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detrás de esos ojos que parecen transparentes y son el velo tras el que te ocultas?”. “Estoy en una playa ―contestó la muchacha, mientras se encaminaba hacia el pasillo― y contemplo un mar de un gris plomizo y triste; un mar sin olas, ni peces; ni gaviotas que lo sobrevuelen, ni barcos que lo naveguen. Un mar que es una plancha metálica, infinitamente pulida, infinitamente lisa, infinitamente monótona”. “¿Y qué fue de tu tren de mercancías” ―preguntó todavía Antonio Hurtado―. “Resultó mentira ―contestó la muchacha―; llevaba un vagón cargado de cristales rotos, y otro estaba lleno de muñecas mutiladas, y un tercero contenía jaulas diminutas destinadas a encerrar a los seres pequeños..., y no pude averiguar más porque lo mandé hundir. Eso fue antes de que el mar se hiciera de plomo”. Esa noche, Antonio Hurtado apenas pudo conciliar el sueño. Una anciana emitía leves pero continuos lamentos en la habitación que estaba justo debajo de la suya, y Antonio Hurtado atribuyó a ello su insomnio.

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LA ISLA

I

L

a cena había resultado especialmente aburrida: las dos amigas con las que trabé conocimiento nada más comenzar el crucero no habían acudido al restaurante; una de ellas se sintió algo indispuesta y su compañera había optado por cenar en el camarote para hacerle compañía. Subí a cubierta a despejarme un poco; había intentado matar el tedio a base de ginebra, y ahora necesitaba aspirar la brisa fresca del anochecer. El mar estaba en absoluta calma y las primeras estrellas comenzaban a brillar en el cielo. Sólo unas pocas parejas y algunos miembros de la tripulación deambulaban silenciosos por cubierta. Pero lo que recuerdo con más viveza es la imagen de una anciana, alta y

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muy delgada, apoyada en la barandilla y que parecía mirar fijamente el mar. La observaba de reojo, jugando a adivinar sus pensamientos y el motivo que le había llevado a emprender este viaje. Pero no se me ocurría nada original, y terminé meditando sobre las causas que me habían inducido a iniciar el crucero: tras dos años de tratamiento psiquiátrico, había llegado a sentirme prácticamente curado. De acuerdo con mi psicoanalista, decidí realizar el viaje como un experimento que me obligara a enfrentarme con los restos de la agorafobia que aún podían quedar como poso de mi neurosis. Hasta ahora, las cosas no podían haber ido mejor. Aunque no había logrado prescindir de la ayuda de las pastillas ni del consuelo del alcohol, lo importante era que había podido aguantar un viaje agotador de doce horas de avión para llegar a Estados Unidos, desde donde había partido para emprender este crucero por las islas del Pacífico. Llevábamos ya diez días de travesía y no había sentido ninguna sensación de angustia. Empezaba a sentirme realmente bien, reconfortado por estos pensamientos, cuando se produjo una explosión. Luego siguieron otras de menor intensidad; el humo, el fuego, la gente que subía atropelladamente a cubierta, los gritos de pánico. Los marineros, que poco antes paseaban

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tranquilamente por cubierta, se afanaban ahora por arriar los botes salvavidas, estorbados por la multitud que se les echaba encima.

II Unos minutos después me había lanzado al agua y nadaba en dirección a uno de esos botes. Cuando estuve cerca, comencé a pedir socorro a grandes voces, pero pronto me di cuenta de que en el bote no debía ir nadie. Con gran esfuerzo conseguí alcanzarlo y encaramarme a él. Una vez dentro, vi ante mí a la anciana que poco antes se apoyaba en la barandilla de la cubierta. Todavía no sé cómo pudo llegar allí. Permanecía extrañamente inmóvil, ligeramente inclinada hacia su lado izquierdo. Tardé un buen rato en comprender que estaba muerta. Cuando conseguí calmarme un poco, pude ver cómo el barco se hundía rápidamente a algunos metros de mi bote. Buscaba desesperadamente a otros supervivientes, pero no conseguí ver a nadie. Sólo después de cierto tiempo me pareció distinguir en la distancia dos o quizá tres barcas, pero estaban muy lejos y mis fuerzas se habían agotado al abordar la mía; acercarme a ellas a golpe de remo me parecía una tarea imposible.

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Pese a lo dramático de la situación, el agotamiento me permitió descansar algunas horas. Cuando desperté ya estaba amaneciendo. Todo lo que mi vista podía abarcar no era más que un desierto de agua; ni siquiera quedaba el mínimo rastro del naufragio: ni un triste madero flotando en el agua. La anciana muerta seguía allí; el oleaje de la noche había arrojado su cuerpo al fondo del bote. Pensé que debía hacer algo con ella pero no sabía qué. Me dediqué a investigar la barca: había unos bidones de agua bastante grandes y algunos alimentos, sobre todo latas de carne y galletas. Pero estos descubrimientos apenas consiguieron calmar un poco la angustia que comenzaba ya a apoderarse de mí; la claustrofobia y la agorafobia, que yo había creído definitivamente vencidas, comenzaron a resurgir en mi cerebro. Recordé que, antes de saltar del barco, me había quitado la chaqueta: allí habían quedado mis pastillas y mis cigarros; tampoco había posibilidad de recurrir al alcohol. Me sentía incapaz de manejar aquellos remos enormes y pesados y, en todo caso, no sabía hacia dónde dirigirme. Lo más inteligente era no hacer nada, reservar energías por si en algún momento pudiera necesitarlas. Además, los renacidos síntomas de la enfermedad me hacían sen-

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tirme cada vez más rígido; al menor movimiento me invadía una sensación de no poder respirar, de que el aire no llegaba a mis pulmones. De vez en cuando miraba a la anciana y pensaba que, si alguien pudiera observarnos en aquel momento, le pareceríamos igualmente muertos. Transcurrieron así tres días; yo apenas comía ni bebía, tanto por temor a que se agotasen las provisiones como por la sensación creciente de dificultad para tragar. Al cabo de ese tiempo, el olor que emanaba del cuerpo de la vieja era ya tan patente que decidí que no había más remedio que arrojarla por la borda. Como un criminal, que busca el amparo de la oscuridad para cometer sus fechorías, no me atreví a tirarla hasta que llegó la noche.

III Al amanecer del día siguiente, la proa de mi barca enfilaba directamente hacia una pequeña playa. Aún no comprendo cómo fue posible no haberla divisado el día anterior. La única explicación que se me ocurre es que lo que resultó ser un pequeño islote de apenas media hectárea de superficie, era tan llano que resultaba difícil divisarlo hasta que no se estaba prácticamente encima de él. Me

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agarré al timón y conseguí dirigir el bote hasta la playa, sorteando algunas rocas que entorpecían el camino. Con gran esfuerzo, amarré la barca a una piedra que sobresalía en medio de la arena. He dicho ya que se trataba de un pequeño islote llano; conviene añadir que era en extremo pedregoso y que la vegetación apenas existía. Con estas características me bastó un pequeño paseo para convencerme de que el lugar estaba absolutamente deshabitado. La angustia que me produjo este descubrimiento se vio agravada al comprobar que no había el menor vestigio de agua. Calculé que los bidones que había en la barca podían durarme un máximo de cuatro semanas. Si en ese plazo no acudía nadie a rescatarme me esperaba una muerte segura, tras una agonía que imaginaba espantosa. Pero cuando el pánico se apoderó verdaderamente de mí fue al pensar que en cualquier momento la marea podía arrastrar la barca mar adentro y perder mis provisiones. Mi cerebro me decía que debía actuar con rapidez, pero mi cuerpo se negaba a obedecer: estaba rígido y la angustia me entrecortaba la respiración. Necesité un gran esfuerzo para descargar las provisiones y llevarlas a algún lugar seguro ―fuera del alcance de las olas―. Cuando acabé, me quedé tumbado allí mismo y no fui capaz de moverme en el resto del día.

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El sitio que había elegido era un pequeño promontorio, desde el que podía divisarse toda la isla; tenía además la ventaja de que crecía allí ―milagrosamente― un arbusto que me permitía refugiarme del sol durante el día y me proporcionaba además una rara sensación de cobijo; aunque quizá no fuera tan extraña: a fin de cuentas, aparte de mí, era el único ser vivo en medio de un desierto de piedra. Ha pasado más de un año desde que abandoné la isla y todavía recuerdo mi arbusto con verdadero cariño. A menudo pienso si habrá conseguido sobrevivir: quizá una mala racha de viento haya arrancado de cuajo sus débiles raíces o, simplemente, no haya logrado soportar la soledad. Los médicos me dicen que no es bueno pensar en estas cosas, pero ellos no pueden entender el grado de identificación que llegó a producirse entre mi arbusto y yo. De hecho, no entienden casi nada.

IV Al anochecer de mi segundo día en la isla, distinguí unas luces en medio del mar. Creí al principio que se trataría de algún barco, pero su absoluta inmovilidad, corroborada en posteriores observaciones, me convenció de que se trataba de una ciudad.

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Cualquier persona normal hubiera lanzado el bote al agua y se habría dirigido hacia aquellas luces que, además, no parecían encontrarse muy lejos. Pero, en la semana que había transcurrido desde el naufragio, era como si hubiera retrocedido en el túnel del tiempo: los dos años de tratamiento psiquiátrico se habían esfumado como impulsados por esa brisa suave, pero constante, que soplaba en todo momento en la isla. Todos los síntomas de la neurosis fueron reapareciendo con una fuerza y una rapidez que no hubiera podido imaginar apenas unos días antes: la rigidez, la asfixia, la sensación de no poder tragar. La angustia me atenazaba y no podía moverme. De hecho, muy pocas veces me separaba del pequeño promontorio donde había situado mi campamento. Incluso para cagar apenas me alejaba unos cuantos metros de mi refugio. Me sentía como un niño perdido en el bosque que ve acercarse la noche sin que sus padres aparezcan a buscarlo. Los días y las noches pasaban en un continuo duermevela repleto de pesadillas que me atormentaban. De pronto estaba en el salón de mi casa de Madrid: las puertas y las ventanas habían desaparecido; las paredes, el techo y el suelo comenzaban a desplazarse comprimiendo el espacio. La habitación, cada vez más pequeña,

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se inundaba de pronto de agua, que entraba por un agujero de la pared. Debía introducirme por ese conducto anegado para poder liberarme pero sentía un infinito cansancio y era incapaz de bucear a través de un agujero cuya longitud ignoraba y que tampoco podía saber dónde me llevaba. Otras veces, comenzaba a caer sin remedio a un agujero oscuro, en forma de cono invertido, cada vez más estrecho y, sin embargo, interminable.

Los pocos momentos del día o de la noche en que me encontraba más despejado no eran, ni mucho

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menos, mejores: la cabeza me dolía constantemente, mi estómago parecía un volcán en erupción: gases, acidez, pinchazos y una permanente sensación de revuelto. En otras ocasiones notaba fuertes dolores en el pecho o en los hombros; en esos momentos la sensación de rigidez aumentaba hasta dejarme prácticamente inmovilizado, mi cuerpo sudaba por todas partes y pensaba que había llegado mi final. Cuando conseguía recuperarme un poco de esas sensaciones, para intentar relajarme, golpeaba con todas mis fuerzas, con los puños cerrados, las rocas que me rodeaban, hasta que la sangre comenzaba a brotar de mis nudillos. En otras ocasiones me masturbaba, o chillaba a pleno pulmón o, simplemente, lloraba. Esto último era lo que más me aliviaba, pero no era fácil que las lágrimas salieran.

V Con el transcurso de los días, la barca se fue convirtiendo en mi última esperanza; había pasado ya demasiado tiempo desde que ocurrió el naufragio como para confiar en que alguien siguiera aún buscando a los supervivientes. Tenía pensado esperar a que las provisiones se fueran agotando y, cuando no quedase más que para dos o tres

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días, coger la barca y poner proa hacia las luces que divisaba todas las noches. Pero algo en mi interior me decía que no sería capaz de hacerlo, que el miedo me impediría moverme y que agotaría el último trago de agua sin haber dejado la isla, a la espera de un milagro. No obstante, cada vez que me quedaba dormido, lo primero que hacía al despertarme era comprobar que la barca seguía allí. Afortunadamente no hizo falta poner a prueba mi valor. Llevaba algo más de dos semanas en la isla, cuando llegó a ella una patrullera de la policía que cumplía una misión de vigilancia rutinaria.

VI Cuatro o cinco días después estaba de vuelta en Madrid. Apenas recuerdo nada de aquellos días: los tranquilizantes que me suministraban me tenían casi todo el tiempo dormido. Al llegar a Madrid me internaron en esta clínica, donde llevo ya más de un año. Los médicos dicen que estoy muy recuperado y que en pocas semanas podrán darme el alta. Pero yo no quiero marcharme. Aquí me encuentro bien, me siento seguro; el personal de la clínica me trata con mucho cariño. Mi fortuna

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me permite repartir generosas propinas y, además, soy un buen enfermo: no chillo, ni me orino en la cama, tomo sin rechistar los medicamentos que me dan y procuro ser amable con todo el mundo. Mi habitación es cómoda y muy bonita: tiene un pequeño escritorio, una televisión y un cuarto de baño completo. La ventana da a un parque muy hermoso, que rezuma tranquilidad. La clínica dispone también de un bar-restaurante bien surtido. No suelo acudir a él, pero basta una llamada por el telefonillo interior para que me suban la comida o la ginebra a la habitación. No necesito nada más. Por el contrario, el mundo exterior me aterroriza: no me siento capaz de valerme por mí mismo. Los médicos insisten en que salir fuera es la única manera de terminar de curarme. Pero, después del naufragio, yo sé que la curación es imposible. El fantasma está ahora oculto, pero sé que sigue ahí, dispuesto a abalanzarse sobre mí a la primera oportunidad. Es inútil luchar contra él.

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CIUDAD PORTUARIA

H

abían llegado esa misma mañana y, tras una larga peregrinación por pensiones inmundas, consiguieron finalmente un alojamiento decente en un local al que el nombre de «hotel», que lucía ostentoso en la fachada, le quedaba manifiestamente grande, pero que, al menos, parecía limpio. Además, el dueño chapurreaba algo de inglés. El cansancio del viaje y el agobiante calor, saturado de una humedad que no terminaba de resolverse en lluvia, les había mantenido el resto del día entre su habitación y el pequeño bar del hotel, con la única compañía de Harry, el dueño del local, que se hacía llamar así para facilitar la comunicación con

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sus clientes, ya que su verdadero nombre resultaba impronunciable en cualquier lengua que no fuese la del país. Al caer la tarde, el tiempo cambió de pronto, dando paso a una brisa suave y refrescante que animó a la pareja a salir a recorrer la ciudad, a pesar de las advertencias de Harry. Cogidos por la cintura, fatigaban al azar el laberinto de callejuelas de la desconocida ciudad portuaria. Se sentían extrañamente confiados, a pesar del aspecto taciturno de aquellas gentes, cuyo idioma ignoraban. En algún momento, notaron que un tipo ebrio y de tamaño gigantesco comenzaba a seguirles sin el menor disimulo. No hacía falta entender su idioma para darse cuenta de que la perseguía a ella. La pareja aceleró el paso, intentando mostrar indiferencia. Pero el tipo se acercaba cada vez más; sus palabras ininteligibles eran tan obscenas como sus risotadas. Desembocaron en un callejón sin salida. Sin que pudieran evitarlo, el matón se plantó frente a ellos. La mujer se le encaró y el gigante la quitó de en medio con un manotazo. El hombre se abalanzó sobre él, pero era como un muñeco en sus manos. Alguien surgió de la oscuridad, veloz y furtivo como la sombra de un fantasma. Dejó una navaja en la mano del hombre. Una cuchillada y el gigante dejó de apretar, una segunda y cayó al suelo retorciéndose de dolor. La pareja huyó despavorida.

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Una hora después de que consiguieran volver al hotel, fueron arrancados de la cama por unos policías, que les condujeron sin contemplaciones hasta la comisaría. Harry hizo de intérprete. Vagamente, pudieron entender que el gigante no corría peligro, pero ellos debían permanecer en la ciudad hasta que se aclarase todo. Sus pasaportes quedaron requisados, así como el dinero y las tarjetas de crédito, que quedaban en depósito, les dijeron, para garantizar el pago de una posible indemnización al herido. Las semanas siguientes transcurrieron entre el pánico y la desesperación. Nadie les impedía salir a la calle, pero apenas se atrevían a alejarse más de dos o tres manzanas en torno al hotel. Harry les mantenía informados. Por él supieron que un hombre había muerto la misma noche del incidente, víctima de una brutal paliza, y que toda la ciudad supo de inmediato que se trataba del hombre que le dio la navaja. El mismo Harry se encargaba cada dos o tres días de acercarse a la comisaría a la espera de novedades, pero siempre volvía con la misma respuesta: “deben seguir esperando”. El gigante, ya recuperado, no tardó en aparecer por los alrededores del hotel. Se paseaba insolente delante del pequeño balcón de la habitación de la pareja o asomaba su rostro espantoso al otro lado de

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la vidriera del bar. A pesar de la evidente mejoría del matón, no había la menor noticia del esperado juicio. Harry, obligado a mantener a la pareja, se mostró desde el primer momento impaciente y desconfiado. A los pocos días, la calidad y cantidad de la comida habían disminuido de forma drástica, y pronto empezó a pedirles que hicieran pequeños trabajos para él, para pagarse su alimentación. El hombre se fue hundiendo poco a poco en una depresión paralizante que le mantenía en la cama la mayor parte del tiempo, aunque no por eso lograba conciliar el sueño. Hasta las magras raciones de comida que les proporcionaba Harry le resultaban excesivas. Sólo el coñac le atraía, pero Harry se lo racionaba aún más que la comida. Salir del hotel era impensable desde que el matón rondaba por los alrededores. Cuando una noche, vio cómo ella se levantaba sigilosa de la cama, se vestía y se peinaba, no tuvo fuerzas para decirle nada. Tampoco a la mañana siguiente, cuando volvió con un paquete de cigarrillos y una botella de coñac. Desde ese día, nunca más le faltaron la bebida ni el tabaco, ni volvió a pronunciar una palabra. Algunas mañanas, al regresar a la habitación, la mujer no podía reprimir el llanto. Él la consolaba en silencio, acariciando su oscura melena.

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Estuvieron así un tiempo difícil de precisar, hasta que un día la mujer le avisó que a las once en punto de esa misma noche, dos hombres estarían esperándole frente al hotel. Ellos le conducirían hasta la frontera a cambio de un dinero que ella les daría una vez acabado el encargo. Eran de fiar, se lo podía garantizar. El hombre negó levemente con la cabeza, pero la mujer insistió. Pronto ella encontraría también su oportunidad y volverían a reunirse, olvidando aquella pesadilla. El hombre accedió con un gesto. Esa noche, a las once en punto, la pareja se despidió con un beso en los labios.

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LA MUCHACHA DE LA PLAYA

N

o sé por qué vengo todas las mañanas a desayunar aquí. No se ve el mar; no se oyen ni el murmullo de las olas ni los chillidos de las gaviotas. La muchacha pelirroja acaba de entrar, acompañada de otra chica. Parece que se van a quedar en la barra. La conocí hace dos días. Paseaba por la playa. Era ya media mañana y la niebla aún no se había disipado. No la vi venir. ―¿Te gusta pescar? ―No me gustan los anzuelos. ―Pero tú no eres el pez. ―La vida da muchas vueltas. Eché a andar y ella se puso a mi lado. Se

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paraba con frecuencia a coger conchas; luego, aceleraba el paso y se ponía otra vez junto a mí. Cuando llegamos a la altura del mercado, tiró las conchas a la arena con un gesto teatral, como si esparciera semillas en un campo de cultivo. ―Voy a comprar congrio para hacerlo con patatas. ¿Te gusta el congrio? ―Demasiadas espinas. Ayer la encontré de nuevo en este bar. Me senté a una mesa distante de la suya, pero, cuando me vio, cogió su café y vino a sentarse conmigo. Mientras se acercaba, observé su imagen extravagante: el pelo rojizo, corto y rizado, las gafas de leer colgando del cuello, la taza del café en una mano, un cigarrillo en la otra y un dónut de chocolate en la boca. ―¿Tienes bici? ―Me cuesta mantener el equilibrio. ―Cerca del pueblo hay una quebrada. En esta época, el agua corre entre las rocas, se separa muchas veces formando regueros que vuelven a juntarse unos metros más abajo. Hay pequeñas cascadas. Y el campo, alrededor, está lleno de cantueso y de genista que ya han empezado a florecer. Tengo una bici de sobra. ―Quiero terminar un libro que estoy leyendo.

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―¿De qué va? ―Contrabandistas polacos que pasan productos de un lado a otro de la frontera con Rusia, después de la revolución. Se juegan la vida en cada trayecto, beben vodka y «espíritu de vino» y son amados por las mujeres. ―Parece bonito. ¿Te hubiera gustado ser uno de ellos? ―Me hubiera gustado sentirme vivo. ―¿Por qué llevas siempre americana?; ya nadie la usa. ―Por los bolsillos, supongo. Ahora, la pelirroja se levanta de su butaca y se dirige al aseo; me dice “hola” al pasar. Al volver se sienta a mi mesa con la mayor naturalidad; su amiga sigue en la barra. ―Ayer por la noche leí algo que me hizo pensar en ti: Un niño pinta una puerta sobre un muro. Observa su obra y parece satisfecho. Empuja, pero la puerta no se abre. Se aleja un poco, mira con más detenimiento, vuelve al muro y, con mucho cuidado, dibuja un pomo. Gira el pomo y desaparece tras el muro. ―¿Y qué encuentra detrás del muro? ―¡No lo sé! ¿Qué importancia tiene? ―Da igual... Te contaré otro relato: Un hombre atrapa la vida que se le escapa encerrándola

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en su mano. Va siempre con el puño cerrado, por las noches se venda la mano para no abrirla durante el sueño. Un día, caminando por la calle, se cruza con un desfile de carnaval. Una muchacha, subida a una carroza, le sonríe y le saluda con la mano. Instintivamente, el hombre contesta al saludo abriendo la mano; la vida se le va. ―Pues hizo bien: no se puede vivir siempre con el corazón en un puño. Acuérdate de los contrabandistas polacos. ―Eso es literatura. ―Pues yo seguiré dibujando pomos. Se levanta y vuelve a la barra con su amiga. Paseo por la playa; me despido de este mar, que ya empezaba a gustarme. Esta noche haré las maletas y saldré mañana, antes de que abran el bar.

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EL GENIO DE LA BOTELLA

S

onó contra la fachada de mi casa un inconfundible estruendo de cristales rotos. Apenas me inmuté, debido a la costumbre. Pero, poco después, llamaron a la puerta. Por un momento pensé en no abrir, suponiendo que debían de ser los mismos gamberros que habían arrojado la botella o lo que fuera contra mi casa. Pero, finalmente, pudo más la curiosidad y abrí. Me encontré con un tipo harto estrafalario, con un turbante en la cabeza que algún lejano día debió de ser blanco y una especie de túnica de vagos tonos azules repleta de desgarros, zurcidos y lamparones.

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―Buenas noches, dijo en perfecto esperanto, soy el genio de la botella, ¿me permite entrar? ―¡Faltaría más, caballero, está usted en su casa! Me miró dubitativo, intentando sin duda averiguar dónde estaba la ironía de mis palabras. Yo también me quedé sorprendido de mi respuesta, así que, sumidos ambos en la perplejidad, nos encaminamos al salón. Con un gesto de mi mano diestra, le mostré gentil el sofá de cuero virgen de inconfundible tufo étnico y con vistas directas a la chimenea. ―No sé si debería..., musitó, avergonzado, sin duda, por el brutal contraste entre su aspecto de pordiosero y el formidable lujo de mi sofá. ―Naturalmente, repuse presto. Apenas se había sentado y ya había acercado hasta él el carrito de las bebidas. ―¿Una copa? ―Bueno, ya que insiste, un bourbon en vaso ancho con una sola piedra. Pasé por alto lo de la insistencia, que ni mucho menos había sido tal, y procedí a servirle. Enseguida, se hizo el silencio entre nosotros,

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pues nada teníamos que decirnos. Hasta el quinto o sexto bourbon no volvimos a cruzar palabra. ―¿No va a pedirme algún deseo? Recuerde que soy el genio de la botella. ―Pensé que no me lo iba a decir nunca, exclamé, sintiéndome inmediatamente ridículo. ―Estoy en condiciones de garantizarle la consecución de... ―¿Y la satisfacción?, le interrumpí. ―Oh, me temo que eso no; lo siento.

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―Me lo imaginaba; bueno, estoy un poco desorientado, ¿qué suele pedirle la gente? ―Pues la verdad es que, últimamente, no he tenido mucho éxito. Ya ve usted cómo he llegado a su casa, un salvaje me arrojó con botella y todo contra la fachada...; pero, antes, me pedían sobre todo dinero. ―Yo no necesito dinero. Tengo un armario entero lleno de botellas de bourbon y otro de latas de sardinas en aceite de oliva. ―Comprendo, pero ¿no le gustaría viajar o...? ―Para nada, padezco claustrofobia y agorafobia, y conozco ya todos los paisajes. Estoy abonado a ciento doce canales de televisión y conectado a Internet las veinticuatro horas del día. ―Comprendo, comprendo...; bueno, otras personas me han pedido a veces la eterna juventud... ―No lo entiendo, ¿no han sido jóvenes nunca? Yo sí fui joven una vez, o quizá más. No estaba mejor ni peor que ahora; tenía más energías, pero estaba lleno de inseguridades; deseaba muchas cosas, pero era sólo porque no las había tenido nunca. Cuando las tuve dejaron de interesarme inmediatamente. ¿Qué tipo de gente le pide ese deseo?

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―Pues no lo sé muy bien, tenga en cuenta que siempre he vivido en una botella. No suelo intimar con los clientes. Supongo que debe de ser gente insatisfecha y melancólica o personas que tienen algún asunto pendiente con su propio pasado, algún episodio no resuelto. ―Y, cuando recuperan la juventud, ¿conservan la memoria del pasado? ―Se ofrecen las dos modalidades, con o sin memoria. Hasta donde yo sé, los que eligen la primera suelen sentirse desconcertados: conocen las amargas consecuencias de las opciones que tomaron en el pasado, pero recelan de las otras. Los que pierden la memoria, repiten invariablemente los mismos comportamientos. ―Definitivamente, no me interesa. ¿Qué más puede ofrecerme? ―Pues hay otros que me piden amor, poder seducir a una mujer o a un hombre..., pero, en su caso, creo que tampoco le va a interesar. ―Pues claro que no. Soy una persona adulta. El amor, como la amistad, es un sentimiento adolescente. Sería tan absurdo como lo de la eterna juventud. ―Comprendo... ―¿Tiene algo más? ―Pues creo que no; una vez me encontré

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con alguien como usted, tuvimos una conversación similar y, finalmente, me pidió morir. Pero no era exactamente igual, no tenía chimenea ni bourbon ni sardinas en aceite de oliva ni un sofá de tufo étnico. ―Pobre hombre, debía estar desesperado. ―Pues sí...; bueno, pues si no le importa, tendría que marcharme. ¿No tendría por ahí alguna botella con un resto de bourbon?

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EL OCASO DE PIGMALIÓN

S

ería media tarde cuando me desperté de la siesta y me di cuenta de que no tenía nada que hacer en los próximos diez o quince años, que era el tiempo que me quedaba por delante, según estimación médica, basada en mi alopecia galopante y mis catorce lustros de antigüedad. Por si acaso, fui a mirar la agenda, pero, al ver que aún tenía la funda de plástico por quitar, deduje que no debía haber nada anotado en ella. Por un momento, pensé en matricularme en clases de baile de salón, me imaginé a mí mismo dando vueltas al ritmo de un vals enfurecido, me mareé, y lo descarté de inmediato.

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Quise pensar en algo más, pero no se me ocurría nada, así que lo dejé. Salí al porche, me apoyé en la balaustrada y sentí un tirón en la espalda, que me convenció de que mi sitio era la mecedora, que se balanceaba suavemente a mis espaldas, debido al peso de una urraca, a la que tuve que convencer de malas maneras para que se fuera y me dejara su lugar, que, en realidad, era el mío. Por los troncos de los pinos bajaban las procesionarias y subían las hormigas; el musgo de las piedras lucía un marrón desvaído; los abejorros revoloteaban alrededor de los cantuesos; el riachuelo estaba seco, salvo algunas charcas que lanzaban a la atmósfera su pestilente aroma; las ramas de los sauces yacían desmayadas sobre el suelo; de las omnipresentes chaparras caían sin descanso trocillos de amarillas florecillas; en el horizonte, el rojo de las amapolas entre los verdes yerbajos se fundía con el amarillo y el blanco de las margaritas, como en una pintura impresionista. Todo, en fin, era bucólico en primer grado, sin atenuante alguno. Por la pradera semiseca apareció la flaca y lánguida figura de una mujer, que, sin embargo, no portaba sombrilla. Caminaba despacito y lucía moño, pero con flequillo. Un chal cubría sus

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hombros por encima de la blusa, que también los cubría. Era, pues, sin la menor duda, una mujer que se desmentía a sí misma. De pronto, se nubló el cielo, sonó un trueno y un rayo se estrelló torpemente contra una charca, que debió hacer “ploff ”, pero no se oyó. La mujer sin sombrilla sopesó el panorama y, sin apresurarse, empezó a buscar algo por el suelo. Por fin, pareció encontrar lo que buscaba: una rama de encina de medianas proporciones. Se subió a horcajadas sobre ella, y se echó a volar. Poco después, chocó contra un pino y quedó colgando de una horquilla. Al rato, empezó a caer, entre gemidos de ramas desgajadas, y, al llegar al suelo, se quebró como una piña, esparciendo sus piñoncejos por aquí y por allá. Al tercer o cuarto impulso conseguí levantarme de la mecedora... y estamparme contra la balaustrada. Recuperada la verticalidad, me fui acercando a lo que quedaba de la mujer sin sombrilla. Con jobiana paciencia, fui recogiendo sus trocitos uno a uno y echándolos a una bolsa. Y, ya puestos, recogí también un poco de resina. Con el tiempo y la resina conseguí reconstruirla, y, aunque es cierto que quedó un tanto rara, tirando a cubista, el moño y el chal le seguían quedando muy bien.

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Ella no podía moverse en absoluto y yo muy poco y a duras penas, así que decidimos convivir, por reducción al absurdo. Como la mujer de resina tenía un pasado proceloso, con tintes azabaches, y el mío era un agujero sin paredes, construimos juntos un espacio sin dimensiones de color amarillo mar. El paso del tiempo borró los ribetes de la espuma sobre la arena, marchitó los sueños, palideció los atardeceres, vació los versos, arrumbó las fantasías... Cada día, en fin, por decirlo de una vez, sentíamos morir una golondrina más. Pero no perdimos nunca la costumbre de salir al porche a la caída de la tarde, a escuchar al loco, que corría entre los pinos, gritando: “¡La Belleza! ¿Dónde está la Belleza?”. Su invariable discurso removía nuestros corazones. Y el desasosiego que nos causaba, nos recordaba que, aún, estábamos vivos. Al atardecer de un día impreciso, cuando fui a recoger a la mujer de resina para sacarla al porche, no la encontré. Al rato, oí al loco: “¡La Belleza! ¡He encontrado la Belleza!”. Salí al porche y le vi correr como siempre entre los pinos, pero esta vez llevaba en sus brazos a la mujer de resina. Esa noche, al acostarme, pensé que me gustaría dormir durante mucho, mucho tiempo.

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DEMASIADO REAL

S

e llamaba Inés, e irrumpió en mi vida un 27 de febrero de hace ya algunos años. Eran las tres en punto de la madrugada, lo recuerdo bien, y salió directamente de la página 56 del Tomo I de «La vida en gris», de Aristóteles Segwart. Como la hora era intempestiva y el tiempo inclemente y el teléfono estaba cortado, la invité a quedarse en casa. Tenía una lata de sardinas por estrenar y un cuartillo de vino blanco en cartón, así que se los ofrecí también. Luego, ella misma buscó un rincón en mi cama de 90, se hizo muy pequeña, casi una abreviatura, se ovilló y durmió plácidamente.

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Pasaron dos semanas hasta que me di cuenta de que Inés llevaba catorce días en casa y todavía no nos habíamos asomado juntos al ventanuco, para ver los tejados abuhardillados recortándose contra el cielo de Madrid. Como la Luna estaba en cuarto creciente, la abracé por la cintura. Pero estalló la tormenta y el viento arrojaba el agua contra nuestros ojos. Dejé a Inés sobre la cama y pasé a casa de la vecina para coger su taladradora y una media de color carne. Atraqué el Banco sin mayores problemas y volví a casa con los bolsillos de los vaqueros rebosantes de billetes. Esa misma noche, después del amor, pasé su pierna por encima de mi hombro y mis dedos la acariciaban como un músico tañendo el laúd. Hicimos girar el globo y su dedo señaló Marraquesh. Como no teníamos prisa, pues habíamos abolido los proyectos, nos desviamos hacia el Nilo, para que sus aguas mecieran nuestros sueños. El vaivén del río no se acompasaba al ritmo de nuestros cuerpos, los ojos de Inés se volvieron oscuros como el fondo de un pozo y se trasladó a la litera de un marinero. Al final del largo trayecto, volvió a colgarse de mi brazo para bajar del barco y marchamos juntos hacia la cumbre del Kilimanjaro para invertir el orden de

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las cosas y ver las nubes por debajo de nosotros. Pero fue sólo un intento desesperado: los ojos de Inés eran ahora decididamente pardos y, aunque las nubes estaban debajo, el cielo seguía arriba y lucía una palidez enfermiza. Y era triste nuestro amor.

Ya en Marraquesh, contemplábamos desde el balcón del hotel a la gente que deambulaba por la plaza. Los ojos de Inés habían adquirido un tinte rojizo y buscaban con ansiedad. Pasaron encantadores de serpientes, titiriteros, un jeque, una excursión entera de japoneses..., antes de que

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Inés eligiera con la vista a Manuel Martínez, empleado de seguros que gozaba de unos merecidos días de descanso, a cargo de la empresa, tras ser elegido empleado del año. Le advertí contra él: era demasiado real. Pero ella me explicó que no podía luchar contra su destino, que todos los sueños terminan siendo atrapados por la realidad. No insistí más. Al rato, los vi marchar muy juntos camino del desierto, que todo lo borra.

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BATEN OLAS FURIOSAS

B

aten olas furiosas contra las negras rocas del acantilado que defiende mi playa. Es una playa recogida, de arena suave y bordeada de esbeltas palmeras. Sería, pues, muy vulnerable sin la muralla que forman los acantilados. Ellos me resguardan de los vientos y disuaden a los navegantes que pretenden fondear. Protegido de los intrusos, mi alma no alberga temor. Paseo sin prisa ni propósito sobre la arena y entre las palmeras o me encaramo a una roca para contemplar mejor el espectáculo del mar, continuamente renovado y siempre fiel a sí mismo. He dicho que mi espíritu ignora el miedo, pero no es del todo cierto: A veces, miro con

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aprensión las enormes olas que saltan por encima de las rocas y pienso que quizá un día sus impetuosas embestidas conseguirán abatir las altivas defensas, dejándonos a mi playa y a mí expuestos a los aires violentos y a los osados navegantes. La gigantesca esfera de luz, todavía sumergida, proyecta su claridad sobre un mar en absoluta calma. De repente, un estruendo lejano rompe el silencio del amanecer. Una nube de humo se eleva y crece. Sobre la línea del horizonte comienza a dibujarse una masa de formas cambiantes que avanza inexorable hacia mi playa. Las aguas se agitan temblorosas. Una ola desmedida se abate sobre las rocas desnudas, que crujen con un bramido de dolor y estallan con formidable estrépito, sembrando la arena de minúsculos puntos negros. Derruidas mis defensas, el pánico se apodera de mí. Contemplo con recelo el mar, de nuevo en calma, que se abre ahora ante mis ojos en toda su extensión, libre de obstáculos. Pasan los días sin que nada altere la tranquilidad de mi playa. Las olas llegan mansas, acompañadas de un apacible susurro. La marea sube y luego se retira, dejando un rastro de conchas, dejando un rastro de espuma, que dibuja líneas sinuosas sobre la arena. Poco a poco, mi mirada se acostumbra al nuevo paisaje y mi espíritu olvida

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sus viejos recelos a los espacios abiertos y aleja de sí la añoranza de los acantilados. La llegada de los navegantes me ha sorprendido en medio del sueño. Son muchos y enormes. Avanzan por la playa dejando profundas huellas en las suaves arenas. Intento correr para refugiarme entre las palmeras, pero mis movimientos son lentos y torpes en comparación con los suyos. Una sombra cubre de pronto todo mi cuerpo, un peso colosal oprime mi lomo y lo quiebra con terrible dolor. Medio hundido en la arena, lucho por sobrevivir, pero mis fuerzas me abandonan rápidamente. Antes de perder la conciencia, imagino que todo esto es sólo una pesadilla, que pronto despertaré y volveré a deambular entre las palmeras, erraré sin rumbo sobre la ligera arena, deslizando suavemente mis seis patas, y subiré a la roca más alta para ver mejor las olas batiendo furiosas contra los acantilados.

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índice de imágenes Cubierta Mujer en la playa de Berck, Eugène Boudin La mujer más triste del mundo Mujer con corbata negra, Amedeo Modigliani Buen viaje El Mediterráneo en Palavas, Gustave Courbet El insatisfecho Hombre con bigote sentado, Karl Schmidt-Rottluff La irresistible atracción de sus axilas Mujer poniéndose una media, Toulouse-Lautrec El viajante de comercio Primera. Autorretrato con los brazos cruzados, Oskar Kokoschka Segunda. Jacqueline con Flores, Pablo Picasso La isla Ilustración de Alejandro Bahamonde


Ciudad portuaria La pareja, Pablo Picasso La muchacha de la playa Obra de Emil Nolde El genio de la botella Constant Lepoutre, Amedeo Modigliani Demasiado real Sobre la ciudad, Marc Chagall Baten olas furiosas Borrasca, Fattori


Esta edici贸n de los Relatos de Nacho S谩enz se termin贸 de imprimir en Madrid el 15 de septiembre de 2014, centenario del nacimiento de Adolfo Bioy Casares.




Maldito azar. El estornudo. La mujer más triste del mundo. Rito egipcio. Buen viaje. Un buen día. Soledad. Parábola. Matrimonio perfecto. El insatisfecho. La irresistible atracción de sus axilas. Ternura (escena muda). Viaje. El viajante de comercio. La isla. Ciudad portuaria. La muchacha de la playa. El genio de la botella. El ocaso de Pigmalión. Demasiado real. Baten olas furiosas.

Relatos. Nacho Sáenz


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