Yoes

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Fragmentos literarios en torno a la idea de identidad



Yoes


© De los textos: sus autores © De las imágenes: sus autores Edición, diseño y maquetación: Adrián Sáenz Imagen de cubierta: Yvonne y Magdeleine despedazadas, Marcel Duchamp Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio o procedimiento mecánico, electrónico o de otra índole, sin la autorización previa del editor.


Yoes Fragmentos literarios en torno a la idea de identidad



El Humorismo, Luigi Pirandello: ... las diversas tendencias que marcan la personalidad hacen pensar en serio en que el alma individual no es una. En efecto, ¿cómo es posible afirmar que es una si la pasión y la razón, el instinto y la voluntad, las tendencias y el ideal, constituyen en cierta manera otros tantos sistemas distintos y móviles que hacen que el individuo, al vivir ora en uno, ora en otro de ellos, ora en algún compromiso entre dos o más orientaciones psíquicas, aparezca como si realmente en él hubiera varias almas diversas e, incluso, opuestas, varias opuestas personalidades?

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El doctor Jekyll y Mr. Hyde, Robert Louis Stevenson: ... esa verdad cuyo descubrimiento parcial me ha llevado a este terrible naufragio y que consiste en que el hombre no es sólo uno, sino dos. Y digo dos porque mis conocimientos no han ido más allá de este punto. Otros vendrán después, otros que me sobrepasarán en conocimientos, y me atrevo a predecir que al fin el hombre será tenido y reconocido como un conglomerado de personalidades diversas, discrepantes e independientes.

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Pareja, Xul Solar

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Yo es otro Arthur Rimbaud

Yo-mismo el otro Fernando Pessoa

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El difunto Matías Pascal, Luigi Pirandello: ¿Cuántos propósitos, cuántos proyectos, cuántos designios nacidos durante la noche nos parecen luego triviales y se hunden y se esfuman a la luz del día? Así como el día es una cosa y la noche otra, así nosotros somos unos durante el día y otros durante la noche: miserables siempre y ¡ay de mí!, tanto de noche como de día.

Página anterior: René Magritte

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Cuentos carnívoros, Bernard Quiriny: Cada noche es un pasaje. Cuando me acuesto no sé en qué cuerpo me despertaré por la mañana. Algunas veces no cambia nada y al levantarme vuelvo a encontrar los dolores que sentía en la víspera. Otras mi alma transita: entonces tengo que redescubrir el cuerpo en donde estoy y vivir en él hasta la noche.

Los misterios del horizonte, René Magritte

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Uno, ninguno y cien mil, Luigi Pirandello: ... Conozco a Fulanito. Según lo que yo sé de él, le doy una realidad: para mí. Pero a Fulanito también lo conocéis vosotros, y sin duda el que vosotros conocéis no es el mismo que yo conozco, porque cada uno de nosotros lo conoce a su manera y le da una realidad a su manera. Ahora bien, también Fulanito tiene para sí mismo tantas realidades como personas conoce, porque conmigo se conoce de una manera y contigo de otra, y con un tercero, y con un cuarto y así sucesivamente. Lo que quiere decir que Fulanito es realmente uno conmigo, uno contigo, otro con un tercero, otro con un cuarto y así sucesivamente, aunque él se haga la ilusión, sobre todo él, de ser uno para todos.

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Señor Sueño, Robert Pinget: Si por ventura dice el señor Sueño soy el señor Sueño que conocen los pocos bípedos que conozco me pregunto si el que yo creo conocer tiene derecho a reconocerse en ese cuya apariencia toma prestada a su pesar.

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El mar, John Banville: En las mentes de muchos el uno se ramifica y se dispersa.

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Golconda, RenĂŠ Magritte

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La identidad, Milan Kundera: Jean-Marc tuvo un sueño: siente miedo por Chantal, la busca, corre por las calles y, por fin, la ve, de espaldas, mientras camina y se aleja. Corre tras ella y grita su nombre. Está ya a pocos pasos cuando ella vuelve la cabeza, y Jean-Marc, estupefacto, tiene ante sí otra cara, una cara ajena y desagradable. No obstante, no es otra persona, es Chantal, su Chantal, no le cabe la menor duda, pero su Chantal con la cara de una desconocida, y eso es atroz, insoportablemente atroz. La abraza, la estrecha entre sus brazos y le repite entre sollozos: ¡Chantal, mi pequeña Chantal, mi pequeña Chantal!, como si quisiera, al repetir esas palabras, insuflar su antiguo aspecto perdido, su identidad perdida, a aquella cara transformada. Ese sueño lo despertó. Chantal ya no estaba a su lado en la cama; oyó los ruidos de todas las mañanas en el cuarto de baño. Todavía bajo el efecto del sueño, sintió la urgente necesidad de verla. Se levantó y fue hacia la puerta entreabierta. Allí se detuvo y, al igual que un mirón ávido de sorprender una escena íntima, la observó: sí, era Chantal tal como la había conocido: inclinada sobre el lavabo, se cepillaba los dientes, escupía saliva mezclada con pasta y se entregaba a su

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tarea de un modo tan cómico e infantil que Jean-Marc sonrió. Luego, como si sintiera su mirada, Chantal dio media vuelta y, al verlo en el marco de la puerta, se enfadó y acabó por dejarse besar en la boca todavía toda blanca. «¿Pasarás a buscarme esta noche por la agencia?», le preguntó. Hacia las seis, él entró en el vestíbulo, recorrió el pasillo y se detuvo delante de su despacho. La puerta estaba entreabierta, como la del cuarto de baño por la mañana. Vio a Chantal con dos mujeres, sin duda compañeras de trabajo. Pero ya no era la misma de la mañana; hablaba más alto, en un tono al que él no estaba acostumbrado, sus gestos eran más rápidos, más cortantes, más dominantes. Por la mañana, en el cuarto de baño, había reencontrado al ser que acababa de perder durante la noche y que, en ese final de tarde, volvía a alterarse bajo sus ojos. Entró. Ella le sonrió. Pero aquella sonrisa era como de cartón piedra, y Chantal parecía paralizada. Desde hace unos veinte años, besarse en las dos mejillas se ha convertido en Francia en un gesto convencional casi obligatorio y, por eso, engorroso para los que se quieren de verdad. Pero ¿cómo se elude ese gesto convencional cuando el encuentro se da en público y

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uno no quiere que los demás crean que no se entiende con su pareja? Incómoda, Chantal se acercó y le ofreció las dos mejillas. El gesto le salió artificial y los dos se sintieron en falso. Salieron y, sólo tras un buen rato, ella volvió a ser para él la Chantal que conocía. Siempre ocurre lo mismo: desde el instante en que vuelve a verla hasta el instante en que la reconoce tal como la ama transcurre cierto tiempo. Cuando se encontraron por primera vez, en un pueblo de montaña, tuvo la suerte de poder aislarse con ella casi enseguida. Si antes de ese encuentro a solas él la hubiera tratado un tiempo tal como era con los demás, ¿habría reconocido en ella al ser amado? Si la hubiera conocido tan sólo con la cara que muestra a sus compañeros, a sus jefes, a sus subordinados, ¿le habría emocionado y deslumbrado esa cara?

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A qué llamamos España, Pedro Laín Entralgo: Vivir socialmente, ¿no es acaso ir realizando la vida personal, la propia persona, en cada uno de los diversos personajes que cada una de las ocasionales situaciones sociales vaya exigiendo? Y esos distintos personajes que una persona es en su diaria realización social, ¿no constituyen en alguna medida, respecto de su ser íntimo, un disfraz, si no de indumento, sí de comportamiento?

Página anterior: Escalera de mujeres, Schlemmer

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Lo que hay detrás de la máscara nunca es un rostro. Siempre es otra máscara. La máscara eres tú, y la máscara que hay detrás de la máscara también eres tú, y así sucesivamente y con todas las otras. Y esas máscaras resultan de lo que te enseñaron a querer y a rechazar, y de lo que tú realmente quieres o rechazas, y de aquello que te sirve para defenderte, y de aquello que te sirve para agredir. Y mucho más. Las distintas máscaras son funcionales, las usas porque te sirven para vivir. Yo no sé qué es eso de la autenticidad. Nunca lo he entendido. Lo que sí creo es que la vida humana consiste en un refinado y complejísimo sistema de enmascaramientos y simulaciones. Tienes que defenderte. Esto es a muerte. José Donoso

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Antología de Álvaro de Campos, Fernando Pessoa: Hice de mí lo que no supe, y lo que de mí pude haber hecho no lo hice. Vestí un disfraz equivocado. En seguida me tomaron por quien no era, y no lo [desmentí, y me perdí. Cuando me quise quitar la máscara se me había pegado a la cara. Cuando me la quité y me vi en el espejo había envejecido. Estaba borracho, no acertaba a llevar el disfraz que [no me había quitado. Arrojé la máscara y dormí en el guardarropa como un perro al que tolera la gerencia [por ser inofensivo. Y voy a escribir esta historia para probar que soy [sublime.

Página anterior: Autorretrato entre máscaras, James Ensor

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El hijo del hombre, RenĂŠ Magritte

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El cielo en llamas, Mário de Sá-Carneiro: Después de vagabundear durante algún tiempo, perdido, en otros países, olvido quién soy, casi, y no me hacen recordar ni la atmósfera ni el paisaje... ni las personas que me rodean... Y pienso si de verdad seré yo mismo; me convenzo de que no lo soy... Nunca pude creer que fuéramos absolutos: el medio que nos envuelve es también una parte de nosotros, seguramente. Así que tenemos que cambiar en el alma —y puede que también en el cuerpo, quién sabe— según el lugar en el que nos encontramos.

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Uno, ninguno y cien mil, Luigi Pirandello: No presumo que seĂĄis como yo os represento. Ya he afirmado que ni siquiera sois ese uno que os representĂĄis a vosotros mismos, sino muchos al mismo tiempo, de acuerdo con todas vuestras posibilidades de ser, segĂşn los azares, las relaciones y las circunstancias.

Cinco mujeres de Guaratingueta, Cavalcanti

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Orlando, Virginia Woolf: Orlando, entonces, dio un suspiro de alivio, encendió un cigarrillo y lo fumó en silencio un minuto o dos. Luego llamó indecisa, como si tal vez no estuviera ahí la persona que buscaba. «¿Orlando?». Porque si hay (digamos) setenta y seis tiempos distintos que laten a la vez en el alma, ¿cuántas personas diferentes no habrá —el Cielo nos asista— que se alojan, en uno u otro tiempo, en cada espíritu humano? Algunos dicen que dos mil cincuenta y dos. De modo que es lo más natural que una persona llame, en cuanto se queda sola. ¿Orlando? (si tal es su nombre) significando con eso: «¡Ven, ven! Este yo me harta. Necesito otro». De aquí los cambios asombrosos que notamos en nuestros amigos. Pero tampoco es fácil, porque uno puede llamar, como Orlando lo hizo (sin duda por estar en el campo y necesitar otro yo), ¿Orlando?, y el Orlando requerido puede no presentarse; estos yo que nos forman, uno apilado encima de otro, como los platos en la mano del mozo, tienen lazos en otra parte, simpatías, pequeños códigos y derechos propios, llámense como quiera (y para muchas de estas cosas no hay nombre) de modo que uno de ellos no acude sino en los días de lluvia, otro en un cuarto de cortinas verdes, otro cuando no está Mrs. Jones, otro si le prometen un

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vaso de vino —etcétera; porque nuestra experiencia nos permite acumular las condiciones diferentes que exigen nuestros yos diferentes— y otros son demasiado absurdos para figurar en letras de molde. Por eso Orlando, al doblar el pajar llamó: «¿Orlando?» con un dejo de interrogación en la voz y esperó. Orlando no vino. «Muy bien entonces», dijo Orlando, con el buen humor que practica la gente en esas ocasiones, y ensayó otro. Porque tenía muchos yo disponibles, muchos más que los hospedados en este libro, ya que una biografía se considera comprender seis o siete mil. Para no hablar sino de aquellos que han tenido cabida, Orlando puede estar llamando al muchacho que cercenó la cabeza del moro; al que estaba sentado en la colina; al que vio al poeta; al que presentó a la Reina Isabel el bol de agua de rosas; o puede haber llamado al joven que se enamoró de Sasha; o bien al Cortesano; o al Embajador o al Soldado; al Viajero; o llamaba tal vez a la mujer; la Gitana; la Gran Dama; la Ermitaña, la muchacha enamorada de la vida; la Mecenas; la mujer que gritaba Mar (significando baños calientes y fuegos en la tarde) o Shelmerdine (significando azafranes en los bosques de otoño) o Bonthrop (significando nuestra muerte diaria) o las tres juntas —lo que significa más cosas que las que aquí nos caben: todos eran distintos, y pudo haber llamado a cualquiera de ellos.

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Quizá, pero lo que parece más cierto (porque estamos ahora en la región del «quizá» y del «parece») era que el requerido yo se mantenía a distancia, pues Orlando, a juzgar por lo que decía, se estaba mudando de yo con una velocidad no inferior a la de su coche —había uno nuevo en cada esquina— como sucede cuando, por alguna inexplicable razón, el yo consciente, que es el superior, y tiene el poder de desear, quiere ser un yo único. Éste es el que llaman algunos el verdadero yo, y es (aseguran) la aglomeración de todos los yo que están y pueden estar en nosotros; dirigidos y acuartelados por el yo Capitán, el yo Llave, que los amalgama y controla. Orlando estaba en busca de ese yo.

Marc Chagall

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El año de la muerte de Ricardo Reis, José Saramago: Viven en nosotros innúmeros, si pienso o siento, ignoro quién es el que piensa o siente, soy sólo el lugar donde se piensa y siente, y, no acabando aquí, es como si acabase, dado que, más allá del pensar y sentir, no hay nada. Si sólo soy esto, piensa Ricardo Reis después de leer, quién estará pensando ahora lo que yo pienso, o pienso que estoy pensando en el lugar en que soy de pensar, quién estará sintiendo lo que siento, o siento que estoy sintiendo en el lugar en que siento, quién se sirve de mi para pensar y sentir, y, de tantos innumerables que en mí viven, yo soy cuál, quién, Quain, qué pensamientos y sensaciones serán los que no comparto por pertenecerme a mí sólo, quién soy yo que los otros no sean, o hayan sido o sean alguna vez.

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Me siento múltiple. Soy como un cuarto con innumerables espejos fantásticos que dislocan reflejos falsos, una única anterior realidad que no está en ninguno y está en todos. Como el panteísta que se siente ola y astro y flor, yo me siento varios seres. Me siento vivir vidas ajenas, en mí, incompletamente, como si mi ser participara de todos los hombres. Fernando Pessoa

Autorretrato (Mi ritmo), Severini

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Me han pasado demasiados accidentes psicol贸gicos para creer que yo soy una persona. Soy 30 personas o no soy nadie... soy una persona y soy 30. Jos茅 Donoso

El fumador, Juan Gris

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Tengo tantas personalidades que cuando digo “te quiero” no sé si es verdad. Max Aub

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El lobo estepario, Hermann Hesse: La bidivisión en lobo y hombre, en instinto y espíritu, por la cual Harry procura hacerse más comprensible su sino, es una simplificación muy grosera, una violencia ejercida sobre la realidad en beneficio de una explicación plausible, pero equivocada, de las contradicciones que este hombre encuentra dentro de sí y que le parecen la fuente de sus no escasos sufrimientos. Harry encuentra en sí un «hombre», esto es, un mundo de ideas, sentimientos, de cultura, de naturaleza dominada y sublimada, y a la vez encuentra allí al lado, también dentro de sí, un «lobo», es decir, un mundo sombrío de instintos, de fiereza, de crueldad, de naturaleza ruda, no sublimada. A pesar de esta división aparentemente tan clara de su ser en dos esferas que le son hostiles, ha comprobado, sin embargo, alguna vez que por un rato, durante algún feliz momento, se reconcilian el lobo y el hombre. Si Harry quisiera tratar de determinar en cada instante aislado de su vida, en cada uno de sus actos, en cada una de sus sensaciones, qué participación tuviera el hombre y cuál el lobo, se encontraría en un callejón sin salida y se vendría abajo toda su bella teoría del lobo. Pues no hay un solo hombre, ni siquiera el negro primitivo, ni tampoco el idiota, tan lindamente sencillo que su naturaleza puede explicarse como la suma de sólo dos o tres elementos principales; y querer explicar a un hombre

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precisamente tan diferenciado como Harry con la división pueril en lobo y hombre es un intento infantil desesperado. Harry no está compuesto de dos seres, sino de cientos, de millares. Su vida oscila (como la vida de todos los hombres) no ya entre dos polos, por ejemplo el instinto y el alma, o el santo y el libertino, sino que oscila entre millares, entre incontables pares de polos. No ha de asombrarnos que un hombre tan instruido y tan inteligente como Harry se tenga por un lobo estepario, crea poder encerrar la rica y complicada trama de su vida en una fórmula tan llana, tan primitiva y brutal. El hombre no posee muy desarrollada la capacidad de pensar, y hasta el más espiritual y cultivado mira al mundo y a sí mismo siempre a través del lente de fórmulas muy ingenuas, simplificadoras y engañosas —¡especialmente a sí mismo!—. Pues, a lo que parece, es una necesidad innata y enteramente fatal en todos los hombres representarse cada uno su yo como una unidad. Y aunque esta quimera sufra con frecuencia algún grave contratiempo y alguna sacudida, vuelve siempre a curar y surgir lozana. El juez, sentado frente al asesino y mirándolo a los ojos, que oye hablar todo un rato al criminal con su propia voz (la del juez) y encuentra además en su propio interior todos los matices y capacidades y posibilidades del otro, vuelve ya al momento siguiente a su propia identidad, a ser juez, se cobija de nuevo rápidamente en la funda de su yo imaginario,

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cumple con su deber y condena a muerte al asesino. Y si alguna vez en las almas humanas organizadas delicadamente y de especiales condiciones de talento surge el presentimiento de su diversidad, si ellas, como todos los genios, rompen el mito de la unidad de la persona y se consideran como polipartitas, como un haz de muchos yos, entonces, con sólo que lleguen a expresar esto, las encierra inmediatamente la mayoría, llama en auxilio a la ciencia, comprueba esquizofrenia y protege al mundo de que de la boca de estos desgraciados tenga que oír un eco de la verdad. (...). Pero en realidad ningún yo, ni siquiera el más ingenuo, es una unidad, sino un mundo altamente multiforme, un pequeño cielo de estrellas, un caos de formas, de gradaciones y de estados, de herencias y de posibilidades. Que cada uno individualmente se afane por tomar a este caos por una unidad y hable de su yo como si fuera un fenómeno simple, sólidamente conformado y delimitado claramente: esta ilusión natural a todo hombre (aún al más elevado) parece ser una necesidad, una exigencia de la vida, lo mismo que el respirar y el comer. La ilusión descansa en una sencilla traslación. Como cuerpo, cada hombre es uno; como alma, jamás. También en poesía, hasta en la más refinada, se viene operando siempre desde tiempo inmemorial con personajes aparentemente completos, aparentemente de unidad. En la poesía que hasta ahora se conoce, los especialistas, los

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competentes, prefieren el drama, y con razón, pues ofrece (u ofrecería) la posibilidad máxima de representar al yo como una multiplicidad —si a esto no lo contradijera la grosera apariencia de que cada personaje aislado del drama ha de antojársenos una unidad, ya que está metido dentro de un cuerpo solo, unitario y cerrado—. Y es el caso también que la estética ingenua considera lo más elevado al llamado drama de caracteres, en el cual cada figura aparece como unidad perfectamente destacada y distinta. Sólo poco a poco, y visto desde lejos, va surgiendo en algunos la sospecha de que quizá todo esto es una barata estética superficial, de que nos engañamos al aplicar a nuestros grandes dramáticos los conceptos, magníficos, pero no innatos a nosotros, sino sencillamente imbuidos, de belleza de la Antigüedad, la cual, partiendo siempre del cuerpo visible, inventó muy propiamente la ficción del yo, de la persona. En los poemas de la vieja India este concepto es totalmente desconocido; los héroes de las epopeyas indias no son personas, sino nudos de personas, series de encarnaciones. Y en nuestro mundo moderno hay obras poéticas en las cuales, tras el velo del personaje o del carácter, del que el autor apenas si tiene plena conciencia, se intenta representar una multiplicidad anímica. Quien quiera llegar a conocer esto ha de decidirse a considerar a las figuras de una poesía así no como seres singulares, sino como partes o lados o aspectos diferentes de una unidad

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superior (sea el alma del poeta). El que examine, por ejemplo, al Fausto de esta manera, obtendrá de Fausto, Mefistófeles, Wagner y todos los demás una unidad, un hiperpersonaje, y únicamente en esta unidad superior, no en las figuras aisladas, es donde se denota algo de la verdadera esencia del alma humana. Cuando Fausto dice aquella sentencia tan famosa entre los maestros de escuela y admirada con tanto horror por el filisteo: «Hay viviendo dos almas en mi pecho», entonces se olvida de Mefistófeles y de una multitud entera de otras almas, que lleva igualmente en su pecho. También nuestro lobo estepario cree firmemente llevar dentro de su pecho dos almas (lobo y hombre), y por ello se siente ya fuertemente oprimido. Y es que, claro, el pecho, el cuerpo no es nunca más que uno; pero las almas que viven dentro no son dos, ni cinco, sino innumerables; el hombre es una cebolla de cien telas, un tejido compuesto de muchos hilos. Esto lo reconocieron y lo supieron con exactitud los antiguos asiáticos, y en el yoga budista se inventó una técnica precisa para desenmascarar el mito de la personalidad. Pintoresco y complejo es el juego de la vida: este mito por desenmascarar, el cual se afanó tanto la India durante mil años, es el mismo por cuyo sostenimiento y vigorización ha trabajado el mundo occidental también con tanto ahínco. Si observamos desde este punto de vista al lobo estepario, nos explicamos por qué sufre tanto bajo su

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ridícula duplicidad. Cree, como Fausto, que dos almas son ya demasiado para un solo pecho y habrían de romperlo. Pero, por el contrario, son demasiado poco, y Harry comete una horrible violencia con su alma al tratar de explicársela de un aspecto tan rudimentario. Harry, a pesar de ser un hombre muy ilustrado, se produce como, por ejemplo, un salvaje que no supiera contar más que hasta dos. A un trozo de sí lo llama hombre; a otro, lobo, y con ello cree estar al fin de la cuenta y haberse agotado. En el «hombre» mete todo lo espiritual, sublimado o, por lo menos, cultivado, que encuentra dentro de sí, y en el «lobo» todo lo instintivo fiero y caótico. Pero de un modo tan simple como en nuestros pensamientos, de un modo tan grosero como en nuestro ingenuo lenguaje, no ocurren las cosas en la vida, y Harry se engaña doblemente al aplicar esta teoría primitiva del lobo. Tememos que Harry atribuya ya al hombre regiones enteras de su alma que aún están muy distantes del hombre, y, en cambio, al lobo partes de su ser que hace ya mucho se han salido de la fiera.

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El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde: ¿Acaso la insinceridad es una cosa tan terrible? No lo creo. Es, sencillamente, un método que nos permite multiplicar nuestras personalidades. Tal era, al menos, la opinión de Dorian Gray, que se asombraba de la superficialidad de esos psicólogos para quienes el Yo es algo sencillo, permanente, fiable y único. Para él, el hombre era un ser dotado de innumerables vidas y sensaciones, una criatura compleja y multiforme que albergaba curiosas herencias de pensamientos y pasiones, y cuya carne misma estaba infectada por las monstruosas dolencias de los muertos.

Fobies, Emilio Pettoruti

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Antología de Álvaro de Campos, Fernando Pessoa: Otra ficción teológica es que el alma de cada cual sea una e indivisible. Lo que la Ciencia nos enseña es, por el contrario, que cada uno de nosotros constituye un agrupamiento de psiquismos subsidiarios, una síntesis, mal hecha, de almas celulares. Para el autosentimiento cristiano, el hombre más perfecto es el más coherente consigo mismo; para el hombre de ciencia, el más perfecto es el más incoherente consigo mismo.

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Yo no soy yo. Soy este que va a mi lado sin yo verlo; que, a veces, voy a ver, y que, a veces, olvido. El que calla, sereno, cuando hablo, el que perdona, dulce, cuando odio, el que pasea por donde no estoy, el que quedará en pie cuando yo muera. Juan Ramón Jiménez

Decalcomania, René Magritte

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El doctor Jekyll y Mr. Hyde, Robert Louis Stevenson: Pero a pesar de mi profunda dualidad, no era en sentido alguno hipĂłcrita, pues mis dos caras eran igualmente sinceras. Era lo mismo yo cuando abandonado todo freno me sumĂ­a en el deshonor y la vergĂźenza que cuando me aplicaba a la vista de todos a profundizar en el conocimiento y a aliviar la tristeza y el sufrimiento.

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Uno, ninguno y cien mil, Luigi Pirandello: Estáis aún desconcertados —bien lo veo—, irritados, confusos por el papelón que habéis hecho con vuestro viejo amigo, al que habéis echado, al poco de haber llegado el nuevo, con un pretexto poco convincente, porque no aguantabais verlo más allí delante, oírle hablar y reír en presencia del otro. ¿Cómo? ¿Echarlo así, cuando, poco antes de llegar el otro, tanto os gustaba hablar y reír con él? Echado. ¿A quién? ¿A vuestro amigo? ¿En serio creéis que lo habéis echado? Reflexionad un poco. No había ninguna razón para echar a vuestro viejo amigo, en sí y por sí, al presentarse de improviso el nuevo. Ellos dos no se conocían; los habéis presentado vosotros; y hubieran podido pasar juntos media horita en vuestra sala de estar charlando de sus cosas. Ninguna incomodidad ni para uno ni para el otro. La incomodidad la habéis sentido vosotros, y tanto más viva e insoportable cuanto más veíais que ambos iban acercando posiciones para ponerse de acuerdo. Un acuerdo que vosotros habéis roto enseguida. ¿Por qué? Porque vosotros, ¿no queréis entenderlo aún?, vosotros de repente, es decir, al llegar vuestro

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nuevo amigo, habéis descubierto que erais dos, uno tan distinto al otro, que por fuerza en un determinado momento, no pudiendo soportarlo ya, habéis tenido que echar a uno de los dos. Y no a vuestro viejo amigo, no; os habéis echado a vosotros mismos, habéis echado a ese uno que sois para vuestro viejo amigo, porque habéis sentido que era completamente distinto al que sois, o queréis ser, para el nuevo. Esos dos no eran incompatibles entre sí [...]; pero sí lo eran los dos vosotros que habéis descubierto de repente en vosotros mismos. No habéis podido soportar que las cosas de uno se mezclaran con las del otro, ya que no tenían realmente nada en común entre sí. Nada, nada, ya que vosotros para vuestro viejo amigo tenéis una realidad y otra para el nuevo, tan distintas que vosotros mismos os habéis dado cuenta de que, al dirigiros a uno, el otro se habría quedado mirándoos estupefacto; no os hubiera ya reconocido. Habría exclamado para sus adentros: «Pero, ¿cómo? ¿Es éste?, ¿es así?». Y ante el insostenible embarazo, siendo dos al mismo tiempo, habéis buscado un pretexto poco convincente para libraros, no de uno de ellos, sino de uno de los dos que esos dos os obligaban a ser al mismo tiempo.

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El lobo estepario, Hermann Hesse: Quisiera o vencer dentro de sí al lobo y vivir enteramente como hombre, o, por el contrario, renunciar al hombre y vivir, al menos, como lobo, una vida uniforme, sin desgarramientos. Probablemente no ha observado nunca con atención a un lobo auténtico; hubiese visto entonces quizá que tampoco los animales tienen un alma unitaria, que también en ellos, detrás de la bella y austera forma del cuerpo, viven una multiplicidad de afanes y de estados.

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El doctor Jekyll y Mr. Hyde, Robert Louis Stevenson: ... Si cada uno, me decía, pudiera alojarse en una identidad distinta, la vida quedaría despojada de lo que ahora me resultaba inaguantable. El ruin podía seguir su camino libre de las aspiraciones y remordimientos de su hermano más estricto. El justo, por su parte, podría avanzar fuerte y seguro por el camino de la perfección complaciéndose en las buenas obras y sin estar expuesto a las desgracias que podía propiciarle ese pérfido desconocido que llevaba dentro.

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El lobo estepario, Hermann Hesse: El lobo estepario tenía, por consiguiente, dos naturalezas: una humana y otra lobuna; ése era su sino. Y puede ser también que este sino no sea tan singular y raro. Se han visto ya muchos hombres que dentro de sí tenían no poco de perro, de zorro, de pez o de serpiente, sin que por eso hubiesen tenido mayores dificultades en la vida. En esta clase de personas vivían el hombre y el zorro, o el hombre y el pez, el uno junto al otro, y ninguno de los dos hacía daño a su compañero; es más, se ayudaban mutuamente, y en muchos hombres que han hecho buena carrera y son envidiados, fue más el zorro o el mono que el hombre quien hizo su fortuna. Esto lo sabe todo el mundo. En Harry, por el contrario, era otra cosa; en él no corrían el hombre y el lobo paralelamente, y mucho menos se prestaban mutua ayuda, sino que estaban en odio constante y mortal, y cada uno vivía exclusivamente para martirio del otro, y cuando dos son enemigos mortales y están dentro de una misma sangre y de una misma alma, entonces resulta una vida imposible. (...). Todos los que le tomaban cariño no veían nunca en él más que uno de los dos lados. Algunos le querían como hombre distinguido, inteligente y original y se

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quedaban aterrados y defraudados cuando de pronto descubrían en él al lobo. Y esto era irremediable, pues Harry quería, como todo individuo, ser amado en su totalidad y no podía, por lo mismo, principalmente ante aquellos cuyo afecto le importaba mucho, esconder al lobo y repudiarlo. Pero también había otros que precisamente amaban en él al lobo, precisamente a lo espontáneo, salvaje, indómito, peligroso y violento, y a éstos, a su vez, les producía luego extraordinaria decepción y pena que de pronto el fiero y perverso lobo fuera además un hombre, tuviera dentro de sí afanes de bondad y de dulzura y quisiera además escuchar a Mozart, leer versos y tener ideales de humanidad.

Alter ego, René Magritte

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La muerte enamorada, Théophile Gautier: Mi brazo rodeaba el talle de Clarimonda y estrechaba una de sus manos; ella apoyaba su cabeza en mi hombro y podía sentir el roce de su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás había sido tan feliz. Me había olvidado de todo y no recordaba mejor el hecho de haber sido cura que lo que sentí en el vientre de mi madre, tal era la fascinación que el espíritu maligno ejercía en mí. A partir de esa noche, mi naturaleza se desdobló y hubo en mí dos hombres que no se conocían uno a otro. Tan pronto me creía un sacerdote que cada noche soñaba que era caballero, como un caballero que soñaba ser sacerdote. No podía distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde empezaba la realidad ni dónde terminaba la ilusión. El joven vanidoso y libertino se burlaba del sacerdote, y el sacerdote detestaba la vida disoluta del joven noble. La vida bicéfala que llevaba podría describirse como dos espirales enmarañadas que no llegan a tocarse nunca. A pesar de lo extraño que parezca no creo haber rozado en momento alguno la locura. Tuve siempre muy clara la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que no me podía explicar: era que el sentimiento de la misma identidad perteneciera a dos hombres tan diferentes. Era una anomalía que ignoraba ya fuera mientras me creía cura del pueblo C**, ya como il signor Romualdo, amante titular de Clarimonda.

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La cabeza roja, Modigliani

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El lobo estepario, Hermann Hesse: Y en tanto que yo, Harry Haller, estaba allí en medio de la calle, sorprendido y adulado, azorado y cortés, sonriendo al hombre amable y mirando su rostro bueno y miope, a mi lado el otro Harry abría la boca también, estaba haciendo muecas y pensando qué clase de compañero tan particular, absurdo e hipócrita era yo, que aun dos minutos antes había estado furioso rechinando los dientes contra todo el maldito mundo, y ahora, a la primera excitación, al primer cándido saludo de un honrado hombre de bien, asentía a todo y me revolcaba como un lechón en el goce de un poquito de afecto, consideración y amabilidad. De este modo se hallaban allí, frente al profesor, los dos Harrys, ambas figuras extraordinariamente antipáticas, burlándose uno de otro, observándose mutuamente y escupiéndose al rostro.

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El doble, Fëdor Dostoyevski: A veces soñaba el señor Goliadkin que se hallaba en la excelente compañía de personas conocidas por su ingenio y urbanidad y que él, por su parte, se distinguía asimismo por su agudeza y buen trato; que todos le estimaban, incluso algunos de sus enemigos que estaban presentes, lo cual le resultaba muy agradable. Todos le daban la precedencia y, por último, escuchaba con gusto cómo el anfitrión se llevaba aparte a uno de los invitados y colmaba de alabanzas al señor Goliadkin... Pero de pronto, sin motivo aparente, volvía a presentarse el sujeto conocido por su malevolencia e impulsos bestiales bajo la forma del señor Goliadkin II y, al instante, con sólo su aparición, desbarataba todo el triunfo, toda la gloria del señor Goliadkin I, lo eclipsaba, lo hundía en el fango y mostraba a las claras que el señor Goliadkin I, el auténtico, no era en absoluto auténtico, sino una imitación, y que el auténtico era él.

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El Otro yo, Mario Benedetti: El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Picasso

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El lobo estepario, Hermann Hesse: Comprendí que yo ahora era el lindo y ardiente jovenzuelo, al que había visto correr poco antes hacia la puerta del amor, que yo ahora dejaba vivir y crecer a este trozo de mi persona, a este pedazo de mi naturaleza y de mi vida, que sólo llenaba una décima, una milésima parte de ella, libre de todas las otras figuras de mi yo, no turbado por el pensador, no martirizado por el lobo estepario, sin cohibir por el poeta, por el soñador, por el moralista.

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Seis personajes en busca de autor, Luigi Pirandello: ... cada uno de nosotros se cree uno, sin que ello sea verdad; porque cada uno de nosotros es muchos, sí señor, muchos, dependiendo de todas las posibilidades de ser que llevamos dentro: uno con éste, uno con aquél; ¡y tan distintos! E imaginamos, sin embargo, que siempre somos el mismo para todos, y siempre el mismo que nosotros creemos ser en cada uno de nuestros actos. ¡Y no es verdad, no es verdad! Cuando en alguno de nuestros actos, en algún hecho desventurado, nos quedamos de repente como paralizados, como sólo de él pendientes, nos damos perfecta cuenta de todo esto; quiero decir que nos damos cuenta de que, en ese hecho, no está todo nuestro ser: y sería por tanto una injusticia atroz si se nos juzgara solo por eso, si se nos expusiera al escarnio, inmóviles y atrapados para toda la vida, como si toda nuestra existencia se viera consumada en ese hecho.

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Uno, ninguno y cien mil, Luigi Pirandello: ... Hacemos algo. Creemos sinceramente que estamos por entero en ese acto. Nos damos cuenta de que por desgracia no es así, y que el acto es en cambio siempre y solo de uno de los muchos que somos o que podemos ser, cuando, por una malhadada casualidad, quedamos como enganchados y suspendidos de improviso de él: quiero decir, que nos damos cuenta de que no estamos por entero en ese acto y que, por tanto, sería una injusticia terrible juzgarnos solo por él, mantenernos enganchados y suspendidos de él, en la picota, durante una existencia entera, como si ésta se resumiera en ese solo acto. —¡Pero yo soy también esto y lo otro y lo de más allá!—nos ponemos a gritar. Muchos, ¡ya, ya!; muchos que estaban al margen del acto de ese alguien, y que nada o bien poco tenían que ver con él. Y no solo esto, sino que también ese mismo alguien, es decir, esa realidad que en un momento nos hemos dado y que en ese momento ha llevado a cabo el acto, a menudo poco después a desaparecido; y tanto es así, que el recuerdo del acto queda en nosotros, si es que queda, como un sueño angustioso, inexplicable. Otro, otros diez, todos aquellos otros que somos o podemos ser, surgen uno a uno en nosotros para preguntarnos cómo hemos podido hacer semejante cosa, y no sabemos ya darles una explicación.

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Así empieza lo malo, Javier Marías: Sí, habían pasado muchos años y la gente cambia y se arrepiente, y se mira a sí misma retrospectivamente con tanto horror como desconocimiento, o es más bien desolación y ausencia de reconocimiento, como si se contemplara en un espejo deformante, de tan primitivo: “¿Fui yo ese? ¿Hice yo eso? ¿Tan feo era mi antiguo yo?”.

Andy Denzler

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Ah, ¿cómo he podido pensar, soñar, yo, tales cosas? ¡Estoy tan lejos del que fui hace unos momentos! Fernando Pessoa

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Cada cual a su manera, Luigi Pirandello: ... Cada uno de nosotros tiende a desposar, para toda la vida, a una sola alma, a la más cómoda, a la que ofrece como dote la facultad más adecuada para alcanzar la situación a la que aspiramos; pero luego, lejos del honesto techo conyugal de nuestra conciencia, tenemos amoríos, amoríos y deslices sin cuento con nuestras demás almas, las repudiadas, que habitan el subsuelo de nuestro ser: y de ellos nacen actos, pensamientos, que nos negamos a reconocer, o que, forzados, adoptamos, legitimamos con diversos acomodos, reservas, cautelas.

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... yo no existía, yo era otro (...) Hoy volví a ser de pronto el que era o el que soñaba ser. Fernando Pessoa

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Oda al crepúsculo, Lêdo Ivo: Seré un desconocido para mí mismo, y me preguntaré: ¿quién es este hombre que escribe versos en mi mesa, consulta el diccionario de rimas y lee cuentos de [hadas? ¿Quién es este hombre que solo usa mis palabras y ha adoptado mi increíble habilidad para atravesar el [día sin molestar a la armonía ni a las gaviotas? ¿Quién es este hombre que imitó mis trazos, copió mis retratos y adquirió mi inclinación a evocar el verano?

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El mito de Sísifo, Albert Camus: Si hubiera que escribir la única historia significativa del pensamiento humano, sería la de sus arrepentimientos sucesivos y sus impotencias. ¿De quién y de qué puedo decir, en efecto: “¡Lo conozco!”? Puedo sentir mi corazón y juzgar que existe. Puedo tocar el mundo y juzgar también que existe. Ahí termina toda mi ciencia, el resto es construcción. Pues si trato de aferrar ese yo que tengo tan seguro, si trato de definirlo y resumirlo, ya no es sino agua que corre entre mis dedos. Puedo dibujar uno a uno todos los rostros que toma, así como todos los que se le han dado: su educación, su origen, su ardor o sus silencios, su grandeza o su bajeza. Pero los rostros no se suman. Este mismo corazón mío me resultará siempre indefinible. Entre la certidumbre que tengo de mi existencia y el contenido que trato de dar a esta seguridad hay un foso que nunca será colmado. Seré siempre extraño a mí mismo.

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La trilogía de Nueva York, Paul Auster: Existimos para nosotros mismos, quizá, y a veces incluso vislumbramos quiénes somos, pero al final nunca podemos estar seguros, y mientras nuestras vidas continúan, nos volvemos cada vez más opacos para nosotros mismos, más y más conscientes de nuestra propia incoherencia. Nadie puede cruzar la linde que le separa de otro por la sencilla razón de que nadie puede tener acceso a sí mismo.

Estudio de cuerpo humano, Francis Bacon

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Dios mío, Dios mío, ¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es esa pausa que hay entre mí y mí? Fernando Pessoa

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Uno, ninguno y cien mil, Luigi Pirandello: ... ¿Soy así realmente, yo, desde fuera, cuando, mientras vivo, no pienso en mí? Así pues, para los demás soy ese extraño que he sorprendido en el espejo; ése, y ya no yo tal como me conozco. [...] Soy ese extraño al que no puedo ver vivir. [...] Un extraño que pueden ver y conocer solo los demás, y yo no.

Estudio de George Dyer frente al espejo, Francis Bacon

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Uno, ninguno y cien mil, Luigi Pirandello: Sed sinceros: nunca se os ha pasado por la cabeza querer veros vivir. Procuráis vivir para vosotros, y bien que hacéis, sin preocuparos de lo que, sin embargo, podéis ser para los demás, no porque no os importe nada la opinión ajena, que sí os importa y mucho, sino porque vivís en la feliz ilusión de que los otros, desde fuera, se hacen de vosotros una imagen igual a la que os hacéis de vosotros mismos.

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Uno, ninguno y cien mil, Luigi Pirandello: ... Cuando uno vive, vive y no se ve. Conocerse es morir. [...] No se puede vivir delante de un espejo. Procure no verse nunca. Porque, por más que lo intente, nunca conseguirá conocerse tal como lo ven los demás. ¿Y de qué sirve, entonces, conocerse solo para uno mismo?

René Magritte

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Stoner, John Williams: No se le había ocurrido cómo podía verle el mundo desde fuera. Durante un momento se vio a sí mismo como debía de parecer y lo que Edith decía era parte de lo que él veía. Vislumbraba un personaje que revoloteaba en anécdotas de bar y páginas de novelas baratas... un ser lamentable que se hacía mayor, incomprendido por su mujer, buscando mantenerse joven, liándose con una mujer mucho más joven, intentando torpe y neciamente recuperar esa juventud que ya no podía tener, un fatuo payaso en toda regla de quien el mundo se reía incómodo, apenado y desdeñoso. Contemplaba a dicho personaje desde tan cerca como podía, pero cuanto más lo miraba menos familiar le parecía. No se veía a sí mismo, y supo de repente que aquél no era él.

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Desesperación, Nabokov: He acabado acostumbrándome a tener una visión exterior de mí mismo, a ser al mismo tiempo pintor y modelo, y no puedo por lo tanto extrañarme de que mi estilo carezca del bendito don de la espontaneidad. Por mucho que lo intente no consigo volver a meterme en mi primer sobre, ni mucho menos sentirme cómodo en mi antiguo yo; el desorden que allí reina es tremendo; las cosas están fuera de sitio, la lámpara está ennegrecida y apagada, hay fragmentos de mi pasado esparcidos por todo el suelo.

Autorretrato, Emilio Pettoruti

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El hombre natural y el hombre artificial, S. Ram贸n y Cajal: Yo no soy, pues, un yo; soy los dem谩s, es decir, el no yo de los fil贸sofos. Represento humilde manufactura donde colaboraron todas las manos, excepto las m铆as.

Mujer con gorro y cuello de piel, Pablo Picasso

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Antología de Álvaro de Campos, Fernando Pessoa: ... 1) Abolición del dogma de la personalidad Esto es, de que poseemos una Personalidad «separada» de la de los demás. Se trata de una ficción teológica. La personalidad de cada uno se compone (como sabe la Psicología moderna, especialmente desde que viene prestando mayor atención a la Sociología) del entrecruzamiento social con las «personalidades» de los otros, de la inmersión en corrientes o tendencias sociales y de la fijación de rasgos hereditarios oriundos, en su mayor parte, de fenómenos de orden colectivo. Así, tanto en el presente como en el futuro y en el pasado, somos parte de los otros y los otros son parte de nosotros. Para el autosentimiento cristiano, el hombre más perfecto es aquel que con mayor verdad pueda decir: «Yo soy yo»; para la Ciencia, el hombre más perfecto es el que con mayor justicia pueda decir: «Yo soy todos los otros». (...).

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... la contradicci贸n del tiempo que pasa y de la identidad que perdura. Jorge Luis Borges

Jacqueline (Mujer sentada), Pablo Picasso

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El lobo estepario, Hermann Hesse: Entre risas y pequeñas caricias extravagantes me hizo dar media vuelta, de modo que quedé frente al espejo gigante de la pared. En él me vi. Vi, durante un pequeñísimo momento, al Harry que yo conocía, pero con una cara placentera, contra mi costumbre, radiante y risueña. Pero apenas lo hube reconocido, se desplomó, segregándose de él una segunda figura, una tercera, una décima, una vigésima, y todo el enorme espejo se llenó por todas partes de Harrys y de trozos de Harrys, de numerosos Harrys, a cada uno de los cuales solo vi y reconocí un momento brevísimo. Algunos de estos Harrys eran tan viejos como yo; algunos, más viejos; otros, viejísimos; otros, completamente jóvenes, mozalbetes, muchachos, colegiales, arrapiezos, niños. Harrys de cincuenta y de veinte años corrían y saltaban atropellándose; de treinta años y de cinco, serios y joviales, respetables y ridículos, bien vestidos y harapientos y hasta enteramente desnudos, calvos y con grandes melenas, y todos eran yo, y cada uno fue visto y reconocido por mí con la rapidez del relámpago, y desapareció; se dispersaron en todas direcciones, hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia dentro en el fondo del espejo, hacia afuera, saliéndose de él.

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Lisboa revisitada, Fernando Pessoa: Otra vez vuelvo a verte, ciudad de mi infancia pavorosamente perdida... Ciudad triste y alegre, otra vez sueño aquí... ¿Yo? Pero, ¿soy yo el mismo que aquí viví, y aquí volví, y aquí volví a volver y volver, y aquí de nuevo he vuelto a volver? ¿O todos los Yo que aquí estuve o estuvieron somos una serie de cuentas-entes ensartadas en un [hilo-memoria, una serie de sueños de mí por alguien que está fuera de [mí?


El libro blanco, Jean Cocteau: ¿De quién es El libro blanco? ¿Mío? Tal vez. ¿De otro? Sin duda. ¿Acaso no somos otros inmediatamente después de haber escrito?

The Walk, Andy Denzler


El vizconde demediado, Italo Calvino: Ojalá se pudieran partir todas las cosas enteras —dijo mi tío, tumbado de bruces en la roca, acariciando aquellas convulsas mitades de pulpo—, así cada uno podría salir de su obtusa e ignorante integridad. Estaba entero y todas las cosas eran para mí naturales y confusas, estúpidas como el aire; creía verlo todo y no veía más que la cáscara. Si alguna vez te conviertes en la mitad de ti mismo, muchacho, y te lo deseo, comprenderás cosas que escapan a la normal inteligencia de los cerebros enteros. Habrás perdido la mitad de ti y del mundo, pero la mitad que quede será mil veces más profunda y valiosa. Y también tú querrás que todo esté demediado y desgarrado a tu imagen, porque belleza y sabiduría y justicia existen sólo en lo hecho a pedazos.

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Retrato de Maurice Raynal, Juan Gris

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Esta antología de la identidad terminó de maquetarse en Madrid un 2 de septiembre de 2015, cien años después —mes arriba, mes abajo— de que se publicara la Metamorfosis de Kafka.




Del yo como algo diverso, abigarrado incluso, tan amplio y variopinto como posibilidades de ser llevamos dentro, una tras otra manifestándose en función de las circunstancias, del momento o del entorno, algunas con nuestra aprobación, otras causándonos oprobio y siempre, unas y otras, todos nuestros yoes, haciéndonos sentir unos extraños de nosotros mismos.


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