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En qué creemos

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Fe en crecimiento

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En qué creemos

El Hijo

El Hijo de luz y amor

Su luz aún transforma vidas

Qué sucedió en el cielo el día que Gabriel habló con María? Gabriel le dijo: «No tengas miedo, María; Dios te ha concedido su favor. Quedarás encinta y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús […]. El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Así que al santo niño que va a nacer lo llamarán Hijo de Dios» (Luc. 1:30, 31, 35, NVI).

El majestuoso, glorioso y todopoderoso miembro de la Trinidad divina estaba por hacerse hijo por nosotros y en nosotros. El que estaba vestido de la luz resplandeciente del cielo podía ver el futuro oscuro y humillante que le aguardaba en nuestro quebrantado planeta. ¿Qué habrá sentido al despedirse de los seres perfectos y magníficos del cielo, que lo adoraban? ¿Qué pasó por su mente y corazón cuando él y su Padre se abrazaron, antes de desaparecer en la oscuridad silenciosa del vientre de María, durante nueve meses?

EL MISTERIO DE DIOS-HOMBRE

Al momento de la concepción, estaba vivo en una nueva forma, solo visible para Dios. El Hijo de Dios se estaba haciendo Hijo del hombre. El infinito «YO SOY», el Creador, se estaba haciendo un bebé recién creado. El Verbo se estaba haciendo carne. La Luz estaba llegando a brillar en las tinieblas. Estaba viniendo a los suyos pero, ¿lo recibirían? ¿Lo recibiríamos nosotros?

El maravilloso don de Dios a nuestro mundo —su único y amado Hijo para que «todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16, NVI)— explota los límites de lo que podemos expresar con la palabra «amor».

Se trata de un tipo de entrega altruista que no nos resulta natural. Parece extraña, ajena y misteriosa, pero sumamente deseable, como algo que tuvimos alguna vez pero que perdimos después de la caída. Que Jesucristo estuviera dispuesto a renunciar a la gloria y la seguridad del cielo, donde era uno con el Dios Todopoderoso, para hacerse humano, muestra una humildad insondable que reprende nuestro egocentrismo.

Escoger un nacimiento en la pobreza como el hijo de María y José y crecer en un vecindario modesto de Nazaret, demuestran la humildad de Cristo. Pero su decisión de revelar la justicia plena de Dios sin dejar de otorgar la misericordia plena al sufrir la muerte más degradante y maldita en una cruz, trasciende nuestra comprensión humana de humildad. No se puede expresar con palabras (Fil. 2:5, 8; Isa. 53:4, 5). Al hacerlo, Jesús nos mostró de qué se conforma ese amor que tenemos que emular: «hacer justicia, amar misericordia y humillarte ante tu Dios» (Miqueas 6:8).

LA LUZ DEL MUNDO

Todas las cosas fueron creadas por medio de Cristo, el Verbo viviente (Juan 1:1-5). Lo primero que creó en esta tierra por su palabra fue la luz (Gén. 1:3). La luz es necesaria para que exista la vida humana, animal y vegetal. Pero necesitamos más que luz física. Necesitamos la luz del amor de Dios, la esencia de su carácter (1 Juan 4:8, 16), esa que nos muestra mediante la vida de su Hijo, «la luz del mundo» (Juan 9:5). «En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad» (Juan 1:4, NVI). Esa es la luz que Dios quiere compartir con nosotros por medio de su Hijo, guiándonos de regreso a él: el brillo glorioso de quién es él. Como lo expresó Isaías: «¡Ven, pueblo de Jacob, y caminemos a la luz del Señor!» (Isa. 2:5, NVI). Pero compartir su carácter glorioso (compare con Éx. 34:6, 7) es más que mostrar: es llegar a ser. Al experimentar a Jesús –la fuente de luz, que es amor– podemos reflejar esa luz y amor desde nuestro interior.

La luz radiante del Hijo es una fuerza enceguecedora que quebranta el corazón endurecido de la humanidad. El homicida Saulo de Tarso quedó enceguecido por la luz de Jesucristo (Hech. 22:6-8). En ese momento de ceguera, cuando se encontró con el que había juzgado erróneamente como enemigo, el perseguidor de los seguidores de Cristo encontró a su Salvador. Se le dijo a Saulo que se levantara y, como profetizó Isaías que haría el pueblo de Dios, se le ordenó: «¡Levántate, resplandece, porque ha venido tu luz y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti!» (Isa. 60:1). En cada encuentro con Cristo, experimentamos la luz de su amor, que nos transforma, así como lo

Sentía la necesidad acuciante de saber que Dios no me había abandonado.

hizo con Saulo, que llegó a ser el apóstol Pablo. Si elegimos vivir en la luz de Cristo, así como lo hizo Pablo, nuestras interacciones con los demás también se verán impulsadas por el amor de Dios. Juan lo explica así: «El que ama a su hermano permanece en la luz, y no hay nada en su vida que lo haga tropezar» (1 Juan 2:10, NVI).

SU LUZ SIGUE BRILLANDO

La luz de Dios sigue brillando. En un momento muy difícil para mí, antes de cumplir veinte años, Dios abrió el cielo por un breve momento y me habló. Estaba en India, sentada en un carrito que me llevaba hacia el pueblo. Sentía la necesidad imperiosa de saber que Dios no me había abandonado. Alcé mi rostro hacia Dios en oración, cuando de pronto, me rodeó y envolvió la gloria refulgente de la presencia de Dios, en un encuentro visible y abrumador con lo Divino. Escuché que Dios me hablaba, no en forma audible, sino claramente en mi corazón. Reconocí inmediatamente los rayos indescriptibles, iridiscentes de luz con el color de un arco iris, como la presencia de Dios. Ese encuentro —un flujo poderoso del amor de Dios—, me ha acompañado desde entonces. Continúa siendo una garantía de que Dios realmente escucha cuando clamo a él. Cristo nos invita a unirnos a él para reflejar su luz perfecta de amor. Dice: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mat. 5:14). Al reflejar la luz y el amor de su Hijo, permitiremos que la luz brille de tal manera que otros sabrán que han visto a Jesús. Verán nuestra manera de vivir, y glorificarán a nuestro Padre celestial, que está en los cielos (cf. Mat. 5:16).

Constance E. Clark Gane es arqueóloga de la Mesopotamia y profesora de Investigación en la Universidad Andrews. Con su esposo Roy viven en

Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.

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