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Ser misionero me cambió la vida
Enfoque
Los misioneros van a llevar el evangelio, pero en el proceso, encuentran que sus vidas son transformadas.
ANDREW MCCHESNEY
Todo el que ha sido misionero –ya sea dentro o fuera de su país– le dirá que «la misión es una calle de doble vía». Uno da a los demás, pero también recibe. Las siguientes perspectivas e historias sobre la obra misionera adventista en diversas partes del mundo lo ilustran. —Los editores.
El fuego de artillería pesada comenzó abruptamente en Juba, la capital de Sudan del Sur. El misionero y médico argentino Peter Fenoy salió corriendo de su oficina en el complejo de la sede de la Iglesia Adventista. Al hacer un entrenamiento en seguridad le habían enseñado cuán peligroso era permanecer en el edificio durante un ataque, ya que allí dentro tenía más probabilidades de salir herido que si permanecía en la calle. Lo más seguro era estar contra el piso, cerca de una pared.
Peter vio adultos en el piso y niños corriendo. Escuchó que caían los proyectiles. Buscó a su esposa Natasha. No estaba por ningún lado.
«¡Natasha! ¡Natasha!», la llamó.
Corrió de regreso al edificio, donde halló que Natasha seguía escribiendo un informe en su computadora. —¿Qué estás haciendo? –exclamó.
Natasha lo miró. Su rostro no denotaba emoción. —Si sucede, sucede –le contestó–. Si no, aún no es nuestra hora.
Fue entonces que Peter comprendió cuán profundas cicatrices le había dejado de niña la guerra civil en su Osetia del Sur natal, en la ex Unión Soviética. Mientras la artillería caía sobre Sudán del Sur, ella no sentía nada. Su actitud era: «Si me muero, me muero».
Peter y Natasha se habían mudado a Sudán del Sur para llevar sanación a personas afectadas por veintidós años de guerra civil.
Los tres años allí también ayudaron a que Natasha sanara y superara los traumas de la niñez, entendiendo en el proceso que la guerra no es algo normal.
«Cuando fui al África, aprendí qué anormal es la guerra –dijo
Natasha–. Jamás había escuchado del trauma que los conflictos armados dejan en una persona y de cómo cambian su personalidad». (Vea la historia completa en página 12).
POR QUÉ CAMBIAN LOS CORAZONES
La experiencia transformadora de Natasha se ha repetido en la vida de muchos misioneros, dicen los líderes de la iglesia. Cada misionero que se entrega al Espíritu Santo experimenta un cambio de corazón. Los misioneros van a compartir el evangelio, pero descubren que el evangelio marca una diferencia en sus propias vidas.
«Lo que escucho una y otra vez es alguna variación de la expresión: “Esperaba ayudar a la gente, pero en realidad, yo fui el bendecido” –dijo Gary Krause, director de Misión Adventista y quien de chico se crio en el campo misionero–. De hecho, la escucho tan a menudo que es casi un cliché».
Para ser misionero, es indispensable estar dispuesto al cambio, dice Oscar Osindo, director interino del Instituto de Misión Mundial de la Asociación General, que ofrece capacitación intercultural a todos los misioneros de la iglesia. Al aceptar el llamado al servicio, un misionero deja una cultura familiar y viaja a lo desconocido, de la misma manera en que Jesús dejó la comodidad del cielo por este planeta oscuro.
«Los misioneros al encarnar la vida de Cristo en una cultura diferente, se ven reflejados en otros, y la cruz de Cristo destruye el muro de división con los demás –dijo Osindo–. La sangre de Cristo une a los dos en una humanidad, y el misionero nunca más será el mismo». Miles de adventistas han dejado sus hogares para cumplir la Gran Comisión de Jesús, que dijo: «Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado. Y yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mat. 28:19, 20). En la actualidad, hay unas cuatrocientas familias que prestan servicios a largo plazo como Empleados del Servicio Interdivisión, y otros cientos que participan como voluntarios a corto plazo como parte de Servicios Voluntarios Adventistas. También van como pioneros de Misión Global, alcanzando a los grupos no alcanzados de sus propios países. Están los «fabricantes de tiendas», que usan sus profesiones para trabajar en países con restricciones, los voluntarios del Movimiento de los Mil Misioneros en Asia y los ministerios de apoyo como Adventist Frontier Missions en los Estados Unidos.
La mayoría de los misioneros busca crecer y cambiar para cumplir su llamado, –dijo Cheryl Doss, experimentada misionera que acaba de jubilarse como directora del Instituto de Misión Mundial. «Las experiencias que tienen, los desafíos interculturales que enfrentan, las pruebas y tribulaciones que siempre se presentan en el campo misionero, implican que tienen que cambiar o fracasarán –dijo ella–. Así la mayoría llega a tener un corazón servicial, abierto a las necesidades del mundo».
Para Osindo, solo los misioneros que resisten obstinadamente, no experimentan cambios, y añadió que los que se resisten «nunca terminan el período de servicio o lo pasan muy mal».
Los misioneros que se entregan a Dios y permiten que sus corazones sean moldeados por él tienen historias destacadas, dijo. «Aprenden a confiar más en Dios, y viven para contar historias increíbles», explicó.
PRIMERA HISTORIA
De guerra en guerra
Natasha Fenoy tenía diez años cuando un bloqueo y la artillería pesada la llevó a huir de su pueblo en Osetia del Sur, una región que se separó de la exrepública soviética de Georgia. El pueblo quedó sin agua, alimento, electricidad y servicios médicos durante la guerra civil de 1991-1992, mientras crecía la presión para que los residentes se rindieran. Cuando todo parecía desesperado, un joven de veintitrés años organizó un convoy de camiones para evacuar a los niños hacia una zona tranquila.
Los padres de Natasha la despertaron a las tres de la madrugada para que se uniera al convoy. Para llegar a los camiones, ella y su hermano tenían que cruzar la Sovetskaya Ulitsa central, la «avenida de la muerte», como la llamaban, porque francotiradores vigilaban la calle desde una colina cercana.
«Llegamos hasta la calle y esperamos –recuerda Natasha–. Los padres le dijeron a un niño que corriera. Vimos que las hojas caían por los disparos de un francotirador. Esperamos un poco más, y entonces mi madre empujó a mi hermano y le dio la orden de correr». El francotirador abrió fuego cuando fue el turno de Natasha de correr. Sintió el aire caliente cuando la bala le pasó cerca, y percibió que las hojas de los árboles caían.
Ella y su hermano quedaron separados de sus padres por un tiempo, pero finalmente llegaron a un lugar seguro.
Años después, Natasha conoció a Peter, que por entonces trabajaba con una organización asistencial en Osetia del Sur. Al tiempo se casaron.
Los recuerdos de su traumática niñez regresaron después de que Natasha y Peter se trasladaron a Sudán del Sur. El incidente de los proyectiles que caían mientras Natasha permanecía trabajando en su computadora sucedió hacia el final de la guerra civil. Después de un acuerdo de paz firmado en 2005, los niños soldados fueron desmovilizados, y Natasha trabajó con muchos de esos niños traumados.
«Leí sobre cómo trabajar con ellos, y aprendí cuáles eran las señales de trauma –dijo–. Me vi reflejada en cada libro que leí y me decía: “¡Increíble! ¡Esa soy yo!»».
Al leer sobre el trauma y ayudar a los niños, pudo por primera vez hacer las paces con su propia niñez. Pudo dejar el pasado atrás y encontrar nueva paz en Dios.
«Ayudar a las personas en situación de conflicto me ayudó a salir del trauma que había sido parte de mi propia vida», dijo.
Natasha y Peter Fenoy
En lucha contra el COVID
Sharon Pittman, que creció como hija de misioneros en Pakistán y después prestó servicios en Guinea, Irak y Madagascar, jamás pensó que el Covid-19 sería uno de sus desafíos misioneros más grandes.
Dos oleadas de Covid golpearon la Universidad Adventista de Malaui, amenazando las vidas de los estudiantes y el personal, y empujando la institución a la ruina financiera. Cuando llegó la tercera ola, Sharon, que interrumpió su jubilación para trabajar en la universidad como vicerrectora, se enteró de que había quince estudiantes contagiados y otros cincuenta en cuarentena. El sendero parecía oscuro.
Pasándose los dedos por sus cabellos canosos, oró: «Oh, Señor, no creo que esto es lo que tenías en mente cuando me llamaste al servicio misionero».
A pesar de treinta y cinco años de experiencia en la educación superior, jamás se había sentido más desprovista de perspectiva y sabiduría espiritual.
«Señor –oró con fervor– encárgate tú de los desafíos que el diablo nos presenta». En el vacío, sintió una voz apacible.
«Hija mía, yo amo esta universidad más de lo que tú podrías hacerlo –le dijo la voz–. Avanza por fe, y destruiré la tercera ola de la pandemia como lo hice con la primera y la segunda».
En ese momento, percibió luz. Todas sus preocupaciones y temores se desvanecieron. Llamó a su equipo para planificar cómo seguir con la ayuda de Dios.
Al contactarla para una entrevista, Sharon estaba sentada en una playa en el Lago Malaui, preparándose para presidir la tan esperada Conferencia Nacional sobre Educación Superior de Malaui que había sido pospuesta dos veces debido a la pandemia.
«El agua en la playa aquí en el hotel es hermosa, y los monos juegan a escasa distancia de mi silla –se dijo–. El Señor tiene un gran sentido del humor al llamarme aquí. Sabía que era el tipo de jubilación, donde puedo servir y también disfrutar de unos pocos minutos en la playa».
Sharon Pittman Nerly Macías Figueroa, con algunos de sus estudiantes.
TERCERA HISTORIA
Misionera de por vida
Nerly Macías Figueroa extrañaba su hogar en México. Se sentó en una playa arenosa en las Islas Marshall, contemplando las aguas azules del Océano Pacífico. Sentía la seguridad de que Dios la había llamado a enseñar a los niños de Ebeye, pero también quería regresar a su casa.
«Señor –oró–, ayúdame a ser una buena maestra y misionera para ti. Ayúdame a no extrañar a mi familia».
Después de la oración, se sintió confortada. «Seguía extrañando a mi familia, pero mi mente estaba enfocada en la obra misionera», recordó.
Nerly puso su máximo potencial en la enseñanza cuando estuvo en Ebeye, en 2016-2017. Al regresar a México resolvió seguir siendo misionera por el resto de su vida. Después de recibir un título en nutrición, aceptó un trabajo como docente en la Universidad de Linda Vista, una institución adventista del sur de México. La universidad se ha convertido en su nuevo campo misionero, y ella ha notado muchas similitudes entre sus estudiantes actuales y los que tuvo en las Islas Marshall.
«Los estudiantes tienen problemas familiares, lo que incluye escasa confianza –dijo–. Les enseño de Dios, de cómo Dios ha provisto en mi caso y cómo puede hacerlo también en el de ellos».
Ha visto que los estudiantes cambian al desarrollar una relación con Dios. Los cambios le recuerdan ese día en la playa en el que Dios le brindó alivio y consuelo.
«Si están convencidos de que Dios los llama como misioneros, la vida cambiará –dijo–. Jamás serán los mismos».