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La Redención Gran Misterio de Amor
Padre César Augusto Dávila Gavilanes Guía espiritual y Fundador de la AEA
Mis queridos hermanos, las palabras sobran cuando ponemos ante nuestra vista el panorama de hechos que sucedieron, desde el momento en que Nuestro Bendito Señor es entregado por uno de Sus discípulos en Getsemaní, hasta que pronuncia Su última palabra encomendando Su espíritu al Padre. Cuando ese Bendito Señor, después de repasar todo lo que habían escrito de Jesús, cada una de sus frases tienen una trascendencia –diría yo- infinita. Trascendencia que por más que nosotros tratemos de ahondarla, cada día se nos revelarán nuevas verdades y mayores acerca de Él los profetas, y al ver que todo se había cumplido, Él lleno de satisfacción, dice: todo está consumado.
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Hermanos, cada una de las palabras de los Evangelios que nos narran la Pasión de Jesús, cada una de sus frases tienen una trascendencia –diría yo- infinita. Trascendencia que por más que nosotros tratemos de ahondarla, cada día se nos revelarán nuevas verdades y mayores misterios. Y uno de esos grandes misterios que lo resume todo, está condensado en esta sola palabra: AMOR. Palabra que tiene su sinónimo, y más que sinónimo su equivalente absoluto: Amor igual Dios, Dios igual Amor. Hermanos, en esta palabra sola, se sintetiza toda la obra de Dios respecto de nosotros.
Ustedes y yo podemos preguntarnos ¿qué tenemos nosotros que no hayamos recibido? En otras palabras, ¿qué tenemos nosotros propio, por lo cual Dios se haya enamorado de una pobre, de una insignificante criatura? Yo creo que decir: que nada absolutamente tenemos que sea capaz de mover al amor de Dios a amarnos. Esta es la respuesta que podemos darla: no hay realmente en nosotros, NADA que sea atractivo de Él. Nada que ese Dios Bendito no nos hubiera comunicado.
Pero hermanos, si nosotros vamos ahondamos un poquito más en este Misterio, si creo que vamos a encontrar una respuesta, una respuesta que nos va a descubrir lo que nosotros en verdad somos.
¿Y qué somos en verdad? ¡Somos algo de Él mismo! Somos una prolongación de Sí mismo. Somos una parte de Él mismo. Somos espíritu de Su espíritu, vida de Su vida, conciencia de Su conciencia, mente de Su mente, poder de Su poder, sabiduría de Su sabiduría, amor de Su amor. ¡Eso somos, hermanos! Somos esa chispa divina desprendida de esa gran hoguera que es Él. Y somos –en otras palabras, también en nuestra infinita pequeñez- Su propio Yo, porque nuestro espíritu es algo de Su propio Espíritu, nuestro ser espiritual es algo de Su propio Ser espiritual. Hermanos entonces, aquí si podemos encontrar la respuesta del por qué ese Dios Bendito nos envía a Su propio Unigénito Hijo. ¿Y por qué, hermanos? PORQUE ESE DIOS BENDITO QUIERE SALVAR EN NOSOTROS, ALGO DE SI MISMO. ¡He aquí la respuesta a ese interrogante que nos hemos propuesto!
Si, mis queridos hermanos, ese Dios Bendito que se prolonga en nosotros; ese Dios Bendito que
manifiesta Su espíritu en nuestro espíritu; ese Dios Bendito cuando ve que ese Espíritu Suyo que somos nosotros, se había perdido en la inmensidad de las tinieblas del abandono de Dios; cuando ese Dios Bendito, ese Padre Bendito descubrió que estaba ese Yo Suyo, esa prolongación Suya en su criatura, entonces Él resuelve enviar a Su propio Unigénito Hijo para que salve lo Suyo, para que recupere lo Suyo, para que redima lo Suyo. Hermanos entonces, ¡aquí está la respuesta a Ese gran Misterio! Y nadie, absolutamente nadie podía realizar esto que realizó el Padre por medio de Su propio Unigénito Hijo.
Hermanos, Él hubiera podido escoger un hombre, pero un hombre, es decir, una chispa divina tan pequeñita ¿hubiera podido satisfacer por el abandono de todos los hombres, el abandono de Dios? ¡No, hermanos! Dios pues, envía a Su propio Hijo para redimir aquello que había perecido, aquello que estaba alejado de Él, aquello que estaba envuelto en las tinieblas del error. Y por eso, cuando Jesús está pendiente de la cruz, ve al Padre y desde la hondura a la cual Él había descendido, es decir: desde los abismos de la hondura humana que somos nosotros, desde esa hondura grita al Padre y dice: Padre, Padre ¿Por qué me has abandonado? Y ¿por qué eso, mis queridos hermanos? Las palabras son muy difíciles de expresar estos misterios, la mente humana no puede concretar de una manera clara las ideas; pero más allá de la mente el espíritu, la conciencia humana puede percibir todo eso que es inexplicable
Hermanos, es que el hombre, es que nosotros desde el momento en que encarnamos aquí en esta tierra; desde el momento en que esa chispa divina que somos cada uno de nosotros vino acá, a medida que fue alejándose esa chispa para encarnar en un poco de materia que es el cuerpo: se verificó un proceso enorme, grande, infinito de distanciamiento. Por eso es que resulta para nosotros, tan difícil concentrarnos, tan difícil restituirnos al primitivo estado en el cual ese Dios Bendito nos hizo. Por eso ese Bendito Señor, haciéndose eco y asumiendo la inmensidad de la distancia humana de Dios, dice: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? No dice, Padre mío porque no habla a Dios como Su Padre, habla a Dios como Su Dios.
Subo a mi Padre -dirá- y a vuestro Padre. Subo a mi Dios y a vuestro Dios. Él hace esta diferencia. Porque el hombre estaba tan alejado de Dios, parecía que realmente había caído en el abandono de Esas Benditas manos; pero no, todavía tenía una pequeña aurora, un pequeño resplandor de esa vivencia divina que iluminaba la oscuridad de esa conciencia humana. Y ese Cristo Bendito clama al Padre, clama a Dios y ese clamor que recibe el Padre, ese clamor brotado del Hijo, entonces realiza esta obra tan grande, hermanos: de restituirnos nuevamente a ese camino que abandonamos. Ya de aquí en adelante precisamente por esa oración de Cristo, para nosotros será mucho más fácil volver al Padre; será mucho más fácil el camino de retorno a Él. Será mucho más fácil esta auto-realización personal que en todo momento se realiza con Su divina ayuda.
Hermanos, os recuerdo nuevamente que el Gran Misterio Redentor se explica porque ese Dios Bendito está presente en cada uno de nosotros, porque ese Dios Bendito es una prolongación en nosotros, porque ese Dios Bendito es una manifestación en nosotros. Y nosotros hermanos, tenemos que descubrir a ese Dios Bendito en lo más íntimo de nuestro ser, porque llevamos en nosotros ese Reino de Dios, es decir: a Ese Dios mismo, porque somos una parte de Él. Pero cuando decimos una parte y cuando decimos una prolongación, cuando decimos un otro yo, no queremos de ninguna manera expresar como alguien pudiera imaginar: que entre ese Dios Infinito y nosotros no hay ninguna diferencia. ¡Esto se llama en otros términos, PANTEISMO! ¡No, hermanos! Nosotros conservando nuestra pequeñez y ese Dios Bendito conservando Su grandeza; nosotros conservando nuestra limitación y ese Dios conservando Su ilimitación; nosotros conservando todas nuestras miserias y ese Dios Infinito en toda Su perfección, sin embargo nosotros continuamos siendo parte de Él mismo, diferenciándonos de Él por nuestra infinita pequeñez y asimilándonos a Él porque tenemos también un espíritu igual a Él; y por eso este Bendito Señor Jesús nos enseñó a invocarle a ese Dios Bendito como a nuestro Padre. Y por eso ese Bendito Jesús manifestó que el Padre no desea templos materiales, templos hechos de barro, templos hechos para adoración externa solamente: necesita el Padre -decía- adoradores en espíritu y en verdad. No hubiera dicho esto hermanos, si nosotros Sus adoradores, no tuviéramos también algo de Su propio Espíritu, algo de Su propio Yo, algo de Su propia conciencia, algo de Su propia vida, algo de Su propio poder, algo de Su propia energía.
Como conclusión mis queridos hermanos, nosotros cada día debemos ir profundizando en esta dignidad que tenemos de hijos de Dios. Y cuantas veces rezamos el Padre Nuestro, este Bendito Dios nos enseñó precisamente a invocar al Padre así: Padre Nuestro que estás en los cielos. Pero esos cielos, ese cielo lo llevamos nosotros adentro. De tal manera que cuando Él dice que le invoquemos así, Él quiere decirnos que hemos de invocarle a ese Dios interior que llevamos adentro. Y hemos de invocarle como Padre porque somos hijos Suyos, porque somos espíritu de Su espíritu.
Mis queridos hermanos, en este Viernes Santo que estamos conmemorando una vez más, un aniversario de la muerte de Nuestro Bendito Dios, ¡qué grandeza, qué privilegio descubrir que esta pequeñez nuestra es exaltada hasta la cumbre divina! ¿Por qué? Por la Redención de Su propio Hijo. Porque con la Redención de Su propio Hijo está demostrando que nosotros somos algo de Dios mismo. Y si no lo fuéramos así, pues no hubiera habido Redención alguna. Porque si bien en nosotros y por nosotros también toda la naturaleza visible e invisible quedó redimida, si no hubiéramos nosotros entrado en escena en este gran drama de la humanidad, entonces ese Bendito Dios no hubiera enviado a Su Unigénito Hijo para redimir un mundo material, para redimir los mundos y mundos que Él en Su poder los creo. Pero, si envió a Su propio Hijo para redimir a algo que era de Su propia naturaleza, algo que era Suyo, algo que era un soplo Suyo, un soplo divino, algo que era una chispa divina desprendida de Él mismo. Por eso ese Bendito Cristo mis queridos hermanos, ese Bendito Cristo abre Sus brazos para reconciliarnos con ese Bendito Dios y para restituirnos a su primitivo origen.
Hermanos, demos una vez más Gracias a Dios por esto. Y cada día procuremos ahondar este Gran Misterio del Amor de Cristo. Pero esto lo haremos a través de la oración contemplativa, que nos hace ver, palpar, tocar lo que Él es y significa para nosotros.