Regalo de amor. CIRA ALZURO ÁLVAREZ DE VAAMONDE. 2013

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MINISTERIO DEL PODER POPULAR PARA LA CULTURA Pedro Calzadilla

Ministro del Poder Popular para la Cultura Humberto González

Viceministro para el Fomento de la Economía Saulibeth Rivas

Viceministra de Cultura para el Desarrollo Humano Benito Irady

Viceministro de Identidad y Diversidad Cultural Luís Felipe Pellicer

Director del Archivo General de la Nación Presindente del Centro Nacional de Historia © Centro Nacional de Historia /// 2013

Regalo de amor

© Cira Alzuro Álvarez de Vaamonde www.agn.gob.ve / Twitter: @agn_ve / Facebook: Agn Francisco de Miranda www.cnh.gob.ve / Twitter:@cnh_ven / Facebook: Centro Nacional de Historia www.ministeriodelacultura.gob.ve Edición al cuidado de /// María Alejandra Rojas Corrección /// María Alejandra Rojas Diseño de colección /// Aarón Mundo H. Diagramación /// Aarón Mundo H. Inserción de correcciones y maquetación /// Carlos Arteaga y Gabriel A. Serrano S. Hecho el Depósito de Ley Depósito Legal No /// if22820139002121 ISBN /// 978-980-7248-83-9 Final Av. Panteón, Foro Libertador, edif. Archivo General de la Nación, Ofc. Centro Nacional de Historia. PB. Parroquia Altagracia, Caracas. Telf.: 0212 - 5095824 / 5826 / 5829 / 5831.



La voz y la acción del pueblo siempre se han escuchado, visto y sentido en el barrio, en el caserío, en el cumbe, en la faena colectiva del conuco, de la hacienda o de la fábrica, en la rebelión, la insurrección y su insumisión ante los poderes opresores. Sin embargo, en el relato de sus hechos apenas si aparece. Invisibles, inaudibles, solitarias, nuestras voces. Aunque potente, esa voz colectiva y hermosa, no ha llegado a nuestro tiempo, aunque se asome siempre, soterrada como los cantos de los negros de la serranía de Coro en 1795, cuando se cantó la revolución, la Patria, la República, por primera vez en estas tierras. A esas voces no se le habían dado respiraderos para expresarse y mucho menos para empoderarse. Una historiografía excluyente, racista, sexista, clasista y centralista, sacó al pueblo del relato de sus hechuras y hazañas para justificar el lugar privilegiado de las clases dominantes de ayer y de hoy. El pueblo cuenta su historia es un programa nacional del Gobierno Bolivariano para que el pueblo se apropie de su pasado, de su presente y su futuro, a partir del autorreconocimiento de su origen, identidad y sentido de pertenencia, bases fundamentales en la


construcción de la Patria y de la

La Revolución Bolivariana, el Gobierno Re-

Matria socialista.

volucionario, ha abierto espacios chavistas,

La colección que presentamos, lleva el

inclusivos, libertarios, integrales, diversos,

mismo nombre que el programa: El pueblo

totales, patrios: nuestros. ¿Qué son las mi-

cuenta su historia. En ella hay tres series:

siones si no los pulmones de la Revolución

Insurgencia Popular, Diversidad Cultural

Bolivariana? Misiones-respiraderos: alimen-

y Misiones. Con ellas creemos abarcar el

ticios, sanitarios, educativos, habitacionales,

amplio espectro de las organizaciones

culturales, humanos… históricos.

y movimientos sociales desde las que el

Ayer con el general Bolívar, hoy con el

pueblo podrá contar su historia, no solo en

comandante Chávez, el corazón colectivo

forma escrita sino utilizando, además, todos

del pueblo, unido al corazón del líder, en

los medios de comunicación a su alcance y

esa mezcla inexorable de afectividad y

todas las manifestaciones artísticas, de las

pensamiento, esto que llamamos corazón

que es creador.

venezolano, en este tiempo preciso, es

Estas series, que deben traducirse también

capaz de grandes hazañas y hechuras.

en programas de radio, televisión, perió-

Tomar la palabra es tomar el poder. Enton-

dicos, revistas, murales, grafittis, obras de

ces, que tome la palabra el pueblo actor y

teatros, micros, audiovisuales, películas,

protagonista de su historia, que cuente sus

canciones, poesías, relatos, crónicas, etc.,

hazañas y sus miserias. Nuestros votos

tienen la finalidad de abrir esos respiraderos

por el éxito de un programa que empodere

historiográficos a todos los movimientos y

al pueblo de su historia y contribuya a la

organizaciones sociales, culturales, comu-

construcción de la mayor suma de felicidad

nales y políticas para que cuenten su historia

en la patria socialista.

y la historia de su país, dando cuenta de la vocación insurgente, soberana y responsable

¡Independencia y Patria socialista:

de un pueblo amante de la paz, de la unidad

Viviremos y Venceremos!

latinoamericana y caribeña, de la igualdad, de la libertad y de la felicidad plena.





Adelante Comandante

Adelante comandante es el clamor de mi pueblo que no le tiemble la mano el corazón ni el cerebro es un milagro ¡oh milagro! el pueblo al fin despertó ya salió de su letargo sin fusil y sin metralla corrió a la calle y cantó cantó gloria al bravo pueblo el yugo trizas volvió y respetando las leyes dejó oír clara su voz voz del pueblo voz de Dios tenemos constituyente y el pueblo así lo demostró que con dignidad y valor se hace respetar la gente y si hay a quien no le guste nuestra hermosa decisión que le echen la colcha al arpa y vayan buscando pista con su pútrida opinión si a la una aúllan los perrros en su afán de molestar


nosotros todos unidos hombres, niños y mujeres les pondremos el bozal sólo le pido al Señor que me conserve la vida hasta que mis ojos vean libre de toda alimaña a mi patria tan querida estas mis parcas palabras no son para el Presidente son para el hombre del pueblo que tiene barro en la sangre y nada contra corriente adelante comandante a pasos de vencedores lleve usted como estandarte la voluntad de un gran pueblo que ya perdió sus temores hasta siempre comandante que nunca llegue el dolor a cruzarse en su camino y que siempre su destino le hable de dichas y amor. Cira de Vaamonde Año: 1999


Venezuela

Venezuela tierra amada madre digna y adorada de tu pecho sale el sol y de tu vientre la vida eres hermosa mujer de todas la más querida tu soberana cabeza ciñe corona de brumas y a tus pues están postrados mares, ríos y lagunas tus infinitas llanuras donde la vista se pierde como lagos de esmeraldas con singular donusura [sic] tus montañas ondulantes semejan verdes encajes de un verde oscuro brillante engalando el paisaje tu corazón generoso se abre a todos por igual y de tus entrañas surge oro negro a raudal tus cordilleras andinas con sus cumbres nacaradas son hechiceras divinas que nos tienen embrujados


tu orinoco caudaloso arrollador y bravío es el rey más poderoso en su eterno desaf ío eres la madre del Sol con tu resplandor divino iluminaste a los héroes padres de nuestros destinos en tu vientre generoso abrigaste con amor al niño que llegó a ser nuestro gran Libertador Cira de Vaamonde 01 de julio de 1999


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P R I M E R A PA R T E

El día siete de abril del año 1920, nació una niña en una casa situada entre las esquinas de San José del Ávila y San Isidro, en la parroquia La Pastora. Su madre, una joven mujer de clase humilde, le puso por nombre Cira. La madre era muy hermosa pero su belleza se veía opacada por el sufrimiento. Su nombre era Guillermina Álvarez de Alzuro y su sufrimiento se debía al abandono y a la soledad. Carecía de recursos económicos para subsistir con su pequeña hija que acababa de nacer ya que su esposo se encontraba preso, acusado de conspirar contra el régimen del tirano Juan Vicente Gómez, el funesto dictador de aquella época en Venezuela. Sus familiares la habían execrado por su matrimonio con Guillermo Alzuro, pensaban que este, debido a sus inclinaciones revolucionarias, no era hombre capaz de darle la felicidad a Guillermina, el miembro más joven de la familia Álvarez. La familia estaba compuesta por doña Luisa María Barrios de Álvarez y sus siete hijos; dos varones: Ernesto y Ricardo, y cinco hembras: Vidalina, Rita, Estefanía, Luisa María y Guillermina. Descendientes de españoles pero nacidos en Venezuela. Huérfanos de padre desde muy niños los crió su madre, doña Luisa, con gran esfuerzo y dignidad. Para el momento que nos ocupa ya Ernesto, uno de los hijos menores, la había sustituido en la dirección del hogar. Doña Luisa María, por encontrarse muy resentida de salud llamó a su hijo y lo encargó del cuidado de la familia. Vidalina, Rita y Estefanía ya estaban casadas. Ricardo vivía con una mujer y quedan en casa: Luisa María y Guillermina, a las que Ernesto protegió como si fuesen sus hijas.


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Ernesto

Ernesto, desde muy temprana edad, tuvo que hacerle frente a la vida. Comenzó trabajando con un hombre que compraba café en grano, lo tostaba, molía y luego, en un burro, salía a venderlo por las calles de Caracas. Ernesto aprendió el arte de su jefe e instaló su propio negocio. Poco a poco fue progresando y ampliando su radio de acción hasta lograr comprar un gran terreno donde, con sus propias manos, construyó una casa para su madre y hermanas. En la parte posterior del terreno construyó las instalaciones para los animales, allí tenía vacas, caballos, gallinas, etc. A su familia no le faltaba nada, adoraba y protegía a sus hermanas al extremo de no permitirles salir solas, y cuando eran invitadas a una fiesta, iba primero para ver si sus hermanas podían asistir sin perjuicio de su reputación. Luisa María era de piel blanca y pelo castaño, Guillermina morena clara, con pelo y ojos negros; totalmente diferentes hasta en el carácter. Luisa María era dócil y obediente. Guillermina era indómita, alegre y despreocupada. Como el negocio de Ernesto prosperaba y había mucho trabajo, empleó a un primo suyo de nombre Guillermo Alzuro para que le ayudara en las tareas pesadas con los animales. El primo en cuestión era un joven bien parecido y muy pronto se ganó la simpatía de todos y el interés de Guillermina, que vivía como pájaro en jaula y cantaba todo el día como un ruiseñor. Sin que nadie sospechara, comenzó un romance entre Guillermo y Guillermina que concluyó con el embarazo de esta. Cuando Ernesto se enteró de la deshonra de su hermana menor, montó en cólera y quiso matar al que había deshonrado vilmente a su hermana, pero ya este había volado. Fue tanto su dolor y su desilusión que no quiso saber


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nada del matrimonio que concertaron en la casa de la hermana mayor y prohibió hasta que nombraran a la hermana en su casa. Guillermo

Este era un joven criado sin bases de hogar. Su madre, una señora de nombre Clara Álvarez, que lo había criado a la buena de Dios; él, sin tener quien lo guiara, agarró por donde mejor le parecía. Así fue a dar con algo tan peligroso como era conspirar contra el gobierno del dictador Juan Vicente Gómez. Quizás no sabía en lo que estaba metido. Fue así como lo sorprendieron en una revuelta y lo hicieron preso, dejando a la pobre Guillermina esperando un hijo y viviendo del favor de una familia amiga donde, por bondad, le prestaron ayuda. Así la encontramos con una niña en brazos que le pusieron por nombre Cira y sin tener donde acudir. Cuentan que Guillermo logró escapar de la cárcel y fue a conocer a su hija, pero no había pasado mucho tiempo cuando de nuevo lo capturaron y su esposa nunca más tuvo noticias de él. Se presume que murió en manos de sus enemigos. Cira consigue un padre

A los trece días de nacida, Cira fue llevada a la casa de los Álvarez por una señora amiga de la familia. Ernesto dormitaba en el piso de una enramada, la señora que llevó a la niña la puso muy suavemente a su lado, quien, al despertar y ver a la criatura gritó: ¡Quítenme esto de aquí! Pero nadie acudió a sus gritos, por lo que creyendo que nadie lo veía, le destapó la carita a la niña al tiempo que esta le sonreía. El no pudo soportar más, tomó la niña en sus brazos y la acarició. Desde ese día Cira fue su hija bienamada.


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Guillermina volvió a la casa de su hermano acatando las normas que estaban establecidas. Ella era una muchacha bella, muy atractiva y con un carácter jovial, todo el tiempo reía y cantaba mientras lavaba, planchaba y hacía los oficios de la casa. Realmente no se ocupó mucho de su hija, en la casa había demasiadas personas que lo hacían. Cira era la única niña de la casa y fue creciendo rodeada del afecto de todos y en especial de Ernesto, a quien Cira llamaba papá. Al transcurrir del tiempo Guillermina se sentía frustrada, se veía joven y bella, pero estaba condenada a vivir una vida que le brindaba muy pocas satisfacciones y comenzó a pensar en la forma de liberarse. Ernesto no quería ni oír hablar de otra cosa que fuera su permanencia en la casa hasta el día que encontrara un hombre honrado que le ofreciera matrimonio. Pero, ¿quién se atrevería a intentar traspasar los muros de aquella cárcel y enfrentar los prejuicios del carcelero? Y así Guillermina seguía presa en esa prisión. Luisa María se enamora

La casa de Ernesto era el refugio de todas sus hermanas con sus esposos e hijos. Cuando confrontaban algún problema acudían a ella con la seguridad de ser bien recibidas. Fue así como Rita, una de las hermanas mayores llegó a vivir allí con Norberto su esposo e hijos y un hombre que le servía de ayudante. Este personaje de nombre Cleofe Miguel Acevedo, era un zambo de piel bien oscura, ojos rayados y pelo negro casi liso, su aspecto era de hombre de campo, carecía totalmente de cultura y tenía modales de gañán, vestía ropas toscas y calzaba alpargatas. Norberto lo presentó como hombre honrado y de confianza. Ernesto simpatizó con este personaje y le ofreció trabajo. Comenzaron comprando bisuterías que Cleofe vendía o cambiaba en los campos por caraotas, maíz, pollos


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gallinas, etc., con un arreo de burros propiedad de Ernesto. En poco tiempo comerciaban con telas, zapatos y hasta carne, que salaban y luego vendían. Cleofe se fue ganando la confianza de Ernesto y mientras tanto enamoraba a Luisa María. Ésta era una mujer de veintisiete años pero pura de cuerpo y alma y se enamoró de aquel personaje tan diferente a ella en todo. Luisa María reunía innumerables cualidades: era una dama de modales finos y nobles sentimientos, amaba a su hermano como a un padre y lo obedecía, aunque fuese el menor. Ernesto pensaba que Luisa María se quedaría para vestir santos. Esa era la forma que usaban en la época para calificar a las mujeres que se quedaban solteras. Pero no fue así, Cleofe la pidió en matrimonio y Ernesto, no muy gustoso, aceptó y les prestó toda su colaboración para que pudieran efectuar la boda. En esos días, Doña Luisa María, la madre, enfermó de una afección cardíaca y al poco tiempo dejó de existir. Ernesto, que amaba muchísimo a su madre suspendió la boda y tuvieron que esperar a que todo se calmara. Después de varios meses, se realizó el enlace de Luisa María y Cleofe. Se quedaron viviendo con Ernesto mientras Cleofe pudiera darle un hogar a Luisa María. Pero ese hogar nunca llegó y María Luisa y su esposo permanecieron viviendo en la casa de Ernesto. Afortunadamente, esta era muy espaciosa, estaba compuesta por dos salas, varias habitaciones, un gran comedor, cocina y lavandero. El patio principal estaba cubierto por una troja de parchitas y al fondo de la casa se encontraba una puerta la cual comunicaba con el corral donde había otras instalaciones de emergencia y más atrás, el galpón para los animales, los que a Ernesto no le faltaban nunca. El frente de la casa era un pasillo de dos metros de ancho con pisos enlajados y la cerca sembrada de bellísimas blancas y rosadas que siempre estaban florecidas y al final del pasillo, había una mata de jazmín que perfumaba con sus flores la sala y el recibo.


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La muerte de doña Luisa María dejó a Ernesto muy deprimido; sufría mucho recordando los trabajos que pasó su madre para levantarlos. Cuentan que el esposo de doña Luisa, fue asesinado por envidia en un lugar cercano a San Francisco de Tiznados donde poseía una hacienda y habitaba con su esposa y sus hijos. Cuando doña Luisa María se enteró que habían matado a su esposo, para salvar su vida y las de sus seis hijos, huyó con estos dejándolo todo, y para colmo, estaba embarazada de su última hija, la que parió en Villa de Cura en plena huída. La infeliz mujer llegó al Valle, en Caracas, buscando la ayuda de su única hermana: María del Rosario, quien se había casado con un hombre de buena posición económica, pero lo único que consiguió doña Luisa de su hermana fue que le prestara una casa donde cobijarse con sus hijos y la dejó a la buena de Dios. La pobre mujer tuvo que trabajar muy duro para alimentar siete hijos, pasaron hambre y vivieron mucho tiempo en la miseria; sin embargo doña Luisa, a la medida de sus posibilidades, trató de educarlos, inculcarles principios morales y los formó hombres y mujeres útiles. La tía María del Rosario

María del Rosario Barrios de González tenía su residencia en una hermosa hacienda denominada “Pasa Guaca”. Esta hacienda quedaba ubicada en los terrenos donde ahora queda el polígono de tiro de Fuerte Tiuna en el Valle. Este era un lugar de ensueños, allí habitaba con su esposo y sus muchos hijos. Aquel lugar era algo increíble, en medio de una montaña, donde no tenía acceso ningún vehículo, solamente era posible llegar allí a caballo o a pie.


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La casa era una construcción antiquísima, las paredes altas y gruesas, los techos de tejas y un gran corredor con helechos colgantes. Lo primero que se encontraba al llegar a la casa era un jardín con rosales y otros tipos de flores y al traspasar el jardín se encontraba un tinajero que destilaba agua fresca para mitigar la sed que proporcionaba el camino. Allí había de todo: frutas, verduras, granos, aves, ganado, un estanque rebosante de agua traída de la montaña. Lo único que faltaba era sal, porque hasta el dulce y el café lo producían. No obstante, con todo eso y otros tantos negocios que el esposo de Rosario poseía en El Valle no alcanzaron la felicidad. El esposo de Rosario murió de un infarto y con su muerte se perdieron los negocios que tenía en El Valle, ya que solamente él conocía sus actividades y no dejó nada escrito. La hacienda comenzó a deteriorarse. Uno de los hijos se trastornó y no comía, todo lo que le daban de comer se lo echaba a una mata lo que le produjo una tuberculosis y murió. Así, todos fueron muriendo, quedando solamente Pablo y Anita acompañando a su madre la que murió también dejando solos a los dos hijos que hicieron lo posible para sostenerse, hasta que un día fueron asaltados por unos bandidos que amarraron a Pablo y violaron a la pobre Anita que fue a morir a un hospital en El Valle. De Pablo no se supo más ni qué pasó con la hacienda Pasa Guaca. Ernesto, con su dolor, siguió trabajando y velando por su familia, pero pensaba en salir de aquella casa que le traía tantos y tan dolorosos recuerdos de su madre muerta. Luisa María, una de las hermanas que era una mujer muy delicada, salió embarazada y esto la puso que no ni podía le-


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vantarse de la cama, por lo cual Guillermina tuvo que hacerse cargo de sus obligaciones que iban desde lavar la ropa de Cleofe hasta prepararle el desayuno que consistía en arepas, caraotas, huevos, queso, tajadas y sabe Dios cuántas cosas más para llenar su lipa sin fondo. Y así, Guillermina se hizo responsable de todo el trabajo de la casa. Con el pretexto del estado de Luisa María, Cleofe fue metiendo a su familia en la casa de Ernesto y cuando menos pensaron, estaban invadidos de personas salidas de los montes sin la menor idea de la convivencia entre los seres civilizados, con modales espantosos y acostumbrados al trato con gente de su misma cultura. Para ellos era igual sentarse a la mesa que comer en el suelo y tantas otras actitudes que ofendían la buena educación. Sin embargo, Ernesto las pasaba como inadvertidas y trataba de darles la oportunidad de que se adaptasen a las costumbres de la casa. Yo estaba bastante joven pero recuerdo a Cleofe aprendiendo a firmar y cuando tuvo que vestirse como gente civilizada fue un suplicio, al ponerle un flux, camisa cuello duro con corbata de lazo y zapato de patente, daba la impresión que vestían a Judas. Era un espectáculo deprimente ver aquella pareja tan desigual: ella, vestida toda de blanco, arrastrando una larga y hermosa cola como una virgen del altar y él, ahogándose entre aquella indumentaria a la que no estaba acostumbrado, ya que siempre había usado ropa de faena y alpargatas.


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La Primera Comunión de Cira

Cira cumplió siete años y era el día de su Primera Comunión. Caía un torrencial aguacero, la temperatura había bajado y todos sentíamos frío; de la iglesia vecina se oían el repicar de las campanas llamando a los feligreses. Cira estaba impecable con su traje blanco hecho con fina batista y encajes de chantilly, un velo de tul ilusión y una corona de azahares cubría su cabeza; parecía una novia. Pero seguía lloviendo. Las calles eran de tierra y con la lluvia estaban totalmente empantanadas, de tal suerte que Cira, para llegar al templo forzosamente tendría que manchar de lodo sus zapatos blancos y hasta el ruedo de su precioso vestido. De pronto, llegó Ernesto con una tabla atada al cuello con un mecate, en esa tabla sentaron a la niña y Ernesto la llevó hasta la Iglesia sin que la niña tocara para nada las calles empantanadas. Ese día Ernesto botó la casa por la ventana. En una larga mesa vestida con un mantel bordado en blanco sirvieron el desayuno. En el centro de la mesa, en una bandeja, se encontraba un exquisito lechón horneado, de la cocina salían bandejas repletas de arepas doraditas recién hechas, caraotas refritas, aguacates, tortas y chocolate, mantequilla preparada en la casa, queso de mano, etc. El olor que despedían todas esas delicias le abrían el apetito hasta a un muerto. En la casa de los Álvarez, cuando se hacía un festejo quedaba una estela de admiración, sobre todo por la esplendidez con que atendían a los invitados. Ernesto Álvarez era un gran anfitrión. Luisa María tiene su primera hija

En el año 1928, Luisa María dio a luz a su primera hija, una niña preciosa y le pusieron por nombre Olga. Era linda


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como una muñeca y muy sana, nunca se enfermó, esa niña se convirtió en la consentida de la casa y todos se desvivían por cuidarla y atenderla. Cira la aceptó desde que nació y la sentía como su hermana menor y así fueron creciendo juntas. Nunca supe de donde salió la idea de que Ernesto vendiera sus propiedades para comprar una hacienda en Petare; presiento que tiene que haberle influenciado, primero, su amor al campo y segundo, encontrar una salida a la situación que se le había presentado con la invasión de su casa por la familia de Cleofe, quienes, poco a poco, fueron abandonando los rastrojos donde vivían y viniéndose para la casa de Ernesto. Mosquito

Mosquito era el nombre de la hacienda que compró Ernesto en Petare. Se mudó allí con sus familiares y los agregados, menos Guillermina que, contra la voluntad de su hermano, se quedó en Caracas trabajando con una familia que previamente solicitó su permiso, como ella era mayor de edad Ernesto no pudo oponerse, aunque eso le causaba una gran preocupación. Mosquito era una hacienda que había permanecido por mucho tiempo abandonada, solamente había una casa de bahareque con techos de paja. Antes de la mudanza hubo que construir una casa más grande. Ernesto era un hombre muy fuerte, de carácter templado, así que de inmediato comenzó la recuperación de todo; era una tarea titánica pero a él no le importó y decidió sacar provecho de todo lo que fuera posible. Su primera iniciativa fue reunir a todas las personas que lo acompañaban y les hizo saber: —Todo el que viva bajo mi techo tiene que trabajar, los hombres en las tareas del campo y las mujeres en las labores de


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la casa, hasta Cirita, tendrá que trabajar acorde con su edad, aquel que esté dispuesto y le guste el trabajo duro se puede quedar y al que no, se puede ir ahora mismo, eso sí, quien decida quedarse tiene que regirse por mis órdenes y al primero que me forme bochinche lo mando al carajo.

Allí se encontraban presentes algunos que al enterarse que Ernesto había comprado una hacienda, se imaginaron que iban a gozar un puyero, pero les salió el tiro por la culata y los que no estaban dispuestos a trabajar fueron desertando de la hacienda. Realmente los únicos que se quedaron con Ernesto fueron Cleofe, el marido de Luisa María; Nicacio, su hermano menor que aún estaba zagaletón y la “Mamona” que era como llamábamos a la madre de Cleofe. Ernesto buscó personal de campo y emprendió la tarea de recuperar los cafetales para hacerlos productivos, reconstruir las cercas de los potreros para recuperar el ganado cimarrón que se encontraba perdido en las montañas, limpiar para sembrar, construir refugios para la peonada y cosechar los frutos que estuvieran a sazón a fin de obtener dinero que sería invertido de nuevo para hacer la hacienda productiva. En poco tiempo todo comenzó a marchar. Ernesto se multiplicaba para estar en todos los frentes de trabajo. El café floreció de nuevo y todos los frutales dieron la cosecha esperada; en pocas palabras, la finca había resultado. Ernesto construyó una casa por donde pasaba el tren para que su hija disfrutara del paso del ferrocarril, ya que a Cirita le gustaba mucho contemplar ese momento y se mudó a esa casa con la niña que amaba como si hubiese sido su propia hija y no escatimaba nada para verla feliz.


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Después de un tiempo, Cleofe por cuenta propia, reanudó sus viajes al campo donde vendía bisuterías, sostenía que esa era su vida y no hubo forma de convencerlo de lo contrario, ni porque Ernesto le ofreció un lote de tierra para que lo trabajara en su provecho. Con los constantes viajes de Cleofe, Ernesto se quedaba más solo, pero aún así, le hizo frente a todo y logró imponerse a las dificultades, sus esfuerzos fueron recompensados con el éxito ya la hacienda estaba en plena producción y estaba muy feliz con las primeras cosechas producto de su empeño y su trabajo. La hacienda consistía en grandes extensiones de terreno fértil con plantaciones de café, aguacate, naranja, cambur, plátano, guanábanos y guayaba; potreros para el ganado y lugares para cultivos menores; gallineros y cochineras. Pero ese paraíso no tenía agua, luz, ni entrada para vehículos, lo que dificultaba el trabajo. Para regar las matas y para el cuido de los animales había que utilizar agua del río Guaire, que para entonces, no era un río sucio como lo es ahora y para el oficio de la casa se traía el agua en burros desde un manantial que distaba como una hora de camino montaña arriba; allí íbamos a lavar la ropa de toda la familia. Cira se había convertido en una experta en el campo, se subía a los árboles sin ningún problema, se mezclaba con las recolectoras de café con su canasto atado a la cintura, ayudaba a su padre en todo lo que podía, cuidaba las gallinas y recogía los huevos, se iba con su padre al conuco y lo ayudaba a sembrar o a limpiar. A cambio de eso, Ernesto no le negaba ninguno de sus caprichos.


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Cira tenía su propia mata de naranjas con una escalera de palos que hizo Ernesto para que la niña escogiera las naranjas a su gusto, así como su vaca Cabrilla y su potro Epipeta, sus gallinas y sus pollos, en fin, todo lo que había en la hacienda si ella lo quería, lo tenía. Ernesto le compró un potro a la niña y le advirtió: —No montes ese potro hasta tanto no lo amansen, porque es muy brioso y puede tumbarte.

Pero Cira, contraviniendo sus órdenes, lo montaba a escondidas y en pelo, hasta que un día pasó a todo galope junto a Ernesto que estaba en el potrero. Pasó volando sobre el potro con el cabello suelto que el viento batía, Ernesto casi no podía creerlo y cuando llegó a la casa la castigó con quince días sin montar por desobediente aunque, internamente, se sentía orgulloso de su hija. Ernesto era un tanto extraño, exacerbaba en ella el ego, el dominio, el poder y al mismo tiempo la hacía pedir excusas a los peones cuando lo juzgaba necesario; la enseñaba a respetar pero también a hacerse respetar. Cira, desde niña, ocultaba un carácter muy fuerte, cuando su padre la castigaba, permanecía impasible y luego, cuando no la veía nadie, se clavaba los dientes en su propio cuerpo hasta hacerlo sangrar. Su padre le hacía usar botas y le mandaba a hacer tres pares, negras, marrones y blancas, y cuando ella menos lo esperaba le ordenaba: —Cirita, póngase las alpargatas. Y con cualquier pretexto la mandaba fuera de la casa.


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Por supuesto, la niña obedecía pero en una oportunidad la escuché decir: —Papá debe estar loco. —Pero él explicó: —Tengo que domarte el carácter para que aprendas a vivir y a defenderte sola.

A pesar de su aspecto frágil, era una niña muy fuerte y muy madura para su edad, orgullosa y tenaz, con ínfulas de reina. Poseía una hermosa cabellera castaña que su padre peinaba con profundo amor y luego le hacía dos clinejas, pero ella, al perderse de su vista, se las soltaba ya que prefería llevar el pelo suelto y sentir que el viento lo acariciara y agitara sobre sus espaldas. Asistía a clases en una escuela privada de una señorita santurrona que fabricaba flores artificiales para la iglesia del pueblo. Dicha señorita como que le vio cara de idiota a la niña y un día le puso un canasto de flores en la cabeza para que la acompañara a la iglesia. A Cira no le gustó, pero por respeto no dijo nada, sin embargo, para ver si lograba zafarse de la cesta argumentó que no tenía sombrero para entrar a la iglesia, a lo que la vieja bien decidida a que le llevaran las flores buscó un sombrero viejo y se lo encasquetó en la cabeza. Cira hecha una furia, cuando llegaban a la iglesia dio un grito y tiró el canasto en el suelo, empezó a matar una cucaracha con los pies dentro de la canasta rompiendo así casi todas las flores, lo de la cucaracha era mentira.


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Luisa María tiene otro embarazo

Luisa María salió embarazada por segunda vez. Cleofe, su esposo, seguía haciendo sus viajes pero cada día se tardaba más en volver, en la casa todos nos dábamos cuenta de su alejamiento, pero nadie hizo ningún comentario al respecto. Luisa María sufría en silencio y no quería que su hermano se enterara de nada; cuando regresaba de sus fabulosos viajes llegaba más grosero y desconsiderado que antes de marcharse y le echaba en cara su desigualdad, como si ella fuese la responsable de su ignorancia y su estupidez. Mucho había hecho ella con adaptarse a vivir al lado de un ser que carecía de los modales más elementales de cortesía y solo sabía tratar con animales y arrieros iguales que él. Luisa María era una mujer muy prudente y callaba las cosas malas que le hacía su marido para evitar que Ernesto se enterara y hubiese un serio disgusto entre ellos. Lo que Luisa María ignoraba era que Ernesto lo estaba cazando y si no había explotado era por consideración a la hermana, además, estaba muy disgustado con Cleofe porque este, después de animarlo a comprar la finca, lo dejo solo con todo el peso del trabajo. Afortunadamente, Ernesto no era hombre de amedrentarse y salió adelante sin necesidad de ayuda. No obstante, sabía muy bien que algo estaba pasando en el matrimonio de su hermana y decidió comprar Conoropa, una finca colindante con Mosquito para mudarse a ella y no ver los desplantes que este le hacía a su hermana y a la vez, para darle la oportunidad de que se arreglaran sin su presencia. En el fondo, Ernesto creía que era falta de comunicación entre ambos y para dejar que arreglaran sus diferencias hizo el negocio por la hacienda Conoropa.


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Conoropa

Ernesto llevó a Cira, su hija, que ya tenía de nueve a diez años, para que conociera lo que sería su nueva casa. Cuando llegaron allí lo primero que se encontraba era un paredón enmohecido por el tiempo, como de trescientos metros de largo y al final, un portón casi derrumbado que Ernesto quitó de su lugar para entrar a una casa abandonada y en ruinas. Esta casa estaba construida toda con paredes de tapia, los pisos de ladrillos y los techos de tejas, pero todo se veía ennegrecido, una parte del techo medio derrumbada y la cocina era oscura y negra por el hollín de la leña al quemarse, un fogón de barro y palos a todo lo ancho de la cocina y en un extremo el budare sobre unas topias. La maleza había invadido todos los espacios alrededor de la casa y solo se distinguían los techos de algo que parecía un galpón, lo único hermoso que tenía esa casa era un estanque rebosante de agua que corría libremente y se perdía entre los matorrales. En el camino de regreso a Mosquito, Ernesto le pregunto a la niña: —¿Te gusta la casa? y Cira, no muy convencida le respondió: —Sí, papá. Pero Ernesto sabía perfectamente que aquella casa no podía gustarle a una niña de esa edad, y entonces le dijo: —Ya verás cómo te va gustar y mucho.

Ernesto personalmente se ocupó de la reconstrucción de la casa. Cuando empezaron a limpiar el monte, aparecieron cantidades de árboles frutales y quedó al descubierto un gran


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patio enladrillado donde se secaba el café. Lo que parecía un galpón resultó ser una sala de máquinas y mesones para la faena del café. Ernesto cambió el portón y pintó el paredón enmohecido, restauró los techos y los pisos, abrió ventanas y puso puertas nuevas, arregló la cocina, respetando el fogón y el budare, pintó toda la casa de blanco y mandó a hacer jardineras a todo lo largo del corredor y cuando todo estuvo listo, trajo a su hija para que viera la casa. Cuántas ilusiones tenía Ernesto en su hija y en la hacienda, él era feliz viendo la cara de Cira cuando encontró la casa restaurada la cual no podía reconocer después de haberla visto en ruinas. Esa era la que llamaban “La Casa Grande”. Conoropa era más grande que Mosquito y Ernesto trabajó incansablemente hasta convertirla en la más productiva de la zona. Se mudó a Conoropa con su hija y en Mosquito se quedaron los Acevedo. Habló de nuevo con Cleofe y le ofreció que trabajaran la hacienda Mosquito en sociedad, ya que allí vivía él con toda su familia a condición de que dejara el negocio de ir a vender bisutería a los campos remotos y se dedicara a cuidar a su familia y trabajara la hacienda que en esos momentos estaba en plena producción; pero Cleofe se negó, diciéndole a su esposa Luisa María que no aceptaba esa proposición porque no quería ser esclavo de un Álvarez que lo había puesto siempre de sirviente y otras cuantas burradas más.

Victoria Cristina

Luisa María tiene su segunda niña y como de costumbre, fue Ernesto el que tuvo que asistir a su hermana, ya que


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Cleofe estaba ausente. A esta niña le pusieron por nombre Victoria Cristina. Abandonan el barco

La familia de Cleofe buscó su acomodo y se fue marchando de Mosquito. Petra y Julia encontraron trabajo en una casa de familia, Juan con su mujer e hijo volvieron al campo de donde habían venido, Esteban también se fue, Nicacio se fue a vivir con Ernesto y sólo quedaron en Mosquito: Cleofe, Luisa María con sus dos hijas y Leonor (la Mamona) la madre de Cleofe. Por lo que pueden imaginar, la hacienda comenzó a deteriorarse por falta de cuidados. En Conoropa todo marchaba muy bien; la casa era una belleza. Ernesto, para darle gusto a su hija, compró unos muebles antiguos de cuero para el recibo y en el corredor, construyó, con madera de allí mismo, unos bancos con espaldar, colgó a lo largo del corredor pieles de ganado y helechos traídos de la montaña. Cira, muy emocionada comenzó a construir su jardín, con la ayuda de un peón hizo un muro de piedras y plantó margaritas y nomeolvides, preciosos rosales y otras plantas que le obsequiaban los vecinos. Como el clima era fresco y la tierra fértil, todo lo que se sembraba producía. En tiempo de verano se podía ver desde lejos a Cira ayudando a su padre a rociar con una regadera los cuadros de hortalizas para que no se perdieran. Cira, con permiso de su padre, se ofreció para enseñar a leer y escribir a los peones y se las ingenió para que el tiempo le alcanzara para todo lo que tenía que hacer y asistir a la escuela en horas de la mañana a donde Ernesto la llevaba a caballo ya que no existía ningún otro tipo de transporte.


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Cira era una niña feliz, todos la querían, en especial, la señora que atendía la casa que la obligaba a desayunar antes de salir a la escuela. Para eso se levantaba muy temprano a preparar las arepas sobre brasas doraditas. Aún no habíamos abierto los ojos y nos llegaba a la cama el inconfundible aroma del café recién colado, que mezclado con el olor de las arepas y el humillo que despide la leña al arder hacen una mezcla de olores que se meten en los sentidos para quedarse toda la vida. Es algo que nos conecta con épocas pasadas y nos hiela el corazón. Es por eso que resulta verídico el dicho “tiempos que se van no vuelven”. ¡Cómo deseara volver a vivir aunque fuera un corto espacio de tiempo aquellos días inolvidables de mi infancia! Ernesto se enteró de que su hermana atravesaba una etapa de sufrimiento, fue a verla y le pidió que se viniera a vivir a Conoropa, pero ella no quiso separarse de su esposo y Ernesto no tuvo más remedio que aceptar su decisión. Regresó a la casa muy preocupado y sin saber que Luisa estaba embarazada por tercera vez; pero había algo que a Ernesto lo inquietaba y decidió averiguar por sí mismo lo que pasaba entre su hermana y el esposo. Sospechaba que Cleofe tenía otra mujer por aquellos montes y fue así como se enteró de lo que retenía a Cleofe tanto tiempo fuera del hogar cuando salía con su arreo de burros. Y dicho y hecho, montó a caballo y se fue adelante a esperar el paso de este por la ranchería, lugar donde obligatoriamente llegaban todos los arrieros a dormir y darle descanso a las bestias. Galopó con el pensamiento puesto en su hermana, se sentía disgustado por tener que espiar a su cuñado, pero se justificaba, pensando que lo hacía por la tranquilidad de la hermana. Estaba dispuesto a pedir excusas si se equivocaba en


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sus apreciaciones. Colgó su hamaca en la ranchería y se ocultó en ella pretendiendo descansar para poder seguir su viaje, durmió un rato y luego comió de lo que llevaba en la capotera y volvió a su posición anterior. No pasó mucho tiempo cuando llegó Cleofe con su arreo, estaba oscuro pero distinguió que lo acompañaba una mujer. Ernesto iba a increparlo; fue donde guardaba el apero de su caballo y cogió el machete, en la oscuridad observo la silueta de la mujer que acompañaba a Cleofe y le pareció familiar, de nuevo volvió a la hamaca y se quedó en observación. De pronto vio una mujer igual a su hermana Guillermina que se metía en la hamaca con Cleofe. Ernesto ahogó un grito de horror en su garganta, un frío de muerte lo cubrió, lágrimas brotaron de sus ojos y se dijo: “...debo estar equivocado, deben ser alucinaciones, ahora mismo me voy de aquí, es imposible que yo vea a Guillermina en este lugar, debo estar loco...”. Recogió su hamaca y ensilló el caballo, pero “...irme con esta duda, no. Tengo que saber quién es la mujer que se parece tanto a mi hermana...”. Sin pensarlo más, tomó el afilado machete y asentó un tremendo machetazo al mecate que sostenía la hamaca donde ellos dormían, al caer la hamaca al suelo cayeron los dos y estos, al ver a Ernesto con un machete en mano corrieron a esconderse en la oscuridad, el pobre hermano regresó a su casa con el corazón destrozado. Nunca supe como hizo para comunicar a Luisa María lo que había presenciado entre su hermana y su marido, pero desde ese día cambió, no parecía el mismo hombre, desapareció su sonrisa y casi no comía. Luisa María por su parte estaba inconsolable y Cleofe desapareció de la finca por muchos días hasta que finalmente volvió. En vista de lo acontecido, Ernesto, para no verle más, le dio un dinero a su her-


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mana para que comprara un terreno que vendían en Puerta de Caracas, en El Camino de los Españoles y la autorizó para que sacara de la finca la madera necesaria para la construcción de su casa. Como Ernesto no iba a Mosquito por evitar la presencia de aquel desvergonzado, este aprovechó para sacar toda la madera que le dio la gana: hizo hoyos de carbón, saqueó la finca con todo lo que pudo y con el dinero que Ernesto le dio a su hermana, compró el terreno y lo puso a su nombre. Mientras tanto, la pobre Luisa María dio a luz su tercera hija y le puso por nombre Elia Nery. Luisa María seguía al lado de Cleofe. Ella lo amaba y le perdonaba todo, además, tenía un alma tan noble que no sentía rencor por nadie, ni aún por Guillermina que la había traicionado, nunca oí en su boca una palabra en contra de su hermana, decididamente Luisa María fue una mujer fuera de lo común. Comienzo del fin de Ernesto

Ernesto comenzó a sentirse mal de salud pero seguía guapeando, para que todo marchara bien, trabajaba de sol a sol y casi no se alimentaba. De aquel hombre corpulento y alegre no quedaba nada, siempre estaba triste y casi ni hablaba, permanecía silencioso y cabizbajo, hasta que un día le dio un dolor muy fuerte y empezó a orinar sangre. Tuvo que ir al Hospital “José María Vargas” en Caracas donde le diagnosticaron un cólico nefrítico y lo mandaron a guardar cama si quería mejorar hasta tanto empezara a hacerse el tratamiento, en cuanto se sintió mejor empezó de nuevo a ocuparse del trabajo sin importarle nada la opinión del médico, creo que estaba tratando de organizar todo a sabiendas de lo que le esperaba.


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La venta de Mosquito

Cuando Luisa María se mudó a la casa que construyó en Puerta de Caracas, Ernesto pudo darse cuenta del estado en que había quedado Mosquito. Fue tanta su decepción que tomó la decisión de venderla, ya no estaba en condiciones de volver a luchar para hacerla productiva y fue así como la malvendió al primer postor, hizo negocio con un señor de apellido Livinales que la compró dándole un dinero en efectivo y una hipoteca para ser cancelada en un año, no sé por cuánto fue la venta, pero le oí decir que prácticamente le había regalado porque no quería saber más nada de esas tierras donde había pisado el desgraciado que había deshonrado a su familia. Ernesto compró un pequeño terreno en Caracas, de San José del Ávila a San Isidro y fue construyendo una casita con el fin de tener a donde llegar para hacerse el tratamiento indicado por el médico ya que la casita distaba solamente dos cuadras del Hospital Vargas, pero su enfermedad avanzaba y tuvo que pensar en vivir con Cira en esta casa. De momento, para no tenerla sin escuela y con él para todas partes la puso interna en el colegio de unas monjas mientras terminaba la casita. Le fue bastante doloroso internar a la niña, pero era necesario. Particularmente creo que lo hizo por temor a que la madre de la niña quisiera llevársela y pienso eso porque estuvo hablando con un abogado y le oí una vez preguntarle a Cira: —¿Si te preguntan unos señores si quieres vivir conmigo o con tu mamá que responderías?

Y la niña inocente de lo que acontecía le respondía: —Contigo, papá.


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Ernesto entonces se calmaba y hasta sonreía. Amaba a esa niña como si fuera su propia hija y no quería que nadie pudiese dañarla. La llevó al internado y gastó un dineral para equiparla, cuando regresó Ernesto a la casa, lloraba como si la niña hubiese muerto. De la hacienda, les llevaba a las monjas del internado donde estaba Cira sacos de frutas, cestas de huevos, botellas de miel y todo lo mejor que encontraba y se mortificaba por terminar la casita para sacarla lo más pronto posible del internado. Sabía que Cira, acostumbrada a vivir en plena libertad, tenía que sentirse muy mal en aquel encierro. Al fin estuvo lista la casa, dejó a Conoropa en manos de un capataz y se marchó con lo indispensable para Caracas. Buscó a Cira en el colegio, la sacó del internado y la dejó en horario normal, cuando llegó con Cirita como él la llamaba, a la casa, sacó una placa que había mandado a hacer para que ella la colgara en el frente. Era el nombre de la casita, en la placa se leía “La Cabaña de San José”. Allí vivieron, Cirita asistía a clases en el colegio de las monjas de San Antonio pero ella no quería ir a ese colegio por que las monjas la castigaban sentándola en el banco de las desaseadas ya que ella llevaba el uniforme mal planchado y por cualquier cosa la mandaban a la capilla a rezar por horas sin dejarla pasar al salón de clases. Ella siempre se lo decía a su padre, pero este la escuchaba esperando la ocasión propicia para actuar y fue así que un día, cuando llegó Cira al colegio ya estaban formadas las filas para cantar a San Antonio y no la dejaron formar mandándola a parar justo a la puerta donde estaba el piano y donde una monja acompañaba cuatro veces al día la misma canción, empezaron las alumnas a cantar.


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Antonio bendito y santo ruega por los pecadores que venga el Espíritu Santo y se pose sobre nosotros. Cira, sin poder contener la rabia, entró donde estaba el piano y dándole alocadamente con las manos cantó: Antonio, coño de madre anda vete pal carajo. Y no pudo seguir, porque una monja horrorizada le tapó la boca y fue mandada para la capilla. Ese mismo día fue expulsada del colegio. Ernesto no podía contener la risa cuando Cira le contó lo ocurrido, de todas formas él fue al colegio y le dijo a las monjas hasta ladronas ya que él les llevaba frutas y huevos. Que ellas se los cogían y Cira ni se enteraba. Cuando regresé a Caracas encontré un telegrama donde me avisaban que mi madre requería mi presencia por encontrarse enferma, y aunque tengo mucho tiempo que no sé nada de ella debido a su matrimonio con un hombre a quien aborrezco, no me queda más que ir a verla para saber de su estado de salud. Así que informé a Cira de mi decisión de haber empezado a escribir esta historia y de la necesidad que tenía de viajar a saber de mi madre y rogarle que fuese ella la que continuara dándole curso a lo que he escrito hasta ahora, con la promesa de regresar lo antes posible. Desgraciadamente no me es posible continuar debido a la enfermedad de mi madre que me requiere a tiempo completo, por lo tanto, será la propia Cira la que continúe con esta narración si es que ella así lo desea.


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Cira continúa la narración

Empecé en una nueva escuela, vivo sola con papá, él me sirve de padre y madre a la vez, me enseña los oficios de la casa. Antes de ir a clases tengo que preparar el desayuno, barrer y limpiar los muebles. Yo sé que está muy enfermo pero no me dice nada. Lo veo sufrir con un dolor que le da con frecuencia y tiene que tomar muchos medicamentos, me pide que le cocine agua con orégano orejón, con cola de caballo, con alpiste etc., pero aún así, cuida los animales que nos trajimos de la hacienda y atiende sus negocios. Algunas veces vamos a Conoropa donde papá dejó un encargado, pero cuando regresamos está más triste, parece que las cosas no están muy bien allí; así, vamos adaptándonos a nuestra nueva forma de vivir. Papá tiene muchos problemas, sobre todo con su enfermedad y el no poder atender personalmente la hacienda, que en manos de otro, tal vez llegué a perderse. Luisa María, mi madrina, encargó otro bebe y papá está muy disgustado y preocupado porque ella no decide separarse del esposo y sigue teniendo hijos de un hombre tan malvado que no la quiere ni quiere a sus hijos. La casita que construyó papá estaba como a media cuadra de la capilla de San José del Ávila, allí funciona un colegio para niños pobres que fundó el padre Machado al que llaman “La Casa Madre”. Frente a esa capilla y extendiéndose hacia nuestra casa había una explanada de terreno baldío que pertenecía a la Casa Madre. Las calles no estaban pavimentadas, ni había agua por tubería. Al frente de la capilla estaba una pila de agua potable de donde nos surtíamos todos los vecinos, pero papá se las ingenió para llevar el agua a la casa por medio de una pipa a la que había colocado unas ruedas de ambos lados y la arrastraba por medio de un mecate, con ella


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llenaba un tanque construido con un nivel más bajo que el de la calle y de ese tanque salían las conexiones para el servicio de toda la casa. Nuestra casa siempre estaba llena de primos y sobrinos que les gustaba estar con nosotros porque encontraban bastante que comer. Papá preparaba ollas de dulce y después que comíamos la ración que nos daba, el dulce que quedaba lo colgaba del techo de la casa en una olla para que yo no comiera tanto dulce. En lo que papá se descuidaba, yo ponía una silla sobre la mesa y sobre la silla montaba un cajón y así me subía cada vez que quería y me comía el dulce; cuando papá iba a buscar su dulce, encontraba la olla vacía, entonces me decía: —Cirita, súbase a la mesa.

Y poniendo la silla sobre la mesa me ordenaba subir a la silla: —Estire el brazo. —No, no puede ser Cirita por que ella no alcanza.

Lo que no sabía papá era que yo me subía cuantas veces fuera necesario hasta dejar la olla vacía. Soy una glotona del dulce, en la hacienda castraban colmenas de abejas. Recuerdo una vez que había una batea de tejos con miel y papá me dijo: —Busca un plato para darte un pedazo.

Fui presurosa y traje un plato, como papá me puso un trocito, yo lo miré con mala cara y le repliqué:


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—¿Esto es lo que me vas dar?

Y él me preguntó: —¿Quieres más?

De inmediato respondí: —Claro, me comería toda esa batea.

Papá me quitó el plato de la mano y echó el trozo que me había dado en la batea. Y amenazándome exclamó: —Ahora vas a comerte toda la batea por golosa.

Y me sentó a comerme la batea de miel, no me había comido ni el pedazo que me había dado antes cuando ya tenía ganas de vomitar, pero sentado con una correa en la mano esperaba a ver hasta dónde podía yo aguantar. Al final vomité hasta el hígado. No recuerdo si me pegó, pero pasó mucho tiempo sin que pudiera ni oler la miel de abejas. Nacimiento de Candelario

Cuando nació Candelario, el cuarto hijo de Luisa María, todavía papá estaba en condiciones de ayudarla a pesar de su enfermedad. Habían acordado que al momento de ella tener novedades, pusiera una bandera blanca en el techo de su rancho; papá me mandaba todos los días a ver si estaba la bandera, ya que desde la explanada donde nosotros vivíamos se divisaba el rancho de madrina. Hasta el día que apareció la bandera blanca, yo corrí y le avisé a papá y este en seguida mató una gallina y le hicimos un hervido. Cuando subimos a


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llevarle la comida a madrina que había dado a luz, encontramos a la señora Leonor, la mamá de Cleofe, tirándole piedras a una gallina para hacerle la comida a la recién parida y ya eran las doce del día. Finalmente, Luisa María tuvo que separarse del marido, por maltratos físicos y morales y también, porque Cleofe no quería que Olga, la hija mayor, asistiera a la escuela alegando que él era analfabeto y se había cagado en los aperos de todos los Álvarez que se la daban de instruidos. Madrina fue a la jefatura a denunciar los maltratos y se vino a vivir con nosotros a La Cabaña. Como papá empeoró de su enfermedad, tía Estefanía que vivía en Los Teques también se vino dejando su casa y su trabajo, ya que desde hacía mucho tiempo ella trabajaba con la familia del general Luqués que la apreciaba mucho. Muerte de Ernesto

Mi papá se agravó de su enfermedad y hubo que hospitalizarlo en un salón especial del Hospital Vargas. Ese lugar era muy costoso y no se contaba con el dinero suficiente para ello, además que estaba en una sala especial y teníamos que pagar los gastos de la operación y los honorarios médicos, por consiguiente, se hipotecó Conoropa. Después de tenerlo hospitalizado por muchos días, los médicos opinaron sacarle el riñón afectado y en lo que estuvo en condiciones de soportar la operación le sacaron el riñón. Después de mucho tiempo en recuperación le dieron de alta, pero su estado físico era deplorable, no volvió a pararse por sí solo y la herida no le cicatrizaba, todos los días venían a curarlo y le sacaban de la herida cantidad de materia pútrida que iba minando su vida. Yo creo que papá lo que padeció fue un cáncer que le invadió el pulmón y le ocasionó la muerte.


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Cuando papá murió, tía Estefanía se había hecho dueña y señora de la situación. Madrina y sus hijos que vivían en una de las dos habitaciones que papá había construido en la parte de abajo quedaron desamparados, madrina siempre había contado con la protección de papá y ahora la pobre estaba prácticamente sola con cuatro hijos y en manos de tía Estefanía, que no era una mala persona, pero era muy terca y muy bruta y en esos momentos se consideraba la mandamás, ya que madrina no hacía más que llorar y se plegaba a la voluntad de Estefanía. Las otras tres hermanas, Vidalina, Rita y Guillermina que siempre habían tenido problemas internos, debido a sus formas de ver las cosas, a pesar de que siempre habían contado con la ayuda de Ernesto, se mostraban resentidas y dijeron que ellas firmaban lo que fuera pero no querían saber nada más. Yo me quedé como perro en autopista; la que tenía la voz cantante era tía Estefanía y era totalmente analfabeta y se dejó estafar lo poco que dejó papá. La promesa de Guillermina

Con la muerte de papá quedé en la más completa desolación, no entendía realmente la tragedia que me había ocurrido, me encontraba como una sonámbula y pensaba que pronto iba a despertar, que todo volvería a ser igual que antes, pero pasaban los días y nada, para mí todo era borroso. Lo que sí recuerdo muy bien fue que cuando papá estaba ya en sus últimos momentos mandó a llamar a Guillermina, mi madre, y sentándola a su lado le dijo: —Guillermina, me diste tu hija de trece días de nacida y ahora te la entrego de trece años, te la entrego porque voy a morir, prométeme que la vas a cuidar y a defender si es


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necesario con tu propia vida, júrame que te vas a dedicar a ella, que la vas a terminar de criar y la vas a guiar por el camino del bien, júrame para poder irme tranquilo que dejarás a ese hombre y te dedicarás a ser una buena madre para tu hija. Y mi madre le juró en sus últimos momentos que cumpliría su deseo. A los pocos días mi papá dejó de existir no sin antes demostrar una voluntad de hierro.

Hacía varios días que papá no hablaba ni tragaba, solamente se veía vida en sus ojos que mantenía fijos en un retrato donde yo estaba vestida de Primera Comunión. Una señora que fue de visita hizo el comentario: —Quítenle ese retrato de la niña, quizás eso es lo que no lo deja morir en paz. Cuando trataron de quitar el retrato, casi se sentó y gritó ¡No! tan fuerte que todos quedaron sorprendidos. Pero esas fueron sus últimas palabras, con ese esfuerzo terminó la vida del hombre luchador, íntegro, honrado a carta cabal, el ser más amoroso y desinteresado que he conocido. Una nueva vida, un destino incierto

Viví un tiempo con tía Estefanía y madrina, después vino mi mamá a buscarme. Tía Estefanía no quería que me fuera con ella pero recordando las palabras de papá, quise cumplir sus últimos deseos y por otra parte, si no me iba a vivir con mi madre nunca sabría cómo era ella, además, había hecho un sagrado juramento que no podía violar. Eso pensaba yo en mi inocencia pero ni sospechaba la cruel verdad que me esperaba, así que me fui a vivir con mi madre a un rancho que tenía alquilado en Catia, justamente donde funciona hoy la estación del Metro Propatria que para ese entonces era un


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lugar muy apartado, con calles de tierra y solamente había tres casas, la curtiembre; otra casa donde vivía una familia con la que después hice amistad y el rancho donde fui a vivir con mi mamá. Este rancho era un salón dividido y un alero afuera donde se cocinaba de día, no tenía luz ni agua, teníamos que hacer las necesidades en el monte vecino que afortunadamente era bien extenso. Pero todo eso no me hubiese importado de no haber sido que antes de entrar al rancho vi en el patio unos aperos de burros y al entrar encontré a Cleofe en persona, quien, en combinación con mi mamá, ambos trataron de hacerme creer que ella no sabía que él estaba allí. En el primer momento no supe qué hacer, me quedé atónita ante lo que veían mis ojos, el descaro de mi mamá no tenía límite, trató de explicarme pero yo no quise oírla. Recuerdo que en ese instante pasaba una caravana de carros negros por la avenida El Atlántico donde iba López Contreras, no sé si inauguraban la avenida, no lo recuerdo. No me quedó otro remedio que ponerme a llorar desconsoladamente. Entonces mi mamá me acarició y me prometió que si no se iba, ella me llevaría de vuelta a casa de tía, que no me preocupara, que todo se arreglaría. Así pasó un tiempo. Como todo alrededor del rancho era puro monte, cuando él estaba, yo me internaba entre los matorrales y regresaba casi en la noche a la hora de dormir. Entre esos montes descubrí una cascadita y poco a poco fui formando un pozo poniendo piedras y montes con tierra hasta que acumuló agua suficiente para beber y bañarme con una perola, nunca le dije a mi mamá del pozo, por temor que el bandido de su marido llevara sus burros a beber y descubrieran mi escondite, eso era aproximadamente donde hoy quedan los bloques de Casalta. Algunas veces mi mamá andaba buscándome y yo la escuchaba llamarme, pero no respondía para que no me encontrara.


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Un día cuando fui por la tarde casi oscureciendo, mi mamá me regañó y me dijo: —No te vas para esos montes porque te voy a estrangular. Y yo le respondí: —Acomódate con papá porque te va a jalar por las patas. Mi mamá se asustó y cuando la vi asustada aproveché para decirle: —Voy a hablar con papá para que venga a ver como cumples la promesa que le hiciste.

Mi mamá se aterró porque era muy supersticiosa y por mucho tiempo me dejó tranquila, cuando yo regresaba en las tardes, me veía la cabeza mojada y un día me preguntó: —Cirita, ¿por qué traes esa cabeza mojada si en todo esto no hay agua?

Yo le respondí: —Fui al río con papá. Entonces mi mamá dijo: —Tú te estás volviendo loca. Y entonces le dije: —Loca yo, loca estás tú, si trajera la cabeza llena de mierda estaría loca, pero huele mi cabeza, ¿está sucia?

Después hice amistad con la familia de la única casa próxima. La señora tenía tres hijas y vio con simpatía que ellas amis-


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taran conmigo. Como yo sabía tejer, algo de bordados y le tiraba a la costura les enseñaba lo poco que sabía y de esa forma tenía mi comida segura, además del cariño de toda la familia que no salía de su asombro de cómo una niña de tan corta edad podía saber tantas cosas porque hacíamos torrejas, melcochas y tantas cosas que yo había aprendido con las monjas donde papá me internó. Mi mamá empezó a pelear conmigo por mis visitas a aquella casa y me prohibió que lo siguiera haciendo, pero eso lo hacía cuando el hombre estaba de viaje, porque cuando estaba en el rancho a ella no le importaba dónde yo pasaba el día. Así fue que vivíamos peleando como dos adolescentes y yo seguí visitando la casa de esa familia donde me querían y sobre todo me guardaban mi comida como si yo fuese una de sus familiares. Un día llegué a la casa de mi mamá pero ella no estaba, así que me quedé para ayudar en los oficios de la casa y el hombre llegó de un viaje, desde que entró se me quedó mirando de cierta forma y me dijo: —Tú si estás bonita, ven y dale un besito a tu papito.

Y se abalanzó sobre mí, me defendí como pude y salí fuera de la casa, tome una raja de leña que él mismo había cortado con un hacha y me escondí, cuando asomó la cabeza para ver si me veía, le metí tremendo trancazo por la cabeza que se la rompí y corrí para la casa de la familia que me ayudaba, les conté lo ocurrido y la misma señora me llevó para casa de tía y madrina. Pérdida de Conoropa y la casita

Estefanía se auto-nombró jefe de la familia y como madrina Luisa María siempre fue un ser subordinado a la voluntad de


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los demás y ahora, muerto papá y con cuatro hijos sin ningún apoyo, ella ni abría la boca. Primero, por el dolor que le ocasionaba la muerte de su hermano y segundo, porque no tenía voluntad propia para oponerse a su hermana Estefanía que había tomado la batuta. Yo estaba pequeña pero recuerdo que había un picapleitos que era consejero de papá. Lo hicieron venir para reclamar los derechos sobre la hacienda Mosquito, le entregaron los documentos de la hipoteca sobre Mosquito y después regresó diciendo que el deudor se había auto-embargado por una deuda mayor y que, por eso, cualquier reclamo estaba perdido. Papá no ejecutó la hipoteca a tiempo para darle tiempo al deudor y no dejarlo en la calle con su familia. Lo poco que pudo haber quedado de Mosquito se perdió. Conoropa estaba hipotecada y en declive, la casita (La Cabaña de San José) se había hipotecado también por tres mil bolívares para cancelar los gastos médicos y funerarios. Un abogado que conocía a papá y le había hecho algunos trabajos le ofreció a tía un trato: pagaría la hipoteca de Conoropa y la de la casa, les dejaba la casa libre y les daba un dinero (no sé a cuánto ascendía la suma) y él se quedaba con la hacienda, pero tía no aceptó, aunque madrina decía que era un buen negocio, por lo menos salvaban la casita. Pero tía fue terca y no aceptó. En otra oportunidad, no sé por intermedio de quién, se presentó a la casa un tipo con acento español y comenzó a marearla contándole sus odiseas y así, este señor se quedaba hasta mediodía en la casa hasta que convenció a tía y ella hizo un negocio con él que nadie se enteró cuál fue pero le entregó la propiedad de Conoropa y así se perdió la casita hipotecada. Madrina y tía quedaron pagando un alquiler a la señora Monteverde que era la hipotecaria, esta era una vieja viuda y beata con más dinero que buenas intenciones, pero mis tías decían que era una mujer


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muy virtuosa y yo sostenía que era una beata hipócrita y con el tiempo comprendieron que yo tenía la razón. Luisa María trabaja

Aquella mujer fina, que papá había criado como a una mantuana, que en la casa solamente hizo trabajos livianos y todo el tiempo tejía. Aquella mujer que en casa le gastaban bromas diciendo: Luisa María está jodiendo y que papá no aceptaba que nadie la molestara ni en bromas; aquella mujer tuvo que hacerle frente a la vida para el sustento de sus pequeños hijos. Dejó a un lado el orgullo y comenzó a lavar y planchar ropa ajena, traía a casa montones de ropa y cargaba agua de la pila cercana y luego, después de pasar noches enteras planchando, al otro día cargaba con el montón de ropas ya planchadas para traer el pan que sus hijos necesitaban, porque si hubiese esperado por el padre de los niños estos hubiesen muerto de hambre y cuando a ese señor se le ocurría la idea de ir a la casa de madrina era para ofenderla y maltratarla, aprovechando que ya no había quien la defendiera. El degenerado entraba a la casa de madrina sobre su caballo que rompía todo lo que encontraba a su paso y se reía de las súplicas de madrina, después que molestaba como le daba la gana se iba por donde había llegado sin importarle para nada sus hijos. Entonces, madrina tenía que ponerse a recoger los destrozos que el desgraciado había ocasionado intencionalmente con su caballo. Nunca pude entender como madrina soportaba a ese patán sin sentimientos y ella misma no lo liquidaba, yo lo hubiera matado cien veces sin que me quedara el menor remordimiento, porque un ser tan perverso no tenía derecho a vivir. Pero yo era una niña y realmente no entendía bien lo que ocurría.


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Tía Vidalina

Me fui a vivir con tía Vidalina porque me molestaba ver a madrina tan sumisa aguantando todos los desplantes de tía Estefanía que se creía su dueña y la dueña del mundo. Nosotros sabíamos que ella cobraba un dinero mensual pero no entregaba cuenta a nadie. No se sabía que negocio había hecho ni cuanto cobraba de lo que quedó de Conoropa. Nunca supe que hicieron con los animales que eran míos, sólo quedó una chiva que mi mamá se llevó y la vendió para comprarle un regalo a su marido sin mi consentimiento. Estefanía tenía unos amigos en Petare y casi todo el tiempo lo pasaba con ellos y cuando venía a casa era para pelear con madrina y desaprobar todo lo que hacía o decía. Fue por eso que me fui a vivir con tía Vidalina, que era viuda y tenía tres hijos todos adultos: Ernestina, Vidal y María Luisa. Las dos hembras estaban casadas y Ernestina ya había enviudado. Vidal había sufrido un accidente y estaba casi inválido. Ernestina tenía una hija. María Luisa tenía tres y pronto fueron cuatro, éramos nueve personas para vivir en las dos habitaciones que tenía la casa. En una habitación estaban María Luisa, su mamá y los niños, en la otra, dormían tía Ernestina y su hija. Vidal dormía en la cocina y yo tenía que arrastrar un catre todas las noches para ponerlo en la sala que era la entrada obligada de la casa y como tía Vidalina hacía arepas para vender por las mañanas y la sala era el paso obligado de los compradores, tenía que levantarme muy temprano para que no me vieran durmiendo. Así, que me convertí en la ayudante de tía. Me levantaba a las cinco de la mañana y mandaba a moler el maíz con Vidal; luego, colaba el café y prendía el fogón para que tía Vidalina encontrara bastantes brasas cuando comenzara a hacer las arepas.


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Las arepas de tía Vidalina eran algo especial, doraditas sobre brasas y con la concha delgadita y tostada, con queso rallado y mantequilla eran deliciosas y ese olor que despide la leña al arder junto al aroma de las arepas me hacía recordar el olor de las mañanas en Conoropa cuando papá estaba vivo y yo era una niña feliz. Después que tía terminaba de hacer las arepas, se iba a trabajar para la casa de los Larrazábal, donde era cocinera. Tenía que pasar primero por el mercado para hacer las compras del día. Ella fue cocinera de esa familia durante muchos años. No solamente era cocinera, también lavaba y planchaba, cuando estaba muy apurada me llevaba con ella para que la ayudara a planchar, pero siempre me advertía: —No se acostumbre a esto, usted no es sirvienta.

Y a la hora de las comidas ella me sentaba a la mesa con la familia. La casita de tía Vidalina estaba en la parte alta de la Puerta de Caracas, justo en la calle que conducía al Parque de Los Mecedores, allí vivía cuando cumplí los quince años, que ni me enteré. El único que siempre estuvo pendiente de mis cumpleaños fue papá. A los quince años era yo una niña insípida y vivía en las nebulosas. En esa casa no había agua, teníamos que cargarla de una pila que estaba como a dos cuadras y tampoco había baño para bañarme. Tenía que esperar a que se hiciera de noche para, protegida en la oscuridad, bañarme tras las paredes de la casa. Mi poca ropa la colgaba en la pared del cuarto en una tabla con unos clavos. Así transcurría mi juventud, sin padre, con una madre a la que yo no le importaba y viviendo casi de la caridad de unos familiares y digo casi, por que en cierta forma siempre supe ganarme el bocado de comida que me daban, ayudando en


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la casa en todo lo que fuese necesario. Es innegable que ellos me querían y soportaban mis malacrianzas, porque, acostumbrada a tenerlo todo, no era fácil adaptarse a vivir en condiciones inferiores; sin embargo tuve por fuerza que acostumbrarme a mi suerte. Nunca podría decir que sufrí maltratos; al contrario, el hecho de haber tenido una crianza como la que tuve, me creaba cierta aureola y se escuchaban mis opiniones y se respetaban mis ideas, empezando por tía, que era la jefa de la casa y me apoyaba cuando tenía la razón. De hecho, me convertí en una persona importante para la familia. Yo me entendía en las escuelas de los niños con los maestros, los llevaba al médico, cuidaba de administrar los medicamentos si enfermaban, ponía disciplina en la casa, ordenaba la cocina botando los peroles que dejaban arrumados, en fin me encargaba de que la casa estuviese limpia y ordenada. Cira busca trabajo

Pero tenía que pensar en ganar algún dinero para comprar mis cosas y comencé a hacer bolsas de papel que venían cortadas y había que pegarlas con engrudo de harina de trigo las cuales pagaban a uno cincuenta el ciento, pero no hacía ni cien en un día. Como no me resultó, encontré trabajo en la Sastrería Meyer, de Monjas a Padre Sierra. Allí aprendí a empaquetar interiores y camisetas que fabricaban en tela. Había que plancharlos y doblar al tamaño y luego meterlos dentro de una bolsa de celofán y pegar el borde; por esa tarea me pagaban uno cincuenta la docena pero había días en que la producción era de dos docenas. También de allí tuve que irme porque la turca esposa del dueño pensó que era un problema una niña menor de edad trabajando junto


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al turquito su hijo. Cuando estuve trabajando en la Sastrería Meyer y más o menos estaba bien, se presentó a casa de tía mi mamá llorando y golpeada por el desgraciado marido, estuve a punto de salir a buscarlo para que me pegara a mí, pero tía me detuvo diciéndome que en eso de mi mamá, el que se metía quedaba afuera. Pasaron varios días y mi mamá seguía en la casa durmiendo en el catre conmigo y jurando que no volvería más con el marido, en vista de eso y deseando tener un hogar para mí solamente acepte irme a vivir con mi mamá a un rancho que nos alquilaban, un rancho de una habitación y cocina, un patio con una batea para lavar, por lo menos había un tubo con agua y podía bañarme en la cocina, todavía estaba trabajando en la Sastrería Meyer y podíamos pagar el alquiler del rancho y comprar algo para comer entre las dos. Pero un día, al regresar del trabajo, encontré el hombre dentro de mi casa, le tiré dos o tres carterazos y salí de la casa bajo pleno palo de agua que pasé bajo de un árbol de parapara que había en el patio donde estaba la batea; cuando lo vi salir entré, entonces mi mamá sin fijarse que estaba emparamada me gritó: —¿Ya fuiste a meterle el chisme a tu tía?

Yo le respondí: —No, no he ido, pero ahora sí voy a contarle tu sinvergüenzura porque me voy de esta casa para que metas a tu marido.

Y me fui y le conté a tía, ella me dijo:


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—¿No se lo dije? que no se fuera con su madre, eso no tiene remedio, mijita, quédese tranquila aquí.

Tía Vidalina era una gran mujer, desde que murió su esposo se dedicó a criar sus hijos con dignidad, trabajaba como una burra, pero les dio una mediana educación; al menos, no eran analfabetas y ella jamás tuvo otro hombre en su vida, a pesar que era una hermosa mujer, alta, delgada, de pelo rubio y ondulado, con facciones finas y la más culta de todos los hermanos. Era la mayor. En medio de todas mis desgracias daba gracias a Dios por contar con mi familia y no tener que aguantar al patán que mi mamá tenía de marido. Tía Vidalina siempre me quiso y quería lo mejor para mí, por eso me puso con una señora para que aprendiera a coser. Esta señora vivía por la esquina de Balconcito hacia la bajada en La Pastora. Su nombre era Domitila. No era muy experta pero algo aprendí. Estuve allí hasta que su hijo quiso propasarse conmigo y me cambié a casa de otra modista que tenía su taller muy cerca del de Domitila, esa sí sabía de costura aunque me sacaba la chicha por uno cincuenta que me pagaba diario, pero aprendí muchas cosas. Tenía que bajar y subir dos veces al día desde la esquina de Los Amadores hasta La Puerta de Caracas, la mayoría de las veces a pie y con el estómago vacío; algunas veces, cuando al mediodía llegaba a la casa no había almuerzo y tenía que volver al trabajo con una taza de guarapo de harina de maíz tostado o simplemente un trozo de pan. Tía me daba para pagar el pasaje que costaba una locha pero yo la gastaba en dulces, yo prefería caminar y comerme el realito en dulces a pesar que casi siempre me quedaban los zapatos apretados


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o muy flojos, ya que yo calzaba treintiséis y los usaba treinticinco, treintiséis o treintisiete, como los pudiera encontrar. No sé si sería la juventud, pero me sentía feliz ganando uno cincuenta diarios. Fue en esas idas y venidas que conocí a un joven bien moreno y muy apuesto que manejaba un autobús de la “Línea Blanca” que hacía el recorrido entre Puerta de Caracas y la Esquina de Las Monjas. Este joven, cada vez que me encontraba en el trayecto de mi casa al trabajo, muy cortésmente, paraba su vehículo y me invitaba a subir, pero yo me limitaba a darle las gracias y continuaba mi camino cual reina ofendida sin importarme para nada su ofrecimiento. Este joven se llamaba Andrés Vaamonde. Andrés Vaamonde

Pasando muchas privaciones, logré hacerme de amigas y amigos con quienes salía a divertirnos, entre ellos estaba Andrés, que hizo muy buena amistad conmigo y hasta pude tener la oportunidad de conocer a su madre que vivía en el callejón Mercedes entre las esquinas de San Vicente y Negro Primero. La señora Nicómedes era de trato amable y muy cariñosa pero estaba enferma, tosía con mucha frecuencia y siempre estaba muy callada, desde el día que me conoció me llamó mi niña. Yo la visitaba porque en la esquina de San Vicente vivía una familia amiga de mi tía de apellido Arvelo y siempre me mandaban con algún mandado a su casa, entonces aprovechaba para ver a la señora Nicómedes y saber cómo seguía. Una de las veces que fui a saber de su salud me enteré de su muerte que ocurrió en el año 35 cuando apenas yo había cumplido los quince años. Después de esto, volví a ver a Andrés en alguna fiesta y ocasionalmente en la calle,


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pero realmente en esos momentos nos desviamos y perdimos mutuamente el interés, si es que hubo alguno. Como les decía, aprendí muchas cosas con esa señorita, pero, cuando tenía apuros me hacía trabajar hasta los sábados. No me enseñaba cosas nuevas, me tenía haciendo siempre lo mismo en forma rutinaria, cuando me di cuenta que lo que hacía era ayudarla a ganar un montón de dinero mientras que a mí me arreglaba como a peón de fábrica, le dejé el trabajo y me quedé en la casa cosiendo a mis amigas y a algunas personas que se atrevían a confiar en mí, y cuando no tenía costura me entretenía tejiendo o bordando, pero tía insistía, que tenía que seguir perfeccionándome. Ana Luisa Jara

Entré en contacto con la familia Jara. Esa era la familia donde se quedó trabajando mi mamá por primera vez y cada vez que mi mamá quería se iba trabajar con ellos, ya que la señora Ana Luisa la quería mucho. Cuando Ana Luisa supo que yo cosía compró una máquina para que yo le hiciera trabajos en su casa, esa señora tenía dos hijas. Allí me surtí de buena ropa y zapatos que ellas me regalaban en perfecto estado ya que disfrutaban de una buena posición económica. Pero tía Vidalina no quería que fuera para esa casa. Ella decía que la señora Ana Luisa era alcahueta de las hijas, y que eso era un mal ejemplo para mí, y tanto insistió que al fin dejé de ir para casa de los Jara. Cuando tía me vio sin oficio me dijo: —Oiga Cirita, yo no quiero que en el día de mañana usted tenga que ser una sirvienta, salga a buscar trabajo en casas de modas y no vuelva hasta que lo encuentre.


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Yo sabía que ella me lo decía para presionarme. Al otro día salí y encontré trabajo en Yudine, una casa de modas cuya dueña era una venezolana de nombre Rosario Río de Yudine. Allí comencé cosiendo trajes que ella cortaba y varias jóvenes confeccionábamos, planchábamos y poníamos en exhibición y por ese trabajo nos pagaban uno cincuenta por pieza terminada, luego el señor, Yudine los revisaba y si les encontraba, aunque fuese una arruga, nos hacía bajarlo y corregirlo. Al principio fue bastante difícil porque yo carecía de práctica y el trabajo era muy laborioso, teníamos que rematar las costuras a mano y la moda de antes era más complicada que la de ahora; no obstante, me quedé porque quería aprender. Cuando pasó un tiempo prudencial la señora Yudine, que me había tomado simpatía y sin que las otras modistas se dieran cuenta, me favoreció dándome los modelos más fáciles, y cuando estaba cortando, con cualquier pretexto me llamaba a su lado con el fin de enseñarme a cortar. Un día me propuso que me quedara a la hora del almuerzo para que no tuviese que caminar hasta La Pastora todos los mediodías. Consulte con tía, y ella me dio permiso, no sin antes advertirme: —Recuerde que usted es una modista, usted, ni es la hija de la señora ni el servicio tampoco.

Comencé a quedarme en esa casa, ayudaba a la señora Yudine a preparar el almuerzo y podía bañarme a mi gusto; rápidamente nos familiarizamos; el señor Yudine no creía que yo tenía dieciséis años, él pensaba que yo tenía más edad por mi responsabilidad y mis modales, para sacarlo de dudas le mostré mi partida de nacimiento. La señora Yudine sufrió una caída por las escaleras y fue necesario hospitalizarla ya que estaba embarazada y podía


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perder la criatura; durante ese tiempo me encargué del taller para que no se parara el trabajo, afortunadamente la señora me había enseñado las técnicas del corte y se pudo salir adelante hasta que estuvo en condiciones de volver a bajar las escaleras y encargarse nuevamente de su taller. De allí surgió una amistad casi maternal; ella me regalaba vestidos y si salía de compras, siempre traía algo para mí, cuidando que las otras empleadas no lo notaran para no crearme problemas, había ocasiones en que me decía: —No te sientas mal, pero te voy a reclamar algo delante de las otras para evitar que te pongan la vista.

Fue en ese tiempo cuando mi mamá me volvió a convencer para que me fuera a vivir con ella a una casita cerca de la casa de tía. Acepté porque estaba cansada de dormir en la sala de la casa de tía y como era a unas tres o cuatro casas de distancia, si tenía problemas, no me iba costar mucho regresar a casa de tía Vidalina que siempre tenía las puertas abiertas para mí. Para ese momento contaba con un grupo de amigas y amigos con quienes compartía mis momentos libres, nos reuníamos en fiestecitas, íbamos al cine o paseábamos en grupo por El Calvario y diferentes lugares de la ciudad. Fue en esos días que conocí a un joven de nombre Moisés Villegas que acababa de graduarse en Bacteriología (hoy se denomina esa carrera Bioanálisis). Era un joven muy atractivo, alto, delgado, de facciones finas y modales elegantes, muy pulcro en el vestir pero de piel oscura y pelo chicharrón. Este joven se enamoró de mí y a mí no me disgustó él, a tal punto que comenzamos un romance. Me buscaba a la puerta de mi trabajo para acompañarme a casa. La señora Yudine me preguntó de él, y yo le


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expliqué, entonces lo mando a pasar y le habló, no sé que hablaron pero al salir cuando veníamos por el camino me dijo: —Cira, el sábado quiero conocer a tu mamá.

Estuve de acuerdo y al llegar a la casa le dije a mi mamá que el sábado Moisés iría a conocerla. Mi mamá se disgustó y me dijo: —Ese negro no tiene que venir a conocerme, yo sé lo que quiere pero conmigo no cuentes para cabrona tuya y pare de contar todas las cosas que profirió por esa boca, la dejé hablando y fui para casa de tía a quien le conté todo lo que estaba pasando.

Tía, aunque no estaba totalmente de acuerdo, me aconsejó que lo llevara para su casa. La casita donde vivíamos mi mamá y yo era un salón grande que habíamos dividido y tras el salón había un espacio donde se cocinaba si no llovía, porque el techo que tenía era muy escuálido. Lo que fungía de recibo lo había arreglado con unos cajones cubiertos con telas estampadas y hacían las veces de muebles. Llegó el sábado y yo rogaba a Dios que Moisés no fuera, pero a eso de las tres de la tarde se presentó impecable y con dos ramos de flores, uno se lo ofreció a mi madre y el otro para mí, ella, con una sonrisa forzada tomó el ramo y lo puso sobre de uno de los improvisados muebles y se retiró al cuarto dejando las flores donde las había puesto, yo me preocupé y puse los dos ramos en agua dándole las gracias; conversamos un poco, entre lo que hablamos me manifestó en broma:


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—Cuando me case contigo te voy a hacer una casa en la punta de aquel cerro y señalaba el cerro del frente, con un solo caminito para mí y en la puerta, ato a un perro bravo para que nadie pueda pasar, y se reía.

Al rato, salió mi mamá del cuarto, trajo el anafre y se puso a prender los carbones, ocasionando una humareda insoportable, luego sacó la olla con unas caraotas y las puso a calentar, yo me moría de pena y para disimular me llevé a Moisés para la casa de tía. En la que fue bien recibido, tía lo atendió y él le dijo que estaba muy enamorado de mí pero que tenía que hacer un trabajo o algo por el estilo en el exterior durante seis u ocho meses. Que a su regreso esperaba que yo no hubiese cambiado de ideas para entonces formalizar el compromiso y casarnos; de paso, le pidió permiso a tía para llevarme al cine junto con Lucia mi amiga; tía dio su consentimiento y nos fuimos a la función que era de siete a nueve de la noche. Realmente me sentía muy mal con la actitud de mi mamá, pero peor me sentí cuando estábamos a punto de entrar al cine, vi a mi mamá que salía con su marido, no podía ocultar la incomodidad que sentía por más que trataba de disimular, fue por eso que Moisés, bromeando y para tratar de cambiar mi estado de ánimo me dijo: —Cira, mi amor, no es para tanto, yo fui criado comiendo caraotas, ¡y sabrosas que se veían!, no te preocupes más yo sé que no le gusto a tu mamá pero total yo no pienso casarme con ella.

Lo que no sabían ellos era que mi enojo se debía al ver a mi mamá acompañada de ese hombre, por suerte mis acompañantes no la vieron. Moisés se fue y yo seguía mi ritmo de vida,


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trabajaba con la señora Yudine y trataba de distraerme con mis amigas, siempre teníamos fiesta en la casa de alguna de ellas o nos encontrábamos en las fiestas donde nos invitaban. Moisés me escribía muy a menudo unas cartas empalagosas que yo casi no contestaba; finalmente, tomé la decisión y le escribí dando por terminado nuestro romance, cuando regresó fue a buscarme y a saber el motivo de la ruptura; traté de explicarle pero no quiso entender y le atribuyó la culpa a mi mamá, aunque le dije que ella no tenía nada que ver con mi decisión, pero no quiso escucharme y solo dijo: —Tu madre es racista, y se marchó.

En esos mismos días había hecho contacto con Alberto, un amigo al que hacía tiempo no veía, lo encontré en una fiesta que dieron unos amigos cerca a mi casa, alguien quiso presentarnos pero ya nos conocíamos, lo que no privó para que él tomara mi mano y la estrechara mirándome como si no me hubiese visto nunca, preguntándome: —¿Dónde estabas que tenía tiempo sin verte?

Y, sin dejarme responder volvió a decir: —¡Qué bella estás, te has transformado en una hermosa mujer! ¿Bailamos?, me dijo y bailamos sin que me soltara en toda la noche.

Al fin yo le dije que era la hora de irme y él me acompañó hasta mi casa. Ya llegando me preguntó: —¿Cuándo nos vemos otra vez?


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A lo que respondí: —Cuando tú quieras, ya sabes cuál es mi casa, mostrándole la casa de tía. Esa misma madrugada me llevó una serenata.

Estaba en la casa de tía, porque una noche regresé y encontré a mi mamá con su marido durmiendo dentro del cuarto y cuando yo le dije: —Escoja, su marido o yo.

Ella me respondió tranquilamente: —Mi marido.

Me monté la cama en el hombro y me fui para casa de tía, esa fue la última vez que viví con ella. Después de eso, si la encontraba muy de frente le pedía la bendición, si no la veía no me importaba nada su vida. Me sentía muy dolida y no entendía como una madre podía comportarse así con su propia hija, más, sabiéndola tan joven y desvalida. Recuerdo que llegué a preguntarle a tía si en verdad ella era mi madre, que si estaba segura que Guillermina era mi mamá, por que llegué a dudar; para mí era imposible creer que una madre diera preferencia a un desgraciado que la maltrataba que a su propia hija. Pobre madre mía, yo no la juzgo, ni la reprocho, tal vez la culpa no era de ella. No se es madre porque se pare un hijo, se es madre cuando se sufre por el ser que estás criando, cuando temes perderlo, cuando velas sus sueños si enferma y suspiras aliviada al verlo fuera de peligro; igual que ríes de felicidad al contemplarlo sano y hermoso y el pecho te salta de alegría al escucharlo balbucear sus primeras pa-


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labras lo hayas parido o no; si lo amas, es tu hijo, aunque no haya salido de tu vientre. Así entiendo yo eso y fue por lo mismo que a mis hijos no se los confié a nadie ni por un fin de semana mientras fueron niños y necesitaron mi protección y mi amor, ninguno fue separado de mi lado antes de los dieciocho años y lo único que se les ha pedido, es que estudiaran, jamás se les exigió que trabajaran para ayudar la casa y les hemos dado todo sin saber cuánto costaba; ese fue mi error, pero es mejor dejarlo hasta allí y seguir narrando lo que aún puedo recordar de mi vida. Seguían transcurriendo los días y yo seguía viéndome con Alberto que se había convertido en mi sombra. La señora Yudine vendió el negocio y me invitó para que me fuera con ellos a Grecia. Pero mi tía no me dio permiso, ni yo quise irme, me aterraba la idea de estar en un país extraño y tan lejos de mis familiares y fue así que me quedé nuevamente sin empleo. Por donde vivíamos nosotros iban muchos estudiantes, como eso era tan solitario y tranquilo se prestaba para estudiar. Yo no estudiaba, pero leía, y me pasaba los días sentada con un libro en las manos, costumbre que me había hecho porque un amigo me prestaba frecuentemente libros como Las Ruinas de Palmeras, La Madre, etc. De allí resultó una gran amistad con algunos de los estudiantes que frecuentaban el lugar y de alguna manera también la invitación de ellos para unirme a un movimiento estudiantil que se estaba gestando contra la represión del gobierno de López Contreras. Mi aceptación no se hizo esperar y con los ímpetus locos de la juventud, me mezclé con los estudiantes y comencé a darle problemas a tía. La pobre no sabía qué hacer para evitarme una desgracia, ella estaba consciente que si se oponía rotun-


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damente a mis ideas, más rápido lo iba a hacer yo, fue por eso que se mostró indulgente y únicamente me pedía que no me arriesgara demasiado. Por mi inexperiencia, no había conato estudiantil donde no estuviese metida exponiéndome a todos los riesgos habidos y por haber. Fue así como me encontré en la Plaza Bolívar en medio de un tiroteo donde perdió la vida Ultimio Rivas. Cuando vi caer a Ultimio sin vida, fue que por primera vez entendí lo que estaba haciendo y supe quien era el enemigo, se apoderó de mí una ira incontenible y comencé a dar gritos en contra del gobierno sin importarme para nada las consecuencias, unos amigos me arrastraron fuera del lugar y me introdujeron un pañuelo en la boca para hacerme callar. Cuando me llevaron a mi casa me dieron una pastilla y me dormí hasta el otro día, al despertar me vestí dispuesta para ir al entierro, mas, cuando busqué mis zapatos, no los encontré en ninguna parte, ni siquiera los zapatos viejos, ni los de María Luisa que eran de mi talla por más que protesté los zapatos no aparecieron. Mejor fue así, durante el entierro se formó otro tiroteo y hubo muchos heridos, tal vez uno de ellos hubiese sido yo, que seguramente saldría de braguetera a ponerme de carne de cañón. Después de esta experiencia, me quedó un reconcomio contra el gobierno y lo único que deseaba era encontrar la forma de hacer lo que fuera necesario para acabar con ese gobierno. Continué con los estudiantes, nos reuníamos en la Federación y planificábamos acciones aisladas que estaban condenadas al fracaso. Cuando entendí que no hacía nada allí me fui con el “Partido Republicano Progresista”. Este era un partido recién formado, con inspiración comunista, allí conocí muchas personas de gran talento que me transmitie-


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ron una minúscula parte de su filosof ía. Quizás ellos pensaron que yo sería una pieza de cera en sus manos por mi juventud y mis locos deseos de transformar el mundo, trabajé en todas las tareas que me fueron asignadas, desde asistir a charlas monótonas, hasta vender el periódico por las calles. Pero hubo una vez que me dieron la tarea de vender el periódico junto con un compañero, y en vista de que no lográbamos venderlo en Caracas, se nos ocurrió la idea de irnos a otro lugar y nos fuimos a venderlo al Litoral, donde lo vendimos de inmediato. Mi sorpresa fue cuando fuimos a entregar cuentas, fuimos sancionados por falta de disciplina. Esto fue suficiente para que yo me diera cuenta de mi error, se pretendía luchar contra la dictadura y me iban a someter a mí a una dictadura peor controlándome hasta mi vida personal. Me disgusté y no hubo forma de que volviera, a pesar de todas las veces que trataron de convencerme. Alberto insistía en sus galanteos y nos encontrábamos en todas las fiestas ya que teníamos amigos comunes, él se las ingeniaba para saber donde podía encontrarme y me ofrecía toneladas de amor, poco a poco fue haciendo que mi corazón huérfano de amor se aferrara a él y terminé enamorándome como una boba. Se apoderó de mi voluntad y lo amé tanto que no podía vivir sin verlo, él no era lo que podría decirse un atraco, como llaman ahora las mujeres a los hombres apuestos, pero sí tenía lo suyo, era un tipo moreno claro, de pelo castaño, alto y delgado, vestía con elegancia y sobre todo, tocaba guitarra y cantaba de maravilla. Aunque yo conocía a su mamá y a sus hermanos, lo primero que hizo fue llevarme a su casa y me presentó a su mamá


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como su novia, después habló con tía Vidalina y empezó a visitarme como novio. Siempre fue muy respetuoso, pero era tan celoso que no soportaba verme bailar con otro y cuando íbamos a una fiesta, me sentaba en un rincón de la sala y ponía una silla al frente de la mía y allí se sentaba, si yo quería bailar tenía que bailar con él, pero, si a mí se me ocurría pararme a bailar con otro, inmediatamente me arrancaba de los brazos de mi pareja con una sonrisa, con un “con su permiso” y luego me decía: —Si vuelves a bailar con otro, lo saco para fuera y lo asesino.

Solamente me permitía bailar con sus hermanos o con alguno de sus amigos más allegados. Mis amigas se asombraban de mi cambio, ellas estaban acostumbradas a las reuniones que hacíamos en casa de las Escobar, donde amanecíamos y el viejo Escobar nos obligaba a ir a misa, después al mercado de San Jacinto a comprar los ingredientes para preparar un sancocho. Y empatábamos la fiesta. El viejo Escobar era muy parrandero, tenía tres hijas y dos hijos, era viudo, en su casa poníamos la parranda pero no aceptaba que nadie se embriagara, si alguno se pasaba de palos lo sacaba de su casa y no lo admitía más en ella. A él le gustaba oírme cantar, algunas veces apagaba el aparato de sonido para que yo cantara. Esa era la única casa donde tía me dejaba ir con libertad. Después que me enamoré iba con Alberto, pero ya no era igual, porque todos los muchachos temían acercárseme por no molestar a mi novio. Durante nuestro noviazgo se comportó con toda corrección, aunque tenía fama de mujeriego conmigo fue muy comedido y sumamente respetuoso, al extremo que perdí el temor que siempre me había inspirado y confié ciegamente


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en él. En esos días, su mamá enfermó y él me pidió el favor que pasara por su casa, ya que ella estaba sola, efectivamente, cuando fui encontré a la señora Isabel muy enferma y tuve que prestarle ayuda. Ellos eran tres hermanos, Manuel, Mario y Alberto. Manuel y Alberto trabajaban y Mario que tenía más o menos mi edad estudiaba; así que tomé la obligación de ir todos los días a ver en qué podía ayudar. Tía se enteró de mis visitas a la casa de Alberto y se disgustó mucho, a ella no le parecía correcto que yo fuera todos los días a la casa de mi novio sin su permiso. Quizás tenía razón, pero ella no me dejó explicarle y de una vez comenzó a vociferar que esa señora se estaba haciendo la enferma para ayudar a su hijo a perjudicarme y me prohibió que volviera a pisar esa casa sin su consentimiento y agregó: —Si me desobedeces te quedas allá.

Yo no creí que tía hablara en serio, fue por eso que desafiando su mandato, volví a la casa de la mamá de Alberto sin decirle nada a mi tía. En la noche, cuando Alberto me llevó a la casa, tía me tenía todas mis ropas recogidas en un viejo baúl y no me permitió entrar de nuevo a la casa. La madre de Alberto me recibió en su casa pero me puso una cama en su cuarto y me cuidaba como a una hija. Yo la ayudaba con los oficios de la casa pero me sentía muy mal por lo que tía me había hecho. Entre tanto, mis tías Luisa María y Estefanía fueron para tratar que Alberto y yo nos casásemos, ellas imaginaban que yo estaba viviendo con Alberto y yo no les di ninguna explicación, simplemente les dije que no me casaría obligada con nadie, que se fueran tranquilas porque todo estaba bien. Mario, mi futuro cuñado, era un joven muy estudioso y fue muy feliz desde mi arribo a su casa, se


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convirtió en mi propio hermano y trató de ayudarme a superar la angustia que por lógica sentía al encontrarme en una situación tan embarazosa en esa casa ajena, me leía poemas, me prestaba libros y la señora Isabel me dejaba ir al cine que distaba como a tres cuadras solamente con él. Esto empezó a disgustar a Alberto y comenzó una tirantez entre los dos hermanos hasta el punto de irse a las manos; con todos esos acontecimientos, Alberto me puso en tres y dos, tenía que decidir y decidí, me fui a vivir con él a una habitación en la casa de una señora amiga de ellos, la señora Rosa. Aparentemente todo estaba bien, pero en realidad no era así, yo era más simple que un huevo sin sal. En asuntos sexuales era completamente aburrida, yo amaba sus besos, sus caricias, pero el acto sexual me parecía asqueroso, violatorio y horrible, y lo acepté como el ganado que llevan al matadero, con resignación. Esta situación no le hizo ninguna gracia a mi marido que tal vez esperaba que yo correspondiera al fuego de su pasión de igual forma. Hasta llegó a decirme algo que en aquel momento no supe entender: —Tú eres como el Pavorreal, bonita pero no cantas.

Ya teníamos dos meses viviendo juntos y no podíamos entendernos, me reprochaba, decía que yo lo despreciaba y no fue capaz de entenderme, yo sólo tenía diecisiete años y era inocente, en mi casa nunca se habló de esas cosas, eso era tabú, yo no había tenido ningún tipo de contacto con nadie, ni siquiera de besos con otro hombre, él fue el primero en mi vida y me trató con tanta brusquedad que le tomé terror. En esa forma estaba todo cuando comencé con náuseas y asco con las comidas. Rosa, que se dio cuenta, me dijo:


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—Cira tú lo que estás es preñada.

Y el inmediatamente contestó: —Habrá que saber quién es el afortunado padre de esa criatura; mío no será, porque tú me desprecias y me tienes miedo.

Sin decir una sola palabra me fui al cuarto a llorar, cuando él entró le dije: —Escribe la fecha del día de hoy para que no la olvides y ojalá no tengas que arrepentirte algún día de tus palabras injuriosas.

Quiso excusarse y no lo permití, saliendo en seguida del cuarto. Desde ese día no le acepté más ni un céntimo, fui a la sastrería de la esquina y me dieron trabajo cosiendo pantalones; él ponía el dinero donde acostumbraba dejarlo y lo encontraba igual porque tampoco le hice más comida. La señora Isabel fue a verme para saber qué le pasaba a su hijo. No le di explicación. Le recomendé que le preguntara a su hijo y lo que él le dijera eso era; no iba a ponerme a explicarle cosas tan desagradables y que, a lo mejor ella ya sabía y por último, no me interesaba en lo absoluto la opinión de esa señora en un asunto que consideraba privado. Así pasaron algunos días, Alberto se embriagaba y se presentaba cuando le apetecía a hacerme escenas de celos. Cuando tía Vidalina supo que yo estaba embarazada y trabajando fue a verme y me pidió que me fuera para su casa, como no tenía otra opción acepté y me fui a vivir de nuevo con ella, pero no era a su casita donde siempre habíamos vivido. Ahora


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tía estaba con toda su familia habitando un pequeño galpón de zinc donde el calor del día era insoportable y por las noches el frío no dejaba dormir. Habitaban en ese galpón porque el lugar donde había estado construida la casita de tía anteriormente, se había derrumbado y todas las casas incluyendo la que había construido mi mamá con tantos sacrificios se cayeron y quedaron todas esas familias en la calle. La casa de mi mamá quedo totalmente tapiada, afortunadamente mi mamá no estaba en ella ya que se había ido unos días para la casa de Carmen, mi prima en Maracay y cuando ocurrió el desastre no había nadie en la casa. Mi pobre mamá perdió todos sus corticos y quedó con lo que traía del viaje. Mi mamá contaba que estando en Maracay sintió una angustia que la hizo regresar antes de lo previsto, cuando quiso pasar para llegar a su casa, unos guardias se lo impidieron y le informaron que todas esas casas se habían caído y nadie podía pasar. Unos vecinos la ayudaron esa noche pero al día siguiente estaba como ausente y nunca más pudo recuperarse, así vivió como dos años más sin saber nada de ella. Tía Estefanía la recogió y la mantuvo en su casa porque el desgraciado marido, cuando la vio en ese estado no se ocupó más de ella y la pobre vivió en tinieblas hasta su muerte. Murió después de haber sufrido mucho, tanto ella como nosotros. Yo pagué su entierro, pero no sé quién se encargó de hacer las diligencias en el cementerio, lo cierto fue que no la enterraron en el panteón que papá compró para la familia. Cuando llegué al cementerio me sorprendió que mi madre fuese sepultada en una fosa bien distante del panteón nuestro. Hasta después de muerta la discriminaron mis tías Luisa María y Estefanía. Fue por eso que me disguste tanto con mi tía Luisa María cuando me enteré que a su esposo lo habían enterrado


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en el panteón de la familia y junto a papá ya que lo considero tan responsable como a mi madre de la muerte prematura de papá y que además le habían hecho tanto daño. Eso me parecía un irrespeto a la memoria de Ernesto Álvarez. Porque Guillermina, en la forma que fuera era su hermana y estoy segura que Ernesto, si ella hubiese muerto antes que él, la hubiese enterrado junto con la familia pero a Cleofe no, a ese, papá no lo hubiese enterrado jamás en el panteón de la familia. Cuando me vine a vivir con tía me sentía totalmente destrozada, viéndome con una barriga y sin tener a quien acudir, lo primero que se me ocurrió fue comprar a crédito una máquina de coser, como no tenía espacio en el galpón donde vivía para instalarla, le pedí a la vecina que me permitiera ponerla en su casa, me dio permiso y me instale en su casa donde comencé a coser para tener dinero para comprar las cosas necesarias para mi bebé, cosía todo el día y por las noches dormía junto con el resto de la familia en el galpón, en esa forma iban pasado los días. Tía me pidió que accediera a recibir a Alberto que quería hablar conmigo, cuando vino a verme lo atendí por cortesía y le pregunté: —¿A qué has venido?

Él respondió: —A verte. —Bien ya me viste, ahora vete. —Quiero hablar de mi hijo. —¿Qué hijo?


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—El hijo que vas a tener que es mío.

Yo no voy a tener ningún hijo tuyo, este hijo es solamente mío y no quiero compartirlo con nadie, menos contigo que eres un degenerado. Lleno de ira me amenazó: —Cuando nazca te lo voy a quitar porque yo tengo derechos sobre él, yo soy su padre.

A lo que yo le respondí: —Te juro por los restos de mi padre muerto, que no lo vas ni a conocer, estúpido.

Se fue, y yo me fui a mi parque a llorar de rabia, de dolor, de impotencia, y lo peor de todo era que aunque me negaba a admitirlo, seguía amando aquel ser que pretendía odiar. Qué extrañas jugadas nos depara el corazón, mientras mi razón me ordenaba odiarlo, cuando lo tenía frente a mí, tenía que hacer un gran esfuerzo para no echarme entre sus brazos. Pero mi dignidad era más fuerte que mi amor y no podía perdonar sus agravios. Fue por eso que me formé una coraza para defenderme y me hice el firme propósito de no dejarme engañar con sus cantos de sirena. Fueron muchas las formas que utilizó para hacerse perdonar, pero con ninguna logró convencerme, porque no quería darle la oportunidad de humillarme por segunda vez. Me pareció mucho mejor que pensara que nunca lo había amado o que había terminado mi amor por él. Triste y avergonzada seguía mi vida, trabajaba todo lo que podía y solamente salía a la calle para entregar la


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costura o para acudir a la consulta prenatal, el resto del tiempo lo usaba para preparar la canastilla de mi bebé. Mi situación era muy incómoda, el lugar donde vivíamos era algo infrahumano, lo formaba una habitación grande con techos y paredes forradas con planchas metálicas, por las noches no se podía soportar el frío y en el día hacía un calor abrasador que provocaba salir corriendo. Pero tenía que soportar o claudicar aceptando la posibilidad de unirme al padre de mi hijo contra mis deseos, y soporté hambre, frío, calor, toda clase de incomodidades y hasta sentirme como un estorbo. Pero aguanté todo por no dar mi brazo a torcer. Cuando llegó la hora del parto fui a la maternidad pública, aunque mi buen amigo y cuñado Mario, me ofreció que fuera atendida en otro lugar pero no acepté, para no deberle nada a ninguno de ellos y además, pensé que podía ser una maniobra de Alberto, ya en la maternidad, al hacerme la historia clínica, entre otras cosas me preguntaron el nombre del padre de la criatura y yo respondí: —No tiene padre.

La enfermera insistió: —Todo niño tiene padre y es un requisito indispensable.

Entonces yo le dije: —Si es indispensable póngale usted Juan Bimba que a mí me da igual.

En eso intervino un médico y ordenó que dejara ese renglón en blanco o simplemente pusiera la paciente se niega a


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responder. Sinceramente no sé cuál de las fórmulas acató la enfermera pero me dejó en paz con mis dolores de parto. Después de doce horas de sufrimiento, vino al mundo mi primer hijo el día once de noviembre de 1939. Cuando pusieron su cuerpecito sobre mi pecho me sentí la persona más feliz del mundo, por primera vez tenía algo mío y me hice el sagrado juramento de amarlo y protegerlo por sobre todas las cosas, ya no me importaba nada más que su vida y su felicidad. La casualidad quiso que naciera el mismo día del cumpleaños de papá, por eso le puse Ernesto a mi hijo como un homenaje al hombre que tanto me amó. Cuando regresé a la humilde vivienda con mi hijo en los brazos, me di cuenta que mis problemas habían aumentado, no tenía donde ponerlo y tenía que acostarlo en la cama escuálida o dormir junto conmigo. En las horas de más calor lo sacaba fuera del tinglado para que no se me enfermara, los primeros tiempos lo alimenté con mis pechos, pero, por la mala alimentación que yo tenía la leche de mis pechos se agotó y el pobre niño lloraba de hambre, entonces comencé a alimentarlo con leche de pote pero para comprar la leche tuve que empezar a coser de nuevo, solo que la costura no me rendía ya que tenía que atender al bebé, por consiguiente empecé a pensar en alquilar una habitación. Tía no quería que fuera a vivir sola, ella pensaba que yo era muy joven para eso, allí empezaron nuestros problemas ya que yo no pensaba estar viviendo en ese estado de ruina toda la vida y arrastrando a mi hijo en la miseria. Tía estaba construyendo una casita en un terreno cerca de donde estábamos viviendo. Cuando logró terminar la primera habitación nos mudamos pero no era mejor el panorama, en esa habitación dormíamos: Ernestina, Josefina, Antonio, Vidal, Tía, el bebé


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y yo, sin baño y hasta teníamos que cocinar en el cuarto hasta tanto le hicieran la cocina. Tía insistía en que yo no debía trabajar en la calle con ese niño tan pequeño y que si Alberto me ofrecía hacerse cargo de nosotros, lo lógico era que aceptara su ofrecimiento ya que era el padre y tenía un deber moral conmigo. Lo que ignoraba era que yo pensaba de distinta manera, yo quería darle a mi hijo lo que necesitara ganado por mi propio esfuerzo y no estaba dispuesta a pedirle ayuda a ese miserable. Y sin hacer caso de lo que tía me decía, me fui en busca de un trabajo que me habían ofrecido y le pedí a Ernestina mi prima que me cuidara el bebé mientras yo volvía, esa noche tía me regañó y me hizo saber que si volvía a salir a buscar trabajo en la calle me botaría de su casa. Sinceramente no creí que tía me echara de su casa con mi bebé y desobedeciéndola volví a salir a buscar trabajo. Yo pensaba, no estoy haciendo nada malo, solamente busco cómo ganarme la vida para poder darle a mi hijo una estabilidad, tía tiene que entender pero no fue así, cuando volví a la casa todas mis cosas estaban botadas en un terreno baldío que había al lado de la casa y el bebé lo tenía Ernestina en su cama mientras yo llegara. No sé quien avisó a madrina y vino a buscarme pero ella vivía tan reducida que no quedaba espacio para mí y mi bebé, fue en ese momento cuando Josefina, la señora donde tenía la máquina de coser me ofreció su casa si me conformaba con sus pobrezas. Dicha señora no tenía hijos y vivía con su esposo Armando, ellos subsistían fabricando alpargatas, eran dos seres increíbles, compartieron conmigo su casa y su comida y nos llenaron de amor a mi hijo y a mí como si hubiese formado parte


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de su familia, aparte de eso, tuvieron que soportar todas las habladurías de tía que indignada los acusaba de alcahuetes y todo lo que ella quiso decir. Josefina fue como una madre para mí, cuidaba mi hijo con infinito amor y consolaba mis tristezas y me deba ánimo para seguir luchando. Estando en la casa de Josefina siempre me visitaba Mario, el tío de mi niño, él quería mucho a su sobrino y también me demostró su amistad acompañándome en los momentos dif íciles, en algunas oportunidades salíamos juntos a llevar al niño a pasear y la gente que nos veía imaginaba que era el padre de mi hijo. Llegó a querer tanto al niño que me propuso matrimonio para que el niño tuviera su apellido. Pero yo, con mucha delicadeza lo rechacé diciéndole que él para mí era solo un hermano y por otra parte, era hermano del hombre a quien no había podido sacar totalmente de mi corazón. Pensé que esto tal vez lo alejaría, pero no fue así, siguió siendo el mismo, bondadoso, atento y siempre dispuesto a servirme. Como Josefina se ofreció cuidarme el niño, comencé a buscar trabajo, no fue fácil porque yo no tenía una profesión determinada y no quería buscar trabajo de costura por que pagaban muy poco y tenía que trabajar muy fuerte para poder ganar una miseria. Encontré en algunos lugares pero no duraba mucho debido a que no faltaba siempre alguien que quisiera aprovecharse de mi situación y cuando veía que podía tener problemas me retiraba del trabajo antes que me ocurriera algún incidente desagradable. Mientras esto sucedía, Alberto no dejaba de molestarme, me acosaba para saber de su hijo y me ofrecía el oro y el moro si volvía con él, pero yo no le prestaba la menor atención porque no deseaba volver a pasar por todo lo que habíamos pasado juntos. Al fin encontré trabajo


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en el “Transporte Venezuela”, este era propiedad del señor José Márquez, allí tenía que atender la venta de pasajes y la entrada y salida de carga en los camiones, atender el teléfono, llevar el kardex, hacer el aseo del local y depositar el dinero en el banco. Total, tenía toda la responsabilidad ya que el señor Márquez atendía otro negocio y casi todo lo arreglábamos por teléfono. Trabajando allí conocí a muchos hombres, casi todos de poca cultura, se trataba de choferes y ayudantes, pero ninguno de ellos jamás me faltó el respeto, al contrario, me traían pequeños obsequios al regreso de sus viajes. Entre ellos había un maracucho muy respetuoso y muy simpático que apodaban “Diablo” que me traía frascos de dulces de hicacos y de huevos chimbos y me decía que lo fabricaban sus familiares. Sucedió que un día recibí una llamada para avisarme que el niño estaba enfermo, llamé al señor Márquez para que viniera a suplirme ya que no podía dejar solo el local. Márquez mandó a su cuñado y en el momento en que me disponía a salir llegó Diablo que muy cortés se ofreció para llevarme a la casa, por la emergencia acepté y salimos juntos en su carro, yo iba muy callada pensando como haría y qué tendría el niño. De repente me preguntó: —¿Usted como que me tiene miedo?

Yo estaba a punto de responderle pero recordé que no conocía su nombre de pila, iba a decirle oiga señor Diablo pero ese no era su nombre y realmente no recordaba cuál era el que escribía en las notas, entonces le dije: —Haga el favor de decirme su nombre, no me gusta llamar a las personas por el apodo.


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Él respondió: —Waldo Delmar, para servirle y no le pregunto el suyo porque hace tiempo lo sé, Cira, un nombre hermoso para una mujer más hermosa. Luego yo le dije: —Oiga señor Waldo, usted me preguntó si le tenía miedo y voy a decirle una cosa, yo no le tengo miedo a nada ni a nadie, porque siempre he sabido hacerme respetar pero quiero que entienda, no es mi costumbre abusar de las personas, si acepté que usted me hiciera este favor es porque tengo mi hijo enfermo y como ya hemos llegado, le agradezco su atención, muchas gracias y salí del carro que había estacionado sin decirle nada más. Cuando entré a la casa ya Josefina me tenía el niño listo para salir, le puse una manta sobre su cuerpo y salí a calle a ver cómo iba a hacer para llevarlo al médico. Ese era un lugar muy retirado y difícilmente se podía encontrar un carro libre. Mi sorpresa fue que al caminar unos pasos estaba Waldo esperándome, al verme, abrió la puerta y me invitó a subir con una sonrisa, no pude negarme, además lo necesitaba. Me llevó al médico y me esperó aunque le dije que se fuera. No sabía cuánto tiempo me demoraría y luego me llevó a comprar las medicinas y volvió con nosotros a la casa. No pude hacer otra cosa que mandarlo a pasar y presentarles a Josefina y Armando que eran los dueños de casa, desde ese día Waldo se hizo frecuente visitante de la casa y cada vez que podía llevaba regalos a mi hijo y se interesaba por su salud. En oportunidades, cuando regresaba de viaje me invitaba a almorzar en el restaurante que quedaba frente al trabajo, otras veces me llevaba a la casa cuando terminaba mi horario de trabajo.


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La señora Ysabel, madre de Alberto, se presentó un día a la casa para ver a su nieto, por lo menos eso fue lo que dijo, más, no fueron muchas las demostraciones de afecto, después que estuvo un tiempo prudencial me abordó diciéndome lo siguiente: —Cira, yo creo que tú sola no vas a poder con la carga de criar tu hijo y educarlo, por eso vengo hoy para tratar de convencerte para que te vengas a vivir a mi casa donde no te faltará nada a ti ni a tu hijo, yo puedo asegurarte que mi hijo está muy arrepentido y sufre mucho por la decisión que has tomado.

Esperé que la señora terminara su discurso, después, muy pausadamente le respondí: —Señora, yo entiendo perfectamente toda su preocupación por su hijo, pero le pido que entienda mi preocupación por mí, no deseo ser grosera con usted, muy al contrario, le agradezco su atención y sus buenos deseos, pero me es imposible aceptar su oferta porque no quiero absolutamente nada con su hijo. Le confieso que sigo amándolo y tal vez lo ame el resto de mi vida, más, no puedo perdonarle todas las ofensas que me hizo; él rompió el hilo que nos unía y mientras yo pueda recordar esas palabras tan crueles con que me hirió no podré hacer borrón y cuenta nueva. No se imagina usted cuánto lo siento y cómo desearía que todo hubiese sido de distinta manera.

La señora se limitó a conversar conmigo, pero ni por hipocresía demostró afecto por su primer nieto que permanecía en mis brazos todo el tiempo que duró nuestra charla; después le hizo un amapuche al niño y se marchó dejándome llena de


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angustia. Luego vino a visitarme Mario, mi cuñado, y al enterarse de la visita de su mamá me explicó que era un plan preconcebido entre Alberto y ella para hacerme volver con para ver si podían quitarme el niño. Después de haber intentado inútilmente convencerme en varias oportunidades, un día se presentó Alberto a mi lugar de trabajo a insultarme diciéndome que yo era una mala madre, que tenía a mi hijo abandonado mientras me pasaba la vida paseando con todos los hombres que trabajaban allí en vez de ir a vivir con él para que atendiera a mi hijo personalmente, el señor Márquez que estaba en ese momento en el local me llamó a solas y me dijo que tomara el día para que arreglara ese asunto tan desagradable. Cuando salí a la calle me siguió y tomándome por el brazo me hizo entrar en una pastelería donde nos sentamos; yo estaba furiosa y avergonzada por la forma como Alberto se había comportado. Estuvimos conversando casi en forma acalorada, tenía que controlarme para no cometer la imprudencia dar un escándalo, al fin me dijo: —Este es el último intento que hago para que vuelvas conmigo, si no lo haces me voy a casar con la primera mujer que quiera casarse con un desesperado como yo.

A lo que yo le respondí: —Cásate cuando te plazca, pero por favor déjame en paz, entiende que no deseo tener nada que ver contigo, lo único que me quedó de tu persona fue un mal recuerdo que tú te empeñas en hacerlo recordar. Sé feliz, cásate y déjame ser feliz a mí, yo también tengo derecho a vivir y a casarme con quien me dé la gana.


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Fuera de control me sacudió por los hombros diciendo: —¿Quién se va a casar contigo? Ya verás cómo me caso y no te busco más.

A lo que respondí: —Te voy a demostrar que me caso primero que tú, ¡necio!

Eso fue solo un decir porque aún ni había pensado en esa posibilidad. Waldo seguía visitándome y se había convertido en amigo de la casa, fue así como un día se atrevió a pedirme que me casara con él, rehusé de plano con la excusa de que estaba casada, pero insistió y me preguntó dónde estaba mi esposo y yo traté de explicarle que estaba separada hacía algún tiempo y no quise dar más explicaciones, únicamente le dije: —Si quieres ser mi amigo no trates de pasar esos límites porque no deseo verme precisada a retirarte mi amistad que es lo único que puedo ofrecerte.

Se hizo el loco y siguió frecuentándome como si nada hubiese pasado. Mi niño estaba creciendo sano y hermoso, me recreaba contemplando cómo se iba desarrollando y convirtiendo en un niño fuerte y robusto, no había una madre más orgullosa que yo, él era mi único tesoro, por eso me parecían pocos todos los sacrificios que tuviera que hacer. Mario adoraba su sobrino, iba a verlo a diario y lo paseaba para que tomara el sol aunque yo estuviese ausente. Conmigo era especial, me llevaba al cine, me aconsejaba y cuidaba con


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devoción. Creo que Mario siempre estuvo enamorado de mí y nunca se atrevió a decirlo, volvió a pedirme matrimonio pero decía que era por el niño, en esta oportunidad fui muy sincera le dije: —Francamente, no puedo casarme contigo porque para mí tú eres mi hermano, y así te quiero muchísimo y por otra parte jamás me casaría con el hermano del padre de mi hijo; además, nuestra amistad ha sido una de las cosas más hermosa que he tenido, te pido por favor que no la dañes y me hagas tener otro motivo para desconfiar del ser humano.

Continuó siendo tan afectuoso como siempre y nunca más volvió a hablar del asunto. Lo extraño fue que nunca le conocí una novia. Una vez bromeando le insinué que le interesaba a una amiga y me respondió: —Qué lejos está ella de parecerse a ti, solo me enamoraría de una mujer que pensara como tú.

Para que no hubiera ni la posibilidad de cualquier mal entendido, le pedí que me confirmara al niño y lo hice mi compadre. Entre tanto seguía pasando el tiempo y Waldo de nuevo volvió a decirme: —¿Cira, por qué no te casas conmigo? Yo te prometo darte felicidad y nunca voy a dejarte sola, seré el padre que tu hijo necesita.

Yo le respondí: —Ya te dije que estoy casada, pero insistía de nuevo.


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Existe el divorcio, A lo que yo respondí un poco incómoda: —¿Quién ha dicho que desee divorciarme? Voy a ser sincera contigo Waldo, no puedo aceptar ningún hombre en mi vida, porque todavía amo a mi esposo. Siguió conversando sobre su mala suerte y la necesidad que tenía de formar un hogar para su vejez con una mujer buena que lo entendiera y le diera la felicidad que tanto deseaba.

Al regresar del trabajo encontré en la casa una cita que me enviaba un abogado; al comienzo me preocupé, no sabía de qué se trataba, luego pensé que sería para algún trabajo ya que había visitado muchas oficinas cuando estaba buscando trabajo. Al siguiente día solicité permiso en mi trabajo y me fui a ver al abogado que me había citado, al llegar comprendí lo que ocurría, porque sentados muy plácidos estaban Alberto y su madre, les saludé con toda cortesía haciendo un gran esfuerzo y mientras esperaba la llegada del abogado hilvané en mi mente mi plan para defenderme. Cuando llegó el abogado y nos hicieron pasar, este se dirigió a mí en estos términos: —Señora es usted una mujer muy joven y espero que entienda que no tenemos nada en contra suya, solamente le pido que reflexione y comprenda que todo lo hacemos en favor del niño, hay momentos en que tenemos que tomar decisiones dolorosas pero necesarias y usted como una buena madre debe estar de acuerdo en que el niño estará mucho mejor con su padre recibiendo una educación adecuada que usted no está en condiciones de darle...


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Yo lo dejé hablar y oportunamente le pregunté: —Doctor, ¿por qué me hace usted todo este drama frente a personas que no tienen que ver en lo absoluto ni con mi persona ni con mi hijo? Estoy totalmente de acuerdo en todo cuanto usted dice y es por esa misma razón que voy a casarme con el padre de mi hijo en breve.

El doctor fuera de sí gritó preguntando: —¿Ese no es el padre de su hijo?

A lo que yo le respondí: —No.

Alberto enfurecido gritó: —¡Yo soy el padre! —Pruébalo, mi hijo nació el once de noviembre de 1939 en la maternidad, busca a ver si tu nombre figura en su acta de nacimiento, mi hijo es mío y seguirá siéndolo mientras viva aunque tengamos que pasar hambre pero con dignidad, te desafío a que trates de arrebatármelo legal o ilegalmente y sabrás de lo que soy capaz. Forma un hogar y ten hijos propios para que dejes la fijación que tienes con el mío.

Al salir de allí pude dar rienda suelta a mi indignación y al dolor que sentía, las lágrimas corrían por mis ojos sin poder contenerlas y un miedo terrible me acosaba con solo pensar que pudieran robarme mi hijo. En ese instante, por lo sola que estaba, no tenía a quien acudir a pedir ayuda; ni padres, ni hermanos ni a nadie. Hubiese deseado huir lejos, pero a dónde y


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con qué, tuve que resignarme y volví a mi trabajo con el corazón roto, una vez más la vida me ponía ante los ojos mi verdadera situación y una vez más Alberto me demostraba lo poco que había significado yo en su vida. Lo único que me quedaba era hacerle frente a mi desgracia y luchar contra el infortunio y la adversidad que me acompañaban a todas partes, pero también, una vez más, me hice el firme propósito de no dejarme vencer; llegué al trabajo y aunque me sentía muy mal puse la mejor cara que pude y comencé a cumplir con mis obligaciones como si nada hubiese pasado, solo que mis pensamientos se encontraban junto a mi hijo y rogaba a Dios para que me lo cuidara hasta tanto pudiera llegar a la casa y poner en antecedentes a Josefina de lo que estaba pasando. Ese día me llevó Waldo a la casa, como me vio tan triste me preguntó que me pasaba y le conté los acontecimientos, entonces me ratificó su deseo de casarse conmigo y protegerme tanto a mí como a mi hijo, le agradecí sus buenas intenciones pero le dije que lo pensaría porque yo no lo amaba y me parecía muy dif ícil compartir la vida con una persona si no existía amor, me manifestó que me amaría tanto que su amor alcanzaría para los dos y así quedamos. Desde ese día comencé a pensar si sería prudente darle a mi hijo un hogar para que fuera feliz aunque yo tuviese que sacrificarme y por otra parte, me aterraba la idea que pudieran robármelo mientras yo estuviese fuera de la casa. Con todos esos temores y sufriendo en silencio la desilusión de mi fracaso, seguía arrastrando la carga que me había impuesto el destino y lo peor de todo era que, aunque me mostraba ante todos indiferente y segura, internamente esta-


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ba deshecha, porque seguía amando a Alberto y estaba segura que lo amaría quizás toda mi vida. Desde mi niñez siempre fui de ideas firmes, mi padre me inculcó que los seres humanos debemos trazar nuestras metas y debemos luchar por nuestros principios y fue por eso que aún amando mucho al padre de mi hijo me impuse como principio ocultar ese amor y tratar de arrancármelo como diera lugar, aunque con eso destruyera lo más hermoso que había tenido en mi vida. Pasado algunos días vino visitarme la tía de Alberto, Merced María y me informó que Alberto se casaba el próximo mes y con la información agregó: —¿Tú vas a permitir que Alberto se case con otra?

A lo que respondí: —Lo que no quiero para mí, dejo que se lo coja otra. No me interesa para nada tu información, porque con eso no voy a perder el sueño.

Y sonreí como si en realidad no me interesara, pero al irse la tía de la casa no pude contener la ira y empecé a proferir barbaridades como una loca. Al otro día cuando Waldo me traía a la casa le hablé y le conté todo tal cual era la situación y además le dije: —Quiero que te quedé bien claro, yo no te amo y no te aseguro poder hacerlo porque amo a ese desgraciado, lo que sí te prometo es fidelidad y respeto si es que aceptas


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esta situación.

No se hizo esperar y de inmediato aceptó mis condiciones y me ratificó su deseo de casarse conmigo y me ofreció reconocer mi hijo como suyo pero yo no acepté, porque quería que mi hijo llevara solamente mi apellido. Arreglamos todo y a los quince días nos casamos, me encargué que saliera en la prensa y mandamos tarjetas de participación a los amigos, entre ellos, a los familiares de Alberto. El comienzo del calvario

Nuestra unión comenzó en una casa que alquiló en “El Polvorín”. Era una casa humilde pero cómoda y la arregló con todos los muebles necesarios. No podía decir que era feliz pero por lo menos me sentía con cierta seguridad, lo que yo ignoraba era que para cubrir los gastos, había vendido el carro que era su único medio de vida y por consiguiente se encontraba sin trabajo, lo que ocasionó que a los seis meses estuviéramos viviendo en una habitación en una casa de vecindad en la avenida San Martín. Esa fue una nueva experiencia para mí. Yo sabía de pobrezas y privaciones, pero no había tenido nunca que vivir en lugar tan dantesco como ese, allí vivían como cien familias de todas las clases sociales. Había algunas que tenían la suerte de contar con un espacio, además de la habitación, donde podían cocinar y lavar, pero el resto teníamos que compartir las cocinas, eso para mí fue algo espantoso, tener que convivir con todas esas personas de tan diferentes condiciones, al principio me robaban todo lo que se me olvidaba en la cocina, hasta el querosén se lo sacaban a la cocina.


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Para lavar tenía que hacer cola en las bateas y después cuidar la ropa hasta que se secara. Los baños eran pocilgas colectivas donde daba asco entrar, en fin, vivir en un lugar así, era simplemente insoportable, sin contar que tener que soportar la presencia de mi flamante esposo, que ya se había empezado a quitar la máscara de hombre de bien y había asumido su verdadera personalidad. Para comenzar, un día limpiando el cuartucho donde vivíamos, se escapó de mis manos una pequeña alcancía de combinaciones donde guardaba unos realitos y mediecitos y al caer al suelo se abrió y se esparció por el piso su contenido, recogí todo y tranqué la caja poniéndola donde estaba con la idea de decirle que se había dañado pero lo olvidé y cuando fue a buscar su caja y la encontró rota armó un escándalo y me acusó de haberle robado real y medio que faltaba. Por más que traté de explicarle no entendió mis razones y me dijo una cantidad de improperios, esto me disgustó mucho y en cuanto salió agarré mi muchacho y me fui a la casa de madrina. Al otro día se presentó excusándose y prometiéndome que eso no volvería a pasar, pero yo no quise volver hasta tanto no encontrara una vivienda mejor y más adecuada. Fue así como nos quedamos en una habitación de las que había construido papá y la que ahora era su dueña alquilaba, él se encargó de hacer la mudanza. Nos instalamos y yo comencé de nuevo a coser en la casa y así podía cuidar del niño y a la vez obtener algún dinero, él hacía viajes al interior y se tardaba hasta quince días y cuando regresaba traía un camión repleto de plátanos que tenía que apresurarse a vender para no perderlos, pero con todo y eso no alcanzaba el poco dinero que me daba ni para comer el solo por el tiempo que pasaba sin marcharse de nuevo.


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Me sentía triste y muy infeliz pero lo disimulaba muy bien para que nadie me hiciera reproches y sobre todo para que Alberto no se enterara de mi fracaso. Yo hubiese sido capaz de soportar todo, para no darle el gusto de reírse de mí. Era algo tan contradictorio que lo odiaba y lo amaba a la vez. Cuando Mario me avisó de su matrimonio sentí un gran dolor, fue algo como cuando alguien muere y se pierde la última esperanza, sin embargo, secretamente seguí amándolo y cuando ocasionalmente nos encontrábamos, un temblor recorría todo mi cuerpo y tenía que hacer un gran esfuerzo para demostrarle mi indiferencia. No sé si lo hice bien o me dejé arrastrar por mi exceso de orgullo arruinando con esto la posibilidad de haber encontrado un poco de felicidad; pero a mí no me enseñaron la palabra perdón, solamente aprendí la palabra dignidad, orgullo, amor propio y estas pudieron más que el inmenso amor que sentía por aquel hombre. Únicamente los golpes que me ha dado la vida me han hecho entender lo inútil de mi sacrificio. Solamente por un orgullo mal entendido me entregué a un hombre déspota y lleno de defectos que me ocasionó más daños que el que había recibido hasta ese momento. De esto, solamente podía disculparme mi juventud y la educación que recibí de un hombre tan íntegro como fue mi padre. La vida seguía su curso y yo seguía siendo fiel y respetando a mi esposo, pero mis pensamientos cada día se alejaban más de él, no obstante, yo hacía lo posible por llevar mi matrimonio adelante, más, cuando entendía que la única responsable era yo por haber aceptado a unirme a un ser a quien ni podía decir que conocía en realidad. Entre nosotros no existía ni siquiera afinidad, éramos unos seres completamente opuestos y por mucho que lo intenté siempre tropecé con la pared de su


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brutalidad, se creía un ser superior y a duras penas llegaba a bestia, carecía de criterios y era nulo su sentido común, tuve que hacerme una coraza para poder disculparle las barrabasadas que hacía gala para poder subsistir junto a él. Cuando se ausentaba, aprovechaba de tomar fuerzas para poder aguantarlo a su regreso que llegaba con la boca repleta de mentiras y suciedades. En uno de esos viajes conoció a un señor de apellido Ramírez y lo convenció para que comprara un camión, la primera carga fue para Maturín y Caripito. Como Waldo no conocía la vía, se aprovecharon para darle una carga voluminosa que era prohibitiva en tiempos de invierno debido a lo malo de las carreteras que estaban sin pavimentar y los camiones se pegaban en el fango y tenían que ser descargados para sacarlos del fango y muchas veces cuando transitaba un kilómetro o menos se volvían a pegar y tenían que repetir la maniobra. Cuando Waldo salió con la carga ignoraba todo eso, en la vía se encontró con otros camioneros y fue que se dio cuenta del error. Ya tenía varios días de haber salido y no se sabía nada, hasta que llegó a buscarme para que me fuera con él a ayudarlo. Realmente no sabía cómo podía yo ayudarlo, pero fui para ver qué era lo que quería que yo hiciera, me explicó que serían uno o tres días a lo sumo, por eso dejé al niño con madrina y las hijas que lo adoraban para no exponerlo a enfermedades. Me fui con Waldo por el litoral en una lancha hasta Cumaná, de allí nos trasladamos en carro hasta Cantaura, donde estaban depositados en un galpón una gran cantidad de bultos de mercancía de diferentes camiones, todos revueltos, con la guía del transporte me tocó seleccionar bulto por bulto y cargar de nuevo el camión; faltaban bultos y sobraban otros, total, una tremenda confusión.


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Nos quedamos en un hotel, creo que era el único del pueblo. En medio de todas estas cosas, Waldo me presentó a un amigo quien según él lo había ayudado durante el trayecto, este amigo era un hombre bien parecido, moreno, de grandes ojos y pelo negro, alto y aparentemente culto, cuando me dio la mano me miró fijamente y me dijo sonriendo José Rafael Fernández para servirla, para usted: Chaen, y al sonreír dejó ver unos dientes bellos y bien cuidados, desde que ese hombre me vio supe que tendría que estar alerta, me miraba como desnudándome y me dije: —¿Que creerá este galán de pueblo?

Y me propuse mantenerlo a raya. Waldo como de costumbre no veía nada, se sentía tan importante que todo gravitaba a su alrededor solo por sus méritos. Se creía el astro rey y yo a su lado era tan solo una lagartija, estaba tan ciego que delante de sus ojos le galanteaban a su mujer y ni lo notaba. Al lado derecho del hotel había un terreno baldío donde pasaban películas y para verlas yo me subía a una pared, a un lado mío se subió Chaen y al otro Waldo, cuando traté de bajarme, Chaen, como un águila, se lanzó al piso y al tiempo que yo iba a hacer lo mismo me abrazó fuertemente para ayudarme y poco faltó para que me besara ante la mirada impávida de mi marido quien ni se dio por enterado. No puedo negar que los fuertes brazos de aquel negro tan bello no me inquietaron, era una tentación muy fuerte y no tenía más que estirar la mano para conseguirlo, pero una vez más, el buen juicio se impuso en mí y por otra parte, yo sabía que lo mejor era huir de tentaciones antes que caer en la lengua de un pueblo desconocido. ¿Quién podía asegurarme que no era un alabancioso y si me tocaba una mano podía decir


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que me había poseído?, pensando en todo eso, traté de evitar su contacto en cuanto me fuera posible, sin embargo, buscaba mi proximidad y se ingeniaba para entrarse en mis conversaciones, de hecho, se mudó al hotel donde nos alojábamos y así estaba presente en las horas de las comidas. La dueña del hotel nos mudó a una casa anexa que era de su propiedad, Chaen compró unas gallinas y las metió en el corral de la casa y para cuidar las gallinas se mudó también a una habitación de la misma casa. El general Fernández, su padre, nos envió una invitación a su hato para hacernos una ternera. Fuimos, no podíamos negarnos a la invitación del general, pues ese señor era el caudillo del lugar, todos preguntaban a que se debía esa deferencia y yo no encontraba qué decir. Nos hicieron un recibimiento espléndido, con una ternera y música criolla, el general me invitó a bailar y se asombró cuando vio que yo bailaba joropo, en medio del baile me dijo: —Mi hijo se quedó corto cuando me habló de usted, es usted una dama encantadora, si usted tuviera más años o yo tuviera menos no habría quien me la disputara. Así hablaba y reía con una sonrisa amplia muy similar a la de Chaen.

Después me invitó a conocer la casa y mientras me mostraba las dependencias de la hermosa mansión iba hablando como consigo mismo: “...esto está muy abandonado, cómo hace falta la mano de mi esposa, cuando ella vivía esta casa brillaba; como desearía que mi hijo único se casara y trajera a mi vida un poco de alegría pero, el muy zoquete no aprovecha ahora que está joven y me llena la casa de nietos, eso sí, con una mujer bella, para que mis nietos me salgan bien bonitos...”


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Apenas me atreví a preguntarle: —¿Su esposa tiene mucho tiempo que murió?

Se quedó en silencio un rato como pensando y después respondió: —Sí... no quiero recordar eso en este momento.

Y cambiando el tema me llevó hacía una mata de parcha donde estaba Chaen sentado en un banco de palos. Le pregunté por mi esposo y me informó que estaba cazando con unos peones. Me hizo sentar a su lado y me dijo: —Cira, has despertado en mí un amor desconocido, te juro, que desde el mismo momento en que te vi me enamoré de ti.

Me paré del asiento y le pedí que recordara mi condición de señora casada y le agregué: —Sus palabras me ofenden y creo no haberle dado motivos para ello.

Y prosiguió: —Mi amor no puede ofenderte porque es limpio y puro y si te estoy amando como un loco, quien mejor que tú debes saberlo; perdóname por inquietarte, soy un pobre hombre que busca la felicidad y no la encuentra.


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Así seguimos conversando por varias horas, entre ratos, los peones nos traían jugo de frutas, café o alguna golosina, ya al atardecer llegó Waldo. Nos despedimos del general y Chaen nos llevó a la casa donde él también vivía. En ese hotel vivía un sastre de apellido Martuchy y frecuentemente se iba de cacería. Waldo hizo amistad con él y algunas veces salían por la tarde a cazar palomitas que luego Waldo pelaba y me hacía preparárselas en arroz para invitar a Chaen y a Martuchy. Un día inventaron irse de cacería y tenían que pasar toda la noche porque era un lugar lejos. Yo me opuse y le dije a mi marido que él no podía ir porque yo no me iba a quedar sola en esa casa con Chaen. Waldo se enfureció y me dijo de manera airada que sí se iba por que Chaen estaba en su cuarto y yo en el mío, que lo que yo quería era gobernarlo, traté de hacerlo entrar en razón y hasta le expliqué: —Oye, para ti y para mí eso está muy bien pero para los demás que saben que me quedé sola con Chaen no entenderán igual.

Todavía no quiso entender, entonces fuera de mí y por la rabia que me invadía le dije: —Si a ti no te importa la opinión pública y te vas, te juro que esta noche duermo con Chaen, después no te quejes. No se fue pero al día siguiente le contó todo a Chaen y pasé la gran vergüenza cuando este me preguntó: —¿Por qué te inspiro tantos temores? Yo soy incapaz de faltarte el respeto aunque estemos solos en un desierto. Cira, quiero hacerte dos preguntas y espero me respondas con toda sinceridad, una, ¿qué tiene ese hombre más que


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yo? y dos, ¿te soy tan antipático que no puedes darme ni tu amistad? —La primera es muy fácil de responder, ese hombre tiene mi fidelidad y respeto porque es mi esposo. La segunda es más dif ícil de responder, no siento antipatía y como me pides sinceridad, seré sincera, me simpatizas y mucho pero desconf ío de todos los que dicen amarme y si te sirve de algo para calmar tu ego, te diré que empecé a desconfiar de mí y esto es grave, porque siempre sé lo que quiero y no doy un paso atrás en mis decisiones. Yo decidí ser la esposa de Waldo Delmar y lo seré a pensar de todos sus errores hasta el día que yo decida dejar de serlo. Te agradezco mucho todas tus atenciones y las de tu padre y por lo que a mí respecta puedes considerarme una amiga.

Sonrió mostrando sus bellos dientes, me dio un fraternal abrazo y se marchó. Al otro día emprendimos el regreso en compañía de unos camioneros y con un poco de dificultad logramos al fin salir de aquel infierno de lodo. Cuando llegué a mi casa, me parecía que había leído una novela, que todo aquello no había sido realidad, pero me quemaba una incertidumbre, ¿por qué mi esposo se comportaba de esa manera? ¿Con qué clase de hombre me había casado? ¿Era un sinvergüenza o un retrasado? Y con todas esas interrogantes decidí actuar a ver si podía penetrar sus sentimientos y hacerlo cambiar. Cuando estaba pensando en esa forma, surgió un inconveniente, el señor Ramírez, el dueño del camión, que al no obtener ganancias y debiendo los giros correspondientes al tiempo que el camión estuvo sin trabajar le quitó el camión


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a Waldo y lo dejó sin trabajo y para completar la tragedia, lo fueron a buscar con una orden de los tribunales y lo hicieron preso acusado de apropiación indebida por la falta de los bultos que se perdieron durante la travesía del funesto viaje. Desde el mismo momento en que lo detuvieron empecé a movilizarme y lo peor de todo era que estábamos sin dinero, pero eso no fue motivo para que yo dejara de actuar. Fui donde un abogado que me recomendaron y le expliqué el caso, cuando me preguntó cuánto tiene para esa defensa le metí el embuste más grande de mi vida, le dije que en efectivo no tenía nada por el momento pero que mi esposo tenía una hacienda que estábamos a punto de vender y la venta nos daría dinero suficiente para pagar y más. El abogado se emocionó y aceptó asistirlo, fue a verlo y le aconsejó que no declarara nada, que se abstuviera al precepto constitucional, cuando lo llamaron a declarar y siguió los consejos del doctor le dictaron auto de detención, fui a la oficina del doctor y le pregunté qué había pasado y él, muy puesto en razón me respondió: —Apúrate en vender la hacienda porque vas a necesitar real como arena para sacarlo de la cárcel.

Me fui toda triste, qué hacienda iba a yo vender. Pasando por la Plaza Bolívar encontré a Mario que trabajaba como escribiente en los tribunales, le informé de todo y muy sonriente me dijo: —Si de alguna cosa puede estar seguro ese señor es que tú lo sacas de allí, pero dime Cira ya amas a tu esposo tanto como para que pongas todo tu empeño en sacarlo de la cárcel. —No Mario, no es que lo ame, se trata de un acto de justi-


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cia y además, me da la gana de hacerlo y… —Está bien Cira, no te calientes conmigo, ven mañana a las nueve y te tengo noticias.

Después encontré al doctor Pugbó y me ofreció presentarme al doctor Lander que era juez de la Corte Suprema. Al otro día Mario me llevó al Tribunal Segundo de Segunda Instancia, hablamos con el Juez y este se ofreció pasarlo a la brevedad posible a la Corte Suprema. Busqué al doctor Pugbó y me puso en contacto con el doctor Lander, a este le expliqué todo tal cual era y me dijo: —Si dentro de ocho días me traes pruebas fehacientes de todo lo que me has dicho le revocó el auto de detención.

Estaba perdida, ¿qué pruebas podría traer yo? De pronto, recordé a mi amigo Aridú, un negro bembón a quien todos criticaban pero me quería mucho y yo también lo quería. Este amigo era muy talentoso, prestó atención a mi relato y entonces exclamó: —Ya sé, lo que hay que hacer es poner un telegrama a los dueños de los transportes que también perdieron mercancía en ese viaje.

Y dicho y hecho, nos fuimos donde estaba Mario y por medio de este, enviamos un telegrama en nombre del juzgado donde Mario trabajaba al Transporte Cardozo que fue el único que pude recordar, y envié un S.O.S. a Chaen pidiéndole su ayuda. A los ocho días era la decisión, como no había recibido respuesta alguna, me fui temprano pensando en lo peor pero al llegar al tribunal al primero que vi fue a Chaen que


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salió a mi encuentro mostrando su mejor sonrisa, después de saludarme hizo la presentación de dos personas que lo acompañaban, eran los Hermanos Cardozo, dueños del transporte del mismo nombre. Para los efectos ya ellos habían hablado con el juez y solamente esperaban ser llamados a declarar. Con la declaración de ellos quedó esclarecido el asunto y le fue revocado el auto de detención. El más duro de los golpes

Después de pasar el susto, Waldo empezó a trabajar de nuevo con un camión, no sé con quién, sólo sé que me dejaba sola por muchos días y esto me hacía sentir feliz porque me libraba de la presión de tener que compartir hasta la cama. En uno de esos viajes el niño se me enfermó, lo lleve al Hospital de Niños que era lo más cerca que tenía, allí me lo atendió el médico, le pusieron un suero y le mandaron otro para ponérselo en la casa. Con los medicamentos ya estaba mejor, por lo menos, se le habían parado los vómitos, pero tenía que hacerle poner el suero, fue por eso que busqué a un bachiller que trabajaba en la farmacia próxima y le hice inyectar el suero. Desde que el hombre le puso el suero en la barriguita el niño comenzó a llorar, al principio creí que era porque le dolía el pinchazo, pero pasado el tiempo seguía llorando, lo que empezó a preocuparme. Madrina y tía lo cargaban y no dejaba de llorar, en una oportunidad, que lo acostaron en la cuna, tía agarró una de sus almohaditas y se le puso entre las piernitas, fue cuando nos dimos cuenta que los testículos se le estaban inflamando, lo deje con tía y corrí a buscar un médico que vivía cerca pero no estaba, la esposa me dijo que esperara, que de un momento a otro llegaría, espere un poco, pero, estaba muy angustiada y regresé a casa. Cuando llegué, mi hijo había


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muerto, yo no lo creía, lo tomé y corrí con él a la calle para llevarlo al hospital, no sé quien me lo quitó y desde ese momento caí en un caos que lo único que recuerdo es que pedí que avisaran a Mario. Yo no podía entender como mi niño tan bello con diecisiete meses se me hubiese muerto en horas. Sentía un dolor tan grande que no podía ni llorar, empecé a sudar y a vomitar y tuvieron que darme calmantes para mantenerme aletargada, entre sueños recuerdo que Mario me preguntó si le avisaba al padre y me negué, creo que le respondí: —Su padre eres tú.

En ese estado pasé muchos días, lo único que tragaba era el poco de agua con que me daban algunos medicamentos y mientras tanto, Mario no se aparto de mi lado, cubrió todos los gastos del entierro y se dedicó a cuidarme. Dormía a los pies de la cama de donde yo no me había levantado más que para asearme y al menor de mis movimientos estaba en pie, así fue hasta que regresó Waldo. Cuando Waldo regresó, Mario se retiró a su casa, yo seguía en la misma forma, no deseaba que me visitaran y la mayor parte del tiempo lo pasaba llorando. Waldo ni por delicadeza preguntó cómo se había hecho para los gastos del entierro, a ruego de tía y madrina comía algún alimento, porque realmente no sentía deseos de comer, lo que hubiese deseado es que Dios con su infinita misericordia me hubiese quitado la vida para descansar del sufrimiento tan grande que era la pérdida de mi hijo. Finalmente Waldo habló con mis tías sobre la necesidad de sacarme de esa habitación y ellas estuvieron de acuerdo, pero yo me negué rotundamente a mudarme del lugar donde


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yo imaginaba estaba mi hijo, tuve una crisis de llanto que duró varias horas. En vista de todo eso, madrina llamo a Mario para ver si podía convencerme. Mario vino a verme y me trajo un libro y unas galletas, madrina nos dio café con leche y conversando con Mario me comí varias galletas hasta sin darme cuenta, me invitó para ir al cementerio al día siguiente y acepté. Al otro día me vino a buscar y salimos, estuvimos caminando por diferentes calles hasta llegar frente al Calvario, me invitó a subir y lentamente fuimos subiendo hasta donde me permitieron las escasas fuerzas, entonces nos sentamos y con un infinito cariño me abrazó y me dijo: —Cira si me fuera posible yo daría mi vida gustoso si con esto sirviera para aliviar tu dolor, pero tú y yo sabemos que es imposible, permíteme al menos ayudarte, no vayas contra los designios de Dios.

Oír eso en la boca de Mario me pareció que se unía el cielo y la tierra, él era ateo y eso me dio la medida de su dolor. Me abracé muy fuerte a él y le dije: —Está bien hermano, te entiendo y te prometo que sacare fuerzas de donde no tengo para seguir adelante.

Con el tiempo fui reponiéndome y comprendí que era necesario mudarme a otro lugar donde los recuerdos dejaran de atormentarme viendo cada sitio donde mi niño vivió. Después de pasar algunos días encontramos una habitación en una casa de familia a dos cuadras más abajo de donde vivíamos, fui a ver la habitación y me gustó. Era una galería


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muy espaciosa con dos ventanas que abrían al patio principal y la puerta en el centro, nos la alquilaron por cuarenta bolívares mensuales, con derecho a todos los servicios de la casa, nos mudamos un día por la mañana y en la tarde me llamó la dueña de la casa para que conociera a su marido. La sorpresa de ambos fue al ver al marido de la señora, se trataba de mi amigo Andrés Vaamonde, que al verme exclamó: —Ya nos conocemos desde hace mucho tiempo y en su cara se dibujó una gran sonrisa de bienvenida.

Esto pareció no gustarle a su mujer quien desde ese mismo momento me declaró la guerra sin razón, ya que yo no veía casi nunca a Andrés, porque trabajaba desde muy temprano en la mañana hasta el atardecer y la mayoría de las veces, cuando regresaba a su casa, ya yo estaba en mi cuarto con la puerta cerrada, y si alguna vez nos tropezábamos, no pasaba de darnos un saludo de cortesía. Así fue pasando el tiempo y dicha señora no dejaba de acosarme injustamente, sin embargo, yo me hacía la indiferente, en realidad no entendía lo que pasaba con esa señora. Yo pasaba los días cosiendo dentro de mi habitación y únicamente salía para ir al baño o a la cocina para preparar algún alimento para mi marido y para mí. Waldo, empezó a trabajar en lo único que sabía hacer, como chofer de un colectivo en la ruta de San José – Hospital, como no conocía bien la ruta, yo me paraba a su lado para guiarlo, así lo hice por varios días, hasta que al fin se encontró en condiciones de hacerlo por sí solo. Trabajó un tiempo y al final sin pensarlo mucho abandonó el trabajo y se dedicó a esperar a que yo hiciera dos pantalones diarios de casimir para ir a entregarlos y comprar la comida. La vida se me hacía muy monótona, pero me resignaba y se-


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guía adelante con la idea que tal vez, más adelante conseguiría rehacer mi vida y encontrar un poco de felicidad. Mis esperanzas estaban bien lejos de realizarse, cada día se me complicaban más las cosas. Llegó el momento en que tuve que tomar decisiones y las tomé: hablé con Waldo y le hice ver la necesidad de que buscara trabajo y lo mandé al aeropuerto de Maiquetía, que estaba en construcción, para ver si encontraba empleo como chofer. Fue y regresó diciéndome que no había cargos vacantes. Decididamente fui yo a las oficinas y encontré que el secretario era un viejo amigo, al plantearle mi problema me explicó que para chofer no había vacantes pero que si Waldo sabía manejar tractores podía empezar a trabajar de inmediato. Al responderle afirmativamente me dio una planilla para que fuera llenada con los datos de mi esposo y una tarjeta de presentación para que la anexara a la planilla, cuando le entregué a Waldo estas dos cosas se negó a ir, a ofrecerse como maquinista, argumentando que no sabía manejar esas máquinas, entonces, en un arrebato de rabia le dije: —A ti se te llena la bocota diciendo que manejas desde un avión hasta un patín, ahora me lo vas a demostrar, o trabajas en el aeropuerto o sales de mi vida para siempre.

Protestó esgrimiendo la excusa de que se podía matar maniobrando una máquina de esas, pero me mostré inflexible y no pudo hacer más que ir a probar suerte. Estuvo varios días sin venir a casa, no sabía realmente si estaba trabajando o si se había marchado. Cuando al fin regresó, supe que estaba trabajando y que se había hospedado en el hotel Los Baños en Maiquetía. Su intención era que me fuera con él para el hotel ese mismo día pero no quise acompañarlo porque tenía


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trabajo de costura por terminar. Le prometí que iría el fin de semana para regresar el lunes siguiente a cumplir con mi compromiso de trabajo. Como lo prometí lo hice, el sábado siguiente bajé al litoral a encontrarnos. Waldo trabajaba por turnos incluyendo sábados y domingos. Cuando llegué al hotel todavía dormía, se paró para almorzar y después de presentarme algunas personas se fue al trabajo. Me quedé en el dormitorio hasta la hora de la cena pero no me gustó la comida, ya me retiraba a mi cuarto sin comer cuando vi a un hombre de pequeña estatura y pensé que sería un empleado del hotel por su aspecto, lo llamé y él acudió presuroso a mi llamado, entonces le pregunté si quería hacerme un favor, me respondió que sí y le mandé a comprar unos dulces a un negocio que había en la esquina. A su regreso estuve a punto de darle una propina pero me detuve cuando entregándome los dulces me dijo: —Señora, presiento que vamos a hacer muy buenos amigos porque hemos iniciado nuestra amistad prestándole un favor.

Yo me sorprendí y le di las gracias y él muy atento me tendió la mano mientras decía: —Margarito de la Huerta, a su mandar bella dama.

Tomé los dulces y me fui al dormitorio casi asustada. Ese hombrecillo no podía ser un simple barredor del hotel, cómo me había equivocado y hasta había estado a punto de cometer el error de darle una propina, por suerte no lo había hecho. Al día siguiente me levanté temprano y al pasar por el co-


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medor en busca de café encontré a Margarito desayunando. Este muy cortés me invitó, pero solamente tomé café y volví a mi habitación donde Waldo dormía, cuando despertó, fuimos a almorzar y luego se fue a su trabajo. Me quedé muy fastidiada en la habitación, hacía un calor insoportable, entonces me animé y me dirigí hasta la orilla de la playa que distaba como a dos cuadras del hotel. Me senté en una piedra y enterré los pies en la arena la que ocasionalmente mojaba el mar, estaba tan abstraída que no vi llegar a Margarito que sentado en la arena, no muy lejos de mí, llamó mi atención con estas palabras: —Lamento no tener una cámara de fotograf ía en este momento para haber captado la bella imagen de su cuerpo en la tierra y su alma perdida en el espacio.

Se acercó más a mí, entablamos una larga conversación y finalmente comimos juntos en el hotel. Lluego nos sentamos en el recibo a conversar hasta la hora que decidí irme a dormir, al otro día, como era lunes, regresé a Caracas a cumplir con mis compromisos de costura. Se hizo costumbre que yo bajara al litoral todos los fines de semana y así, yo aprovechaba para descansar del acoso de la mujer de Vaamonde. Entre tanto, se había establecido una gran amistad entre Margarito y nosotros. Él me esperaba para desayunar y mandaba a preparar platos especiales para que nos fueran servidos en la hora de comida, poco a poco fue contando cosas relacionadas con su vida, entre otras cosas me confió que había estado casado pero la mujer lo dejó y se fugó con otro dejándole un niño que estaba con su abuela.


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Margarito era un hombre pequeño de estatura, pero, por lo que había podido deducir de sus charlas tenía bastante cultura y además daba la impresión de tener en ese cuerpo pequeño sentimientos muy grandes que cada día quedaban más al descubierto. Se interesó por saber cosas de mi vida, y cuando le referí algunas, se quedaba mirándome atentamente sin interrumpir, luego me hacía preguntas, una vez me preguntó como había hecho Waldo para conquistarme siendo tan diferente a mí, otra vez me preguntó: —Cómo una dama tan sencilla se había unido a una persona tan grotesca.

Poco a poco se fue adentrando hasta convertirse en un amigo de confianza. Pero solamente eso, para mí no significó nunca otra cosa, no era el tipo de hombre que pudiera atraerme a pesar de su posición y su cultura, sin restarle sus dotes de caballero que saltaban a la vista. A una de mis amigas que tuve la oportunidad de presentárselo le pareció un hombre seductor aún con su estatura. Si a él le hubiese interesado ella, tal vez se hubiesen entendido, pero por desgracia no tenía ojos sino para mí. En medio de todo le ofreció a mi marido una casa que la compañía en la cual trabajaba le había rentado y esta se encontraba sola ya que, según él, no le gustaba estar solo en esa casa. Cuando Waldo me lo propuso, me negué rotundamente y esto ocasionó una discusión que concluyó con mi venida para Caracas. A los pocos días llegaron los dos, Margarito y Waldo con el pretexto de la reconciliación. Como es lógico los atendí, les ofrecí comida y estuvimos conversando hasta que llegó la hora que tenían que marcharse, después que se habían marchado advertí que a Margarito se le había olvidado un por-


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tafolio. Al otro día volvió a buscar su portafolio y vino solo, en esa oportunidad fue cuando me habló de sus sentimientos con tanta vehemencia que no me quedó más remedio que oírlo, empezó por pedirme perdón por su atrevimiento y después me confió todo aquel amor que había tratado de combatir inútilmente y por último me dijo: —Si yo te supiera feliz sería incapaz de declararte mi amor, pero sé que no lo eres, sé que tú no amas a ese hombre que no te merece, es por eso que me animo a pedirte que te cases conmigo. Yo sé que estás casada pero existe el divorcio y te prometo que me ocuparé de todo y así me haces el hombre más feliz del mundo.

Sinceramente quedé sorprendida, sabía de su interés por mí, pero no esperaba esa proposición de matrimonio tan violenta, y aunque estaba segura que no aceptaría su proposición no me negué a considerarla pero sin darle esperanzas, únicamente le prometí que lo pensaría para salir del paso. Pasado unos días Waldo abandonó el trabajo y regresó a casa en las mismas condiciones de antes. Yo seguía con mi rutina de hacer mis costuras mientras mi marido esperaba plácidamente a que yo cobrara para él comer del producto de mi trabajo. No pasó mucho tiempo sin que Margarito se presentara a la casa a invitarnos a una corrida de toros. En principio no quise aceptar, pensaba que sería muy aburrido pero insistió tanto que terminé por ir a la corrida. Ellos salieron de la casa para darme tiempo de cambiarme y cuando regresaron ya estaba lista. Margarito no pudo disimular su admiración al verme trajeada con un vestido azul marino muy ceñido y sombrero del mismo color. En el momento que salíamos de la casa llegaba Vaamonde del trabajo y se quedó mirándome como si quisiera decirme algo, pero lo único que atinó fue a preguntar:


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—¿Van de paseo?

Y Margarito le respondió: —Vamos a una corrida.

Andrés alcanzó a decir: —Cuidado con el toro,

Waldo ya en el taxi dijo: —¿Qué le pasaría a Vaamonde que estaba tan raro?

A lo que Margarito respondió: —Tal vez está celoso porque vamos a una fiesta bella acompañados de una bella mujer.

Margarito tenía localidades para un palco y al llegar al Nuevo Circo lo primero que hizo fue regalarme un hermoso ramo de claveles rojos, luego nos presentó a los toreros que eran sus amigos, recuerdo que uno de ellos le llamaban Gitanillo de Triana. Nunca imaginé cómo disfrutaría esa noche, mi ego creció al verme galanteada y ver la admiración que despertaba a mi paso. Claro, en esos momentos estaba en la plenitud de mi juventud. El torero me brindó su faena y al terminar me obsequió una oreja. Margarito estaba mudo, toda la sonrisa de que hacía gala desapareció antes las palabras galantes que me dirigían sus amigos; al despedirse me susurró: —Nunca te había visto tan radiante, pareces una diosa.


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A los pocos días volvió con el pretexto de que había ganado un premio en la lotería y quería compartir con nosotros su alegría. Llevaba comidas exquisitas que saboreamos en la intimidad de nuestra habitación, en los en que pudo, me preguntó si había tomado una decisión porque faltaba poco tiempo para abandonar el país y deseaba llevarme a México. Yo le respondí que no había decidido aún, que era mejor que se marchaba y a su regreso tal vez yo habría decidido. Muy contrariado me explicó que no regresaría antes de un año y entonces para evadirlo, creyendo que en un año ni me recordaría, le dije: —Está bien, dentro de un año ven por mí. —Me lo prometes. – Sí, le respondí confiada que le pasaría pronto ese arrebato y no volvería a verlo.

Después de esto, como la dueña de la casa donde vivíamos seguía empeñada en molestarme, nos mudamos a los Mecedores a la casa de Flor, mi amiga, donde me alquilaron la sala de su casa. Allí, con una división formé un dormitorio y recibo, y comencé a coser a mi clientela femenina. Waldo y un grupo del barrio fundaron un club de béisbol al que bautizaron como “Mecedores B.B.C.” y se integró al grupo sin importarle los problemas del hogar, se la pasaba practicando y cuando llegaba a la casa fatigado encontraba su comida sabrosa y abundante como le gustaba sin saber de dónde salía; toda la facilidad completa. Para colmo, hizo que me comprometiera a fabricarle los uniformes a todos con la excusa de que una industria los iba a financiar y les daría empleo a los que estaban desempleados, más no fue así y empezamos


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a pelear para que buscara en que ocuparse. Al fin encontró un camión y empezó a trabajar pero lo poco que producía no alcanzaba ni para comer él solo. Al fin pude encontrar una casita en alquiler para vivir sola. Como él no estaba la tomé y me mudé, arreglé mi casita lo mejor que pude, por primera vez me sentía en mi propia casa, con dormitorio, comedor, sala y cocina y hasta un porche con matas, estaba tan feliz que fui a buscar a madrina para que viera mi casa. Cuando regresó del viaje y me encontró mudada se disgustó y me dijo que no contara con él para pagar esa casa porque no me había autorizado y además, ya no tenía trabajo, que viera como iba a pagar los alquileres. Yo le respondí: —¿Desde cuándo yo he contado contigo? Si no te gusta mi decisión puedes volver a salir por donde has entrado, porque yo no te necesito para nada.

Pero no se fue. Se quedó chuleándome la casita, la comida y molestándome cuanto podía con sus imposiciones y sus estupideces. El señor vivía feliz y dichoso, se reunía con sus amigos a disertar y mientras tanto yo cosía y cosía pegada en mi máquina para comprar las cosas necesarias en la casa y pagar los alquileres, pero por mucho que trabajaba no me alcanzaba el dinero para todo y se me fueron acumulando los meses de alquiler. Un día tocaron a la puerta y al atenderla me quedé sorprendida, ante mí estaba Margarito esgrimiendo su mejor sonrisa, fue tal mi asombro que me quedé paralizada y me dijo: —¿No me vas a dejar pasar a visitarte?


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Entonces reaccioné y excusándome lo hice pasar. Me preguntó por Waldo al tiempo que este salía del dormitorio con los ojos hinchados de dormir. Después de saludarlo le explicó que había pasado mala noche porque se sentía mal de salud. Les serví desayuno y nos sentamos a conversar, Margarito nos refirió todo lo que le había costado localizarnos, al fin le pidió a Waldo que fuera a comprar una botella de vino para brindar, al salir Waldo de la casa me agarró por la cintura diciéndome: —Vine por ti, me lo prometiste hace un año y vine a buscarte.

En ese momento regresaba Waldo con el vino y Margarito me preguntó: —¿Hablo con él?

No, le respondí, estás loco, no quiero escándalo. No me quedó más remedio que decirle: —A las dos de la tarde.

Así será Y cambió el tema. Después hicimos un brindis y luego se fue, no sin antes decirme: —A las dos o vuelvo aquí.

Al otro día a las dos de la tarde nos encontramos, estaba esperándome en la Plaza Bolívar a la hora convenida. Cami-


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namos unos pasos y entramos a una heladería para poder conversar, cuando estuvimos sentados pedimos unos helados y me preguntó: ¿Estás dispuesta? No encontraba las palabras apropiadas para responderle, me apenaba profundamente herirlo y me avergonzaba mi irresponsabilidad de haberle esperanzado confiada en que no volvería a verlo, pero haciendo acopio de toda mi verdad le respondí: —No, no me voy contigo a ninguna parte. Le expliqué la situación, entre otras cosas le expliqué como lamentaba no amarlo y le di las gracias por su devoción y por todo lo bueno que había visto en mí, pero que no me iría de mi país dejando a mi familia y mucho menos me uniría a un hombre al que no amaba. Me escuchó impasible y luego me preguntó: —¿Por qué crees que no puedes llegar a amarme? Sé que no soy un galán, tengo pequeña estatura pero si pudieras ver lo grande de mi corazón, cómo ansía amarte más cada día. No te reprocho nada, tú eres una reina y yo te ofrezco el trono que mereces, si tienes temores, me parece justo que no conf íes en mí pero podemos hacer algo muy bello, nos vamos al interior del país ahora mismo mientras se tramita tu documentación, no tienes que volver a esa casa para nada. En mi país te hago el divorcio en días y nos casamos, ya hablé a mis abogados sobre el particular, dime que sí y busco unos mariachis para poner la fiesta.


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Pero todo fue inútil y volví a decirle no, era muy tentadora su proposición pero no debía cometer el mismo error dos veces. Yo anhelaba encontrar la felicidad, pero no era ese hombrecillo con su cara de yo no fui el que me la daría, más, cuando muchas veces me repugnaba el acento de su voz aunque fuera para ofrecerme villas y castillas. Decidida a cortar definitivamente me paré de la silla y le estiré la mano en señal de despedida, la tomó y me acompañó afuera del lugar donde tomamos un taxi para mi regreso a casa. Me acompañó y en el trayecto me dio un pasaje y una tarjeta diciéndome: —Guarda esto por si cambias de opinión. Y me dio un abrazo muy fuerte.

Cuando llegábamos a la casa, quise que se quedara antes pero se negó y siguió conmigo hasta mi propia casa, tal vez esperaba provocar algún disgusto con mi esposo que pudiera hacerme variar mi punto de vista. Estaba equivocado, mi esposo no estaba en casa, se encontraba jugando barajas con unos amigos en una casa vecina y ni se enteró de mi llegada. Después en mi casa lloré por mi cobardía y por la mala jugada que me hacía la vida. No sé si fue un error o un acierto, pero había decidido seguir fiel a mis metas que no eran otras sino encontrar a quien amar y ser amada sin límites. Madrina me mandó a Olguita, su hija mayor, a vivir conmigo porque ya era una señorita y no quería dejarla sola mientras ella tenía que salir a trabajar para ganar el sustento. Olga era una niña preciosa y yo la cuidaba como si fuese mi hija o mi hermana menor, las dos compartíamos a las mil maravillas hasta hacíamos los vestidos iguales, ella tenía unos dieciséis años y yo veintitrés aproximadamente. En esa casa vivimos un año más o menos, entre tanto, madrina estaba confrontan-


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do un problema de vivienda: su casita que había construido con tanto sacrificio se la hizo tumbar un hombre sin piedad que compró el terreno por donde ella tenía salida y la obligó a salir de su casita junto con sus menores hijos y ir a refugiarse en el fondo de la casa de una amiga que la albergó mientras ella construía de nuevo sobre un pedazo de terreno que le dio el municipio en el barrio El Retiro. En todo ese tiempo Olga vivió conmigo. Llegó el momento en que tuve que entregar la casa y reducirme a una habitación en una casa al final de la segunda calle del Retiro, las calles estaban sin pavimento y cuando llovía el lodo imposibilitaba el tránsito, los pies se le atascaban a las personas al caminar y para salir del barrio había que usar zapatos viejos y llevar los de salir en las manos para ser cambiados al lavarse los pies en una pila que había frente a la iglesia de San José del Ávila. Allí estuvimos aguantando toda suerte de problemas. Un día Waldo me dijo que nos fuésemos a Maracaibo, que allí no tendríamos ningún problema ya que su mamá tenía una casa muy grande y además no le faltaría empleo. Animada por esta posibilidad y fastidiada de tener que vivir en la forma en que vivíamos opté por vender todo y aventurar de nuevo con la esperanza de una nueva vida. Nos fuimos a Maracaibo y solamente me llevé mi máquina de coser, todo lo demás lo vendí. Llegamos a Maracaibo y no fuimos ni mal ni bien recibidos. La señora Josefa, la madre de Waldo, después de hacerme algunas preguntas me instaló en un cuarto, el único donde había una cama, porque la gran casa a que Waldo se refería era solamente un salón grande donde todos dormían por las noches en hamacas, estas se descolgaban en las mañanas y el salón se convertía en recibo. Al otro lado se encontraba la cocina que también servía de comedor y atrás, un baño exclu-


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sivamente para bañarse ya que en lo más retirado de la casa había una letrina, a eso se reducía la gran casa que Waldo me ofreció. El calor era insoportable y yo me sentía muy mal entre aquellas personas tan diferentes en costumbres a las mías, al comienzo no soportaba las comidas y todos se burlaban de mí. Waldo empezó a trabajar con un camión vendiendo kerosene y para empeorar mi situación, salí embarazada de mi primera hija. El embarazo fue mortal para mí, todo me caía mal en el estómago y vomitaba cuanto comía, el calor sofocante me alteraba los nervios y estallaba en llanto por cualquier motivo, lo único que deseaba era regresar a Caracas lo antes posible y le propuse a Waldo para venirme a la casa de madrina, él no quiso quedarse y se vino conmigo. Llegamos a la casa de madrina y no teníamos ni una cama, ella nos puso una camita en la sala que era lo que podía ofrecerme, para ese momento ya tenía cinco meses de embarazo, como Waldo no encontraba trabajo yo decidí ponerme a hacer majarete y hacía dos latas todos los días para venderlo en las bodegas a un bolívar el plato, así estuve algún tiempo y pude comprar la ropita que necesitaba para mi bebé, todo lo hice a mano ya que la máquina la había vendido en Maracaibo para costear el viaje a Caracas. Cuando me faltaba mes y medio para el parto tuve que internarme en la casa prenatal porque en el barrio no entraban vehículos y había que atravesar una quebrada para salir de él. Por otra parte, la camita era muy reducida y con esa barrigota no cabíamos los dos. La casa prenatal era una casa para mujeres con problemas antes del parto, allí estuve varios días pero Waldo encontró trabajo manejando la camioneta de una panadería y entonces contraviniendo las reglas del lugar se presentaba cada vez que le parecía a llevarme pan y


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en una de tantas se peleó con la directora y por consiguiente me mandaron para mi casa, con la mala suerte que encontré a Candelario, el hijo menor de madrina con fiebre tifoidea y fue necesario irme al rancho de tía Estefanía que estaba en peores condiciones que el de madrina, por suerte me atacó una infección vaginal y en la maternidad me hospitalizaron ante de presentárseme el parto. Allí me sometieron a tratamiento pero a pesar de todo me vi muy mal y cuando nació mi niña quedé hospitalizada diecisiete días más. Cuando me dieron de alta ya la niña había sido presentada por el médico partero que me atendió, para entonces este era un requisito indispensable en esa casa de maternidad. Al salir de allí regresé de nuevo al rancho de tía, pero ahora era diferente, ahora tenía entre mis brazos alguien por quien luchar. Alquilé una habitación en una casa donde alquilaban habitaciones a familias, el dueño era un señor de apellido Machiste que me conocía desde niña y no me pidió ni deposito y allí me mudé con un colchón, una mesita y la tapa de la petaca de Cristina, mi bella prima, que hacía la veces de cuna de mi hija Haydeé y algunas cosas de cocina que me dio madrina. Carmen Estanga era una vieja amiga, ella conoció a papá y por consiguiente me conocía desde mi niñez, ella y su esposo Bartolomé Estanga. Cuando Carmen se enteró que yo había tenido una niña fue a verme y al encontrarme durmiendo en un colchón en el suelo se fue inmediatamente y al rato regresó con una cama con el fondo de lona. Ella misma la puso en el lugar, montó el colchón y la tendió para que me acostara, desde ese día Carmen no me abandonó más hasta su muerte, fue mi amiga incondicional, su hija Carmencita fue la madrina de Haydeé y el compadre Bartolo, su padrino.


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Afortunadamente, Carmen me trajo esa cama por que a los pocos días hubo un tremendo aguacero y se inundó la casa, de no haber tenido la cama se me hubiese mojado el colchón. En esa casa viví varios meses hasta que le encontré trabajo a Waldo manejando un autobús del Cementerio, ya la niña tenía más de un año. Lo que pasó en adelante, no lo recuerdo exactamente, lo que sí recuerdo es que nos mudamos al Cementerio a una habitación, mi situación seguía siendo crítica porque no tenía más dinero que el que Waldo aportaba y en esas condiciones se sentía dueño y señor por los cuatro reales que me daba y como la niña estaba tan pequeña tenía que soportar todo lo que me viniera. Me encontraba casi en ruina, la ropa que tenía estaba deteriorada por el uso y no tenía zapatos decentes para salir a la calle, para llevar la niña al control médico tenía que esperar a que Olga mi prima viniera para usar sus zapatos. La dueña de la casa donde vivíamos era una buena persona, pero muy maniática. Todo lo hacía como en el cuartel, en forma rutinaria, tenía una hora para todo: para comer, para barrer, fregar, lavar, dormir, ni el día domingo podía quedarse el esposo un rato más en la cama porque era la hora de tender la cama, y a mí no me hubiese importado eso para nada si esa señora no se hubiese empeñado en que yo hiciera igual. No obstante llenándome de paciencia pude convivir con ella sin disgustos. Habían pasado muchos días y no venían ni madrina ni Olga, ya empezaba a preocuparme. Ellas no dejaban pasar tanto tiempo sin venir a verme y yo no podía salir lejos de la casa porque mis zapatos estaban rotos y muy deteriorados. De repente llegó Carmen Estanga a visitarme y me informó que Olga y Cristina estaban enfermas y hospitalizadas. Me vestí y cuando Carmen Estanga vio los zapatos que tenía dijo:


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—No pensarás salir a la calle con esos bichos tan feos.

Muy apenada le respondí: —No tengo otros.

Entonces Carmen salió a la calle sin decir nada y al rato regresó con unos zapatos nuevos, y dándomelos me dijo: —Dios quiera te queden bien.

Efectivamente me quedaron bien. Le dejé un mensaje a Waldo con Vicenta y me fui con Carmen Estanga. En el trayecto ella se ofreció para cuidarme la niña mientras yo iba a casa de madrina. Fui directo al hospital y conseguí permiso para ver a las niñas. Cuando entré en la sala vi a Olga que no estaba de gravedad, le pregunté por Cristina ya que no la veía y me señaló una cama donde estaba acostada boca abajo, lo que quedaba de mi pobre Cristina… Estaba irreconocible, su piel tan blanca lucía amarillenta y apergaminada, una gruesa costra cubría sus labios, parecía una anciana y acababa de cumplir quince años. Sentí un dolor tan grande que rompí en llanto viendo aquel cuerpo casi sin vida de mi niña tan amada. Salí corriendo y en la puerta del hospital casi me llevo por delante a madrina que venía de ir a buscarme a mi casa. Cuando me vio se echó en mis brazos y desesperada me pidió que hablara con el médico porque a ella no querían decirle nada. Busqué al doctor y le pedí que me explicara la situación de las niñas, el doctor me explicó:


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—Las dos tienen la fiebre tifoidea, la mayor está fuera de peligro, pero, la menor no tiene nada que esperar, la anemia la consumió y a pesar del tratamiento, no se ha logrado nada. Su mamá le administró tanta sulfa que destruyó sus glóbulos rojos y cuando la trajeron ya no tenía remedio posible. Así que te aconsejo te la lleves a tu casa para que muera tranquila.

No podía decirle eso a madrina, le dije que era mejor llevarlas a la casa para atenderlas con más dedicación y al otro día las trasladamos. Ya en la casa se buscó otro médico pero fue inútil y la pobre niña después de grandes sufrimientos murió. El dolor fue para mí como si hubiese perdido una hija y sufría también por madrina que no merecía que la vida la tratara tan mal siendo una persona tan buena y tan pura de alma. Viviendo en la casa de Vicenta hice amistad con una familia de apellido Varela. Esta familia la formaban una pareja y su hermana. Él era un hombre joven muy apuesto, de modales distinguidos, trabajador, de clase humilde pero muy bien educado, todo un caballero, de nombre Raúl Varela; estaba unido en concubinato con una muchacha de nombre Formocina, esta joven no hacía buena pareja con Raúl porque su cultura era muy desigual, a ella le faltaba lo que a él le sobraba. Total, vivían en completo antagonismo y no había forma de entendimiento entre los dos, y para agravar la crisis, ella salió embarazada. Con ellos vivía una hermana de Raúl de nombre Matilde, quien hizo una gran amistad conmigo. Matilde se había separado de su marido recientemente y estaba atravesando por una terrible crisis amorosa. Desde el mismo día que conocí a Raúl, sentí que le gustaba yo, sentía una gran admiración por mi persona y lo peor era que no lo disimulaba delante su mujer, la pobre no hallaba qué hacer para llamarle la atención y lo que lograba era


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meter la pata. Inventó unos síncopes que a la larga se descubrió eran falsos. Por supuesto que Raúl nunca se atrevió a decirme nada pero su hermana Matilde, que era su cómplice, me decía todo lo que él no se atrevía a decir. Avanzando el tiempo tuve que mudarme a otra casa en la misma cuadra. Ya no soportaba a Vicenta y encontré una habitación en la casa de una viuda joven de nombre Asunción. Esta señora tenía problemas con la familia del esposo que pretendían despojarla de la casa que había heredado con la muerte del esposo, ella era analfabeta y aprovechando su ignorancia pretendían timarla dejándola sin hogar para sus dos hijos menores. Cuando me enteré de lo que acontecía, la hice asesorar con un abogado que la liberó de esas malas personas. De allí nació un gran afecto entre nosotras, también vivía en esa casa una señora de nombre Amelia, muy buena persona y enseguida nos entendimos bien, vivíamos como en familia, fue en la época que la leche de pote escaseó y resultaba muy dif ícil encontrarla para el alimento de los niños, como se me agotó la leche del pecho para la niña, su papá me dio los dos bolívares con el real que era el precio del pote pequeño de leche completa para alimentar a mi bebé. Busqué por todo El Cementerio y no la encontré, por lo que tomé un autobús con la niña en brazos y empecé a buscar fuera del lugar con el mismo resultado, en vista de que no encontraba leche en parte alguna opté por comprar leche pasteurizada, no podía dejar de darle el tetero a la niña. Me encontraba en el dormitorio dándole el tetero a la niña cuando llegó Waldo, me preguntó si había comprado el pote de leche y le respondí que no, que no había leche de pote y me había visto en la necesidad de comprar la otra leche. Montó en cólera y me dijo que viera como hacer porque no me volvería a dar el dinero, allí comenzamos una


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discusión y cuando menos pensé me golpeó en la cara con la niña en los brazos. Fue para mí tan sorprendente que alguien se atreviese a tanto, que me quedé como alelada. Se fue para la calle y yo agarré mi niña y fui a dar a la casa de madrina buscando apoyo. Madrina me aconsejó que no destruyera mi hogar, que hablara con él y tratara de hacerlo entender que debía respetarme. Al otro día llegó con el pretexto de llevarse a su hija y no me quedó más que volver al cuartucho donde vivíamos. Algo nuevo había nacido dentro de mí, un sordo rencor y una rabia impotente me comía por dentro. Al llegar a nuestra vivienda quiso disculparse y lo pare en seco diciéndole: — No te atrevas a tocarme o no respondo de mí. He vuelto por mi hija, pero cuídate, porque si es verdad que nunca te he amado tampoco te he odiado pero de ahora en adelante lo que siento por ti es asco y desprecio. No esperes nada bueno que venga de mí.

Él se rió como si no creyera mis palabras y yo seguí guardando mi resentimiento, Desde ese día todo cambió, ya no pensaba como antes, en que algún día alcanzaríamos juntos un hogar para mi hija, ahora pensaba en la felicidad con cualquier hombre. Él se había encargado de borrar esa posibilidad y yo me mantenía en guardia, atenta a cualquier intento de maltrato, por las noches guardaba las tijeras debajo de mi almohada por si intentaba algún acercamiento sexual conmigo. Pasado un tiempo, un día, al extremo de una mesa muy grande que estaba en la cocina le serví el almuerzo, y en el otro extremo, estaba yo planchando con hierros que se calentaban sobre brasas. Como vivía fúrico por que yo no quería nada con él tomó el bollo de pan y me lo lanzó y en


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ese mismo momento le lancé el hierro que pasó raspándole la cabeza y fue a encajarse en la pared y tras del hierro fue el otro, el plato de comida y todo lo que estuviese al alcance de mis manos, mientras corría para la calle asustado. Entre tanto, Asunción y Amelia se habían armado con unos palos por si se atrevía a agredirme, pero no volvió en toda la tarde y cuando regresó por la noche, ni habló. Se acostó vestido, se paró bien temprano y se largó para la calle, ese día no hice comida y pasó hambre hasta que pidió cacao. Asunción y yo decidimos buscar algo que hacer para ganar algún dinero y nos dedicamos a coser zapatos. Lo hacíamos en la habitación de Asunción para que Waldo no se enterara, nos ayudaba Matilde ocasionalmente y Raúl que frecuentemente nos visitaba. Raúl se mostraba muy cortés con todas pero conmigo era un trato especial, yo intuía lo que sentía pero me mostraba indiferente para no darle pie a que se ilusionara. Fue por eso que durante varios años pudimos conservar una buena amistad, se conformó con ser mi amigo admirándome en silencio y yo fui lentamente conociéndolo y aprendí a respetar ese hermoso sentimiento. Secretamente confiaba en que algún día podía ser el hombre de mi vida; nunca me había hablado de amor, todo lo manifestaban sus ojos y sus acciones, él sabía que a mi gustaba mucho una canción de moda titulada “Ya me voy” y sin faltar un día, a las cinco de la mañana cuando salía al trabajo se paraba frente a la ventana donde yo dormía y silbaba esa canción. Después seguía para su trabajo y jamás se dio por oído, era algo como un acuerdo tácito entre los dos, esa era una de sus formas de demostrarme su amor sin palabras. Yo estaba consciente porque su hermana era su confidente y ella me confiaba todo lo


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que le contaba que sentía por mí; ese amor platónico, tierno y dulce fue lo que me sostuvo el deseo de vivir por muchos años. Cuando ya tenía más o menos mi vida adaptada a la casa de Asunción, de improviso se presentaron a la casa María, la hermana de Waldo, Luis, su hermano y la mujer de este procedentes de Maracaibo. Como es de esperar, no cabíamos en una habitación y nos mudamos a una casa donde alquilamos dos habitaciones. Luis no tenía trabajo y Waldo que trabajaba de conductor de autobuses no ganaba mucho, por lo que solamente me daba seis bolívares diarios para alimentar a tanta gente y que pronto aumentaría ya que yo tenía de dos a tres meses de embarazo de mi hijo Walter. Con la mudanza y la llegada de los familiares de Waldo, los Varela se habían distanciado un poco. Cuando una tarde fui de visita a la casa de Asunción esta me preguntó que era Raúl para mí, yo le respondí que era un gran amigo a quien estimaba mucho, orientó la conversación hasta que me dijo, si a ti no te interesa Raúl como hombre a mí sí, y aunque él no tiene ojos sino para ti, yo voy a tratar de robármelo. Yo quedé sorprendida con la actitud de la viudita y solo atiné a decirle: —Por lo que a mí respecta puedo asegurarte que entre él y yo no existe ni ha existido absolutamente nada, pero recuerda que Raúl tiene una mujer y una hija.

Después de ese día no volví más a su casa, la viudita me dejó loca, la había imaginado una mujer más seria y pensé que si ella se había franqueado en esa forma debía ser que tendría alguna razón para hacerlo, o tal vez, ya estaría enredada con Raúl, y preferí no estorbar. Matilde regresó a Barquisimeto para tratar de reconquistar a su anterior marido y por un tiempo no supe


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nada de ellos. Una que otra vez veía de lejos a Raúl, hasta que un día fue a mi casa a visitarme y al verme embarazada desapareció la sonrisa de su cara y con gran amargura exclamó: —¡Estás embarazada! —Ya lo ves, le dije. —Felicitaciones.

Gracias. Habló un poco conmigo y se marchó, al despedirse me dijo: —No tomes a mal que no te visite, pero tus huéspedes me hacen sentir incómodo.

Waldo, en esos tiempos estaba encompinchado con Julio Madrid que era el jefe de servicio de la empresa autobusera donde prestaba sus servicios y me lo quiso imponer como padrino de Haydeé. Yo no hubiese tenido problemas en aceptarlo, a no ser que ya de mutuo acuerdo habíamos decidido que los padrinos de la niña fueran Bartolomé Estanga y su hija Carmencita Estanga y lo peor, era que ya ellos lo sabían y nos llamábamos compadres, de repente Waldo me dijo: —Ve a casa del compadre Bartolo y le dices que tú decidiste darle la niña a bautizar a otro padrino, que Carmencita si será su madrina pero él no.

Yo no dije nada, al otro día fui a la casa de los Estanga y les dije que quería me bautizaran la niña el próximo domingo a


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como diera lugar. Ellos no querían por que no tenían dinero para comprarle las cosas a la niña, pero yo insistí: —No tienen que comprar nada, los espero el domingo.

Al regresar a casa me preguntó: Hiciste lo que te mandé. Le respondí: —Sí, fui y les dije que vinieran el domingo a bautizar a la niña. Si tú no quieres que sean los padrinos se lo dices con tu propia boca.

Se puso furioso y dijo que no estaría en la casa, que se iría para el hipódromo y yo lo amenacé: Si te vas y no estás en casa para hacerle un desaire a los compadres te espero tras la puerta y al entrar te rajo la cabeza con un palo. Llegó el domingo y no se atrevió a irse, bautizamos a la niña y estuvo todo el tiempo provocándome para formar la tángana, más, me armé de paciencia y aguanté toda la tarde sus insultos. Ya en la noche cuando todos se fueron preparé el tetero de la niña y estaba dándole su alimento cuando entró al dormitorio y comenzó a insultarme, pacientemente puse a la niña en la cuna y le pedí que se acostara tranquilo, pero quería pleito y me encontró. Nos trabamos en riña golpe a golpe, le clavé los dientes en una mano hasta que los dientes me tropezaron y no hallaba como soltarse y después le apreté las bolas y cayó en el suelo revolcándose


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del dolor. De inmediato y con la ropa llena de sangre fui a un puesto de policía que estaba cerca y denuncié que me estaba maltratando y como yo estaba en avanzado estado de embarazo temía por mi vida y la del bebé. Lo detuvieron durante quince días y cuando lo soltaron estuvo quince días más en cama con los genitales inflamados, desde ese día me respetó, nunca más volvió a darme un golpe y cuando me veía muy disgustada evitaba pelear, ya me conocía, sabía que yo era capaz de matarlo para defenderme, que le encajaría los dientes en cualquier lugar hasta hacerlo sangrar. En una pelea que tuvimos, su hermana María se metió y de un puñetazo le descompuse una mano, desde ese día, no intervino más en las peleas de nosotros aunque estuviésemos matándonos. Después de esto mi vida al lado de Waldo era un suplicio, se tornó peor, por la mujer de Luis su hermano, quien tenía una lengua viperina. Era chismosa, embustera y puta, pero tenía una cara de angelito con que impresionaba a la humanidad. Como yo le descubrí un chanchullo con el bodeguero de la esquina, emprendió una campaña en mi contra con los dueños de la casa donde vivíamos y como no me iba a poner a deslindar chisme, preferí dejársela de regalo e irme a vivir a otra parte, el tiempo les enseñaría la clase de víbora que tenían anidada en su casa, como efectivamente fue. Tía Vidalina fue a verme y me ofreció la sala de su casa, como ella pensaba alquilarla preferiblemente me la alquilaría a mí, fue así que esperé para mudarme después del parto de Walter y un día doce de agosto del año 1945 nació Walter en la Cruz Roja. Desde allí coordiné con María, mi cuñada, y me cambiaron mis cosas a la casa de tía Vidalina en Los


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Mecedores. Cuando me dieron de alta en el hospital fui directamente a mi nueva vivienda donde viviría con María, mi cuñada. No podía dejarla con esa mujerzuela, allí nos instalamos. Era un cuarto no muy grande, donde a duras penas cabíamos mi cama, la cama de María, la cuna de la niña, una mesa y unas cuantas cajas con ropas. El baño y la cocina estaban al fondo de la casa y teníamos que atravesar un patio sin techo y si llovía nos mojábamos al pasar al baño o a la cocina, por consiguiente, en las noches había que dejar en la mesa que teníamos en el cuarto una cocinilla de gasolina de las llamadas Primus en la que cocinábamos el tetero de los niños. María estuvo unos meses conmigo. A Waldo lo botaron del trabajo y no le dieron sus prestaciones. Yo insistía para que fuera al sindicato, pero me decía que no le prestaban atención. En esos días encontró trabajo con un camión de carga para Maracaibo, en el segundo viaje se fue María porque su mamá la necesitaba y me quedé sola con los niños. Waldo se perdía y regresaba cuando le parecía y nunca traía suficiente dinero para cubrir los gastos de la casa. Para ese tiempo apenas yo tenía veinticinco años, dos hijos y el mundo para vivirlo. Cuando Walter apenas tenía el cuarto mes, después de traerlo de su control pediátrico, al llegar a la casa me asombré porque no quería el tetero y lloraba sin parar. Le tomé la temperatura y tenía fiebre alta, como seguía llorando lo llevé al Hospital de Niños, y, como era época de Navidad me costó trabajo para que lo atendiera el médico quien apenas lo miró me dijo que tenía que dejarlo en el hospital. No quise dejarlo pensando lo que me había costado que lo atendieran estando yo, como sería si lo dejaba solo, le pedí que le mandaran los medicamentos y me negué a dejarlo hospitalizado.


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Cumplí fielmente con el tratamiento pero el niño no mejoraba y yo estaba desesperada, con el niño enfermo y sin dinero. Lo llevé donde le hacían el control pediátrico pero no lo atendieron por que ese era un servicio para niños sanos. Así deambulé por varios hospitales sin encontrar remedio para mi hijo que se moría, en medio de mi angustia, volví al Hospital de Niños. El doctor lo examinó y le mandó otros medicamentos, me hablaron de penicilina como algo inalcanzable pero no la prescribieron, yo pasaba los días y las noches atendiendo a mi niño pero cada día estaba peor. Madrina y tía Estefanía me ayudaban en lo que podían y me acompañaban por las noches, como también otros vecinos que colaboraban conmigo, entre ellos, Carmen Estanga y su esposo. El niño estaba sumamente grave, las manitas crispadas y las uñas amoratadas, un céreo oscuro cubría su boca y un ronquido espantoso salía de su pecho. Carmen y su esposo me hablaron del doctor Borges y me dieron el dinero para pagar la consulta. Este médico era considerado como un sabio, había curado a muchas personas y gozaba del aprecio de todos. Lo hice venir con la esperanza de que le devolvería la salud a mi pequeño, pero cuando el médico llegó a mi casa, me preguntó: —¿Dónde está el enfermo?

Y al señalárselo en la cuna lo tomó por los pies y lo puso sobre mi cama, lo examinó y me preguntó: —¿Dónde está el padre de este niño?


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A lo que respondí: —En Maracaibo doctor.

Fue cuando me dijo: —Mándelo a llamar, este niño tiene un pulmón paralizado y el otro a punto de paralizar y con este frío tal vez no amanezca vivo.

Guardó su estetoscopio preparado a marcharse, yo angustiada le pregunté: —¿Doctor, no me le va a recetar nada?

No mijita, que le voy a recetar a un muerto. Yo no soy sepulturero. Y se fue dejándome sumida en la desesperación. Corrí a la farmacia y compré un rollo de algodón, el más grande y le hice una bolsa donde lo metí y lo rodeé de botellas de agua caliente para que el frío no pudiera dañármelo. Amaneció vivo y decidí bautizarlo. En la esquina de Dos Pilitas habitaba un médico que me habían recomendado, cuando salí para la iglesia a bautizar el niño moribundo mandé a mi primo Martín donde el médico para ver a qué hora podría llevárselo. Este médico era el doctor Cornelio Vegas, aun estábamos en la iglesia cuando llegó Martín dando gritos desde la puerta para avisarme que el doctor me esperaba. Con el corazón oprimido de dolor intenté este último recurso. Llevé el niño al médico que lo esperaba, enseguida me hizo pasar y comenzó a examinarlo. Yo estaba en suspenso y a cada rato preguntaba:


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—¿Cómo lo encuentra? ¿Se me salvará doctor?

Después de un exámen médico meticuloso, el médico me respondió: Mientras el enfermo respire hay esperanzas. Lo inyectó y le formuló varios medicamentos, me regaló un frasco de penicilina y me explicó: —De este frasco puede ponerle tres dosis pero tiene que comprar varios frascos por que necesita inyectarle cada tres horas día y noche durante por lo menos ocho días. Todo depende de Dios.

Cuando llegué a mi casa con mi hijo moribundo en los brazos, encontré que Raúl Varela me esperaba. Al saber lo de la penicilina me quitó el récipe de las manos y en el mismo autobús en que trabajaba se fue a buscarla por todas partes. Al poco rato regresó con varios frascos como si trajera un trofeo. Esto le costó perder su trabajo en la línea que no le perdonaron haber sacado el autobús de su ruta normal para usarlo en otra actividad. Le cumplí el tratamiento al pie de la letra. Tenía que ir en las noches cada tres horas a buscar a la señora que lo inyectaba atravesando la quebrada de Catuche y acompañarla de regreso a su casa. Como la penicilina en esos tiempos estaba comenzando, había que prepararla en un aceite espeso previamente entibiado al que se le unía la penicilina, por consiguiente, las nalguitas del niño se le volvieron pelotas duras. En una de las visitas al médico, este le vio las nalgas y me preguntó por qué el niño tenía esas nalgas así, yo le respondí


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que era por las inyecciones que le ponía la señora y el doctor me preguntó: —¿Por qué no lo inyectas tú misma? —Yo no sé inyectar doctor, le dije, y entonces, buscó una inyectadora y me enseñó a usarla. Solamente me recomendó que fuera una aguja larga, me regaló la aguja y la inyectadora.

Todos los días le llevaba el niño y todos los días lo examinaba, se portó tan bien ese médico que un día, a las doce de la noche estábamos, tía y yo en casa cuidando al niño cuando tocaron por la ventana y al abrir, me quedé asombrada, era el doctor en persona. Le abrí la puerta y entró, al revisar al niño sonrió y me dijo: —Está fuera de peligro.

Estas palabras me sonaron como música celestial en los oídos. Me dijo que estuviera alerta, que si lo escuchaba toser lo llevara de inmediato a su consultorio porque después de la bronconeumonía podía atacarle una pleuresía, afortunadamente no fue así. Cuando el niño estuvo totalmente restablecido, lo llevé para que el médico lo viera y para preguntarle cuánto le debía, no tenía dinero pero estaba dispuesta a pagarle lo que me cobrara aunque fuera con sacrificios. No me cobró absolutamente nada, me dijo que se daba por muy bien pagado con haber contribuido a salvar la vida del niño, porque lo más importante lo había hecho yo cumpliendo a cabalidad sus instrucciones, que no hubiesen servido de nada si no hubiesen encontrado a alguien que las cumplieran con tanto desvelo y dedicación, y por último agregó:


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—Se lo disputamos a la muerte.

Cuando pasó la gravedad del niño y quise peinarme, me fue imposible desenredarme el pelo, como lo tenía largo se me había hecho un enredo que fue necesario cortarlo, porque mientras estuvo el niño enfermo yo no me peinaba. Solo me alisaba la parte de adelante de la cabeza y me enrollaba el moño. Ya estaba el niño fuera de peligro, totalmente recuperado de la terrible enfermedad y cuando llegó su padre, al verlo, no creía lo de la gravedad y me acusó de querer alarmarlo inútilmente. No podía el muy desgraciado ni imaginar siquiera por los momentos que yo había pasado, pero era tanta mi felicidad de ver a mi hijo curado, que le resté importancia a su opinión y lo dejé que pensara lo que quisiera. Se volvió a marchar y yo volví a quedarme sola con mis hijos y mis problemas, al calmarme, recordé lo de sus prestaciones y decidí ir al sindicato a ver si podía recuperar algún dinero. Me vestí lo mejor que pude y me fui al Sindicato Automotor, donde me atendió un señor de nombre Rafael González quien me hizo pasar a entrevistarme con el señor Humberto Hernández, este era el presidente del Sindicato del Transporte, al conocerlo me pareció un hombre sumamente desagradable, le expuse la situación y me dejó hablar, ya por último me dijo: —Señora, yo no puedo hacer nada porque su esposo no pertenece a este sindicato.

Asombrada, le pregunté: —¿No es este acaso el sindicato de autobuseros?


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—Sí señora, pero su esposo pertenece al Sindicato Obrero Patronal del Transporte que no es este mismo sindicato. Vamos a hacer una cosa, déjeme tres días para informarme y entonces veremos si puedo ayudarla.

A los tres días fui a ver al señor Humberto, me hizo pasar y me dijo: —Lo único que se puede hacer es que su esposo se afilie a este sindicato para hacerlo reenganchar a su antiguo trabajo y así pelearle sus prestaciones.

Yo le pregunté: —¿Por qué tiene que afiliarse a este sindicato para reclamar sus prestaciones?

Y él, respondiéndome: —Sencillamente, porque su esposo está afiliado a un sindicato que defiende a los patrones y no a los obreros.

En el colmo de la rabia le dije: —Solamente un idiota puede afiliarse a semejante sindicato.

El señor Humberto no podía dejar de reír con la cantidad de disparates que yo decía, no lograba entender como una persona se podía afiliar a un sindicato patronal sin dejar de ser idiota. Al final de la conversación el señor Humberto me preguntó:


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—¿A qué parte del mundo pertenece usted?

Aquella pregunta me disgustó y le dije: —¿Usted está subestimándome? —De ninguna manera señora, lo que quise decirle es de que parte del mundo es una persona con sus atributos, una mente brillante, un cuerpo perfecto, un rostro hermoso y una chispa como para incendiar un océano.

Aquellas palabras me hicieron perder el aplomo y con ira le dije: —Yo no he venido a este lugar a escuchar lisonjas. De sobra hay por las calles quien le diga a uno todos esos disparates. —Dígame, ¿puede ayudarme o no?

Él todo cortado me respondió: —Trataré de hacer todo cuanto pueda para complacerla.

Mientras más pasaba el tiempo, más recordaba las palabras del hombre gordo y medio feo, pero más que las palabras era la forma como fueron dichas, era la forma amistosa con que me miraron sus ojos que no tenían belleza alguna pero en el fondo había algo que me hacía recordarlo. La próxima vez que nos vimos, lo primero que hizo fue excusarse por su impertinencia de la vez anterior, y después fue muy franco al explicarme lo que había hecho sin éxito, con relación a las diligencias, al problema que le había planteado.


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Humberto era un hombre algo gordo, no tenía ninguna belleza f ísica pero había que tratarlo para conocer lo hermoso de su interior. Tenía mucha bondad y un mundo interno muy pleno de ternuras; como yo tenía inquietudes políticas me introdujo en esos medios y en varias ocasiones nos encontramos participando en actividades juntos. Estaba enamorado de mí y no lo ocultaba, cada vez que tenía oportunidad me ofrecía su ayuda y me repetía: —No puedo entender como una mujer como tú puede permanecer atada a un hombre que no te da tu justo valor. Sepárate de él y te prometo que no te arrepentirás.

Nadie entendía que no era yo quien se empeñaba en mantener esa situación, era él que no quería perder su “vega fresca”, una mujer joven, hermosa, con buenos sentimientos y con capacidad de adaptarse a todas las situaciones y enfrentar hasta lo más dif ícil con valor y lealtad. En varias oportunidades yo había planteado la separación, pero se enfurecía o me amenazaba con los niños, cada vez que sentía peligro se las ingeniaba para hacerme desistir del intento. En uno de sus regresos después de la enfermedad del niño, le llamé al orden y le pedí la separación de muy buenas maneras, más, fue en vano, y muy categórico me respondió: —No voy a dejarte libre para que hagas lo que te dé la gana, primero te mato que separarme de ti.

Se fue de viaje otra vez y cuando regresó estaba muy contento porque la compañía con que trabajaba le había dado una casa en Maracay y que por fin, sus hijos serían felices viviendo en una casa sola para ellos, fue tal vez, por sus demostraciones


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de alegría que terminé creyendo lo que decía y por otra parte, ¿qué interés podía tener en engañarnos? Y ante la idea de seguir viviendo en un cuartucho o en una casa aunque fuese en un pueblo, opté por dejarme arrastrar por su entusiasmo, acepté irme a Maracay. Como Olga estaba conmigo quiso irse a vivir con nosotros, al otro día metí mis cuatro perolitos en la gandola y nos fuimos en búsqueda de mejor suerte. En la gandola mis perolitos parecían un cuartillo de carne en un asador, se corrían de un lado para otro con el movimiento del viaje. Cuando llegamos a Maracay, Waldo estacionó la gandola un poco antes de un cuartel que había a la entrada de la ciudad, al advertir que se detenía le pregunté si estábamos accidentados y me respondió: —No, estoy esperando a un amigo que me va traer cien bolívares para alquilar la casa. —¿Qué? ¿qué me estás diciendo insensato? Cómo vas a sacar a mis hijos de su seguridad para traerme sin tener la casa donde nos vas a meter. —No te preocupes, que aquí las casas se consiguen con facilidad.

Esperamos y esperamos y nadie llegó, a mí me mataba la impaciencia y la desolación, sin embargo, esperaba para ver que íbamos a decidir, de pronto me dijo: —Como tengo que seguir viaje, tendré que dejarte en la casa de tu prima Carmen.


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Carmen y su marido tenían una taguara donde vendían aguardiente, además de eso, ellos permanentemente peleaban, por otra parte no me podía presentar a una casa ajena con una mudanza y mi familia sin previa notificación, así, que en el colmo de la desesperación le dije: —Sácame mis peroles y déjame aquí en la calle, pueda ser que alguien se apiade de nosotros y nos dé protección pero para la casa de Carmen no me voy.

Olga, mi prima, que viajaba con nosotros, me recordó la casa de la señora María en Las Delicias. Esta era una casa de campo grande y espaciosa ubicada tras la quinta que fue de Juan Vicente Gómez detrás del zoológico. Efectivamente, fuimos bien recibidos. Mi flamante esposo me tiró mis perolitos en las puertas del zoológico, me dio trescientos bolívares y se marchó. Tuvimos nosotras que cargar la mudanza a través del parque que era una distancia como de dos kilómetros. Nos instalamos en una habitación y realmente disfruté unos días de felicidad, la familia era numerosa y todos sumamente amables. Por la parte de atrás de la casa corría una quebrada de aguas limpias donde diariamente nos bañábamos, por las noches los hijos de María tocaban tambor y cantábamos a la luz de la luna, no teníamos luz eléctrica, cocinábamos con leña y comprábamos leche recién ordeñada. Todo estaba muy bien hasta que observé que se me terminaba el dinero y el señor no volvía de su viaje. En vista de esto, decidí venir a Caracas a vender unas telas y otras cosas que tenía. Madrina y tía Estefanía me ayudaron y volví con un poco de dinero para aguantar hasta tanto volviera el


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señor, pero seguía pasando el tiempo y no volvía. Ya no tenía nada que vender y no podía esperar que mis hijos pasaran hambre, fue por eso que tomé la decisión de volver a Caracas aunque no sabía lo que tendría que hacer, cuando venía en el autobús pensando a quien recurrir, recordé a Humberto y pensé: —¡Aunque tenga que acostarme con él pero mis hijos no me van a pasan hambre!

Fui directo a buscarlo, nunca me había sentido tan mal. Me aterraba la sola idea de enfrentar ese momento. Al comienzo creí que era más fácil pero mientras más me acercaba más miedo me daba, solo pensar en el hambre de mis hijos evitó que me devolviera de la puerta de la casa distrital de A.D. donde estaba segura lo encontraría. Llegué y fui directo a su oficina, estaba ocupado pero al verme se excusó y me atendió un momento para decirme: —Espera unos minutos nada más, por favor no te vayas.

Esperé apenas un momento, salió con su maletín en la mano y me dijo: —Vamos.

De manera automática salí con él y caminamos sin decirnos nada hasta que llegamos al estacionamiento donde estaba su vehículo. Ya en el vehículo me preguntó: —¿Dónde quieres ir? —A donde tú quieras, le respondí,


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Entonces me dijo: —Eso no se dice, por mí, te llevaría al séptimo cielo o al mismo infierno, pero dime qué te pasa, estás diferente, no eres la misma Cira que yo amo.

Entonces, entre lágrimas le dije que necesitaba su ayuda y poniéndose muy serio me dijo: —Gracias por haber pensado en mí, pero yo aspiro que si vienes a mí, no sea impulsada por otra cosa que no sea amor. Lo que yo siento por ti no es una pasión loca que podría calmar cualquier mujer, yo te amo con un amor tranquilo y si alguna vez vienes a mi no me conformaría con obtener tu hermoso cuerpo, también quiero tu corazón. Pero bien, dime dónde están tus hijos.

Cuando le dije que estaban en Maracay: —En Maracay, casi gritó y dijo, qué diablos hacen tus hijos en Maracay.

Entonces tuve que contarle la historia completa y mientras yo le contaba iba exclamando: —No puede ser.

Después enfiló el carro hacía Maracay, cuando llegamos buscó un abasto y compró de todo cuanto había y yo podía necesitar. Luego me llevó a la casa donde estaba viviendo, durante el trayecto me ofreció una casa para mis hijos y agregó:


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—Si el problema es que tú no quieres vivir conmigo no importa, yo esperaré a que tú lo desees.

Estacionó frente zoológico y cargamos todo lo que había comprado para la casa. Estuvo el resto del día conmigo y en la noche se fue, pero antes de irse le dio dinero en efectivo a la niña para que me lo diera. Cuando ya creía que Waldo no volvería, se presentó y para disimular, llegó disgustado porque me encontró bailando al son de unos tambores que tocaban los hijos de María y seguí bailando como si nadie hubiese llegado hasta que terminaron de tocar. Comenzó haciéndome reproches, yo estaba muy feliz para peleas, así que lo dejé despotricar todo cuando quiso hasta que se cansó y se durmió, al día siguiente hablamos, le eche en cara su abandono y su falta de hombría. Pero, qué podía hacer yo, no tenía para donde irme y no podía quedarme definitivamente en ese monte. Me propuso que nos fuésemos a Maracaibo que allí haríamos otra vida porque tenía trabajo seguro. Y entre volver a buscar a Humberto o darle otra oportunidad a Waldo, que después de todo era el padre de mis hijos opté por irme a Maracaibo con la expresa condición que sería la última oportunidad que le daba. Mandé a Olga para su casa y me fui con él dejando mis perolitos guardados en la casa de la señora María. Me llevé lo más necesario: la ropa de los niños y la mía, las cosas para preparar los teteros, el coche, la andadera de Walter que aun no caminaba. Por todo el viaje fui llorosa pensando que me alejaba de los míos y no sabía lo que me esperaba en otro lugar con dos niños.


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Cuando llegamos a un lugar de nombre Pariaguán o Motatán, no recuerdo bien, nos paramos para comer. En ese mismo lugar fue donde me hizo saber que tendría que seguir yo sola con los niños y el bojotero, a pesar de que para llegar a Maracaibo había que hacer un transbordo para el ferry. No sabía cómo podría hacerlo con dos niños, uno todavía de brazos, la cantidad de cajas y el coche del niño. Él trató de excusarse diciéndome que tenía que ir a cargar azúcar para llevarla no recuerdo donde. Con todos los inconvenientes, logré llegar a la casa de la madre de Waldo que al verme llegar exclamó: —Mijita que hacéis vos aquí con esos niños.

Como pude le expliqué y le di lo que me quedó de los trescientos bolívares que me dio el señor al despedirse con la promesa que en pocos días estaría con nosotros, pero no fue así. En esa casa pasé los peores días de mi vida. Ya nada era igual que antes, las hermanas de Waldo estaban enamoradas y los novios mandaban más en esa casa que el padre. La señora Josefa estaba embobecida con los novios de las niñas y la víctima era el pobre viejo que trabajaba como un burro sin ayuda y era el último en hablar y el primero en callar. Ya no se cocinaba sino al gusto de los novios de las niñas. Muchas veces no encontraba que darle de comida a Haydeé en las tardes porque ya no cocinaban en esa casa. Pasaban los días y Waldo no llegaba y para colmo, se enfermó Walter del estómago. Con diarrea y vómitos, lo llevé a la Puericultura que estaba cerca a la casa y no me lo atendió el médico porque era consulta para niños sanos. Por intermedio de la enfermera conseguí que me lo viera un médico


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que vivía al otro extremo de la ciudad. El doctor Luis Emiro Govea. Yo no conocía nada de ese pueblote, así que pregunté en la casa si alguien podía acompañarme pero nadie quiso molestarse. En vista de eso, me fui sola. Tomé un autobús que pasaba frente a la casa y preguntando encontré la dirección, el doctor me reclamó por mi tardanza y tuve que explicarle mi situación. Examinó al niño y me dio algunos medicamentos, me preguntó de donde era yo y cuando le dije de donde era me aconsejó que me fuera para casa de mi familia, que si no tenía pasaje él podía dármelo. Afortunadamente el niño se mejoró y su padre regresó después de dos meses, al regresar empezó por repartir dinero a toda su familia, entonces yo lo paré en seco y le dije: —A mí no me importa que tú regales tu dinero pero primero me das para mi pasaje porque hoy me voy con mis hijos para Caracas.

Quiso decir algo y no lo deje hablar: —Tú no tienes que irte, te puedes quedar, pero me das para irme.

Respondiéndome: —¿Y si no quiero? —Intenta detenerme y verás. Si fui capaz de encontrar la dirección del médico, más rápido encuentro la de la policía para que te obliguen a darme con que irme para mi casa.

La señora Josefa intervino para decir:


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—¿Y te vas a ir con ese niño enfermo?

A lo que le respondí: —Es ahora que usted se entera que el niño está enfermo. Sí, me voy, y si se me muere el niño en el camino lo entierro y sigo viaje, así que no se preocupen tanto.

Y comencé a recoger mis pertenencias. Waldo salió y al regresar llegó con dos pasajes, uno para él y otro para mí, para mi desgracia. Cómo deseaba que se quedara… Regresamos a la casa de madrina, ahora tenía que ser por breve tiempo porque éramos cuatro y la casa de madrina era muy pequeña. En la calle El Cardón del Retiro de San José del Ávila, antes de llegar a la casa de madrina, estaban construyendo una casita, entré y hablé con el señor que la construía quien me informó quienes eran los dueños. Hablé con ellos y me dijeron que la alquilarían cuando estuviese terminada. Le expliqué a madrina y me aconsejó que tratara de darle el depósito para asegurarla. Madrina creía que yo tenía el dinero y yo contaba que por medio de ella conseguiría un préstamo con Misia Elena, que era una señora con quien madrina trabajaba, pero hay un dicho: Dios aprieta pero no ahorca. En esos días llegó Luis, mi cuñado, de un viaje desde Guayana y trajo varios juegos de prendas de oro. Me las mostró y me ofreció un juego de regalo si las vendía todas. Me entusiasmé, y vi la posibilidad de ganarme algún dinero, entonces le pregunté cual sería el juego mío, él me dejó escoger y ese fue el primer juego de


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prendas que vendí para dar el depósito de la casa. Las otras también las vendí por más de lo estipulado y me gané un buen dinero, pagué los trescientos bolívares del depósito y como la casa no estaba terminada me mudé como estaba. Le faltaban las puertas y las ventanas, no tenía friegaplatos y le faltaba la poceta, me las arreglé como pude y compré una puerta vieja y la mandé a instalar, las ventanas la tapé con pedazos de latas y puse una poceta en el baño. La casa no tenía agua pero quedaba una pila cerca. La cañería de la casa salía libremente a la calle que aún era de tierra y no había red de cloacas. En el frente de la casa, directo sobre la puerta se leía un hermoso nombre: Mi Tesoro. Parecía que lo habían escrito con el dedo mojado en pintura, pero para mí, esa casa fue un verdadero tesoro, es verdad que en ella sufrí mucho, pero también en ella conocí la verdadera felicidad, como ustedes podrán apreciar durante el transcurso de esta historia. Mi Tesoro

Allí inicié mi vida, por primera vez tuve una casa para vivir sola con mis hijos y aunque era una casita humilde, para mí valía más que el palacio de la Reina Guillermina, porque al fin comenzaba mi reinado. Ya tenía el hogar que tanto había anhelado, nos mudamos sin nada, todos mis perolitos se encontraban en Maracay, en la casa de la señora María. Waldo no estaba trabajando, como de costumbre, y le insistí varias veces para que fuera a recuperarlos pero no me prestaba atención. En vista de eso, tuve que decidirme a buscarlos, dejé los niños con su padre y me fui a Maracay a buscar mis cosas.


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Primero tuve que buscar una camioneta que me cobrara barato y luego sacar los peroles por el zoológico de Las Delicias. Como nos demoramos demasiado, cuando llegamos a la estación del ferrocarril ya era tarde, por suerte, el dueño de un negocio viendo mi angustia me permitió dejarlos a un lado de su negocio con la promesa de enviármelos al otro día. Lo único de valor que tenía era una vieja máquina de coser que madrina me había prestado y como no era mía, saqué el cabezote y con él sobre mi humanidad fui a dar a la casa de Carmen, mi prima, para pasar allí la noche, ya que a esa hora no encontré pasaje para Caracas. Al otro día salí en la mañanita y llegué a la casa casi al mediodía. Encontré al señor disgustado porque había tenido que atender a sus hijos mientras yo no estaba. A los días fui a la estación de Caño Amarillo y me enteré de que mis cosas estaban esperando ser retiradas, eso también tuve que hacerlo yo, pero, al armar y tender la cama, fue él el primero en acostarse. Todas estas cosas me hacían sentir cada vez peor, la conducta de ese hombre no cambiaba ni por sus hijos, se creía que era el dueño de mi vida y que yo tenía que soportar todas sus groserías y su falta de respeto. Cuando lo miraba no entendía como podía soportar el asco y la repugnancia que sentía por ese ser tan lleno de defectos y tan vanidoso, se creía un Adonis y era un ser feo por dentro y por fuera, carecía de valores primarios, era falso, hipócrita y cobarde como una rata, mentiroso y sin sentimientos, no tenía amigos y al que le fingía amistad lo hacía con algún fin. Estaba decidida a terminar con esa situación a como diera lugar. En esos días se le ocurrió venir a visitarnos su mamá, su hermana Alicia y el novio de esta, como pueden suponer, no estaban enteradas de la situación que atravesábamos y se


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aprovechó de la ocasión. Para evitar un escándalo, una noche me sometió y tuve que tener relaciones con él muy a mi pesar, pero lo peor fue que de allí salí embarazada otra vez. Cuando supe que estaba embarazada traté por todos los medios de deshacerme de esa criatura pero todo fue en vano y tuve que conformarme con mi suerte. Desde ese día lo odié, hasta verlo me causaba náuseas y no podía soportar ni que me hablara. Todos mis propósitos se vinieron a tierra, con otro muchacho qué podría hacer yo, no le dije nada del embarazo, primero porque creí poder eliminarlo y segundo, porque se hubiese sentido muy feliz de haberme jodido. Con el ánimo de disipar mi mal humor aparté el trabajo que estaba ejecutando. Dejé a los niños con Olga y salí a la calle, fui a la casa distrital de A.D. a ver si encontraba a Humberto. Efectivamente lo encontré, me recordó una invitación que tenía para una asamblea femenina que casi había olvidado, me preguntó dónde había estado, que había pasado tiempo sin verme y en dónde vivía porque había estado en Maracay donde yo había vivido y no supieron darle información. —Cuando vi que tu nombre aparecía en la lista de invitados a la asamblea imaginé que vendrías y estaba pendiente para volver a verte.

Me invitó a almorzar y conversamos durante el almuerzo de innumerables cosas. Siempre que nos encontramos, Humberto olvidaba todo cuanto tuviera que hacer y se entretenía por horas conversando conmigo y no solamente eso, sin importarle para nada me llevaba por todas las calles que tuviéramos que atravesar con el brazo por encima de mis hombros como si yo fuese algo de su propiedad y cuando yo le decía, Humberto no hagas eso que se presta a confusiones, no me soltaba y me decía:


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—Un minuto junto a ti bien vale un siglo de confusiones, total, yo soy libre, y a ti de nada te sirve no serlo.

El día de la asamblea me presentó a las concurrentes. Yo conocía a casi todas pero había algunas a quienes no conocía. Quedamos designadas varias mujeres para presentar una ponencia de libre elección, a mi me nominaron junto con otras dos señoras que tampoco sabían nada de ponencias, no sabíamos ni cómo empezar, lo que en buen castellano llamaríamos, un trío de inútiles en la materia. Analicé la situación y les propuse que hiciésemos cada una la suya por separado y en la próxima asamblea las confrontamos, la que considerásemos la más acertada la presentaríamos a nombre de todas, y así quedamos. La próxima asamblea se realizaría en ocho días. En lo que sí quedamos de acuerdo es que la haríamos basándonos en la lucha de la mujer que cría sola a sus hijos y en esa materia yo tenía postgrado. Hice una ponencia inspirada en todo lo que me había pasado y en la decisión que yo había tomado de seguir adelante en la tarea de formar ciudadanos útiles y libres. Para el día de la exposición las otras dos compañeras no asistieron y tuve que firmar mi ponencia yo sola. Me arriesgué pero estaba asustada y mientras más leían las ponencias de las otras compañeras, más me asustaba pensando que la mía era insignificante comparada con las que habían presentado. Eran seis las ponencias, me provocaba escapar de la sala antes que hacer el ridículo. Después me tranquilice pensando, hice lo mejor que pude, si no está bien no es mal de morir. Cuando tocó el turno de leer mi ponencia, deseaba desaparecerme, y poco a poco me había estando encogiendo en el asiento como tratando de pasar inadvertida; pero empezaron a leerla y el tema apasionó, muchas veces tenían que parar la lectura inte-


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rrumpida por los aplausos de los asistentes. Entonces recobré mi ánimo y volví a sentarme recta en mi asiento. Resumiendo, mi ponencia fue todo un éxito. De allí me salieron varias invitaciones y fue así como retomé mi decisión de entrar a formar parte de nuevo en la política del país en la medida de mis posibilidades. Empecé de nuevo la lucha, alquilé una de las habitaciones de la casa para ayudarme con los alquileres. Con la máquina de madrina, aunque viejita, hacía costuras, hacía sanes de vestidos, zapatos, cortinas, cubrecamas, etc., para que a mis hijos no les faltara nada. No quería tener que pasar por otro momento como el que pasé con Humberto que afortunadamente fue un hombre incapaz de aprovecharse de mi necesidad, pero, ese momento me dejó un sabor muy desagradable que me desmerece ante mis hijos y desearía que un pensamiento tan degradante como ese no hubiese cruzado nunca por mi mente, más, lo hecho está y jamás podré borrar esa sensación de disgusto que aún conservo porque soy de las personas que piensan que entregarse a un hombre por amor es un motivo de orgullo, pero por dinero es lo más degradante que puede hacer una mujer. Con todos esos sentimientos revueltos, con todos mis sufrimientos pasados y presentes hice como una muralla impenetrable y me hice el juramento que no dejaría que nadie más me hiciera daño. Cuidaría a mis hijos sin importarme para nada su padre y al salir del embarazo buscaría un lugar de trabajo donde ganarme la vida, donde obtuviera un salario fijo para evitarme la vergüenza que el señor me hacía pasar cuando se incumplía el pago de lo más elemental de la casa como la luz. Si cortaban la luz, se subía al poste del alumbrado y la conectaba de nuevo, cuando se cumplía el mes del alqui-


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ler, no se podía pagar a la fecha por que nunca había dinero a menos que yo lo tuviera. Con el señor no se podía contar para nada y cuando estaba trabajando, no se sabía en que gastaba el dinero, pero, con lo poco que aportaba exigía carne todos los días, espaguetis con cerros de queso parmesano y plátanos maduros asados en el almuerzo y la cena. Él era de la opinión de que lo que se necesitaba para comer era tener comida, el mantel y la mesa etc., estaban de más. Lo único que le reconozco es lo respetuoso que fue con mis primas a pesar de que ellas siempre estuvieron cerca de nosotros, nunca supe que les faltara el respeto en lo más mínimo. Yo intercalaba el trabajo con la actividad política, aprovechando que mi embarazo no me molestaba empecé organizando unas fechas del secretariado femenino. En esto ocupaba las tardes y así pase varios meses. Tenía tiempo que no veía a Humberto, trataba que no me viera, me daba vergüenza que se diera cuenta de mi estado, hasta que un día no pude evitarlo y nos encontramos de frente. Él, con su sonrisa franca me interceptó el paso al mismo tiempo que me decía: —Señora, cuánto gusto me da verla, cada día está más hermosa. Acompáñame a tomar un cafecito.

Entramos a una fuente de soda y nos sentamos a charlar mientras saboreábamos un sabroso café, de pronto me preguntó: —¿Dónde vives?

Le explique y siempre con su encantadora sonrisa se quedó mirándome fijamente a los ojos y volvió a preguntarme:


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—¿Te sientes feliz?

Fui sincera y le respondí: —Nunca me he sentido más feliz que en este momento, debo decirte que traeré otro hijo al mundo y ¿esto no es para sentirse feliz?

Él siempre riendo me dijo: —Ya lo había notado, pero te ves tan hermosa, tú puedes tener todos los hijos que quieras pero para mí siempre serás Cira, la mujer más bella que he conocido. Quiero que sepas una cosa, tú tienes algo tan tuyo que te hace inolvidable, yo no sé qué es, no sé si tu sonrisa o tus ojos de niña o ambas cosas, pero eso lo llevo siempre como un talismán.

Me halagaban sus palabras, cada vez que nos encontrábamos tenía a flor de labios frases que alegraban mi alma generalmente abrumada. Decididamente, Humberto fue un gran amigo, lástima que no supe ni pude amarlo, era tal su devoción por mí, que se sentía feliz mostrándose en público conmigo estando yo en avanzado estado de embarazo y un día me dijo: —Estoy tan emocionado con ese hijo tuyo como si fuera mío. Lo deseo tanto que a veces pienso que me pertenece, ¿no será, que de tanto soñarlo es mío por carambola? Te confieso que en más de una oportunidad he hecho el amor contigo en sueños. —¡Humberto, por favor!


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Cuando nació mi hijo Eduardo, el único apoyo con que conté fue el de madrina, el señor estaba perdido de vista. Yo había arreglado todo para ser atendida por la maternidad en mi propia casa, era este un servicio que prestaban a domicilio en aquella época. Venía el médico acompañado de una enfermera a la casa de habitación de la parturienta y traían todo lo necesario: ropas esterilizadas, medicamentos etc. Y cuando terminaban de prestar sus servicios completamente gratis, se llevaban las ropas sucias y dejaban a la madre bien instalada en su cama junto a su hijo. Al otro día venía una enfermera para saber el estado de los pacientes y darle instrucción a la madre de la forma de manipular al bebé. Después de haber pasado por todos los sufrimientos del parto, cuando ya me encontraba descansando, llegó el señor de su paseo. Según sus propias palabras estaba en Caribito con unos amigos. Empujó la puerta de mi habitación y como un vecino cualquiera preguntó: —¿Pariste? Entró y destapando la cuna del bebé dijo: —Qué muchacho tan feo. Me llené de paciencia para no explotar, y solamente le dije: —Siendo hijo tuyo no puede ser mejor.

Estuvo merodeando por la cocina y se marchó hasta la noche que regresó de nuevo, tomó una hamaca la colgó en la sala y se echó a dormir como un cochino toda la noche sin importarle para nada que el bebé llorara y que yo tuviera que atenderlo recién parida con unos dolores de vientre horrorosos.


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Al amanecer se fue y ni abrió la puerta de mi habitación para preguntar, por humanidad, si necesitaba algo. Me paré de la cama porque Dios me ayudó para darles desayuno a los otros pequeños mientras venían de la casa de madrina por ellos o a cuidarnos. Esa fue una gran experiencia para mí. En los partos anteriores, había regresado a la casa ya restablecida y no tenía idea de lo que era atender a un recién nacido y a dos niños al día siguiente del parto. Sin contar con la ayuda de su padre, que era lo más indicado, demasiado hacía madrina con la ayuda que me prestaba porque ella tenía que trabajar para vivir. El señor regresó a casa como a los cinco días de haber nacido Eduardo. Ese tiempo fue suficiente para analizar mi situación y tomar una decisión irrevocable de eliminar de mi vida ese lastre que cargaba a cuesta desde hacía tanto tiempo y por eso, cuando llegó buscando comida, de una buena vez le dije en términos concluyentes: —Aquí no hay ni habrá más comida para ti a menos que la traigas. De hoy en adelante solo tendré deberes con mis hijos, así que puedes irte con viento fresco a pescar a otro charco. Y otra cosa, quiero que sepas y que te quede bien claro, que cuando vuelvas a verme con una barriga no será tuya, porque si a pesar de todo eres tan sinvergüenza que no te vas, te advierto que nunca más me volverás a poner una de tus manos sobre mí.

Él, muy tranquilo y con sonrisa burlona dijo:


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—No te preocupes, que esos hijos no estoy seguro que sean míos, y la comida que sirves en tu casa puedes echársela a los cochinos.

No puedo negar que esa respuesta fue tan hiriente que casi quedé sin aliento. Nadie me había insultado con tanta bajeza como ese desgraciado lo acababa de hacer, más, no me di por ofendida para no darle gusto y le respondí: —Tienes razón, un hombre tan irresponsable como tú no puede tener seguridad de la paternidad de sus propios hijos.

Y entramos en un dime que yo te diré y finalmente metí mis hijos al dormitorio y cerré la puerta dejándolo hablar como un loco. Al fin se cansó y se durmió en su hamaca. Rápidamente me restablecí y estuve en condiciones de dar comienzo a la nueva vida que me había planteado con o sin él. Mi decisión estaba tomada y nadie me haría desistir de ella, hice un tiempo porque tenía que amamantar al niño cada tres horas y fui en busca de mi amigo del alma, bien decidida le expliqué y le pedí me ayudara a encontrar un empleo. En principio no quería, hizo todo para evitar que yo fuera a trabajar a la calle, me recordó su ofrecimiento de darme un hogar para mis hijos y volvió a explicarme: —Lo que siento por ti va mucho más allá del deseo de tenerte, yo quiero darte felicidad aunque yo no esté incluido en ella. Tú no debes trabajar con ese niño tan pequeño, me parece un error dejar ese niño en manos de otras personas, piénsalo bien.


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Pero yo tenía miedo de cambiar de carcelero, estaba segura de que tarde o temprano me pasaría su factura y no deseaba tenerlo como acreedor en el futuro, mis deseos eran no depender de nadie nunca más. Insistí en mi empeño y no le quedó otra alternativa que llevarme al Seguro Social Obligatorio, presentarme con el doctor Cabrices, Director del Instituto, quien a su vez me puso en contacto con la señora Conchita Caninos, Jefe de Enfermeras. Dicha señora era camarada y nos hicimos buenas amigas, ella me mandó al Centro Norte para que hiciera las pasantías, empecé a hacerlas y lo único que yo sabía de enfermería era inyectar intramuscular, y para formar parte del plantel de enfermeras del Seguro Social en aquella época, había que pasar por todos los servicios. Pasé quince días en ese Centro y luego me enviaron para hacer unas vacaciones en el Aseo Urbano, donde funcionaba un dispensario dependiente del S.S.O. Cuando el señor se enteró que yo estaba a punto de trabajar, formó un berrinche y me gritó: —Si te vas a trabajar a la calle manda a hacer la urna porque te voy a matar.

Sin prestarle la menor importancia a las palabras de ese estúpido le eché corazón al trabajo y no volvió a decir más nada. Al comienzo me costó un poco, después cogí línea y me desenvolví como una profesional, a tal punto que los trabajadores hicieron una carta al Seguro Social para que me dejaran fija. Allí estuve por un tiempo hasta que el médico del dispensario quiso propasarse conmigo y pedí cambio. Fui transferida al Centro del Silencio donde empecé a trabajar en el servicio de pediatría, allí conocí a la señora Dulce


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Martín, que fue mi compañera de trabajo durante el tiempo que trabajé en ese centro, también tuve la oportunidad de trabajar con tres médicos pediatras famosos: el doctor Miguel Octavio Russa, el doctor Hernán Méndez Castellano y el doctor Arreaza Coliza. Estos tres insignes médicos, ejemplos para el gremio y honor para Venezuela, me trazaron el camino enseñándome a conocer la piedad, el amor y el respeto por los pequeños pacientes que eran atendidos por ellos, también aprendí la ética con que se deben prestar los servicios a las personas que acudían en busca de ayuda y el respeto que merece el dolor ajeno. Fue allí, en ese centro, donde comencé mi liberación, es cierto que me costó mucho esfuerzo cumplir un horario de trabajo, porque muchas veces me era dif ícil encontrar quien me cuidara a los niños, pero de algo me valía, no podía abandonar el trabajo eso sería retroceder. Como trabajaba desde la siete de la mañana hasta la una de la tarde, me ocupaba de preparar los alimentos de los niños en horas de la tarde, lavar y planchar sus ropas, así como atender la casa, lo que realmente precisaba era una persona que la atendiera por medio día, algunas veces Olga mi prima me hacía el favor, pero otras veces me veía en apuros. Poco a poco me fui equilibrando, encontré una mujer para el cuidado de los niños y así pude trabajar con más tranquilidad y por las tardes podía ocuparme de seguir cosiendo para aumentar mis ingresos. Rápidamente me eligieron en el trabajo como representante de la fracción de trabajadores de A.D. Esto vino a complicarme más la vida, era una nueva responsabilidad, tenía que pasar un informe semanal al partido de las actividades de


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la fracción en el Centro y para hacer ese informe, tenía que reunirme con los trabajadores y estar al tanto de todo, fue así como ocasionalmente me encontraba con el compañero Andrés Vaamonde que pertenecía al gremio Automotor y tenía que ir a informar sobre sus actividades ya que era el intermedio entre el gremio y los patronos por su profesión de contador. Cuando coincidíamos, me saludaba muy cortés pero con cierta sequedad que yo no podía comprender, internamente pensaba: ¿Qué será lo que le pasa a Vaamonde? siempre ha sido tan amistoso y ahora de pronto se ha vuelto indiferente, será algún mal entendido. Lejos estaba yo de saber lo que pasaba por su mente. También advertí que Humberto y Vaamonde, que habían mantenido una gran amistad, ahora se trataban muy superficialmente y en las reuniones políticas se agredían verbalmente como dos enemigos y en varias ocasiones tuvieron que llamarlos al orden y la cordura. Después de muchos años me enteré que Andrés pensaba que yo mantenía una relación ilícita con Humberto y esto lo incomodaba. En medio de todo esto, yo seguía luchando para sobrevivir rodeada de angustias e incomprensión, pero con la fe absoluta de que un día lograría mis objetivos que no eran otros que encontrar un poco de paz y tranquilidad junto a mis hijos. Varias veces había alquilado una habitación de la casa Mi Tesoro para ayudarme y varias veces había fracasado por una u otra causa. Cada vez que trataba de buscar aliados para mi causa, al poco tiempo me encontraba con una nueva carga o un nuevo problema, así que preferí no alquilarla más. Pero en esos días me visitó una pareja de amigos a quienes conocía de muchos años, desde que eran adolescentes, y les permití


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la habitación para que vivieran a condición que ella me ayudara atendiendo a los niños mientras yo trabajaba, esta pareja eran: Cristóbal Guaramato y Panchita Ribero.

Panchita y Cristóbal Guaramato

A Panchita la conocía desde niña, era hija de unos vecinos del barrio Los Mecedores y a Cristóbal lo conocí cuando apenas tendría unos dieciséis años, cuando llegó con su familia a habitar una casa en el mismo barrio, lo que significaba que no eran unos desconocidos. Rápidamente nos familiarizamos y sin lugar a dudas tuve su colaboración, así fue que pude trabajar con la seguridad de que mis hijos estaban vigilados por personas amigas. Dulce Martín, era mi compañera de trabajo, excelente persona a quien debo mucho de mi superación, hicimos una gran amistad, formamos un equipo formidable, nos turnábamos, ella trabajaba un mes atendiendo la consulta y yo en sala de curas y luego cambiábamos. Si yo faltaba ella me suplía sin reportar mi falta y yo hacía de igual manera, de esa forma trabajábamos con los médicos en especial con el doctor Russa que era mi gran amigo. Si faltaba un médico repartíamos los pacientes entre los otros dos, y la dirección nunca se enteraba de su falta. Dulce, que por sobre todo fue mi amiga empezó a darse cuenta de la forma como yo llevaba la vida, con tanta angustia y preocupación y se propuso hacerme cambiar. Empezó por hacer que me vistiera mejor, casi me obligaba a gastar parte de mi sueldo en mi apariencia personal, me presentó a una señora que vendía ropa, zapatos, perfumes etc., y me hizo su cliente y por otra parte, me enseñó a ver la vida


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desde otro ángulo. Un día fuimos a arreglarnos el cabello, de regreso me maquilló y me llevó frente a un espejo que teníamos en el baño y me dijo: —¿Qué ves allí? Tú eres una mujer joven y hermosa, no dejes que nadie te aplaste, mucho menos esa botella con pelos que tienes por marido, mándalo a lavarse el trasero y sigue viviendo.

Waldo, no me dejaba vida, se había convertido en un celoso ridículo y muchas veces Dulce me decía: —Tras aquel carro que está estacionado se encuentra tu botella con pelos espiándote.

Otras veces yo lo veía y me hacía la loca. Supe que en el Centro necesitaban un chofer y para quitármelo de encima lo mandé, con la buena suerte de que le dieron el trabajo en el estacionamiento. Lo primero que hice fue hablarle y le advertí, del producto de tu trabajo no quiero en mi casa ni un solo céntimo, pero eso sí, vives, comes y mandas a lavar tu ropa con el dinero que vas a ganar, pero, se fumaba dos o tres cajas de cigarrillo importados diariamente, se desayunaba a cuerpo de rey en un negocio que había cerca al trabajo y muchas veces, cuando cobraba solamente le quedaban dos o tres bolívares. Como ya era conocido como mi esposo en el Centro donde yo trabajaba se dio el caso que un día, cuando fui a retirar mi sobre de cobro, ya él lo había retirado, y me vi en la imperiosa necesidad de prohibir que fuera entregado mi sobre de pago a menos que fuera con una autorización firmada por mí.


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No había forma de sacarlo de mi casa y cada día la situación se hacía más insoportable. En el taller del Seguro Social vendían un carro viejo y me propuso que lo comprásemos aprovechando la complicidad de un compañero de partido que era jefe del taller y lo haría pasar como inservible para favorecerme con la compra. Creo que lo compré por mil bolívares y después él fue llevándose los repuestos que podía del taller. No sé si fue peor el remedio que la enfermedad. Ya había escalado posición y era chofer del director del Instituto y desde que compró el carro comenzó a incumplir hasta que lo botaron, entonces no salía debajo del carro, tenía la casa llena de peroles de carro y ensuciaba todo de grasa, las manos se las medio lavaba, y luego se secaba en las toallas limpias que dejaban de ser limpias y las tiraba en cualquier parte y cuando no encontraba donde secarse sus manos asquerosas, usaba el mantel o el paño de la cocina, lo que fuese, sin importarle absolutamente nada, y para colmo, con ese carro, le había puesto un nuevo instrumento en sus manos para joderme. Total, no ganaba una. Todo transcurría al compás de las circunstancias. Yo sabía que había problemas políticos en el país, porque Humberto hablaba mucho conmigo al respecto, pero a la vez, me tranquilizaba diciéndome: —En el momento oportuno, mando a sacar las máquinas pesadas, obstruimos las vías más importantes a ver qué van a hacer.

Humberto era senador y presidente de la Confederación de Trabajadores del Transporte y eramos tan amigos que yo


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entraba al Congreso Nacional o la Confederación como Pedro por su casa. La sede de la Confederación estaba entre las esquinas de Padre Sierra y Muñoz, una vez, cuando yo subía, Andrés bajaba, me lanzó una mirada fulminante y sólo me dijo: —¿Cómo está usted señora?

Y siguió su camino como alma que lleva el diablo. Me quedé atónita por su actitud pero reaccioné pensando que había tenido algún encontrón con Humberto, pero este no estaba en su oficina. Derrocamiento de Gallegos

Cuando menos lo esperaba, un día tocaron la puerta de mi casa y al abrirla, me encontré de frente con Andrés Vaamonde. Lo pasé a la sala y quise saber el motivo de su visita, me explicó que seguía órdenes del partido de ponerse en contacto conmigo con el propósito de organizar clandestinamente la militancia del partido del sector entre los dos, ya que consideraban que yo era pieza clave en el barrio. Conversamos sobre el particular y le hice saber que mi tiempo era muy limitado por que yo trabajaba, y aparte de eso atendía mis hijos. Pareció extrañarle porque me preguntó como dudando: —¿Trabajas? —Sí, le respondí, trabajo en el Seguro Social en horas de la mañana y por las tardes me ocupo de mis hijos.

No dijo nada más al respecto y quedamos que haríamos primero un croquis del barrio y yo le ubicaría las personas con quien posiblemente se podía contar. Volvió al otro día


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por la noche y nos pusimos a hacer el plano, en eso nos ocupamos dos o tres noches, cuando le di la información se marchó y le dije: —Si necesitas algo más me lo haces saber y buscaremos la forma de hacerlo mejor,

Después de dos o tres días Andrés volvió y me dijo: —Rotundamente me rindo, no estoy en capacidad de hacer esto yo solo, vengo a pedirte que me acompañes. Sé que no es fácil para ti, pero es una línea del partido y hay que cumplirla, para bien o para mal estamos juntos es esto, yo lo intenté pero a quien la gente del barrio conoce y conf ían es en ti.

Empezamos nuestro trabajo y a los compañeros teníamos que visitarlos por las noches o sábados y domingo por las tardes. Mientras transcurría el tiempo nos íbamos conociendo mejor, cambió su actitud de recelo y yo aprendí a respetarlo y a admirarlo por su forma de ser y por la seguridad que emanaba de su personalidad. Nunca había encontrado una persona que me inspirara tanta confianza, terminamos formando cincuenta células de cinco personas cada una, estas células funcionarían cuando llegara el momento oportuno, cada célula tenía un jefe, ese jefe se reuniría conmigo por separado. Nadie conocía más que a los que conformaban sus células y a mí, yo recibía líneas solo de Andrés y las transmitía a los jefes de células, es decir, una célula no conocía a otra aunque fuese vecinos. A mí se me facilitaba mi misión porque yo tenía comercio con todos en el barrio y a nadie podía extrañarle el hecho que


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yo visitara cualquier casa del barrio, o que cualquier persona viniera a mi casa sin levantar sospechas, de tal manera quedó establecido. Nos llegó la orden de que las células recopilaran gasolina, querosene, estopa, azufre, velas, fósforos en cantidades, todo lo que se pudiera de algodón, adhesivo, gasa, yodo, mercuriocromo, antibióticos etc., y lo tuvieran a bien resguardo por si acaso. Se corrían muchos rumores y se sentía un ambiente pesado en el país, un día llegó Andrés y me dijo: —Hoy es el día, tenemos que estar alerta y convocar a los representantes de células para que también lo estén. Llegó la noche y no pasaba nada, en mi casa estábamos como veinte personas en espera de los acontecimientos y en varias casas del barrio estaba el resto de la gente dispuesta a salir a defender la democracia a sangre y fuego, teníamos algunas armas de fuego, granadas, bombas caseras llamadas molotov, en fin, estábamos preparados para salir a la calle, pasaban las horas y no se sabía nada, madrina hacía café y más café, Andrés y yo tratábamos de sintonizar la radio y en eso se oyó la B.B.C. de Londres informando que el gobierno del presidente Rómulo Gallegos en Venezuela había sido depuesto y este se encontraba viajando a México expulsado de su país. Ingenuamente dije: —Qué mentirosos…

Pero Andrés, como siempre, con la razón nos dijo:


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—Compañeros, esto es muy grave, esta noticia no la difundiría esa emisora si no fuera cierta, así que creo prudente ir desalojando esta casa lentamente y llevarse cada quien lo que trajo para evitarle problemas a la compañera Cira.

Desde este momento empezaremos a funcionar en células, tal como lo habíamos acordado. Todos fueron desalojando la casa, el último en irse fue Andrés que me recomendó mucha prudencia. Al otro día circuló la noticia en todos los diarios. Era un caos, fue un golpe certero, no dio tiempo ni para decir pío. La mayoría de los dirigentes principales estaban presos o enconchados, no se encontraba con quien cambiar opinión, si por casualidad encontraba uno a un compañero en la calle, este se ponía pálido no fueran a llamarlo compañero. Al maestro Rómulo Gallegos lo sustituye en el poder un triunvirato encabezado por Marcos Pérez Jiménez, Delgado Chalbaud y Mario Vargas. Estos tres conformaron una junta de gobierno que mandó en el país hasta que Pérez Jiménez encontró la fórmula de deshacerse de sus dos compañeros de armas y se declaró dictador. Así comenzó un régimen de terror en este pobre país de América. Busqué a Humberto en varios lugares, donde creí podían saber algo de él y no lo encontraba, decidida, fui a la Confederación, era un edificio donde vivían también familias además de oficinas comerciales. La Confederación ocupaba el segundo piso, en la puerta del edificio encontré militares armados, subí, empujé la puerta de la oficina de Humberto que cedió y entré, todo aparentemente estaba igual, entré a un cuarto que él tenía con su baño y todo estaba intacto, en


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eso sonó el teléfono, me daba temor atenderlo pero lo hice, casualmente era Humberto, cuando oyó mi voz en principio se alegró, después me preguntó que hacía yo allí y le respondí: —Buscándote. —Oye Cira, me dijo con voz angustiosa, trata de salir de allí lo antes posible y si puedes me traes mi radio y mi revólver.

Me explicó donde lo tenía oculto: —Eso es sin exponerte, te espero donde solemos comer dulce.

Yo usaba un abrigo que en esa época llamaban tres cuartos, busqué el arma y la aseguré en mi muslo con un rollo de adhesivo, me tapé con el abrigo, tomé la radio y salí. A los guardias acantonados al frente del edificio les pregunte la hora con mi mejor sonrisa y salí. Caminé lo que pude hasta tomar un taxi y le di al conductor una dirección cualquiera, me bajé de ese taxi y convencida de que no me seguían tomé otro que me llevaría al lugar donde me esperaban. Antes de llegar vi su carro y me bajé del taxi para caminar despacio hasta encontrarlo, volví con él, me subí al carro para poder entregarle el arma, me llevó unas cuadras donde nos despedimos con lágrimas, él no quiso decirme donde estaría para no exponerse ni exponerme. Me sentía infeliz, había perdido al ser más increíble que había conocido, ese dolor no podía confiarlo a nadie, porque me mal interpretarían, pero se lo confié a mi amigo Andrés y él sí supo entenderme.


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Mi amiga Dulce no dejaba de animarme, en todo momento estaba dispuesta a sembrar en mí el deseo de rehacer mi vida, una vez me dijo: —Cuánto diera yo por tener la mitad de lo que tú tienes, eres joven, tienes hijos y familia, salud y amigos, ¿que más puedes pedir? Manda al diablo a ese estorbo, libérate, tienes derecho a ser feliz.

Sus palabras eran como bálsamo que mitigaban mis sufrimientos y se adentraban en mi espíritu tan cansado de luchar y me daban nuevos alientos, fue tal la campaña de ella que me hizo comprender mi error el cual ya yo había pagado y con creces. Dejé de sentir lástima por aquel ser tan ignorante que no había sabido apreciar mis años de sacrificios; porque a pesar de todo lo que me hacía, en el fondo lo disculpaba, pensando que era un ser irracional a quien yo había involucrado en mi vida para satisfacer mi vanidad de mujer herida, más, todo tiene un límite y mi límite había llegado, no cedería ni un palmo. Dulce tenía la razón, y desde ese día cambié de modo de pensar y comencé a reaccionar en forma concreta y decidida en todos los actos de mi vida. Mi amiga Dulce me había trazado el camino, lo que tenía era que empezar a caminar, y lo hice. Saqué fuerza de voluntad y empecé a trabajar por las tardes, desde las tres de la tarde a las siete de la noche en una clínicas donde atendían tres médicos: un urólogo, un cardiólogo y un médico de medicina general. Eran tres tardes en la semana, con lo que ganaba en esa clínica me redondeaba un sueldo de mil bolívares que en aquella época era muy regular, fui poniendo todo en su justo lugar, prohibí a Panchita que le diera a Waldo de la comida de mis hijos, y a él lo llamé al orden, diciéndole:


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—Aquí, quien que no trabaja no come, ve a buscar trabajo para que te mantengas, no sigo mantenienda flojos.

Y desde ese día racioné el mercado. Como el señor tomaba café todo el día, no compre más café ni nada de lo que le gustaba comer, únicamente compraba los alimentos que mis hijos consumían. Estas medidas de austeridad no le fueron muy gratas y comenzó a sangrar por la herida, como tenía hambre y no encontraba que comer, se iba para la calle y volvía tarde, eso me complacía en sumo grado porque estaba viendo el resultado a mi estrategia. Pero esto lo iba sacando de sus casillas y estaba muy agresivo. Su actitud cambiaba cuando venían los compañeros del partido a la casa, se tornaba dócil y obsequioso, nadie se hubiese podido imaginar la clase de alimaña que realmente era. Como se trataba de mi esposo, los compañeros no se privaban de hacer algunos comentarios en su presencia, pensando que era persona de confiar. Claro, que las cosas muy privadas, solo la comentábamos en reuniones privadas, pero el aprovechaba de conocer a todos los que me visitaban, más, porque eran vecinos del mismo barrio. Empezó a interesarse y muchas veces intervenía en las conversaciones como un integrante más, hasta llegó a salir con nosotros a pintar paredes en las noches en contra del régimen, solo que no pintaba porque no sabía escribir y además, era muy culillúo, casi siempre se nos adelantaba y nos esperaba a prudente distancia. Andrés y yo, junto con un grupo de activistas logramos volver a estructurar una especie de comité clandestino que funcionaba en forma ambulante, algunas veces nos reuníamos en un parque otras simulando fiestas en una de nuestras casas o visitando algún enfermo en un hospital. Aprovechábamos los pasillos y las salas de espera; si eran líneas a seguir


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para algún trabajo especial, nos las pasábamos de persona a persona, en las bodegas, en las iglesias o en los lugares en que fuese prudente. El terror se apoderó del pueblo, en todas partes había espías, desde una persona vestida de cura hasta un mendigo podía ser espía, por temor, muchos compañeros se hicieron los locos y con cualquier pretexto se lavaron las manos. Quedamos, un reducido grupo de personas en la parroquia y veníamos conformando un pequeño ejército. Utilizábamos hasta donde fuera posible la colaboración que nos prestaban todas aquellas personas quienes, con muchos temores, estaban con el movimiento de corazón. Los tentáculos del gobierno se hicieron cada día más fuertes, la Seguridad Nacional, que era el aparato represivo del gobierno, tenía aterrada a la ciudadanía. Cuando detenían a alguien, había que sacar a sus familiares de donde vivían para evitar las represalias por parte de S.N. y los detenidos eran torturados salvajemente y en la mayoría de los casos no volvía a saberse de ellos, eran enviados a Guasina y allí morían por los malos tratos y por falta de medicamentos. Todo lo que diga es poco, para la realidad que vivió el país. Al extremo, que al salir el padre al trabajo, se despedía de sus hijos por si acaso, aunque no estuviesen involucrados en nada contra del gobierno. No había distinción ni por sexo, ni por edad, lo único que se necesitaba era que a alguien se le ocurriera por venganza o lo que fuese denunciarlo como enemigo del gobierno de Pérez Jiménez y era suficiente para que las manos asesinas de la S.N. se encargaran de desaparecer a la persona denunciada.


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Nosotros, junto con el Partido Comunista organizábamos acciones; cuando salía una propaganda la reproducíamos y la hacíamos circular para conservar viva la fe y la esperanza del pueblo. Los compañeros Castillo, Quintero, Andrés y yo salíamos por las noches a pintar consignas en las paredes con una lata de pintura y una brocha como si fuésemos a pintar un frente, y pintábamos por todas las calles de la Parroquia Altagracia. Consignas como estas: “Mueran los tres Cochinitos”, “AD volverá” y otras. En una oportunidad para conmemorar el aniversario de A.D. llegó la línea de lanzar a los cables de la luz unas banderas negras en señal de duelo con las letras A.D. en blanco. En la parroquia habían en total quinientos activistas, por consiguiente, hicimos quinientas banderas calculando que lanzando una cada uno no había riesgo alguno, después que estaban hechas observamos que sin un peso no sería posible lanzarlas, buscamos piedras y la amarramos a uno de sus extremos, los dedos se nos rompieron atando esas piedras, lo cumbre fue cuando fuimos a repartir dichas banderas, la mitad de las personas no quisieron comprometerse y tuvimos que echarle corazón nosotros. Pasamos la noche lanzando banderas, nos acompañaban Olga mi prima, Pedro José y Narciso Solorzano sobrinos de Andrés, que no tenían nada que ver con la clandestinidad. Las últimas banderas las lanzamos a las seis de la mañana en el barrio los Dos Cerritos, colindante con el barrio donde yo vivía, en esa tarea también nos acompañó el señor, (había olvidado mencionarlo). Fue todo un éxito, amaneció Caracas enlutada, no sé si lo hiciesen igual en algunas partes del interior, pero aquí hizo su efecto, hasta la prensa, a pesar de la censura, publicó un recuadro en referencia, y esto animó a muchas personas a pensar que estábamos vigentes.


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Andrés y yo formamos una llave formidable, al extremo, que le referí parte de lo que estaba pasando entre el señor y yo para que comprendiera la situación y no hablara en su presencia cosas internas del partido. Andrés se había dado cuenta por la forma como se expresaba de mí, pero por prudencia no me había tocado el punto, desde ese día, Andrés tomó otra actitud con Waldo y solamente se hablaba en su presencia de cosas que ya él sabía, lo demás no los reservábamos para la ocasión oportuna. Humberto fue capturado y encarcelado, como tenía prestigio internacional lo mantuvieron preso hasta que fue expulsado del país, yo lo visitaba haciéndome pasar por su hermana, le llevaba comida y me llevaba sus ropas sucias para lavarlas en mi casa. Andrés sabía lo que yo hacía, con él no tenía nada que ocultar porque entendía mi posición, si siempre había contado con Humberto para que me ayudara a resolver mis problemas, era justo que yo le prestara mi apoyo y mi pequeña colaboración ahora que la necesitaba. Cuando nos enteramos de la resolución del gobierno de sacar del país a un grupo de compañeros, formamos un grupo de amigos para tratar de despedirlos, esperamos a la entrada de la carretera de La Guaira para verlos pasar y que sintieran nuestro apoyo. Cuando pasó la comisión que los trasladaba al aeropuerto, lo hicieron tan violentamente que casi ni los vimos, pero cantamos el Himno Nacional en señal de protesta y yo me abracé a Andrés llorando desconsoladamente por la suerte que correrían esos compatriotas al ser lanzados a suelos extraños como malhechores. Andrés supo entender y consolar mis lágrimas. Al recibir la primera carta de Humberto se la


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mostré a Andrés, era una carta llena de agradecimiento y me decía que lo consolaba en su exilio el recuerdo de mis ojos de niña que nunca habían querido verlo con amor, que me admiraba cada día más y se conformaba con el hermoso título de hermano con que lo había distinguido finalmente, y otras tantas cosas más por el estilo. Cuando contestaba sus cartas, se las hacía leer a Andrés para que me corrigiera los errores ortográficos. En una de mis cartas le puse “mi amigo insustituible”, esto le causó gran impresión a mi amigo Andrés porque repitió varias veces, amigo insustituible y me preguntó: —¿Estás segura de lo que dices? ¿Tú crees que no puede ser sustituido?

Y yo le respondí convencida: —No, no creo, un amigo como él es muy dif ícil de encontrar, un día te voy a contar porque lo creo así. —Está bien, “amiga insustituible”, me dijo Andrés, pero sigo pensando que esa palabra es demasiado para una sola persona. El costo de la libertad...

Mis problemas con Waldo continuaban, ya no se medía para insultarme delante quien fuera, varias veces Andrés presenció las groserías con que me trataba, entre otras cosas, decía a visitas y amigos que no sabía lo que a mí me estaba pasando, que ahora quería muebles finos y ropas lujosas que él no podía darme, y además, no sabía de que me quejaba, porque lo que yo hacía, él podía hacerlo con el dedo chiquito.


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Tuvo la osadía de ir a la casa de la familia de Andrés a hablar de mí, sin saber que Andrés estaba dentro escuchando las sartas de mentiras que contaba a Servanda, al salir Andrés del cuarto, se dio cuenta de su metida de pata, entonces muy fresco quiso involucrar a Andrés y dijo: —Vaamonde sabe de todas esas cosas.

Andrés no lo dejó terminar y lo cortó diciéndole: —Waldo, te agradezco que no me mezcles a mí en suciedades y mucho menos si se trata de una compañera a quien todos debemos respeto empezando por ti que eres su esposo. Pero esos son tus problemas personales y a nadie en esta casa les pueden interesar.

Salió de la casa y fue directamente a una reunión que teníamos donde fue planteado ese caso y se tomó de decisión de verlo como un peligro para la organización. Todos los compañeros le fueron sacando el cuerpo y quedó totalmente excluido de nuestro radio de acción. Ya no se trataba solamente de la indiferencia mía, también sintió la indiferencia de los que hasta ese momento lo habían aceptado como un compañero y amigo y sin darle explicación, con mucha diplomacia lo fueron apartando. Esto, en cierta forma, fue el principio del fin, terminó de perder el control y comenzó a molestarme encarnizadamente, me perseguía por todas partes, me insultaba hasta en público, me amenazaba con llevarse los niños, y por allí, sí era verdad que cimbraba. Él sabía que ese era mi talón de Aquiles; pero Dulce, mi amiga, me orientó, me dijo:


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—No seas boba, ese no es hombre de llevarse ningún niño, no puede con él y va buscar cargar con los hijos, hazlo por prueba, dile que se los lleve a los tres y verás que no se los lleva.

Y yo temerosa pensaba “y sí se los llevara en verdad”. Hasta que un día que me tenía hostigada le dije: —Quieres llevarte tus hijos, pues bien llévatelos a los tres, mejor para mí, así me quedo libre y puedo hacer lo que me venga en ganas sin preocupaciones de hijos, después de todo, son tan tuyos como míos.

Agarré una funda de almohada y metí la ropa de los tres, le puse el bojote en la mano diciéndole: —Te los puede llevar.

Se quedó lelo y dijo: —Lo hice nada más para saber hasta donde puedes llegar tú. —Bueno, ya lo sabes.

Pasó un tiempo sin que volviera a molestarme con eso. En vista de todos esos acontecimientos fui al Consejo Venezolano del Niño a pedir orientación sobre el particular, me acompañó otra amiga y compañera de trabajo: Josefina Rodríguez. Me dieron una cita para hablar con la trabajadora social; Trina Cardozo cuando llegué a mi casa encontré a Waldo hecho una fiera por que no sabía donde yo estaba, me gritó que andaba puteando y todo lo que se le ocurrió y por supuesto, tuvimos una tremenda pelea.


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El día de la entrevista con la trabajadora social me demoré mucho mas, Dulce que estaba conmigo, me acompañó hasta la casa a ver si con su presencia evitaba que formara otro zaperoco, mas, no fue así, al llegar, me llenó de improperios y aseguró que me había visto salir de una casa de citas, también le dijo a Dulce, no conf íes en su cara de angelito, yo vi su foto en un álbum de una casa de citas. Dulce muy tranquilamente le dijo: —Te puedo asegurar que hoy no estábamos en ese lugar que tú dices porque acabamos de salir del Consejo Venezolano del Niño y allí no hay nada de eso, pero me gustaría saber en qué sitio está esa casa del álbum de fotos, me parece muy novedoso que tan pronto saquen eso en una película ya lo estén ofreciendo al público y de paso te felicito, debes tener mucho dinero para frecuentar prostíbulos de tanta aristocracia, eso debe ser para personas de abolengo que puedan darse ese lujo.

La Trabajadora Social me entrevistó, oyó todo cuanto le conté y luego me explicó: —En este lugar solo se ventilan las cosas relacionadas con los menores. Tu problema de pareja tienes que arreglarlo con un abogado, si te agrede le haces llamar a la jefatura de la parroquia. Tráeme las partidas de nacimiento de los niños, como debes suponer, tengo que citarlo porque hay que oír las dos partes.

A los tres días fue ella personalmente a visitar mi casa, observó como vivíamos y se informó con los vecinos de mi conducta, de igual manera lo hizo en mi lugar de trabajo. Él fue llamado y me imagino cuántas cosas diría, pero todo rebotaba


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contra la verdad, no supo decir sitio de trabajo porque no lo tenía, total, Trinita que era una gran mujer lo dejó mudo cuando lo mandó a trabajar para que cumpliera con sus deberes de padre y por último le dijo: —Usted no puede sacar esos niños de su casa bajo ningún pretexto, porque desde este momento están bajo la tutela del Consejo Venezolano del Niño.

Cuando regresó a casa daba gritos como un demente, repetía y repetía que esa era otra puta. Ya no era posible la convivencia entre los dos, ni poniendo mi mejor buena voluntad para soportarlo lográbamos un acuerdo, definitivamente, éramos dos enemigos en un combate sin tregua y esto no nos perjudicaba solo a nosotros dos, también a los niños que vivían atemorizados y mis tías, ese par de viejas, que no podían dormir tranquilas y muchas veces merodeaban por las noches por si escuchaban algún ruido sospechoso. Ellas temían por mi vida aunque yo las tranquilizaba asegurándoles que yo no corría ningún peligro. Realmente no le temía, estaba segura que no sería capaz de agredirme. Volví para tratar de convencerlo para que se fuera y me dejara en paz, le hice ver lo inútil de seguir juntos en apariencia ya que la verdad hacía más de año y medio que éramos dos extraños y no existía ninguna posibilidad entre nosotros. Se mostró comprensivo y dijo: —Si tuviera dinero me fuera, pero no tengo ni para echarle gasolina al carro.

Entonces le prometí encontrar el dinero para que se fuera. Yo tenía el dinero pero le hice creer que lo pediría presta-


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do al día siguiente en el trabajo. Cuando llegué del trabajo al otro día me preguntó si tenía el dinero y le respondí afirmativamente y recogió sus ropas y otros enseres y comenzó a despedirse de sus hijos y a llorar, juro que me conmoví viéndolo abrazar a sus hijos. Abrí el escaparate y le entregué quinientos bolívares, prendió su carro y se fue. Estaba tan feliz que me metí al baño y cantaba alegre, me parecía mentira que al fin me había quitado esa peste, interrumpió mi canto la vocecita de Haydeé diciéndome: —Mami, mi papá está allí. Desde del baño, ya secándome le dije: —No mamita, tu papá no vendrá en mucho tiempo. Pero la niña insistía: —Papá está en tu cuarto. Entonces, para salir del paso le dije: —Ya voy mi amor.

Salí del baño y no había nadie, pensé que eran cosas de la niña. Feliz estuve varios días, me sentía resucitada, estaba saboreando el sabor de la libertad. Lo grave fue cuando tuve que entregar el san correspondiente a ese mes y cuando busqué el dinero que guardaba en el escaparate, no encontré ni rastro. Aunque estaba segura de no haberlo cambiado de lugar, lo busqué en todo el escaparate sacando todo, con igual re-


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sultado, entonces comprendí: Waldo vio de donde saqué el dinero, volvió a la casa y aprovechando que estaba en el baño me robó el dinero del san que tenía que entregar. Me vi obligada a pedir excusa a la señora y para colmo era una señora amiga del doctor Russa. Para pagar ese san tuve que tomar todo mi sueldo y pedir un préstamo. Pero me consolaba si era para salir de esa plaga de hombre. Le hice una carta donde le decía que el dinero que me había robado, lo había conseguido acostándome con un hombre en mi propia casa, y que era tan grata la experiencia, que le agradecía se hubiese robado el dinero porque me había dado la oportunidad de conocer a una persona tan especial que aún conservaba su perfume en mi almohada. Yo sabía que esa carta no podía ser leída por él ya que no sabía leer. Pero me deleitaba la sola idea de lo que iba a sentir, cuando otra persona se la leyera y se enterara de su contenido aunque no siendo cierto lo que decía, sobre todo, que supieran la clase de alimaña que era. Esto era para mí como un consuelo. Pasó como un mes, estando sentada en mi cama con Panchita conversando, tocaron la puerta y era el desvergonzado que había regresado. Un escalofrío corrió por mi espina dorsal, sentí que el mundo se me terminaba y en ese momento recordé tantos malos ratos que me debía, y llena de ira le grité: —¿Qué haces aquí?

Y me respondió: —Vengo por uno de mis hijos. Si me das a Walter me voy y no molesto más.


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Fuera de mí, me le fui encima y lo agarré por el cuello y frenética le gritaba mientras más lo apretaba: —Mis hijos son míos desgraciado y no te dejaré llevar a ninguno.

Panchita intervino y me obligó a soltarlo. Él se paralizó porque no esperaba esa reacción mía y sabía que si me enfurecía era capaz hasta de matarlo. Ya tenía varias marcas que le habían dejado mis dientes en la cara y en la cabeza y estaba dispuesta a matarlo si era necesario. Sentí deseos infinitos de enterrarle las tijeras varias veces en el cuello y en los ojos y con ese solo pensamiento disfruté. Afortunadamente logré calmarme. Pero ese instinto asesino era algo que nunca había sentido y me aterró la idea que un día no pudiera controlarlo y cometiera un crimen. De inmediato me vestí y fui a la Jefatura de Altagracia, expliqué al jefe civil como pude mis problemas y lo puse en contacto con la trabajadora social del C.V.N., le mandaron una citación para el otro día y no asistió. El jefe civil me dio otra citación y mandó otra para él y me dijo: —No se preocupe señora, si no viene mañana venga igual usted pasado mañana que entonces lo mando a buscar con la policía.

Así fue y lo mandaron a detener por desacato a la primera autoridad de la parroquia. Cuando lo llevaron detenido el jefe civil no lo dejó ni hablar, lo miró de arriba abajo y le dijo: —Eres el guapo que no respeta a nadie. En principio, tú no tienes derechos porque no cumples deberes y que yo sepa, los únicos hijos que no comen son los hijos de las matas de cambur.


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Quiso argumentar algo y el jefe civil lo mandó a callar y me preguntó: —Diga señora, qué tiene usted en contra de su esposo.

A lo que yo respondí: —Son tantas las cosas que tengo en su contra, que no sería suficiente el resto de mi vida para contarlas, pero he venido aquí a pedir que este señor no pise más mi casa ni intente robarme uno de mis hijos.

El jefe civil escribió de su puño y letra en un libro la prohibición de pasar cerca a mi casa, solamente podía pasar a ocho cuadras de distancia y mientras un tribunal de menores no dictara una orden no podía trasladar a ninguno de los menores que estaban bajo mi custodia y se lo hizo firmar. Como yo sabía que no sabía leer, le pedí al jefe civil que le fuera leído para que se enterara de lo que había firmado ya que él ni leía ni escribía. Cuando quiso irse el jefe civil lo paró, llamó a un policía y lo dejó arrestado por ocho días por desacato a una orden policial. Cumplió su arresto, imaginé que respetaría lo ordenado pero no fue así. Cuando me disponía a salir para el trabajo a eso de las seis y media de la mañana llegó a la casa y me dijo: —Vengo para arreglar el asunto de Walter.

Como yo entraba a trabajar a las siete de la mañana y no quería faltar más, –ya había faltado mientras se arreglaba lo de la policía– le pedí que esperara a que regresara del trabajo para que habláramos. También lo hacía para ganar tiempo y pasar por la jefatura para informar lo que estaba pasando. No me dio


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tiempo, en el momento en que me estaba poniendo el abrigo arremetió contra mí con un cuchillo aprovechando que tenía los brazos metidos en las mangas del abrigo y era muy difícil defenderme, de todas formas me defendí como pude y solamente me daba cuchilladas superficiales en la cara, la cabeza, los brazos y la espalda. Panchita se despertó y corrió a dar aviso a mis familiares, la niña, de solo cinco años de edad también despertó y corrió hacía nosotros gritando: —Papito, no me mates a mi mamita.

Él le gritó: —Quítate o te mato a ti también.

Fue su respuesta a la niña. Yo olvidé el peligro que corría y abracé a mi niña cubriendo su cuerpo con el mío lo que él aprovechó para herirme sin que me defendiera. Ya iba a ultimarme de una puñalada cuando apareció mi primo Candelario con un palo en la mano y le gritó desde la puerta: —Waldo, ¿qué vas a hacer?

Al escuchar los gritos de mi primo Candelario soltó el cuchillo. Fui llevada de emergencia al hospital por madrina, mi comadre Lorenza Zabala y Moncho su hijo. La comadre Lorenza, con la angustia del momento, cubrió una gran herida que tenía en la frente con el paño de cocina con que ella raspaba las arepas que estaba preparando para el desayuno de sus


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hijos ya que tenía desprendido un trozo de piel y este cubría mi ojo derecho. En el hospital, los médicos que me atendían tuvieron que suturar heridas múltiples en la cabeza, cuello, orejas, espalda y brazos que ameritaron mi hospitalización. Con el tiempo me enteré, que mi pequeño hijo Walter, cuando aun no había cumplido tres años de vida en este mundo, presenció toda esa dantesca escena desde la puerta del cuarto donde dormía y que lo guardó en lo más profundo de su alma y en total silencio por años. ¿Cuánto habrá sufrido mi hijo con esos recuerdos? Lo cierto es, que Walter, siendo ya un hombre casado y con hijos, intentó un acercamiento con ese señor y lo que encontró fue una bestia llena de odios contra todo y contra todos incluyendo a sus otros hijos engendrados posteriormente. Según comentarios, la casa se llenó de vecinos que trataron de lincharlo y lo salvó la intervención de la policía que aplacó los ánimos, aunque ya le habían dados varios golpes, que en el juicio por intento de homicidio, me los achacó a mí. Cuando fue detenido declaró que me había agredido por que yo no atendía a mis hijos y me pasaba todo el tiempo conspirando en contra del gobierno de Pérez Jiménez. Decir eso en aquellos tiempos era como una sentencia de muerte al entregarle a uno a la Seguridad Nacional, por suerte, cuando mis vecinos se enteraron de sus declaraciones, se metieron a mi casa y la limpiaron de todo cuanto pudiera comprometerme. Se llevaron a sus casas cantidades de propagandas subversivas al igual que otras cosas que guardaba. Cuando llegó la comisión de la Seguridad Nacional y allanaron la casa, no encontraron ningún indicio de que yo fuera conspiradora, no obstante, rompieron colchones, reventaron los potes de las matas y hasta unos remiendos que yo misma había hecho


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en el piso, como estaban desiguales, los rompieron para ver si encontraban algo enterrado. Una de las primeras personas que llegó a mi cama del hospital fue el doctor Russa que llevaba una pistola en el bolsillo y me preguntó: —¿Dónde está ese desgraciado?

Yo, que no sabía lo que había pasado, le respondí: —Está en la casa.

Y mostrándome la pistola sin sacarla del bolsillo del pantalón me dijo: —Voy a matarlo. Y salió de la sala.

Afortunadamente, cuando llegó a mi casa solo estaban madrina y algunos de mis vecinos con los niños, a él ya lo habían sacado esposado de la casa. Mi buen amigo, El doctor Russa, produjo un escrito para la prensa donde contaba todas las verdades que conocía y daba fe de mi buena reputación. Fue el doctor Russa, quien con gran paciencia, me obligó a tragar a pesar de los dolores que sentía en mi garganta inflamada para que me suspendieran el suero. Después llegó Andrés, besó mi cara sobre los vendajes y acarició mis manos como dándome fuerza y al despedirse me dijo al oído: —Pase lo que pase siempre estaré contigo.


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También vino rápidamente a la orilla de mi cama, Pompeyo Vaamonde, y con el mismo cariño y afecto tomó mis manos entre las suyas luego aproximándose a mí me susurró: —Cuenta conmigo para lo que sea.

Así desfilaron frente a mi cama cantidades de amigos y vecinos, mis familiares no me abandonaban por temor a que de un momento a otro vinieran los esbirros de la S.N., y me apresaran sin que ellos se enteraran. Lentamente fui recuperándome y a los quince días me dieron de alta. Madrina Luisa María estaba aterrorizada, ya que al momento de salir del hospital me llevaron a la S.N. donde fui interrogada. No puedo decir que fui maltratada, al contrario, me trataron con respeto y cortesía, entre otras cosas, me preguntaron si pertenecía al Partido Comunista o Acción Democrática. En el primer momento no sabía que responder, pero pensé rápidamente y me salí de la suerte diciendo: —Pertenecí a A.D en el tiempo que todo el mundo lo era para conservar su trabajo, pero ahora no pertenezco a ningún partido político.

Sin embargo, imprimieron mis huellas digitales, me tomaron unas fotos y me dejaron ir para mi casa que por mucho tiempo fue vigilada. El señor Zabala que tenía su barbería en la esquina casi frente a mi casa me informaba de personas desconocidas que muchas veces veía en actitud sospechosa. El partido me relevó de toda actividad política, por lo menos eso tra-


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taron de hacer, pero mis actividades, aunque ellos quisieran, no podían paralizarme totalmente. Pronto, antes de lo que se podía nadie imaginar, me encontré totalmente restablecida y me reintegré a mi trabajo. Peinándome el cabello sobre el lado afectado de la cara y disimulando un poco las cicatrices que me quedaron en el resto de la cara: una en la mejilla y otra sobre el labio superior y la barbilla, comencé de nuevo mi vida. Podría asegurar, que las cicatrices no me afectaron para nada, al contrario, esas cicatrices eran el símbolo de mi liberación, es más, casi las amaba porque ellas habían logrado sacar a ese hombre de mi vida. Había logrado mi libertad, pero a qué costo. Al final de la tormenta, la libertad

Al comenzar esa nueva etapa de mi vida me propuse no cometer nuevos errores. En principio, me tracé la meta de no llevar ningún hombre a mi casa como padrastro para mis hijos, no quería correr el riesgo de volver a equivocarme, y por otra parte, como tenía mi niña, debía cuidar que mi hija no fuera objeto de malas pasiones de cualquier hombre que le diera como padrastro y después quisiera cobrar en el futuro la ayuda prestada. Así que sería preferible estar sola que mal acompañada y con la seguridad absoluta de mis pensamientos no prestaba atención a los innumerables monigotes que pretendían hacerme caer en sus redes; como me veían sola, con veintiocho años de edad, se creían que yo era presa fácil y me prometían el sol, la luna y las estrellas, pero yo los oía como quien oye llover. Muy internamente me preguntaba, ¿será que la felicidad está negada para mí? ¿Nunca encontraré la felicidad? Mas, por el momento eso no tenía importancia, quizás, tal vez en un futuro lejano podría intentarlo de nuevo cuando mis hijos crecieran y supieran defenderse.


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Qué lejos estaba yo de imaginarme, lo que el destino me tenía reservado. Pasaban los días y el compañero Vaamonde me prestaba todas las atenciones posibles con el mayor respeto y delicadeza, me aconsejaba y trataba de guiarme en lo que estuviera a su alcance, me puso en contacto con un abogado, que por razones de seguridad, no podía estar notoriamente identificado con AD para no justificar mi filiación política. Este abogado se encargó de representarme ante los tribunales en el caso de la agresión de que fui víctima y de paso tramitaría mi divorcio. Vaamonde me visitaba casi a diario y se me hizo imprescindible, me acompañaba si tenía que salir a inyectar a alguien, para que no fuera sola y era mi enlace con el partido ya que directamente me estaba vetado; por su actitud y comportamiento honesto y caballeroso pasó a formar parte de mi familia. Panchita seguía en mi casa, a Haydeé la puse en una escuela para que le enseñaran las primeras letras y pagaba para que le dieran el almuerzo, a mi regreso del trabajo pasaba recogiéndola, todo empezaba a marchar. Un día recibí la visita de una mujer que se identificó como del servicio social del penal donde estaba recluido Waldo para pedirme que permitiera que los niños visitaran a su padre que estaba muy arrepentido y lloraba por sus hijos, traté de explicarle como pude a la funcionaria mis razones pero ella insistió tanto que terminé accediendo. Olga, mi prima, le llevaba los niños algunas veces para que los viera en la cárcel, mas, no conforme con eso, comenzó a pedir que fuera yo para hablar conmigo, cuando menos esperaba se aparecían en mi casa personas desconocidas abogando por él.


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De esta forma se presentó a mi casa una tía de López Contreras y hasta un cura que salió casi corriendo por los disparates que le dije, en vista de todo esto, vi claramente que me resultaría imposible hacerle frente a la situación si al salir Waldo de la cárcel no tenía un hombre en mi casa que se hiciera respetar, por consiguiente, me vi precisada a modificar mis criterios anteriores y empecé a pensar como haría. Llegado ese momento, en mi mente forjé una lista de los posibles candidatos, entre ellos figuraban: Humberto, Raúl Varela, Germán Castillo, etc., y fui eliminando candidatos. Humberto no estaba en el país, estaba exilado y de todos los otros, el único que salió triunfante fue Raúl Varela, era el que a mi juicio reunía las condiciones necesarias para hacerme compañía en el supuesto caso que tuviera que decidir. Pero no pasaron muchos días, cuando llegó un día por la mañana Matilde Varela, la hermana de Raúl, estaba muy deprimida y me contó cosas muy desagradables respecto a su hermano y con esto se vino a abajo mi posición referente a Raúl, esta conversación sostenida con Matilde, dio al traste con los sentimientos que siempre había albergado por Raúl. Así fue que el cupo quedó vacante. Los niños visitaban a su padre frecuentemente, y el día del Carmen, fecha en que celebraban las festividades en el penal les mande a sus hijos. Cuando ellos se encontraban con él, llegó a mi casa la comadre Lorenza con el periódico del día donde Waldo declaraba ante la prensa y de manera pública que mi hijo menor era hijo de cierto líder político y que él me lo había perdonado. Al yo leer esa noticia tan baja y calumniosa, me di cuenta lo estúpida que era al permitir que mis hijos fueran a ese penal a ver a un hombre que no tenía reparos en denigrar de ellos en esa forma tan vil, solo para aparecer como víctima ante la opinión pública, y juré que sería


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implacable. Andrés al enterarse, me consoló con frases llenas de afecto y me pidió que no prestara oídos a palabras mal intencionadas, que eso, en ojos de personas conscientes era peor para él, porque un hombre bien hombre, aun con razón, jamás se expresa en esa forma de la mujer que lo había acompañado tantos años. Mis hijos no volvieron al penal. Andrés para mí era solo un gran amigo, yo veía en él un señor, jefe de una familia incapaz de pensar en otra mujer que no fuera la suya, primero por su edad y luego por su forma de ser tan sobrio, hasta en la forma de vestir, tan reservado y discreto que inspiraba algo que no sabría definir, pero a Dios pongo por testigo que no pasaba por mi mente ninguna idea malsana, nunca pensé que Andrés tenía un volcán por dentro. Bajo su apariencia se escondía un hombre pleno de amor y ansioso de explotar, pero yo no lo veía, estaba ciega como si una venda cubriera mis ojos. Como yo trabajaba en las mañanas en el Seguro Social y en las tardes en la clínica, él solía visitar la casa en las tardes que yo tenía libre y por las noches a veces íbamos a la casa de algún compañero y que a jugar dominó. Era el pretexto para reunirnos sin despertar sospechas y trazar líneas a seguir, luego me acompañaba a mi casa, yo me sentía protegida y respetada como si anduviera con un hermano mayor. Recuerdo muy bien un día domingo por la tarde que fuimos a la casa del compañero Quintero a una reunión política y para disimular se compraban cervezas y jugábamos dominó como les dije antes, cuando terminó la reunión, quise regresar a mi casa, por la parte del barrio, eran solamente unas seis cuadras que nos alejaban de la casa, pero Andrés me invitó y bajamos como doscientos escalones hasta la quebrada de Caraballo y luego subimos como dos o trescientos escalones más para salir a Los Dos Cerritos, al otro extremo donde todavía tenía-


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mos que caminar como diez cuadras para llegar a la casa. En fin, todo un rodeo donde me llevaba del brazo como algo suyo y con todo eso, yo lo tomaba como una cosa muy natural, una noche estábamos charlando en la sala de mi casa Panchita, Andrés y yo, recordábamos cosas pasadas y vino a nuestra memoria el episodio de que cuando Andrés me conoció tendría yo quince años y entonces dijo dirigiéndose a mí: —Si tú no hubieses sido tan engreída me hubiese casado contigo, porque a través de los años he conservado la imagen de aquella figurita, fina y frágil como de porcelana. Y yo le dije: —Si tú hubieras insistido yo también me hubiese casado contigo porque eras el hombre más bello de aquella época. Panchita soltó una carcajada y alejándose dijo: —Me voy, esta es una doble declaración de amor.

Nos quedamos un poco en la sala y luego se paró para irse, lo acompañé a la puerta y todavía se aguantó un momento, después me estiró la mano para despedirse, me aprisionó la mano y la besó. No sé que pasó en mí en ese momento tan corto, sentí como si un rayo de luz me hubiera iluminado y una venda se hubiese caído de mis ojos y lo vi por primera vez como hombre, el roce de sus labios sobre el dorso de mi mano hizo latir mi corazón, ¿que pasó?, no lo sé, cuántas veces habíamos estado más cerca, especialmente un día que pintábamos consignas contra el gobierno, a eso de las doce de la noche en un muro alto de San José a San Isidro, de pronto desembocó en la esquina un hombre con un sobretodo y con aspecto de policía, escondimos la pintura y la brocha debajo de un carro estacionado y Andrés me estrechó fuerte entre


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sus brazos como si me estuviera besando para confundir al supuesto policía que resultó ser el compañero Castillo que también estaba pintando y ni ese acercamiento hizo nada en mí como esa noche maravillosa. Se fue y yo corrí al cuarto de Panchita emocionada para decirle, Panchita, Andrés está enamorado de mí y Panchita riendo me respondió: —Pendeja, la única que no lo sabe eres tú.

Esa noche casi no dormí pensando en sus labios sobre mi mano, en su mirada, atando cabos y había momentos que imaginaba que solo eran figuraciones mías y que cuando volviera a verlo todo sería igual que antes. Una niña de quince años no se habría comportado de la misma forma que yo a esa edad, acariciaba mi mano derecha y la besaba donde él la besó como correspondiendo a su beso y la apretaba contra mi cara porque él la había besado, sinceramente, ni cuando adolescente me había sentido así, era como una locura sin principio ni fin. Al otro día, a la una de la tarde, al salir del trabajo, me esperaba Andrés en la esquina, me acompañó a la casa y quedamos a vernos en la clínica al final de mi jornada. Todo ese tiempo trabajé como en las nubes, hasta la tarde a las seis y media que llegó Andrés por mí, me tomó por un brazo y me condujo al parque Los Caobos que nos quedaba próximo a la clínica donde yo trabajaba. Ese era un lugar de ensueños, altos árboles y largas calles iluminadas con bancos donde sentarse, una fuente luminosa y grandes extensiones cubiertas por grama donde se podía leer, soñar despierto o jugar, todo bien cuidado y resguardado de maleantes que nunca han faltado. A ese lugar fuimos a hablar de lo que sentíamos, no necesitamos decirnos mucho, él me dijo:


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—Te amo desde siempre.

Y con un beso largo y dulce sellamos nuestro pacto de amor. Luego vinieron las explicaciones, pero ya estaba dicho, nos amábamos a pesar de lo que tuviéramos que afrontar y aunque me guardaba mis apreciaciones, yo pensaba para mis adentro, aunque sea casado veinte veces no voy a dejar pasar el tiempo de felicidad que pueda darme este hombre tan superior a todos los demás hombres del planeta, más, cuando por primera vez en la vida había descubierto a un ser capaz de hacerme olvidar mis infortunios y brindarme el amor que tanto anhelaba. Siempre tenía mis reservas, pero ya nada me importaba si él me amaba. Decidida, le pedí esperar mientras poníamos los puntos sobre las íes. Que podía decirle yo de mí que él no supiera, me conocía tanto como yo misma, él sabía leer mis pensamientos, intuía mis tristezas y mis alegrías. Un día me atreví a preguntarle si era casado, cerré los ojos para escuchar la respuesta, creí que me diría sí, y no quería que viera en mis ojos la desilusión, pero me respondió “no y solamente me casaré contigo algún día”, mi pecho se expandió de dicha, no podía creer tanta felicidad, entonces le pregunté: —Si yo no estuviera casada, ¿te casarías conmigo? —Ahora mismo. Y me juró: —me casaré contigo cuando tú digas, sí, hoy, mañana, cuando sea, cuando tú lo desees mi amor, para mí lo más importante eres tú, déjame amarte, déjame adorarte, has convertido mi vida en un tormento.

Nuestra vida cambió totalmente, no podíamos concentrarnos en nuestros trabajos, andábamos como sonámbulos,


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parecíamos dos niños escapados de clase, nos besábamos en la calle, en los autobuses y nos escapábamos del trabajo para estar juntos en cualquier parte, así como unos locos anduvimos. En todo ese tiempo nos contamos cantidades de cosas de nuestra vida pasada, hasta que llegó el momento de la cordura, ya era tiempo de fijar posición. Empecé diciéndole a mi futuro marido: —Si deseas vivir conmigo debes saber que somos cuatro, dos mujeres y dos hombres, para mí, primero, son mis hijos y si algún día, te molesta uno de ellos, no tienes más que decirlo y por mucho que te ame siempre voy a estar al lado de mis hijos, sobre todo, mientras no sean adultos y hayan hecho su vida.

Me dejó hablar y por último cerró mi boca con un beso mientras me decía: —Justamente es por eso que te amo tanto, si no fueras así, no te amara como te amo, claro que nuestros hijos serán lo primero siempre.

Esto lo decía abrazando a mi cuerpo, su aliento me quemaba y me rogaba que lo dejara ser mi dueño y me decía las más bellas palabras de amor que hombre alguno pudo jamás decirle a una mujer, no pude resistir la felicidad de su adoración y me rendí entre sus amorosos brazos, era tan hermoso sentirse amada por un hombre como aquel, y entre lágrimas y caricias vimos la luz del nuevo día. Ni la novia más pura, pudo tener una noche de boda como la mía.



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S E G U N D A PA R T E

Un nuevo amanecer. Una nueva luz

Pensé que después de ser mi marido su pasión disminuiría, pero al contrario, cada día era más apasionado, más tierno y amoroso, sus cuidados se duplicaban y me celaba de todo y de todos. Éramos tan felices que nos importaba un comino la opinión hasta de nuestras familias, por mi parte mi familia, especialmente mi madrina, llegó un día alarmada por que la gente estaba diciendo que yo vivía con Andrés y yo muy tranquila le dije: —Madrina no es que la gente dice, yo vivo con Andrés y el que no quiera tratarme que se ahorre su trato, empezando por ustedes.

Andrés no ocultaba a nadie su relación conmigo, me presentaba a todos como su mujer y salíamos y entrábamos juntos a todas partes. Andrés mantenía y siguió manteniendo la casa donde vivía su familia, pero todos sabían que tenía su mujer y que vivía con ella, en esa casa que él pagaba vivía: Julia, la mamá de Pompeyo y Pompeyo, sus sobrinos, Pedro José, Narciso, Josefina, Socorro y Dalia Solorzano, Juana su hermana, Rafael su hijo y la madre de este, que había sido su mujer por varios años, hasta que las circunstancias de la vida los separaron, pero ella quedó ocupando su lugar en esa casa como madre de su hijo a quien Andrés adoraba. De toda esa familia, los asiduos de mi casa eran sus sobrinos Pompeyo, Pedro José y Narciso, los demás, no tenían ningún trato conmigo, por supuesto, Ser-


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vanda, la madre de Rafael me odiaba a muerte. Yo no abrigaba por ella ningún sentimiento, ni bueno ni malo, simplemente la ignoraba, a pesar de todas las cosas malas que ella trataba de hacerme, no la sentía nunca una rival y por otra parte, yo estaba muy ocupada amando a mi marido y no me quedaba tiempo para ocuparme de tonterías. Cuando Andrés llegó a mi vida estaba muy mal de salud, lo blanco de los ojos era amarillo oscuro, manchas oscuras casi negras tenía en las mejillas, el abdomen permanentemente lo mantenía inflamado y todo cuanto comía le ocasionaba gases y padecía de una úlcera gástrica desde hacía muchos años que se empeoraba con la mala alimentación y la presión permanente con que vivía. Lo primero que hice fue cambiarle el régimen alimenticio, lo sometí a comer legumbres, verduras, pollo y pescado sin grasa y lo sometí a un tratamiento basándose en extracto hepático inyectado y cantidades de grageas de Colina, medicamento especial para el tratamiento del hígado y las vías digestivas. Al comienzo, se reveló porque estaba acostumbrado a comer las comidas aliñadas con manteca y no con aceite como las preparaba yo, pero después entró por el aro y se convenció, ya que cuando comía en su casa, después no podía soportar la acidez y los gases, en total, a los seis meses ya estaba mucho mejor y no se curó definitivamente porque no dejó de echarse los palos y estos impidieron que se cicatrizaran las lesiones del estómago. Vivíamos en un eterno idilio, yo seguía trabajando y él me esperaba a la salida como un novio para acompañarme, generalmente se quedaba por las noches en mi casa, otras veces a eso de las tres o cuatro de la mañana se paraba y se iba para


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que su hijo lo viera en las mañanas en su casa. Esto me disgustaba, pero me cuidaba de no decirle nada para evitar problemas y por no darle el gusto de pensar que yo lo celaba, por otra parte, siempre pensé que un día u otro saldría para siempre de esa casa, por eso no me daba mala vida y tomaba lo bello de la situación tratando de alargar en lo posible la felicidad que pudiera darle. Pero él pensaba diferente y me lo demostró años tras años, cada día se fue integrando más a mí, lentamente con toda su pausa se fue convirtiendo en el hombre de mi casa, en el padre de mis hijos a los que amaba como propios, se preocupaba por ellos y me ayudaba a educarlos. No estaba de acuerdo con que yo trabajara en dos lugares, decía y con razón, que ese tiempo lo necesitaban los niños y me retiré de la clínica, entonces, sin decir nada, me traía más dinero para suplir el que dejaba de percibir. Como hicieron un dispensario cerca a mi casa pensé que si trabajaba en ese lugar sería beneficioso para los niños porque podría vigilarlos de cerca, solicité el empleo por Asistencia Pública y me lo dieron. Pedí un permiso sin remuneración en el Seguro y recomendé a la hija de una amiga para que me hiciera la suplencia mientras probaba en el dispensario y lo aceptaron, en consecuencia, vine a prestar mis servicios al dispensario como jefa de enfermeras, pero no me sirvió, a los tres meses estaba loca con el trabajo, allí, con un solo sueldo tenía que atender dos médicos, la sala de curas, la farmacia y cuando la enfermera del odontólogo no le daba la gana de asistir, también tenía que suplirla, amén del trabajo de oficina, tenía que llevar un libro de todas las actividades del dispensario y mantener el orden y el aseo y por si fuera poco, como vivía cerca, muchas veces me buscaban por las noches para inyectar a un niño gravemente enfermo y tenía que atenderlo por humanidad y el sueldo era igual, considerando todo


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lo que tenía que trabajar no me quedaba tiempo para atender mis obligaciones en la casa. En vista de eso, renuncié al cargo para volver a mi antiguo trabajo en el Seguro. Al tratar de reintegrarme a mi empleo, supe que la hija de mi amiga, que para quedarse con el cargo, me malpuso en la Dirección, dando la información que yo estaba trabajando en otro lugar y que no volvería más a mi lugar de trabajo, por lo tanto le dieron el empleo a ella, más, cuando yo la había presentado como mi sobrina, en consecuencia, me enviaron a trabajar a Petare. Allí entraba a trabajar a las siete de la mañana para tomar las muestras de sangre y luego trabajaba hasta la una de la tarde. A esa hora entregaba la guardia al turno de la tarde si había llegado y si no tenía que esperar hasta tanto fuera reemplazada, no podía dejar el servicio solo. A la hora de la salida, estaba Andrés esperándome para hacerme compañía en el autobús hasta la casa, eso lo hacía todos los días. Hacíamos ese trayecto sumergidos en la felicidad que nos rodeaba, ni advertíamos lo distante que estábamos de nuestra casa, ni las personas que subían o bajaban del autobús, solo teníamos ojos para mirarnos y oídos para escucharnos, en esa forma transcurrían nuestras vidas en perfecta armonía y delirantes de amor. Él me hablaba de su amor cien veces al día y me pedía disculpas si me fastidiaba porque siempre he sido poco expresiva y no lo manifestaba igual que lo hacía él, pero de igual forma yo correspondía y me extasiaba entre sus brazos y con sus besos, lo de nosotros era algo inigualable, jamás imaginé que un hombre de apariencia tan seria, pudiera transformarse en un ser tan infinitamente tierno y amoroso, yo lo amaba mucho pero él sentía por mí una especie de adoración, todo lo mío lo veía hermoso, besaba mis pies y cada parte de mi cuerpo con gran deleite murmurando


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emocionado, nunca dejes de amarme, tú eres mi vida, mi única ilusión, mi esperanza. En aquel transporte de pasión nos fundíamos en un solo cuerpo y una sola alma y volábamos al infinito en alas de nuestro incomparable amor. No quiso que trabajara más en la calle. Un día me tomó entre sus brazos y dulcemente me pidió que me quedara en casa cuidando de mis hijos y me prometió darme pobremente todo lo necesario y si yo quería podía hacer trabajos de costura dentro de mi casa y sin tanta presión, a los pocos días compró una máquina de coser nueva y un equipo para forrar botones. Renuncié al empleo en el Seguro Social y me dediqué a coser dentro de mi casa para tener mis propias entradas de dinero. Me cumplió durante toda su vida y a la medida de sus posibilidades lo que me había prometido, porque aún, cuando fue jubilado, la pensión del Seguro Social llegaba a mis manos con rigurosa exactitud. Al comienzo de nuestra unión tuvimos algunos problemas debido a la costumbre que yo tenía de resolverlo todo sin contar con la opinión de mi compañero y esto lo molestaba, pero él me entendía y sin disgusto me decía: —Vida, recuerda que no estás sola, ahora somos dos.

Al fin me acostumbré y esa costumbre fue parte principal de nuestra felicidad por que nos fuimos compenetrando cada día más. Pasado un tiempo, fui llamada al escritorio del doctor Ardila Bustamante, el abogado encargado de la defensa de Waldo que me pidió retirar la acusación. Como es de su-


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poner me negué a su petición, no había ninguna razón de peso para retirar la acusación, más, con el expediente que habían elaborado donde yo quedaba como agresora en vez de agredida. En sus declaraciones, Waldo dijo que habíamos esgrimido cada uno un cuchillo y que había tenido que defenderse de la agresividad con que yo lo atacaba, como el abogado no pudo convencerme, sacó una hoja de papel y me la mostró diciéndome: —Si usted no se muestra razonable, entregaremos a la prensa esta hoja con los nombres y direcciones de sus compañeros de partido para que se publique.

En el dichoso papel aparecía encabezando la lista el nombre y la dirección de Andrés y luego los otros compañeros que Waldo conocía tanto como yo. Obligada por la circunstancia hablé con mi abogado y le expliqué la situación. De mutuo acuerdo, mi abogado desasistió el juicio y con todo y eso, el juez de la causa sentenció dieciocho meses de prisión y un año confinado a la ciudad de Maracaibo. Hoy día, dos de febrero de 1996, puedo asegurarles que no siento absolutamente nada por ese ser, más parecido a una bestia que a un ser humano, no siento ni rencor ni odio. Les hago este relato, porque es necesario que ustedes conozcan los acontecimientos más importantes de mi vida y que puedan hacerse un juicio exacto de como transcurrieron los hechos. Si esa lista aparecía en los diarios, sería como sellar la sentencia de muerte, tanto de Andrés como de todos los compañeros que en ella aparecían, si tomamos en cuenta que vivíamos en una época donde predominaban el terror y el miedo a causa de un gobierno aberrante y desastroso como lo fue la dictadura de Pérez Jiménez.


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Ya teníamos aproximadamente dos años viviendo juntos Andrés y yo y siempre me pedía un hijo que no llegaba, pero no por culpa nuestra, no hacíamos nada para evitarlo, los dos sabíamos que tarde o temprano llegaría para completar nuestra dicha. No obstante insistía, como si fuese yo la que se lo negaba intencionalmente, dame un hijo que nos una más, dame un hijo con tu sangre y la mía y me invitaba a soñar como sería ese hijo, yo decía: —Será un negrote bello como tú.

Y él a su vez reía diciéndome: —No, será moreno claro con tus ojos y tu boca.

Y así, extasiados, pasábamos horas imaginando como sería nuestro primer hijo estrechamente abrazados y llenándonos de besos. A finales del año 51, en el mes de septiembre sospeché que estaba embarazada, no quise decirle nada hasta no estar segura, cuando fui al médico y me lo confirmó lo esperé en la noche con una comida especial, puse flores en mi cuarto y tendí mi cama con la ropa de cama más bonita que tenía, Andrés me preguntaba: —¿Qué pasa tesoro, quién cumple años?

Y yo le respondía: —Es algo mejor que eso.

Acosté a los niños y esperé que se durmieran, luego lo agarré de una mano y lo llevé al dormitorio, muy preocupado me preguntó:


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—¿Es tu cumpleaños y lo olvidé? —No amor, es algo más hermoso que eso.

Tomé sus manos y las puse sobre mi vientre diciéndole: —Aquí habita tu hijo.

Se quedó como lelo, después se arrodilló y besando mi vientre decía: —Gracias madre querida por darme un hijo que unirá más tu vida y la mía.

Me quitó toda la ropa que llevaba puesta y cubrió mi cuerpo desnudo con la bata de dormir que había puesto sobre la cama, me alzó en sus fuertes brazos y me tendió en la cama, deshizo mis cabellos y colocó entre ellos las flores que estaban en el jarrón y con sentimiento conmovedor se abrazaba a mi diciendo: —Adorada, no tengo oro, perlas, ni diamantes que ofrecerte, te ofrezco mi incomparable amor, te juro en este momento que jamás he amado a nadie como te amo a ti. Te amaré hasta mi muerte.

Yo lo abracé contagiada de felicidad y le murmuré muy quedo, cerca de su oído: —Yo te amaré a ti hasta después de la muerte mi vida.

Nos abrazamos llorando como dos niños que no sabían otra forma de expresarse el inmenso amor que cada día crecía más dentro de nosotros.


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Andrés trataba de darme todo lo que podía. Se montaba en el hombro cajas de comida y caminaba desde Las Lomas, donde llevaba la contabilidad a un abogado, hasta El Retiro, donde vivíamos, para que a mis hijos no les faltaran sus alimentos y llegaba feliz con su cargamento para los hijos que él no había engendrado. Con la máquina que me compró, empecé a coser corbatas negras para el uso de los empleados de los ministerios. Luego empecé a trabajar con corbatas finas de telas italiana, de la conocida marca “Noble”, las pagaban bien, pero perdí parte de la vista por lo exigente que eran con el dobladillo que requería mucho esfuerzo visual. Pero valió la pena, mis hijos me ayudaban y estaban bien cuidados y daba gracias a Dios por la sabia decisión que Andrés me había ayudado a tomar. Mi marido me estimulaba para que aprendiera de todo, me inscribí en un curso de repostería y todo lo que hacía a él le parecían obras de arte, hasta los huevos fritos les sabían mejor si yo los freía. Hice el primer curso que se dictó en floristería y colaboró conmigo de buen agrado y feliz. Hice cursos de repostería, pastillaje, panificación, pastelería etc. En todo momento estaba dispuesto a ayudarme con su aprobación y sus deseos de superación. El tiempo pasaba y la barriga crecía, Andrés me llevaba la malta por cajas que yo tomaba sin contemplación, por las noches las metía al cuarto junto con el destapador y me tomaba una cada vez que despertaba. Esto ocasionó que engordé muchísimo y de aquel cuerpo hermoso que él adoraba no quedaba más que una gorda barrigona. Yo misma, al contemplarme en el espejo no entendía cómo me había dejado poner en ese


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estado, tenía una barriga descomunal y muchas veces él me encontraba llorando porque yo imaginaba que así, él dejaría de amarme. Entonces me abrazaba y besaba todo mi cuerpo diciéndome las palabras más hermosas de su repertorio y me aseguraba que yo era lo más precioso de su existencia. Siempre me decía: —Tú sabes que no soy católico, ni comulgo con creencias religiosas pero si hay algo que me acerca a Dios es haberte puesto en mi camino, porque después de mi santa madre solo estás tú.

Llegó el día del alumbramiento, teníamos todo preparado, la cuna, el gavetero, los pañales, toda la ropa necesaria. Yo había preparado la canastilla con todo mi amor y entonces él me decía: —No hagas ropas rosadas que yo no hago hijas, ese muchacho tiene que ser varón.

Pero yo pensaba, puede ser hembra y le hice ropitas rosadas, azul y blanco. No estábamos seguros que fuera el parto para ese día, tenía dolores muy fuertes. Avisé a la señora Elena para que ella me atendería y nos dijo que el parto sería para el amanecer. Al otro día lo pasé con dolores, Andrés regresó temprano, le atendí en su comida, acosté los niños y nos acostamos. Como a las nueve de la noche me arreciaron los dolores, él no hallaba que hacer y fue a buscar a la partera, regresó con ella pero estaba sumamente nervioso, me sobaba la barriga, la cabeza y cada vez que me daba un dolor preguntaba a la partera: —¿No será prudente traer un médico?


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La señora Elena lo mandó fuera del dormitorio y se encerró en la habitación con Petra mi comadre y yo. Andrés se sentó en la sala con una botella de brandy Terry que nos había regalado Cecilio, su amigo, y a cada momento tocaba a la puerta preguntando: —¿Qué pasa? Si me dejan morir mi mujer las mato a las dos.

A las tres en punto de la mañana del día treinta de mayo de 1952 nació la niña, la partera le dijo es una niña y él, que ya había marcado sus huellas dentro del cuarto se abalanzó sobre mí besándome y diciendo: —Es mi hija, es mi hija.

Besó a la niña que le ofreció la partera y se fue a seguir tomando, regresó al otro día todo contrariado y con cara de culpable excusándose por su conducta. Pero yo estaba demasiado feliz para disgustarme y al verlo le abrí los brazos donde se refugió como un niño sorprendido en falta. Nuestra unión se había consolidado con el nacimiento de nuestra hija, quiso llamarla Sonia Esther y yo acepté, aunque quería llamarla Esther Beatriz. Todo seguía marchando de maravillas, volví a recuperar mi figura y mi marido cada día estaba más enamorado y yo cada día descubría en él más motivos para amarlo. Era un nombre perfecto, lo único que realmente me preocupaba era su afición a los tragos, no era que tomaba a diario, a veces pasaba hasta dos meses sin tomar pero cuando menos esperaba no llegaba a la hora de costumbre y luego se presentaba a la media noche


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o al otro día acompañado de amigos y más borracho que una cuba. No era tampoco que se ponía grosero, al contrario, era más tierno y cariñoso que de ordinario, pero me preocupaba su enfermedad del estómago. Cuando esto ocurría no hallaba como pedirme excusas y prometía que no volvería a ocurrir, pasaba el tiempo y se repetía de igual forma, así vivimos años tras años. Como él no era un hombre fiestero, a todas partes íbamos juntos, no tenía ninguna distracción, solamente vivía para trabajar, no me parecía justo formarle un zaperoco porque se echara unos tragos, más bien, cuando llegaba acompañado de sus amigos yo les agradecía por haberlo acompañado y los atendía como lo merecían. En más de una ocasión los mandé a pasar y les serví comida. A mi marido, por más borracho que estuviera, no lo dejaba acostarse sin antes darle la comida aunque fuera en la boca por temor a que se quedara con el estómago vacio de comida y lleno de alcohol. Luego, amorosamente lo llevaba al borde de la cama donde lo hacía sentar y sin que lo notara lo acostaba y lo despojaba de toda su ropa para que pudiese dormir tranquilo. Si yo le insistía para que se acostara no lo hacía y quería volver a la calle, por eso me las ingeniaba y lo llevaba a la cama sin que se diera cuenta, cuando lograba tenderlo en la cama ya estaba ganada la pelea y no despertaba hasta el otro día. Así era nuestra vida, plena de amor y de comprensión. Él era muy celoso, me celaba hasta del pensamiento. Si en algún momento me veía pensativa y silenciosa me preguntaba: —¿En quién piensas? Cómo desearía penetrar tus pensamientos y saber lo que piensas.


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Si éramos invitados a una fiesta siempre salía disgustado, no podía soportar verme bailando con otro. Fue por eso que dejé de ir a fiestas para evitar sus disgustos y por otra parte, que podía interesarme más que estar a su lado. Yo ya estaba divorciada y siempre me hablaba de casarnos, pero yo evadía el tema, no quería casarme otra vez. Si éramos tan felices como estábamos para que íbamos a casarnos y además, yo quería que nos amáramos sin papeleos, sin obligatoriedad, libremente, hasta el día que él dijera hasta aquí y no hubiera nada que lo atara. En una oportunidad le pregunté: —¿Vas a reconocer a la niña?

Y no respondió. Entonces la presenté como mi hija natural. Sonia Esther Alzuro y no le hablé más del asunto, cuando llegó el momento que se iba a bautizar, me dijo: —Tenemos que presentar a la niña.

Yo, sin decir palabras busqué el certificado de presentación y se lo mostré, lo leyó y lo guardó en su maletín, como a los cinco días me entregó un documento con el reconocimiento de la niña y me dijo: —Se llama Sonia Esther Vaamonde Alzuro, quieras o no porque es mi hija, si a ti no te gusta mi apellido, lo siento, pero ella va a tener que llevarlo mientras viva.

Me senté en sus piernas y le cubrí la cara de besos en señal de disculpas, él sonrió correspondiendo a mis caricias, hasta


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allí llegó su disgusto. Entre nosotros no podía haber nada que oliera a disgusto, todo lo arreglábamos con besos y caricias. ¡Qué amor el nuestro! Sonia era su princesa, la niña mamó diecisiete meses y los dos peleaban por su teta, hasta que llegamos a un acuerdo, la derecha era de ella y la izquierda de él. No se sabía quién era quién, perecían dos niños y yo en el medio. Todos estos recuerdos me hacen sentir una mezcla de amor y dolor y hoy, no sé qué hacer con esta amarga carga que me agobia. La vida transcurría plácida, mis hijos iban creciendo rodeados del afecto que Andrés les brindaba como si fuera su propio padre, o mejor dicho, como no lo hizo su propio padre. Me ayudaba a educarlos y los protegía hasta de mi carácter, estaba pendiente de sus necesidades y los consentía, los niños nunca lo sintieron como un extraño en nuestra casa. Cuando me uní a Andrés, mi hijo menor no había cumplido dos años y sufría de asma, cuando este mal lo atacaba pasábamos las noches en vela y fue así durante mucho tiempo, con ningún tratamiento se encontraba mejoría, mientras más avanzaba el tiempo más fuerte le atacaba la enfermedad. El niño se me iba poniendo flacucho y demacrado ya que los alientos casi siempre los vomitaba a causa de la tos frecuente, estábamos preocupados y particularmente yo no sabía que hacer. En una de las crisis que sufrió, se puso muy malo, creí que se me moría y corrí con el niño a la calle como loca, Andrés corrió tras de mí y me quitó el niño de los brazos, juntos fuimos a dar a la casa del doctor Lárez Campo, amigo de Andrés y compañero de partido. Este de inmediato lo atendió, le dio oxígeno y luego le mandó un tratamiento que consistía en una serie de inyecciones y un líquido que teníamos que echarlo por cucharadas sobre recipientes de agua hirviente y ponerlo bajo de su cama


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y así pasábamos las noches, hasta que el niño respirara bien. Con ese tratamiento que duró mucho tiempo y otros medicamentos que le recetó logramos mejorarlo, después le mando una fórmula para los parásitos, con esto botó tantos parásitos que parecía increíble, después de esto no volvió a repetirle el asma. Que diferente era para mí, contar con el apoyo de mi marido en esos momentos y no estar sola como lo estuve cuando Walter se me enfermó de gravedad, había una diferencia muy grande, inmensamente grande. Andrés, siempre estaba cuando lo necesitaba y su sola presencia era suficiente para sentirme segura, había un hombre en la casa. Haydee ya tenía diez años, Walter ocho años y Eduardo seis años, cuando un día llegó su padre a verlos, yo no me negué, ese era su padre y ellos tenían el derecho de verlo, más, cuando yo nunca le había hecho a mis hijos referencia ni para mal ni para bien, mis hijos sabían que tenían su padre, nunca les vendí la imagen de Andrés como padre, ellos lo llamaban señor Andrés. Un día Eduardo lo llamó papá y yo le hice ver que él tenía su papá y le expliqué: —Los niños tienen un solo papá y ustedes tienen el suyo que algún día lo van a conocer. El señor Andrés los ama más que su propio padre porque es quien me ha ayudado a criarlos pero no es su papá, ámelo, respételo, pero no lo llame papá.

No sé si estuvo bien o mal, no quería que en el futuro alguien les dijera, “cállate estúpido, ese no es tu papá” y que tuvieran que bajar la cabeza. Además, siempre me han gustado


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las cosas claras y malo o bueno, ellos tenían su padre. Cuando después de tantos años llegó ese señor a ver a sus hijos con todo y lo que me había hecho dejé que lo vieran en la calle. Los invitó a salir y lo aplacé para el día siguiente a fin de consultarle a mi marido. Andrés, a regañadientes dio su consentimiento con la condición de que los trajera temprano a casa. Al otro día, su padre los vino a buscar y le mandé el mensaje con Haydeé, llegó Andrés por la noche y no los había traído, pasaron las horas y no llegaban, Andrés empezó a preocuparse y me decía: —Mejor hubiese sido no haberlos dejado salir, dime si se los lleva y si a esta hora ya están camino hacía Maracaibo.

Estaba fuera de sí, caminaba por toda la casa de un lado a otro. Por último me dijo: —Si a las once de la noche no los ha traído hay que ir a denunciarlo.

Al poco rato llegaron, tuve que interponerme para que no saliera a reclamarle por la hora de traer a los niños, como la casa de nosotros estaba en alto y tenía unas escaleras para la calle los niños se tardaron en subir, al entrar les pregunté: —¿Para dónde los llevaron?

Y ellos respondieron: —Para una casa donde estaba una señora.

Haydeé, mi hija mayor dijo:


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—Mamaíta, mi papá viene a buscarnos mañana.

Los hice acostar y Andrés me pidió que no los dejara salir más con él y me explicó que temía que, por hacerme daño se los llevara. Habló conmigo para explicarme y con toda su paciencia e infinito amor me dijo: —Yo sé que es su padre, pero recuerda que eso no lo ha frenado para hacerte daño y no quiero verte sufrir otra vez por su culpa, qué le puede importar a ese animal, solamente por hacerte daño, meter los niños en el carro y arrancar con ellos para cualquier parte.

Le prometí no dejarlos salir al otro día. Los interrogué y supe que los había llevado para un hotel donde estaba con una mujer. No los buscó para llevarlos a un parque o a un lugar apropiado para niños, no, los llevó a un hotel donde estaba alojado con una mujer que ni se sabe de dónde la habría sacado. Cuando los vino a buscar no los dejé salir y se fue furioso, después de eso tuvimos un encontrón en el Consejo Venezolano del Niño donde Trinita Cardozo lo puso en su lugar. Después de ese episodio, donde ese señor no supo justificar su irresponsabilidad ante las autoridades del Consejo Venezolano del Niño, no he vuelto a verlo en Dios gracia. Mi Tesoro

Era el nombre de la casa donde viví durante doce años, en esa casa pasé ratos muy amargos, pero en ella fue donde conocí la verdadera felicidad y para mí fue un verdadero tesoro.


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Cómo añoro aquellos días cuando aún tenía mis hijos pequeños y el corazón lleno de ilusiones pensando que cuando crecieran mi vida cambiaría. Todos hombres y mujeres estarían unidos, estudiarían o trabajarían y mis sinsabores terminarían. En mis horas grises me animaba pensando, ahora tengo problemas porque mis hijos están pequeños, pero cuando crezcan, ellos me ayudarán y la vida se me hará más fácil. Que iluso se es cuando apenas se tiene veinte y tantos años y no se sabe realmente lo que nos espera, más, como Dios con su infinita misericordia todo lo previene, nos manda la llaga pero también nos proporciona la medicina. En Mi Tesoro sufrí tanto que no deseo recordarlo, pero en esa casa tan humilde fue donde me uní a mi esposo y en ella conocí el amor y la felicidad, en ella disfruté los días más felices de mi existencia junto al hombre que adoro aún después de muerto. Aunque había vivido allí tantos años llegó el día que me pidieron desocupación, prolongué todo lo que pude la entrega de la casa pero al fin no me quedó más remedio que entregarla y nos mudamos a Lídice, a una casa que Andrés alquiló para nosotros. Esa casa era superior a Mi Tesoro, tenía cuatro habitaciones, sala, comedor, patio, cocina, agua en abundancia pero estaba muy lejos de mis predios. Haydeé y Walter tenían que ir a la escuela todos los días desde Lídice hasta la Sabana del Blanco donde estudiaban y Eduardo, como era más pequeño lo había dejado con madrina mientras le encontraba cupo en una escuela cercana al nuevo domicilio. Andrés, para llegar a la casa tenía que transitar por una escalinata sumamente peligrosa y por otra parte los vecinos eran insufribles, ponían aparatos de soni-


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dos a todo volúmen y se peleaban de frente a frente diciéndose las palabras más feas que se podían oír. Como estábamos finalizando el año pensé que en esa casa, por muy buena que fuera, no iba a poder recibir la clientela de costura que tenía en mi barrio, en consecuencia, tomé una decisión, la consulté con Andrés y luego fui a casa de madrina y le pedí que me cediera un rancho de madera que ella tenía en el fondo de su casa. Dejé todas mis cosas en la casa de Lídice y nos fuimos a vivir a ese lugar mientras terminaban una casita que un amigo de Andrés había comprado para arreglarla y alquilárnosla para vivir nosotros en la cuarta calle del Retiro. Madrina me lo permitió y me vine con los niños y me traje mi máquina de coser. El rancho era de tablas, había una cama y algunos muebles viejos, en ese rancho me instalé y como madrina no me permitió que pusiera mi máquina de coser en su recibo y en el rancho no podía coser porque era muy oscuro y falto de espacio, hablé con mi comadre Lorenza. Ella estaba viuda y tenía la sala desocupada donde había funcionado la barbería de su esposo, sin ningún reparo lo arregló para que cosiera allí y al regreso de mis hijos de la escuela yo subía con ellos a la casa para darles su almuerzo que les hacía en una especie de cuchitril que fungía de cocina. Andrés venía por las noches, nosotros dormíamos en la camita, frente a la cama, en un colchón dormían Haydeé y Sonia y en un pasillo angosto en una camita dormían Walter y Eduardo. Andrés veía eso y me decía acariciándome: —Sólo tú eres capaz de esta locura, pero donde tú estés yo seré feliz mi amor.


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Por las tardes llegaba a la casa de mi comadre con un cargamento de pan, leche y frutas para todos. La comadre Lorenza lo estimaba mucho y conmigo era especial, me conocía desde niña y siempre llevamos excelentes relaciones, ella era una persona increíble, nadie se iba de su casa sin comer y tenía la virtud que siempre le alcanzaba la comida para todos, se le multiplicaba como por arte de magia. Excelente amiga con quien se podía contar, allí en su casa cosí los meses que faltaban hasta diciembre y luego en enero nos mudamos a la cuarta calle del Retiro. Esa casa tenía dos habitaciones y un cuartico pequeño, sala, comedor, cocina, patio y lavandero, para subir a la platabanda había una escalera y la platabanda empataba con el corral donde había algunas matas, cuando nos mudamos a esa casa, todas las amistades nos dieron muy mala referencia de esa calle, nos dijeron que esa era la cueva de los ladrones y otras tantas cosas más, pero allí vivimos por espacio de cinco años y solo encontramos buenos vecinos, viviendo allí compramos el primer carro. En esa casa salí embarazada de mi segundo hijo de Andrés. Nada había cambiado entre nosotros, nuestro amor era a toda prueba, parecía que mientras más avanzaba el tiempo, más nos entendíamos y amábamos. Para él, yo seguía siendo la mujer más hermosa y perfecta del mundo y para mí, él era el único hombre sobre la faz de la tierra, nunca llegaba a casa con las manos vacías, siempre tenía un detalle, un dulce, una flor, aunque fuese una piedra, algo que me recordara lo grande de su amor y yo lo mimaba como a un niño, le servía su comida como si fuese un rey, la carne picada menuda como le gustaba, el pollo se los deshuesaba y le ponía sus huesitos por que le gustaba destrozarlos con los dientes, el pescado: sin piel y sin espinas. En fin, todas esas cosas nos unieron para siempre. Aún, con mi embarazo no dejé de trabajar, hacía


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tantas corbatas que por las noches soñaba con los colores de todas ellas, en esa casa nació Andresito un día veintiseis de julio de 1956. Como de costumbre todo estaba preparado esperando el momento, me iba a atender la misma partera que me atendió con Sonia, cuando se acercaba ese momento, Andrés se ponía tan nervioso como si fuera él quien iba a parir, me empezaron los movimientos desde la mañana del día anterior. Andrés trabajó un rato y se vino a la casa para ver como estaba, ya en la noche mandamos los tres niños grandes para la casa de madrina y fue a buscar de la partera. Serían como a las diez de la noche, yo no lo dejaba ir antes, cuando la señora Elena me examinó dijo: —Este es un parto de agua y será muy dilatado.

Regañó a Andrés para que se tranquilizara y se fue, dijo que vendría a las doce más o menos, como vivía cerca le era fácil regresar. Andrés se quedó solo conmigo, el pobre sufría tanto como yo y al fin me dijo: —Y tú tienes que soportar esto hasta las doce, esa señora debe estar equivocada, te voy a llevar a la maternidad.

Lo convencí y lo mandé a traerme a Teresa. Teresa era una muchacha que pasaba el día en la casa ayudándome y por las noches se iba a dormir a una habitación donde una familia amiga. Ante de las doce volvió Andrés a buscar la partera, no soportaba verme sufrir y no hubo quien lo hiciera salir del cuarto, se sentó a sostenerme y cada vez que me daba un dolor le decía a la partera, no va a poder resistir, vamos a llevarla a la maternidad para que la operen y la partera sonreía y le decía:


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—Claro que resistirá, este y otros partos más.

Llegó el momento en que yo pregunté: —Elena, ¿tú crees que todo está bien?

Y ella tranquila me respondió: —Ya vas a salir de eso hija.

Faltando poco para las tres de la madrugada nació el niño. Andrés estaba en peores condiciones que yo, se derrumbó en un mueble de la sala hasta que la partera terminó de arreglar todo y fue a acompañarla a su casa, de regreso se recostó junto a mí para besarme y entre lágrimas repetía: —Eres una mujer completa pero no quiero verte sufrir más así, tesoro.

El nombre del niño esta vez se lo puse yo: Andrés Eloy, y su padre rápidamente lo presentó en la jefatura de Altagracia. La situación política era cada vez más grave y nosotros de una u otra forma siempre estábamos incluidos en ella. Andrés no me permitía mezclarme en asuntos políticos por los niños y además, con la participación de él ya era demasiado arriesgado, sin embargo, a sus espaldas, yo también hacía lo mío. Es muy dif ícil para una persona que ha estado en la lucha durante tantos años permanecer indiferentes por más niños que se tenga, yo entendía perfectamente la posición de mi marido, pero en el barrio todos conocían mis inquietudes y mi participación por años en la vida política y comunal del país, por lo tanto, aunque me lo propusiera, no


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podía sustraerme a ella y a cada momento tenía que participar queriéndolo o no en situaciones en que era solicitada mi presencia o mi opinión. Si me traían una propaganda contra el gobierno no iba a decir como si fuera una insulsa, “no me la dejen porque mi marido no quiere verme en peligro”. La tomaba y la hacía circular a como diera lugar, más peligroso era tenerla en la casa, hasta utilizaba a mis hijos pequeños que sin despertar sospechas me ayudaban a distribuirla, con todo y la prohibición de mi marido permanecía en contacto hasta donde me era posible con la oposición. Si mi marido se hubiese enterado lo que hacía en contra de su voluntad, realmente no sé cual hubiese sido su reacción, pero por mucho que lo amaba no estaba dispuesta a dejarme anular, tenía que correr el riesgo. En esa casa –en la cuarta calle del Retiro– cumplió Haydeé quince años, ya tenía en casa a una señorita. Haciendo un esfuerzo lo celebramos en la intimidad de la familia, no pudimos hacer gran cosa, pero le hice su traje rosado igual que sus zapatos. Lo que si fue hermosa fue la torta, estuve como tres meses haciendo los adornos en azúcar, quince muñecas vestidas en diferentes colores, una carroza tirada por seis leones y para los laterales no menos de quinientas rositas con sus hojas con las que formé ramilletes. La torta fue una obra de arte. Haydeé invitó a un grupo de sus amigos y se hizo una pequeña reunión en la sala de nuestra casa. Andrés no quería hacer fiesta por temor a los malandros, pero saben ustedes quiénes me cuidaron la fiesta: los malandros. Me las ingenié y los convencí para que fueran ellos los responsables del orden y yo les mandaba sus traguitos a la puerta donde estaban cuidando. También debo decir que Haydeé no era una niña pretenciosa y ella los saludaba como si fueran sus amigos y Andrés les daba la cola cuando los encontraba por


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las noches, lo que significaba que aquellos muchachos descarriados no eran nuestros enemigos. Al aproximarse el final del gobierno del dictador, todo hizo crisis: estudiantes universitarios y de educación media salían a las calles en protesta y eran reprimidos salvajemente por los esbirros de turno quienes machete en mano los agredían a planazo limpio sin distingo de sexo ni edad. Los trabajadores no podían protestar en ninguna forma y los que osaban hacerlo, eran masacrados sin contemplación. Las garantías constitucionales suspendidas, no había derecho a pataleo, nadie podía ni pararse en una esquina a conversar con otro sin correr el riesgo de ser arrestado si tenía suerte, porque de lo contrario los dejaban en el sitio. Los allanamientos se cuantificaban y los presos no cabían en los calabozos de la Seguridad Nacional. Pero con todo y ese terror los trabajadores decretaron una huelga general y en los barrios hacíamos la guerra como podíamos, en la platabanda de mi casa amontonábamos piedras durante el día y por las noches cuando bajaban los policías persiguiendo a los que gritaban: “Abajo Pérez Jiménez” les entrábamos a peñonazo limpio protegidos por la oscuridad, y así los teníamos subiendo y bajando más de tres cuadras de escalones cerro abajo y no podían detener a nadie porque todos los vecinos estábamos en contra del régimen. Así estuvimos varios días hasta que se avisó el día de la huelga general. Andrés, antes de salir, me dijo: —No quiero que salgas tesoro, es muy peligroso.

A lo que yo respondí, no voy a salir, pero ya tenía un trozo de cabilla dentro de una sombrilla y cuando calculé que ya estaría lejos salí en busca de los compañeros con que me habían prometido ir para apoyar la huelga, pero ninguno fue, a


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unos les dolía la cabeza, otros no estaban en su casa, me fui sola en un autobús que justamente subía por la Av. Urdaneta, cuando el autobús llegó al centro y quiso entrar a la avenida por la esquina de Las Ibarras, un grupo lo paró y los que veníamos dentro nos bajamos. Yo fui directo hacía la esquina de Santa Capilla, allí encontré a Enrique Robaina que me esperaba, de pronto comenzaron a pasar los carros con las luces encendidas y tocando corneta; todas las santamarías de los negocios se empezaron a cerrar y una gran aglomeración de gente se encontraba a los dos extremos de la avenida. En un momento miré hacía la esquina de la Torre y vi, que de banda a banda de la calle venía un contingente de policías armados hasta los dientes, junto a nosotros había un grupo nutrido de gente, alzando la voz todo lo que pude grité: —No vamos a correr como ratas asustadas.

Y nos quedamos en el lugar Enrique, yo y otras personas que no corrimos, los demás se metieron dentro de un edificio. Cuando la policía llegó a la esquina de Veroes le dieron varios planazos a un hombre viejo que encontraron en la calle, los que estaban del lado nuestro empezaron a silbar y a gritar, en ese momento un policía apuntó hacía donde estábamos nosotros, yo pensé, este en el fin y me agarré del brazo de Enrique esperando el disparo pero ni él ni yo nos movimos, el policía bajó el arma y se fue tras de los otros atropellando a todos a su paso. Después supe que esos policías los dirigía un tipo vestido de civil, que tras de nosotros, le ordenó que siguiera para abajo junto con sus compañeros matones, se oyeron disparos y alguien habló que era en Santa Teresa. Atravesamos la


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avenida para ir al lugar de los disparos y en toda la esquina encontramos a tía Estefanía, de setenta y ocho años, al verla me sorprendí y le pregunté: —¿Qué haces aquí tía?

Ella muy segura me respondió: —Lo mismo que ustedes. La pasamos al otro extremo de la avenida para que se fuera para su casa y nosotros fuimos para Santa Teresa a ver si nos enterábamos de lo que estaba pasando, mientras nos aproximábamos íbamos viendo grupos de gente que gesticulaban y hablaban de lo ocurrido, cuando llegamos cerca del lugar donde había surgido un foco de insurrección solo pudimos ver un sinnúmero de trozos de pisos reventados y regados por todas partes como también vidrieras rotas. Pensé que teníamos que regresar a pie y le pedí a Enrique que fuéramos subiendo, al emprender el regreso volvimos a encontrar a tía, la regañé y me la llevé conmigo a casa. En todo el trayecto solo veíamos grupos de gente tratando de regresar a su casa, el tráfico estaba totalmente paralizado y si a alguien se le ocurría sacar un carro a la calle era apedreado, nunca mis ojos habían contemplado un espectáculo tan maravilloso, me parecía imposible, que el pueblo aún con ese régimen de terror al que había estado sometido durante diez años hubiese logrado el triunfo. Cuando llegué a mi casa ya Andrés estaba, me miró y sonrió, le empecé a contar mis impresiones y entonces me dijo: —Yo sabía que tú ibas a la huelga, como si no te conociera.


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En ese momento dieron un comunicado anunciando toque de queda, fueron unos días terribles en espera de acontecimientos, el gobierno aseguraba que todo estaba controlado pero nosotros sabíamos que mentían descaradamente. Por los canales de televisión y por las emisoras radiales había un ambiente pesado y todos permanecíamos en ascuas esperando algún indicio. Andrés no venía a casa durante el día y cuando llegaba por la noche estaba rendido de cansancio como si hubiese estado trabajando en un conuco. Nos reuníamos los vecinos más cercanos en mi casa para cambiar opinión y tratar de sintonizar alguna emisora clandestina que nos informara. Al fin, una noche, como a las ocho aproximadamente oímos el ruido del motor de un avión y escuchamos en la radio la voz de un locutor que gritaba de la emoción al transmitir la información que el verdugo de Venezuela acababa de abandonar el país. Todos nos abrazábamos y reíamos de felicidad, mi primo Candelario y yo dábamos vueltas abrazados en el patio embriagados de felicidad, al fin éramos libres. Caravanas de carros recorrían la ciudad de extremo a extremo gritando mueras al tirano, hasta se dio el caso que personas que tenían tiempo disgustadas se reconciliaron y se abrazaron. Pero no todo había terminado. Después de esto hubo muchos muertos; francotiradores hacían de las suyas y cuando el pueblo fue a liberar a los presos que permanecían en la Seguridad Nacional, los esbirros que estaban atrincherados dispararon contra el pueblo ocasionando innumerables muertos de nuestro pobre pueblo que no gana una. Después de ese terrible episodio que vivimos durante diez años, comenzó una nueva etapa, pensábamos que había llegado el momento en que nuestro país enrumbaría su destino por


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rutas encaminadas hacia el engrandecimiento y la libertad. Todos, de común acuerdo, habíamos puesto nuestro granito de arena para hacer posible el derrocamiento de la dictadura ignominiosa que nos había oprimido sin piedad. El pueblo en su mayoría, sin distingo de clases sociales ni credos políticos se había unido para dar al traste con el gobierno opresor. Yo, al igual que todos los componentes del pueblo esperaba confiada que se haría justicia. Empezaron a llegar de regreso al país los exiliados políticos, eso era motivo de júbilo para los venezolanos; cuando se anunció el regreso de Rómulo Betancourt, en la Plaza O´Leary del Silencio se organizó un mítin para oír las palabras de nuestro máximo líder, fue monstruosa la participación del pueblo, todos deseábamos oír lo que diría ese hombre después de estar diez años fuera de su patria. Andrés y yo no acostumbrábamos meternos muy dentro de la multitud, siempre nos parábamos por una orilla donde pudiésemos escuchar, sin correr el riesgo de ser atropellados, yo oía a los oradores mencionar los nombres de dirigentes desaparecidos durante la dictadura y los ojos se me llenaban de lágrimas ante el recuerdo de los mártires, cuando le tocó el turno a Betancourt que se hacía presente en ese momento, comenzó un discurso sistematizado, con sus mismas palabras rebuscadas con que solía dirigirse a la multitud, no había nada nuevo en su lenguaje, me parecía estar escuchando el mismo discurso de diez o doce años atrás y para colmo, expresó en términos bien claros que no haría tratos con comunistas, ni los aceptaría en su gobierno. Olvidando que por la colaboración de los comunistas, que no se fueron a un exilio dorado y que se quedaron echándole bola aquí, fue que se logró el regreso de todos los exiliados. Esto me hizo entender que ese señor estaba influenciado por el gobierno del Tío Sam, y


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aunque yo era más adeca que todos los allí presentes le dije a Andrés: —¿Te vas o te quedas?

Él accedió y nos vinimos a nuestra casa, el resto del discurso se lo dejamos para que lo escucharan los que quisieran creer en ese señor. Desde ese día, se desató un canibalismo político incontrolable, los arribistas surgían de todas partes desplazando a los que tenían derechos indiscutibles, Andrés, con más mística que yo se recensó, pero al ver la falta de ética que existía en todos los niveles de la organización se fue rezagado y en la primera división que tuvo el partido nos fuimos con los cabezas calientes (M.I.R) que dirigía Domingo Alberto Rangel y otros jóvenes que desertaron de A.D. por los problemas internos que existían en el partido. Desde ese frente luchamos contra la política anarquizada de Rómulo de “disparen primero y averigüen después” y “las calles son de la policía”. Palabras textuales del gran dirigente adeco. El matrimonio de Haydeé

Nos mudamos a la segunda calle del Retiro a una casa más cómoda, ya no cabíamos en la casita de la cuarta calle, había aumentado la familia y ya estábamos en condiciones de pagar una vivienda más cómoda ya que Andrés estaba trabajando con una empresa formada por unos adecos amigos que solicitaron sus servicios de contador. Esa empresa se encargaba de importar muchas de las cosas que utilizaba el gobierno tales como pinturas, juguetes y otros, estaba constituida por tres adecos que luego se pelearon entre sí


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y se dividieron. Andrés se quedó con la firma: Comercial Torres Neda. La casa donde nos mudamos era una casa cómoda y tenía un gran salón con puerta santamaría donde inicié una gran quincalla y venta de juguetes que Andrés me traía a crédito de Comercial Torres Neda. Para esos momentos estaba recuperándome del problema que me había ocasionado Haydeé, como ella estaba tan joven y sin experiencia, prácticamente no razonaba, con el agravante de que era una niña muy bella y atraía a los hombres como papel de atrapar moscas. Cuando iba a las fiestas regresaba de ellas con dos y tres admiradores, entre tanto, conoció a uno de nombre Julio Ceballos de quien creyó estar enamorada, este joven era sargento técnico de la aviación y quería casarse con ella, como es de suponer, nosotros aceptamos el noviazgo pero no estábamos de acuerdo con que se casaran estando los dos tan jóvenes. Teníamos la seguridad que sería una ilusión pasajera que terminaría a corto plazo, pero no fue así, y las cosas tomaron otro carril, la niña nos hizo saber que si no la dejábamos casar con Julio no se casaría nunca con otro, esto bien interpretado quería decir que era muy capaz de irse con él, lo pensamos y Andrés me dijo, si ella está tan decidida me parece inútil que te opongas, las consecuencias pueden ser peor, en vista de eso cambiamos de opinión y empecé a trabajar en el traje de novia, con lágrimas en los ojos bordé el traje con mostacillas y pedrerías y preparé su tocado en la misma forma, se puso como fecha para el matrimonio civil el día diecinueve de marzo de 1959. Como Julio era menor de edad su papá tenía que firmar y como el papá vivía en Turmero en una granja de su propiedad y este señor no podía venir a Caracas dejando sola la


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granja se hicieron los trámites del matrimonio civil en Turmero, le compré todo en azul claro, zapatos, cartera, guantes, sombrero, y le hice un espléndido traje del mismo color. Andrés solicitó los servicios de un vehículo con chofer para el caso, no sé por qué razón nos retrasamos y llegamos fuera de hora. Julio nos esperaba en la plaza del pueblo, cuando Haydeé lo divisó se disgustó por que no estaba de punta en blanco y dijo: —Allí está, parece que lo acabaron de soltar de la policía para que se casara obligado.

Cuando nos vio llegar se disculpó, nos manifestó que se había pospuesto la hora de la boda para la tarde y que estaba allí desde temprano por temor a que fuésemos a llegar y no estuviese presente. Nos fuimos todos a la casa de su padre donde se afeitó y cambió de ropa, pero Haydeé estaba disgustada. En vista de todo eso hablamos con los dos y le hicimos ver que todavía estaban a tiempo de arrepentirse, que no importaba lo que estuviese firmado en la jefatura ya que se podía anular y punto. Los dos dijeron que eso estaba bien pensado y que no se echarían atrás. Llegado el momento, se casaron y regresamos a nuestra casa. Julio estaba feliz, trajo el tocadiscos de su casa y bailaba hasta solo, ella se metió en el dormitorio y cuando entré a ver que le ocurría me dijo llorando: —Mamaíta no quiero casarme con él. —Pero mi amor, si ya te casaste, le dije abrazándola. Pero creí que serían cosas de mingonerías, además faltaba todavía para el matrimonio de la iglesia.


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Julio tenía que entregar el comprobante de matrimonio para que las Fuerzas Armadas le dieran un dinero que le pertenecía según un acuerdo interno, pasaron varios días y Haydeé no cambiaba de actitud, ya estaba todo listo, hasta las tarjetas de invitación, pero la niña había perdido el interés en el novio que legalmente era su esposo. Ella estaba resignada pero yo comprendí que sería sacrificarla, y no iba a permitir que mi hija, solamente por un prejuicio, se desgraciara el resto de su vida, así que tomé la decisión y hablé con Julio para aplazar la fecha del matrimonio para más adelante a ver si ella cambiaba de modo de pensar. Julio era un muchacho muy comprensivo y no tuvo reparos en esperar. Pero esa espera se prolongó y aunque intentó por todos los medios el acercamiento, no logró que ella lo tomara en cuenta de nuevo, al contrario, actuaba como si no estuviese casada y me hacía pasar momentos muy desagradables. A mí no me importaba para nada la opinión pública, antes que todo contaba su felicidad. Lo que temía era a la reacción de él al verse despreciado, más, cuando estaban casados. Por suerte para todos Julio era medio loco, pero con muy buenos sentimientos y no nos dio ninguna clase de problemas. Fue nuestro amigo y llegó a hacerse padrino de confirmación de Eduardo mi hijo. El único castigo que le impuso a ella fue no aceptar el divorcio, por más que se lo propuse, siempre me respondía: —No quiero divorciarme señora Cira, me gusta estar casado eso tiene sus ventajas.

Después de todos esos problemas empezamos a disfrutar de las comodidades de nuestra nueva casa, era la primera planta de un pequeño edificio de tres plantas, en la segunda


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planta habitaban los dueños del edificio, excelentes personas con quienes hicimos una gran amistad. En esos mismos días fui electa presidenta del Comité Femenino del barrio, eso implicaba una nueva responsabilidad que no podía eludir por tratarse de haber sido electa por la mayoría de las mujeres del barrio. Esa era una elección muy honorífica y que me daba la oportunidad de dirigir y acercarme más a las mujeres de mi barrio que tanto necesitaban apoyo y orientación. En ese sector circulaban un sinnúmero de mujeres que desconocían sus derechos más elementales y nadie se preocupaba por hacerles saber que como seres humanos y madres, tenemos tanto o más derecho a participar en las actividades generales de la vida, aunque a las mayoría de las mujeres se nos desplace a un segundo plano, donde, obligadas por las circunstancia nos hemos convertido en robot o incubadoras, olvidando que no nació la mujer solamente para satisfacer las necesidades biológicas del hombre y parir, somos seres pensantes con una capacidad increíble, no solo para amar, procrear y trabajar, sino que también, tenemos que cultivar nuestro intelecto sin perder nuestra felicidad y llenar de ternura a nuestros hijos y esposo, que en su mayoría terminan convertidos en otros hijos. Con la convicción de este concepto, acepté la presidencia que me ofrecían, trabajé hasta donde me dejaron, conseguimos que una mujer del barrio viajara a Chile a un Congreso Femenino en representación nuestra, y muchas mujeres del barrio se integraron a la lucha por sus derechos y por su emancipación y se logró hacer un gran trabajo social, si no se hizo más fue porque nos obstaculizaron, nos tildaban de comunistas los que tenían intereses creados en el barrio y fuera de él, lo que quería decir, que estábamos levantando ronchas.


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Con todos los contratiempos, terminé mi período como presidenta del Comité Femenino y fundé, adjunto al Comité, el Centro Cultural “Antorcha” que funcionaba en mi casa de habitación. Allí comencé lo que siempre había deseado, compartir con mis semejantes los pocos conocimientos que a través del tiempo había acumulado y comencé a dar cursos gratuitos de costura, repostería y cocina a las mujeres de cualquier ideología política vivieran o no en el barrio, su única credencial era el deseo de aprender y mientras más contactaba con ellas, más me afianzaba en la idea de prestarle mi ayuda integral, necesitaban con quien comunicarse y les brindé también esa oportunidad, no solamente fui su instructora, me convertí en amiga y defensora de hecho, dejamos una tarde de cada semana para comunicarnos y aportar cada quien sus ideas ya que era la forma como podían resolverse determinados problemas que presentaran alguna de ellas. Pero no todo quedaba allí, también les hacía comprender el deber que tenía de ser gratas a la presencia del marido en el hogar, a ser pulcras y cuidar lo poco o mucho que nos trae a la casa el marido producto de un día de trabajo duro. Muchas de esas mujeres aprovecharon y se cultivaron un poco, humanizaron sus hogares y aprendieron a hacer tortas, panes, dulces y hasta hoy conservo la amistad y el reconocimiento de casi todas. Me son muy gratos todos estos recuerdos a los 75 años de edad. Trabajando con Andrés en el MIR también tuvimos problemas de persecución, aunque aparentemente estábamos en democracia y ese era un partido legalizado, nos perseguía la policía cuando pegábamos propaganda. Recuerdo una noche que salí con uno de mis hijos pequeños y un amigo de de la casa de nombre Raúl Martínez, a pegar en las paredes unos afiches invitando a un mítin que celebrábamos en el


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Nuevo Circo, como supuestamente había permiso y estábamos en nuestro derecho, no teníamos nada que temer, empezamos en la placita donde pegamos varios y en medio de la oscuridad ya íbamos a pegar otro más abajo cuando vimos llegar una camioneta de la policía que los arrancaba, nos ocultamos y ellos pasaron sin vernos, dieron vuelta al final y regresaron ya habíamos pegado otro frente a la casa de tía, ella nos abrió la puerta y nos escondimos, los policías peinilla en mano arrancaron el afiche y decían entre sí, deben estar cerca porque la pega está fresca, vamos a cazarlos para joderlos, en la casa de tía estuvimos varias horas hasta que cansados los policías se fueron. Nos regresamos a la casa y Andrés que ya estaba en ella nos dijo: —Mañana en el día vamos a empapelar el barrio para ver si se atreven a quitarlos.

Al día siguiente un grupo de hombres y mujeres pegamos todos los afiches restantes, pero de igual forma en la noche los arrancaron. Así funcionaba la democracia, ni más ni menos que los métodos de Pérez Jiménez. Y esta acción de pegar afiches es una de las cosas más inofensivas. Durante el mito de esa democracia se permitió que Miguel Silvio San, desde su prisión dorada, donde no le faltaba, desde su televisor hasta su mujer, dirigiera sus negocios fraudulentos, lo que le salía a este bandido era la pena capital y todavía no pagaba la muerte de tantos venezolanos que su único delito había sido amar a su patria. Como venezolana me sentía defraudada, engañada, herida en mis sentimientos más nobles y decidí seguir luchando como diera lugar en contra de cualquier tipo de gobierno


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que no representara la libertad y la justicia para el pueblo venezolano. No me resignaba a perder el tiempo que había empleado en esa lucha y educando a mis hijos desde pequeños en pro de ese ideal. A mi hija de cinco años de edad, le prendía en sus pantaleticas la propaganda subversiva para hacerla circular, pueden imaginar cómo eran mis convicciones. Y seguí un poco golpeada, pero pensando que cuando unos caen otros se levantan y la vida sigue su curso. En esa casa vivimos horas inolvidables, Andrés no escatimaba esfuerzo para mi superación y me animaba a seguir adelante, me impulsó para que hiciera los cursos de floristería, muñequería y piñatería, se sentía feliz por mis triunfos, había una afinidad entre nosotros que con una mirada bastaba para entendernos. Yo sabía que era feliz pero intuía que algo pasaba dentro de él, le faltaba algo y me propuse saber lo que era. Lo interrogué con toda la delicadeza posible y me soltó que sufría pensando en sus dos hijos que casi no conocía y quién sabe si no tendrían ni un juguete que a él tanto le sobraba. Me puse sobre la pista y localicé a los niños y a la madre, hablé con ella y le pedí que depusiera su actitud, le hice ver que los niños no tenían por qué pagar los errores de sus padres, en fin, la convencí y llegamos a un acuerdo, mandaría con su hermana a los niños a mi casa el próximo sábado por la tarde, no hablé de esto con Andrés por si no me cumplían, no quería crearle falsas ilusiones. Llegó el día sábado, en la mañana hacíamos el mercado, después Andrés se dedicó a lavar las frutas y arreglar la nevera, luego limpió y pulió el carro. Ese día le pedí que nos recostáramos un poco a descansar, no quería que los niños llegaran y él estuviese en la calle, para que no se encontraran antes de que yo hablase con ellos. Nos fuimos al dormitorio y en eso tocaron a la puerta, eran los niños y su tía, ella me los entre-


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gó y se fue a casa de una señora amiga que vivía más abajo de nuestra casa, me llevé a los niños a la cocina, uno tendría once años, el otro como nueve, les dije: —Los voy a llevar para que conozcan a su padre, ¿quieren? — Sí, respondieron. —Bueno lo único que tienen que hacer es tratarlo como si regresaran de un viaje, ¿me comprenden?

Empujé la puerta del cuarto y los dejé entrar, luego llamé a Andrés: —Tienes una sorpresa, y los dejé solos.

Hasta hoy no sé qué pasó cuando vio a sus hijos, pero a la media hora ya estaban como padre e hijos. Desde ese día Freddy y Roger que eran los nombres de esos niños forman parte de nuestra familia, se fueron levantando rodeados de nuestro afecto y llegué a quererlos como míos, propios, nunca me molestaron. Su madre una mujer muy inteligente les enseñó a respetarme y tanto ella como su hermana fueron mis amigas hasta siempre. Yo admiraba mucho a Onofre, la madre de esos niños porque era una gran mujer, trabajadora incansable, y madre como muy pocas, toda su vida la dedicó a educar a sus hijos y los formó hombres de bien, por lo que a mí respecta, me siento muy bien gratificada solamente con el afecto y el respeto que me profesan, si de algo en esta vida me siento feliz es de haber colaborado para que Freddy y Roger tuvieran una niñez rodeada del afecto paterno junto con sus hermanos y que hoy todos llevan el apellido de su padre del que me siento muy orgullosa.


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Pasaba el tiempo y yo pensaba: “pasaremos la vida pagando alquileres ¿cuándo será que tendremos una vivienda propia?” Trabajamos como burros y apena nos alcanza para cubrir los gastos, mientras más crecían los muchachos más aumentaban los gastos, a ese paso estaríamos sin tener donde caernos muertos, a mi marido parecía no interesarle mucho el problema, él creía que todo el tiempo iba a estar en condiciones f ísicas para producir, pero cada vez que me daba el dinero para pagar el alquiler de la casa donde habitábamos yo pensaba, si tuviéramos un terreno cuanto haríamos con este dinero y empezó mi cabeza a maquinar. Encontré un terreno en la entrada para el Junquito, eran unos terrenos que estaban invadiendo y compré el derecho a uno que ya tenía dueño, pero no me resultó, empezaron a meterse todo bicho de uñas y eso se volvió un desastre por lo que tuve que abandonar el terreno. Pero continuaba pensando en lo mismo. Compré un terreno en Guarenas, pero Andrés no quiso y lo dejé por años, después lo vendí a una amiga que tenía su casa al lado y lo necesitaba para ampliarla. Yo no dejaba de pensar en mi objetivo y hablando con la madrina de Sonia, mi comadre Petra Fraute me ofreció la posibilidad de una cuchilla de terreno que había al lado de su casa, y me habló de esta forma: —Comadre, ese pedazo de terreno ni es mío ni es de nadie. Varias veces han tratado de cogerlo pero nosotros nos hemos opuesto para que no se nos meta cualquier bicho que no conocemos, si usted, quiere arriesgarse lo más que puede suceder es que le paren el trabajo y pierda lo invertido.


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Mi primera casa propia

Fui a ver el terreno, era una cuchilla y al otro lado pasaba una tubería que recogía las aguas del cerro y las aguas negras de varias casas del frente. Emocionada me tracé mentalmente lo que podía hacer en el terreno, hablé con Andrés y fuimos al lugar, él vio el terreno y me dijo: —Aquí no cabe una casa y además tesoro, ¿con qué vamos a fabricar?

Me cortó las alas, nos regresamos a la casa, yo estaba furiosa pero no dije nada. Nosotros teníamos un amigo de nombre Raúl, un muchacho joven amigo de mis hijos que ya estaban zagaletones, Walter tendría como catorce años y Eduardo doce, lleve a Raúl a ver el terreno y me ofreció ayuda, me propuso: —Si usted compra los materiales entre los muchachos y yo haremos el rancho en un día.

Reuní cuanto centavo pude y compré los listones, cartones piedra y cuantas láminas de zinc se necesitaban y a escondidas de mi marido un día doce de octubre del año 59 hicimos el rancho. Esperamos ese día porque era festivo y había menos vigilancia policial ya que estaba prohibido construir ranchos. En la noche de ese día tuve en mis manos la llave del candado que cerraba la puerta de mi primera casa, yo me sentía como si fueran las llaves de un palacio. Era un salón como de seis por cuatro, pero eso me daba una seguridad increíble, pasaron varios días y no le decía nada a mi marido, pasamos por frente del rancho, y él me dijo:


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—¿Ves?, hicieron un rancho.

Yo lo culpe por no haberme ayudado, cuando regresamos, le pedí que detuviera el carro frente al rancho y me bajé, empujé la puerta y entré, él se bajó también a ver que hacía yo en ese rancho ajeno, su sorpresa fue cuando encontró a mis hijos y a Raúl echando el piso y se enteró que el rancho era nuestro. Era un rancho pero estaba al nivel de la calle, con bases por el frente podía instalarle agua, luz, y servicios sanitarios. Fuimos mejorándolo, lo alargamos hacia atrás con otro salón, pero teníamos que hacer un muro de contención que costaba mucho dinero. A la medida de mis fuerzas empezamos a hacer el muro, todo el dinero que caía en mis manos se convertía en arena y cemento, ese muro se llenó hasta con motores viejos de carro que botaban en la quebrada vecina, al fin se terminó de llenar el muro a la altura del rancho y se rellenó con tierra para poder echarle piso, nos dábamos largos viajes a la ensambladora de carros en Los Ruices para comprar madera y terminar el segundo salón. En todo eso transcurrió un año y Andrés no tomaba interés en ayudarme porque él prefería pagar alquiler que meternos a vivir en ese rancho, pensaba que si nos metíamos en ese rancho nos iba costar más caro el médico y las medicinas que los alquileres. Lo puse en tres y dos, o buscaba la forma para mejorar el rancho o nos mudábamos como estaba, por complacerme me dio un dinero y lo terminamos de parapetear. Construimos dos cuartos en la parte de abajo, uno fue el baño y el otro dormitorio para Walter y Eduardo, se subía por una escalera hecha con tablas. A finales de año le dije:


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—No puedo tener el rancho solo por más tiempo porque hubo un conato de invasión, si tú no decides nada este fin de año, en enero me mudo.

No me respondió ni decidió nada, esperé que pasaran los meses finales por los compromisos de costura. En enero dividí el salón de atrás e instalé un lavaplatos. En febrero, una mañana antes de irse al trabajo le dije: —Cuando regreses a la noche no llegues a esta casa, hoy me mudo para mi rancho.

Se sonrió incrédulo y se fue, ese día nos mudamos a mi nueva casa. Estábamos como sardina en lata, era como meter a Caracas entre Petare, esa noche dormimos con los colchones en el piso y él tuvo que dormir en el rancho. La suerte estaba echada y ya estábamos en nuestra casa, de allí en adelante lo que teníamos era que echarle bolas, y entre nuestro querido y fiel amigo Raúl, mis hijos y otras personas le echamos las bolas que hacían falta. Construimos esa casa desde los cimientos, con puro esfuerzo, levantamos una preciosa casa de dos plantas. Eso como comprenderán nos llevó varios años y durante ese tiempo ocurrieron muchos cosas, salí embarazada de mi última hija Aric. Como ya tenía cuarenta años y pesaba más de cien kilos se me presentaron muchos problemas, desde que hice mi primera consulta prenatal, el médico me previno que sería un embarazo y parto de alto riesgo. A los cinco meses ya supe que la criatura tenía una posición transversa, esto nos


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preocupó en extremo por que empecé a tener problemas con la tensión arterial. Andrés me hizo ver con médicos privados pero todos eran de la misma opinión, me puse en control en la maternidad y más o menos me estabilizaron la tensión pero la criatura seguía en transversa, lo que indicaba que tendrían que intervenirme a la hora del parto si en el último momento no enderezaba. Cuando se cumplió el tiempo reglamentario, comenzó a subirme le tensión de nuevo y al llevarme a maternidad me la encontraron sumamente alta, trataron de estabilizarla y se me bajó de pronto a cinco y quedé casi en estado de inconsciencia. Entre las nebulosas en que me encontraba oía como lejanos a médicos y enfermeras tratando de revivirme mientras yo iba por una especie de túnel oscuro donde divisaba a lo lejos una luz, me sentía cansada y quería llegar a donde estaba la luz, de pronto alguien, sé que era un hombre, me hizo volver a caminar de regreso por donde había venido y no me dejó llegar a la luz. Cuando desperté, vi unos rostros ansiosos y estaba llena de aparatos sobre el cuerpo y oí que alguien dijo: —Tronco de susto hermano.

Al poco tiempo me tomaron de nuevo la tensión y un médico habló conmigo. Te vamos a operar aprovechando que en este momento estás estable pero vas a tener que autorizar con tu firma y me trajeron unas planillas que firmé. Lo que yo no sabía era que mi marido estaba en la puerta esperando que llegara Onofre para que ayudara, ya que ella trabajaba en las noches en esa maternidad. Por mediación de ella, Andrés pudo entrar y verme antes y después de operada, cuando se fue ya sabía que estaba fuera de peligro. La niña nació negrita cuando me la sacaron y medio la distinguí, creía que era una negrita, pero luego fue tomando su color. Era pequeñita y el


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pediatra me recomendó que no la dejara llorar y la mantuviera acostada de lado y por último me dijo: —Esta niña tienes que cuidarla mucho porque tragó líquido amniótico y va a presentar problemas muy serios.

Pero se equivocó, es cierto que era muy llorona y nos daba malas noches a Haydeé y a mí porque se ahogaba con cualquier cosa, pero después fue la niña más sana, caminó a los nueve meses y habló antes del año, parecía una hormiguita por toda la casa y nunca se enfermó. Haydee se enamoró como una loca de Pedro José, el sobrino de Andrés, que era como mi propio hijo. Yo me hacía la loca porque sabía que él no quería una relación seria con ella y lo que hacía era pasar el tiempo y de paso me ahuyentaba los otros pretendientes que pudieran fastidiarme en la casa. Ella podía estar interesada en otro pero se aparecía Pedro José y todos los que estaban a su alrededor los mandaba a volar. Cuando Pedro José llegaba a la casa decía Andrés: —Llegó el rey negro, ya Haydeé no hace más nada.

Y así era en verdad, creo que fue el único hombre al que realmente mi hija amó. Todo lo de Pedro era lo más bello, todo lo que Pedro decía le causaba gracia. Como ella era una niña muy hermosa y llena de atributos personales, pienso que a él no era que no le interesaba, cualquier hombre se hubiese enamorado de una niña tan ingenua pero él estaba muy ocupado en aventuras fáciles y sabía que con nosotros tendría que apretarse el cinturón, por eso iba y venía tratando de conservar vivo lo que ella sentía por él pero sin comprometerse demasiado, y como a mí no me interesaba atraparlo


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para mi hija, los dejaba hasta ver que decía el destino. Total, quien se lo perdía era él. No era fácil encontrar una mujer joven, bella, pura, enamorada y limpia de cuerpo y alma, ¿qué más podía apetecer? Desgraciadamente no supo darle su justo valor y ella decepcionada y cansada del jueguito que le tenía, se refugió en otro que no la merecía y quien desgració su vida para siempre, porque nunca pudo ser feliz al lado de un hombre y soñando con otro. Para mayor desventura, el hombre que escogió, era un hombre brutal, tosco y lleno de defectos y no supo hacer nada para conquistar su amor. Bien pronto la llenó de hijos y de vergüenzas. Nosotros no podíamos hacer nada porque ella estaba resignada a soportarlo todo por sus hijos, y fue nuestro calvario andar tras de ella socorriéndola para hacer más leve su sufrimiento. Mi hijo Walter terminó su primaria y lo inscribimos en la Escuela Técnica Industrial con la esperanza de hacer de él un técnico. Capacidad le sobraba, era el más inteligente de mis hijos, pero no quiso echarle corazón, prefirió entrar en los Scouts donde conoció a un dirigente que eligió por padrino y por andar con este señor (muy digno por cierto) perdió los mejores años para estudiar, aunque aprendió a manejar un carro desde los catorce años. Mi hijo Eduardo, también fue a la Técnica Industrial, pero en el primer lapso lo rasparon, por que en vez de estudiar se dedicó junto con otros chicos a preparar huelgas y protestas callejeras y lamentablemente perdió el tiempo. Después hizo varios cursos en el INCE, finalmente se metió de lleno con un grupo que se decía eran de la juventud comunista, sinceramente no sé si eran de FLN, lo que sí sé es que ni es-


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tudiaba ni trabajaba. En cierta forma me sentía responsable por haberlo mezclado desde niño en esas andanzas; lo que no admitía era su falta de interés para prepararse en la vida y el fanatismo con que tomó la revolución. Se exponía y nos exponía a nosotros, actuaba a la desbandada junto con los otros jóvenes y no les importaba para nada las consecuencias de sus acciones. Al extremo de esconder en mi casa sin mi aprobación armas y propagandas contra el gobierno por los que hubiésemos ido a parar todos a la cárcel; como era inexperto y estaba pasando por la fiebre política, aprovechaban para usarlo y tener su depósito en mi casa. Yo no me enteraba porque el cuarto donde dormía estaba en la parte baja de la casa y tenía una puerta que daba a los bloques vecinos. No es que estuviera en contra de sus ideas, yo estaba en contra de su forma de actuar y sobretodo la irresponsabilidad de meter a una familia en semejante problema sin contar con su aprobación. Se dio el caso que Eduardo fue detenido y nos avisaron a la media noche, Andrés y yo bajamos a su cuarto por si tenía algo que pudiera comprometernos, la sorpresa fue cuando nos dimos cuenta que de casualidad no tenía un tanque de guerra escondido en la casa. A esa hora tuvimos que ocuparnos de sacar todo aquello de allí. Y gracias a Dios, no allanaron la casa, porque en una caja donde yo guardaba aserrín había millares de tachuelas clavadas en cuadritos de cartón que la usaban para espichar los cauchos a los carros y que no vimos cuando revisamos el cuatro, con eso nada más bastaba para ir todos presos. Era la época en que muchos jóvenes se fueron a la guerrilla y otros tantos se integraron a las guerrillas urbanas. El gobierno de Rómulo Betancourt fue un gobierno agresivo, lo que sucede es que las personas son olvidadizas y fácilmente olvidan los


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agravios. La represión no tenía nada que envidiar a la de Pérez Jiménez, con la diferencia de que Pérez Jiménez perseguía a los adecos y a los comunistas pero Rómulo Betancourt perseguía a sus antiguos compañeros que ya no creían en sus fanfarronadas y se habían unidos en otros frentes a sus amigos de lucha los comunistas, que juntos, constituían un alto porcentaje del pueblo venezolano. Tanto era así, que se reprimían las manifestaciones con balas, al punto que, voy a referirme a una manifestación de muchachos casi niños que salió de la Técnica del Norte en Los Mecedores. Desde el fondo de mi casa vi pasar a la policía, les mandé aviso a los manifestantes para que no siguieran, pero no sé, siguieron y pasaron al frente de mi casa, de pronto oí unos disparos y corrí a la esquina a ver lo que ocurría. En el piso estaba un niño muerto y una bolsa de pan a su lado, ese niño tenía unos catorce años, perdí los estribos y empecé a gritar maldiciendo al gobierno, entre varias personas me hicieron entrar en la casa, fue tanta mi furia, que yo tenía una hermosa mata de caucho en el recibo, esa mata era mi orgullo, pero al entrar la destrocé, como lo hubiera hecho con el desgraciado que mató al muchacho y después tuve que soportar las heridas de las manos. En esos mismos días me integré a las guerrillas urbanas, yo no salía a la calle, pero en mi casa atendía a los heridos que me necesitaban, de cualquier parte traían a mi casa, clandestinamente, a estudiantes heridos en disturbios y yo les prestaba mi colaboración como enfermera. Fue tanto el auge de las guerrillas que Rómulo las bautizó con el nombre de “El Ampoducto” y el que caía en sus manos era enviado a Santa Elena de Guairén donde eran tratados como delincuentes comunes y sometidos a toda clase de vejámenes. También se dieron muchos casos de personas misteriosamente desaparecidas tales como el profesor Lovera, hombre reconocido como un gran luchador que desapareció


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y al tiempo fue encontrado su cadáver con signos de violencia y todo quedó en el misterio más absoluto y como ese, otros tantos casos que escapan a mi memoria. Con esto no acuso a nadie en particular, acuso a un sistema de gobierno que con una democracia en pañales se mostraba sorda y ciega ante el clamor popular y asumía una postura equivocada creyéndose dueño y señor omnipotente del pueblo venezolano apoyado en un partido que no se tomaba la molestia de consultar a su militancia ni al pueblo. Las líneas a seguir salían de los eternos y consuetudinarios “Bueyes Cansados” quienes, por temor a perder sus privilegios, no permitían a la juventud destacarse. Los jóvenes que osaran levantar la cabeza eran opacados con disimulo, a otros los desprestigiaban ante la opinión pública y aquí tenemos, después de treinticinco años de un disfraz de democracia, a un pueblo frustrado, embobecido, incapacitado para creer en ningún líder, peor aún, sin líderes, porque carecemos de liderazgo en este país y en este momento no conozco a nadie con la capacidad suficiente para aglutinar las masas, porque nadie cree en nadie, se perdió la credibilidad y el fervor. La gente no lucha ni protesta no porque esté contenta y feliz, la gente no lucha porque le falta por quien luchar. En este momento necesitamos un hombre o una mujer capaz de romper en mil pedazos las estructuras anacrónicas del país y con lo que quede, formar una nueva Venezuela, pero que difícil tarea es luchar contra una gigantesca población de corruptos, sería preciso que surgiera aquí un Fidel Castro, mas, como las esperanzas son las últimas que se pierden, vamos a esperar porque detrás de un cerro siempre hay un llano. Con todos los contratiempos seguíamos adelante. Haydeé me hacía mucha falta, sufría mucho sin ella que era la reina de la casa, todo me la recordaba: su traje de reina de carnaval y todas sus cosas, más, cuando era ella mis pies y mis manos, sin


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ella estaba como maneá. Mientras yo trabajaba cosiendo, haciendo tortas, arreglos florales etc., ella se ocupaba del trabajo de la casa y me atendía a sus hermanos. La vida me cambió de pronto y me sentí sola, Andrés me consolaba pero él también se veía triste y muchas veces por equivocación la llamaba y entonces llorábamos los dos. Yo sentía un odio de muerte por el desgraciado que aprovechando las circunstancias me la había robado, si él hubiese sido un hombre de buenos procederes, tal vez yo hubiese estado más tranquila pero estaba segura que la haría infeliz. Pasó un tiempo y descubrí donde estaba, la tenía viviendo en una pensión de mala muerte, fui a verla pero ya estaba en estado y respeté su decisión. A los pocos días me enteré que la había mudado a una habitación en una casa en la quebrada de Catuche, después supe que la maltrataba y llena de ira busqué a un hombre y le pagué para que pusiera una bomba al carro que él dejaba lejos de donde vivían, pero con él adentro. Ya estaba fijada la negociación y yo no sentía ningún remordimiento, el desgraciado tenía que pagar la osadía de haber puesto sus manos asquerosas sobre mi preciosa hija, de haber podido, yo misma lo hubiese matado, pero el muy cobarde no se dejaba ver ni a tres leguas de distancia. No sé porqué, pero Andrés sospechó que yo tramaba algo y tuve que decirle la verdad, se puso lívido y me dijo: —Qué te parece si tu hija por tentación ese día se sube al carro con él y vuelan los dos, o en el mejor de los casos, sucede como tú lo tienes planeado pero descubren a ese hombre y él te acusa a ti, o no te acusa, pero te tiene chantajeada el resto de tu vida. Dime quien es ese hombre antes de que sea demasiado tarde.


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A Andrés nunca le mentiría, le dije el nombre y salió a buscarlo y evitó una desgracia que tal vez yo tendría que lamentar después. La familia Trejo eran los dueños de la casa donde vivía Haydeé, ellos la ayudaron mucho dándole el apoyo que necesitaba. Llegó el momento del parto y yo no fui, le pedí a madrina que fuera y ella me informó que ya tenía un nieto, ese nieto fue el que empezó a humanizarme y le mandé a decir a que viniera a la casa con el niño, ella antes había venido cuando estaba embarazada pero surgió un problema entre Walter y ella que me disgustó mucho por la manera como ella actuó en contra de su hermano que tenía razones sobradas y desde ese día no volvió más a la casa. Un día tocan la puerta y cuando la abro está mi hijo Walter con un bebé en los brazos y me lo entrega diciéndome: —Toma a tu nieto, es el hijo de mi hermana.

Y dirigiéndose a Haydeé, que se encontraba detrás de la puerta donde yo no podía verla le dijo: —Pasa, que esta es tu casa.

Cuando vi al niño, me impresionó el parecido con su padre. Al principio no me atrevía a acariciarlo, me parecía que estaba acariciando a ese desvergonzado pero poco a poco fui acostumbrándome a la idea de que ese niño era mi nieto. Haydeé iba a diario a la casa con el niño y aprendí a amarlo como si fuera mío propio. Un día llegó Haydeé a la casa con los ojos morados por los golpes que el marido le había propinado y no quería volver con


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él, como no quería que Andrés la viera en ese estado, la llevé para la casa de Panchita, mi amiga, hasta tanto yo hablara con Andrés. Esa noche le expliqué lo ocurrido, dorándole un poco la píldora. Yo no quería un encuentro entre ellos, más, cuando Andrés me había dicho a raíz de lo anterior: —Lo que haya que hacerse en este asunto, lo haré yo, recuerde que usted tiene un hombre para defenderla en cualquier terreno ¿o tú crees que soy su marido solo para dormir contigo? Si hay que matarlo, lo mato yo, no me voy a esconder tras tus faldas, que no se te olvide que ahora tú no estás sola. Ve a buscar a tu hija y tráela a su casa y si él quiere, que venga a molestar a esta casa.

Me fui a buscar a mi hija, pero por si acaso, me llevé una piedra en una bolsa de tela que tenía destinada para él, pero cuando llegué al apartamento de Panchita estaba el muy desgraciado sentado en la sala mudo de asombro. Le dije a mi hija, vístase y tome el niño que nos vamos, ella se fue hacia dentro y en vista de que no salía la llamé con fuerza diciéndole: —No se preocupe por esta basura, que para eso me basto yo

Y saqué la piedra de la cartera y comencé a decirle todo lo que tenía por dentro, hasta le dije quien sabe que aborto del infierno lo había engendrado y que puta arrastrada lo había parido. Lo que yo deseaba era que ese señor abriera la boca y me contestara algo porque lo tenía medido y con un solo peñonazo en la cabeza lo aturdiría y luego lo empujaría desde el piso doce, pero no pronunció ni una sola palabra y la hija mía no dio demostración alguna de querer irse conmigo y fuera de mí le dije:


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—Que conste delante de testigos que te vine a buscar para evitarte la deshonra en que este infeliz te va hacer caer, porque este es un malhechor, desde ladrón hasta tratante de blanca, con tal de obtener dinero fácil.

Ni así dijo esta boca es mía. Seguía leyendo el periódico con las letras al revés. Como no valía la pena me fui, llegué llorando a mi casa y como quien tiene clavado un puñal en el costado dije desde el fondo de mi corazón, “hija lo único que le pido a Dios es que te de una hija a tu imagen y semejanza para que sufras en carne propia lo que estoy sufriendo yo”. Después de esto tuve un tiempo que no la veía ni quería saber nada de ella y me entregué a trabajar y a terminar de construir la casa. Walter, por huir de la recluta se fue a la Escuela de Grumetes, Eduardo continuaba con sus ideas pero lo mantenía vigilado no fuera a meterme en otro problema como el anterior, cuando me pidió permiso para armar una ametralladora en el sótano y le dije que sí a condición de que se llevaran el arma enseguida de amarla. Estábamos en víspera de elecciones y cuando bajé al cuarto donde dormía encontré varias armas, no hallaba que hacer y las mandé a poner sobre el techo cubiertas con unos pedazos de plástico negro con que estaba cubierto el techo de la casa para evitar las filtraciones de las lluvias. No había bajado mi hijo del techo cuando me llamó mi comadre Lorenza por el teléfono para avisarme que tuviera cuidado, que la guardia había estado en su casa y habían revisado la platabanda y no se sabía si lo harían en todas las casas de la cuadra. Al día siguiente serían las elecciones y frente a la casa de mi comadre quedaba el dispensario que era un centro de votación y ya estaba custodiada la esquina. Por suerte, en ese momento llegaron a buscar las armas en un carro y desde el mismo techo, directo a


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la calle las bajaron, afortunadamente, frente a mi casa había una gran mata de acacia que su ramaje caía sobre mi techo, eso y la oscuridad, porque estaba casi de noche, fue lo que hizo posible que la guardia no viera nada sospechoso pero el susto fue tremendo. Con Eduardo tenía que estar alerta, ya que no medía las consecuencias. En otra oportunidad, cuando ya la casa tenía platabanda, permitió a un guerrillero dormir en el techo, se subían por la acacia y fijaron su residencia en el techo de mi casa hasta que me enteré. Como Eduardo no tenía oficio, dedicaba el tiempo completo a echar vaina, porque realmente no tenían, ni él ni los que lo acompañaban conciencia política, porque de haberla tenido no hubieran cometido tantos errores, sin importarle un bledo quien saliera perjudicado. Tomando en cuenta todas esas cosas y a fin de ponerle freno a la situación, lo hice sentar frente de mí y después de explicarle todas mis razones le hablé en estos términos: —Tienes dos caminos: estudias o trabajas. Te voy a dar un mes para que decidas, si dentro de un mes, no trabajas ni estudias, te vas de aquí para que te mantengan tus amigos los ñángaras, yo no mantengo flojos, estás enterado.

No volví a decirle nada más y él imaginó que yo estaba jugando, cuando faltaban dos días para cumplirse el plazo, le pregunté: —¿Ya tienes trabajo o estudio?

No, contestó. Entonces le dije:


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—Pasado mañana te vas y haces tu vida como quieras, si a los diecisiete años tienes tan buena disposición para andar jodiendo y metiéndote en política, tenla también para ser un hombre.

Entonces me dijo: —Pero usted y el viejo se meten en política.

Y yo le respondí: —Sí pero el viejo y yo trabajamos, no nos mantiene nadie.

Se fue para la casa de tía Estefanía, esa viejita tendría cerca los ochenta años pero era una vieja fuerte, voluntariosa, trabajadora y revolucionaria, en su casa nos tuvo guardado en la época de Pérez Jiménez un multígrafo eléctrico, una bomba de alto poder explosivo y cantidades de armas cortas. Ella adoraba a mis hijos y hubiera hecho cualquier cosa por ellos. Tía no se perdía ningún mítin de izquierda y siempre estaba dispuesta a colaborar, a esa edad trabajaba y se mantenía y todavía tenía voluntad sobrada para colaborar con la familia, en especial con los hijos míos. Fue por eso que Eduardo encontró su apoyo. Yo sabía de antemano que se iría para la casa de ella, pero lo hice para sentar un precedente y presionarlo, de todas formas preparaba la comida y la dejaba de manera de que él comiera, así estuvo un tiempo y yo me hacía la dura y no le preguntaba nada, pero sabía que no se iba a quedar fuera de la casa mucho tiempo. Aunque no estábamos vendiendo la casa, se presentó un comprador dispuesto a pagar de contado. Allí estábamos bien, pero corríamos el riesgo de que se nos anegara la casa


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si llovía muy fuerte, si se llegaba a tapar el desagüe que estaba al lado y por otro lado, siempre tenía el presentimiento de que esa parte del barrio sería derrumbada para dar paso a la Cota Mil que enlazaría con la Av. Baralt. Convencí a mi marido y decidimos vender y vendimos por sesenta mil bolívares que en esa época ese era un precio prohibitivo para una casa con terreno municipal y compramos una casa con un área de terreno propio de ocho metros de frente por cuarenticinco de fondo, dicha casa tenía cinco habitaciones alineadas a un lado del terreno y un baño al fondo, no tenía recibo ni comedor, ni cocina, todo lo demás era terreno y en el fondo unas matas de mango, un guanábano, un guayabo y una mata de guayabitas del Perú. Las paredes eran de adobe y el techo de tejas deteriorado, lo que quería decir que empezaríamos de nuevo. La compramos por cincuenticinco mil bolívares y quedábamos limpios. Eduardo no se sentía bien fuera de la casa, habló conmigo y me prometió que trabajaría, pero quería volver a la casa, acepté y nos mudamos a la nueva casa. Nos distribuimos como pudimos, pusimos la cocina en el último cuarto y el comedor y mi máquina de coser en la galería que era la habitación más grande, de allí comenzamos de nuevo a poner la nueva casa en forma habitable. Ya estábamos sobre el burro y teníamos que arrearlo. Con la energía que nunca me faltaba y acompañada del gran amor de mi marido que me hacía tan feliz inicié las actividades poniendo más entusiasmo en mi trabajo para lograr adecentar nuestro hogar, abrí nuevas fuentes de ingresos, me dediqué a la decoración y le hacía todas las cortinas y cubrecamas que utilizaba la señora Morales que


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tenía ese negocio, y aparte de eso, no se me escapaba una novia que solicitara mis servicios para hacerle todo: el traje, la torta, todo lo relacionado con la boda. En son de broma siempre les decía, te puedo hacer todo, menos el novio, eso sí lo pones tú. Y así como las novias, también los quince años, los bautizos, etc. Lo importante en ese momento era reformar la casa para que mi familia tuviera una casa cómoda y bonita. Andrés se ocupó en el tiempo libre de hacer el jardín principal y limpiar de malezas y basuras el corral. Hicimos un bello jardín, plantamos rosales y una mata de dama de noche que al florecer nos perfumaba las noches con su fragancia, en el centro del jardín plantó un cocotero y me dijo: —Es para ti tesoro, quizás yo no lo veré cargar, pero tú y nuestros hijos comerán de sus frutos.

Yo lo abracé y le dije: —No mi amor, tú no me vas a dejar sola nunca, yo no podría vivir sin ti.

A paso lento pero seguro fuimos transformando nuestro hogar. La convertimos en una preciosa casa campestre dentro de la ciudad. Construimos una sala grande y un recibo con un ventanal hacía el jardín, a todo lo largo del pasillo teníamos frondosos helechos que mi marido cuidaba personalmente, después el comedor con ventanal hacía el jardín y la cocina con una ventana al jardín posterior. Arreglé la cocina de tal forma que no tenía nada que envidiar a una cocina empotrada, resumiendo, mi casa era más de lo que había soñado.


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En esa casa fui inmensamente feliz, allí realicé todas mis ilusiones, allí vi crecer mis a hijos, disfruté del amor de mi marido. Ya teníamos dieciséis años juntos y seguía tan apasionado como al comienzo, aunque yo estaba gorda, él, con los ojos del amor me veía bella y me cuidaba como si yo tuviera quince años y yo lo amaba tanto que cada día encontraba nuevos motivos para amarlo y para mí no exista más mundo que el nuestro, la única nube que nublaba nuestra felicidad, era la costumbre que tenía de echarse los palos, no por los palos, más bien por la enfermedad del estómago que padecía y era una amenaza para su salud. Tenía tratamiento gástrico en el anticanceroso donde le habían prohibido las bebidas alcohólicas pero no respetaba esa prohibición y cada día se sentía peor, sufría dolores estomacales que algunas veces me ocultaba y otras, se veía obligado a confiarme por lo fuerte de los dolores. En el hospital, después de practicarle todos los exámenes necesarios, descartaron el cáncer y fue referido a cirugía en el Centro Clínico para ser intervenido, pero no siguió las instrucciones y continuó tomando licor lo que ocasionó que al breve tiempo empeoró su enfermedad y comenzó a sangrar. Al comienzo no me di cuenta y me lo ocultaba, pero iba palideciendo notablemente y me puse alerta, entré de repente al baño y me asombré. Andrés evacuaba la sangre pura, de inmediato tomé las riendas de la situación, lo hice acostar y de inmediato acudí al Clínico para hacer contacto con un médico. El médico de guardia me dijo alarmado, tráeme a ese hombre a como dé lugar, si no quieres que se muera en la casa. Salí de allí y le compré pijamas, batas, pantuflas y rogaba a Dios que no se negara a ser hospitalizado. Cuando llegué a la casa lo encontré resignado, no me puso resistencia, lo llevé al baño y amorosamente lo bañé y lo ayudé a


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vestirse, luego mi hijo Walter y yo lo llevamos al hospital pero no encontré al médico con quien había hablado antes y nos hicieron esperar mientras yo moría de angustia, al fin lo vio un médico y me dijo muy tranquilo: —Llévelo al Hospital General del Seguro porque ese señor es asegurado.

Nos dejó como loro en estaca sin saber qué hacer. De pronto recordé que Andrés tenía su historia en el anticanceroso y sin pensarlo dos veces nos fuimos a ese lugar, con la buena suerte que encontré una enfermera amiga que me facilitó todo y de inmediato fue atendido, no pasó una hora y ya estaba hospitalizado, con sangre y suero en las venas . Desde ese momento declararon el pabellón en emergencia por si no aguantaba la recuperación y había que intervenirlo de emergencia. Tres días estuvo en recuperación, después de esto se fijó el día de la operación y para ese día se le había parado la pérdida de sangre y había recobrado su color habitual. Lo llevaron a pabellón a los ocho de la mañana, pasaban las horas aumentando mi angustia sin obtener noticias, sentada o paseando de un lugar a otro pensaba en las palabras que el doctor me había dicho el día anterior cuando me habló de esta manera: —Señora, su esposo va a ser intervenido para tratar de salvarle la vida, tengo que ser sincero con usted, no sabemos exactamente lo que encontraremos al abrirlo, usted debe estar preparada para lo peor, si lo que encontramos es benigno, no tendrá mayores problemas, pero si no lo es, tal vez tenga que quedar alimentándose por medio de un gavaje, que consiste en una manguera que se introduce


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por la nariz o la boca para poder alimentarlo y necesitará de todo su apoyo y comprensión. Aquellas palabras venían a mi mente atormentada como para enloquecerme de dolor, pero confiaba en que todo saldría bien y por último, si la vida nos jugaba una mala pasada, y tenía que atenderlo el resto de su vida, lo haría gustosa siempre que saliera con vida de ese trance. Así pasaron varias horas. Al fin mi amiga me trajo la gran noticia, no tenía cáncer, pero aún no había terminado la operación y tuvimos que esperar hasta las cinco de la tarde. La operación duró seis horas y pasó tres horas más en observación, cuando lo pasaron a la cama parecía un cadáver. Impresionaba la palidez de la cara y las manos, tenía un catéter por donde le pasaban litros y litros de suero, de la nariz le salía una goma y de la herida tenía conectado un gastroevacuador por donde expulsaba un líquido verdoso. Si yo no hubiese sido una enfermera que estaba familiarizada con esos equipos, tal vez hubiesen tenido que recogerme del piso con la impresión, pero yo sabía que no estaba afectado por el cáncer, y eso era más que suficiente para sentirme optimista. En la dirección de enfermeras me autorizaron para quedarme a cuidarlo y desde ese mismo instante me quedé a su lado durante veintiún días que tardó su recuperación, solamente iba a la casa un momento en la mañana a bañarme, cambiarme el uniforme y hacerle el consomé. Cuando regresaba lo encontraba lloroso, como un niño malcriado, no quería que me apartara de su lado ni un momento, dormía con una de mis manos atrapada entre la suya; a la hora de la visita yo quería aprovechar para dormitar un rato en la sala


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de enfermeras porque estaba totalmente rendida de pasar tantas noches en una silla, pero cuando no me veía me mandaba a buscar. Recuerdo, que después del día de la operación llegó Servanda a verlo, ella tal vez pensó que Andrés iba a morir y en voz alta dijo delante de todos los presentes: —Así quería verte, tantas haces en un año, cuantas pagas en un día.

Yo podía entender que ella no se sintiera bien con mi presencia pero de eso, a expresarse en esa forma con tan poca humanidad de un ser que todavía, allí muriendo, sostenía la casa donde ella habitaba, me parecía una crueldad y por primera vez entendí porque no habían podido entenderse, ellos eran completamente opuestos, como el día y la noche. A los veintiún días le dieron de alta, me lo llevé a la casa para seguirle el tratamiento. Como a los ocho días tuvo una recaída, le dio fiebre alta, lo primero que hice fue repetirle el tratamiento de antibióticos y cuando logré hablar con el médico ya había cedido la fiebre y el doctor me dijo que había hecho lo correcto repitiendo los antibióticos para evitarle un estado infeccioso que podía traerle consecuencias graves. A mi regreso a la casa, cuando saqué a Andrés del hospital, supe que Rafael, el hijo de mi marido, había adquirido la costumbre de visitar a su hermana, mi hija Sonia casi a diario y que se quedaba hasta tarde en la noche. Al principio, no lo tomé a mal, se trataba de su hermano que no había tenido la oportunidad de disfrutar de su compañía y ahora podía hacerlo, pero pasaban los días y Rafael fue apoderándose de toda la atención de Sonia, él le narraba sus odiseas con sus amigos del Country Club y La Florida y ella fue perdiendo interés en


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los estudios. La distraía con sus fabulosos viajes que algún día tal vez realizaría, en vez de ayudarla en sus estudios. Esto comenzó a no gustarme y le hice el comentario a Andrés, que no le prestó interés, se trataba de su hijo “El Intocable”. Andrés siempre tuvo un complejo de culpa por ese muchacho que ya era un hombre pero lo trataba como a un niño, le compraba docenas de compoticas, malticas por cajas, y polivitamínicos como si fuera un bebé. Yo no me metía en eso, porque no era mi problema y cada quien cría a sus hijos como mejor le parece. Pero no estaba dispuesta a soportar su intromisión en la vida de Sonia y empezamos a tener problemas Andrés y yo. Sonia hizo un año fatal, y yo se lo achaqué con mucha razón a la influencia de su hermano que la perturbaba y no la dejaba estudiar quedándose todas las noches hasta tarde hablando pistoladas. Como en varias ocasiones había tratado el tema con mi marido y no hacía nada, decidí picarle el amor propio y una noche en que su hijo estaba con Sonia como a las doce llegó mi hijo Walter e hice levantar a Eduardo que ya dormía y delante de Andrés les manifesté lo siguiente: —Hijos, ustedes saben que en esta casa siempre se ha guardado el orden y el respeto pero ahora se han cambiado las reglas del juego y si una persona que ni siquiera vive en esta casa las viola impunemente, ustedes también tienen derecho a violaras, desde hoy se acabó el respeto, pueden en el momento que lo deseen traer sus amigos, beber, cantar y bailar hasta la hora que sea porque ustedes son mis hijos y los dueños de este establo.

Andrés se paró furioso de la cama y les dijo a los muchachos: —Con ustedes.


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Habló después, salió al pasillo y gritó a todo pulmón: —Rafael, hazme el favor de irte para tu casa.

Pero eso no quedó allí, Rafael estaba acostumbrado a imponer su voluntad y Andrés siempre cedía ante sus caprichos; nunca he podido entender que le pasaba a mi marido con su hijo, parecía que Rafael era el padre y Andrés el hijo. Andrés como que temía plantearle las cosas tal y como eran, siempre encontraba una excusa para su hijo, según él, Rafael era el más inteligente, el más estudioso, el más correcto, en fin, no tenía defectos. Se sentía muy orgulloso del hijo, tan orgulloso que no veía el daño que le habían hecho endiosándolo y no le había enseñado lo más elemental que es tener responsabilidad consigo mismo, lo hicieron un ser ilustrado que ignoraba todo lo relacionado con las cosas más rutinarias de la vida, cometieron el error de ponerle todo en bandeja de plata y con esto consiguieron formar un hombre de extracto humilde con mentalidad de millonario; por consiguiente, esto trajo una serie de traumas que Rafael no estaba en capacidad de asimilar y mucho menos, cuando su padre y su madre le alimentaban el ego. Andrés llegó a decirme que Rafael tenía ideas revolucionarias ¡Qué ciego estaba Andrés con ese hijo! Cómo iba a tener ideas revolucionarias una persona que se avergonzaba de su origen, que nunca llevó a un compañero de estudio a su casa, para no decir donde vivía, ya que se codeaba en la universidad privada donde su padre le costeaba los estudios con los hijos de los hombres más influyentes del país. Pero volvamos a lo nuestro. Rafael no dejó tranquila a su hermana y como no era muy grata su presencia en mi casa a escondidas la llevaba a la casa de su madre y se la impuso. Sonia salía a estudiar todos los días y un día me llamaron del


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liceo para pedirme que le dijera al señor Rafael Vaamonde, su representante, que urgía su presencia para tratar algo relacionado con el retiro de su representada. De inmediato fui al liceo donde fui informada de que Sonia había sido retirada de ese plantel por su representante legal desde hacía aproximadamente un mes, pero que ella formaba parte de un acto en el que era indispensable su presencia. Al llegar a la casa llamé a su padre y le informé lo acontecido pidiéndole que viniera lo antes posible, no se hizo esperar y cuando llegó le pregunté: —Desde cuándo estás incapacitado para representar a tu hija en el liceo.

Le pedí que me explicara por qué su hijo se tomaba la atribución de disponer sobre mi hija. No hallaba que decir, solamente me dijo: —Ya te traigo esa información, espera por favor.

Y salió de la casa consternado. Al regreso solo me informó que Rafael había hecho eso porque Sonia estaba muy deprimida. Entonces enfurecida le pregunté: —¿Tú sabes dónde ha estado tu hija en las horas de clase durante un mes? Claro, tú justificas este abuso, porque es tu hijo, pero si lo hubiese hecho un hijo mío, sería un crimen ¿verdad?

Le dije tantas cosas desagradables que no quiero recordar, pero con sobrada razón, ese muchacho no pisaría más mi casa y a Sonia no la dejaría salir a ninguna parte en castigo.


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Él la llamaba y pasaban horas hablando por el teléfono, un día reventé el cable telefónico y quedamos desconectados por varios días. Al fin, tuve que volver a ponerlo. Pasaron varios días y no podía tenerla secuestrada toda la vida, así que me hice la loca y la fui dejando salir poco a poco, ya mi hija no era la misma, de aquella niña tranquila y estudiosa no quedaba nada, se había convertido en otra persona y casi ni cruzábamos palabra. Un día que salí, a mi regreso Sonia no estaba en la casa, no sé porque pensé que estaba en la casa de Rafael, en ese momento llegó Andrés y le pedí que llamara a su casa a ver si ella estaba allí, efectivamente allí estaba mi hija, en el colmo de la ira le dije a mi marido: —Tienes quince minutos para que me traigas a Sonia, pasado ese tiempo voy personalmente y la saco a rastra por el pelo y le pego de puñetazos al que se me atraviese llámese como se llame, tú me conoces y sabes de lo que soy capaz.

No respondió nada, volvió a marcar el teléfono de su familia y en tono airado le ordenó a Sonia que regresara a la casa le dijo: —No me busque problemas, usted no entiende que su madre no la quiere.

Esas palabras en boca de Andrés me sonaron como campanadas en los oídos, no me parecían dichas por una persona con tanta cordura. Herida en lo más profundo hice silencio y me fui a llorar sola, después de tantos años fue la primera vez que lloré sin tener con quien compartir mis lágrimas, un gran dolor me oprimía, sentía que se me estaba desgarrando lo que hasta ese momento se había conservado ileso, sin embargo, ignoré aparentemente las palabras hirientes de mi


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marido y traté de seguir adelante como que si nada hubiese pasado, aunque en el fondo se había abierto una herida dif ícil de cerrar. Todo siguió igual en cuanto a las actividades del hogar pero en la intimidad se había perdido la magia y empecé a sentirme mejor en mi taller de costura que con su compañía, me propuse no hablarle más del asunto y dejar que las cosas siguieran su curso normal. En esos mismos días Haydeé tuvo problemas con su esposo y se vino a la casa con nosotros, con la llegada de ella y los niños me alivié un poco y se me hizo más fácil disimular mi desilusión. Él trataba de remendar el capote, pero era en vano, ni besos, ni caricias, ni nada que hiciera lograba derretir el hielo que se había formado en mi ser, yo misma no comprendía, como unas pocas palabras habían logrado destruir la monstruosa montaña de felicidad que yo había forjado días tras días durante años y para terminar su obra, Rafael me llamó por el teléfono y me insultó de una manera infame e impropia de un caballero culto y bien educado. Todo eso me lo tragué, para no ahondar en cosas tan desagradables y por otra parte, ya no estaba tan segura como sería la reacción de Andrés, a lo mejor iba a encontrar con que excusar a su hijo. Como era nuestra costumbre, subimos al Ávila el fin de semana, cuando regresamos por la tarde, encontramos a Haydeé muy preocupada, Sonia se había marchado de la casa con su hermano Rafael. La sangre se me heló en las venas, el golpe fue mortal. En los primeros instantes no lo podía creer y fue necesario que fuera a su cuarto y viera su escaparate vacío, sí, se había ido y se


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había llevado todas sus pertenencias. Me cambié de ropa para ir a buscarla a la casa de Rafael, pero Andrés me dijo: —Espera, yo iré y si está te la traigo.

Esperé con mil pensamientos en la cabeza, al fin llegó solo, no estaba en su casa la niña, y según él, su hijo era inocente, ya que no sabía del paradero de Sonia. ¿Cómo podía Andrés creer que su hijo fuera inocente de esa infamia?, sería preciso que fuera mongólico, lo que yo estaba segura era de que se hacía el tonto para quitarle responsabilidad a su querubín y ciega de ira le dije los calificativos más feos que se me ocurrieron y por último le advertí: —Si mañana no le sacas a tu hijo el lugar donde está mi hija aunque tengas que emplear la fuerza, no vivo más contigo, no voy a vivir con un hombre que no es capaz de defender a su propia hija, en ese caso mejor sola.

Él comprendía mi dolor y disculpaba mis insultos; tenía dos noches sin dormir y no sé cuantas horas sin poder probar un bocado de comida, solamente pensaba donde estaría mi hija en ese momento y sentía una mezcla de rabia y dolor insoportable. Esperé al día siguiente para saber si Andrés, cuando regresara del trabajo, me traía una noticia favorable, pero no fue así, simplemente me dijo, Rafael no sabe donde está Sonia. Está bien Andrés, yo no puedo obligarte a exigirle a tu hijo que diga la verdad, pero tú no puedes exigirme que siga creyendo en ti. Después de esto, con lo que ha sucedido, me has demostrado que lo más importante para ti es tu hijo y no te culpo, tal vez en tu lugar yo hubiese hecho de igual forma pero hasta hoy estamos juntos, mañana tendrás todas tus cosas listas para que te vayas a vivir junto a tu hijo de donde no debiste haber salido nunca.


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Al otro día, con lágrimas amargas recogí todas sus cosas y las dispuse para que le fuera fácil su traslado. Nadie podrá jamás imaginar el dolor y el sufrimiento que estaba pasando, a un mismo tiempo perdía a dos pedazos de mi vida, por un lado mi hija adorada y criada con tanto esmero y por el otro, al hombre que amaba tanto como a mi propia vida. Pero nunca me ha gustado tener a nadie atado a mí por compromiso y si Andrés estaba en mi casa deseando estar con su hijo ya que lo amaba más que a la hija que le di con tanto amor, lo correcto era que lo dejara libre de compromisos, para que pudiera corregir su error. Por suerte yo no había accedido a casarme con él y en ese momento no teníamos nada que nos atara. Esa tarde después del trabajo, llegó a la casa acompañado de su hermano Adrián mi cuñado, ese cuñado era casi mi hermano por quien yo sentía especial afecto. Desde el día que nos conocimos hacían aproximadamente veinticinco años, nunca había tenido nada que sentir de él, muy al contrario, siempre tenía una sonrisa para mis hijos y para mí, era una persona casi irreal, no tenía vicios, trabajaba con honradez para mantener su familia, era un hombre sencillo, respetuoso y jovial. Yo lo quería y lo respetaba mucho y lo tenía en alta estima. Andrés sabía, que si había alguien en la vida que pudiera hacerme entrar en razón, ese era Adrián, por eso fue en su busca y le pidió que intercediera entre nosotros. Adrián habló conmigo y fue bien sincero, me explicó que su hermano le había contado todo y le había pedido su intervención para que mediara en ese asunto, me puso un brazo sobre mis hombros y me dijo:


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—Cuñada, yo no debería intervenir entre ustedes porque se trata de mi hermano y porque esta es una situación bien delicada, pero lo voy a hacer por el amor que siento por los dos. Quiero que me oiga cuñada, yo nunca he tenido la oportunidad de decirle como me he sentido feliz desde que ustedes se unieron, porque al fin puede ver a mi hermano estable y dichoso al lado de una mujer como usted que lo supo valorar y amar y ahora, como puedo sentirme sabiendo que todo eso se va a perder por un mal entendido.

Yo traté de explicarle que no era un mal entendido, me arrebató la palabra para decirme: Cuñada, yo puedo jurarle por mi honor que mi hermano la ama intensamente y si usted lo obliga a separarse, cometerá el error más grande de su vida, porque serán desgraciados los dos, además, después de tantos años de lucha ¿cree que sería lógico devolverlo para que lo destruyan? Con esos razonamientos de Adrián, entré en dudas ¿Estaría haciendo lo correcto? Tomé una decisión, llamé a Andrés y le propuse, voy a darte una oportunidad, si la aceptas, te puedes quedar aquí y todo seguirá siendo igual, pero no habrá ningún tipo de intimidad entre nosotros hasta que yo no sepa dónde está mi hija. Él acepto mis condiciones, tal vez imaginó que sería fácil hacerme cambiar de opinión, pero no fue así, le demostré a Andrés qué clase de mujer era la suya, intentó todos los medios para seducirme, pero fue inútil, trató de cautivarme, encontrarme, enamorarme, todo, hasta darme celos. Recuerdo que cometió el error de decirme: —Yo conozco a alguien que no me despreciaría.


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Y le respondí: —También la conozco, pero si mal no recuerdo fue idea mía que te fueras con ella, si preferiste quedarte es tu problema, pero para mañana es tarde, aprovecha esta oportunidad.

Hacíamos nuestra vida normalmente, no faltaba un detalle, su comida, su ropa, nuestro trato no sufrió cambio alguno. Hacíamos mercado y salíamos a cualquier parte juntos, nadie se enteró de lo ocurrido entre nosotros, ni los muchachos que estaban a diario conviviendo en la misma casa notaron nada irregular, si yo tenía noticias que Sonia estaba en algún lugar, lo llamaba al trabajo y de inmediato me iba a buscar y nos íbamos a deambular por los lugares donde supuestamente la habían visto. Mi vida se había convertido en un caos, por donde andaba siempre me parecía reconocerla en otra joven. Se dio el caso de correr tras una joven y voltearla de repente y después tenía que pedir excusas por mi confusión. Yo estaba traumatizada, de pronto imaginaba que podía estar muerta o pasando hambre, o prostituida. ¡Qué tormento! Para aliviarme un poco, comencé a tomar cursos, hice un año en la escuela de Artes y Oficios y saqué el título de Manualista. No era fácil sostener la posición que había fijado con Andrés, habían momentos en que estuve a punto de claudicar, porque lo amaba y verlo sufrir con resignación no me causaba satisfacción, al contrario, me hacía sentir culpable. ¿Estaría actuando bien? Ese ha sido siempre mi eterno dilema. Mi propio juicio, porque soy muy exigente con mi conciencia y disfruto cuando me encuentro libre de culpas. ¿Estaría libre de culpa? o estaba comportándome con demasiada dureza, ese era mi


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dilema. No obstante, seguí adelante y comencé a trabajar por las noches en mi taller de manualidades, trabajé durante todo un año y al final instalé una exposición de todos mis trabajos en el gran salón que habíamos construido en el frente de la casa. Ya hacían casi dos años de no tener noticias de mi hija y finalmente mi hijo Walter localizó su paradero. Walter, por medio de su amigo Mario supo donde vivía y nos llevó a su padre y a mí. Es inútil narrar mi felicidad, la encontramos unida a un hombre honrado y con toda su pobreza era muy feliz con su marido y dos hijos de este, que parecían más bien sus hermanos menores. Nosotros iniciamos nuestra nueva luna de miel, mi marido me prohibió hablar ni una sola sílaba que tuviera que ver con ese desdichado episodio. Textualmente me dijo: —Tesoro, borremos esos dos años de nuestra memoria, hagamos de cuenta que no existieron en nuestras vidas, me lo prometes Tesoro. —Te lo prometo mi amor. —Y nunca más volvimos a tratar este asunto, ni para bien, ni para mal.

Entre tanto, Eduardo se había casado con una joven honesta que le había dado dos hijas: Gledis y Carina, para esos momentos habitaban en un apartamento que habían adquirido en la Urbanización Kennedy y él trabajaba para el INOS. En la casa solo quedábamos Andrés, Walter, Andresito, Aric, mi pequeña muñeca y yo. Walter ya tenía edad suficiente para haber hecho su vida pero le parecía más cómodo andar


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perdiendo el tiempo, ni trabajaba ni estudiaba, dormía hasta las once o doce del día y por las noches venía a las dos o tres de la madrugada a formar desastres en la cocina preparando comidas a su antojo que muchas veces no llegaba a consumir y los restos se perdían. En vista de todas esas irregularidades lo puse a elegir, o trabajas, estudias o te largas, porque a pesar de todo se quejaba de no estar bien atendido. Y yo pregunto: ¿hay derecho para que un hombre de veinticinco años no colabore con nada para la casa y todavía tenga el descaro de reclamar atención? No le quedó otro recurso que irse para la casa de tía Estefanía donde podía vivir como le diera su gana. Nosotros, mi marido y yo, seguíamos viviendo nuestra eterna luna de miel. Andrés había logrado con sus cariños y su dedicación, hacerme olvidar los malos ratos pasados y después de esa prueba no podía negarme a ser su esposa, era algo que nos debíamos, y sé, lo tanto que lo deseaba, no había ninguna razón para negarle ese gusto, ya no era un capricho; a esa hora de nuestras vidas, con todo lo que habíamos pasado y después de veintisiete años juntos, lo más prudente era legalizar nuestra unión. Él no perdía oportunidad para proponérmelo, me la escribía en pedacitos de papel de cualquier tipo, hasta en un pedazo de bolsa de la bodega, siempre con su bella letra me escribía pidiéndome que pusiera una fecha para hacerlo el hombre más feliz del mundo. Todavía conservo algunos de esos pedidos amorosos que me hacía como si fuera un novio en vez de un marido. ¡Qué hombre tan tierno y delicado! Cuando acepté casarme parecía un niño con juguete nuevo. Esa promesa se la hice un treintiuno de diciembre del año 74, y, desde el comienzo de enero del año 75 empezó como los muchachos a querer casarse ya. Fuimos a la jefatura y nos informaron los


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trámites que teníamos que hacer, entonces fuimos a la notaría para hacer el certificado de soltería, cuando nos lo entregaron y lo llevamos a la jefatura, él pensó que ese mismo día nos casaban pero nos dieron fecha para el día veintiuno de febrero. Como el aniversario de nuestra unión era el día tres de mayo, le sugerí que aplazáramos la fecha para ese día pero se negó. Quería casarse a la brevedad posible, como que si tuviéramos una emergencia. Nos casamos el día fijado, los únicos invitados fueron los testigos, yo no veía motivos para invitaciones. Que dos viejos se casaran eso solo interesaba a ellos y nosotros éramos tan felices que no nos importaba el resto del mundo. Él no se cansaba de decirme señora Vaamonde ahora si eres mía, mía nada más. Yo también me sentía muy feliz porque habíamos logrado consolidar nuestra unión amparados en nuestro amor recíproco. Nunca estábamos solos, si no estaba Haydeé, estaba Eduardo con sus respectivos hijos y algunas veces estaban todos. Freddy y Roger eran asiduos de la casa, Sonia venía con sus hijastros, Walter aunque vivía en la casa de tía siempre estaba en la casa con sus hermanos, por lo menos hasta que decidió casarse y cuando decidió casarse, lo hizo con una buena mujer que hasta hoy conservo su amistad y esta le dio cuatro hermosos hijos, ya casi todos son adultos. Andrés Eloy ya estaba zagaletón, estudió hasta sexto grado y no quiso estudiar más, él fue sincero y me dijo: —Si me inscribe para seguir estudiando va a perder su tiempo, yo no quiero estudiar.

A pesar de todo lo convencí y lo puse a estudiar en una academia de dibujos animados, tenía talento, pero dejó de asistir


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mientras yo hacía sacrificios para pagar la academia, en consecuencia, no siguió estudiando, y cansada lo dejé a la buena de Dios; como aprendió a manejar lo ayudé para que sacara su licencia para conducir vehículos, por lo menos tendría con que defenderse. Comercial Torres Neda, donde Andrés trabajaba, se declaró en quiebra y mi esposo quedó sin trabajo, por suerte nuestra casa era propia y no teníamos deudas, lo que teníamos era que luchar para buscar la comida y otros gastos menores como luz, agua, teléfono, gas, etc. Mi esposo que estaba acostumbrado a sostener las necesidades de su familia, se sentía muy mal y comenzó a tomar con más frecuencia, ya en ese tiempo Andrés tenía aproximadamente setenta años de edad, dónde podía encontrar empleo, solo le quedaron algunos clientes a quienes les llevaba la contabilidad en la casa. Yo trataba por todos los medios a mi alcance de reanimarlo, redoblaba mis atenciones para mejorar su estado anímico, pero eso no bastaba y se sumía cada más en el alcohol, para empeorar la situación, Rafael su hijo, se casó, y ni le participó su decisión hasta después de estar casado. Esto ocasionó un nuevo impacto en Andrés, que al verse desplazado tanto en lo laboral como en lo afectivo por parte de su hijo, determinó poner fin a la dependencia económica que había sostenido con la casa de su familia por tantos años y dejar la responsabilidad en manos del nuevo jefe de familia en que se había convertido su hijo predilecto. Afortunadamente, casi todos habían resuelto sus vidas y solo quedaban en esa casa: Rafael, su esposa, su madre y creo que Pedro José que solo iba a dormir por las noches.


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Desocupé una habitación al lado del dormitorio nuestro y allí le organicé su oficina y me convertí en su auxiliar. Empecé a trabajar contabilidad con él, con el propósito de estimularlo y hacerlo sentir útil. Esto dio buenos resultados y poco a poco fue adaptándose a este nuevo sistema de vida; una vez más, había logrado con mi amor y mi capacidad para entenderlo, arrancarlo del caos en que estaba a punto de caer. Estábamos todo el tiempo juntos, todos los días y sus noches y no nos aburríamos, cada día nos entendíamos mejor; subíamos al Ávila todos los fines de semanas y hubo una vez que logró llevarme a la Silla de Caracas. Ese fue un día feliz para ambos, tardamos seis horas descendiendo. ¡Qué bello y amoroso era mi viejo! y cómo amaba yo todos sus detalles. A esa edad parecíamos dos niños haciendo travesuras, nos tirábamos en la grama y rodábamos dando vueltas, él se subía donde hubiese una flor para obsequiármela y me cuidaba donde ponía los pies no fuera a perder el equilibrio, eran pequeños detalles que sumados yo los aceptaba como el más puro amor. Me atrevería a asegurar que en el mundo sería difícil encontrar otra pareja de viejos que se amasen tanto como nosotros. Mi preocupación era su forma de beber, como ya no tenía compromiso de salir a trabajar a la calle tomó la costumbre de beber encapillado y cuando menos pensaba estaba ebrio sin salir de la casa. Eso me angustiaba por la operación que le habían practicado en el estómago y pensaba que podía ocasionarle una nueva lesión. Desde que había dejado de trabajar en la empresa de Torres Neda, me entregaba el dinero que producía y no quería saber nada relacionado con el dinero, si salíamos, yo pagaba y me decía:


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—Tú eres mejor administradora que yo, encargarte de todo por mí.

Y yo le compraba ropas y zapatos a mi gusto y a él todo le parecía bien. Cuando arregló lo del seguro social, le dieron un dinero en efectivo y su pensión de setecientos bolívares mensuales. Me entregó todo el dinero para que lo reprodujera, ya que sostenía, que dinero que llegaba a mis manos se multiplicaba. Con ese dinero hicimos varios viajes a Colombia de donde traíamos mercancías que luego yo vendía y obteníamos ganancias, más que todo lo hacía para sacarlo de la casa y evitar que tomara. Al principio dio resultado, luego también tomaba durante el viaje, hice todo lo que pude pero fue inútil, cada día tomaba más y se embrutecía, era raro el día que no se embriagaba. El mismo me decía, ¡ayúdame tesoro!, no quiero verte sufrir pero esto es algo superior a mis fuerzas y no puedo controlarlo. Yo no sabía que el alcoholismo era una enfermedad, sin embargo, lo trataba con una gran paciencia y lo llenaba de afecto y comprensión. En medio de mi desesperación pensé, si lo saco de este ambiente es posible que deje de tomar, esperé que estuviese sobrio y le traté el asunto. A él le gustó la idea y empezamos a planificar la forma como lo haríamos, me decía: —Si vivimos en un lugar donde pudiésemos tener animales y donde sembrar todo cambiaría porque estaría ocupado todo el tiempo.

En esos días nos visitó un ahijado y me informó sobre un terreno que vendía su mamá en la vía para el Junquito. Fuimos a verlo y nos gustó, a simple vista era un lugar fabuloso, cambiamos impresiones y de común acuerdo decidimos vender la casa frente al seminario y comprar allí, el terreno tenía una construcción en ruinas.


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El sector donde vivíamos lo estaban derrumbando para dar paso a la prolongación de la Avenida Baralt, y aunque nuestra casa, por los momentos no estaba afectada, yo temía que en un futuro próximo cayera en las redes de los acaparadores que aprovechando sus influencias se posesionasen de los terrenos adyacentes a las avenidas para especulaciones comerciales. Ese era otro de los motivos que me impulsaron a vender la casa. Mucho me dolió tomar esa decisión, amaba tanto esa casa; en ella había acabado de levantar a mis hijos y eran tantas las cosas bellas que habíamos vivido en ella que me parecía un sacrilegio venderla, pero si tenía que escoger entre el sentimentalismo y lo práctico, opté por lo práctico. Vendí la casa y compramos el terreno del Junquito, vendimos la casa por ciento cincuenta mil bolívares. El terreno del Junquito lo compramos por sesenta y cinco mil bolívares. Era un hermoso lugar en la urbanización Monte Alto, en el kilometro 14, vía El Junquito, acondicionamos la ruina de casa que existía y nos mudamos. Aprovechando las demoliciones de las casas donde vivíamos, compré cantidades de materiales a precios bajos y de nuevo comencé desde los cimientos y construimos una hermosa casa, con pisos de terracota, baños y cocina con cerámica hasta el techo, cocina empotrada, chimenea, estacionamiento para varios carros y jardines. En la parte de atrás, construí dos galpones y teníamos gallinas, pollos, conejos, pavos, gansos y mi viejo y yo cultivábamos legumbres. Todo empezó muy bien, como era tiempo de invierno el tanque subterráneo no le faltaba agua porque se llenaba con agua de las lluvias, hacía un frío espantoso, el viento silbaba entre los pinos y permanentemente caía una neblina tupida, pero nosotros trabajamos con entusiasmo, éramos felices allí, solo vivíamos nosotros dos, Andrés Eloy, Aric, y un señor que nos ayudaba y era como de la familia,


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pero siempre teníamos la visita de los hijos y amigos que nos hacían compañía y disfrutaban de aquel paraíso. Comenzó el verano, se escaseó el agua y no venía agua por tubería, la poca que nos enviaban no llegaba, porque la acaparaba un señor que tenía una fábrica de mangueras antes de la casa de nosotros, por consiguiente, teníamos que comprar el agua a los camiones, y para comprarla había que hacerle antesala a los camioneros y pagar el precio que les diera la gana, esto trajo como consecuencia que tuvimos que racionar el agua y no aumentar la cría de animales, por miedo a verlos morir de sed. La casa era muy bella, pero como el pavorreal: “bonita pero no canta”. Andrés, con el pretexto del frío empezó a tomar de nuevo. Como la única entrada de dinero que teníamos era la pequeña pensión de mi esposo, me puse a vender productos de limpieza de una compañía y tenía que salir a hacer demostraciones y en los ratos desocupados hacía dulces en almíbar que vendía por frascos. Allí, en ese lugar tan retirado hasta de la carretera principal no contaba con el apoyo económico de nadie. Perdí una cantidad de materiales porque no había a quien le interesaran, Andrés continuaba tomando más y mejor, Aric asistía al liceo y Andrés Eloy era el que me llevaba en un jeep que era lo único que nos quedaba. Eduardo que vivía en un caserío cercano también me auxiliaba reparándome el jeep y saliendo conmigo a vender huevos, conejos etc. Resumiendo, la crisis se aumentó. Un día domingo mi esposo sufrió un preinfarto que tuvo que ser atendido de emergencia, el médico cardiólogo que lo atendía por su padecimiento de las coronarias me recomendó bajarlo a Caracas porque el clima y la altura no le favorecían y podía repetirle el problema cardíaco. Desde ese día no tuve más tranquilidad, salía a hacer las demostraciones y cuando regresaba no sabía cómo lo encontraría dejándolo solo desde la mañana hasta la tarde. La situación se me hizo difícil


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al extremo que las paredes del frente de la casa, por el exceso de humedad empezaron a deteriorarse y la placa, al no poder concluir la construcción superior empezó a filtrarse, todo eso, aunado a la enfermedad de mi esposo, me pusieron al borde y terminé malvendiendo la casa por cuatrocientos mil bolívares de los cuales recibí doscientos mil en efectivo y el resto en una hipoteca a dos años. Después de haber hecho el negocio me encontré con el problema de comprar una casa, en primer lugar desocupada y luego que estuviera bien ubicada, después de mucho ir y venir encontré una casa en Los Robles, La Pastora. No me gustaba mucho, pero fue lo mejor que encontré, esa casa la compre por doscientos treinta y cinco mil bolívares. Pagué en efectivo ciento treinta y cinco mil bolívares y quedé debiendo cien mil bolívares, en una hipoteca que cancelaría en un año. Nos mudamos y nos quedó pequeña la casa para la cantidad de muebles que teníamos y eso que vendí algunos. De todas formas nos arreglamos como pudimos e iniciamos nuestra nueva vida con el deseo y la esperanza de prolongar nuestra felicidad. Me costó acostumbrarme a vivir en esa casa, sentía un calor insoportable y me golpeaba con los muebles, acostumbrada a espacios grandes, me sentía como prisionera en aquella casa de ciento veintiocho metros cuadrados pero como soy de fácil adaptación, me acostumbré aunque nunca me gustó esa casa. Como de costumbre le hice modificaciones para ampliarla, sobre todo la cocina que era sumamente chiquita; en la parte de atrás quedaba un espacio sin construir donde construí una placa y sobre ella la cocina y el comedor. Le hice una escalera para integrar la placa a la casa como terraza y bajo la cocina y el comedor construí una habitación y lavandero, cambié ventanitas por ventanales, total la hice


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más parecida a mi gusto, aunque no totalmente, pero no podía hacer más. En esa casa, todavía disfruté mucho tiempo de felicidad, Andrés tenía sus períodos de descanso y sus períodos de aferramiento al alcohol, pero siempre me apoyaba en todo y colaboraba a medida de sus posibilidades, íbamos a todas partes juntos siempre estaba de buen humor y compartía conmigo las buenas y las malas. Como Haydeé, mi hijita, vivía en Canadá con todos sus hijos, tuvimos la oportunidad de ir a visitarlos y también fuimos a Inglaterra, también por los estudios de los niños, ya que el padre de estos tomó la determinación de educarlos fuera del país. Fue en Inglaterra donde murió mi nieto José Antonio, el hijo menor de Haydeé. El pobre tendría siete años y su padre, sin medir las consecuencias, se lo arrancó de los brazos a mi hija y lo obligó a irse a estudiar a Inglaterra, el niño enfermó y murió solo en un hospital de ese lugar. Cuando nos dieron la noticia ya era cadáver. Fuimos Haydeé, Sonia y yo para traer los restos mortales del pobre niño, víctima inocente de la brutalidad de su padre y a la vez, traernos a su patria a los otros cuatro niños que estaban desolados por la pérdida de su hermanito menor. Fue un golpe mortal para todos nosotros, no esperábamos tener que sufrir un dolor tan grande, sobre todo Andrés y yo por nuestra edad, nos afecto muchísimo. Yo por lo menos me consolaba llorando, pero Andrés permanecía por horas en un solo sitio y de pronto empezaba a golpear las paredes en silencio, esa era la forma de desahogar su dolor. Así pasamos varios meses, el dolor y el sufrimiento no nos permitían concentrarnos y no podíamos ni atender el trabajo. Hasta las matas se secaron por falta de riego y desde allí empezó Andrés


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a tomar sin tregua; a los pocos días presentó fuertes dolores abdominales y empezó a tomar su piel un color amarillento. De inmediato lo hice ver del médico, que diagnosticó ictericia y le recomendó hospitalización, pero me informó que lo peor era que sufría arteriosclerosis avanzada y que esa enfermedad era irreversible. Lo hospitalizamos en el Clínico y mejoró su estado de salud, pero yo sabía, que cada día iría perdiendo facultades y tomé la decisión de disfrutar y hacerlo feliz el tiempo que le restaran sus facultades mentales y f ísicas. Para ese tiempo yo trabajaba como profesora de cocina y repostería en la Casa de la Juventud en Consucre y luego me dieron otro curso: Piñatería. Eran tres cursos que dictaba en tres tardes a la semana, el tiempo restante lo dedicaba para salir con mi viejo, nos perdíamos los dos solos por esos mundos, él todavía manejaba su carro y cómo disfrutábamos por todo esos pueblos que visitábamos y yo pensaba para mis adentros, estos son nuestros últimos cartuchos, tenemos que aprovechar al máximo, algunas veces nos quedábamos en cualquier lugar, como dos enamorados que se esconden para no ser vistos, y desde allí llamábamos a la casa para avisar que estábamos bien. Si fuimos felices antes, después de que supe de la enfermedad que sufría, lo fuimos mucho más, no escatimaba ningún esfuerzo para hacerlo feliz. En ese estado de dicha vivíamos inventando, él me decía: —Vamos a desayunar al Guapo.

Nos levantábamos oscuro y arrancábamos, desayunábamos y luego pensábamos, porque no vamos a Altagracia de Orituco y seguíamos. Por esa misma ruta había un cruce a la derecha, atravesamos todos esos pueblos y dormíamos en


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Altagracia, al otro día regresábamos por Guatopo y yo venía bañándome en donde encontraba agua por toda la carretera. De pronto él se paraba y me decía: —Tesoro, hoy no me has dado un beso.

Y me besaba con tanto amor que nadie imaginaría que éramos esposos. Otras veces nos parábamos en los aparcaderos que hay a ambos lados de la carretera del parque y nos tendíamos en la grama o corríamos o soñábamos uno en brazos del otro, como disfrutando los residuos de nuestra felicidad. Nos hicieron una llamada telefónica para avisar algo. Yo acompañé a mi esposo a buscar a Rafael, no podía dejarlo solo. Encontramos que Rafael y que estaba pasando por una crisis nerviosa, se sentía perseguido y temía salir a la calle, según contó él, que estaba en una pensión y de pronto comenzaron a perseguirlo unos hombres no se sabe con qué fin. Rafael estaba separado de la esposa y los dos hijos que habían procreado en el matrimonio, ella estaba con sus padres. Servanda, la madre de Rafael, vivía en la casa de unos vecinos que la tenían por amistad y también porque todavía servía para algo, aunque se encontraba resentida de salud por los años vividos, ella era algo mayor que Andrés. Me imagino cómo debía sentirse esa pobre mujer, a esa edad y tener que vivir en una casa ajena por caridad, cuando ella estaba acostumbrada a mandar la vida de todos los que por necesidad la rodearon. Pero bien vale, la vida nos da y nos quita y tenemos que acostumbrarnos a esa realidad. Como les decía antes, encontramos a Rafael en una situación muy difícil y tuve que ser solidaria con mi esposo y a pesar de todo lo que había pasado acepté la presencia de su


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hijo en mi casa por lo menos mientras se recuperaba. Lo más extraño fue que desde el mismo momento que llegó a mi casa se le quitaron todos los delirios persecutorios, no sé si realmente sería por la seguridad que encontró entre nosotros, pero la verdad es que no lo vi más con trastornos nerviosos ni cosas parecidas, al contrario, tomó posesión de la casa y empezó a actuar como dueño y señor. Cuando lo vi en buen estado de salud le hablé y le dije que le daría seis meses para que presentara su tesis, que según él era lo que le faltaba para graduarse en Filosofía y Letras y así quedamos. Le di la habitación de la parte baja, totalmente equipada. En esa habitación había vivido Andrés Eloy y su esposa desde que se casaron hasta que encontraron un apartamento en la cuadra y se mudaron. Era un cuarto higiénico, ventilado con luz, pero a él no le gustó y lo usaba para tener sobre la cama todos los libros. Estudiaba o leía en la oficina de Andrés y dormía en una habitación que nosotros teníamos como vestier, porque en ella estaba un clóset y un escaparate. Total, el niño usaba tres habitaciones de la casa y muchas veces había que esperar las diez o las once de la mañana para nosotros poder hacer uso de las cosas que teníamos en esa habitación. Tomaba el teléfono y hablaba horas con sus amistades. Muchas veces se iba desde el atardecer del sábado y regresaba para amanecer el domingo y dormía el lunes para pasar el ratón y de la fulana tesis nada. La pobre madre humillándose, llamaba a nuestra casa para saber de él. Un día yo la atendí y ella me dijo: —Es una amiga

Y yo le respondí: —Ya te lo llamo, Servanda.


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La siguiente vez que llamó me dijo: — Perdona tantas cosas Cira, te estoy muy agradecida por lo que has hecho con mi hijo.

Por lo que yo le respondí: —No lo hago ni por él ni por ti, lo hago por Andrés que bien lo merece.

Ya habían pasado los seis meses y Rafael como si nada. Fuimos al mercado Andrés y yo y regresamos como a la una de la tarde, y Rafael no se había levantado. Andrés le tocó la puerta ya que necesitaba cambiarse la ropa y no podía entrar al cuarto. Conversamos mi marido y yo y concluimos que ya estaba bien de aguantarle sinvergüenzuras a Rafael. Lo llamé al botón y le dije que ya había pasado más de los seis meses acordados y que nosotros no podíamos darle más tiempo, porque la única que producía era yo y eso no era suficiente para el sostenimiento de otra persona, por lo tanto que buscara para donde irse. Al otro día se fue y después a los días fue a buscar sus cosas. Me daba preocupación con Andrés, pero en realidad no era mentira, las entradas de dinero no eran muy abundantes y tenía que comprar hasta los medicamentos del tratamiento de ambos, si Rafael hubiese aprovechado y estuviese haciendo cosas útiles, no me hubiera importado ayudarlo, pero lo que hacía era perder el tiempo y sobre todo no se le veía preocupación por la situación de su madre. Me informaron de una terapia que daban en el psiquiátrico para personas alcohólicas y lo convencí para ir, en principio no quiso, pero yo siempre encontraba la forma de convencerlo y fuimos. Lo acompañaba para que no dejara de asistir y yo tam-


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bién oía las charlas, los concurrentes creían que yo también era alcohólica pero no me importaba, lo más importante era que le fuera provechoso. Allí consiguió amigos que estaban en la misma situación que, pero allí entendí, que esa enfermedad no tiene cura, las personas alcohólicas pueden estar años sin probar alcohol pero en el momento menos pensado recaen y vuelven a las andanzas sin poder substraerse del vicio. Mi esposo era uno de ellos, yo presencié la cantidad de veces que trató de dejar el alcohol, hacía esfuerzos y me pedía ayuda. ¿Qué más podía hacer yo de lo que había hecho? pero, todo resultaba inútil. Entre el alcoholismo y la arteriosclerosis me estaban arrebatando su vida y yo me encontraba incapacitada para luchar contra esos dos flagelos de la humanidad, lo único que podía hacer era rodearlo de amor, de comprensión y tratar de hacerlo feliz. Después del episodio con Rafael, imaginé que eso afectaría mucho a mi esposo, pero no fue así, no me dio ninguna manifestación de que le preocupara; o su enfermedad amortiguó el impacto o él ya estaba seguro de su imposibilidad de ayudarlo por más tiempo, así que todo siguió igual entre nosotros. Pasó como un año, él tomaba pero tenía períodos de descanso donde volvíamos a reanudar nuestras relaciones y reíamos, charlábamos, cualquier cosa era un buen motivo para reírnos, hasta de nosotros mismos. Él fue un hombre tan especial que no perdía oportunidad para expresarme su amor, en cualquier hojita de papel me escribía mensajes de amor y me los ponía en la mesa de noche, en el plástico donde le llevaba el café cuando trabajaba, sobre mi almohada, aún conservo algunos de esos papelitos como un tesoro. Todos los lugares eran buenos para decirme te amo y no solo lo decía me lo demostraba todo el tiempo, en todos los actos de su vida.


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Cuando dejó de trabajar en la calle, tomó la costumbre de levantarse primero y preparar el café. No me dejaba levantar hasta que no me llevaba a la cama la tácita de café que él llamaba fuercita, eso era como una ceremonia, me daba la taza con la fuercita y luego se acostaba a mi lado muy estrechamente abrazado a mi cuerpo, una vez me dijo: —Tesoro dame tu vida.

Yo le respondí: —Mi amor, mi vida te la di hace siglos.

Aric, nuestra hija menor se nos casó con un joven hijo de italianos residenciados en el país desde su juventud, personas muy honorables y merecedoras de nuestro aprecio, la joven pareja inició su vida matrimonial rodeada del afecto de los padres de Nunzio que llegaron a querer a mi hija como verdaderos padres. Nosotros también queríamos mucho a Nunzio y nos alegramos con esa boda. Mi hija merecía ser feliz, siempre fue una joven honesta y respetuosa que nunca nos dio ningún tipo de problemas. Con el matrimonio de Aric, nos quedamos solos, nos sentíamos muy extraños encontrarnos solos después de haber procreado una familia tan numerosa, siempre venían a visitarnos, hoy unos, mañana otros. Todos estaban pendientes de nosotros, pero en la realidad estábamos solos, especialmente yo, que tenía la responsabilidad del hogar, el dolor de mi esposo enfermo y el sufrimiento de tener que dejarlo solo en la casa para ir a cumplir con mi trabajo.


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Siempre salíamos y cuando andábamos por esas carreteras yo pensaba, que bueno fuera si sufriésemos un accidente donde pereciéramos los dos, ya todos mis hijos estaban casados y tenían sus vidas hechas. Lentamente él iba deteriorándose, un día me dijo: —Vida, quiero que busques un abogado para darte un poder legal con el que tú puedas hacer todo lo que creas prudente si contar con mi aprobación y si es necesario para que puedas cobrar la pensión del seguro, sin tener que ir yo a firmar.

Se hizo el documento y lo firmó en notaria, ya prácticamente le era imposible hacer las pocas contabilidades que siempre había hecho en la casa y confundía las cuentas y los números. Fue terrible para mí ver como progresaba la enfermedad haciendo estragos en su cerebro. Como estábamos tan solos y Andrés Eloy tenía problemas de vivienda, se mudó con su esposa y su hijo a la habitación de la parte baja de la casa. El niño le sirvió a mi esposo como un aliciente, siempre estaban juntos y él se eximía de tomar delante del niño, esto lo ayudó un poco, tomaba menos, pero siempre lo hacía y empezó a sufrir alucinaciones, veía animales inexistentes y me pedía que se los quitara, otras veces me decía: —Vieja, sácame este poco de gente de aquí.

O tiraba golpes a la cama para matar supuestos animales. Tuve que separarlo de mi cuarto, le arreglé un dormitorio cercano al mío y lo instalé con todo confort. No porque yo tuviera miedo de que me agrediera, estaba segura que no lo haría jamás, pero lo hice para tranquilidad de mis hijos que


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sí pensaban que en momentos de inconsciencias podía hacerme daño, no por eso dejó de dormir en mi cama, cuando estaba sobrio se acostaba en mi cama y dormíamos juntos, pero si lo veía ebrio lo hacía acostar en su cuarto. En esos días encontré a mi amiga Isabel, una amiga de muchos años a quien guardo un afecto de hermana y ella igual conmigo. Me habló sobre un médico famoso con quien trabajaba y nos pusimos de acuerdo para poner a mi esposo en tratamiento con ese doctor. Se trataba del doctor Hadad, famoso médico y hombre de rigor, me habló con sinceridad, me explicó lo que yo ya sabía, pero guardaba la esperanza que nunca falta cuando se trata de un ser querido. Este médico borró esas ilusiones; sin embargo, me habló de un medicamento que no lo curaría, pero al menos atrasaría la situación porque esa enfermedad podía llevarlo a una demencia total o convertirlo en un ser vegetativo, incapacitado hasta para moverse. De momento le puso un tratamiento para mantenerlo tranquilo, y me recomendó que no lo llevara a consulta a menos que fuera necesario y así me economizaba el dinero. Que me mandaría con mi hermana los récipes para los medicamentos que necesitaba. Así lo mantuve un tiempo, mientras encontraba el dinero para empezar el nuevo tratamiento que era bastante costoso y tenía que comprarlo por lo menos para seis meses. Cuando tuve el dinero fui con el doctor Hadad para que me indicara lo que tenía que hacer. El doctor me explicó lo siguiente: —Esto lo haces si puedes, no te garantizo el resultado, lo que te aseguro es que no le hará ningún daño, pero no quiero crearte falsas ilusiones, de acuerdo como se encuentra, no se puede predecir nada, tal vez logre mejorarlo un poco, lamentablemente hasta hoy no se ha descubierto nada que pueda devolver las facultades perdidas.


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Por lo dicho por el doctor, quise hacer hasta el último intento y le empecé el nuevo tratamiento, veinte pastillas costaban seis mil bolívares y tenía que tomarse cuatro pastillas al día, le sostuve ese tratamiento por seis meses, mejoró un poco, leía el periódico, comía y dormía tranquilo, no sé si fue efecto de las pastillas pero tomó la manía de salirse para la calle y una vez se perdió, cuando lo encontramos lo habían atracado, le robaron el reloj y el monedero, como vivimos en una calle de mucho tránsito de vehículos corría el riesgo de ser atropellado. Pensando que estaría mejor en un lugar aislado puse en venta la casa para comprar en un sitio donde pudiera disfrutar lo que le restaba de vida en forma tranquila y sin riesgos, ¿qué menos podía hacer por aquel ser que me había entregado su vida? Ahora él dependía de mí y yo estaba en el deber de retribuirle con amor, todo el amor que siempre me ofrendó; y por otra parte, lo seguía amando con amor de esposa, de madre, de hermana. Ese hombre enfermo y en el ocaso de su vida, era lo más hermoso que Dios había puesto en mi camino. Vendí la casa de Los Robles, a una cuadra de la estación del Metro de Agua Salud y compré una casa en el barrio Luis Hurtado, vía El Junquito, con áreas apropiadas para que se sintiera cómodo, con un clima agradable y aislada de ruidos molestos, la reconstruí a mi gusto y nos mudamos. En la platabanda de esa casa había una construcción sin terminar. Aric, mi hija, se había divorciado y se había unido a un joven de quien iba a tener un bebé. Le propuse la venta de esa construcción y ella aceptó. Construyó su casa y se vino a vivir, así teníamos compañía. En la parte de abajo de la casa había una habitación y con una placa que se hizo para ampliar la


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casa de arriba y quedó un espacio techado. Yo no quería, que Andrés Eloy se mudara conmigo para la casa de Luis Hurtado porque él y la esposa vivían peleando. Pero a última hora acepté que habitaran en la de abajo mientras le desocupaban una casita en el mismo barrio, pero no tomaron interés y contra mi voluntad se hicieron los locos y se quedaron, en el espacio que estaba techado hicieron unas divisiones que anexaron a la habitación y se adueñaron del espacio que yo tenía para mi desahogo. Total, allí la mujer le parió dos hijos más y después se separaron, él quedó viviendo solo, pero sigue creyendo que eso es suyo. Hasta el día que yo decida vender la casa, entonces veremos quién es quién, el tiempo lo dirá. Como les decía antes, allí mi viejo duró mucho tiempo, más o menos lúcido, se veía tan bien que los vecinos no sabían que estaba tan enfermo, salía al frente de la casa y conversaba con los vecinos y los niños que pasaban. Si yo tenía que salir le decía: —Mi amor, espérame aquí sentadito que ya vengo.

Y me esperaba tranquilo oyendo su radio. Así duró como tres años, yo lo bañaba, le cortaba las uñas pero lentamente fue perdiendo las facultades, vivía como en otro mundo, tuve que empezar a adivinar sus deseos, casi no hablaba y tenía que saber si tenía hambre, sed o deseos de ir al baño, siempre estaba tras de mí, había momentos en que me sorprendía su proximidad y temía quemarlo en la cocina, algunas veces me decía: —Yo quiero decirte algo.

Entonces yo le preguntaba:


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—¿Qué quieres mi amor?

No sé, era su respuesta. —¿Tienes sed? —No. —¿Tienes hambre? —No. —¿Quieres hacer pipí? —No.

Lo tomaba por una mano lo llevaba al baño, lo sentaba en la poceta, era ganas de hacer pupú lo que tenía. Después fue peor, se orinaba en todas partes hasta en la calle, por la noche me levantaba dos o tres veces, lo ayudaba a sentar en la cama y lo ponía hacer pipí, después lo arropaba, en medio de sus lagunas cerebrales algunas veces me decía: —Solamente una madre.

Esas palabras fueron un enigma para mí. Nunca he podido saber si eran para la madre o para la esposa, no sé si él me veía como la madre amorosa que cuida de su hijo, o si sabía que yo era su esposa que lo amaba y cuidaba igual que lo hubiese hecho una madre, para mí fue muy doloroso no poder descifrar esas palabras dichas en sus escasos momentos de lucidez.


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Perdonen mis errores, pero escribir esto, es como hacer sangrar de nuevo una herida y no puedo evitar que mis ojos se llenen de lágrimas con el recuerdo de aquellos momentos cuando el hombre de mi vida, más indefenso que un niño, dependía solamente de mí; había vuelto a la niñez, le quitaba el chocolate a los nietos y no podía ver dulce que no se lo comiera. Lo bañaba y lo cambiaba y en lo que menos pensaba se volvía a poner la ropa sucia sobre la limpia. Él no estaba tranquilo más que conmigo, así duramos de tres a cuatro años. En el Año Nuevo del 91 lo vestimos y lo pusimos bello, esa noche bailó conmigo, fue nuestro último baile. Había cumplido ochenta y tres años y parecía de 70, estaba fuerte, no parecía enfermo porque su enfermedad estaba en su cerebro. El mes de marzo del 92 empecé a observar que se guardaba el pan del desayuno bajo el sombrero, masticaba la carne y no la tragaba, me la escupía en la mano. Esto empezó a preocuparme porque él comía muy bien. A fines de marzo, un día mientras desayunaba se me fue de lado en la mesa, al tratar de levantarlo me di cuenta que no podía sostenerse, como pude lo llevé a la cama y llamé a mis hijos, de inmediato lo llevamos al Pérez Carreño, el hospital más cercano donde le atendieron y ordenaron una tomograf ía que arrojó como resultado un derrame cerebral severo. Lo tuvieron tres días en una camilla casi sin poderlo mover lo que le ocasiono una escara en la unión de los glúteos. Cuando lo hospitalizaron en medicina general, ya tenía la escara y por más que lo movíamos y fraccionábamos esas escaras no se les curaron, lo que evitamos fue que siguiera escariándose, allí se instalaron sus hijos que no lo dejaron solo ni un


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momento. Se turnaban para cuidarlo y trataron por todos los medios de que yo no participara, para evitarme en lo posible el sufrimiento de su gravedad. La enfermedad siguió su curso normal y aunque se veía físicamente bien, no podía tragar los alimentos y empezaron a alimentarlo por medio de una sonda nasal, después de haberlo examinado todos los médicos que tenían que ver en el caso, le dieron de alta, allí no tenían nada más que hacer. Lo trasladamos a la casa y ahora me tocó a mí atenderlo y darle todo el amor que necesitaba. Había que mantenerle las manos amarradas a la cama para que no se arrancara el tubo nasal y a la vez había que voltearlo para curarle las escaras y friccionarlo para que no le salieran más; era un tormento verlo con ese sufrimiento, sus ojos me miraban fijamente como pidiendo ayuda y no podía hacer más que cuidarlo y tratar de hacerle sentir mi presencia. Pasaba las noches a su lado mojando sus labios resecos y soltando por intervalos sus manos para que descansara y pudiera sentirse mejor. Si de algo estoy bien segura y sé que mis hijos también lo están, es que mi viejo no merecía ese sufrimiento, aunque tal vez más sufría yo y sufrían mis hijos viéndolo crucificado en esa cama. De nada servía que me acostara a tratar de descansar mientras él dormía, no más empezaba a dormirme, oía su voz que me llamaba y saltaba de la cama corriendo sin recordar que ya no podía hablar, mucho menos gritar. Así transcurrió un tiempo, no recuerdo cuanto, el dolor no me permitía llevar la cuenta al verlo en una cama, con la espalda escariada y un tubo atravesando sus fosas nasales y sin poder ingerir alimentos. Era más de lo que yo estaba en capacidad de soportar, si su vida hubiese dependido de una máquina a la que yo pudiese haber detenido para ayudarlo a morir lo hubiese hecho, aunque des-


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pués me hubiera matado el dolor, pero no podía hacer otra cosa que acompañarlo y sufrir juntos. Así fue, hasta el día quince de mayo de 1992 que sufrió un paro cardíaco. Cuando mi hijo Eduardo lo levantó en sus brazos para llevarlo a emergencias, él clavó sus ojos en los míos de una forma tan especial que yo sentí su despedida como si me hablara, me estaba dando con los ojos lo último que le quedaba. Cuando Eduardo regresó del hospital, ya yo sabía que había dejado de existir. Sonia y Aric se fueron en el carro con Eduardo y no quisieron que yo fuera para evitarme el dolor de su agonía. Pero no saben ellas que para mí fue más traumático el no haber estado a su lado en el momento supremo, ese era mi derecho y nadie debió habérmelo quitado. Mi hijo Eduardo me dio la noticia de su muerte y yo ya la esperaba, algo dentro de mí me decía lo ocurrido y mi corazón no me engaña nunca. Serenamente escuché las palabras de mi hijo, pero mi cuerpo estaba suspendido, mis pies no tocaban el piso, desde ese momento, solo iba de un lado a otro sin voluntad propia y solo volví a la realidad cuando vi su cuerpo sin vida en el ataúd y tuve que hacer un gran esfuerzo para no dar el espectáculo de mi dolor en público. Llegó la hora de sepultarlo y supe que nunca más volvería a verlo y que tendría que dejar su cuerpo abandonado en ese lugar, sentí como si toda mi sangre dejara circular, me faltaba respiración, las piernas no podían sostenerme, un dolor agudo en el pecho me hizo pensar en un infarto. Alguien me arrastró y me hizo sentar en un carro donde lloré amargamente nuestra


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primera y última separación, después de cuarenta y cuatro años de vida juntos. Una nueva luz, un nuevo camino

Regresé a casa en compañía de Eduardo, Roger y Rosmeri, mi nieta, hija de Roger. Sentía un frío de muerte, deseaba poder gritar pero no podía, solamente corrían mis lágrimas incontenibles, me fui a la cama y Rosmeri me arropó y se acostó a mi lado hasta que me vio dormida. No sabe ella como aprecio ese gesto tan hermoso en un momento tan difícil para mí. Los días que siguieron, casi no lo recuerdo, vivía como en tinieblas, esperando siempre como si Andrés estuviera en un viaje, no me resignaba a su muerte, sentía su presencia y por las noches me despertaba justo a las horas de darle la medicina y otras veces corría de mi habitación a la de él porque lo había oído entre sueños llamándome. Todos creían que yo no iba a poder soportar la ausencia de mi marido y también yo lo imaginé. Al comienzo, sentía como un vacío tan grande que nada podía llenar, me era igual vivir que morir, perdí el deseo de luchar y todo dejó de tener interés para mí. Todo lo que tengo, la casa, los muebles, todo, es como si no fueran míos, los uso por que los necesito pero los veo como si pertenecieran a otra persona. Yo sabía que él iba a morir y deseaba que muriera primero que yo para poder cuidarlo y atenderlo hasta en sus últimos momentos. Lo que ignoraba era lo cruel y doloroso de la separación del ser amado, es pensar que nunca más sentirás el calor de su cuerpo ni el sabor de sus besos y que toda tu dicha y toda tu felicidad es solo un recuerdo del pasado.


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Hoy, yo misma no puedo entender lo que siento, es una pena honda, una desolación tan profunda y lacerante que desearía morir para no sentirla y cada vez evoco su recuerdo aunque sea torturante porque así me encuentro cerca de él. Yo acostumbraba a reír o llorar sobre su pecho desnudo mientras él acariciaba mi cabeza, esta imagen se repite en mi mente una y otra vez, hasta arrancarme gemidos de dolor. Cuando oigo una canción nuestra o visito lugares donde fuimos muchas veces juntos, me siento infeliz y mi mente atormentada busca su pecho y sus brazos sin poderlos encontrar. Lo contradictorio de todo esto es que muy pocas veces lo recuerdo viejo y enfermo como fue lo último que tuve de él, lo recuerdo en la época de nuestra plenitud, mi cerebro traicionero me lo presenta de cuerpo entero con los brazos extendidos hacía mí sonriente y solo mi cerebro sabe por qué no tengo su pecho ni sus brazos para llorar entre ellos. En medio de este inmenso dolor hay algo que me consuela, es que el TodoPoderoso dispuso que fuera yo y no él, quien cargara con todo este sufrimiento, tal vez él no hubiese podido soportarlo. Aunque lucía muy fuerte no lo era, al contrario, era frágil se quebraba y yo tenía que ir en su auxilio. Ya se han cumplido tres años de su ausencia y no he podido acostumbrarme a la idea de que ya no está conmigo, todos mis pensamientos me conducen a su recuerdo. Después de vivir tantos años con el corazón pleno de felicidad, no es nada fácil conformarse con perder tantas cosas bellas, y ordenarle a los sentimientos que olviden es un imposible, más, cuando estamos saturados del afecto y compañía del ser amado. Sin embargo, sigo viviendo, inexplicablemente he logrado sobrevivir a este trauma interno y hoy pienso que si la vida puso


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en mi camino a un hombre como él y permitió que nos amáramos con un amor tan intenso debo sentirme por ello bien recompensada, no todos los seres pueden finalizar su vida con la seguridad absoluta de haber amado y haber sido amados, ya esto es gratificante. Entonces, ¿qué más puedo pedir, si lo he tenido todo? Quiero dejarles bien claro, mis hijos, que para triunfar hay que luchar, lo que fácil se obtiene fácil se puede perder, porque no ha costado ningún esfuerzo. Para nosotros, no fue fácil encontrar la felicidad, tuvimos que romper con más de un siglo de tradición. Él rompió la estructura de su mundo, aceptando públicamente y en contra de la mayoría de sus familiares y amigos, que amaba a una mujer con tres hijos de otro hombre y me impuso contra todos los prejuicios habidos y por haber. Y yo rompí con el mundo entero incluyendo a mis seres más queridos que no lo aceptaban, primero, por que creían que era casado y segundo porque era negro y pensaban que no tenía nada que ofrecerme. Pero yo rompí con todos esos prejuicios y desafié al mundo aceptándolo públicamente como mi marido, sin importarme para nada el resto de la humanidad. Esto, como podrán suponer, no lo hicimos en un día. Nos costó grandes esfuerzos y muchísimos días de angustia y contrariedades, pero habíamos decidido estar juntos y luchamos hasta con nosotros mismos, hasta conseguir la estabilidad. Yo deseaba un verdadero hogar para mis hijos y para realizar este anhelo se necesitaba un padre, si la vida me había puesto este hombre en mi camino, tenía que aprovechar esa dádiva de la Divina Providencia. En todo hogar hace falta un buen padre que oriente a sus hijos. El padre y la madre son la columna vertebral del hogar,


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una mujer sola, sí puede criar y educar a sus hijos, eso no se discute y menos en este país de matriarcado, son innumerables las mujeres que solas han levantado su prole con decoro y dignidad pero no me van a decir ninguna de ellas que su tarea no hubiese sido más fácil, de haber encontrado un hombre bueno con quien compartirla. Empezando por que la soledad no es buena compañía y después, porque el ser humano no fue formado para vivir solo, siempre necesitamos a alguien con quien compartir. Es por eso el decir popular: “hambre compartida toca menos” y quién puede dudarlo, si hasta las penas compartidas, tienen olvido. También sería bueno que ustedes entendieran en cuanto a mi conducta, sí tiene su raíz en la crianza que recibí de mis mayores. Me enseñaron a respetarme y respetar a mis semejantes, pero muchas de mis ideas y convicciones las debo a la lucha con que he tenido que enfrentarme ante las injusticias sociales, mi permanente contacto con las clases más desposeídas, han sido mi mejor escudo, he aprendido, enseñando a luchar por la libertad. No quiero con esto decirles que soy una revolucionaria, esta palabra es tan grande que no me cabe en la boca, tiene tanta significación que no me atrevo a aplicármela. Pero sí puedo decirles con orgullo, que he tratado de usar sus principios en todos los actos de mi vida. No he tomado un fusil para luchar por la libertad de mi país, pero he puesto mi granito de arena en las comunidades, en las escuelas y hospitales para inyectarles el germen de la dignidad y la liberación. Parí seis ciudadanos y los crié en compañía de un hombre ejemplar que me ayudó a formarlos y a educarlos, estos son ustedes mis hijos, les di un padre honrado, justo y afectuoso, cualquier hijo del mundo se sentiría orgulloso de haberlo tenido como padre, tanto él como yo, les dimos el mejor ejem-


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plo, nunca se llevaron a la boca un trozo de pan mal habido, nuestro camino fue recto para que ustedes se guiaran por ese mismo camino, nunca les faltó: ni amor, ni seguridad. Esa fue nuestra meta y la cumplimos, lo demás, queda en manos de ustedes, ya son hombres y mujeres y dueños de sus actos; espero y conf ío que sepan encausar sus vidas y la de vuestros hijos por el sendero del honor y la rectitud. En esta etapa de mi vida cuando ya he cumplido 75 años, y, hasta la muerte de mi esposo yo sostenía la teoría o la convicción de que la vida de una persona la determinaban los signos vitales, por lo tanto, al finalizar sus funciones, terminaba la vida y todo lo demás era una ceremonia, un dolor, un sufrimiento, un recuerdo doloroso y amargo, aunque no descartaba que tenía que haber algo o alguien que rigiera las cosas de la vida, algo así como el destino. Como eso me resultaba muy complejo, prefería dejarlo todo como estaba. Me parecía una pérdida de tiempo ponerme a pensar en algo que según mi criterio ya estaba resuelto. El cerebro era el principio y fin de la vida. Al morir mi esposo, comenzó a operarse en mi un cambio, en principio, sentía que todo lo que estaba a mí alrededor no me pertenecía; eso era comprensible por la forma como me encontraba, pero pasando el tiempo, me di cuenta que no estaba sola, sentía la presencia de mi esposo, un día en que lloraba amargamente sentí tanto su proximidad que lo busqué ansiosa con la mirada en toda la habitación. Sin embargo, pensé –si sigues así vas a parar en loca–, me guardé mis impresiones por temor de que pensaran mis hijos que estaba fuera de mis cabales por lo que estaba sufriendo, pero estaba segura que parte de él no se había alejado de mí, si leía lo sentía a mi lado, otra vez, sentí el soplo de su aliento sobre mi cara, en


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víspera de Año Nuevo estábamos: Sonia, Aric y yo sentadas en el cuarto de costura y sentí un olor a alcohol, igual al olor cuando él tomaba, sin decir nada me paré y fui a ver si alguien estaba tomando en la casa, busqué por todas las habitaciones, estábamos completamente solas, salí al frente para verificar si alguien estaba tomando fuera de la casa, y no había nadie, regresé pensando que eran ideas mías y decidida a no decir nada, pero al entrar al cuarto, mis hijas estaban comentando lo del olor y llegamos a la conclusión de que esa era una forma de su espíritu de comunicarse con nosotras. Eso no quedó allí, cuando yo me encontraba más triste y desolada, venía de pronto ese olor inconfundible para mí, me acostumbré a sentirlo y cuando sentía ese olor yo sabía que él estaba presente, con tiernas palabras le decía: —Mi vida, todo está bien, vete en paz mi amor. —Y a los pocos minutos desaparecía el olor.

Ante esta incertidumbre, empecé a investigar en libros de metafísica y todos los libros que estuvieran a mi alcance relacionados con el tema. Encontré en ellos muchas respuestas a mis interrogantes, comencé a entender que la muerte de mi esposo, no era algo definitivo como había creído antes, quedaba una conexión entre él y yo que no se había roto ni con la muerte. Motivada por todo lo que sentía, busqué más libros que pudieran orientarme, tomaba de ellos lo que creía asimilar y rechazaba lo que no entendía o no me interesaba, ya que no me convencían sus planteamientos y lentamente he llegado a la conclusión que algo tan hermoso como la vida no puede concluir en un poco de materia pútrida.


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La sabiduría, la inteligencia, el amor, estos dones preciosos, no pueden quedar sepultados en un ataúd, ni pueden ser devorados por los millones de gusanos que exterminan nuestros cuerpos, porque estos son algo abstracto, intangibles que nada puede destruir. Es lógico pensar que toda esa imponderable energía acumulada en nuestro ser sea transmutado como única y verdadera herencia para ser obsequiada a futuras generaciones que a su vez, enriquecerán con nuevas sabidurías y se irán transmitiendo de generaciones en generaciones. Me es difícil creer hoy en día, después de todas mis reflexiones que un amor tan recíproco como el de mi esposo y el mío, concluya en la fosa de un cementerio cuando termine mi ciclo de vida. Es por este razonamiento que he terminado convencida, que solamente se termina nuestro cuerpo físico. La parte etérea e impalpable que nos alienta y vivifica, esa no puede destruirse porque es divina e infinitamente eterna. Es este mi criterio, porque he descubierto una verdad, cuando dejé a mi esposo enterrado en el cementerio, pensé que todo había terminado, pero con los días subsiguientes me fui dando cuenta de que parte de él se había quedado y me hacía compañía, esto es innegable. Establecimos un contacto por medio de los sueños, cuando deseo lo llamo con mi pensamiento y él viene a mis sueños tal y como lo pienso, no sé si es bueno o malo, pero esto me ayuda a vivir, yo he visto dejar mi cuerpo inerte en la cama y mi espíritu elevarse con el suyo a lugares desconocidos y he sentido su espíritu adentrarse en el mío y llevarme a viajar sobre los mares y en las profundidades de ellos, a castillos eregidos sobre montañas. Lo último que me sucedió fue una noche como a las 12, ya todos se habían retirado a


290 Cira Alzuro Álvarez de Vaamonde

dormir, mi hija Haydeé, que está pasando unos días conmigo, duerme en mi dormitorio, todos nos acostamos, tan pronto puse la cabeza en la almohada oí y vi a mi esposo diciéndome: —Cierren esas puertas de atrás, ustedes dejan esa puerta abierta.

Di un brinco en la cama y llamé a Haydeé y le pregunté: —¿Cerraron esa puerta de atrás?

Ella se paró y fue a ver, la puerta estaba abierta completamente. Cuando Haydeé volvió al dormitorio me preguntó: —¿Mamá como sabía usted que la puerta de atrás estaba abierta?

Yo le respondí en la forma más normal: —Me avisó tu padre.

Cada quien puede juzgarme a su gusto, estoy segura que más de una persona pensará que estoy senil o que el dolor por la muerte de mi esposo me ha perturbado la razón; pero si de algo pueden ustedes estar seguros es de mi lucidez. Soy una persona completamente equilibrada tanto física como mental, si he llegado a estas conclusiones es debido a grandes reflexiones. En este momento de mi vida puedo asegurar que he encontrado la paz interna. No siento sentimientos mezquinos de odio ni rencores por nadie, al contrario, ahora estoy en capacidad de entender los errores de nuestros semejantes.


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Como la vida no le niega a nadie su compensación nos da nuestros hijos, ¡Qué hermoso es tener hijos! y verse uno reflejado en ellos, saberse amada y tener la seguridad de la continuidad con los nietos y bisnietos, o, a quien amamos tanto como a los hijos, ¿cómo no amarlos? si son los retoños del árbol viejo, que ya tiene sus hojas marchitas y pronto, más tarde o más temprano se secará. Hijos, quiero que sepan que ustedes han sido lo primero para mí, les di gustosa mi juventud, traté de llevarlos por el camino del bien, hoy todos ustedes son hombres y mujeres de bien, respetados y aceptados por la sociedad, creo haber cumplido mi misión de la mejor forma posible. Si alguno de ustedes piensa que me equivoqué, les ruego me disculpen por no haber sabido entenderlos, pero en ningún momento piensen que fue por falta de amor, los he amado a todos de igual forma, todos ustedes son un trozo de mi propia vida. En los actuales momentos, no padezco ninguna enfermedad mortal, por lo tanto, no sé hasta cuando los acompañaré; les pido, que cuando ya no esté con ustedes, no me recuerden con dolor ni tristeza. Piensen que fui la mujer más afortunada del planeta. La vida nada me ha negado, he tenido la dicha de amar y ser amada, he conocido la sublimidad del amor recíproco y la lealtad del ser amado. ¿Qué otra cosa podría desear? Si he tenido que enfrentar etapas dif íciles en mi larga existencia, también he tenido la fuerza de voluntad necesaria para superarlas sin que me dejaran secuelas. Hoy casi finalizado mi ciclo de vida, me encuentro en perfecta armonía con el presente y con el pasado, no tengo deudas ni deudores. Como se dijera en términos contables. Las cuentas cuadraron.


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Mi viejo y querido amigo parque de Los Mecedores

Hacía mucho tiempo no visitaba la parroquia La Pastora, en el mes de diciembre pasado, por una interrupción de tránsito, me vi precisada a desviarme y pasé frente a la iglesia de la Divina Pastora y sus calles adyacentes, no creí que la simple visita de la iglesia y la plaza me causaran tanta nostalgia. Recordé la retreta dominguera, las amigas y amigos con que íbamos a misas de aguinaldo, mis días de juventud, los familiares perdidos y a mi gran amigo el viejo parque de Los Mecedores, donde iba a reír o a llorar acompañada por la miseria, mi inseparable compañera de juventud. Recordé también a mi esposo, un jovenzuelo que transitaba por esas calles en pos de su felicidad, comprendí en ese momento porque amábamos tanto a La Pastora. Sinceramente no sabría explicar lo que sentí, fue una mezcla de amor y dolor, felicidad y amargura que pasó por mi mente envejecida, al contemplar aquellas casas viejas idénticas como años atrás, cuando todavía era yo una adolescente, se abrió una brecha entre el pasado y el presente y me alegró que mi viejo corazón latiera apresurado ante la contemplación de unas paredes desteñidas por el tiempo pero que significaban tanto para mí. Como deseé en ese momento vivir de nuevo aquellos tiempos, transitar sus calles y escuchar las campanadas de su iglesia. Ese ha sido siempre para mí un lugar que encierra gran parte de mi vida, en esa parroquia nací y casi toda mi existencia se ha desarrollado en ese pedazo de tierra tan hermosa, todavía en ella se encuentran vestigios de lo que en otrora fue nuestra sultana del Ávila. En estos momentos, vivo en mi vieja casa del Junquito, donde pasé los últimos años que el destino quiso regalarme


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junto a mi esposo, conservo esta casa, porque ella está saturada por la esencia del amor de mi esposo, en ella respiro paz y todo lo que toco está impregnado de nuestra felicidad. Aquí vivo feliz con mis recuerdos y temo perder el contacto que he establecido con él si me cambio a otra casa, quizás, si la vida no tiene dispuesto otra cosa, viviré aquí los últimos tiempos que me resten por vivir acompañada por los innumerables recuerdos. A mis hijos y nietos y demás descendientes, quiero pedirles que traten de conservar la línea de conducta que les hemos trazado. No es dif ícil vivir en paz y armonía con nuestros semejantes, lo necesario, es tener buena disposición y voluntad. Respetando el derecho ajeno, estamos contribuyendo a formar un mundo mejor y si hacemos un pequeño esfuerzo y damos cabida en nuestros corazones para que sientan un ápice de amor por nuestros prójimos habremos ganado la batalla; el amor quebranta rocas y nadie se substrae a esa divina ley. Todo el que ama está cerca de Dios y con el alma llena de amor por todo lo que nos rodea no queda espacio donde albergar bajas pasiones que nos privan del goce de todas las maravillas que nos ofrece la vida. Tenemos que amarnos y cultivarnos en pro de nuestro intelecto, somos creadores y de un árbol mal arraigado no se puede tener buena simiente. Amor es la primera ley universal, quien que no ama, no vive, hasta el avaro ama sus tesoros, producto de la usura. ¿Qué nos impide amar? Venimos al mundo amparados por este gran sentimiento, crecemos rodeado del amor de nuestros padres que nos aman y velan por nuestra felicidad y vernos crecer sanos de cuerpo y mente. Luego, de adolescentes, ya estamos en la búsqueda del amor procurando formar pa-


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reja y procrear hijos que amaremos por sobre todas las cosas. Esta es una cadena de amores, lo que quiere decir que esas cuatro letras son la clave de nuestra existencia. Cuando estamos enamorados nos encontramos en estado de gracia, todo nos parece bello, todo lo vemos hermoso, un atardecer nos transporta, un claro de luna nos enternece, ¿Por qué no podemos vivir así toda nuestra vida? Si tenemos motivos suficientes para vivir deslumbrados de todo lo que nos rodea, si contemplamos el sol, la luna, la atmósfera, las montañas, los ríos y océanos, nos podemos dar cuenta de lo privilegiados que somos y si nos pareciera poco, nuestra madre naturaleza, nos ha dotado de un cuerpo perfecto. Los que hemos tenido la fortuna de venir al mundo sin defectos físicos o mentales, que afortunadamente somos la gran mayoría, deberíamos cantar permanentemente un himno de acción de gracias al Sumo Creador por no tener que afrontar durante toda nuestra vida los problemas que sufren los minusválidos natos. Ya con esto sería suficiente para considerarnos felices y si a todo esto agregamos, haber nacido en Venezuela, a quien Dios le dio todo lo que podamos ambicionar: tierra fértiles, agua abundante, un clima envidiable, sierras nevadas, petróleo, etc., nuestra posición geográfica que no deja nada que desear, no confrontamos problemas volcánicos ni somos azotados por huracanes. En síntesis somos la tierra de promoción. Desgraciadamente, este potencial de riquezas naturales ha sido muy mal administrado y sustraído por manos inescrupulosas que nos han llevado a una terrible situación de desigualdad absoluta y mientras unos pocos tienen en sus manos el monopolio del poder y las riquezas de nuestro país, otros, la mayoría de los venezolanos, nos encontramos desasistidos y carecemos de lo indispensable para subsistir.


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interpretado por mis hijos, nietos y bisnietos, he escrito este resumen de mi vida; quisiera poder referirme a cada uno de ustedes en particular, mas, he preferido no hacerlo, para no herir susceptibilidades, solo quiero que sepan lo mucho que los amo a todos y en prueba de eso les obsequio mí: Regalo de Amor. Hijos, he concluido mi relato, como podrán apreciar no hay nada relevante en él; es simplemente la vida de una mujer sencilla como tantas de nuestro pueblo. Hubiera deseado narrarles hechos extraordinarios que pudieran enorgullecerlos, pero como ven, no hay nada de eso. Lo que sí puedo asegurarles, es la veracidad de los hechos. Como comprenderán, es este solo un resumen, me resultaría imposible relatar exhaustivamente todos los hechos relacionados con mi vida; primero porque no conservo datos exactos y luego porque sería sumamente largo y fastidioso. Si alguna cosa he omitido no es intencional, a mis setenta y seis años de edad es factible cometer errores u omisiones. Por otra parte, aunque mi memoria no me fallara y quisiera escribir con datos fidedignos todos los acontecimientos desde que tengo uso de razón no me alcanzaría el tiempo de vida probable que me queda para escribir detalladamente todo lo que he vivido, sufrido y disfrutado en esta fructífera existencia. Espero que al juzgarme, sean benévolos con mis innumerables errores, júzguenme con imparcialidad, olviden que soy su madre pero sí, háganlo pensando en que los seres humanos estamos expuestos a desviarnos por los caminos difíciles que nos ofrece la vida. Responsablemente acepto mis errores, pero no me arrepiento de la forma como los crié. Si tuviera que empezar de nuevo, lo haría tal como lo hice. Pude haber sido drástica


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con ustedes pero era necesario para que se acostumbraran a enfrentarse a la vida. Puede suceder que me equivocara, nadie está exento de sufrir equivocaciones y menos yo, que tuve que soportar una carga superior a mis fuerzas durante toda mi vida; no con esto pretendo justificarme, no lo necesito porque estoy segura de haber obrado de buena fe, siempre he actuado de acuerdo con mis convicciones y hoy me encuentro en paz con mi conciencia. Todos ustedes eligieron libremente su camino, no los presioné para satisfacer mi vanidad, ni les impuse mi criterio, respeté sus ideas; aún pensando que estaban equivocados, me limité a orientarlos como era mi deber de madre. Nunca he interferido es sus hogares ni les he exigido absolutamente nada. No quiero pasarles facturas por haberlos traído al mundo y criado, ese era mi deber, ahora, son ustedes y su conciencia. Espero, que cuando ustedes lleguen a la vejez, puedan disfrutar de la paz y la tranquilidad que nos proporciona el deber cumplido. Y, como no nací para semilla, más tarde o más temprano dejaré de existir; que esto no les cause pena, es esta una ley inexorable, que todos tenemos que acatar, con o sin deseos, y cuando llegue ese momento, quiero que todos estén unidos para que tengan la fuerza necesaria para acatar mi voluntad. Si tengo derecho a pedirles algo, les pido, y es lo único que le pido, que mis restos mortales y los de mi esposo, que está sepultado en el Cementerio del Este, sean cremados y nuestras cenizas unidas esparcidas en la montaña del Ávila. Son mis deseos. Cira Alzuro Álvarez de Vaamonde

Su madre




Regalo de amor 299

Anexos


Conf ío, que en un futuro no muy lejano, se imponga la justicia y triunfe la razón y podamos ver nuestro país próspero y libre de sanguijuelas que le chupen la sangre a la patria. Por suerte, estas son etapas superables y no debemos permitir que perturben el ritmo de nuestras vidas. No debemos olvidar que todo está regido por leyes inequívocas y más tarde o más temprano, la ley de la compensación nos dará justo lo que merecemos para alcanzar la felicidad. ¿Dinero? Este se tiene hoy y se puede perder mañana, no hay nada más inestable que el dinero, aunque reconozco que es factor importante en la vida del ser humano, pero no definitivo. ¿De qué nos serviría amasar una gran fortuna, si padecemos de una grave enfermedad que nos impediría disfrutar de ella? Generalmente, las personas más opulentas no son las más felices, porque la felicidad no es patrimonio de los ricos. Recuerden, venimos al mundo en completo estado de desnudez y por más que logremos acumular grandes sumas de dinero, cuando nos vamos de este mundo, dejamos todo, solo nos servirá de equipaje las cosas bellas que hemos vivido. Por suerte para mí, tengo mi equipaje bien formado, no he perdido el tiempo miserablemente buscando a quien cargarle el peso de mis errores, tanto mis equivocaciones como mis aciertos los he asumido con toda responsabilidad y al final de mi jornada tengo un bello equipaje formado con las cosas hermosas que la vida me ha obsequiado durante mi tránsito por este generoso planeta. Doy infinitas gracias al Supremo Creador por haberme dado la luz que me permitió ver con claridad, espero que esta luz no me falte hasta el último momento de mi existencia. Con ánimo de dejarles un mensaje, que espero sea bien




Índice

Primera parte 15 Ernesto 16 Guillermo 17 Cira consigue un padre 17 Luisa María se enamora 18 La tía María del Rosario 20 La primera comunión de Cira 23 Luisa María tiene su primera hija 23 Mosquito 24 Luisa María tiene otro embarazo 29 Conoropa 30 Victoria Cristina 30 Abandonan el barco 31 Comienzo del fin de Ernesto 35 La venta de Mosquito 35 Cira continúa la narración 39 Nacimiento de Candelario 41 Muerte de Ernesto 42 La promesa de Guillermina 43 Una nueva vida, un destino incierto 44 Pérdida de Conoropa y la casita 47 María Luisa trabaja 49 Tía Vidalina 50 Cira busca trabajo 52 Andrés Vaamonde 55 Ana Luisa Jara 56 El comienzo del calvario 87


El más duro de los golpes 98 Mi tesoro 143 Panchita y Cristóbal Guaramato 156 Derrocamiento de Gallegos 159 El costo de la libertad 169 Al final de la tormenta, la libertad 182

Segunda parte 191 Un nuevo amanecer, una nueva luz 191 Mi tesoro 207 El matrimonio de Haydeé 219 Mi primera casa propia 229 Una nueva luz, un nuevo camino 283 Mi viejo y querido amigo parque de Los Mecedores 292 Anexos 299



Este libro se terminรณ de imprimir durante el mes de octubre de 2013 500 ejemplares C

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