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Archivo General de la Nación, volumen XCI Título: Metodología de la investigación en historia regional y local Autor: Hernán Venegas Delgado
Correción, diseño y diagramación: Modesto Cuesta Cubierta: Ingenio de Boca de Nigua. Foto de Modesto Cuesta De esta edición: © Archivo General de la Nación, 2010 Departamento de Investigación y Divulgación Área de Publicaciones Calle Modesto Díaz N° 2, Zona Universitaria Santo Domingo, Distrito Nacional Tel. (809)362-1111, Fax. (809) 362-1110 www.agn.gov.do
ISBN: 978-9945-020-78-6
Impresión: Editora Búho, C. por A. Impreso en República Dominicana / Printed in Dominican Republic
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Contenido
Prólogo / 9 La región en su perspectiva histórica / 15 La aldea global: el mundo y sus partes / 15 El descubrimiento de la región por las Ciencias Sociales / 19 Historia e historiografía regional y local en América Latina / 26 Retos de la nueva historiografía regional y local en América Latina / 36 Bibliohemerografía mínima consultada / 47 Concepto de región histórica / 51 Consideraciones preliminares / 53 Concepto de región / 59 Conceptos regionales asociados / 66 Las fuentes para la investigación en historia regional / 69 Elementos para la planificación de la investigación y su praxis /87 Los elementos / 87 La praxis investigativa / 101 La metodología de investigación cualitativa / 109 Generalidades / 109 Los diversos métodos de investigación cualitativa / 114 El trabajo de campo / 116 Las fases analítica e informativa de la investigación / 118 Los diversos pasos iniciales en la investigación cualitativa / 120 La recogida de datos. La observación y la entrevista / 125 El cuestionario / 134
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Organización y dirección de unidades de investigación en historia regional y local: la experiencia cubana / 139 Fundamentación e inicio del Programa / 139 Estructura / 141 Los equipos de investigación / 145 Las instituciones participantes / 148 Algunos problemas historiográficos / 151 La coordinación de las investigaciones / 154 Dificultades y determinaciones historiográficas / 157 Fuentes / 161 Técnicas de recopilación de la información e informe final de investigación / 163 Las técnicas de recopilación de la información / 163 La ficha bibliográfica / 165 La ficha hemerográfica / 167 La ficha de documentos de Internet / 170 La ficha de documentos de archivo / 171 La ficha de conferencias / 172 La ficha de entrevistas / 173 Principales variables en el fichaje / 173 Utilización de siglas y abreviaturas / 176 La redacción del trabajo de investigación / 177 La escritura del trabajo de investigación: sus peculiaridades / 182 La primera versión de la redacción del trabajo / 190 Una propuesta de modelo de investigación regional: Trinidad de Cuba / 195 Las motivaciones: el mito, la leyenda, la realidad / 195 Los problemas y las preguntas del investigador / 204 Las fuentes / 212 Los métodos de trabajo / 215 Los resultados científicos / 223 Índice onomástico / 231
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Prólogo
Pocas veces puede decirse que una obra resulta tan oportuna como sucede ahora con la presente sobre Metodología de la investigación en Historia Regional y Local. Su autor, el doctor Hernán Venegas Delgado, ha sido Profesor Titular de la Universidad Central (Las Villas, Cuba), de la Universidad de Cienfuegos (Cuba), de la Universidad de La Habana e investigador del Instituto de Historia de Cuba (La Habana). Es Profesor investigador en la Universidad Autónoma de Coahuila (México). Desde hace ya más de dos décadas, el profesor Venegas Delgado está dedicado a los estudios regionales en el área de América Latina y el Caribe. Ha asesorado y ha sido uno de los impulsores fundamentales de un importante programa en la mayor de las Antillas para el desarrollo de estudios de carácter histórico-regionales, auspiciado por el Instituto de Historia de Cuba. Sus aportes al conocimiento de la realidad regional se han plasmado en una amplia y significativa bibliografía. Hoy es, sin duda, una de las autoridades en la materia: su trabajo tesonero y paciente, junto a su personalidad afable e inspiradora de confianza y respeto, le han granjeado méritos, así como un merecido reconocimiento en gran parte del continente. Su vasta experiencia la ha compartido no solo en su país, Cuba, sino en otros países de la región, incluida la República Dominicana; ha sido promotor entusiasta de estudios y seminarios, en particular de los Talleres Internacionales de Problemas Teóricos y Prácticos de la Historia Regional y Local que lleva ocho ediciones, en los que se han realizado importantes intercambios y perfilado nuevas direcciones que miran, entre
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las más destacadas, a la historia de las ciudades de América Latina y el Caribe en su contexto regional. En la actualidad el profesor Venegas Delgado coordina los Nuevos Talleres de Estudios Regionales y Locales (Urbanos) que, como su nombre lo indica, se han abierto hacia nuevas perspectivas, más amplias e integrales, ubicando a la región en el conjunto de las Ciencias Sociales y Humanas, así como en otras disciplinas que se les relacionan. Esa corriente de estudios, en la que concurren diversos esfuerzos, va tomando cuerpo a nivel regional y su importancia también ha llamado la atención de investigadores e instituciones de nuestro país. Entre ellas la Academia Dominicana de la Historia, que invitó al profesor Hernán Venegas a impartir un curso de historia regional en su sede en el año 2007. Otro curso, continuación del primero y también en tierras dominicanas, fue impartido por el profesor Venegas Delgado en el Archivo General de la Nación, en Santo Domingo. Surgió el proyecto de la presente obra con el propósito de introducir a investigadores e investigadoras dominicanos en las búsquedas actuales que se están haciendo en términos de la investigación histórica regional en el continente. La bien ganada posición del profesor Venegas en el movimiento que impulsa junto a otros estudiosos, constituye la mejor garantía de la calidad de la propuesta metodológica que nos entrega en la presente obra. Ésta coloca en un nuevo punto de partida el trabajo de investigación para realizar, comenzando por el modo de pensar los problemas abordados, los cuales ya no están referidos al marco nacional, sino a las lógicas y dinámicas más inmediatas en las dimensiones en que dicha realidad se produce, reproduce y se transforma. De esta forma el estudio de las regiones nos plantea la profundización de nuestros conocimientos en esta nueva perspectiva y, por lo mismo, proporciona una comprensión más completa a la luz de los nuevos conocimientos así alcanzados. Los procesos de cambio material e ideológico de las sociedades pueden ser resituados y analizados desde esta perspectiva, para así arribar a conclusiones menos dependientes de unos enfoques generales con frecuencia inadecuados. El espacio regional aparece en este libro problematizado a través de planos estructurales de larga configuración y otros coyunturales que dan lugar a fracturas, o puntos de inflexión, de la identificación de lógicas e intereses sociales que se inscriben en aquellos planos, dinámicas concretas que a su vez interaccionan con
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las de otras regiones, las cuales, en consecuencia, operan en espacios más amplios. En virtud de su experiencia, el profesor Venegas nos pone en diálogo con las obras clásicas, nos alerta sobre los actuales debates y avances que se perfilan en el campo de la historiografía sobre regiones; aún más: nos llama a dialogar con los problemas y realidades regionales de nuestro presente y a reflexionar en torno a su porvenir. Por todo ello la metodología de investigación propuesta en este libro está comprometida con un mayor desarrollo de la ciencia histórica. Hace tiempo que, con muy contadas excepciones, la historia regional y local en la República Dominicana se resiente de la pobreza en la definición de sus temas y enfoques, además de la debilidad de los métodos para alcanzar sus propósitos. De hecho, vemos repetirse esfuerzos que se solapan en la captura de informaciones, a veces sin la menor precisión, que no rebasan la anécdota o, en el mejor de los casos, la lista de nombres para tales o cuales funciones, ya sean de las autoridades civiles, militares o eclesiásticas de la localidad. Faltan en esos estudios, las más de las veces, consideraciones pertinentes sobre las transformaciones socioeconómicas y políticas regionales y locales, así como las razones que las explican. A la superación de esas limitaciones de nuestra historia regional y local, viene a contribuir de manera decisiva este libro que hoy se presenta dentro del programa editorial que desarrolla el Archivo General de la Nación. Los elementos principales de la propuesta metodológica de Hernán Venegas para el estudio de las regiones históricas en el Caribe están concebidos desde un amplio conocimiento y una vasta experiencia investigativa en esta macro región. Pero aunque se basan en ellos, su alcance no se limita a este espacio mayor, pues en su desarrollo se advierte de continuo su afán comparativo y su despierta lucidez teórica. Ocho capítulos conforman la obra. El profesor Venegas hace, en el primer capítulo del libro, un recorrido por los principales hitos de la historia regional y local del continente. En ese balance destaca las aportaciones de los maestros y los estudios «clásicos». Otro capítulo se detiene en el problema de la formulación de una definición del objeto región histórica, y prefiere partir de una definición operacional que debe ser luego superada por la construcción del objeto mediante la investigación empírica y la reflexión conceptual en su propio marco histórico, para lo cual se detiene en el problema de la identificación de las fuentes para la investigación en historia regional y las
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ventajas que ofrecen las tecnologías de la información en la realización de esa tarea. Se adentra en la cuestión del carácter de la investigación y los métodos cualitativos y subraya la colaboración entre las ciencias sociales. Le dedica otro capítulo a los temas más concretos de las técnicas para la recopilación y procesamiento de las informaciones, así como también a las tareas de redacción. Dos capítulos se refieren a prácticas de historia regional realizadas en la perspectiva que asume este libro: uno describe el proceso de gestión y desarrollo de la experiencia cubana iniciada a fines de la década de 1980 e inicios de la de 1990, actualmente en fase conclusiva con la edición e impresión de sus obras más representativas, y el segundo, que cierra el libro, expone el modelo de investigación regional seguido en su libro sobre Trinidad de Cuba: corsarios, azúcar y revolución en el Caribe (Bogotá, 2006), un representativo ejemplo de síntesis histórica regional. En la medida en que está dedicada a cuestiones de carácter teórico y metodológico, esta obra representa una novedad dentro de las publicaciones del Archivo General de la Nación (AGN). Desde luego, en el período reciente de transformaciones que ha representado la modernización y profesionalización de los archivos en nuestro país y especialmente de este AGN, resalta su oportunidad en relación con los propósitos de la institución en el marco de la actual Ley General de Archivos de la República Dominicana (Ley 481-08). La citada legislación crea en nuestro país el Sistema Nacional de Archivos (SNA) y plantea el establecimiento de archivos regionales como delegaciones o dependencias de este AGN. Esta última institución, asimismo, se constituye en organismo rector de todos los archivos pertenecientes al SNA, y entre sus funciones está la promoción cultural de los archivos, la difusión de sus fondos documentales por su repercusión en el enriquecimiento de la cultura ciudadana. Esta tarea la hemos asumido como un elemento crucial del acercamiento de los archivos a la ciudadanía. Tal es la significación que tiene para el AGN la publicación de esta obra en cuanto contribuye a impulsar el desarrollo de la historia regional y local, pues entra dentro del tipo de labores culturales a desarrollar como organismo rector y desde los proyectados centros archivísticos regionales. Es por ello que debemos preparar buenas herramientas para esa tarea, esta vez con un acercamiento científico basado en los conceptos metodológicos
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orientados al estudio de la región histórica, como los presenta y discute el profesor Venegas en este libro, y en la consulta directa de los documentos que posibilitan los archivos. De las repercusiones positivas de esta oportuna obra en la investigación regional y local en nuestro país de seguro hablaremos más adelante, quizás cuando tenga que presentarse una segunda edición ampliada de este libro con los frutos que haya dado en nuestro suelo.
ROBERTO CASSÁ RAYMUNDO GONZÁLEZ Santo Domingo, octubre de 2009
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La región en su perspectiva histórica
La aldea global: el mundo y sus partes El fin del segundo milenio de nuestra era y los comienzos del tercero han traído una serie de transformaciones a escala mundial signadas por la globalización –característica del régimen capitalista–, que en las condiciones contemporáneas toma el calificativo de neoliberal. Este sustenta las peculiaridades de un proceso que de una u otra forma se manifiesta a través de todo el mundo, incluso en aquellos países aparentemente más alejados de sus presupuestos. La globalización neoliberal tiene entonces un radio de acción que solo unas décadas antes hubiese sido punto menos que inimaginable. La sociedad capitalista, que se suponía moribunda, ha dado muestras de su capacidad de recuperación y de supervivencia. El problema, desde luego, es el costo social de los éxitos de ese sistema, cada día más cuestionados por jefes de Estado y de gobierno e importantes personalidades sociales, quienes se han convertido en portavoces o exponentes del malestar popular. Esas críticas se magnifican, por razones obvias, en el Sur subdesarrollado y, entre otros, dentro de la jerarquía y de los líderes religiosos de diversas confesiones en todo el orbe, quienes parten, de serios cuestionamientos éticos al fenómeno globalizador actual. Incluso los artífices de la destrucción del socialismo en Europa del Este y abanderados de la reconstrucción de la sociedad capitalista en estos países han levantado
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sus voces de protesta. No hace aún una década Václav Havel, presidente de la flamante República Checa, en su discurso por el nuevo año 2000, «descubrió» que «la globalización informática y empresarial no está acompañada por la necesaria responsabilidad global». Creo que no es difícil concordar con Havel si esta responsabilidad va acompañada con los calificativos adecuados. La actuación del gran capital hace de las naciones y de los Estados Nacionales uno de los centros de sus ataques, pretendiendo demostrar su obsolescencia en los países del mundo subdesarrollado, a la vez que se propone respaldar tales puntos de vista con los ejemplos de integración supranacional de la Unión Europea y otros del mundo subdesarrollado muchísimo menos exitosos. El capitalismo creó las naciones modernas, había sido un celoso defensor de los límites nacionales y coloniales de acuerdo con la organización de los diferentes sistemas imperiales europeos y a partir de los procesos de descolonización de mediados del siglo XX había convalidado divisiones absurdas y líneas imaginarias bajo el principio establecido de la inviolabilidad de las fronteras heredadas, amparadas en la práctica del uti possidetis o de convalidación de realidades limítrofes y fronterizas heredadas. En este fin de milenio todo ha cambiado, las naciones y los límites estatales no hacen sino entorpecer el libre movimiento del megacapital. Los estados y sus respectivos aparatos son ridiculizados de forma continua y presentados diariamente como algo anacrónico, fuera de la postmodernidad. De forma paralela las culturas nacionales, producto de ricos, lentos y abigarrados procesos, han recibido una embestida destructora en aras de una cultura «mundial» signada por la difusión masiva e incontrolada, irresponsable y cibernética, cuyos resultados son visibles por doquier, so pretexto de realidades «postmos». De forma aparentemente contradictoria y paralela se subraya los casos más particulares de la cultura, es decir, los situados por debajo del nivel nacional, y cuanto más particulares y fragmentados sean, mejor, como exponentes de una diversidad que el propio neoliberalismo se encarga de desdecir día a día. En tales pretensiones juegan un papel primordial las culturas regionales y locales y cuantas otras sean exponentes de los nuevos tiempos y de la dispersión. No es precisamente la
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aldea mundial otra cosa sino esto, «más» la expansión de esa otra «cultura» globalizante y cibernética a la que acabo de referirme. El capital ha proclamado desembozadamente, ahora más que nunca, su derecho a obtener la mayor cuota de ganancia «en cualquier lugar del mundo». Por ello las regiones, hasta entonces apenas consideradas como entes autónomos, son subrayadas en relación con su utilidad para lograr una mayor operatividad y beneficio de esas megaempresas, omnipresentes y omnipotentes. Eso es lo que explica el interés que han puesto muchos de los principales medios de comunicación de los países desarrollados en el plano regional. Ya no se trata, como hace medio milenio, de descubrir y describir nuevas tierras y vías de comunicación. De lo que se trata es de subrayar lo peculiar regional, sus potencialidades, los atractivos que presenta para el capital... y el «desarrollo» de signo neoliberal. La ofensiva anti-estatal y anti-nacional arrecia continuamente. No hay más que seguir medianamente las informaciones del día para poder observar que los brotes de separatismo regional, exacerbados por seculares o ancestrales problemas étnicos, culturales y religiosos, se han presentado y presentan en casi todo el este europeo bajo el ropaje de insatisfechas reivindicaciones políticas, en los grandes archipiélagos indonesio y filipino con ribetes confesionales, en los países ribereños y vecinos a los grandes lagos africanos con pretextos-realidades étnicas, en el Asia Central a la sombra del fundamentalismo islámico. Mucho más calladamente y con contramedidas oportunas los regionalismos históricos de Europa Occidental se canalizaron, antes de que explotasen, por la vía de las autonomías españolas, la descentralización económica y administrativa en Gran Bretaña, la extensión del régimen de los Länder en Alemania, aunque amenazan periódicamente en el norte y sur italianos, en la Córcega francesa, en la frontera luso-española, en la Valonia y el Flandes belgas, etc. En cualquier caso, el Tratado de Maastricht conjugaba previsoramente la construcción de la Europa Occidental supranacional con la consideración de la región como motor esencial de dicha comunidad. En América del Sur actual la situación no puede ser más explosiva desde tales perspectivas. Resulta que, sospechosamente, han resurgido los reclamos
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regionales en el Zulia venezolano, la Guyana ecuatorial y los departamentos de la llamada Media Luna boliviana. Existe una especie de ofensiva biblio y hemerográfica occidental, sobre todo la segunda, que destaca la región desde muchos puntos de vista, más allá de la curiosidad de los modernos Livingstones del siglo XX a que nos acostumbraron revistas como National Geographic. Hoy en día esta publicación ha sido sobrepasada, en cuanto al interés por las regiones se refiere, por otras que se desenvuelven con preferencia en la esfera de la política, como la francesa Le Monde Diplomatique –en la actualidad con otras proyecciones– y la norteamericana Foreign Affairs. Un artículo de esta última, aparecido en la primavera de l994 y firmado por el politólogo Kenichi Omahe, desató un aleccionador combate verbal entre fronterólogos venezolanos y colombianos a raíz de la propuesta de Omahe acerca de la factibilidad del surgimiento del estado-región en las difíciles fronteras internacionales. A este nivel del asunto estamos hablando, tanto de la posibilidad de desmembramiento de los estados nacionales a través de todo el mundo eufemísticamente llamado en vías de desarrollo, como del cuestionamiento de las fronteras heredadas de las arbitrarias divisiones del colonialismo moderno, que al menos mantienen un status quo que obstaculiza, aunque no siempre, las guerras fratricidas de los tiempos actuales. Otro aspecto a considerar en estos problemas es el de la actitud tomada por los gobiernos del Sur y sobre todo por aquellos adscritos a la democracia representativa, que han hecho de sus países respectivos campos de acción de medidas político-administrativas descentralizadoras y económicas que por lo general no se corresponden con la tradición centralista heredada desde la Colonia como tampoco con una cultura política al respecto. Esa descentralización regional, en principio necesaria, las más de las veces ha sido mal utilizada y peor concebida, en lo que está presente por lo general el problema de la corrupción y sus males anexos, ahora transferida a las instancias regionales y locales. De aquí que los justos y ya ancestrales reclamos en estos niveles sean comúnmente desvirtuados y manipulados. Paso entonces a realizar un balance muy general del problema en sí.
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El descubrimiento de la región por las Ciencias Sociales La expansión del capitalismo europeo en las últimas cinco centurias puso en contacto a los habitantes de ese continente con otros mucho mayores en relación con el suyo y con una diversidad regional y natural que propició invariablemente frases de admiración, cartas, relaciones, informes, libros, que mostraban la estupefacción ante lo que veían en esa rica y múltiple nueva realidad. Los españoles, quienes se apropian de la mayor parte del Nuevo Mundo en los primeros siglos coloniales, se desconciertan ante una inmensa variedad regional apenas comparable con la de su relativamente pequeña península. A los portugueses, aún más constreñidos a un pequeño país, les resulta asombroso lo que están viendo en sus establecimientos periféricos en África, Asia y Oceanía. Tanto o más impactados se sentirán de la diversidad del Nuevo Mundo brasileño, incluso hoy con reductos aún inexplorados. Holandeses, franceses, ingleses y hasta suecos, alemanes, italianos, belgas y daneses después se sumarían a conocer esa diversidad inimaginada, a describirla y a apropiársela. En aquellos y en estos está el origen de la ciencia moderna, necesaria para el desarrollo del capitalismo y para satisfacer la sed de conocimientos del hombre. En la América española los primeros conquistadores, colonizadores y funcionarios civiles y militares, más los hombres de la Iglesia, se ven abrumados ante la tarea a que se enfrentan. Esta última, fiel aliada del Estado monárquico a través del Patronato Regio, busca innúmeras vías de actuación, para lo cual el multilingüismo y la diversidad cultural de los indígenas, a lo que se une el cada vez más creciente criollaje, es un gran obstáculo a salvar. Virreinatos, audiencias, capitanías generales e intendencias, obispados, arzobispados y órdenes religiosas, serán incapaces de cumplir tan bien sus roles como los cabildos regionales y los curas de parroquia, doctrineros y misioneros. Sin embargo, entre los primeros y estos últimos se yergue todo el recelo que provocan las fuerzas centrífugas regionales, de todo
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tipo, celosas de su autonomía, cuando no fomentadoras periódicas de rebeliones y conspiraciones. Así que el interés de aquellos intelectuales preocupados por las nacientes ciencias del hombre encontró un cauce único pero también diverso. La aún balbuceante Geografía, auxiliar inapreciable de los descubrimientos de nuevas tierras y de vías marítimas imprescindibles, pasó después a describir la penetración hacia el interior de los continentes descubiertos. Pueblos, culturas, religiones, regiones, villas y ciudades insospechadas, necesitaron de atención específica. Por su parte la historiografía europea trató de interpretarlos, recurriendo a los viejos códices, a las leyendas inmemoriales, a los restos materiales husmeados y rebuscados por los flamantes «arqueólogos». No era entonces raro encontrar en estos primeros siglos y entre los sustentadores de estas interpretaciones a un intelectual de la talla de Jean Bodin, junto a un sicólogo y médico como Juan Huarte o a un geógrafo como Giovanni Botero. Otras ciencias sociales en ciernes seguirían sus pasos, pero no es hasta el siglo XIX, con el nuevo aliento que trae al capitalismo la Revolución Industrial, y con mayor énfasis en el siglo XX monopolista, que estas y otras se desarrollan extraordinariamente. Es entonces la época de la Etnografía y con posterioridad de la Etnología, de la Arqueología y de tantas otras que de forma paulatina se ven inmersas en la problemática regional y local. La Historia, con una tradición milenaria y de manos con la Geografía moderna, refuerza su interés por la región y sus problemas. La historiografía romántica del ochocientos, que no hizo de la región objeto preferente de su estudio, aportó sin embargo a esta última el interés por sus personalidades, aunque no con tanta fuerza como las subrayó en el plano nacional. No obstante, por la vía de la idealización del Medioevo, sin quererlo, también destacaba la región, aunque dentro de una praxis feudal. A fines de esa centuria y principios de la del XX sobre todo, la historiografía positivista presenta el espacio como una especie de ente apriorístico, a la manera kantiana que, al entrar en contacto con los diversos grupos humanos, da origen a la región, subvalorando el papel del medio sobre el hombre. Ello daría pie a la
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exageración del papel del Estado –en rigor de los hombres, es decir, de los que integran la élite– en la conformación de las regiones y de las naciones. Y de estos, el estado capitalista tendría en su concepto un lugar exclusivo, tradición historiográfica que ha pervivido hasta nuestros días. A Paul Vidal de La Blache, geógrafo e historiador francés de inicios del siglo XX, le corresponde el mérito de haber sobrepasado estas limitaciones positivistas al balancear la relación naturaleza-hombre en el caso de la región. Su limitación radica en la subvaloración que realiza de las relaciones socio-políticas, elemento imprescindible para el análisis del progreso regional, noción esta última preciosa para la intelectualidad de la transición del siglo XIX al XX. La Escuela de los Annales, que recorre la mayor parte del siglo que concluye, se lleva las palmas en el trabajo regional. Éste es una de las preocupaciones esenciales de los «annalistas», aunque para algunos éstos establecen una cierta exageración del análisis del espacio y de los elementos del paisaje. De cualquier manera sus presupuestos revolucionaron la historiografía, incluso la regional, en un continente como el nuestro, ávido siempre de situarse cerca de los últimos avances científicos del mundo desarrollado. El marxismo, apenas mencionado como elemento genético del trabajo regional contemporáneo, ha aportado un elemento definitorio para el maremágnum de opciones que supone este tipo de estudio: el análisis de las estructuras económico-sociales. No es difícil concordar que, subráyense o no estas, de todas maneras es incuestionable que debe incluírseles de forma preferente, aunque no exclusiva, en el laboreo regional y local. Más allá de estos –y otros– sistemas sociológicos y científicos que gravitan sobre el trabajo regional, estos últimos decenios han aportado a este una verdadera renovación no siempre comprendida en sus justas proporciones, fenómeno recrudecido con el intento de llevar a un demencial e intelectualizado «fin de la historia». Esta renovación puso en tela de juicio, entre otros, a la propia historia regional y local. De aquí que entrase en cuestionamiento la «larga duración», tan cercana a la formación del historiador, e incluso la historia del tiempo corto se reducía a sus límites últimos.
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Se dejó de lado la interdisciplinariedad y nuevas metodologías hacían gala de un exclusivismo preocupante. La lupa, mejor aún el microscopio, sustituyeron a los lentes. Las grandes interpretaciones historiográficas se desecharon, se volvió a la Historia Política de la misma manera que se recusaron pero no se rechazaron en la práctica sus relaciones con el positivismo visceral. La biografía adquirió sitiales insospechados con un aliento romántico vergonzante. Viejas propuestas como el estudio de las mentalidades, de la vida cotidiana, de la historia intelectual e incluso de las historias de vida, se pretendieron pasar por novísimas corrientes historiográficas, aunque debe reconocerse en éstas una importante renovación. Las historias de familias y hasta las execradas genealogías fueron llamadas de nuevo a filas, transformadas en sus objetivos y fines últimos. Apareció o se reforzó el estudio de las mujeres, de la vida íntima, de los grupos sociales marginados. Prostitutas, homosexuales, trabajadores de los servicios peor remunerados, deportistas, etc., entraron en la consideración definitiva o al menos dentro del rango de atención del historiador. Se hurgó en los aspectos más escabrosos y ocultos del fascio, del nacional-socialismo, del colaboracionismo tipo Vichy o Quisling y hasta se abundó en los crímenes y fechorías más horrendos de la expansión japonesa en Asia durante las décadas de l930 y l940, abriendo paso a toda una era de disculpas brindadas a los pueblos agredidos por los gobiernos herederos de esos desmanes. La derecha, al fin, volvió a contar con sesudos trabajos, eso sí, no importaba escritos bajo cuáles ópticas. En suma, se produjo lo que François Dosse llamó «el desafío revisionista», a la vez que otros hablaban de la «fragmentación» de la historiografía. Y para colmo el corrosivo editorial de la revista Annales de marzo-abril de l988 no dejó lugar a dudas de lo que ocurriría a todos aquellos que nos dedicamos al serio métier del historiador, para utilizar la categoría ocupacional de François Furet. Por suerte, los Annales se recuperaron con posterioridad a esta coyuntura événementielle, también para utilizar una de sus categorías clásicas. La historiografía regional y local también navegó en medio de esas tempestades «postmos». Si no naufragó entonces fue gracias a
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las «necesidades regionales» de la globalización neoliberal y al prestigio que temporalmente le cedió la microhistoria italiana, en rigor más por confusión que por fusión. Los historiadores italianos arrasaron generalmente con el favor de sus colegas. Se comparó a esta corriente con una suerte de microbiología, a través de la cual, según Natalie Zemon Davis, era posible hurgar en las pequeñas y a menudo invisibles interacciones y estructuras. El queso y los gusanos (l981), de Carlo Ginzburg, se propuso de forma muy consecuente, como el subtítulo de este libro lo anunciaba, brindar una imagen nada más y nada menos que del cosmos a través de un molinero del siglo XVI, con la ayuda decisiva, desde luego, de ese investigador italiano. Faltaban no obstante, ciertas «coordenadas» estructurantes que algunos echamos de menos en esta por otro lado excelente obra. A la vez la nueva Historia Social hacía de la localidad y de la región uno de sus baluartes preferidos, rechazando de paso las supuestas «historias nacionales». La Historia Económica consentía en bajar de sus grandes pedestales tecnocráticos hasta las empresas locales, donde se conjuga el puro análisis económico con aquellos referentes a la administración y funcionamiento que le imprimen los hombres in situ. Se investiga en el entorno ecológico regional y local, dentro o fuera de lo que se ha dado en llamar la Ecohistoria, preocupación tan cara al hombre y su futuro. Incluso la Historia Politíca expandía sus preocupaciones, al seguir a teóricos como Michel Foucault. Esa vertiente se interesaba, según Peter Burker, en el estudio de la batalla por el poder en el nivel micro: fábricas, escuelas, familias, es decir, en el marco comunitario y local. Afortunadamente las aguas vuelven a tomar su nivel. La revisión iconoclasta y la fragmentación airada han dejado como legado lo mejor de sus propósitos. Los anteriores paradigmas, de los que se arma la historiografía regional y local, han salido cribados, despojados muchas veces del dogma, del esquema y de las visiones simplistas, bicolores, del proceso histórico. A nivel mundial, sin embargo, no tan bien tratadas resultaron las llamadas historias locales (ni mucho menos la relación genética que existe entre estas y las regiones que las albergan), aunque sí lo
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fueron por la historiografía urbana de los países euroccidentales y los Estados Unidos. En estos países creció una poderosa nueva Historia Urbana desde las décadas de l960 y l970 que considera a las ciudades como sistemas en sí mismos, y cuyas características brindarían un tipo de historia que recogiese las múltiples facetas de la vida humana en estas. Lo que ha permitido que allí algunos historiadores traten de cubrir las dificultades que plantea escribir una «historia total» a través del hecho histórico urbano. Para ello se parte del presupuesto de que la ciudad agrupa a todas las preguntas que plantea la evolución del sistema de la civilización pues se le considera una especie de «conservatorio temporal», una especie de microcosmos, que debe satisfacer las preguntas del historiador. Desde luego, la historia urbana es un fin en sí mismo y no sólo un medio. La totalidad es deseable, pero difícilmente alcanzable. Pero estos historiadores han hecho converger tanto el anterior análisis estructural –con menor dosis de ecumenismo– con la atención a una historia individualizada, de los grupos y sectores más diversos que la componen, atenta a la red de solidaridades e identidades creadas históricamente. Y esto está a su favor. Son los casos, por ejemplo, del vasto movimiento de Historia Urbana desatado de forma inicial en Gran Bretaña y sus dominios por H. G. Dyos y sus seguidores, el del impacto de los trabajos y la labor divulgadora de Jacob Price en los Estados Unidos, el de las series de Historias de Ciudades en Francia. También se estudian las ciudades como centros de poder de la burguesía, desarrolladas y concebidas hasta sus últimas consecuencias para aplastar la conciencia ciudadana y sus manifestaciones, a la manera que lo realizan el antes citado Michel Foucault y sus seguidores. Para los historiadores urbanos que siguen esta línea, la función ancestral de la ciudad es la de reprimir, «disciplinar» a las clases dominadas. Los extremos de la aplicación de sus tesis llegan hasta algunos que pretenden identificar la extensión del alumbrado público o la simple enumeración de casas, apartamentos y edificios con esos objetivos represivos y normativizantes. Claro está, no se puede negar parte de razón en ello. Hasta el célebre arquitecto y urbanista franco-suizo Le Courbusier ha opinado. Para él
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las grandes ciudades son en realidad «puestos de mando»... de la burguesía. La Revolución Industrial, tradicionalmente manejada como sustentadora del desarrollo urbano, es también puesta en tela de juicio, ¿por qué no? Hasta entonces se ha hecho énfasis en la relación urbanización-industrialización, lo cual parece muy lógico. Pero el mundo no es solo Europa, desde luego, ni el Viejo Continente es solo producción de bienes materiales. Son los propios británicos quienes amplían esa relación muy tempranamente, en los sesenta, al añadir a la relación tecnología-población las variables de medio ambiente y valores, elementos estos dos últimos que agitan las conciencias de la gente del oficio, extendiéndose como una gigantesca ola. Otros, como algunos autores franceses, se cuestionan el hasta entonces consagrado binomio instituido por aquella relación. Nada de sinonimia ni mucho menos de identificación entre el desarrollo de la urbe y el de sus industrias. Incluso algunos pocos argumentan que en esa relación es posible observar un determinado grado de asimetría. Jan de Vries, recogiendo parte de ese sentir, hace una propuesta equilibradora: considerar junto a la propuesta de análisis urbano estructural, la demográfica y la cultural, estas dos últimas como variables autónomas del proceso general de urbanización. Emile Durkheim queda puesto de cabeza a partir de entonces. Un tercer grupo llega a límites extremos. Entre estos es posible singularizar a varios historiadores norteamericanos. Resulta que la ciudad no es un producto ni de la industrialización propiamente dicha ni de las decisiones de la política urbana. Para Gunther Barth la ciudad es el resultado de la aparición de espacios socioculturales netamente urbanos, que van desde los edificios de apartamentos y la prensa hasta el parque de béisbol y el teatro de vodevil. Se trata de la perspectiva de lo que se denomina como «vida interior» de la urbe. De esta manera queda abierto también el campo al estudio del hecho urbano a través de sus artistas, deportistas, prostitutas, inmigrantes, delincuentes, personal del servicio doméstico, etc., de sus formas de hacer y de decir. No se habla ahora de instituciones desviantes, de lumpenproletariado, de lacras sociales,
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de bajos fondos. Todos sus habitantes encuentran un lugar bajo la lupa del historiador, no importa mayormente cuales sean las preferencias y filiaciones de este. Pero sistema urbano y región no encuentran igual receptividad para su estudio fuera de Europa y los Estados Unidos. Por sus condiciones, América Latina es un caso muy interesante de análisis en cuanto a lo que se viene tratando.
Historia e historiografía regional y local en América Latina En un continente con una diversidad regional tan marcada, la historia de la América Latina es la de sus regiones, criterio sobre el que insistió una y otra vez el historiador sueco Magnus Mörner, probablemente maravillado de lo mismo que vieron otros europeos unos cinco siglos antes que él. Los españoles, asentados rápidamente en las cabezas de los grandes imperios indígenas y en otros territorios con determinado grado de desarrollo socio-cultural aborigen, se aprovecharon de los patrones regionales de poblamiento, de los conjuntos preexistentes de sus realidades socio-económicas, culturales, de la organización conferida al espacio regional, de la relación establecida previamente entre el hombre y tan variada geografía. Es cierto que los peninsulares introdujeron sus propias realidades y patrones organizativos, pero también que estos terminaron por ser amoldados a los del mundo indígena. No obstante, entre unos y otros una cosa fue Madrid, Tenochtitlán y el Cuzco y otra Sevilla, Tlaxcala y Huamanga. Hubo desplazamiento, fusión, exclusión parcial en toda la América nuestra, comprendiendo a las Antillas, en las que, por cierto, el bajo nivel de desarrollo cultural y una población más rala, ubicada en espacios insulares relativamente pequeños o medianos, prolongó su existencia más tiempo del que se supone.
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Una objeción a esta tesis del amoldamiento de los conquistadores a los conquistados pretendió establecerse con el caso del virreinato del Perú, donde el Cuzco no fue centro de la actividad colonial hispana. Se olvidaba, como recordó no un historiador, sino un literato, José María Arguedas, que los flamantes colonizadores habían adoptado como táctica establecerse en las capitales regionales de las federaciones o de los reinos preincaicos que los conquistadores cuzqueños habían sometido antes de la llegada de los europeos. En cualquier caso, a la necesidad de establecerse en los centros radiales de grandes masas indígenas factibles de ser utilizadas, se unía la realidad de aquel puñado de españoles en medio de millones de indígenas, a los cuales no podían imponerles de forma absoluta conocimientos y experiencias generados dentro de una tradición medieval y al fragor de la guerra de Reconquista. La vieja táctica de divide y vencerás se cumplió una vez más en el nivel étnico-cultural, pero también en el regional, tan silenciado por la historiografía tradicional. La polémica desatada en el siglo XVI y prolongada con otros ropajes y afeites hasta el fin de la dominación colonial, cuyos centros iniciales son Las Casas y Ginés de Sepúlveda, toma al ámbito regional para glorificar o execrar el papel de la región y sus condiciones físicas y climáticas en las mutaciones que reciben estos primeros colonizadores y concretamente sus hijos, los criollos. Según el punto de vista que se asuma podremos imaginar lo que restaría para los criollos descendientes de indígenas, africanos y del variado mestizaje. «Cualidades» e «inclinaciones de los cuerpos» resultantes de esa relación, con las peculiaridades regionales en que se desenvolvían cada uno de estos grupos, daban motivo a los lascasianos para argumentar la humanidad del indígena y sus vástagos y para augurar un futuro promisorio a los «indianos» y sus descendientes. Para otros, los justificadores de la explotación desmedida de las colonias, esas peculiaridades llevaban no ya a una simple «mudanza» síquica y física sino a una «degeneración». Estos últimos se preguntaban qué pasaría con sus compatriotas y sus descendientes si los indígenas de las regiones serranas peruanas o del valle central azteca
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habían «perdido» sus barbas y los habitantes de las regiones costeras estaban tostados y «trastornados» por el sol. La respuesta, siempre a la mano, es que una continua inmigración regeneradora resolvería estos problemas. Lo que no se afirmaba es que de la misma manera la dominación colonial se prolongaría, con la bendición de la Iglesia, secula seculorum. Los autores criollos y algunos europeos acriollados, pero sobre todo los primeros, contraatacaron con toda su fuerza. El cabildo regional se convirtió en el baluarte del criollaje dominante, más aún en los cabildos «interioranos», los no capitalinos, donde las elites podían manejar casi a su antojo la res publica, al menos hasta inicios del siglo XVIII. Se imponía glorificar la tierra americana y a sus gentes, especificar sus excelencias y potencialidades, subrayar la magnificencia de sus regiones y también realizar comparaciones con Europa favorables a los criollos. Los autores americanos convirtieron su espacio y medio en prototipo de todas las perfecciones, incluyendo las divinas. El franciscano criollo-peruano Buenaventura de Salinas se atrevió a proponer en el siglo XVII que los criollos enriqueciesen a Europa con sus virtudes y sapiencias. Otro autor se atreve a ¡ubicar el paraíso terrenal en las faldas de la cordillera de Los Andes!, lo que por otro lado no es extraño si se considera que aún hoy en día Venezuela es llamada con ese nombre bíblico. Y hablando de divinidades, una crónica potosina de los inicios tempranos del siglo XVIII echó mano a los recursos de que ésta supuestamente había dotado a América para sobrepotenciar las cualidades de su ciudad, no obstante lo agreste de su naturaleza, la aspereza de su clima, la laxitud moral de sus argentíferos habitantes y el pecado en que vivían, según se decía en la época. En rigor estas comparaciones casi siempre estuvieron referidas a las regiones capitales y a su ciudad principal. Lima, Ciudad México, Santiago de Chile, Ciudad Guatemala, son presentadas «para que de ahí se haga juicio de las demás», como dijo a mediados del siglo XVII el jesuita criollo chileno Alonso de Ovalle a propósito de Santiago. A lo sumo las descripciones laudatorias llegaban de forma más menguada a las ciudades cercanas a las grandes capitales
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virreinales. Ciudad México y Lima eran presentadas como el non plus ultra de la civilización criolla, cunas del barroquismo americano. Eso sí, con referencias ocasionales a los innegables aportes que a esta corriente hicieron los artistas y constructores del Cuzco, Quito, de algunas ciudades novohispanas, del Potosí minero y de Lima, cuyo radio de acción comprendía durante más de dos siglos toda la América del Sur española excepto la costa venezolana. Ésta fue presentada como el summum de la civilización colonial, parangonable a las más grandes y ricas urbes europeas. Aquí se ubica el origen más remoto del «limeñismo narcisista» –feliz expresión del francés Bernard Lavallé– que llevó quizás, exasperado, a que Augusto Salazar Bondy escribiese su Lima, la horrible. Las reformas del Despotismo Ilustrado, iniciadas con más fuerza de lo que se supone bajo el largo reinado de Felipe V, significaron la pérdida del poder regional de los cabildos, cercenándoseles sus facultades en cuanto a la tierra y limitándoseles aún más de la libre disposición de la fuerza de trabajo indígena. Nuevos impuestos, controles y funcionarios coronaron la tarea, reemprendida con renovado vigor bajo Carlos III. Estas mismas reformas, dirigidas en el ámbito americano a lograr una mejor explotación de las colonias, favorecieron a la vez el interés por la historia de las regiones más alejadas de los centros de los viejos centros de poder y de los que habían surgido con los dos nuevos virreinatos del Río de la Plata y Nueva Granada y el incremento del sistema de intendencias. A fines del setecientos, periódicos como el Mercurio Peruano y el Semanario del Nuevo Reino de Granada reclamaban colaboraciones y publicaban decenas de descripciones de ciudades y regiones de la vasta geografía americana. Aparecían los segundos balbuceos, tras la experiencia generada al calor del debate lascasiano y la posterior pugna ibero-criolla, de una historiografía regional y local extracapitalina. Alejandro de Humboldt, científico y viajero de renombre, tomó nota cuidadosa de esa rica diversidad regional tan maltratada por la monarquía ibérica. Presentó los límites a que se había llegado, denunció sus lacras más ofensivas. Los procesos independentistas estaban a las puertas.
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Ahora bien, el estudio de estos procesos ha marginado un elemento precioso para su análisis, el de las regiones. Pretender analizar las historias nacionales al calor de las grandes personalidades y de las capitales coloniales es un error garrafal que reforzó una concepción historiográfica previa que aún padecemos. La historiografía regional y local no pudo menos que replegarse ante la ofensiva del respaldo que nuestros intelectuales del siglo XIX y de buena parte del XX prestaron a los llamados «proyectos nacionales», concebidos y puestos en práctica desde las capitales de los nacientes estados latinoamericanos y también antiguos centros del poder metropolitano. No es un secreto para nadie que la colonia supervivió en la república tanto en América Continental como en Cuba, que alcanza más tardíamente su independencia. Puerto Rico pasó sencillamente de un status colonial al otro. Esto quiere decir que los estados emergentes se abocaron a proyectos de construcción de sus respectivos estados-naciones sobre las estructuras coloniales heredadas. De aquí que el predominio de las grandes capitales virreinales y de las capitanías generales transitara entre una y otra época histórica con visos de normalidad. Las oligarquías gobernantes, hoy llamadas elegantemente como elites, prolongaron así su existencia, manejando a su antojo al pueblo en función de sus intereses. Los antiguos cabildos, ahora convertidos en flamantes ayuntamientos, albergaron a los descendientes seculares de los conquistadores y «beneméritos». Cambiaban los ciclos productivos. pero la tierra, los indígenas, los negros, los «blancos de orilla» y sus mestizos, más algún que otro inmigrante de «razas inferiores», seguían siendo controlados por esas oligarquías cuya sangre se revitalizaba de forma periódica con el arribo de inmigrantes europeos, los que se enriquecían, desde luego. La situación, salvo excepciones muy contadas y temporales, se mantuvo igual, excepto que la fragmentación política, a la que se opusieron los libertadores, consolidó el papel de nuevas capitales estatales. En el ínterin, la vida regional se expresaba con sus últimos grandes bríos por el brazo y la palabra de los caudillos. De estos triunfaron finalmente los que tenían mayor fuerza y habilidad
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para poder penetrar la compleja y secular madeja de intereses de los grupos de poder capitalinos. Por ello las largas guerras civiles azotaron y debilitaron a estos estados, pero sobre todo a las regiones que los componían. Las historiografías nacionales, como antes se ha dicho, convalidaron esas propuestas de «naciones» que en puridad fueron estados surgidos al calor de algunas de las antiguas divisiones políticoadministrativas coloniales. La nación, aunque proclamada, debía construirse o terminar de construirse. Los límites estatales establecidos y por establecer hicieron caso omiso de realidades preexistentes, en particular las de los pueblos-naciones indígenas. La situación real no podía ser más complicada y un pueblo de cultura ancestral, como el de los mayas, por ejemplo, quedó dividido entre los nuevos estados de México, Guatemala, Honduras y Belice. El ideal de nación requería de nuevos mitos que se hallaron en los procesos independentistas y sus adalides, olvidando de paso el ideal de unión de los grandes fundadores. Aquí fue donde entró a jugar su papel la historiografía romántica, completada sucesivamente por la liberal y después por la positivista. El repliegue de la historiografía regional y local en sí misma se constituyó en hecho consumado y justificado, como autodefensa ante las embestidas capitalinas. La región vio cada vez más cercenada su personalidad. Los proyectos centralistas capitalinos medraron a costas de éstas, verdaderos esqueletos del cuerpo nacional, cuerpo que es el que se exigía a todos. Por ello se impuso, con renovado vigor, la defensa de los intereses regionales no tanto contra el extranjero usurpador como contra la capital extorsionadora. La historiografía regional y local añadió a los elementos eruditos que casi siempre la acompañaron los presupuestos de la misma historiografía romántica, liberal y positivista, que tan bien sustentaban la construcción historiográfica de «naciones» perfectamente cuajadas, sólo existentes en las mentes de sus progenitores. Salvo contadísimas excepciones que no hacen sino confirmar la regla, esta historiografía regional mantendría dichos cauces durante todo el siglo XIX e incluso, la de sus epígonos, asiste a la inauguración de este nuevo milenio.
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Esta hace de la figura del gobernante europeo primero y de las autoridades regionales de los nuevos estados después el elemento director y ejecutor del desarrollo. Toma de la figura del héroe romántico los elementos necesarios para construir el arquetipo del personaje que lidera a los grupos de poder regional y local en «bien» de la comunidad. Bolívar, O’Higgins, San Martín, Morazán, Martí y otros próceres son los modelos, pero solo en mármol, a través de los cuales se arman los personajes y personajillos ejecutores del progreso, noción tan cara a toda esta historiografía «nacional» o regional, avalada todavía más por la irrupción del positivismo. La ciudad cabecera de la región es glorificada a límites extremos, como antes lo fueron Lima, Río de Janeiro y Ciudad México. El trazado urbano, los servicios diversos de que disfruta, las construcciones civiles, religiosas y militares, la imprenta, periódicos, libros y revistas, los éxitos de sus hombres de letras, las vías de comunicación y en específico los ferrocarriles, son vistos como los agentes portadores de ese progreso. Producción y trabajadores son meras referencias. Las guerras independentistas y algunas otras pocas son vistas como males necesarios e inevitables. Sublevaciones, conspiraciones y revoluciones sociales apenas aparecen y, cuando se les menciona es con dureza, en pocas líneas. Para esta historiografía nada debe perturbar el anhelado progreso. Alguna que otra queja sobre la capital, pero no más que eso. Sus cultores se refugian en la patria chica, sus bondades y excelencias. Ya ni siquiera la capital colonial es el paradigma para contraponer a la metrópoli. La capital republicana o monárquica americana es el enemigo en sí mismo, pero del que no se escribe, ni se puede ni debe escribir, so pena de atentar contra la «unidad nacional». El resto de los estados en que se inscriben otras regiones y el mundo en general son meras referencias cuando no queda otra alternativa. La región y sus localidades son presentadas como ejemplos de autarquía posible, siempre hacia adelante. Plagas, enfermedades, calamidades naturales, son de mal gusto, simplemente para mencionar o para destacar los agentes del progreso que se les enfrentan. Tampoco es corriente tomar en cuenta las
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regiones vecinas. Es como si la región estudiada fuese un ente extraterrestre, de una autarquía rampante. El siglo XX, con aires historiográficos y científicos renovadores en general, apenas es notado. La literatura histórica regional y local cada vez se enquista más. Médicos, abogados, periodistas, maestros y profesores, diletantes o no, son los cultores, los cronistas o historiadores de la ciudad y su región. El oficio del historiador tardará muchos años en comenzar a horadar esa gruesa coraza de que se ha recubierto la historiografía regional. Los grandes sistemas sociológicos, excepto el positivista en sus variantes más atrasadas, son ignorados. Las escuelas historiográficas europeas, recepcionadas con entusiasmo en las capitales, aunque con atraso, son desconocidas. Los pocos movimientos y tendencias autóctonas de ese orden generados en las capitales y en alguna que otra ciudad latinoamericana importante no hacen mella en la espesa urdimbre local. Las academias nacionales de la historia, que junto a las de las letras se diseminan en un buen número de países latinoamericanos, establecen una especie de pacto de caballeros con los historiadores locales. Pocos Miembros Correspondientes y algún que otro augusto sillón capitalino son conferidos a las ciudades del «interior» para dar una imagen totalizadora, lo que es muy bien aceptado por los historiadores de las regiones. Se impone otra especie de pacto, en este caso de silencio, que convalida límites y atribuciones: unos construyen historia «nacional», otros hacen historia regional. Más adelante las academias tratarán de penetrar en la vida regional, como concesión a una realidad que le es hasta cierto punto ajena, pero de la que no pueden prescindir so pena de perder su pretendida representatividad nacional. Congresos y eventos nacionales de toda índole consideran a partir de ese momento miles y miles de ponencias y trabajos «interioranos» que no se pueden continuar negando, pero que en sí mismos demuestran el resultado de una fragmentación siempre condenable por los viejos y nuevos detentadores del poder y los historiadores ancilares a su servicio. Algunos grandes hechos históricos del siglo XX latinoamericano comienzan a hacer temblar esa construcción historiográfica secu-
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lar, añeja y excluyente. La Revolución Mexicana demuestra que ésta es un producto de sus regiones y no de su capital. Es más, Ciudad México es el símbolo tomado por villistas y zapatistas y desdeñado inmediatamente, volviendo grupas. A seguidas, la ola de sublevaciones y revoluciones truncas que recorre América Latina a comienzos de la década de l930 es signo evidente del vigor contenido del «campo», del «interior», que no ha podido ser detenido con los titulados templos a la sabiduría grecorromana-capitalina de un tirano como el salvadoreño Maximiliano Hernández. Son nuevos tiempos que sustentan acontecimientos historiográficos múltiples, representativos de una época que cambia más rápido de lo que presuponen los cronistas, émulos de Clío, inmersos en la que el teatrólogo cubano Rine Leal llamó vida municipal y espesa. Los nuevos acontecimientos recorren el continente. Emilio Roig de Leuchsenring, en Cuba, llevó con toda premeditación los congresos nacionales de historia a los más insospechados lugares del país. En la tierra azteca una nueva institución, el Colegio de México, formó algunos de los nuevos historiadores para quienes la región debía tener un lugar en el discurso historiográfico verdaderamente nacional. En Argentina los congresos y eventos regionales de Historia amenazaban por sobrepasar los objetivos de sus propios organizadores, académicos o no. La Segunda Guerra Mundial, mientras tanto, ponía sobre el tapete de nuevo el problema regional, entre tantos otros asuntos capitales. Esta retomaba viejos pretextos regionales insatisfechos desde la primera conflagración. Tampoco los resolvió de forma total, pero fue muy aleccionadora su triste experiencia. Tras su conclusión se planteó para América Latina y el Caribe la disyuntiva del desarrollo y en ésta las regiones tendrían que jugar su papel. Las maltratadas burguesías nacionales, a las cuales se les negaba hasta ese apellido, vieron en las regiones, sobre todo en aquellas de las que se retiraba total o parcialmente el capital extranjero, fuentes de oportunidades que debían aprovecharse. Para cumplir dichos objetivos las ciencias de la planificación recurrieron a las investigaciones regionales y locales, como base idónea para sustentar las propuestas del anhelado desarrollo eco-
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nómico-social. Quedaba claro que, desde este oxigenante punto de vista, las capitales no podrían continuar concibiéndose como pivotes exclusivos y excluyentes de ese desarrollo. Organismos supranacionales, como la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), dirigieron sus pasos hacia el regional y local como alternativa del buscado desarrollo. Por fin la discusión intelectual desarrollo-subdesarrollo consideraba la dimensión regional con toda propiedad. En medio de estos nuevos aires renovadores ocurrió un acontecimiento editorial apenas perceptible de forma inicial. Un historiador de oficio, mexicano, Luis A. González y González, escribe otro de esos «libros sobre pueblos», que por centenares disfrutaba la gente pueblerina. Su título, aparentemente inofensivo, hacía prever nuevos senderos para un área de la historiografía que languidecía tras casi cuatro siglos de existencia. Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia (l968), contenía en su título dos palabras claves que, antes de abrir el libro, ponían a pensar. En vilo significa despierto, vitalidad, vigor, resolución, ganas de hacer. Lo de microhistoria implicaba que existía «otra» historia, que se podía realizar en planos más restringidos, pero tan valederos como los de las demás áreas de la ciencia histórica. El pueblito, ni siquiera una ciudad, aparecía como lo que era, un pequeñísimo microcosmos donde sus habitantes trabajaban, se divertían, hacían vida social e intelectual, murmuraban, vivían y morían con aspiraciones y anhelos como los de los demás mortales. Fiestas, creencias, comidas y bebidas se relacionaban armónicamente con pasiones y eventos de diferente naturaleza. Además, San José de Gracia era algo más que esto, como conceptualizaría pocos años más tarde Don Luis, era la «matria», o sea, el entorno propio del pueblo, que a él se le antojaba a través de una imagen: toda el área que pudiese alcanzar a la redonda la vista si nos situamos en el piso superior del campanario de la iglesia del pueblo. Se podrá objetar que se trata de una imagen un tanto idílica, pero al menos esta es algo más precisa que la del difuso hinterland entonces y aún hoy en boga. No obstante, el Maestro mexicano ponía el dedo sobre la llaga de un asunto no resuelto enteramente por
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la historiografía regional y local precedente, el de la relación región-sistema urbano que años más tarde resurgiría como problema. Todo cambió para la historiografía regional y local a partir de la década siguiente, la de los setenta. Las nuevas hornadas de historiadores formados en México y entre estos los que volvían a sus lugares de origen en el resto de América Latina, llevaron las novedosas ideas a sus países de origen, en lo que jugaron un importante papel los historiadores mexicanos y del exilio español del Colegio de México. Ahora sí, en la América nuestra, el terreno estaba mejor abonado y preparado para la nueva cosecha de historiadores regionales y locales y para la recepción del abono de otras corrientes y escuelas historiográficas del mundo del desarrollo.
Retos de la nueva historiografía regional y local en América Latina En las tres últimas décadas del siglo XX y la primera mitad del nuevo milenio, la nueva historiografía regional y local contemporánea en América Latina, caracterizada por una más completa definición y conciencia de la cuestión regional frente a la historia local tradicional, comenzó por dar atención particular a su objeto principal de estudio, o sea, a la definición conceptual de la región, y esto no ha sido fortuito. Los antecedentes conceptuales de este asunto en disciplinas como la Arqueología, la Etnografía, la Etnología y las ciencias de la Planificación Regional, sirvieron de base para estas y otras determinaciones conceptuales y teóricas en la Historia Regional y Local. Pero también la dispersión de enfoques que trae cada una de éstas contribuyó a la confusión que devino con posterioridad en esta área de la Historia. A ello se añade la otra confusión que trae el manejo indiscriminado de la terminología regional en los medios masivos de comunicación. Por otro lado, se han ido planteando otros problemas durante estos últimos cuarenta años. Uno de estos, el de los límites de
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la región, se confunde con las divisiones político-administrativas y lleva a un galimatías del que aún no se sale. Encima de esto, la necesaria remisión en la investigación a las fuentes vaciadas en esos moldes estatales en cualesquiera de sus instancias, aumenta dicha confusión en los regionalistas menos experimentados y en aquellos con mayor tiempo en el oficio que han hecho caso omiso a las nuevas corrientes y aportes en esta área de la ciencia histórica. Otro problema relacionado con el asunto es el de los límites reales de la región en cualquier momento de su desarrollo. Existe una tendencia a inmovilizarlos en el tiempo y en el espacio, lo que denota la no comprensión de la dialéctica del proceso regional. El hombre ocupa aquella parte del espacio que necesita y no otra, en el momento en que quiere y puede realizarlo. Algunos se empecinan en identificar la región con el capitalismo y sus variantes de esta parte del océano Atlántico, en un continente en que están presentes desde este régimen hasta el de la comunidad primitiva. Se desconoce que la región, por definición, surge antes que el capitalismo, aunque éste la impulse o retrase a límites extremos. La historia reciente habría de tener en cuenta además el nuevo papel que le confiere a la región el capitalismo globalizante, como se ha dicho. Se encuentra avanzado el estudio de los patrones económicosociales que sustentan la vida regional. Se conoce aspectos de la interrelación entre estos: esclavismo-capitalismo en el gran Caribe, formas de carácter feudal-capitalista-esclavista en la tierra firme continental. El problema radica en que hasta los regionalistas toman como pivote para sus investigaciones los patrones económico-sociales capitalinos predominantes, olvidándonos que estos están en la esencia de las interpretaciones supuestamente «nacionales» de nuestros procesos históricos respectivos. Tampoco se entiende bien el papel de los centros nodales en la conformación regional y mucho menos el del sistema de ciudades y poblados y, cuando se comprende, la ciudad queda reducida a un ente impersonal, de cabecera política y/o militar-policial a lo sumo. Sobre esto volveré más adelante.
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Estas y otras consideraciones pueden realizarse, agregándoseles que, pese a todo, se ha ido despejando el campo para una mejor comprensión de la región. Un obstáculo grande a los éxitos relativos de esa comprensión se relaciona con la difusión en América Latina, a partir de l987, de la tesis regional de Eric Van Young desde l987 hasta los días que corren. Bien estructurado y argumentado el trabajo del profesor norteamericano, el mismo ha reducido a las regiones a meras unidades de análisis, asépticas e impolutas, que no pueden estar más alejadas de la realidad de continentes como el nuestro. El trabajo regional requiere, sí, de profundizar en la definición conceptual esencial que lo anima, pero se está produciendo un agotamiento de las variables a través de las cuales se le estudia. Se carece de nuevas perspectivas, del planteamiento de problemas agudos y de la revitalización del estudio de viejas dificultades para su avance. Una de estas es la de la cultura, que los regionalistas han dejado en manos de los culturólogos, desdeñando su importancia para la determinación de la identidad regional y la de la propia globalidad del fenómeno regional. Los viejos historiadores liberales y positivistas hicieron de la cultura y de la educación los pivotes fundamentales del desarrollo, pero también dejaron un legado que no se ha aprovechado. Sencillamente se ha proscrito en la práctica un tratamiento a fondo del asunto, quizás como reacción a aquellos extremos. Don Luis González y González retomó, de forma creadora, esa tradición, ampliándola por encima del arte, la literatura o el urbanismo hasta aquellos aspectos más disímiles de la vida diaria del hombre. Ni de aquellos ni de este se ha aprendido mayormente. Así, no basta con tomar de los avances regionales de otras ciencias sociales y de las naturales. Es menester «integrarlas» orgánicamente al trabajo del historiador regional. El enfoque multidisciplinario tuvo su lugar en la Regionalística, ahora se requiere del más moderno concepto de la intradisciplinaridad para enfocarla, bien se sitúe el investigador en una u otra ciencia o disciplina. Es necesario acercarse a las ciencias exactas e ingenieriles, tomar de sus métodos para agilizar la lentitud de los métodos y pro-
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cedimientos de trabajo histórico-regionales, francamente atrasados si bien aprovechables. Se impone crear una conciencia metodológica y abrirse al campo de las más útiles técnicas y procedimientos de trabajo. En un continente eminentemente político no se puede seguir hablando de política capitalina solamente. La historia de la política y de sus instituciones requiere del enfoque regional, de la conformación de sus grupos de poder, de la estructuración de los diversos grupos interregionales, del peso de unos y otros en la política metropolitana. De la misma manera, las guerras, sublevaciones y revoluciones claman por consideraciones regionales específicas y por conocer el diferente impacto que causan en las diversas regiones y en las naciones. Ya no tiene sentido que las historiografías las manejen a su antojo para construir sus presupuestos «nacionales», pero también los estudios regionales deben brindar mayores fundamentaciones sobre el tema. Solo deseo observar que estos hechos han sido manejados con toda intención por esas historiografías para pretender brindar carácter nacional a sus obras y de ahí han pasado a establecer periodizaciones «nacionales» de las cuales ya se conocen y padecen sus historias respectivas y sus insuficientes resultados. Fronteras y límites, tan afines al trabajo histórico nacional contemporáneo y en general a todos aquellos aspectos que tienen que ver con estos problemas, ha dado origen a una disciplina, la Fronterología. Pero no se considera mayormente el papel de la región como tal en la determinación de los más profundos y complicados problemas que se relacionan con este asunto. La existencia de centros de estudio e investigación debe ser respaldada con una seria fundamentación histórico-regional, incluso en aquellos países con límites marítimos predominantes o exclusivos –como el caso de Cuba–, ya que sus regiones costeras se han visto afectadas en el transcurso del proceso histórico de forma continua por los intercambios de todo tipo con otras regiones del Golfo-Caribe. Tan grave es el desconocimiento de estos asuntos, por ejemplo, que algunos colegas afirman que la Gran Antilla no tiene este
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problema. Como si sus vecinos de Haití, Jamaica, Islas Caimán, el Yucatán mexicano, la península de La Florida y las islas Bahamas pudiesen ser ignorados en el estudio de las regiones cubanas afectadas respectivamente por flujos económicos, sociales, políticos y culturales que han provenido históricamente de esos vecinos. Cuál no será entonces la situación de la América Latina continental, pletórica de situaciones fronterizas regionales hasta ahora casi siempre analizadas desde la óptica de la nación. Países con una vocación exportadora por necesidad, las historiografías «nacionales» han priorizado la investigación del mercado exterior, el que se relaciona invariablemente con el puerto que sirve a la capital o la capital-puerto y alguna que otra ciudad ribereña con condiciones para efectuar ese trasiego de productos de exportaciónimportación. El mercado interior, marginado o vapuleado, apenas si es referenciado. Pero este es el que se relaciona de forma más directa con la vida regional, es decir, con la de la mayor parte de nuestros países. Además, se olvida que tal mercado es el que surte a la región capitalina, creando un potente movimiento apenas perceptible en los documentos y en la construcción historiográfica. Tampoco esas historiografías consideran mayormente los circuitos comerciales interregionales, complementarios entre sí, en países donde el mundo rural ha sido predominante durante siglos. Tampoco los regionalistas hemos dado aportes sustanciales a este punto, a pesar de que existe el excelente precedente del estudio de los circuitos comerciales andinos de Carlos Sempat Assadourian y sus seguidores en los países del Cono Sur, por situar sólo un ejemplo, que bien podría ser utilizado desde el punto de vista comparativo. Por razones similares los movimientos migratorios intercontinentales e incluso entre colonias y estados han sido tratados probablemente hasta la saciedad. La introducción de esclavos africanos, coolíes chinos, trabajadores hindúes y otros, son muy conocidos. La llegada de inmigrantes europeos, sobre todo españoles a Cuba, italianos a Argentina, alemanes a Chile, japoneses al sur brasileño, europeos en general en la historia venezolana reciente, a guisa de ejemplos, cuenta con serios estudios e incluso hasta con publicaciones especializadas.
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Menos se conoce del trasiego de grandes masas de las poblaciones indígenas que son las que han hecho parte sustancial de los mercados de fuerza de trabajo en el continente. Pero el problema se magnifica cuando se pretende conocer estos asentamientos y movimientos en las regiones para poder sustentar sus distintas realidades. Salvo excepciones, los estudios de las migraciones internas desde la perspectiva de la Historia Regional brillan por su ausencia. Y no digo de las interpretaciones «nacionales» de este asunto, que sí proliferan como bellas construcciones intelectuales aunque no siempre reales. Otra cara del problema está aún menos trabajada desde la perspectiva que nos ocupa. Se conoce del origen regional de los inmigrantes en una perspectiva «nacional» pero no hay mayores resultados de investigaciones sobre la ubicación e impacto de estos en las regiones, lo que es factor diferenciador por excelencia. Por lo general se identifica a todas las culturas negras con un único tipo de africano o a las ibéricas con lo español y lo portugués, gran falacia que encubre variadas culturas regionales con repercusiones diferenciadoras según la región. Esta es tarea prioritaria de los regionalistas. Con mayor gravedad se presenta el estudio de las ciudades en algunos de los países latinoamericanos más atrasados, que son los más. Y lo que es más preocupante: se transfiere allí, con toda tranquilidad, este problema a otras disciplinas. Esto no quiere decir que no existan serios y muy valiosos estudios continentales al respecto, coloniales o nacionales, desde la perspectiva histórica, pero son insuficientes. Con las ciudades ocurre, aunque con mayor frecuencia, como con la historia de las regiones. Es tal la ignorancia desde una perspectiva contemporánea sobre éstas en un número sustancial de estos países latinoamericanos que la representatividad de las conclusiones actuales al respecto se reduce a cifras irrisorias. Aquí hay que tener forzosamente en cuenta y a nivel mundial que la población urbana ha ido del 3 al 45% de sus totales mundiales respectivos entre l8l0 y l995. En Cuba, por ejemplo, la cifra era del 74% en l996. En casos extremos la sola ciudad capital puede englobar tranquilamente la mitad de la población del país, de lo cual Montevideo es un buen exponente extremo.
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Se critica el predomino de las capitales latinoamericanas en el plano historiográfico cuando de lo que se trata en verdad es del predominio de los centros de poder que en éstas se asientan. Poco se conoce de las metrópolis como tales y desde el punto de vista historiográfico, salvo los trabajos efectuados sobre las megalópolis y sobre alguna que otra ciudad del continente. Diría que las capitales son como especie de huérfanas muy marginadas en su análisis integral y mucho más el de las regiones en que se inscriben. Por tanto, no es justo continuar realizando una crítica anticapitalina abstracta ni seguir denominando el problema con el nombre siquiera de estas capitales y sus regiones circundantes sin las aclaraciones pertinentes. Es asombrosamente rampante el desconocimiento que se tiene incluso del «microcosmos» capitalino, insisto, desde un punto de vista historiográfico integralmente concebido. Para ese grupo de países de la América Latina la investigación histórica sobre ciudades requiere particularizar en la estrecha relación que los diferentes complejos económico-sociales y políticoculturales rurales han tenido en la vida urbana, por no hacer referencia ahora al caso de las ciudades portuarias que ameritan una atención especial, por el carácter exportador por definición de las economías latinoamericanas. Estos complejos problemas comienzan a tener respuesta con la investigación sobre el capital inmobiliario, los tipos fundamentales de capital que están detrás de éste (industrial, comercial) y especialmente uno de sus aspectos, la renta del suelo, con la especulación que trae la ciudad al valor de la tierra. Por eso es por lo que hay que dedicarle atención a la industria de la construcción y sus materiales. Y no hablo solo de la historia reciente, sino también de la traducción de estos términos a la historia colonial e independiente decimonónica. Todo ello juega con los demás órdenes de la vida citadina y con aspectos tan diferentes y aparentemente lejanos que van desde las migraciones urbanas hasta las inversiones de capital en las ciudades y el nivel tecnológico alcanzado. Con el predominio del capitalismo dependiente se agrega al valor de uso (no comercial) del suelo urbano el valor de cambio, al convertirse este último en una mercancía más, cada vez mejor coti-
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zado. Por esto el valor y la especulación sobre el suelo urbano lleva incluso a buscar ciudades intermedias e incluso pequeñas, donde la renta del suelo es más económica y aquí volvemos a entrar en un ámbito muy presente en los sistemas latinoamericanos de ciudades. A propósito, este tipo de ciudades de que está plagada la geografía latinoamericana históricamente, clama por una atención particular. En el orden social se ha avanzado en estudios generales sobre las divisiones en clases, grupos y capas sociales urbanos, probablemente por la influencia del positivismo más evolucionado y del marxismo, según el caso. Pero, como en la región, algunos asuntos apenas se trabajan. De estos, las migraciones internas campo-ciudad y ciudad-campo requieren de un análisis detenido, aunque las fuentes sean escasas y a veces contradictorias. Este es un flujo intermitente pero continuo que se mantiene desde la época colonial y que se ha renovado en el siglo XX. Los procesos migratorios habría que verlos en sus perspectivas de transculturación antes que de aculturación, lo que nos acercaría a los necesarios análisis culturales a los cuales me he referido antes para la región. En este punto se reforzaría de paso el estudio de las identidades, desde la perspectiva urbana y no sólo para las grandes urbes, lo que es más conocido. Así, sería muy útil para América Latina trabajar las viejas leyes de migración de E. G. Ravenstein en cuanto al flujo del campo hacia la ciudad, claro está con las consideraciones oportunas para un proceso en que el incentivo de la manufacturización primero y de la industrialización después no es la única causa principal. En esto también habría que tener en cuenta la idea del mexicano Ariel Rodríguez Kurí de que la industrialización latinoamericana, dilatada en el tiempo, coincidió con la articulación de formas productivas manufactureras localizadas también en el campo, o lo que es lo mismo, caracterizadas por la dispersión de las unidades productivas, como es el caso de la manufactura azucarero-esclavista del Caribe y del atlántico brasileño en el siglo XIX. Justamente se está en presencia para el caso latinoamericano de un proceso de diferenciación regional muy agudo, del que por suerte tenemos alguna información y varios modelos a utilizar, tanto de
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dentro como de fuera del continente. Habría que considerar, en particular en la historia más reciente, el incentivo de las ciudades polos de industrialización y/o de servicios y el efecto del espejismo citadino para el éxodo campo-ciudad, que es más antiguo de lo que se imagina corrientemente. Ya es más aceptado que este último elemento se conjuge con aquellos más conocidos de la exclusión latifundista, el empobrecimiento de los suelos, la insuficiencia física de nuevas tierras y el atraso tecnológico de las explotaciones rurales para explicar las migraciones hacia las ciudades. En el plano social también se ha avanzado en el conocimiento de la estructura social urbana, así como en sus manifestaciones extremas: huelgas, paros, reivindicaciones de todo tipo, revoluciones sociales o conatos de éstas en cuanto a las clases dominadas. Existe ahora una mejor comprensión de las asonadas, cuartelazos, componendas de todo tipo, como muestras del poder de las elites citadinas. Pero me pregunto si es que realmente se ha brindado una atención, no solamente «contestaria» a las elites en su actividad, en su grado de preparación, en sus múltiples relaciones incluso con grupos y sectores populares, en su actividad institucional de todo tipo, en sus manifestaciones a veces de defensa de la tierra criolla y nacionalistas después, al menos en sectores y grupos de estas. El estudio de la familia, como el antes mencionado de la mujer y de los grupos sociales desoídos por la historiografía regional, clama por las consideraciones de esta última. Se impone realizar, como en el caso de la región, el estudio de familias urbanas que permita arribar a las claves de una buena parte de la realidad social, si es que entendemos a la familia como pieza clave del desarrollo de la sociedad. Pero cuando se habla de familias es de todo tipo de éstas y no sólo las que componen las elites, independientemente que las mismas, por sus medios económicos, instrucción y posibilidades en general, han dejado ricos testimonios de su actividad. Las relaciones entre unas y otras estarían entre los objetivos del historiador local, de la misma manera que es apasionante el estudio de las relaciones de parentesco, compadrazgo y clientelismo para lograr una imagen más acabada de la ciudad.
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En el campo político, y vuelvo sobre este asunto, los gobiernos urbano-regionales apenas están estudiados, en particular aquellos de las grandes ciudades no capitalinas, dada la complejidad de su legislación, la fragmentación y disfunción del gobierno y sus instituciones y la intervención de las instancias gubernativas intermedias (provincias, gobernaciones, departamentos, etc.) y coloniales \ nacionales. Incluso tampoco todas las capitales latinoamericanas disfrutan de estudios integrales de su especificidad política. En cuanto a las ciudades pequeñas y medianas, mucho más afines a la realidad latinoamericana y caribeña, la investigación sobre las instancias políticas presenta similar situación, en este caso porque se confunde por lo general al gobierno de la ciudad con el gobierno regional (independientemente de sus numerosos puntos de contacto) y lo que es más grave aún, se arriba a conclusiones muchas veces que más bien están relacionadas con el plano político nacional que con el urbano. Sin embargo, es un hecho reconocido que los intereses regionales y de sus centros nodales se plantean por diversas vías, incluso mediante alianzas con ciertos grupos de poder capitalinos coloniales y con sectores de los grandes partidos políticos de los estados latinoamericanos con posterioridad, tanto en sus delegaciones de base como en el plano nacional o provincial\departamental, pongamos por caso. Otro problema a resolver, en este caso desde el siglo XVIII y hasta fechas recientes, es el de la paulatina pérdida del poder político-administrativo de las ciudades –y de sus regiones– que no puede seguir respondiéndose de forma preferente a través de las reformas del Despotismo Ilustrado primero y de la construcción de los proyectos nacionales después. Por otro lado, el problema del análisis de la cultura material y espiritual en el contexto urbano –y también regional–, desde la perspectiva de la Historia, presenta una situación más grave aún. En el mejor de los casos se continúa concibiendo la cultura como un añadido al resto del discurso historiográfico regionalista, a la manera positivista tradicional, sin una verdadera integración orgánica al resto del análisis, a lo que antes nos referimos. Se parte por lo general de una visión limitada del proceso cultural, sin siquiera
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reconocer su complejidad y la necesidad que tienen los historiadores, en particular los historiadores urbanos, de asesorarse y de establecer nexos estrechos de cooperación con los culturólogos en sus diversas manifestaciones. Además, la incorporación de las interpretaciones culturales a los estudios urbanos facilita una visión integral del proceso histórico, en que se entremezclan o entrelazan factores políticos, sociales, demográficos, religiosos, en la conformación del hecho histórico urbano, aparte del valor que dichas interpretaciones tienen por sí mismas. Vista en estas perspectivas la historia de las ciudades no queda menos que concordar que éstas, al igual que las regiones en que se inscriben, juegan un papel básico dentro del tan debatido problema de la formación de las identidades nacionales, que tanto preocupa en la actualidad. La ciudad es un emporio del mundo cultural regional y nacional, entrelazando desde sus tiempos primigenios la cultura urbana y rural, lo que brinda solidez a la cultura nacional, aunque diferenciándose ambas, la urbana y la rural, a partir de los tiempos modernos, y dotando entonces de un mayor enriquecimiento a dicha cultura nacional. Por otro lado, en estas identidades sus construcciones diversas: sexo, edades, familia, migraciones, barrios o urbanizaciones, oficios, instituciones de todo tipo, deberán tenerse en cuenta obligatoriamente, a lo cual se debe añadir que estas construcciones muchas veces están basadas en redes, estrategias, alianzas de tipo situacional, que no podemos perder de vista para poder brindar una mejor interpretación del proceso histórico urbano. En resumen, la situación de la historiografía regional y local en América Latina ha avanzado en los últimos decenios, no tanto como se desearía, pues si bien hay países con un buen trecho recorrido, la mayoría apenas están comenzando este trabajo o presentan serias deficiencias en sus resultados actuales, incluyendo al Caribe no hispano. Tampoco se ha comprendido del todo que la perspectiva principal de los regionalistas es hacer historia regional, sí, pero paralelamente la de contribuir con toda eficacia a la escritura de verdaderas historias nacionales.
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Se imponen otras tareas tan perentorias como aquellas y alcanzan resultados superiores que se explican en sí mismos por la ola globalizadora, el siempre presente reclamo de sus autores de verse representados y por los procesos de cambio que conmueven a las sociedades latinoamericanas y caribeñas contemporáneas. En este sentido la educación y la enseñanza son instrumentos preciosos, que requieren de conocimientos regionales científicamente fundamentados. Además, para cumplir con los objetivos de la historia regional hay que tener muy presente que, a nivel historiográfico, se ha integrado sólo parcialmente a su quehacer las posibilidades que brindan las nuevas o revitalizadas corrientes de las historias de vida, de mentalidades, de la vida cotidiana y otras que, por otro lado, cuando se utilizan, muchas veces se confunden con la propia historia regional y local. A través de estas corrientes se incorporarían actores y grupos sociales hasta ahora marginados del discurso histórico y se rescataría aún más la rica memoria histórica de la historia más reciente.
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Concepto de región histórica
Consideraciones preliminares Amplio es el espectro de los significados con que se maneja el concepto de región en el mundo contemporáneo. En este intervienen desde los científicos sociales hasta los periodistas, desde los políticos hasta los más humildes hombres y mujeres de la calle, desde la planificación económica hasta la meteorología. Pero ahora nos referimos a un concepto mucho más específico, es decir, aquel que se encuentra debajo del plano nacional en cada uno de nuestros países y que se ubica en las construcciones que hace el género humano en un espacio geográfico determinado en el transcurso de la larga duración del tiempo histórico, para utilizar un concepto historiográfico tan caro aún a una buena parte de los historiadores contemporáneos. Aclaro de inicio que cuando se hace referencia a que la región se analiza dentro del contexto nacional, estamos hablando en términos historiográficos contemporáneos, toda vez que la nación surge solamente después de la región. Por lo tanto, estamos haciendo referencia a lo que se llamaría hoy en día un constructo que hacen los hombres y las mujeres sobre un espacio y en un tiempo histórico dado. De aquí que la Geografía y la Historia ante todo, pero también otras diversas ciencias, se dan la mano a la hora de explicar su existencia. Es en tal sentido que preferimos nominar a ese resultado como región histórica, mientras que otros autores la denominan como región
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socio-económica, que en definitiva es lo mismo, siempre y cuando se refiera a similares parámetros, desde luego. El concepto resultante inicial de este ente social nos remite a la huella del francés Paul Vidal de La Blache (1845-1918) en el sentido de los nexos que este notable investigador galo estableció entre la naturaleza y el hombre en su relación mutua en el caso de la región. Por descontado que no consideramos en este caso aquellos elementos, desde nuestro punto de vista negativo, que el insigne intelectual francés marginó, siquiera por omisión entre esa simbiosis que realizó en sus estudios y las necesarias e ineludibles relaciones sociales y políticas –entre otras– que forman parte del mismo fenómeno. Con el nuevo siglo XX la atención al proceso histórico regional se agudizó con el desarrollo de la escuela francesa de los Annales, integrada por un cuerpo de académicos, profesores e investigadores que aún perduran en sus enseñanzas y a través de sus obras respectivas. Quizás que en tal caso de la regionalística más que el «genio» francés habría que buscar las causas del desarrollo de tal área de los estudios históricos en la propia historia francesa, con un Medioevo extraordinariamente rico en el cual el feudo dibuja por sus propias características esa preocupación posterior por la región e incluso por la vida urbana, como expresión concentrada de la vida regional en su conjunto. Habría que citar forzosamente aquí esas estupendas series de libros franceses sobre regiones y ciudades, que tanto han abierto nuestras perspectivas en lo que ahora nos ocupa. Además, el propio hecho de haber recibido en la América nuestra y de una u otra manera a esas instituciones feudales, vía España y Portugal, es razón de más, para que agudicemos siempre nuestros sentidos al menos en la que respecta a ese rico y abigarrado período de la formación de las sociedades criollas o, si se quiere, en términos probablemente más ilustrativos y asequibles, de la formación de las numerosísimas patrias del criollo a lo largo y ancho del continente, como lo resume espléndidamente en su época el libro del guatemalteco Severo Martínez Peláez La patria del criollo1 para su país. 1
Severo Martínez Peláez, La patria del criollo. Ensayo de interpretación de la realidad colonial guatemalteca, San José, EDUCA, 1979.
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Ahora bien, la herencia positivista, anclada entre los latinoamericanos desde hace siglo y medio y aún perviviente a través de nuestros genes intelectuales –y discúlpeseme la expresión–, de mil maneras, incluso a nivel de plaza pública, insiste en considerar al espacio como una especie de ente apriorístico, que al entrar en contacto con un grupo humano, da origen a la región por voluntad de éste, marginando el papel del medio sobre el hombre. Por suerte, las cosas han ido cambiando, cada vez de forma más acelerada, en las consideraciones que se establecen en la actualidad, por ejemplo en los ámbitos ecologistas. En similar dirección y conectado de forma umbilical con lo anterior está el papel del Estado en la conformación de las regiones que para algunos es, sencillamente, esa especie de Deux ex machina al que me he referido en otras obras personales2, como especie de un ente creador de regiones, por no referirnos ya al plano de la nación, en particular en tierras latinoamericanas, en que se confunde en el concepto de Estado-nación, confusión punto menos que inadmisible. Si menciono este asunto con énfasis es porque una buena parte de las obras de historiografía regional, que nos sirven de fuentes para el trabajo investigativo, están concebidas por esta óptica, óptica que incluso es defendida en muchos casos a capa y espada, en tanto que ésta representa a esa concepción de progreso continuamente en ascenso, sin interrupciones, ni sobresaltos (léase revoluciones y similares), nada más alejada de la realidad del ser humano y mucho menos quizás de la latinoamericana. El neopositivismo, por su parte, con una concepción eminentemente empirista transforma al espacio y al tiempo, precisamente a esas dos categorías esenciales para el trabajo historiográfico, en realidades neutras. Estos las combinan a su antojo con otras realidades dictadas por las relaciones, cantidades y acontecimientos de 2
Hernán M. Venegas Delgado, La región en Cuba. Provincias, regiones y localidades, La Habana, Editorial Félix Varela, 2007, p. 21. Esta imagen crítica del Estado como creador de regiones la he tomado del historiador brasileño Héctor Hernán Bruit, de su artículo «Región, Estado y capitalismo», que aparece en la compilación História Regional. Uma discussâo. Campinas, Brasil, Universidad de Campinas, 1982.
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diversa índole, para explicar la conformación regional. Por descontado que en el fondo de esta concepción está presente la teoría general de sistemas, que en sí es un elemento precioso y muchas veces subvalorado en el análisis regional, pero el problema en el caso de los neopositivistas es que estos omiten en sus consideraciones el elemento de la desigualdad entre esas partes componentes de la región (del sistema precisamente), cuando precisamente la región, por definición, es producto de la desigualdad en el desarrollo histórico y no sólo en relación con el ente nacional en que termina inscribiéndose sino además dentro de sus propios marcos territoriales3. Por su parte, en el campo de la Sociología, la Antropología, la Etnografía y otras ciencias sociales y humanísticas contemporáneas y en varias de sus áreas, ha aparecido de forma insistente un interés por la ocupación del espacio regional, que debemos asimilar nosotros. Es muy aprovechable el cuantioso aporte de estos cientistas sociales en sus enfoques sociales, culturales y étnicos sobre la cuestión regional, cuestión que los historiadores regionalistas a veces obviamos o subvaloramos4. Asimismo y más recientemente se han abierto insospechadas perspectivas con el trabajo sobre la literatura y el arte regionales, 3
4
Nos parece muy oportuno citar aquí el artículo «Estado, Espacio y Región: nuevos elementos teóricos», del brasileño Paulo H. N. Martins, también en la obra citada en la nota anterior. Sin embargo, no debe descartarse, bajo ningún concepto, el aprovechamiento de los aportes metodológicos y teóricos que de tal concepción se desprende, en especial, insisto, con el manejo implícito que los neopositivistas hacen de la teoría general de sistemas. A manera de ejemplo destaco el libro de Andrés Fábregas Puig y Pedro Tomé Marín, Regiones y fronteras. Una perspectiva antropológica. México, El Colegio de Jalisco-Secretaría de Educación Pública, 2002, como un ejemplo de texto perfectamente aprovechable para el trabajo historiográfico regional, tanto desde el punto de vista teórico-metodológico como del de los dos estudios de casos efectuados. Una reciente mesa especializada acerca de la visión antropológica del concepto de región fue presentada y coordinada por el maestro Fábregas Puig, con la asistencia también de otros prestigiosos antropólogos mexicanos, durante las sesiones de los Nuevos Talleres de Estudios Regionales y Locales (Urbanos), efectuado durante los días 28, 29 y 30 de junio del 2008 en la Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas, Santa Clara, Cuba. Los tomos correspondientes a estos talleres se encuentran en proceso editorial, para ser presentados en el transcurso del año 2010.
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generalmente catalogados por los culturólogos «nacionales» y demás cofrades como algo secundario y de poco o escaso interés, afirmación siempre debatible, que en el caso de la Historia Regional, nos brinda indefectiblemente un claro índice de regionalidad, de sus avances y retrocesos y, en definitiva, de lo que quizás pueda ser lo más importante en este caso, de la definición del propio ser regional y de lo alcanzado en la definición de su propia identidad, a partir en este caso del proceso de ocupación –o de retroceso– del espacio. Por descontado que el punto de deslinde en cuanto al aprovechamiento de todos estos aportes está en lo que unos u otros pretendemos hacer en el trabajo regional, sin confusiones, pero tampoco sin exclusiones. Muchos avances se han obtenido en América Latina durante los últimos cuarenta años en el campo de trabajo de Historia Regional. Para muchos de nosotros el punto de deslinde en la conceptualización de la región se ubica en ese parteaguas que en muchos sentidos fue el año 1968, en nuestro caso con la publicación de la obra del maestro mexicano Luis A. González y González, Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia5, que antes se ha citado. Su concepción de la «matria» y la definición práctica de que ésta abarcaba lo que se veía desde la parte superior del campanario de la iglesia de ese pequeño pueblo mexicano, aunque pueda parecernos –y de hecho lo es ya– limitada y un tanto idílica en nuestros días, no es menos cierto que nos aportó un elemento más preciso, de aquello que se llamaba, sin límites ni cortapisas, la ocupación del hinterland, término que aunque seguimos utilizándolo, no brinda siquiera una idea de ese limes regional que tanto nos preocupa y ocupa. Por supuesto que ese límite de ocupación del espacio regional no puede delimitarse hoy en día así, pero no es menos cierto que en sus momentos iniciales al menos es la tierra abarcable prácticamente por la mirada de las elites criollas iniciales, con mayor o menor grado de precisión. 5
Luis González y González, Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia, México, El Colegio de México, l968.
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La idea primigenia que nos aporta el Maestro mexicano, después ampliada en sus obras posteriores, nos brindó a todos una perspectiva preciosa: que la región se ocupa desde un centro de poder local –como el de San José de Gracia–, desde las tierras más cercanas a las más lejanas, durante el proceso de la larga duración del tiempo histórico regional. Esta idea, es decir, insisto, la de la ocupación del espacio regional, que puede parecer tan obvia en nuestros días, es probablemente la más difícil de captar por aquellos investigadores noveles o de corta o mediana experiencia según demuestra la experiencia6. Hoy en día resulta imposible estudiar seriamente una región si no es que podamos determinar el predominio o influencia decisiva de una villa importante o ciudad en cada región, pues éstas actúan como centros jerarquizantes o nodales de toda la vida regional, expresado a través de sus cabildos o ayuntamientos, como centros de poder de las elites dominantes. Desde estos centros nodales esas mismas elites imponen su poder sobre toda la región, voluntad que puede degenerar hasta llegar a los famosos regionalismos y caudillismos de los cuales la historia latinoamericana está plagada, cara opuesta, aunque no excluyente, de la regionalidad como tal, entendida esta última como expresión del ser regional. A propósito, no siempre nuestras historiografías «nacionales» han sabido equilibrar el análisis de los caudillismos regionales con la representación que estos tienen en el plano político del estado colonial, monárquico o republicano –según sea el caso–. Estos caudillos regionales y los grupos que representan pueden incluso llegar a dominar la política nacional, como fue el caso de los llamados presidentes andinos de Venezuela, los presidentes liberales provenientes del centro de la Cuba republicana, los gobernantes norteños en Ciudad México, etc. 6
En nuestro criterio, corroborado por la opinión de otros historiadores regionales, el concepto de más difícil captación dialéctica por esos investigadores noveles o de poco o mediana experiencia es el de región histórica en cuanto al proceso de ocupación del espacio y, por tanto, de las diversas etapas por las que transita este proceso. Por ejemplo, el Programa Nacional de Historias Provinciales y Municipales de Cuba (1987 hasta la actualidad), que se explica en otra parte de este libro, confrontó entre sus grandes escollos la dificultad de sus investigadores para apropiarse del mismo.
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Un problema relacionado con el de la ocupación del espacio en el tiempo largo, el del papel del Estado en la conformación regional, fue comenzado a abordar por los historiadores venezolanos Arístides Medina Rubio, Germán Cardozo Galué y Rutilio Ortega desde sus estudios de doctorado precisamente en el Colegio de México, esa gran fragua de historiadores latinoamericanos. Estos, durante la década de 1970 en que comienzan a trabajar en tal dirección y durante la de 1980, comienzan a cuestionarse las tozudas decisiones tanto del Estado colonial español como del republicano, que fue su sucesor, en la conformación de las regiones. Específicamente Germán Cardozo demostró con su obra Maracaibo y su región histórica (1989)7 que los límites prácticos de ocupación del espacio de la región marabina traspasaban a su vez los límites político-administrativos arbitrariamente establecidos entre la Capitanía General de Venezuela –en la que se inscribía Maracaibo de una u otra manera– y el Virreinato de la Nueva Granada. En la práctica la ciudad-puerto de Maracaibo extendía su control territorial práctico no sólo en toda la gran cuenca del Lago Maracaibo, si no también en aquellas zonas situadas más allá de las estribaciones de los Andes colombo-venezolanos. Años más tarde, sobre todo en la década de 1990 y hasta la actualidad, la historiadora regionalista argentina Susana Bandieri ha demostrado fehacientemente en varios de sus trabajos8 que la Norpatagonia fungió durante los períodos colonial y republicano y al menos hasta inicios de la década de 1930 como una región en que su vida económico-social estuvo conectada fundamentalmente con las regiones chilenas vecinas «y no con sus congéneres argentinas y mucho menos Buenos Aires», pese a ser esta última la capital de todo el Estado argentino. Entonces, un problema íntimamente relacionado con los anteriores es el de las fronteras regionales, hasta hace muy poco, por lo general asociadas con los límites entre los países, casi exclusivamente. Pero 7 8
Germán Cardozo Galué. Maracaibo y su región histórica. Maracaibo, Universidad del Zulia, 1989. Véase en particular su reciente libro Historia de la Patagonia (cualquier edición).
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resulta que en cualquier caso, a ambos lados de esas fronteras siempre hay regiones en las que los procesos de ocupación del espacio no se pueden enfocar de forma unívoca sino bilateralmente al menos. La frontera presupone un límite –a la manera del limes romano– pero éste puede ser muchas veces arbitrario, como aquel trazado en la América española recién independizada, haciendo caso omiso de la división de pueblos indígenas así como también hasta de las regiones criollas surgidas. Un caso similar es el del África, sobre todo la subsahariana, con los terribles resultados aportados en la actualidad: guerras, desplazamientos gigantescos de población y sus secuelas. Es por esto que el estudio de la región-frontera necesita de un espacio propio dentro de los estudios regionales, como lugar de integración, más que de separación, como lo demuestran los recientes seminarios promovidos por universidades de Colombia y México9, y a los cuales me he referido en otra parte de esta obra. Si se quiere, se trata de un tipo de región, especial, particular, que los historiadores regionalistas habíamos dejado de la mano de la «gran» historia nacional. Encima de todas estas consideraciones vertidas hasta ahora, los cambios dinámicos en los procesos históricos contemporáneos, actuales, han llevado a reconsiderar una propuesta metodológica que proviene de otras áreas del conocimiento: la de la ciudad-región, en el entendido de que ésta es una gran enorme ciudad que, por su complejidad, incluye parámetros con los que se evalúan tanto a la ciudad como a la región. No se trata ahora de la historia urbana, como parte consustancial ésta del subsistema de ciudades que integran de forma orgánica la vida regional. No se trata de la ciudad centro nodal, desde la cual se coordina, llamémoslo así, toda la vida regional. No, ahora hacemos referencia a esa gran urbe que ha engullido a toda su región, por causas disímiles por lo general asociadas al desarrollo industrial y cibernético 9
Beatriz Nates Cruz y Manuel Uribe (coordinadores). Nuevas migraciones y movilidades... Nuevos territorios, Caldas, Colombia, Universidad de Caldas, 2007.
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actual, y cuyos tentáculos comerciales, financieros, bancarios, etc., se proyectan con carácter necesario fuera de los límites regionales, hacia el resto del mundo. Estamos hablando no sólo de Sao Paulo, Ciudad México o Singapur, si no también, aunque más modestamente de las grandes capitales de los países eufemísticamente llamados en vías de desarrollo, que en los últimos decenios han engullido la región de que surgieron, planteando de paso innumerables problemas ambientales, ecológicos y similares que deben ser, naturalmente, objeto de aquellos que se dedican a la Historia Regional o Urbana actual. No continuamos con esta exposición de problemas, que ciertamente puede resultar interminable, si no que nuestro interés es el de presentar varios de estos, quizás algunos de los más acuciantes para el trabajo historiográfico regional actual, que es lo que nos permite pasar a exponer un concepto de región histórica también de «carácter operacional», que sirva para el trabajo y como sujeto de discusión y enriquecimiento posterior de este ente que está en la sustancia más profunda de nuestro trabajo.
Concepto de región Son variados los términos que se utilizan para denominar a la Historia Regional o, en sus niveles intermedios, a la llamada Historia Local. Uno de los más difundidos es el de «microhistoria», que difundió el maestro Luis A. González y González desde su Pueblo en vilo (1968) y en particular en años posteriores con su Invitación a la microhistoria (1973) y con un breve pero sustancioso trabajo, «Microhistoria y Ciencias Sociales» (1985)10. El problema es que este término se confunde generalmente a partir de la última década del pasado siglo con el de microhistoria, pero en su concepción 10 Dicha ponencia fue publicada en la compilación de Arístides Medina Rubio, Historia Regional: Siete ensayos sobre teoría y método, Caracas, Tropykos, 1987, pp. 9-24.
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italiana. Esta última, si bien reduce también la lupa del historiador regional y puede aportar sus métodos a la propia obra de este último, no debe confundirse bajo ningún concepto con el de trabajo regional como objeto de estudio. En realidad, quien escribe historia a la manera del microhistoriador italiano utiliza a la región y a la localidad como marco de su trabajo, no como objeto en sí11. Por supuesto, otro es el caso de la micro level history del mundo anglosajón o de la petite histoire del francófono, también con variados elementos aprovechables para nuestro trabajo, en particular los que han traído los history workshops en sus resultados metodológicos y en cuanto a procedimientos de trabajo para el historiador regional. Pero también la Historia Regional tiene un amplia tradición en América Latina, de corte romántico, positivista y liberal –cuando no de esas tres corrientes historiográficas integradas–, que se ha denominado y aún se denomina, debido a esa suerte de positivismo supérstite que arrastramos, como Historia Local, sin que ésta no haya precisado si se trata en verdad del locus, en sentido estricto, o de un espacio mayor. En verdad que se trata de un término cómodo y nada comprometedor pero que por eso mismo no es preciso. Para Brasil, esa república hermana y gigante de Sudamérica, lo que ellos llaman como cuestâo regional se ha convertido en toda una necesidad, en un país que, por sus dimensiones, forzosamente ha tenido que afrontar el análisis de la Historia Regional, con posiciones bien críticas que lamentablemente apenas han circulado en el resto de los países latinoamericanos. En ese sentido recopilaciones como la que mencionamos antes, de la Universidad de Campinas y otras, como la sugestiva República en Migalhas. História Regional e Local (1990)12, sentaron pautas en su momento para el trabajo 11 Continúa siendo emblemático de la microhistoria italiana ese maravilloso y sugerente libro de Carlo Guinzburg, antes citado, que es El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI. Barcelona, Muchnick Editores, 1982, cuyo solo subtítulo indica exactamente lo que dicho autor hace. 12 Colectivo de autores. República en Migalhas. História Regional e Local. Sao Paulo, Editora Marco Zero, 1990.
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contemporáneo brasileño en esta área de la Historia. En cuanto al caso brasileño nos permitimos destacar que sus historiadores regionales están bien atentos a las necesarias e insustituibles relaciones de la Historia Regional con otras ciencias sociales y disciplinas correspondientes. En general los problemas que confrontan casi todas estas tendencias más o menos contemporáneas han llevado a la pérdida de la concepción unitaria del ente regional, en la diversidad que lo caracteriza, sin que ésta implique necesariamente que habría que trabajarlo todo a la vez. El sentido de lo que afirmamos descansa en nuestro criterio de que se ha perdido la concepción sistémica del trabajo en historia regional, pasando muchas veces a tomarlo como pretexto o como marco para otro tipo de investigaciones y lo que es más grave aún, brindando sus productos como resultados de investigaciones regionales que, de éstas, sólo tienen el nombre y ese marco territorial utilizado. Por descontado además que la llamada «Fragmentación de la Historia» de los últimos lustros ha contribuido mucho a la a su vez fragmentación de la historia regional, con resultados diluentes para nuestra labor. Otra cuestión son, desde luego, los diversos aportes con los que nos hemos enriquecido, que van desde las novedosas miradas a los sectores marginados tradicionalmente por la sociedad humana hasta la consideración de ciertas áreas punto menos que menospreciadas hasta hace unos años atrás, como las de la vida cotidiana, las historias de vida y algunas otras que en vez de reducir la lupa del historiador como se afirma corrientemente, a nosotros nos la ha magnificado al aconsejarnos incluir dentro de nuestras consideraciones tales aspectos de la rica vida del ser humano. En resumen, que la utilización del concepto de región, aún en los predios científicos, ha llevado a un uso anfibológico del mismo que es necesario esclarecer y precisar. Es en este sentido que proponemos un concepto de región que denominamos como histórica, en el entendido de construcción económico-social, político-ideológica y cultural integral, que más que un ente natural es el resultado de la acción transformadora,
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en el proceso histórico de la larga duración, del género humano sobre el espacio geográfico, interviniéndolo, transformándolo y muchas veces destruyéndolo irremediablemente. De aquí que si su base inicial y permanente es el medio geográfico, los límites de la región se van estableciendo como un resultado de esa acción transformadora de los seres humanos sobre ese espacio concreto. De aquí que el problema de los límites de ocupación del espacio sean tan variables en ese proceso de larga duración histórica, lo que anticipa el problema de investigación de su determinación por épocas, períodos e incluso hasta por etapas concretas. Para el caso de la América Latina, con similitudes muy destacables entre sus diferentes partes integrantes, los límites de las regiones del criollado inicial van estableciéndose en esa interacción de los hombres y las mujeres con el medio, que bien puede ser de ensanchamiento de tales fronteras, pero también de estancamiento e incluso de retroceso o de práctica desaparición de las mismas en casos extremos. Ahora bien, el problema fundamental que confronta la Regionalística histórica –y permítaseme el apelativo– es que aún no ha podido ésta establecer una relación razonable entre la formación de las regiones históricas criollas con su antecedente necesario y obligatorio: la ocupación del espacio geográfico por las diversas, ricas y múltiples culturas indígenas. Hasta que este problema historiográfico no esté resuelto, poco podremos conocer en realidad a esas regiones criollas. Entonces, los límites fronterizos, el limes colonial, se va estableciendo en épocas concretas, en esa interacción entre los seres humanos y el resto de la naturaleza, pues el espacio regional no es dado a priori, no es brindado como una especie de realidad metafísica y atemporal, como categoría kantiana, en las que ocurren los procesos históricos. El espacio histórico-regional se expande o se reduce, adquiere importancia o la disminuye, de acuerdo con la dimensión y la acción de sus elementos sociales. Por supuesto, ese limes concreto, el colonial, será cada vez más impreciso en la misma medida que retrocedamos en el tiempo a las primeras etapas de las colonizaciones europeas. Mercedación de tierras no indica necesariamente, bajo ningún concepto, ocupación real y efectiva
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del espacio. Y este es un principio que todo historiador regional que se ocupe de los primeros siglos coloniales jamás deberá perder de vista. Otro asunto asociado con el anterior es que este proceso de ocupación y de establecimiento del limes continúa siendo muy impreciso aún a fines del período colonial e incluso en el transcurso del siglo XIX republicano –o imperial– en los estados de Nuestra América, cuando todavía no se ha podido domeñar a la recia población aborigen que se resiste a aceptar el ideal positivista y liberal de «progreso» o de ordem e progresso. Los casos de la ocupación de la frontera norte en el México del Porfiriato, de la frontera sur de la Argentina de la contraposición entre «civilización y barbarie», de la expansión bandeirante en el Brasil imperial, son paradigmáticos, pero no sólo estos. Todavía habría que indagar, que profundizar, en casos más específicos del nivel regional, precisamente los más desvalidos en este laboreo. De todo ello resulta el carácter eminentemente dialéctico que tiene la región, por su constante transformación y cambio. Por lo tanto, el espacio geográfico se diferencia de la región en que aquel presenta una evolución mucho más lenta que ésta en cuanto a sus formas, límites, caracteres. La región antrópica se encuentra en una constante y relativamente rápida evolución, desarrollo y cambio, de donde lo importante que resulta observar la dimensión espacial como dimensión social, en el sentido histórico, más que en el físico. Entre el conjunto de elementos que fundamenta a la región histórica, en cualesquiera de sus épocas de desarrollo, el criterio esencial que la sustenta es el de formación económico-social, sobre la base de la correlación interna de los elementos constitutivos del modo de producción que la singulariza, materializados en la formación de un mercado interno o elementos de éste, cuyo desarrollo y ampliación determinan, en última instancia, mayor o menor desarrollo regional, tal y como ocurre con la nación. Pero obsérvese que la exageración y unilateralización de este criterio de carácter materialista puede llevar a serias distorsiones y deformaciones, como las que lamentablemente se introdujeron durante el pasado siglo en la historiografía y en el análisis en otras ciencias sociales.
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En tal sentido, el capitalismo ha tenido un peso decisivo, al menos en el caso de los países llamados subdesarrollados o eufemísticamente como «en vías de desarrollo», en la interrupción del desenvolvimiento natural de sus regiones, como es el caso de los países latinoamericanos y caribeños. Si consideramos en particular ese capitalismo primigenio o «primer capitalismo» en la conquista y colonización temprana de América, comprenderemos enseguida el enorme papel que desempeñó en la reducción, esclavización y asimilación de las sociedades indígenas, desde las más poderosas hasta las menos avanzadas, en función de ese mundo regional tan diverso que los europeos impusieron –y se les impuso a su vez– en América. Resulta entonces conveniente y muy necesario considerar ese plano regional al menos en estos primeros siglos coloniales, cuando el capitalismo europeo actuó de forma decisiva en la formación de las regiones criollas, desde luego que mezclados con elementos del matriarcado y del patriarcado de las sociedades indígenas, así como los feudaloides y los esclavistas, en particular aquellos que se refieren a la esclavitud moderna. Estos últimos, de mucha preponderancia en el gran Caribe, fueron sintetizados en su momento por Eric Williams en su antológico libro Capitalismo y esclavitud al alborear la segunda mitad del siglo XX13, mientras que Carlos Marx se había encargado antes de conceptualizarlos a través de su rica obra referente a la temática. Por otro lado, el capitalismo tiende a uniformar las regiones, pero de ahí a identificar esa formación económico-social con la región en términos absolutos, implica de inicio distorsionar el problema, pues no aclararía como éstas se conforman en realidades tan complejas como las de América Latina –y de todo el mundo subdesarrollado–, donde coexisten elementos de diversas formaciones económico-sociales, independientemente del predominio de la capitalista en determinados momentos y circunstancias. Pero se pecaría de incongruentes si no se reconociera en este asunto el poderoso aliciente que para el desarrollo regional trae el triunfo 13 Eric Williams, Capitalismo y esclavitud, La Habana, Ciencias Sociales, 1975.
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del capitalismo sobre formaciones económico-sociales anteriores o sobre los elementos entremezclados de varias de éstas. La región tiene su propia dinámica de desarrollo, acorde con sus circunstancias concretas. De aquí también que dentro de esa dinámica las luchas e intereses de clases, grupos, sectores, etc., contribuyen de forma decisiva a polarizar las regiones, a definirlas dentro de los conjuntos en que éstas se inscriben, bien sea un conjunto regional mayor o macro región, bien sea en el contexto nacional con el que se corresponderán finalmente, bien sea, incluso, en el plano de un conjunto de naciones, como las latinoamericanas, las africanas o las asiáticas o las europeas, pongamos por casos. Ahora bien, la expresión más avanzada de ese desarrollo económico-social alcanzado por cada región se localiza en la formulación de sus necesidades y anhelos, que se canalizan tanto a través de la cultura, en sus múltiples manifestaciones, así como a través de la formulación de un pensamiento regional, político o de otra naturaleza, que se expresa de forma inicial por la vía de las publicaciones periódicas u otras disímiles. Conjuntamente con las expresiones culturales de amor o identificación con el terruño, de expresión del ser regional, va parejo el surgimiento de grupos políticos regionales, institucionalizados o no. Todo este conjunto fundamental será entonces expresión de las necesidades y expectativas de la región en cuestión, amén de exponer, unos con otros, los más caros anhelos regionales. Elemento particular pero a la vez que decisivo está el de la expresiones de los grupos subalternos –la mayoría– de la sociedad, sin acceso por lo general a esos medios, sobre todo en sus etapas iniciales, pero cuya actividad es imprescindible de considerar, por supuesto. He aquí, de inicio, un problema historiográfico a resolver y a considerar siempre. Elemento precioso, de unos y otros, para determinar las más caras aspiraciones regionales se manifiesta a través de los líderes y personalidades más significativas de la región, en cualesquiera de sus estratos, que se expresan mediante sus instituciones, sean formales o no. Estos tienen la posibilidad de resumir esas aspiraciones, de exponerlas y eventualmente de luchar por las mismas. En este nivel del asunto obviamente esos líderes y personalidades
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marcan con un sello propio a la vida regional, que a su vez enriquece con sus peculiaridades y contribuye a fomentar las regularidades que conformarán o conforman en ese momento el corpus nacional.
Conceptos regionales asociados Otros tres conceptos se relacionan de forma directa con el de región. Estos son el de macro región (o gran región), el de subregión (o zona) y el de sistema de ciudades y poblados. Mientras la macro región representa un nivel intermedio entre la nación y la región, la subregión es una unidad constitutiva de la región y el sistema de ciudades y poblados, como su nombre lo indica, es un sistema que está incluido y es dependiente tanto de unas como de otras categorías regionales. Pasemos a exponerlos sucintamente. La macro región implica a un conjunto de regiones que se relaciona por lazos histórico-culturales, en los que los factores históricos de carácter económico, social y político juegan un papel aglutinante además. Estos conjuntos regionales se hayan fuertemente relacionados por una historia común inicial, que posteriormente se fragmenta como resultado de los intereses disímiles que van surgiendo, pero que tampoco llegan a perder algunos de estos nexos con posterioridad. Así pues la macro región es homogénea no por sus rasgos físicos o económicos necesariamente sino por la función integradora que le han impreso las relaciones humanas de todo tipo que en ésta se han producido y se producen. Sus antecedentes pueden encontrarse en la propia historia de la fundación de nuevos núcleos poblacionales a partir de aquellos que existían en regiones antes surgidas, núcleos a los que imprimen rasgos y caracteres luego comunes. Incluso es posible detectar en estas macro regiones un pluricentrismo nodal manifiesto o bien una ciudad que, por determinadas razones históricas y culturales, se mantiene como centro principal
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de toda la macro región, aún cuando en términos político-administrativos no lo sea oficialmente. Pongamos por ejemplo de macro regiones al conjunto regional andino de Venezuela, a los del centro y del oriente cubanos, el del nordeste mexicano, el del ámbito paulista brasileño –con preferencia para el análisis antes de su extrema urbanización contemporánea–, el de la Patagonia argentina y otros. Por su parte la subregión es una categoría también esencial en estas definiciones. Un grupo de estas componen a una región, pero también cada una de estas subregiones integrantes de una región se define por determinadas características las que, sin apartarse de la realidad regional en que se inscriben, conservan sus peculiaridades distintivas, con un determinado grado de connotación en cuanto a sus estructuras económico-sociales y elementos derivados o relacionados con éstas. Es conveniente añadir aquí, retomando lo que hemos apuntado antes como dialéctica del proceso regional, que una subregión bien puede llegar a constituirse en región, históricamente concebida desde luego. De la misma manera el centro nodal por antonomasia de la subregión puede en tal caso pasar a convertirse en el de la nueva región. También puede ocurrir un desplazamiento –como en los casos anteriores de las categorías regionales– de un centro nodal por otro e incluso si se tratase de uno de nueva fundación, fomentado ex profeso para tales fines. Y finalmente, los sistemas de ciudades y poblados regionales, con sus relaciones específicas, implican una especie de esqueleto óseo de la región, sobre todo cuando ésta se desarrolla. Este sistema urbano y semi-urbano –muchas veces también– es el que centra y focaliza toda la vida regional, incluyendo la rural, lo que se ahonda en el transcurso y progresión del tiempo histórico regional. Sus ciudades y poblados principales son representativos además de las demarcaciones político-administrativas regionales y sobre todo de sus sub-regiones integrantes. Hasta aquí, grosso modo, la exposición de este conjunto de categorías, con la aclaración que más adelante se expondrán sus funciones y características en relación con el proceso de la investigación.
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Metodología de investigación histórica
Las fuentes para la investigación en historia regional
Por lo común se piensa que las fuentes para el trabajo de investigación con la historia regional y local (urbana) son más difíciles de localizar y laborar que aquellas que se refieren a las llamadas historias nacionales. Nada más erróneo que esta afirmación, salvo excepciones. El asunto es que las fuentes para la investigación en esta área de la Historia son quizás las más abundantes y accesibles para tal tipo de laboreo. El problema radica entonces en conocerlas y saber justipreciar su utilidad y, desde ahí, trazar un plan o estrategia de trabajo con éstas, priorizándolas siempre, pero también complementando la consulta de unas con otras. Un primer paso imprescindible, muchas veces violado por los historiadores noveles, es el de localizar y consultar en primer lugar las obras de los llamados «historiadores locales», o sea, aquella de la historiografía local tradicional, por llamarla de algún modo. Éstas encierran un conjunto de información invaluable por muchas razones, pero sobre todo porque contienen por lo general transcripciones e interpretaciones de documentos u otras fuentes de información que a veces han desaparecido o se encuentran en un grado de deterioro tal que se hace difícil, cuando no imposible, manejarlas. Ahora bien, el problema con estas fuentes es la óptica del historiador, ya que ésta se relaciona por lo común con las posiciones de la historiografía positivista y liberal, salpicada usualmente por criterios
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de la historiografía romántica. Se puede pensar que este tipo de historiografía ya sucumbió, pero nada está más alejado de la verdad que este criterio. En rigor se trata de una historiografía local supérstite, que resurge de manera continua, aún en las condiciones del nuevo milenio, lo que generalmente se relaciona con el hecho de que se trata de historiadores locales sin una verdadera formación historiográfica. Médicos, abogados, profesores de diversas áreas y especialidades, son algunos de los cultivadores de ese tipo de historia local en la cual la historia, la leyenda y el mito se dan la mano continuamente. Aquel apego de este tipo de historiador a buscar «el último» documento, a la manera positivista, para demostrar sus criterios encierra una falacia en sí mismo, pues ya sabemos que el documento puede ser engañoso y a veces hasta apócrifo. El otro problema importante se relaciona con el papel exagerado que se le confiere, cual especie de héroes románticos, al papel de las grandes personalidades en la historia, sobrevalorando su verdadero lugar en relación con las diferentes clases, grupos y capas sociales que intervienen en el proceso histórico-social en general. Este fenómeno, característico de la historiografía romántica, se ve perfectamente avalado por la posición cercana que toma la historiografía liberal al respecto cuando ambas se encuentran. No es menos cierto que, por su parte, la historiografía positivista añade además su preferencia por la educación y la cultura como especie de palancas promotoras del desarrollo social en general, las cuales son elementos importantes a tomar en cuenta, pero también no es menos cierto que el conjunto de todos estos elementos, subrayados por estos historiadores locales que venimos estudiando, hacen desaparecer prácticamente el papel de las grandes masas populares en el desarrollo del proceso histórico. Del último, como se ha afirmado en otra parte del libro, se desprende el horror de tales historiadores –y de otros, por supuesto– a considerar siquiera en sus aspectos positivos mínimos el papel primordial que juegan en el proceso histórico las sublevaciones y revoluciones de las grandes masas de seres humanos, llámense esclavos de cualquier color de la piel y procedencia cultural, jornaleros,
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campesinos pobres u obreros. Mucho menos, por descontado, aparecerán entonces otros grupos marginales –y marginalizados sobre todo–, en específico los de las ciudades, y que es sólo ahora que la historiografía les está abriendo un espacio. Estamos haciendo referencia a esa extensísima gama que va desde aquellos que desempeñan los más humildes oficios y profesiones, pasando por las prostitutas y la comunidad gay hasta el mundo de la delincuencia y conexos, cuyo conjunto y a veces incluso sus sectores pueden jugar un papel importante en momentos coyunturales de la historia y, desde luego, en todo el conjunto del proceso social y cultural. Por suerte, ya en un conjunto de los países de la América nuestra existe, desde hace unos cuarenta años a esta fecha, un conjunto de obras regionales paradigmáticas que ha sobrepasado estas limitaciones, aunque continúan coexistiendo unas y otras. El otro tipo de fuentes, cumplido el primer paso de la consulta de tal suerte de libros regionales, es el de las fuentes documentales o archivísticas. Estas resultan básicas a la hora de realizar los análisis correspondientes, aunque siempre debemos tener mucho cuidado al consultar los documentos, lo que significa la obligatoriedad para el investigador de efectuar una crítica de sus fuentes, sobre lo que nos extenderemos en otra parte del libro. Uno de los aspectos cautivantes para el trabajo investigativo en cuanto a las fuentes documentales es que las mismas se reproducen al menos en tres niveles básicos durante la Colonia: el de la región, el de la capital virreinal o de la Capitanía General y el de las instituciones españolas. Es decir, que en la actualidad podemos localizar los documentos buscados tanto en los archivos municipales de la ciudad o ciudades más importantes de la región que estudiamos, en aquellos diversos de la capital nacional contemporánea y, lo que a veces puede resultar más interesante aún, en los numerosos archivos españoles o portugueses, sobre todo en el Archivo General de Indias, meca de los historiadores latinoamericanos que analizan el período, o bien en los archivos Histórico Ultramarino y Nacional da Torre de Tombo, de Portugal y en la rica colección documental que atesora la Biblioteca Nacional de Brasil, así como en otras instituciones situadas en las demás metrópolis europeas.
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Pero ese flujo, después sin la conexión –al menos fundamental– con las antiguas metrópolis, se reproduce internamente en cada país durante sus épocas republicanas e incluso imperiales respectivas. Ahora se trata de un flujo de información similar, pero en la dirección capitalino-estadual (o provincial)-municipal. Estamos haciendo referencia abiertamente a la posibilidad de localizar la información documental deseada en tres niveles también. El asunto sería entonces el de conocer en cuáles instituciones archivísticas se encuentran situados los documentos que nos interesan. Ahora bien, recordemos que tanto el estado colonial como el republicano o imperial latinoamericano vacían sus informaciones y documentos a través de los moldes que les imprimen las divisiones político-administrativas al uso en cada momento, lo que significa que el investigador siempre deberá estar atento a la generalmente no concordancia de unos u otros límites, lo que implicaría un trabajo y atención adicional para este. La otra parte del problema se relaciona entonces con los otros tipos de archivos referidos a ámbitos no estatales, cuyas demarcaciones también manifiestan una no concordancia, por lo general, con la organización militar-naval, religiosa u otras donde vamos a buscar informaciones puntuales que deseamos. Habría entonces, con carácter necesario, que asumir esos retos por parte del investigador regional, para que los nombres de las entidades establecidas por el estado y otras instituciones, gubernamentales o no, no nos lleven por un camino en el cual el nombre de la región socio-económica o histórica, como constructo de todos sus habitantes, pueda confundirse con los límites que establecen los grupos de poder y otros en esa misma región y regiones vecinas acorde a sus intereses grupales y no generales. Si insistimos en este asunto es por el gran valor que tienen los archivos eclesiásticos, militares, navales, policiales, de las asociaciones de todo tipo (recreativas, deportivas, fraternales, políticas, obreras, educacionales, laico-religiosas y tantísimas otras) en el trabajo investigativo, acorde con nuestros objetivos. Pongamos el ejemplo de los archivos eclesiásticos, donde el maremágnum de información abarca elementos preciosos para el trabajo no solamente estadístico o censal sino también cualitativo. Que no es entonces
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sino la separación que se establece entre los libros de blancos, mestizos, indígenas y negros durante la Colonia o, por otro lado, las innúmeras posibilidades que arrojan los libros de bautismo, matrimonios o defunciones para conocer promedios tales como el de la esperanza de vida al nacer o el de plagas y enfermedades, que tantas veces hacen cambiar la vida regional. Otro ejemplo es el de los informes arrojados por las visitas pastorales que, en su afán de fiscalización institucional, producen resultados mucho más ajustados a la realidad regional que los padrones, censos y estadísticas locales o regionales. Incluso las fuentes judiciales, aunque dependientes en definitiva del aparato del Estado, tienen su propia manera de organizarse, o sea, con su propia área jurisdiccional o demarcativa, desde las célebres Audiencias coloniales o republicanas hasta los más humildes juzgados locales. Las Audiencias en particular, que abarcan extensas áreas durante el periodo colonial y a veces hasta más de una colonia o partes de éstas, conservan en su documentación algunos de los más interesantes procesos judiciales para el historiador regional Conocido este asunto resulta innegable que dichas fuentes contienen una muy rica información de aspectos disímiles de la vida en sociedad, desde aquellos aparentemente más nimios, como puede ser el proceso entablado a un ladrón de gallinas o un crimen pasional, hasta otros, siempre más rimbombantes, como el de la acusación efectuada a un político corrupto o venal o el juicio seguido a una célula comunista o radical en un momento dado. Qué es si no la rica información que nos brinda uno de los llamados «juicios de residencia» durante el período colonial o esos larguísimos procesos de litigios por la tierra –algunos de los cuales transitan por la bicoca de un par de siglos, generando unos muy gruesos expedientes que nos hablan de lo humano y lo divino de una época o de más de una– o las numerosas evidencias de todo tipo, adosadas a los protocolos de un juicio por actividades revolucionarias, que incluyen, amén de las declaraciones de los testigos, piezas acusatorias diversas como folletos, periódicos, volantes, proclamas y hasta armas de fuego u otras piezas de convicción, según sea el caso.
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Otro tipo de fuentes, las que garantizan el trabajo fiscal del Estado, diríamos, contienen los llamados registros, que facilitan el trabajo de recaudación de éste en cualquiera de sus niveles, incluyendo el municipal, por supuesto, así como también el control en general de las instituciones económicas y comerciales. Pieza fundamental en esta área es la del Registro de la Propiedad, afincado desde la Colonia a través de las Anotadurías de Hipotecas y el propio registro de las propiedades en las escribanías. Esos registros permiten consultar con preferencia el origen, desarrollo y también la desaparición de propiedades de todo tipo, incluso cuando éstas no se han establecido aún, ya que sus acotaciones y referencias nos permiten remontarnos hacia el pasado en la conformación inicial de una propiedad determinada que, invariablemente, aparecerán en los registros de las escribanías u otros relacionados con el caso. Punto y aparte requieren las fuentes generadas por el régimen de las intendencias, cuya persistencia es aún posible descubrir, aunque transformado, en los días que corren, en instituciones de diverso tipo. Pero las escribanías incluyen también un universo de problemas, tan amplio como el de la vida humana en su conjunto. Estas nos pueden aportar, por razones testamentarias, pongamos por ejemplo, una descripción detallada, con su tasación, de los muebles y de todos y cada uno de los utensilios y enseres de una casa, la valoración de una propiedad agrícola o industrial, con sus componentes y anexidades, o un listado de libros dejados en herencia, con sus títulos y autores, lo cual da un índice del nivel intelectual y del tipo de problemas existenciales al menos del grupo de personas implicadas en ese caso. También nos podemos encontrar con la formalización de un contrato de trabajo entre partes o con una donación o con el documento de formación o disolución de una empresa o sociedad cualquiera, en fin, con todos y cada uno de los elementos de la vida socio-económica que algún día necesitaron protocolizarse. El problema con este tipo de fuentes es que, independiente de los respectivos índices que generalmente existen para trabajar con estas, las escribanías arrojan un cúmulo tal y tan disímil de infor-
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mación, que se hace difícil, pero no imposible, orientarse de forma adecuada. Cuando se tienen las precisiones exactas en la etapa que nos interesa –no siempre posibles en la etapa inicial de la investigación– los dividendos arrojados casi siempre son muy gratificantes, teniendo en cuenta que por lo general se puede trabajar con más de una escribanía. Por otra parte, para el trabajo regional son imprescindibles las fuentes referidas a los cabildos o ayuntamientos, y aquí retornamos al problema del flujo de información y sus destinos que se trató antes. Es posible y a veces hasta usual poder localizar una documentación generada por un cabildo o ayuntamiento tanto en la capital respectiva como en España y Portugal, antiguas metrópolis de nuestros países, pero también es muy probable que estas fuentes resten in situ, si no todas, al menos una parte de estas. Aquí tendríamos entonces informaciones elevadas a la superioridad, estados de cuenta, régimen de policía, reglamentaciones sobre servicios diversos, impuestos y recaudaciones y cuantos otros elementos puedan ser considerados dentro de la vida urbana y de su hinterland, en realidad un verdadero tesoro documental cuya advertencia fundamental para el investigador es la de estar prevenidos acerca de quiénes generan esos documentos y qué representan. Resulta útil agregar en este caso que, en la misma medida en que los ayuntamientos pierden poder real –frente al poder regional en general o el capitalino del estado nacional– su información va siendo cada vez menos interesante para el investigador en tal caso, a no ser para corroborar por omisión lo que ha investigado en otras fuentes regionales. Precisamente la información generada por las regiones es elemento precioso para la formación de los padrones, censos y estadísticas en éstas, así como material de primera mano para formar esas mismas acciones en las capitales coloniales y luego estatales. El problema con este tipo de información es que tienden muchas veces a ocultar la información, ya sea por razones fiscales, políticas, religiosas u otras. Por ejemplo, es muy conocido el hecho de que estas fuentes, bien se realicen en época de cosecha o no, pueden brindar, en uno u otro sentido, una mayor o menor verosimilitud
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en cuanto a fuerza de trabajo utilizada, monto de la producción, etc., etc. También es de dominio público el ocultamiento sistemático de la información en cuanto a la esclavización de seres humanos, sean estos indígenas, negros, chinos, hindúes e incluso europeos provenientes de regiones deprimidas, por situar otro ejemplo. Este es el caso de los «cargamentos» de africanos en barcos negreros, particularmente después de 1820, cuando se suprime este infame negocio en las colonias españolas del Caribe y entre 1845 y 1854, cuando varias leyes, implementan lo mismo en el Brasil imperial esclavista. Es el caso de las «colleras» de indígenas mexicanos esclavizados y enviados hacia las islas españolas del Caribe durante cuatro siglos. Es el caso también de más de trescientos mil haitianos, jamaiquinos y otros antillanos, así como de españoles, utilizados en la Cuba plantacionista de las primeras décadas del siglo XX, en condiciones de semi esclavitud, en su versión más moderna. Entonces, ¿cuál es la utilidad de dichos materiales? Una respuesta negativa en cuanto a su utilización sería errónea. Lo correcto es aprovechar lo que estas fuentes aportan, es decir, las tendencias que indican, tanto al desarrollo como al estancamiento económico-social esencialmente. Ello es lo importante. Además, se puede y se debe confrontar la mencionada información censal o estadística de las instituciones estatales en sus diversos niveles con otras fuentes, para verificarlas o al menos extraer conclusiones aproximadas. Imaginémonos siquiera lo útil que sería contrastar las cifras de las anteriores con aquellas que proporcionan los cálculos diezmales de la Iglesia Católica en un determinado momento, o bien esas mismas cifras a las que venimos haciendo referencia ahora con las que arrojan la correspondencia de los cónsules y vice cónsules extranjeros ubicados en ciudades pertenecientes o vinculadas a la región que estudiamos o incluso las evaluaciones cualitativas tan preciosas sobre estos temas que nos interesa destacar, que muchas veces aportan los libros de viajes, con esa frescura y cierto desprejuicio de sus autores en la visión que brindan acerca de la región que estudiamos. Precisamente, sobre la veracidad de las fuentes existe un tipo peculiar de archivo, no siempre accesible al investigador pero que,
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cuando puede consultarlo, arroja resultados muy alentadores. Se trata de los archivos personales y familiares, algunos de los cuales pueden estar incluso ya situados a la consulta pública, pero no siempre es así. En cualquier caso estos archivos contienen tan variadas y a veces hasta increíbles informaciones que pueden significar un golpe de suerte en el trabajo del investigador regional. Particular importancia dentro de estos tienen las cartas familiares y personales, donde es posible encontrar con suma frecuencia y por razones comprensibles evaluaciones, confesiones y valoraciones sobre hechos que van desde el puro plano personal o familiar hasta el de problemas políticos, económicos, sociales, culturales, etc., que es prácticamente imposible localizar en los documentos oficiales, salvo excepciones o, al menos, con tal claridad de expresión. ¿Qué es si no lo que hallamos a menudo en esas preciosas fuentes archivísticas sobre lo que otros –o sus mismos autores– no se atreven a decir públicamente? Así nos encontraremos, en medio de cuestiones puramente personales y familiares, temas tales como la evaluación sobre las realidades económicas y las crisis que periódicamente las aquejan, sobre la contratación –o compra– de personal laboral por medios ilícitos o fraudulentos, sobre las conspiraciones y movimientos revolucionarios, caudillescos, de obreros, de esclavos u otros, sobre la política local y sus representantes, sobre los personajes de la cultura que viven, visitan o representan en el teatro municipal o en las tertulias y cenáculos, en fin, sobre todos y cada uno prácticamente de los ricos y diversos aspectos de la vida en sociedad. También dichos archivos incluyen, muchas veces en rincones olvidados de los mismos, con su correspondiente capa de polvo y moho, libros de cuentas de los negocios familiares, libretas y apuntes sobre la administración de la casa familiar y la de campo, diarios íntimos de ascendientes familiares, dibujos, planos y croquis de variadísimos temas. Junto a estos, ejemplares de periódicos y de revistas locales que no se localizan por otros medios, así como también de la prensa metropolitana o internacional, cuando no la increíble folletería, por lo general desaparecida de las instituciones públicas, pero celosamente guardadas, muchas veces sin una
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conciencia real de sus propietarios de lo que ésta significa. La folletería es expresión de la ocasión, del momento, de donde el valor añadido que posee. Lo mismo puede tratarse de un folleto sobre la inauguración del ferrocarril, de una línea de ómnibus o aérea o de una planta automotriz que del pequeño cuaderno dedicado a las fiestas del patrón o patrona de la ciudad o a la inauguración de un centro educacional, recreativo o cultural. Se trata de reseñas sobre ocasiones especiales, que aprovechamos los historiadores regionales para extraer una información puntual y muy útil para nuestro trabajo a la que quizás no podamos accesar de otra manera. De ahí su importancia. Por supuesto, en similar dirección nos podemos encontrar también con folletos y publicaciones ligeras –e incluso libros– referidos a instituciones y empresas de diversa naturaleza. Estos muchas veces descansan en sótanos y almacenes olvidados de los archivos de esas entidades, que sus dueños más bien conservan por respeto institucional o a sus antepasados o como mera curiosidad antes que por conocer el valor científico exacto de los elementos que atesoran. Resulta muy gratificante encontrar durante el proceso de la investigación, por ejemplo, el archivo de una empresa en el cual, junto a los documentos que nos interesan, aparezcan publicaciones disímiles que nos permitan reconstruir el desarrollo de su parque tecnológico, bien sea manufacturero o industrial, o ambos a la vez en su desarrollo lógico y concatenación mutua. Obreros y trabajadores en general, más los propietarios de la empresa, aparecerán en actividades conmemorativas, festividades u otras ocasiones propicias, lo que nos permitirá extraer tanto evaluaciones cualitativas –cuando no cuantitativas– como datos diversos y de ocasión que completan y redondean el objeto de análisis. La otra parte del asunto que venimos tratando es el de las publicaciones generadas por instituciones y empresas, concebidas como publicaciones ligeras las más de las veces. Éstas nos permiten seguir ya no sólo las trayectorias vitales de dichas instituciones y empresas sino también de sus personalidades representativas y de los grupos de poder regionales y de las clases populares, medias y profesionales que, como se sabe, se expresan a través de múltiples
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formas. Por supuesto que tanto estas personalidades como los grupos en que están inscritos o a los cuales pertenecen se manifiestan por lo general en más de una institución o empresa, por lo que así podemos enriquecer la visión sobre los mismos. Estas publicaciones, muchas veces menospreciadas por su tinte propagandístico o laudatorio, esconden por lo general una información preciosa sobre aspectos tan disímiles aparentemente como pueden ser la adquisición de una nueva maquinaria, de nuevos libros de textos o la inauguración de un edificio para fines sociales, religiosos o cualesquiera otros. Pongamos varios ejemplos. Uno de estos es el de las publicaciones que provienen de instituciones religiosas o laicas que se desdoblan sobre la educación, a través de las cuales podemos seguir los procesos formativos de posteriores líderes regionales –y por descontado que incluso nacionales y hasta internacionales–, así como de los grupos y fraternidades explícitas o no, que se crean desde sus años mozos. Otro ejemplo es el de las publicaciones obreras y de otros trabajadores, que recogen casi invariablemente el sinnúmero de actividades laborales, de protestas y de otros actos de reclamación de sus reivindicaciones. O bien el ejemplo de las publicaciones de sociedades recreativas o culturales, que exponen por lo común las preferencias de sus miembros en cuanto al disfrute de su tiempo libre. O también pudiera pensarse en las publicaciones de los cuerpos armados y represivos, generalmente tachadas de insignificantes en cuanto al tipo de información que busca un historiador, pero no es menos cierto que una lectura mucho más atenta a la que comúnmente se realiza, es decir, una lectura entre líneas, confrontada con otras fuentes, puede arrojar pingües beneficios, ya sea por lo que se omite como por lo que se dice de alguna manera. En fin, es un universo de información siempre a tener en cuenta forzosamente. En otro plano, pero no superior al que venimos tratando en cuanto a la historia regional, están las publicaciones especializadas, en las cuales la información requerida aparece casi siempre sobre los parámetros en que basamos nuestras expectativas de investigador. Sobre todo esto es un hecho cuando localizamos artículos o
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materiales similares en publicaciones científicas, que pueden implicar avances de investigación, frecuentemente preciosos para orientarnos más y mejor en nuestro trabajo personal. Ahora bien, el problema con estas fuentes, al igual que con cualesquiera otras, pero ahora con más vera, se ubica en la opción científica del articulista, en su posición ideológica y comúnmente política e incluso en sus preferencias religiosas, laicas o ateas. Al respecto y en cuanto a la historia regional es muy conocido que los historiadores con ribetes nacionales y ecuménico-capitalinos no consideran los procesos regionales ni mucho menos a estos como antesala de los procesos históricos de lo que después, y sólo después, será el Estado-Nación y algo más allá en el tiempo, la nación como tal. Éste es un serio problema sobre el cual debemos estar ya no sólo siempre avisados sino extremadamente atentos. Otros ejemplos, en otras ciencias sociales, pudieran ser interminables siquiera de mencionar, pero en todos, repito, está el peligro de lo que he nombrado ecumenismo capitalino, tan ajeno a las realidades profundas de nuestros países. Y esto es enteramente válido para el mundo de las publicaciones. Otras publicaciones, que pueden ser tan diversas como la vida misma, nos ofrecen informaciones nada despreciables para las cuales siempre debemos permanecer con ojo avizor y nunca minimizar su probable importancia de acuerdo a nuestras necesidades investigativas. Así, por lo general, estamos acostumbrados a soslayar o a minimizar el valor de pequeñas publicaciones, de vida inestable o incluso efímera, cuando en realidad éstas aportan informaciones valiosísimas para nuestro trabajo, cuyo único requisito es leer cuidadosamente un material que, bajo un lenguaje pesado, rimbombante o con una redacción cuestionable, oculta datos y hasta conclusiones útiles para nosotros. En esta línea pudiésemos incluir hasta los anuncios con los que se sostienen en buena medida estas publicaciones tan precarias. Estos encierran una información no siempre posible de localizar por otros medios, información que va desde las magnitudes diversas de los establecimientos comerciales locales y los productos que estos ofertan hasta los servicios urbanos imprescindibles para la
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vida en comunidad, así como los productos y maquinarias utilizados en el agro y sus problemas. Otra área publicística a la que el historiador regional presta escasa atención es a la de las publicaciones internacionales, en particular aquellas editadas en las antiguas o las modernas metrópolis. En verdad que a veces ello se debe al desconocimiento que existe acerca de sus posibilidades para nuestro trabajo, otras a que se supone, y esto erróneamente, que sus materiales sólo pueden ser útiles a los historiadores que se dedican a temas nacionales o internacionales. Esto, por descontado que es una falacia. Esas publicaciones contienen numerosos artículos, referencias, notas, resúmenes, etc., etc., que se refieren a regiones y ciudades contenidas en consideraciones más amplias sobre un tema específico, cuando no los mismos explicitan su interés por un tema regional determinado, pues ese es su sentido en ese caso. Qué si no son los artículos recogidos por un viajero o periodista sobre un sitio dado y sus características, a los cuales debemos agradecer muchas veces la mirada desprejuiciada o al menos mucho menos comprometida que la de un articulista de esa misma región o país. Y hablando de miradas «externas» a nuestras realidades regionales –como los antes mencionados libros de viajeros– ahora entran aquí a considerarse otros materiales esenciales para nuestro trabajo: el de los informes, cartas, estadísticas y cuanta otra información pueda ser imaginable, que los cónsules y vice cónsules extranjeros remiten a sus respectivas metrópolis o gobiernos acerca de aquellos elementos que puedan ser útiles para su propio país, a lo que acabamos de referirnos escuetazos antes. La ventaja que trae la lectura de estos documentos, escasamente publicados en relación con los que nos interesa subrayar ahora, es que los mismos ofrecen una visión, sin censura, acerca de situaciones y fenómenos muchas veces limitados al conocimiento público por los gobiernos implicados en el asunto, bien sea el del país reseñado o el de la metrópoli al cual se destina. A estos documentos, muy pocas veces digitalizados o publicados en cuanto al área de la historiografía que nos ocupa, puede accederse bien sea físicamente o bien por solicitud, electrónica o
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microfilmada, pongamos por ejemplo. Estamos hablando, por ejemplo y entre los más notables, los que pueden localizarse en los diversos archivos del Ministerio de Asuntos Extranjeros francés, del Foreign Office británico o del Departamento de Estado estadounidense a través del Archivo Nacional en Washington. También otras ex metrópolis europeas, por no hacer referencia de nuevo a los antes citados casos de España y de Portugal, contienen información del tipo que nos interesa, aunque probablemente no tan rica en cuanto a nuestros intereses, pero eso sí, nada despreciables. Estos son los casos de los archivos de las cancillerías sueca, holandesa, danesa e italiana, entre los principales. Por supuesto que otras instituciones archivísticas en estos países contienen también información variada sobre el tema que nos ocupa. Por otra parte, este tipo de información también es posible hallarla en nuestros países tercermundistas, tanto en formato papel como en películas, como resultado de las misiones enviadas, bajo determinadas circunstancias y características, a esos y otros archivos europeos y norteamericanos. Un buen ejemplo de esto son los centenares de rollos de microfilmes depositados en la Sala Arcaya de la Biblioteca Nacional de Caracas, Venezuela. Esta institución acumula a través de estos rollos un maremágnum de información diplomática, recolectada en las grandes capitales de Occidente, ya no sólo sobre Venezuela sino también de otros países de América Latina y en particular de la extensa área del Golfo de México-mar Caribe. Así, es posible que lo que vayamos a buscar a Washington, La Haya, Londres o París ya esté depositado en Caracas, en Ciudad México, Buenos Aires o Bogotá. Así, aprovecho a propósito la ocasión para subrayar un hecho que todo historiador –y no sólo regional– puede darse el lujo de soslayar. Este es que los archivos provenientes de los antiguos virreinatos de la América hispana, ahora situados en instituciones archivísticas de nuestras modernas capitales, contienen también el flujo de información generado entre esos virreinatos y otras colonias más modestas, es decir, las capitanías generales y gobernaciones, con un grado mayor de dependencia de estas últimas hacia las primeras de lo que se supone. Y aquí, como es de suponer, el histo-
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riador regional tiene otra vía abierta para su trabajo, que cada vez será mayor gracias a los beneficios de la revolución cibernética contemporánea, tanto para éste como para el caso de las instituciones similares situadas en las grandes metrópolis europeas y norteamericana. Esto podrá parecer baladí, pero no lo es. Por ejemplo, para las Antillas hispanas (Cuba, República Dominicana y Puerto Rico –y en particular para la mayor de estas islas–), son innegables los múltiples vasos comunicantes que las unen al virreinato de la nueva España, al igual que al México independiente con posterioridad. Otros ejemplos notorios son los de las relaciones de todo tipo establecidas entre la Capitanía General de Venezuela con el virreinato de la Nueva Granada, o aquellas que se establecen entre el virreinato del Río de la Plata y lo que posteriormente serán Chile, Paraguay, Uruguay y parte de Bolivia incluso. Otras colonias, como la llamada Audiencia de Quito, dirimen sus asuntos en Bogotá o en Lima, acorde con la época histórica de que se trate. También, de forma parecida, están las relaciones que se establece entre la capital colonial brasileña, Río de Janeiro, con el régimen de varias colonias establecidas por Portugal. Entonces la pregunta es: ¿en qué beneficia esta realidad al trabajo regional? La respuesta está en que este último se beneficia al igual que el trabajo con la historia nacional en tanto y en cuanto las fuentes hacen referencia tanto al uno como al otro. Qué si no son los reclamos territoriales intercoloniales ventilados entre los gobiernos de uno u otro tipo de colonia ibérica y qué si no son esos mismos reclamos presentados ante el régimen de las Audiencias, que muy comúnmente incluyen disputas por tierras y aguas, es decir, por los componentes regionales que nos interesa sacar a la luz muchas veces. Y refiriéndonos a desconocimientos frecuentes entre nosotros y también a subvaloraciones que realizamos está el mundo de las llamadas fuentes inéditas que incluye un universo cuantiosísimo de trabajos de investigación de disímiles calidades y facturas, presentados en eventos, congresos, concursos, etc., así como a las llamadas tesis de todo tipo, en específico aquellas de doctorado y
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maestría. El problema con estas fuentes es que por lo general son de difícil localización cuando no que están vedadas a la consulta pública pero en rigor sus aportes son apreciables cuando se obtiene la accesibilidad a las mismas. De estas fuentes, algunas, que pueden conservarse escritas o recogidas en cintas y discos, guardan testimonios y transcripciones de conversaciones de personajes ya desaparecidos, quizás a veces no efectuadas con todo el rigor deseable pero que sí implican, muchas veces por su propia naturaleza, material de primera mano para la investigación. Estamos aquí rozando el vasto campo de las entrevistas, del que ahora no cuestionamos algunos de sus procedimientos sino que lo que deseamos subrayar son sus resultados, aunque fuesen magros en algunas oportunidades. Otras fuentes, como las cartográficas, casi siempre nos presentan un cuadro más o menos confiable, ya no sólo para encausarnos en la investigación que comenzamos –como ocurre con el conocimiento del mito y de la leyenda–, si no también para ir conformando, en nuestros propios mapas y planos, los resultados de la investigación. Si los historiadores trabajamos con dos categorías supremas, que son las de tiempo y de espacio, no creo necesario argumentar para un historiador regional o local lo decisivo que es trabajar con este tipo de documentos. Además, los mapas encierran muchas veces no sólo información pictórica sino también estadística, cultural u otras que por lo general son de mucha utilidad para el trabajo investigativo. Junto a ello está la necesidad de recorrer el espacio físico que trabajamos, ya sea en un vehículo terrestre, acuático o incluso aéreo o a pie, para apropiarnos de él, desde el presente y con una mirada imaginativa hacia el pasado. A propósito, estos recorridos pueden llevarnos a buscar el apoyo del trabajo arqueológico, que puede resultar mutuamente ventajoso para ambas disciplinas e incluso superar las incomprensiones y celos que existen muchas veces en relación con el trabajo regional común. Finalmente, y sin que pretendamos agotar todas las posibilidades para el trabajo investigativo regional, llamo la atención sobre otras fuentes diversas que, frecuentemente por desconocimiento parcial o total, subvaloramos. Se tratan de aquellas referidas a otras
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áreas del conocimiento que nos alumbran siempre para una mejor comprensión de nuestro objeto de estudio. Estamos haciendo referencia a fuentes del orden cultural ampliamente concebido o de otras disciplinas en las ciencias humanas y sociales que nos enriquecen nuestra visión histórica, básicamente parcializada. Uno de los tantos ejemplos posibles es el de la Lingüística, con las múltiples posibilidades que abren los estudios de sus disciplinas, como la Toponimia o la Onomástica. Pero eso sí, estas ciencias y disciplinas requieren que nos asesoremos mayormente de sus especialistas, en particular los que comparten sus afanes con la investigación científica. En definitiva que el mundo de la investigación regional, como afirmamos al inicio de este capítulo, presenta tantas y tantas posibilidades de trabajo real que todas éstas echan fuera de nuestra consideración las viejas formas de pensar y de hacer de la historia regional, así como la supuesta minusvalía de esta rica, necesaria y provechosa área de la ciencia histórica contemporánea.
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Elementos para la planificación de la investigación y su praxis
Los elementos La mayor parte de las investigaciones históricas regionales se originan a partir de motivaciones personales y experiencias individuales, familiares o institucionales –a nivel regional casi siempre– por la sencilla razón que éstas han sido por lo general las indagaciones más preteridas en el conjunto de las historiografías nacionales de nuestros países. En tal sentido, el mito y la leyenda pero también las creencias de todo tipo y hasta los presentimientos juegan un papel tan esencial en ese primer momento de motivación para el trabajo investigativo regional, que a veces nos pudiera parecer genético o al menos consustancial a nuestras preocupaciones y desvelos en el área de la Historia que nos ocupa. También debe tenerse en cuenta en cuanto al origen o motivación de la investigación regional –así como de cualesquiera otras históricas en general– la existencia de materiales escritos que hayan trazado caminos o al menos dejado algunas interrogantes no satisfechas; las insatisfacciones, manquedades o límites autoimpuestos por investigadores anteriores a sus obras y hasta la simple observación de hechos, por añadir algunas causantes más de las investigaciones. Es así, aunque tampoco de forma exclusiva, como surgen «los problemas de investigación», de una forma muchas veces vagas, por lo que se requiere de inicio de un análisis cuidadoso y exhaustivo
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para que esos problemas puedan ser formulados de forma precisa y científica, es decir, que nos permitan definir qué es realmente lo que deseamos investigar. Además, se trata de un área en la que las mal concebidas regularidades de las historiografías «nacionales» al uso demandan cada vez más por respuestas, valederas científicamente, que contribuyan a equilibrar verdaderamente el discurso histórico nacional. Entonces, concordemos que, al nivel actual, los problemas de investigación en historia regional son prácticamente infinitos. El asunto es cómo jerarquizar las respuestas a dar, pues no se puede investigar todo a la vez, máxime con esta situación de insatisfacción, pudiéramos decir, de grandes sectores de la población –la mayoría en nuestros países– que no se ven representados en el discurso histórico tradicional todavía al uso –y que es prevaleciente–, como se ha argumentado de forma reiterada en otras partes del libro. Por tanto, la dificultad de la jerarquización e implementación en la investigación de estos problemas necesita al menos un orden, para evitar un caos o maremágnum de investigaciones, desproporcionadas entre sí y, por descontado y en dicho caso, inconexas también mutuamente. No resulta fácil establecer un orden de prioridad ni tampoco se puede brindar recetas. La cuestión sería, tras un serio y concienzudo estudio del estado de la historiografía regional –como se anotaba antes– en tal sitio, establecer un orden de prioridades, avalado sobre todo por instituciones con cierta o al menos alguna experiencia en estas lides, para emprender el trabajo. Cuando esta experiencia no existe, siquiera de forma mínima, habría forzosamente que hallarla en otro lugar. Es un hecho cierto entonces que es muy útil analizar los antecedentes del fenómeno investigado, lo que nos permiten conocer los diversos grados de certitud con los que trabajaremos y que nos evitará recorrer ya problemas trillados, estructurar mucho mejor nuestra idea de investigación y, sobre todo, poder escoger la dirección principal desde la cual enfocaremos la esencia de nuestro trabajo. Entonces, como requisitos mínimos para plantearnos un buen problema de investigación debiéramos considerar que este exprese una relación adecuada entre las diversas variables que lo confor-
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man, que su formulación al menos inicial implique la posibilidad de su demostración en el nivel empírico y que el mismo pueda ser formulado básicamente a través de las preguntas de investigación que se deriven de dicho problema. Ofrecer una propuesta concreta ahora acerca de cuáles aspectos priorizar o no resultaría arriesgado al tener en cuenta las diversas situaciones que confrontaremos. Ahora bien, independientemente de nuestras opciones filosóficas, ideo-políticas, historiográficas u otras, no es menos cierto que algún orden de prioridades sería deseable brindar. En ese sentido el análisis en la temática económica brinda la posibilidad, más allá de filiaciones de cualquier tipo, de conocer el movimiento real de la sociedad, al cual convergen las otras manifestaciones de la vida en sociedad, querámoslo o no. De igual manera el amplio espectro de la sociedad regional en sí es otro gran problema a desentrañar, sobre todo en los últimos tiempos cuando las exclusiones ancestrales a ciertos sectores de la población han ido cediendo paso a una visión cada vez más amplia y plural del mundo regional, que en definitiva es el mundo de toda la humanidad. En ese mismo sentido se encuentra el universo de los intereses se sectores, capas y grupos sociales diversos, que se expresan, de una u otra manera, a través de la política, en el entendido de ésta como forma y modo de expresarse esos grupos sociales en sus reivindicaciones y sus luchas. Investigar las manifestaciones al menos de los sectores más representativos en cualesquiera casos es sinónimo de garantía para la buena marcha del proceso investigativo. Por supuesto que, junto a este amplio diapasón encontraremos también múltiples manifestaciones en la esfera de las ideas instituidas, sean éstas políticas, filosóficas o de cualquier otro tipo. Ahora no vamos a continuar ampliando estas consideraciones más bien puntuales. Sólo he tratado de alertar acerca de esferas esenciales para jerarquizar nuestro trabajo con la región, sin que ello signifique, bajo ninguna circunstancia, subvalorar las tantas otras que componen la vida en sociedad. Todo depende de lo que nos propongamos hacer, incluso en aquellos casos en que las urgencias, necesidades e incluso encargos institucionales no nos
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permitan realizar una adecuada jerarquización en su conjunto del trabajo investigativo a emprender. Así pues, los problemas de investigación pueden resultar y generalmente son abrumadores, lo importante es saber cuáles escoger y priorizar cuando es posible llevarlos a cabo. Pero siempre, insisto, siempre, habrá que tener en cuenta manquedades e insuficiencias en la región o regiones escogidas para nuestros análisis científicos. El hecho de que se nos asigne una tarea investigativa por una u otra razón no nos exime de la necesidad de contemplar el fenómeno histórico en la multiplicidad de facetas que éste, forzosamente, siempre tiene. Seleccionado entonces el problema viene un segundo paso en el proceso de investigación, el de «las preguntas» que le hacemos al mismo. Para algunos, no es menos cierto, las preguntas están en relación directa con los objetivos, lo cual es cierto. Nuestra opinión es que éstas deben relacionarse primeramente con el problema a investigar y no a la inversa. Pero en cualquier caso este paso, muchas veces desdeñado por los investigadores noveles o con menos experiencia, es trascendental para planificar y desarrollar una buena investigación de campo. La formulación de las preguntas nos permiten percatarnos de la valía o no del trabajo a emprender, en el entendido que las respuestas a éstas nos indicarán entonces la factibilidad de realizar o no la investigación. Soslayar, subvalorar o minimizar este paso dentro del proceso de investigación en ciernes puede llevar a serios errores en el transcurso o desarrollo de la misma. Las preguntas esclarecen insatisfacciones, trazan derroteros y lo que es tan importante como lo anterior, nos permiten trazarnos tanto las metas como las estrategias en la consecución de nuestros objetivos. Por tanto, la formulación adecuada de las preguntas por parte del investigador le dará las claves para poder continuar con un proceso que entonces se muestra en ciernes nada más. Incluso es posible afirmar que, de las respuestas a estas preguntas, depende el trazado satisfactorio de los objetivos de la investigación y de todos y cada uno de los demás elementos que integran la formulación de ésta y su desarrollo posterior hasta su culminación.
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Pero las preguntas de investigación no surgen meramente por la existencia de los problemas historiográficos. Las mismas deben ser trabajadas cuidadosamente, con destreza y habilidad de orfebres, para que éstas surtan los efectos deseados. No basta con formularse preguntas que más o menos converjan dentro del o de los problemas de investigación seleccionados; éstas deben trabajarse, desbastarse una y otra vez, hasta que reflejen en su conjunto la magnitud del o de los problemas a solucionar. Es por esto que las preguntas mal formuladas llevan al planteamiento de hipótesis y objetivos deficientes, hecho que se paga muy caro en el desenvolvimiento de la investigación. Solucionado de forma adecuada este asunto pasamos al planteamiento de «los objetivos» de la investigación, o sea, lo que concretamente nos proponemos, lo que buscamos, que a su vez se ve relacionado con los demás elementos de la planificación investigativa que más adelante se explicarán. De la claridad en el planteamiento de los objetivos de la investigación dependerá la marcha y conclusión exitosa de ésta o no. Los objetivos no deben ser vistos como un fastidio, como una imposición, bien sea institucional o metodológica. No, los objetivos son una necesidad en la clarificación y planificación de la investigación que emprendemos o deseamos emprender. Sin estos se corre el riesgo de no saber exactamente lo que buscamos y lo que puede ser más grave aún, perder un tiempo precioso en el transcurso del proceso investigativo del cual luego nos lamentaremos. Entonces, tanto el factor de la clarificación de la propuesta de investigación a emprender como del tiempo en que se desenvolverá son elementos esenciales a atender. Ahora bien, también es necesario deslindar los objetivos en generales y específicos. Si estos últimos admiten adecuaciones en el transcurso del proceso investigativo, los objetivos generales requieren de una mayor certeza en su formulación inicial, pues de ahí se deriva todo lo que nos proponemos realizar, tal y como su nombre lo indica. La no correspondencia o la correspondencia formal entre unos y otros llevarán al fracaso total o parcial de la investigación propuesta. Por tanto, aquí volvemos al reino de las preguntas,
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pero en este caso las que se deben realizar a los objetivos, para garantizar que estos sean formulados de forma adecuada y que en realidad satisfagan las expectativas que tenemos de la investigación en su conjunto. Pongamos un ejemplo y argumentémoslo someramente. Si pretendemos investigar los mecanismos económico-sociales que llevaron a la decadencia y posterior estancamiento y hasta ruina de una región1, hecho muy común en la historia regional latinoamericana y mundial, tendríamos forzosamente que trazarnos objetivos diversos, que trascendiesen incluso el plano económico-social. Por tanto, el objetivo o los objetivos generales tendrían que remitirse con carácter necesario al núcleo del problema que nos planteamos a dilucidar, o sea, cuáles factores económicos y sociales fundamentaron tal ruina, desde aquellos endógenos relacionados con el tipo económico y la fuerza de trabajo prevalecientes y su viabilidad (rentabilidad) hasta los exógenos relativos a las condiciones del mercado mundial donde se realizaría la producción regional o los problemas del mercado de la fuerza de trabajo foránea necesaria para satisfacer las necesidades regionales, pongamos por caso. No obstante, con esto no se resolvería todo el problema planteado, pues es conocido que todo un conjunto de factores, ni económicos ni sociales, estarían incidiendo en el fenómeno investigado. Entonces no nos quedaría otra alternativa que contemplar, entre los objetivos específicos, a elementos concomitantes con los anteriores, como pudieran ser las expresiones y fuerzas políticas contendientes en el proceso in situ, los elementos ideológicos, religiosos, morales, éticos u otros que gravitan sobre unos y otros, la situación internacional (factor casi siempre soslayado en cuanto a 1
Recomendamos la lectura del libro del autor de este mismo trabajo Trinidad de Cuba. Corsarios, azúcar y revolución en el Caribe, La Habana, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2006 o su segunda edición homónima, editada por ibídem más la Oficina del Conservador de la Ciudad de Trinidad y del Valle de los Ingenios, 2006. El libro contiene en sí una propuesta metodológica de investigación regional sobre estos y otros problemas, que se expondrá más adelante en un capítulo especial de esta obra que ahora se presenta.
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la investigación regional), más otros que seguramente se deriven del análisis casuístico de la problemática investigada. Por supuesto, aquí, en el planteamiento de los objetivos específicos, está una de las claves del éxito en el trabajo puesto que no tenemos por qué resolverlos todos de una vez por toda. El éxito de la investigación está en la sabiduría que se demuestre en plantearnos objetivos equilibrados y que tengan en cuenta el tiempo de que disponemos. Esto significa que tanto los objetivos generales como los específicos deben necesariamente que tener una adecuación a ese tiempo «real» de que disponemos en el cronograma de investigación. Y entonces volvemos al mismo punto: no sólo es una cuestión de tiempo si no de planificar específicamente lo que necesitamos y a lo que podemos aspirar. Uno de los grandes errores en la investigación regional, que como se sabe es una de las áreas más carentes de la atención de las historiografías nacionales contemporáneas, es plantearnos objetivos muy ambiciosos con tal de resolver esas carencias científicas acumuladas. La intención es loable, pero los resultados casi siempre indican problemas iniciales de planificación, lo que explica los problemas que traen aparejados en los productos finales de la investigación. Por esto es imprescindible proponernos objetivos razonables, siempre con la aclaración que estos deberán quedar siempre explicitados, argumentados y razonados en las introducciones a dichos investigaciones, no sólo para eximirnos de responsabilidades futuras, sino, para lo que es más importante, trazar o al menos alertar a los investigadores que nos siguen o a nosotros mismos si es que vamos a continuar el trabajo en esa o similar dirección. En resumen, objetivos razonables son los que garantizan a su vez la construcción y planteamiento de otro elemento precioso en la investigación, el de «la hipótesis» científica. La discusión actual sobre la necesidad o no de establecer hipótesis en los trabajos científicos no la vamos a asumir en esta oportunidad. Es un asunto de opciones de cada cual y diríamos más bien que de la preparación de cada investigador. Pero ahora nos dirigimos a un tipo de investigador con poca o mediana experiencia y, en nuestra opinión, el
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planteamiento de la o de las hipótesis juegan un rol insoslayable para la buena marcha del proceso de planificación inicial, de desarrollo y finalmente de culminación de la investigación, toda vez que las conclusiones, en este último caso, deberán de corresponderse con la(s) hipótesis y corroborarla(s). Por supuesto que la no correspondencia entre unas y otras al finalizar el proceso investigativo nos demostrará claramente los errores de concepción y de planificación cometidos en el transcurso de la misma, desde sus inicios y pasando por su desarrollo y control, sobre lo que insistiremos en otra parte del libro. ¿Qué es entonces una hipótesis y cómo se construye? Muchas son las respuestas que los manuales de metodología de la investigación ofrecen a esta pregunta, pero por lo general existe un consenso bastante equilibrado entre todos alrededor de su explicación. La hipótesis es, como su nombre lo indica en su origen griego, un planteamiento hecho a priori de lo que suponemos que será la tesis o las tesis centrales a demostrar al final de la investigación realizada. Así pues, de su correcta construcción inicial y los cambios que paulatinamente ésta irá experimentando en el transcurso del proceso investigativo dependerá el éxito del mismo. Ello significa que construir una hipótesis requiere de un conocimiento previo, con un adecuado margen de verosimilitud, sin el cual no vale la pena comenzar ninguna investigación. Entonces, la hipótesis requiere de la existencia, del conocimiento, de situaciones concretas que nos permitan construir algunas variables en las cuales se sustentará dicha hipótesis. Las variables presuponen también conocimientos más o menos sólidos, aunque incompletos, que nos ofrecen los derroteros por lo que debemos transitar. Sin éstas es imposible construir hipótesis realmente confiables. Ahora bien, ¿de dónde se extraen esas variables? En primer lugar –aunque no siempre necesariamente– del mito, de la leyenda, de la tradición y, a partir de ahí, del sinnúmero de fuentes de todo tipo que es común hallar en la región o localidad de que se trate. Por ello es que es básico realizar un buen trabajo de pesquisa, con toda la profundidad que requiera. Un gran error que se comente en los pasos iniciales de todo proceso investigativo es el
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de considerar estos pasos iniciales como superfluos cuando en realidad garantizan un buen comienzo del trabajo. El otro gran problema es el de obstinarnos en mantener incólumes las hipótesis con las que trabajamos, cuando en realidad no son más que esto precisamente, hipótesis. Es necesario, útil e insoslayable reformarlas en la misma medida en que avanzan nuestros descubrimientos científicos, aspecto sobre el que volveremos más adelante en este libro. La hipótesis, junto con los objetivos, siempre será una guía para la búsqueda que además nos permite no desviarnos de lo que pretendemos hacer. Su construcción es un paso difícil y, si queremos, hasta delicado, trabajoso, pero muy útil. La pregunta no debe ser cuántas hipótesis es aconsejable plantearnos sino cuántas nos serán útiles y necesarias para que oficien como especie de una brújula única para la investigación, brújula que, insisto, debe estar continuamente chequeándose y ajustándose. Por supuesto que el planteamiento de un conjunto muy grande de hipótesis puede llevar a perder la dirección principal de nuestro trabajo, a una fragmentación no deseable. Así es conveniente en tal caso replanteárnoslas inmediatamente ya que siempre habrá oportunidad de refundirlas cuando nos ocurra un fenómeno de tal naturaleza. Finalmente, debe quedarnos claro que el conjunto de hipótesis planteadas y desarrolladas en el proceso investigativo, verdadera columna vertebral de la investigación, se deberán corresponder con las conclusiones o tesis finales del trabajo. La no correspondencia entre unas y otras no indicarían sino descuidos y falta de rigor científico. Si la formulación de las hipótesis constituye una guía muy segura para la marcha exitosa de la investigación, no lo es menos –ni mucho menos prescindible– «la elaboración del marco teórico» con el que vamos a trabajar. Ahora bien, dicha elaboración no significa necesariamente que haya que elaborar una teoría para realizar nuestra investigación. No, lo que significa es apropiarse de las teorías existentes para poder trabajar con un mayor grado de certeza científica, construir nuestro propio corpus teórico, o sea, aquel con el que vamos a trabajar y, en la medida que nuestro
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trabajo sea más valedero, contribuir finalmente a engrosar esa teoría o esas teorías de las que inicialmente partimos. En tal sentido, las funciones que cumple la construcción de un marco teórico apropiado para nuestro trabajo son variadas. Entre éstas están las de prevenir errores cometidos por otros estudios anteriores o incluso contemporáneos al nuestro, evitar que el investigador se aparte del problema investigado y contribuir a que se centre en lo que le interesa, conducir al planteamiento de hipótesis más acertadas y, por supuesto, la de inspirar nuevas líneas de investigación. Todo ello es posible porque precisamente el valor de la teoría es ya no sólo el de recoger toda o al menos una buena parte de la experiencia precedente, sino el de sistematizar el conocimiento hasta el punto en que nos encontramos con nuestro trabajo e incluso permitirnos predecir –hasta cierto punto al menos– las futuras variables esenciales con las que trabajaríamos. La teoría, como es bien conocido, nos permite ir de lo más simple a lo más complejo, nos brinda la posibilidad de explicar y predecir incluso sin habernos adentrado en el fenómeno investigado. Ésta nos permite acceder a una generalidad al menos de lo que buscamos, por supuesto que siempre a corroborar en la práctica investigativa y sus conclusiones, como criterio último y definitivo de la verdad científica. Ahora bien, el problema radica en que no siempre nos encontramos con cuerpos teóricos más o menos acabados, por usar una expresión. Podemos encontrarnos con una teoría muy desarrollada, pero nunca completamente desarrollada. Qué mejor ejemplo en nuestra área que la teoría construida desde diversas perspectivas sobre el concepto de región histórica o socioeconómica, aún imperfecta, desde luego. Podemos encontrarnos con varias teorías aplicables a nuestro problema de investigación, con un mayor o menor grado de concreción entre sí. Es el caso de las diversas teorías, para continuar con nuestro ejemplo, que explican el concepto de región, desde múltiples puntos de vista, es decir, geográfico, medioambiental concretamente, sociológico, cultural, lingüístico, etc., todos los cuales no hacen sino enriquecer de forma continua y sostenida el concepto específico con el que trabajamos.
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Pero no debemos menospreciar nunca, cuando no existe ese cuerpo teórico establecido, la existencia de innúmeros elementos, quizás disgregados, fragmentados y dispersos que nos pueden ayudar a construir nuestro propio esquema teórico ante la inexistencia de algo más sólido. En igual sentido es deseable recurrir incluso a las generalizaciones empíricas cuando no tengamos la posibilidad de recurrir a teorías o cuerpos teóricos más sedimentados. Por supuesto, la construcción y manejo de teorías para nuestro trabajo concreto debe estar atenta a una revisión cuidadosa y extensiva de lo que existe sobre el tema, máxime en la actualidad cuando es posible recurrir cada vez más a bases de datos especializadas. Las últimas son imprescindibles para un área como la nuestra que se relaciona con innumerables áreas y disciplinas científicas, aún más allá de las ciencias sociales y humanas. Un elemento a observar rigurosamente en la búsqueda de esos cuerpos o fragmentos teóricos utilizables para nuestro trabajo es el de su actualidad en relación con los últimos años, que para muchos se les antoja de un quinquenio, cifra que puede considerarse como valedera. Para esto es necesario comenzar con realizar consultas a los profesionales indicados y, de la misma manera, con las instituciones que se relacionan con nuestro trabajo. Se debe estudiar a los autores más importantes dentro de nuestra área, tanto a aquellos que hacen teoría como a los que tienen estudios modélicos reconocidos sobre el tema. En el caso latinoamericano estos autores son variados, destacándose los mexicanos, venezolanos, colombianos, cubanos, brasileños y argentinos, sobre los que volveremos una y otra vez en esta obra teniendo en cuenta la importancia que reviste contar con una experiencia multinacional a la vez que única de un conjunto de naciones con origen histórico, cultura y destinos comunes, lo que amplía siempre las perspectivas de nuestro trabajo. Esa riqueza de autores incluye por descontado a numerosas aristas del trabajo que emprendemos. Así que la teoría históricoregional se ha enriquecido de forma extraordinaria durante los últimos cuarenta años, incluyendo en los que corren el factor
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intradisciplinario, quizás no todavía al nivel óptimo, pero sí con serios pasos en su formulación. Si comenzamos hace décadas tratando de definir a la región histórica, no es menos cierto que hoy en día nuestras preocupaciones van a cuestiones tan aparentemente disímiles dentro de este cuerpo teórico construido ya como puede ser la teoría medioambiental aplicada a la región, las construcciones teóricas sobre los grupos y capas sociales marginados o la definición de los conceptos y categorías generales que sustentan los análisis sobre las fronteras y límites en su perspectiva regional, es decir, en la más real. Por otro lado, el conocimiento de los autores regionales más representativos en la América nuestra nos da la inmensa posibilidad de poder acceder a sus estudios más destacados, en sí mismos propuestas teóricas y metodológicas, como observamos más arriba, pero que tienen además el valor trascendental de permitirnos comparar esquemas teóricos a aplicar en circunstancias muy similares a las que investigamos. Por supuesto que ello también es factible con otras áreas geográficas del mundo pero también lo es que su efectividad disminuye en cuanto a la comparación analógica en sí. Despejado ya este problema de la construcción de nuestro propio marco teórico de acción se presenta el otro paso previo al del trabajo investigativo en sí, el de «las fuentes para el estudio exploratorio sobre la investigación» que indique la factibilidad o no de realizar la investigación. Como se afirmó en otra parte del libro, es muy difícil en el trabajo histórico-regional no contar con fuentes para realizarla, pero también no es menos cierto que, en cualquier caso, una mayor o menor profusión de éstas nos indican si es deseable o no emprenderlo. El estudio exploratorio, que con frecuencia se confunde erróneamente con el trabajo de investigación en desarrollo, está diseñado precisamente para conocer lo que podemos hacer, lo que podemos realizar de forma parcial o, sencillamente, lo que no podemos emprender. Pero este estudio no consiste en realizar un mero listado de obras, artículos en publicaciones seriadas, fondos archivísticos o un inventario de materiales inéditos. No, el estudio
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exploratorio implica ante todo conocer la calidad de las fuentes sobre las que se trabajará. El problema de la cantidad de estas puede resultar deseable pero, si no se le suma un grado de confiabilidad que sólo lo da la calidad de esas fuentes, es muy difícil trabajar, sobre todo tratándose de investigadores noveles o con poca experiencia. Aquí volvemos de nuevo al problema del tiempo con el que se cuenta para realizar la investigación. Una relación inadecuada entre estos tres elementos (tiempo, calidad y cantidad) ofrecerá productos mediocres cuando no francamente malos. La calidad de las fuentes la da el conocimiento o la búsqueda del conocimiento acerca de las características ideo-políticas, de época, culturales y otras que animan el conjunto de materiales con los que trabajaríamos lo que significa ante todo una definición ideopolítica y sociológica de los grupos y sectores objeto de nuestra investigación. Es muy conocido el hecho de que en Latinoamérica corrientes ideológicas y/o filosóficas como el positivismo y el liberalismo signaron y aún signan un par de siglos de la vida de los estados de esta parte del mundo. Un poco más complicado, por su número y características, son las que prevalecen en el siglo XX, destacándose las corrientes pragmáticas e instrumentalistas, el marxismo, el existencialismo, el neoliberalismo y varias otras, para no hacer un inventario de cada una de éstas. En definitiva, un conocimiento adecuado del universo de materiales sobre los que trabajaremos nos indican las posibilidades reales con que contaremos en nuestra investigación perspectiva. La cantidad es el otro problema a considerar, sin excusas ni pretextos. Existe el criterio erróneo que una inmensa cantidad de fuentes brinda de forma invariable la posibilidad de trabajo, de una u otra manera. Esto muchas veces puede ser cierto, pero no siempre es así. Cuántas veces nos hemos encontrado con montañas de documentos y materiales impresos que podrían ser muy útiles para otra investigación, pero no para la que nos proponemos. En países como los nuestros, con una accidentada vida política, social y económica, jalonada muchas veces de un via crucis nacional y regional desgarrante, es muy frecuente encontrar vacíos de información sencillamente como
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resultado de un incendio provocado por una sublevación, una revuelta o una guerra, pongamos por ejemplo. Convengamos entonces que es necesario conocer cuáles son concretamente las publicaciones, los fondos e incluso los legajos con los que trabajaremos para, sólo después, establecer nuestra capacidad de consulta sobre estos, en el entendido de que se tratase tanto de un equipo de investigación como de un investigador aislado, que es lo más común en el área regional. Incluso el estudio exploratorio inicial es aconsejable que llegue hasta el establecimiento de nuestras capacidades respectivas de lectura, interpretación y fichaje de los diversos materiales que compondrán el universo del trabajo de campo. Resuelto ese estudio exploratorio y cumplidos los demás pasos que anteriormente fueron expuestos, entonces es factible pasar al «tipo de investigación a realizar». Como se conoce, la definición del tipo de investigación en ciencias sociales u otras ramas del conocimiento se clasifican usualmente como exploratorias, descriptivas y explicativas. También existen otras clasificaciones, por ejemplo las que incluyen las investigaciones correlacionales, pero eso no nos interesa destacar en esta oportunidad. De estas las investigaciones exploratorias se conciben, como su nombre lo indica, para adentrarnos por vez primera, en un universo sobre el cual más adelante volveríamos a trabajar o bien para abrir un camino para los demás investigadores que nos sucedan. Sin embargo, aunque no negamos las posibilidades y necesidad de este tipo de investigación, también estamos convencidos de que con una buena planificación y concepción teórica de la investigación que pretendemos hacer, es posible integrar este tipo de investigación a otra más profunda y provechosa. Es que las urgencias en las necesidades de nuestro trabajo recomiendan avanzar en esa dirección preferentemente y no en otra. Es también el caso de las investigaciones descriptivas, diseñadas tanto para describir y especificar las características más importantes del fenómeno estudiado como para ofrecer los parámetros representativos en que se han desenvuelto los marcos en que se incluye el objeto de análisis. Este tipo de investigaciones descriptivas
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también requieren de un grado de complejidad mayor en su concepción y planteamiento que aquellas que se refieren a los estudios exploratorios. Ahora bien, tanto las primeras como las segundas, que por descontado tienen sus propios objetivos, pueden perfectamente imbricarse con las investigaciones llamadas explicativas, cuyo fin esencial es el de subrayar los nexos de causalidad y el entramado interno entre los fenómenos estudiados, entre otras bondades. En nuestra opinión, estas constituyen el tipo de investigación de la que, por lo general, estamos más necesitados en historia regional y local en Latinoamérica y el Caribe. Este tipo de investigaciones arrojan los resultados más completos, en particular cuando muestran las relaciones causa-efecto a través de la utilización del método histórico concretamente. Entonces, determinado de forma somera el tipo de investigación, pasamos al trazado del diseño de esta y su praxis.
La praxis investigativa Muchos investigadores noveles e incluso con mediana experiencia detestan o al menos subvaloran la necesidad imprescindible de realizar diseños investigativos profundos a priori, por considerar a estos innecesarios, inútiles o, en el mejor de los casos, como una imposición fatigosa. Otros realizan sus diseños por compromiso institucional, por necesidades de financiamiento u otras razones. Hemos detectado incluso que los menos se permiten realizar sus diseños cuando ya la investigación está medianamente avanzada, por puras formalidades. Sin embargo, el diseño de una investigación es precisamente eso, una necesidad, entendida tal necesidad como categoría filosófica, que no quedaría en el mero diseño sino que serviría de guía para todos y cada una de las etapas que comprende el proceso investigativo. Ello significa que el diseño se estará reformulando
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continuamente, a partir de esa presentación inicial que el investigador realice, tanto para su consumo interno como para entregarlo a las instituciones que avalen, respalden y financien su investigación. El problema práctico más acuciante es el del investigador individual, solitario, muchas veces alejado de los centros e instituciones de investigación más adecuados. Y este es precisamente uno de los problemas que confronta la investigación en historia regional y local, generalmente alejada de esos centros. Es por esto que es tan necesario que nuestros investigadores regionales presten mucha atención a las ventajas y bondades que les garantiza realizar un buen diseño de investigación. Entonces, el enfoque de nuestras investigaciones –como el de otras– tiene que aplicar forzosamente y desde sus inicios la teoría general de sistemas para poder interrelacionar de forma adecuada sus partes y, lo que es más importante aún, para poder realizar los cambios que toda investigación requiere en su transcurso, sin perder la conexión entre sus partes nunca. Eso significa un continuo y constante replanteamiento del diseño, pero acorde con las etapas que estén contenidas en el cronograma. Añado la consideración del cronograma porque toda investigación necesita de este marco referencial, no como una especie de camisa de fuerza, sino como una consideración temporal de la cual no podemos escabullirnos, a riesgo que se dañe toda la concepción y desarrollo del proceso. Vista así las cosas es de rigor planificar concienzudamente los momentos en que efectuaremos los cortes o chequeos para evaluar tanto los presupuestos del trabajo hasta ese momento realizado como en específico sus elementos teóricos, metodológicos y de procedimientos. Por tanto, si bien pudiese resultar necesario en estos cortes incluir nuevas preguntas de investigación, replantear, eliminar o añadir nuevos objetivos o realizar nuevas consideraciones metodológicas, pongamos por caso, no es menos cierto que todos estos cambios previsibles –que son los que por lo general ocurren– afectarían en mayor o menor medida «la(s) hipótesis de investigación».
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En este punto es cuando nos percataremos de hasta qué punto construimos de forma adecuada nuestra hipótesis inicial. Es conveniente aclarar que una hipótesis general seriamente dañada en estos cortes evaluativos de la investigación significaría un replanteamiento general de la misma, con serias consecuencias negativas para el cronograma establecido. De aquí la importancia, insistimos, de que el diseño inicial se realice con toda la atención y el cuidado requeridos. Otro elemento que suele soslayarse en estas reconsideraciones periódicas, llamémoslas así, es el de «las fuentes» de todo tipo que hemos previsto y fundamentado para realizar la investigación. Por supuesto que una buena selección inicial es de rigor, pero también no es menos cierto que la investigación puede depararnos sorpresas, si entendemos a ésta como un proceso que va de lo parcialmente conocido –no puede ser de otra manera– a lo conocido. Si es así, entonces el subsistema de las fuentes dentro de la investigación siempre entraría en nuevas consideraciones en cada uno de estos chequeos periódicos que realicemos. Los problemas previsibles entrarían entonces tanto por defecto, es decir, de carencia cuantitativa o cualitativa finalmente de estas fuentes o por exceso, en cuanto a la aparición de un conjunto significativo de nuevas fuentes o la ampliación de las previstas. Quizás se piense que es mucho mejor el segundo extremo, pero en realidad tanto el uno como el otro implican un replanteamiento de la investigación en su conjunto, para lo cual el investigador siempre deberá estar preparado. Si se trata de un universo de fuentes previstas que finalmente resultó defectuosa, en particular las documentales, no quedaría otra opción que tratar de suplirlas para que no se afecte el proceso investigativo ni mucho menos sus objetivos. Afortunadamente los investigadores regionales contamos con flujos de información similar que se reproduce en los archivos locales, los nacionales y los de las antiguas metrópolis o, más modernamente, de las grandes potencias occidentales, incluidos desde luego los Estados Unidos de América. Al menos –o por lo menos más accesibles para los recursos del investigador regional– se encuentran reproducciones
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o similares de estos documentos en las capitales nacionales latinoamericanas y caribeñas. El asunto sería saber dónde están situados estos documentos, cuestión que hay que prever siempre, desde el inicio de la investigación. Y cuando reflexionamos sobre este particular estamos pensando tanto en los archivos estatales como en los eclesiásticos, del registro civil y de esa infinidad de instituciones jurídicas, militares, policiales, recreativas, educacionales, fraternales, económicas, sociales en general, etc., en fin, de todo tipo, con las que se relaciona nuestro trabajo. Perder esta perspectiva es condenarnos a la inanición cuando confrontamos el primer problema en esta perspectiva de análisis. La otra cara del problema es la de la aparición en el transcurso del proceso investigativo de un conjunto voluminoso de nuevas fuentes, que no habíamos previsto por razones ajenas a nuestra voluntad y debido también probablemente al alcance del conocimiento público existente hasta ese momento de inicio de nuestra investigación concreta. Esto, que para algunos puede antojársele fácil de resolver, es todo un nuevo y gran problema que puede hacer tambalear el diseño inicial de la investigación. ¿Qué hacer pues? Ante todo actuar con honestidad científica, tomar muestras no solo de la cantidad sino de la calidad de esas fuentes, realizar un nuevo diagnóstico sobre las mismas, evaluarlas en su posible aprovechamiento integral y, de resultar necesario incluirlas, replantearnos el conjunto del diseño de la investigación, no ya sobre las cuestiones científicas medulares posiblemente, pero sí en cuanto a las estrategias y específicamente el cronograma de trabajo. Aquí habría que tener en cuenta otra posibilidad, la de diferir el trabajo sobre esas fuentes de nueva aparición, al menos de forma parcial, para otro proceso investigativo sobre el mismo tema o similar, en el entendido que esta decisión tendría necesariamente que contar con una fundamentación muy rigurosa en los presupuestos del conjunto del diseño. Por supuesto que esto significa, en el orden temporal, detener el proceso de investigación, evaluar dichas fuentes y posteriormente continuar con el mismo, teniendo presente que de todas maneras se afectará el cronograma de trabajo. En tal caso no habría otra solución seria perspectiva.
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Por otro lado, también habría que contar con que la calidad de las fuentes previstas, en especial las documentales, nos haya resultado engañosa a primera vista en cuanto a las muestras que analizamos para realizar el dictamen inicial de la investigación para el trazado del diseño. En este caso también habría que replantearse el asunto a fondo, en cuanto a ampliar esas fuentes previstas de una u otra manera o buscar fuentes alternativas no previstas. Por suerte, la diversidad de las fuentes regionales, que muchas veces desconocemos por apegarnos a los patrones investigativos de las historiografías «nacionales», nos permite tener esta realidad en la reserva como en este caso que nos ocupa. Otro de los elementos a considerar en lo que venimos tratando es el de «los métodos y procedimientos de trabajo» elegidos previamente, al inicio del diseño, pues la elección de estos no puede significar ni mucho menos una especie de camisa de fuerza con la que manejemos la investigación. Como se ha visto en otra parte de este libro, los métodos de investigación recomendados no difieren grosso modo de los que son generales a toda la ciencia. Este es precisamente el punto de flexión inicial que traemos a colación. En el transcurso de la investigación muchas veces incorporamos nuevos métodos de trabajo, acorde con nuestras necesidades. Pongamos un ejemplo. Si el universo investigativo se ha ampliado, lo más probable es que tengamos que trabajar con muestreos, lo que cambia el planteamiento inicial efectuado en este sentido. También pudiéramos trabajar con una subregión específica, siempre y cuando fuese representativa del conjunto, tomándola como modelo, con lo cual estaríamos realizando una extrapolación del método del scale up o modelaje, sobre el que siempre insistimos por su gran utilidad. En fin, que las posibilidades son muchas y variadas, pero ante todo debemos conocer los métodos posibles a utilizar, sus variadas ofertas para, sólo entonces, efectuar las aplicaciones que juzguemos necesarias y oportunas a éstos. Ahora bien, ¿cómo debemos autoevaluar y controlar el proceso investigativo si una parte sustancial de éste está sujeto a cambios, por la propia dinámica de la investigación?
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Cuando se trata de equipos de investigación la cuestión se hace mucho más expedita. El problema mayor radica en los investigadores aislados, como es casi la regla entre los historiadores regionales y locales. Es decir, en la autodisciplina que estos deberán observar siempre. Pero en uno u otro caso lo más importante es planificar rigurosa y flexiblemente esos controles. Si decimos que rigurosamente es porque estos chequeos periódicos necesitan de sistematicidad continua. Si anotamos que, parejamente, dichos controles o chequeos deben ser flexibles es en cuanto a la posibilidad siempre cierta de incluir variaciones no en su sistematicidad, sino en su replanteo posible. En suma que lo que estamos indicando es que la regularidad se convierta en regla de oro para dichos controles, lo que ofrece la posibilidad de volver siempre a replantearnos las características y posibles fechas de efectuar estos, siempre y cuando no pierdan esa sistematicidad necesaria. Visto esto así entonces pasamos a analizar qué es lo que se controla, lo que se evalúa, lo que se valora. Aquí entrarían en análisis todas y cada una de las partes del proceso investigativo, pues el avance de la pesquisa ciertamente que podría hasta hacernos replantear o incluso aumentar las preguntas que inicialmente nos planteamos para nuestra investigación. En este sentido la aparición exitosa de las fuentes planificadas u otras no previstas ya no sólo lleva a ese replanteo de las preguntas sino también, perspectivamente y en tal caso, de las propias hipótesis con las que estamos trabajando. Ahora bien, cuando hablamos de afectación de las hipótesis, en mayor o menor medida, nos referimos a cambios mayores o sustanciales dentro del proyecto o bien a cambios menores, que se deriven de esta situación, nunca a cambio cosméticos, pues estos no afectarían el proceso investigativo en sí. En este punto es donde entran entonces a valorarse el replanteo de algunos de los objetivos propuestos, sobre todo los objetivos particulares, lo cual puede resultar lógico en este replanteo del proceso concebido de forma holística. Si este es el caso, de replanteamiento de objetivos, a la par estaríamos corroborando la justeza con que concebimos o no nuestra investigación.
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Entonces no sería difícil concordar en que de acuerdo a la cuantía en las afectaciones producidas en cuanto al diseño inicial, tendríamos que arreglar o incluso rediseñar la investigación, siempre teniendo en cuenta que el tiempo planificado, vaciado en el cronograma de trabajo que previamente nos propusimos, no variaría. Si esto es así, entonces tendríamos que adaptar nuestros propósitos a las realidades cronológicas que reconocimos de forma inicial, las que incluso pueden estar relacionadas con compromisos institucionales o bien con compromisos de publicación, pongamos estos dos extremos. A esta altura del chequeo también pudiera resultar útil un replanteamiento o modificación de algunos de los métodos con los que trabajaríamos. Como hemos analizado, los métodos no son una camisa de fuerza que se le pone a la investigación. Estos están al servicio de la misma y no a la inversa. Además, en el propio transcurso de la investigación seguramente nos encontraríamos con nuevas necesidades, con nuevas áreas a trabajar dentro de lo que nos proponemos, de donde nuevas determinaciones metodológicas pueden ser necesarias.
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La metodología de investigación cualitativa
Generalidades Para hablar de Metodología de la Investigación en ciencias sociales en general y en Historia en particular, es preciso distinguir entre las dos perspectivas metodológicas fundamentales: la cuantitativa y la cualitativa. Encima de esto, ambas han sido abordadas tradicionalmente por diversas escuelas de esta área de disciplinas, lo que ha llevado frecuentemente a una cierta confusión en sus significados. Así, si vamos en específico a la metodología cualitativa, no es menos cierto que ésta ha encontrado numerosas expresiones, con diferentes variantes en cada una de éstas, como la sociología, la antropología, la politología y la propia historia. También ésta es aplicada en vastos campos del trabajo social como son los de la educación y los de los medios masivos de comunicación. Tal pareciera que la metodología cualitativa se impone sobre la cuantitativa en los días que corren, lo que quizás pueda ser explicado como un rechazo hacia los paradigmas metodológicos materialistas, en particular el del marxismo, cuestión que ya se ve superada por una crítica más equilibrada a los defectos y virtudes de este último. Encima de ello, el cualitativismo ha sido engrosado por numerosos enfoques teóricos y prácticos. Pero no es menos cierto que, hoy por hoy, repunta una tendencia a la complementariedad de ambos enfoques investigativos. En cualquier caso la variedad de enfoques ha recorrido y recorre el paradigma
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cualitativo, al igual que ocurrió décadas atrás con su congénere, el cuantitativo. No es menos cierto que los procedimientos cualitativos tienen y han tenido un mayor éxito en algunas disciplinas, como la Etnografía y quizás un menor éxito en otras, como la Historia en general, aunque quizás no así en algunas de las áreas específicas de esta última, entre las que se puede citar a la Historia Regional, en particular en sus expresiones relacionadas con la contemporaneidad. Otra parte del problema en esa relación cuantitativismo-cualitativismo es el que se refiere a la discusión efectuada durante las últimas décadas al menos en relación con la cientificidad del dato cualitativo en relación con el cuantitativo, sin considerarse en este último caso las posibles distorsiones por las que pueden y muchas veces transitan ya no sólo los números sino también las series estadísticas o simplemente numéricas. En nuestro criterio una discusión desligada de los contextos que acompañan a cada caso no es provechosa y más bien obstaculiza el aprovechamiento de las opciones que ambas metodologías nos ofrecen. Entonces, si se plantea un problema ético a la hora de utilizar un tipo u otro de metodología lo primero que tendríamos que realizar es una crítica de fuentes en cada caso para así poder determinar cuál nos va a ser más útil para nuestra investigación o bien la conveniencia de aprovechar elementos tomados de ambas. En realidad es un hecho ya reconocido internacionalmente que tanto una como otra perspectivas metodológicas tienen una larga data en el pensamiento del ser humano desde la antigüedad y en específico en el pensamiento occidental, al que pertenecemos más específicamente. Es lo que algunos autores definen en sus orígenes como las perspectivas cualitativo/aristotélicas y cuantitativo/ platónicas, olvidando muchas veces sus interconexiones continuas y constantes, dicho sea de paso. En tal sentido el paradigma positivista, prevaleciente en el mundo occidental, fue conmovido en sus cimientos a partir del segundo cuarto del siglo pasado con el enfoque cualitativo sustentado por la Escuela de Chicago para el análisis de la realidad social, precisamente en el momento que se estre-
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mecía el mundo con la primera gran crisis general del sistema capitalista que había engendrado tanto al uno como al otro. Para otros, como es sabido, el origen de la investigación cualitativa se localiza a partir de la filosofía kantiana, puesto que ésta subraya el papel de la interpretación y análisis de la actividad humana, en particular de su raciocinio. En nuestro criterio, el aporte kantiano no hace sino enriquecer el punto de partida aristotélico al respecto. Es más, si un punto de vertebración es incuestionable entre los dos tipos de pensamiento este está precisamente localizado en el uso que ambos hacen del sensualismo como medio de conocer la realidad. Llevar más lejos este asunto puede conducir a aberraciones tales como la de considerar a Federico Engels, uno de los padres indiscutidos del marxismo, dentro de una supuesta filiación paralela de este al pensamiento de los seguidores de Kant, los neokantianos. En definitiva que tanto la perspectiva cualitativa como la cuantitativa son complementarias y útiles para nuestro trabajo, en particular, como se anotaba antes, en ciertas áreas de la Historia. De tal suerte, la Historia Regional, por sus propias características tan singulares, puede resultar un excelente laboratorio para probar la conveniencia ya no sólo de utilizar sino también de mezclar ambos paradigmas. Bajo ningún concepto se puede aceptar el calificativo de contrarias con el que muchas veces se presenta a ambos paradigmas ni tampoco aplaudir los enfoques apasionados que tanto daño hacen a la ciencia en general. La cuestión sería la de articular ambos enfoques, de forma creadora, para lo que el autor Francisco Alvira1 propone tomar en consideración los siguientes elementos, los cuales me permito ahora ampliar, constreñir y comentar acorde con los objetivos nuestros: -
La necesidad de redefinir el enfrentamiento entre interpretación y comprensión (por la parte cualitativa) y explicación (por
1
Franciso Alvira Martín. «Perspectiva cualitativa-perspectiva cuantitativa en la metodología sociológica», en versión modificada de la lección magistral leída en las oposiciones a la cátedra de Sociología (Métodos y técnicas de investigación social) celebradas en enero de 1983 y publicado en Reis, No. 22 de 1983, pp. 53-75.
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la cuantitativa). Esta propuesta es similar a otras que en igual sentido efectúan otros investigadores y metodólogos posteriormente. La necesidad de reconsiderar la crítica cualitativa la posibilidad de cuantificar y medir por lo general. La necesidad de reconocer que en ambas perspectivas los conceptos cumplen una misión mediadora entre teoría y aquellos que sustentan a la observación. La necesidad de jerarquizar la producción de teorías en ambas perspectivas, interrelacionándolas.
Las propuestas de Alvira entonces se basan en este reconocimiento mutuo a los aportes que realiza cada campo metodológico, aprovechándose mutuamente los unos y los otros, que es la tendencia que en definitiva toda la ciencia presenta en cuanto al aprovechamiento de saberes que se relacionan. Para un historiador regional que se especialice en el pasado inmediato y en el presente conocer las bondades del cualitativismo se pone a la orden del día, exactamente porque este gran método es frecuentemente mal manejado y mucho menos conocido. No basta con un manejo empírico de las entrevistas, por ejemplo, es necesario que ese empirismo sea canalizado de forma adecuada. Las ventajas que tiene la investigación cualitativa descansan en las posibilidades que ofrece el método inductivo con el que generalmente se trabaja, considerando a éste de forma holística, puesto que todos los entrevistados y su entorno son considerados precisamente como un todo, independientemente de que se entreviste a una persona, pongamos por caso. Se trata, obviamente, de aplicar los criterios de la teoría general de sistemas, pero en el entendido de que son sistemas limitados siempre, a no ser en casos excepcionales. Resulta conveniente aclarar que si la investigación cuantitativa acude por lo general al campo de la metodología hipotéticodeductiva en la que nos hemos extendido antes, la investigación cualitativa asume tal vía inductiva. Otra de las ventajas es que el cualitativismo permite que el investigador establezca una secuencia equilibrada entre sus propósitos y
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las ideas y conclusiones a las que ha arribado el entrevistado o el grupo de entrevistados, objetos que deben ser siempre de máximo respeto. Ello permite que el investigador se pueda abstraer de forma razonable de su propia formación e intereses por la sencilla razón que todas las perspectivas aportadas por los entrevistados son sumamente valiosas, aparte que después se les aplique, como es de rigor, la crítica de fuentes. En resumen, que lo que se exige al investigador en este caso es que rompa, cuando sea necesario, con sus moldes ideológicos estrechos, sus concepciones rígidas previas y sus tabúes. Es más, el investigador tendría que arribar a un grado de empatía con los entrevistados, tratando siempre de comprenderlos en sus puntos de vista y opiniones, incluso cuando sus opciones ideológicas, políticas, culturales y otras, puedan causar el rechazo del investigador. Si continuamos con las bondades de este método tendríamos también que agregar que al historiador regional y local la aplicación del método cualitativo le permite entrar en contacto con la que se ha dado en llamar historia de la vida cotidiana, como sabemos hasta hace muy poco frecuentemente marginada por la grande histoire centralista y ecuménica asentada en las grandes capitales. Pero en general hay una delgada cuerda que no se puede romper: la del intervencionismo del investigador. Esto implica que los resultados inmediatos de la entrevista sean eminentemente descriptivos, en los que, por otra parte y aunque parezca paradójico, debe hacer siempre una interacción con el entrevistado. Lo que se busca es crear un ambiente propicio para que el entrevistado exponga con toda franqueza sus opiniones y críticas sobre el asunto que investigamos. La cuestión esencial entonces es la de trabajar posteriormente con estos resultados y, sólo a partir de entonces, analizarlos para tomar o no la decisión de una segunda entrevista o quizás de más de estas.
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Los diversos métodos de investigación cualitativa Entonces, ¿cuáles son los métodos que podemos utilizar en la investigación cualitativa y cuáles son sus usos más frecuentes? Esta es una buena pregunta ante la proliferación de métodos cualitativos en sí, habida cuenta además de la confusión que existe al mezclar los métodos con las técnicas y procedimientos, por otro lado. Los métodos más utilizados en el cualitativismo provienen de otras ciencias sociales, que no de las históricas concretamente. Estos se basan en la Filosofía Fenomenológica, la Antropología Cultural, la Sociología y la Semiótica, fundamentalmente. Así, el método fenomenológico, básicamente utilizado en las grabaciones de conversaciones y en el nivel anecdotario del entrevistado, está dirigido a exponer las experiencias de los entrevistados, en sus esencias más íntimas. El método etnográfico, por su parte, es propio de la Antropología Cultural y mayormente utilizado en la entrevista simple, en la observación empírica y en las llamadas notas del trabajo de campo. Este método puede resultar muy útil para la extracción de las ideas, de los valores propios y de las prácticas consuetudinarias de los pequeños grupos humanos seleccionados para aplicárselos. Por su parte, la Semiótica, rama de la Lingüística que tanto éxito ha tenido durante los últimos decenios, resulta preciosa para nuestros investigadores para obtener todos los significados de la interacción verbal que resultase del diálogo entre el entrevistado y el entrevistador, para un posterior análisis a fondo del discurso del primero, cuando no del segundo además para evitar errores. La Semiótica nos proporciona así la posibilidad de desarrollar la etnometodología del análisis del discurso. Para éste el valor de las palabras, que puede diferir entre el uno y el otro en el transcurso del diálogo entendido como técnica de entrevista, puede resultar clave a la hora de interpretar de forma exacta lo que nuestro entrevistado nos dice a partir de nuestros intereses investigativos. Por ello es recomendable que ese diálogo, como técnica de recogida de información, sea recogido tanto en audio como en vídeo, a no
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ser que estos atemoricen al testimoniante, lo que haría aconsejable entonces no recurrir a estos medios contemporáneos de trabajo de campo. En cuanto al método biográfico, esa gran vía para llegar a profundizar en la vida y acción de nuestros personajes pesquisados, éste se centra en lo fundamental en la técnica de la entrevista, acompañada, en la medida de lo posible, con el análisis de documentos personales u otros más amplios del entorno al personaje, para enriquecer la visión que tenemos de éste. Por supuesto que este método saca a flote a todo el mundo del subjetivismo del entrevistado, aportándonos casi regularmente elementos diversos para poder obtener una visión más rica del personaje en cuestión, por lo que resulta comúnmente en una historia de vida. El método biográfico incluirá necesariamente toda una secuencia completa de entrevistas, que podrán ampliarse o achicarse acorde con los resultados que precedentemente se vayan obteniendo. Por supuesto, un trabajo a fondo con este método requiere de los análisis de autobiografías, diarios, correspondencia personal, registros fotográficos e incluso hasta de objetos personales representativos o evocativos para los entrevistados. Este método requiere de la planificación de varias entrevistas y, cuando el mismo es exitoso, del entrecruzamiento de esas entrevistas personales con las de aquellas personas o familiares que pudiesen enriquecerlas, en tanto posibles contribuyentes al trabajo específico emprendido con el personaje. La complejidad de este método lleva comúnmente a realizar una programación previa o a efectuarla en el transcurso del trabajo, que es lo que más corrientemente ocurre. Entonces, como de manera tan conclusiva dijo Janice M. Morse hace ya una quincena de años, en el sentido que «la investigación cualitativa será todo lo bueno que sea el investigador»2, pasaremos a continuación a realizar algunas precisiones sobre éste. Tras su definición como un investigador conocedor de la teoría y al menos 2
Janice M. Morse. «Designing Funded Qualitative Research», en N. K. Denzin e Y. S. Lincoln (eds.), Handbook of Qualitative Research, Thousands Oak, CA, Sage, 1994, p. 225.
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una cierta praxis investigativa, una de las características distintivas de dicho investigador debe ser la de la paciencia, tanto para escuchar al testimoniante como para que, en el compás de espera, ganarse su confianza y aceptación. Desde luego que esta paciencia deberá ir acompañada por su pareja dialéctica, la de la flexibilidad, que le permita adaptarse a los continuos requerimientos que tienen que ver con las experiencias que constantemente va tomando de su trabajo y que le proporciona el testimoniante. Pero también hay que ser persistente y meticuloso en los datos que se van recogiendo, lo que significa volver una y otra vez de ser menester a la fuente informativa, creando las condiciones para ello mediante la empatía personal, cuando no siquiera cierta simpatía mutua lograda, aunque no forzada, en el transcurso del trabajo. Con estas condiciones personales, de preparación teórica y práctica, así como por haber preparado previamente su diseño de investigación, el historiador se dirige a realizar su trabajo de campo.
El trabajo de campo Este es quizás el momento más difícil para el investigador, es decir, tras su preparación para la tarea investigativa a desarrollar, enfrentarse al micromundo de las entrevistas y congéneres. Concebida como está ya la investigación a realizar, lo más importante en primer lugar es «apropiarse» de la zona, localidad, ciudad o región sobre la que se trabajará y para ello, como diría el historiador cubano Julio Le Riverend3, no hay mejor manera que recorrerlas mediante cualquier medio a nuestra disposición. Si concebimos este acercamiento y apropiación como estrategia no 3
Julio Le Riverend Brusone, historiador y culturólogo cubano, de amplia resonancia en América Latina, cuya extensa obra es reconocida además por haber abierto cauces para el desarrollo de la historia regional. Las paráfrasis utilizada se corresponde con las enseñanzas ofrecidas por el maestro Le Riverend al autor de este libro.
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queda menos que reconocer que el próximo paso será forzosamente el de trazar una especie de mapa mental y físico precisamente de eso que hemos denominado como micromundo, porque en realidad lo es. Para algunos ese «mapa» es el resultado de lo que se denomina comúnmente como «estudio piloto», pues éste nos provee de una clasificación inicial de los elementos a entrevistar, situándolos en su entorno, cuestión bien importante cuando se trata de historia regional y local. Por descontado que ese estudio piloto nos acerca sustancialmente mucho más a una realidad sólo pensada, que a partir de ahora se convertirá, cada vez más, en una realidad concreto-pensada, hasta la elaboración final del informe de investigación. Y, entre uno y otro momento, ese «estudio piloto» nos brinda la posibilidad real, de una vez por todas, de tener un primer acercamiento y conocimiento a los personajes físicos que nos interesan investigar. Esta es también la base idónea para estrechar nuestro criterio previo de selección de los personajes a entrevistar, si es que no los tenemos ya predeterminados o bien si necesitamos ampliarlos con este estudio anticipatorio. Aquí el problema sería, si se amplía de forma significativa el número de casos previstos, que haya que realizar un muestreo para poder continuar trabajando e incluso, como veremos más adelante, aplicar cuestionarios. Ese muestreo probable resultará de una especie de «segundo filtro» en la selección de futuros entrevistados, muestreo que a su vez seguirá enriqueciéndose en la misma medida que avancemos en el trabajo de campo. Ahora bien, tal y como es conocido, esa muestra nunca podría concebirse sobre la base aleatoria simple sino que, en el caso que nos ocupa, la misma sería una muestra intencional, en la que con toda seguridad tendremos que recurrir a variables acordes con nuestra intención investigativa, ya sea en cuanto a opciones político-ideológicas, culturales, económicas, sociales o cualesquiera otras que nos hayan interesado de forma previa. También ese proceso de selección estará relacionado directamente con el tipo de informante que finalmente utilizaremos: fundamentales o secundarios y, entre estos últimos, una extensa
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variedad que bien podrían quedar algunos en lo que llamaremos como «reserva» investigativa. Un problema que se puede presentar –y ojalá que así fuese– es el de encontrarnos con un universo de informantes que posean a su vez una rica experiencia e información, lo que nos facilitaría el trabajo enormemente, pero también nos obligaría a seleccionar con mayor rigurosidad, en lo que tiene que ver directamente, por exceso, diríamos, situación no siempre común. Efectuado este proceso inicial e inevitable, se pasa a «la fase de la recogida de datos», sobre bases preestablecidas pero que se irán modificando al igual que en la investigación cuantitativa. Este es un proceso complejo, de adaptación e integración del investigador a los entrevistados y eventualmente a la comunidad de que se trate, que no concluye hasta que el investigador no se considere como integrado a las personas del grupo y comunidad dada. Se trata del clásico proceso entre los sociólogos, etnógrafos y similares en que finalmente se considera a los investigadores de estas disciplinas como un «nativo». Los historiadores, obviamente, tenemos mucho que aprender de estos y en particular los regionalistas, por lo común muy relacionados con este tipo de trabajo. El fin de esta fase de recogida de datos se produce cuando ya se ha logrado todo lo que se necesita y las nuevas entrevistas apenas aportan datos interesantes. Se debe pasar entonces a las fases analítica e informativa de la investigación.
Las fases analítica e informativa de la investigación Efectuados los primeros análisis del material acopiado tenemos la oportunidad y la opción de presentárselos a los entrevistados, con el fin de que aporten su criterio y conformidad o no con nuestras acciones previas. Además, también puede ser este un momento de reflexión mayor para el entrevistado, que permita no sólo
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realizar enmiendas al texto que se les presenta sino también adiciones que en algunos casos pueden ser sustanciales. Ahora bien, el hecho de que estemos hablando de una fase analítica no nos exime de la obligación de realizar análisis previos personales y de equipo en el transcurso de la investigación de campo. Se trata ahora, en esta fase analítica, de un trabajo mayor sobre los materiales acopiados, una especie de versión previa de lo que presentamos orgánicamente integrado a los entrevistados. En realidad, como es común en la investigación social la fase analítica se debe iniciar desde el mismo momento en que se recopilan los datos, con un grado de sistematización adecuado. Sólo entonces, al arribar al análisis cualitativo propiamente dicho, del tipo de trabajo de mesa, es que emprendemos la tarea de reducción de los datos disponibles, eliminando los elementos superfluos del caso, a la vez que los ordenamos para obtener los resultados que buscamos, pasándose finalmente a la fase de las conclusiones de la labor previamente emprendida. Dichas conclusiones, redactadas finalmente en forma de informe de investigación, nos llevarán finalmente a la fase informativa, entendiéndose por ésta aquella en la que culmina el proceso de la investigación y el investigador socializa los resultados de su trabajo a través de un informe que se adecuará al tipo de público al que va dirigido. Es de todos conocida la importancia de realizar siempre las adecuaciones del caso, bien para no crear falsas expectativas, bien para no exceder al tipo de lector al que va dirigido. Por supuesto, también existe un tipo de informe de tipo estándar que es comúnmente utilizado, para todo tipo de público. Un elemento importante que debe ser cumplido antes de la publicación de ese informe es el de haber ido brindando los resultados paulatinos al público lector, a través de revistas o publicaciones ligeras especializadas en su campo. Con este trabajo, que puede comenzar prácticamente cuando la investigación esté medianamente avanzada, el investigador garantiza un proceso de retroalimentación. Además, es aconsejable ir presentando también estos resultados en eventos científicos de distinta naturaleza y complejidad, tal y como resulta con la investigación cuantitativa u otra.
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Los dividendos, por supuesto, siempre quedarán a favor del investigador a través de las críticas, opiniones y sugerencias que reciba.
Los diversos pasos iniciales en la investigación cualitativa Uno de los primeros elementos a dilucidar en este tipo de investigación o en el cuantitativo es «el marco teórico» a utilizar, puesto que resulta inconcebible la investigación científica sin una base teórica, entendiendo por ella, al menos grosso modo, el cúmulo de conocimientos generalizados, acotados y sistematizados previamente sobre nuestro objeto de estudio. Sobre este cúmulo es que comenzaremos a trabajar sobre dicho objeto. Por supuesto que se puede laborar empíricamente en estos pasos iniciales, pero ciertamente el margen de error siempre sería notorio, en particular para los investigadores noveles. Ahora bien, el problema que se presenta en ciencias sociales es que los historiadores regionales, como en general cualquier otro cientista social, deberán recurrir a varios corpus teóricos, acorde con la investigación de que se trate. Pero, por suerte, no se trata de un galimatías puesto que si algo caracteriza a las ciencias sociales contemporáneas es que en ésta la teoría es polivalente a varias de sus disciplinas y ciencias integrantes. Así, tras la selección de la o las teorías adecuadas para nuestra investigación es menester recurrir a los marcos conceptuales y categoriales con los que trabajaremos, entendiendo a los primeros como contentivos de ideas que contengan en sí toda la sabiduría de un aspecto y a los segundos como aquellos integrados con los niveles de conceptualización de máxima generalización. El problema se presentaría, en cuanto a los primeros, o sea, los marcos conceptuales, en que estos deberán responder a una sólida fundamentación previa, que nos evite rectificaciones posteriores que puedan dañar siquiera parcialmente las decisiones tomadas en la planificación y ejecución –sobre todo temprana– en cuanto al
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proceso de investigación. Es decir, que no debemos conformarnos a la idea de admitir en nuestro trabajo marcos conceptuales acomodaticios pero que en verdad se desmoronarían posteriormente ante cualquier crítica seria a nuestro trabajo. Definido el marco teórico sobre las bases a las que acabamos de referirnos se pasaría, dentro del diseño de la investigación cualitativa, al estudio de casos. Aquí sería conveniente acotar de inicio que este tipo de investigación –y aún más que la cuantitativa– requiere de inicio de una planificación de tipo flexible, que nos permita estar siempre abiertos, a partir del diseño de la investigación y lo que nos proponemos a ampliar, reducir e incluso desechar ciertos casos seleccionados previamente. Entiéndase bien que esas posibilidades a las que acabamos de referirnos se insertan en un elemento más perdurable (por llamarlo de alguna manera), el de la comunidad y segmento de ésta seleccionado previamente para el trabajo de campo. Recordemos que el estudio de caso no es otra cosa que el trabajo efectuado sobre uno o varios sujetos seleccionados dentro de un marco social mayor. Pero un caso puede ser desde una persona o grupo de éstas hasta programas de acción de la una o de las otras y cualesquiera otros elementos factibles de ser investigados se les relacionen. A estos los hemos seleccionado como vía para llegar a los resultados apetecibles en la investigación, que muchas veces pueden ir acompañados de elementos cuantitativos de mayor o menor magnitud. Algunos autores han tratado de establecer tipologías sobre los estudios de caso, agrupándolas algunos en tipos factuales, interpretativos y evaluativos. En nuestro criterio, independientemente del énfasis que pongamos en cualesquiera de todos estos tipos, en definitiva serán utilizados en mayor o menor medida en nuestro trabajo investigativo. Por descontado que estamos hablando de investigaciones científicas, no de meras impresiones descriptivistas de lo que observamos. Estas últimas las dejamos como fase inicial a veces en ese tipo de investigaciones características de la ciencia. Ahora bien, los diseños también pueden contemplar aquellos llamados «de caso único» tanto como los «de casos múltiples», entendiéndose que, en el conjunto de las investigaciones históricas
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regionales se hace énfasis en los segundos, independientemente de que se subraye el trabajo sobre un líder u organización, pongamos por caso. Los diseños «de caso único», incluso en el nivel de estudios de personalidades representativas, se hayan sumergidos en estas investigaciones regionales en el maremágnum de personajes y personajillos que se les relacionan. Por ejemplo, una obra tan famosa de la microhistoria italiana como es El queso y los gusanos, que centra su atención en el conocido estudio de un molinero de la Baja Edad Media, pese a proponerse la singularización casi absoluta del personaje, no logra realizarlo totalmente. Este tipo de diseños permiten reafirmar o modificar el conocimiento sobre el área objeto de estudio, de donde su utilidad. Además, dada la importancia del personaje su valor puede resultar trascendental para la investigación, lo que subraya su importancia. Los diseños de caso único también tienen la virtud de permitir al investigador intercambiar ampliamente con la persona objeto de investigación, lo que quizás no se pueda obtener por las vías tradicionales de la investigación cuantitativa. Por esto es por lo que se afirma que este tipo de diseño se manifiesta con preferencia en el método biográfico ya que cada caso analizado revela un aspecto concreto del conjunto de la investigación que nos proponemos, a la vez que abre inmensas posibilidades al análisis de un estudio de casos múltiples. Precisamente y en concordancia con lo anterior, los diseños «de casos múltiples» son planificados para profundizar en un conjunto de informantes cuya visión enriquecería el contexto general de la investigación. Por tanto, este tipo de diseño puede resultar vital y de ningún modo excluyente con los de casos únicos. Todo depende de lo que nos propongamos hacer, acorde con los objetivos de la investigación y de las nuevas perspectivas de que se nos pueden presentar a partir de un diseño general de ésta que en modo alguno puede ni debe ser rígido. No se trata de concebir a los diseños de casos múltiples como una suma de diseños de casos únicos, sino todo lo contrario. Otra cuestión sería la de integrar los segundos en los primeros, de ser necesario.
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Tomada las determinaciones del tipo de diseño a enfrentar o de la combinación de estos pasaríamos a los objetivos que nos proponemos. Ante todo es bueno recordar que el estudio de caso se basa en la aplicación del método inductivo puesto que este nos permite llegar a generalizaciones de lo que buscamos. El estudio de caso nos permite enriquecer nuestras hipótesis previas pues no olvidemos que estamos penetrando en un área desconocida mayormente, que sólo nos la puede ampliar el entrevistado. Imaginémonos entonces las amplias posibilidades que nos proporcionarían varios de estos estudios para el conjunto de nuestro trabajo investigativo. Incluso existen autores que se adscriben a la línea de que sólo es factible plantearnos buenas hipótesis de investigación cuando se han realizado estos estudios de casos, lo que puede implicar una contradicción, conocido el carácter un tanto predictivo de la hipótesis científica. Pero otra cuestión, como decíamos más arriba, es la de enriquecer estas hipótesis después de planteadas, mediante los estudios de casos escogidos u otros que van surgiendo en medio del proceso investigativo. En resumen, en nuestro criterio este tipo de estudios lo que hacen es enriquecer continuamente las hipótesis previamente planteadas, engrosándolas una veces, rectificándolas otras e incluso obligándonos a plantearnos nuevas hipótesis. Para otros autores los estudios de casos permiten una mayor claridad y profundización en el objeto de estudio, lo cual es totalmente cierto. Ello nos permitiría trazarnos las nuevas metas que la investigación requiere, siempre completándolas con los elementos cuantitativos del caso. Ya en este nivel del problema se impone entonces determinar cómo se selecciona el caso, tarea ardua en verdad pero también insoslayable. Sin esta selección, rigurosa y nada arbitraria por tanto, es que se garantiza la buena marcha del proceso posterior en la investigación. Resulta bien conocido que las investigaciones cualitativas buscan subrayar lo peculiar y distintivo, pero, para nuestros propósitos, éste es solo un paso en la búsqueda de una verdad mayor, la de la localidad o región que estudiamos. Esto no crea ninguna contradicción entre metodología cualitativa y cuantitativa sino todo lo
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contrario. Es el aprovechamiento de la primera por la segunda y viceversa, en el sentido de complementariedad. Ahora bien, cuando trabajamos con la metodología cualitativa debemos seguir sus pasos, a reserva que estos se complementen a seguidas con objetivos mayores previamente trazados. Entonces, pasemos a señalar «los requisitos que debe tener el sujeto seleccionado». En primer lugar su sola existencia no significa que podamos acceder al mismo. Es necesario saber su disposición y accesibilidad ante lo que pretendemos hacer con éste, ante todo. En esto es importante conocer los diversos elementos que pueden estar gravitando –como es usual en este tipo de investigación– sobre las personas, desde condiciones personales y síquicas, pasando por las familiares hasta, diríamos, las diversas presiones y situaciones del grupo y comunidad en que el mismo (o el grupo seleccionado) se inscribe. Por tanto, es imprescindible que, determinada esa accesibilidad cierta al individuo, nos ganemos su confianza, para que puedan ver en nosotros no una especie de inquisidores sino todo lo contrario, a personas a quienes anima un sano espíritu científico y humanista. De aquí que este proceso, complejo en verdad, en el que pueden obrar un conjunto de factores, requiere que el investigador, ante todo, logre finalmente un ambiente propicio, cordial de su parte al menos, para la entrevista, que asegure la buena marcha de lo propuesto. Si esto no es posible, siquiera mínimamente de forma inicial, es preferible desechar a este posible informante, incluso si es determinante. Pero antes de llegar a un paso tan drástico hay innúmeras vías de accesibilidad, vía comunidad, familia o grupo de amigos. Por supuesto, una selección de informantes, efectuada con todo rigor a la vez que equilibrio en el proceso de elección, es la que nos dará la clave del éxito. Su fundamentación es la que dará la confiabilidad que el futuro lector espera de nosotros. Entonces eso significa también que el caso debe ser seleccionado dentro de un listado confiable de probables informantes, que nos permita escoger entre todos y, posteriormente, convencer a nuestros futuros lectores de la justeza en la selección de estos. Violar
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estos pasos puede llevar al fracaso de la investigación en este rubro. Es decir, que el azar debe quedar excluido de forma total. Los informantes esenciales seleccionados, también llamados informantes claves, se eligen porque cumplen una serie de requisitos que el propio investigador ha confeccionado desde un inicio. En primer lugar estos informantes deberán poseer un conocimiento amplio y comprobado socialmente sobre el objeto de estudio; en segundo lugar deberán mostrar disponibilidad total e interés de ser entrevistados y, en tercer lugar –y no por esto menos importante– el informante deberá contar con el tiempo libre necesario que permite cumplimentar el trabajo con éste y, posteriormente, para que revise sus resultados e incluso poder planificar nuevas entrevistas verificativas o de cualesquiera que se trate. Por supuesto, siempre hay que dejar un margen al surgimiento de nuevos informantes-claves, que surgirán del conjunto de entrevistas planificadas u otras que se presenten de forma casuística pero, en todo caso, esos nuevos informantes tendrán que pasar por las «horcas caudinas» del investigador, en el mejor de los sentidos, es decir, con rigurosidad, de donde la expresión. En resumen, con todos estos informantes decisivos a la mano tendremos la posibilidad siempre de realizar una comparación adecuada y, finalmente, extraer de entre estos, aquellos con los que finalmente trabajaremos.
La recogida de datos. La observación y la entrevista La recogida de datos es un proceso planificado y dirigido, donde el azar juega un papel secundario aunque ciertamente importante a veces. Es decir, la planificación es lo consciente en la investigación, pero el azar aporta elementos muchas veces no considerados en esa planificación o bien que surgen por circunstancias fortuitas. La otra parte de este trabajo es la de cuáles técnicas utilizar y entre éstas citamos la observación, como un primer paso y no por ello
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simple, paso que muchas veces obviamos. Las otras técnicas son las de la entrevista y el cuestionario. En cuanto a la observación éste es un procedimiento de recogida de datos que puede resultar precioso para poder determinar in situ lo que deseamos hacer cuando no tenemos mayor información. Además, la observación nos permite actuar allí donde presumamos la posibilidad de tergiversación u otro elemento que pudiese afectar a los datos. Como su nombre lo indica observar es eso, pero en el sentido de escrudiñar el área o persona objeto de atención en búsqueda de respuestas mayores, para después y sólo después y en tal caso aplicar la entrevista. También la observación resulta muy útil para aquellos casos de personas o grupos de éstas que se muestran renuentes a proporcionar datos o al menos de una parte de la información que necesitamos, lo que nos permite inferirla si somos atentos con dicha observación o, al menos, reorientarla para otras entrevistas. Sin embargo, la observación también requiere de sistematicidad y planificación. No basta con aplicarla sobre la base de un empirismo incontrolado, eso no tendría sentido. La observación debe ser registrada minuciosamente a partir de las preguntas ¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo? y ¿dónde? se realiza ésta, para satisfacer los objetivos que nos planteamos. Por tanto, la observación es deliberada y sistemática al igual que cualquier otro método de investigación, lo que le permite a esta rebasar ese empirismo de la más conocida observación simple, cotidiana. Como estamos seleccionando lo que queremos, la observación nos permite decantar lo superfluo para poder acercarnos a lo que buscamos: una correcta selección de muestras que responda a la finalidad que nos proponemos. En ésta, indiscutiblemente, tendrá que tenerse presente el tiempo con el que contamos. Es decir, no basta con observar planificadamente sobre el objeto o los objetos de investigación, es necesario también planificar el tiempo de esta observación, tal y como se hace con cualquier otro tipo de investigación. Sólo deseamos agregar que sería conveniente dar el carácter de observación participante a la que nos proponemos hacer, enten-
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diendo por ésta a aquella en la que se involucra el investigador con los acontecimientos y personas que está observando. Ello implica participar en su vida social con el objetivo de adentrarnos más en lo que buscamos y en particular en crear un clima de confianza con los sujetos objeto de análisis. Los resultados aquí serían mucho más confiables y cribados que los recogidos en otros métodos de observación, pues permiten al investigador un acercamiento que puede ser trascendental incluso para una segunda fase posible, la de la entrevista. La entrevista, concebida como una técnica de acción verbal interactiva, en la que el investigador (entrevistador) busca obtener información del testimoniante (entrevistado), es un recurso esencial de la metodología de la investigación cualitativa y, por tanto, preciosa para el investigador regional. Por supuesto, ésta se aplica sobre individuos o sobre grupos seleccionados previamente o de aquellos que resulten del propio proceso de la investigación de campo. Ahora bien, existen estrategias diferentes a la hora de aplicar esta técnica, pero ahora nos interesa desarrollar la llamada entrevista no estructurada o etnográfica, que es una de las que mejor se aviene a nuestros propósitos en el trabajo de campo. En este tipo de entrevista el investigador centra su atención en un determinado problema o conjunto de problemas, por lo que se hace necesario que establezca una relación o epigrafiado a abordar. La idea entonces en este caso es la de profundizar fundamentalmente en ese tema o conjunto de temas. Si esto es así ello significa que el investigador no sólo tiene que tener claro lo que busca sino además dejar espacios suficientes para futuras entrevistas, de ser éstas menester, dirigiendo su atención –dentro de ese conjunto posible– a cuestiones cada vez más precisas. La idea no es debatir con el entrevistado. Todo lo contrario, la idea es que éste –o éstos– exprese al menos una parte de ese rico mundo interior que tenemos los seres humanos, al menos en lo que respecta al centro de nuestros intereses investigativos. Por eso es muy importante el lenguaje que utilicemos, sus formas, para llegar a obtener lo que buscamos. No se trata de establecer
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preciosismos científicos a través de un lenguaje rebuscado. No, se trata de llegar al entrevistado mediante sus esquemas y formas lingüísticas particulares de expresarse, las cuales iremos descubriendo cada vez más y cada vez más también utilizándolas para hacernos entender con toda claridad y que no queden resquemores o incomprensiones por el hecho lingüístico en sí. Si una palabra aquí debe utilizarse es la de adaptación de nosotros a ellos, sin perder por esto nuestros objetivos, obviamente. Vistas así las cosas, este tipo de entrevista poseen un margen de informalidad, que hará sentir cada vez más a sus anchas al entrevistado. Por tanto, si pudiéramos hablar de condiciones, éstas las imponen los entrevistados, no nosotros. Nosotros lo que hacemos es, sutilmente, canalizar nuestros objetivos, de forma práctica, nunca impuestos. Eso sí, con la aquiescencia del entrevistado siempre, es decir, que él sepa lo que pretendemos realizar en su esencia, al menos grosso modo inicialmente. Después, sería ir aclarándoles nuestros objetivos específicos, para que el entrevistado no se vaya a sentir incómodo o cercado de preguntas que en definitiva no conducirían a nada, sino al fracaso del proceso. En nuestro criterio el momento climático de esa atmósfera común que creamos con él se logra cuando el entrevistado nos puede decir, en un momento determinado, hasta de la inconveniencia para él o su grupo más cercano –si es que lo tiene– de contestar ciertas preguntas que le hagamos. Establecido ese clima de confianza mutua todo marchará sobre ruedas. Por ello tenía tanta razón J. P. Spradley cuando concebía a este tipo de entrevista como «una serie de conversaciones libres en las que el investigador va introduciendo, poco a poco, nuevos elementos que ayudan al informante a comportarse como tal»4. Lo que estamos diciendo es que la entrevista en profundidad o etnográfica es un proceso mediante el cual cada vez más nuestro entrevistado se va incluyendo en nuestro trabajo, hasta lograr construir con nosotros algo común, hasta donde puede existir esta inteligencia, desde luego. El problema entonces radicaría en cómo 4
J. P. Spradley. The Ethnographic Interview, Nueva York, Holt, Rinehart & Winston, 1979, p. 58.
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nosotros los investigadores regionales podemos ir ganando esa confianza necesaria con los entrevistados, máxime cuando existe una relación entre una persona que ama a su región –por lo general–, o sea, el entrevistado, y otra –nosotros– que somos conocedores y sabemos apreciar lo que es la vida regional y sus componentes. Esto, aunque parezca una perogrullada es un elemento capital en esa relación que comenzamos a desarrollar con el entrevistado. Un asunto particularmente importante en esa comunicación interactiva entre ambos, insistimos, es que el entrevistador logre ir captando de forma paulatina pero continua las especificidades lingüísticas y las formas de expresión del entrevistado, para que no se pierda detalle alguno. De la misma manera nosotros debemos hacernos inteligibles, lo que refuerza de paso ese clima de confianza, de respeto mutuo y a veces hasta de fraternidad que se va dando en la entrevista. Logrado ese clima de comunicación fluida podemos lograr llevar una y otra vez la brasa a nuestra sardina, como dice la vieja imagen española. Si el diálogo fluye sin cortapisas entonces es posible llevar hasta a la repetición de aspectos medulares que deseamos aclarar bien y cuantos otros propósitos tengamos o reforcemos en el período de trabajo con el entrevistado. Un elemento básico dentro de ese clima propiciatorio a lograr es que nuestro entrevistado no vea en el investigador a una especie de sabelotodo, sino que éste da margen con su actuación a una conversación franca y abierta e incluso, a veces, a una verdadera explosión de franqueza, que sería lo óptimo. En resumen y en cuanto a este punto que un clima apropiado logrado más preguntas certeras y flexibles llevan a un punto excelente, summum, en realidad, de lo que buscamos. Por tanto, el desarrollo de la entrevista lo concebimos como un proceso de interacción entre una persona que explica sus vivencias que ya se van convirtiendo en historia –si no es que ya lo son– y otra persona, el entrevistador, cuyo objetivo es el de comprender y analizar la información que se le brinda, siempre con una participación muy activa. Para lograr que ese proceso se lleve hasta su fin de forma exitosa se requiere que se establezca un clima de confianza entre la una y
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la otra parte y esto sólo se logra mediante el establecimiento de relaciones personales de respeto mutuo y, en un grado superlativo, incluso de simpatía o al menos de empatía entre el uno y el otro. Por supuesto que es muy conocido en nuestro ámbito de acción que los primeros momentos de toda entrevista o conjunto de estas suelen ser marcados por lo general por un amplio espectro de posiciones de desconfianza que el entrevistado presenta casi invariablemente. Romper esa desconfianza se convierte entonces en la tarea de primera magnitud cuando trabajamos con nuestro entrevistado. Entonces podemos concordar con que al inicio del trabajo se establece una fase de tipo exploratoria por ambas partes, en que nos reconocemos mutuamente entrevistado y entrevistador. Lo importante, lo trascendental en estos momentos iniciales es mantenernos conversando por ambas partes, hasta que se encuentren los hilos conductores de la relación que se está estableciendo. El fin de la conversación, su debilitamiento paulatino, no significan otra cosa que el fracaso de la entrevista, cuestión muy alejada de nuestra voluntad y necesidades. El entrevistado necesita sentirse reflejado en lo que decimos a partir del momento de la primera entrevista, necesita conocer que nos apropiamos o al menos utilizamos sus ideas, lo que le generará un clima de confianza. Este último es el que nos garantiza que nuestro entrevistado coopere efectivamente con lo que nos proponemos. En caso contrario podría significar el languidecimiento de todo el proceso de la entrevista, aunque nuestro entrevistado no nos pide concluirla. En definitiva estamos en una disyuntiva entonces: o no logramos la cooperación y el clima de confianza y la entrevista fenece o lo logramos y la entrevista ya no sólo fluirá sino que además prosperará hasta límites insospechados. No hay otra solución. Elemento esencial en este último sentido es que nosotros nos pleguemos a los requisitos que nos ponga el entrevistado –en el mejor de los sentidos– en cuanto a la seguridad que este necesita de que los resultados de la entrevista sean fieles al original y que nos traspasen los límites deseables para el entrevistado e incluso su seguridad personal.
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Por tal razón y desde un inicio debemos proponerle al entrevistado, en la búsqueda de ese clima de confianza, que los resultados parciales y finales del proceso de la entrevista serán aprobados siempre por este y que sólo se incluirán finalmente aquellas cuestiones que nos autorice nuestro entrevistado. Incluso es necesario exponerle que, si es necesario, se puede optar por el anonimato como recurso extremo. Por descontado se da que este proceso será de utilidad sólo en la medida en que logremos establecer ese clima de confianza al que nos referimos antes que, a su vez, posibilitará muchas veces trascender los temores y aprehensiones de nuestro informante. En tal sentido la calidad humana del entrevistador, que debe ser demostrada –aunque no forzada– tendrá siempre la última palabra en cuanto a lo que nos proponemos. Por todas estas razones el comienzo de la entrevista en profundidad se plantea como una conversación libre, de conocimiento mutuo, exploratoria, sin cortapisas, en la que exponemos nuestros objetivos al entrevistado, pero también le indicamos que es él el que pone las reglas para la entrevista. Si estas reglas cambiasen favorablemente para nosotros eso se debería seguramente al respeto que nos hemos ganado con nuestro entrevistado, gracias a la sensibilidad que hemos demostrado hacia él y sus problemas e ideas, aunque no las compartamos. Es muy importante entonces que este último no se sienta evaluado o siquiera sospeche que se le evalúa en sus conocimientos, en su grado de escolaridad, en su procedencia social, política, religiosa, étnica o cualesquiera otras. A este debemos convencerlo de que nuestros objetivos son rectos y que se modificarían acorde incluso con los condicionamientos que se nos imponen, a no ser que resulten exagerados. No sería extraño que durante esos primeros momentos, de conocimiento mutuo, diríamos, el entrevistado muestre desconfianza, que nos sondee continuamente, tratando de comprobar que no le haremos daño por sus declaraciones. Por eso hay que dejarlo hablar, incluso que él sea el que nos sondee a nosotros, hasta lograr su confianza mediante la exposición de la rectitud de nuestros objetivos. El problema radicaría que, en medio de esas tácticas del entrevistado, tratásemos, sin imposiciones, de ir llevando la
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conversación, de forma paulatina, hacia temas concretos, sin que ello signifique que éste se sienta presionado. Después de esos momentos iniciales de la entrevista pasamos a una segunda fase, la de realizar comprobaciones sobre el material que ya tenemos en mano. Esas comprobaciones se dan en dos planos: con el entrevistado y con todo lo demás que se le relacione. Con el entrevistado hay que ser muy cautelosos, demostrarles que lo que queremos es ampliar sus opiniones, «nunca contradecirlas», pues esto último pudiera conducir al fin de esa relación que logramos inicialmente. Se trata de que nuestros informantes expongan con toda libertad, más allá de su nivel de escolaridad y sus temores, las versiones finales que estos tengan acerca de lo que nos interesa. Paralelamente y con mucha discreción habría que acompañar esas comprobaciones con todos y cada uno de los elementos que tenemos a la mano para ello: publicaciones impresas, documentos, grabaciones, etc. e incluso las demás entrevistas que ya están realizadas o incluso las que se están realizando con otras personas. Pero éste, que quede bien claro, es un terreno peligroso, de máxima confidencialidad, y un trabajo paralelo de que el entrevistado no debe tener información a no ser que, expresamente, lo hayamos acordado de alguna manera con este, pero de forma muy inteligente, para no ofenderlo o hacerlo enojar. Un elemento concreto que se refuerza a partir de esta primera entrevista es el principio de que no se deben emitir juicios sobre o a la persona entrevistada. Esta debe sentir que no se le está juzgando, sino que se le está escuchando y que el investigador incluso trata de ser todo lo humanamente comprensible ante las situaciones que se van presentando. Si logramos esto estaremos logrando el éxito rotundo de la entrevista. Otro elemento concreto a tener en cuenta en este trabajo es el del uso de grabadoras, elemento técnico que muchas veces impresiona a los entrevistados. Está claro que la utilización de este recurso nos deja prácticamente las manos libres para escuchar atentamente a nuestro entrevistado y poder seguir, con toda la agilidad mental necesaria, el hilo conductor de la conversación. Pero también es
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posible que la persona rechace este medio técnico, que le infunda temor o que haya tenido incluso una experiencia anterior desagradable. De aquí que sea útil no presentar la grabadora desde un inicio e introducirla sólo cuando estemos convencidos de que es el momento idóneo para ello o bien que solicitemos la autorización del informante, prometiéndole una transcripción posterior de la entrevista. Además, se recomienda que estas grabadoras sean de pequeño tamaño, para impresionar menos a nuestros interlocutores. Para lograr introducir este medio técnico es muy conveniente sugerir, convencer al informante de la utilidad de la grabadora y del tiempo y trabajo que ahorra a ambos, amén de la fidelidad que presupone en cuanto a la recepción de sus palabras. Lo que sí no debe ocurrir es que no preparemos previamente al equipo para todas las eventualidades (baterías, cintas apropiadas de la máxima extensión posible, cable transformador para la toma a la corriente eléctrica, buen funcionamiento en general del equipo, etc.) incluyendo siempre las pruebas de funcionamiento del equipo. Y por supuesto que todas estas precauciones van acompañadas de la elección de un lugar tranquilo y con las condiciones apropiadas para que la entrevista transcurra con toda normalidad y sin interferencias externas manifiestas (ruidos, voces, música y otras), lo que implica, de paso, que hablemos con claridad y que además logremos que el informante lo haga de igual manera, en dependencia de sus posibilidades, por supuesto. Pasemos entonces a analizar un elemento, quizás secundario, pero no por esto menos importante en el proceso de investigación, acorde con las circunstancias que se van presentando: el del cuestionario.
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El cuestionario Éste no se puede considerar como una técnica representativa de la metodología de investigación cualitativa, pero tampoco es extraña a la misma. Es más, en algunas ocasiones el cuestionario se puede constituir en un elemento valioso para el trabajo cualitativo, siempre y cuando sepamos utilizarlo de forma adecuada. El gran problema del cuestionario es que, como se concibe éste para ser aplicado, sin contemplar un proceso de intercambio entre el investigador y aquel a quien se somete el cuestionario, sobre sus resultados no podrá actuar al menos de forma inmediata el investigador. Vistas así las cosas, el cuestionario es concebido entonces como una técnica más, no fundamental en el proceso de recogida de datos en la investigación cualitativa. Aún así, en el análisis de los resultados del cuestionario se pueden extraer conclusiones muy provechosas para el trabajo cualitativo, siempre y cuando se tenga la facilidad de ampliar sus resultados por uno u otro medio. Si lo vamos a concebir como lo que es realmente, el cuestionario es en sí un interrogatorio, efectuado sobre la base de un formulario previamente preparado que, para muchos no debe sobrepasar las veinticinco o treinta preguntas ni contener menos de cinco. Ahora bien, ese interrogatorio a lo más que puede llegar, dadas sus características, es a un estudio exploratorio de lo que pretendemos hacer. Reflexiones mayores, a profundidad, habría que buscarlas a través de la entrevista y otro medio similar. Cuando introducimos esta técnica del cuestionario en estas reflexiones es fundamentalmente porque, en determinadas condiciones y situaciones, todo hace aconsejable que nos acompañen en nuestro trabajo. Estamos pensando concretamente en la existencia de un amplio grupo de informantes que se nos puede presentar sin esperarlo y para el cual no tengamos tiempo programado ni físico para entrevistarlos a todos. Estamos pensando también en la utilidad del cuestionario como elemento inicial, exploratorio, al cual nos referimos más arriba, pero en el entendido que este abra
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caminos a las ricas posibilidades que arrojarían entrevistas ulteriores, luego del análisis de esos primeros resultados que seguramente traería el cuestionario. Ahora bien, ciertos requisitos no deberán pasarse por alto a la hora de concebir los cuestionarios. Uno de ellos es el del tipo de público al cual va dirigido, lo que conlleva un lenguaje de uno u otro tipo, acorde con el nivel al que nos dirigimos. Recordemos que no tenemos la posibilidad de interactuar a través del cuestionario, de donde la importancia de lo que acabamos de afirmar. La otra cuestión sería la extensión del cuestionario, es decir, limitarlo en la medida de lo posible a las preguntas que realmente nos interesan formular para garantizar que los informantes de este tipo de técnica no lo rechacen o contesten apresuradamente. Volvemos aquí al hecho de la imposibilidad de interactuar, como fuera deseable. Por supuesto, estas últimas consideraciones implican además que el cuestionario debe estar concebido para que el informante responda con la mayor precisión posible lo que le preguntamos. También significa que la redacción de la introducción del cuestionario debe ser todo lo clara, concisa y explícita posible, que no deje lugar a dudas de lo que se pretende con las preguntas que a continuación se efectúan ni del uso final que se dará a sus respuestas, bien sean anónimas o no. Incluso se recomienda comúnmente buscar algún mecanismo para que los sujetos sometidos al cuestionario puedan de alguna manera tener acceso a los resultados generales que arroja el mismo, en el entendido siempre que es ético hacerlo y, además, pragmático, ya que nos abre puertas en vez de cerrárnoslas. Si todo esto es así, volvemos a subrayar la necesidad de que el cuestionario debe ser concebido por el investigador –e incluso por el equipo de investigadores, si es que existe– de forma integral, previendo las posibles respuestas, lo que haría mucho más integrales las preguntas formuladas. Quizás pudiera parecer aventurado conjeturar especie de modelos de respuesta, pero un buen trabajo previo sí garantizaría una previsión en tal sentido. No se trata de prever sólo un modelo de respuesta sino varios modelos posibles. Con estos en la mano es que podemos perfeccionar las preguntas
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a realizar, convirtiéndose de hecho en una de las alternativas más importantes en cuanto a dichas preguntas, que garanticen además el tiempo más corto posible en las respuestas, a lo cual hacíamos referencia más arriba. Entonces ésta es una de las claves de la efectividad de las preguntas. Así, la formulación de las preguntas lleva también otros requisitos. Aunque parezca una afirmación innecesaria, las preguntas sólo se formularán en relación directa con el objeto de estudio, nunca con preguntas o partes de estas que puedan llevar a la divagación en la respuesta. De igual manera se deben suprimir aquellas preguntas o partes de estas que se pueden obtener por otras vías, lo que recargaría innecesariamente al cuestionario, permitiéndonos aprovecharlo para otras consideraciones más útiles. En el otro extremo están las preguntas confidenciales, que se deben desechar en esta técnica. La confidencialidad sólo podrá obtenerse en el transcurso de las entrevistas, cuando se logre el clima apropiado, sin forzar al entrevistado y, por tanto, cuando sus intervenciones sobre temas delicados fluyan como parte de ese todo que es el conjunto del proceso de la entrevista. Por descontado que el cuestionario, entonces, es ajeno siquiera a un grado permisivo en tal cuestión, ya que lo puede conducir –generalmente sucede así– al fracaso. En definitiva entonces, como reconocen casi todos los autores que se refieren a estos temas, las preguntas deben ser formuladas de forma diáfana, sin que éstas puedan siquiera sugerir segundas intenciones, lo que llevaría al fracaso de todo el cuestionario. A la vez y como corolario de lo anterior, las preguntas deberán proporcionarnos respuestas claras y precisas, exentas de ambigüedades, que se incrementan siempre cuando dejamos los resquicios para que estas se produzcan. Pero también debe concebirse preguntas que puedan responderse con un abanico mediano de opciones y, en tal caso, también estas opciones deberán ser consideradas. Lo ideal es que cada pregunta se refiera a una sola cuestión, no más. Lo deseable fuera que las preguntas se ensayaran previamente, pero tales ensayos pueden acarrear, por otro lado, males acompañantes, como puede ser el de marginar la novedad de lo que
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pretendemos hacer con el cuestionario al aplicarlo a un colectivo, por ejemplo. En suma, el cuestionario, como hemos visto, puede resultar muy provechoso para el trabajo de investigaci贸n cualitativa siempre y cuando se cumplan con estos requisitos antes explicitados.
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Metodología de investigación histórica
Organización y dirección de unidades de investigación en historia regional y local: la experiencia cubana
Fundamentación e inicio del Programa La organización de unidades de investigación encuentra en el Programa Nacional de Historias Provinciales y Municipales de Cuba (1987 hasta la fecha) una buena muestra de lo que se realiza en este campo en la concepción, organización y desarrollo de investigaciones complejas en Historia. No obstante existen experiencias previas sobre todo a nivel de centros de educación superior y de institutos superiores de investigación científica. El Programa, comenzando en 1987 y puesto en ejecución en 1988-1989, abarca cada una le las trece provincias cubanas, a su municipio especial, y a los 168 municipios con que cuenta la República, y se encuentra en la actualidad en la etapa de conclusión. Rectorado por el Instituto de Historia de Cuba, organismo central fundamental en el país en su categoría, el programa contó desde sus inicios con la colaboración de numerosas instituciones en todas las demarcaciones administrativas del país. En particular el mismo fue apoyado por los ministerios de Educación y de Educación Superior, sobre todo el primero (debido a sus objetivos), y por el Ministerio de Cultura (en particular en cuanto a los museos y monumentos de toda la República).
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El planteamiento inicial fue el de realizar un grupo de investigaciones que, en el plazo de un quinquenio, brindasen un análisis historiográfico de cada una de estas demarcaciones en función de los intereses científicos, educacionales, patrióticos e ideológicos del país. Paralelamente se ejecutaría también por dicho instituto un programa de historia nacional, con cinco volúmenes planificados. Se aclara desde ese entonces la imposibilidad de lograr la deseable precedencia del primero sobre el segundo, por urgencia y necesidades perentorias a resolver. Con similares planteamientos se concibe la simultaneidad en la concepción y ejecución de los proyectos provinciales y municipales. Tales directivas del Instituto de Historia de Cuba se fundamentan en lo que este centro investigativo considera como dos proyectos con posibilidades reales para su ejecución. Ahora bien, si a nivel capitalino el instituto contaba con los especialistas y colaboradores idóneos para ejecutar el programa nacional, otra es la situación en las provincias y sobre todo en los municipios. La consideración esencial fue que entonces se contaba, al menos en cada capital provincial, con profesionales de la Historia con mayor o al menos mediana experiencia en las actividades investigativas, dada la existencia de centros de educación superior en cada una de éstas (a veces más de uno), en particular universidades, centros y filiales universitarias, de diversas categorías –y experiencia– e institutos superiores pedagógicos; así como de otros centros educacionales, investigativos y científicos. El problema práctico inmediato a considerar fue el del elevado número de investigadores necesarios para la ingente tarea a emprender, pues solo con los pocos especialistas que existían en cada una de las provincias no se podía resolver una obra de tal magnitud. La solución se buscó entre los maestros y profesores de Ciencias Sociales y en particular de Historia del sistema educacional del país quienes, a su vez, utilizarían en el futuro inmediato sus resultados para la docencia en la disciplina Historia de Cuba en los niveles de la educación primaria (5º y 6º grados) y secundaria (9º grado). Aquí el factor de la motivación profesional, manejado adecuadamente, arrojaría pingües beneficios al proyecto.
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Para la concepción de este programa en el nivel central nacional, se contó con el trabajo de los mejores especialistas en historia regional y local de todo el país, laborasen o no en el Instituto de Historia de Cuba, así como con la consulta a algunos de los mejores y más experimentados historiadores nacionales cubanos. Esto permitió la confección de una guía de investigación y de un codificador o clasificador de la información, con carácter muy flexible, que recogían todos los presupuestos científicos, metodológicos, educativos, patrióticos y otros propuestos. La materialización de estos objetivos se comenzó con una serie de reuniones de trabajo, que devinieron en un conjunto de seminarios-talleres y en cursos de post-grados, impartidos a los especialistas de las provincias, en materias tales como Historia Regional Cubana y Metodología de la Investigación Histórica Regional y Local.
Estructura Desde estos primeros pasos organizativos se orientó centralmente la creación de Consejos Científicos Provinciales de Historia (CCP) que, como órganos asesores de los proyectos provinciales y municipales a ejecutar, nucleasen a aquellos profesionales de la Historia y de otras ciencias sociales afines, motivados por esta tarea y que contasen con experiencia, los conocimientos y la capacidad idóneos para integrarlos. A la vez deberían crearse los llamados «equipos provinciales» con similares condiciones encargados de la investigación en sí, bajo la asesoría de los consejos. En el caso de la provincia central cubana de Villa Clara, que es la que tomamos como ejemplo en este caso, la decisión tomada entonces fue la de unir ambas funciones bajo la denominación de Consejo Científico Provincial de Historia, con equipos o grupos de trabajo por períodos históricos, subordinados e integrantes del trabajo general del consejo. Un grado de compartimentación mayor de las funciones pudo observarse
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en el caso de la provincia de Santiago de Cuba en el oriente cubano y la segunda por su importancia en el país. El Consejo Científico Provincial de Villa Clara estaría integrado por los equipos o grupos que respondían a los periódicos históricos de comunidades aborígenes (hasta 1510), Colonia (1511-1898), Neocolonia –República– (1899-1952), Revolución (1952-1958) y Revolución en el poder (1959-1990), tal y como se había orientado a nivel nacional (siguiendo la tradicional división periodológica de la historiografía nacional al uso, que analizaremos más adelante), a los que añadimos a la provincia villaclareña los equipos o grupos de investigación de Cultura y Educación y Características Generales y Cartografía, que arrojaron muy buenos resultados en cuanto a los objetivos propuestos por la investigación. El programa nacional, con tal magnitud y proyecciones, contó en sus inicios con unos 3000 profesionales en todo el país, repartidos no siempre con igual proposición en todas las provincias pues, mientras unas contaban con proyectos investigativos anteriores (Matanzas, Ciego de Ávila); algunas con una relativamente amplia tradición en este tipo de trabajo y por tanto con varios especialistas (Santiago de Cuba, Villa Clara); otras recién comenzaban este empeño (Las Tunas, Pinar del Río, Sancti Spíritus), con escaso número de estos especialistas. Desde luego la propia marcha de la investigación conllevada en sí un proceso de decantación y de superación de estos profesionales tanto por sus características científicas y personales como por las propias necesidades del proceso de la investigación. Estas diferencias, producto a su vez de un desarrollo histórico y cultural regional desigual, se reflejaron en el proceso de selección del personal a participar en investigaciones. Para el caso de Villa Clara (así como para otras provincias) fueron considerados rubros tales como el del rendimiento académico de pre y post-grado, la experiencia y los resultados en investigaciones de pre y post-grado, el interés y la experiencia y los resultados en investigación demostrada y la propia individualidad del investigador, en particular aquella referida al trabajo en equipo. Para esta provincia existe una interesante experiencia de la labor de selección previa de los futuros
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investigadores de los municipios, realizado por una comisión de especialistas de reconocido prestigio y trayectoria docente e investigativa, que a su vez representaron diversos centros docentes e investigativos del territorio, factor que ampliaba per se las posibilidades de selección. No obstante, solo algunas provincias tuvieron la posibilidad de crear Consejos Científicos Municipales de Historia (CCM), otras crearon grupos de trabajo a ese nivel y finalmente, las hubo que sólo pudieron asesorar y controlar el trabajo desde el Consejo Científico Provincial. Aclaramos que, en todos los casos, dicho consejo incidió en el trabajo municipal, con especialistas de nivel provincial, escogidos por su trayectoria investigativa. El organigrama a continuación expone la estructura asumida, en este caso la de la provincia de Villa Clara: INSTITUTO DE HISTORIA DE CUBA (Consejo Científico y Departamento de Historia Regional)
CONSEJO CIENTÍFICO PROVINCIAL DE HISTORIA DE VILLA CLARA (Presidente, Vicepresidente, Secretario y Jefes de Equipo)
EQUIPOS Comunidades aborígenes (h. 1510) Colonia (1511-1898) Neocolonia (1898-1952) Características Generales Cartografía
EQUIPOS Revolución (1952-1950) Revolución en el poder (1958-1990) Cultura y Educación
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En los municipios se consideró la factibilidad de incorporar a los cronistas e historiadores locales tradicionales, asunto debatido y cuestionado por algunos pero que, innegablemente, pese a las limitantes que se les puedan señalar, estos aportaron experiencias conocimientos y fuentes al menos, cuando no y en algunos casos las conclusiones de toda una rica vida de trabajo en esta dirección. En esta línea también en algunas provincias se determinó la utilización de grupos de aficionados en Arqueología, bajo la dirección de especialistas siempre, toda vez que en Cuba estos grupos existen organizadamente, supervisados y asesorados por las delegaciones provisionales de la Academia de Ciencias de Cuba (actual Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente). Experiencias positivas en este sentido es posible hallarlas en muchas provincias del país gracias al grado de organización previamente alcanzado en el trabajo arqueológico y etnográfico. Me permito en esta ocasión citar como ejemplo los resultados obtenidos en la provincia de Villa Clara, modestos en verdad, pero también los objetivamente alcanzables a la sazón. Así también y como excepción, se consideró la inclusión en los proyectos municipales villaclareños de profesionales de otras ramas de la ciencia con experiencia y resultados en la labor historiográfica. Como vemos, la inclusión de personal no entrenado directamente en la investigación científica trajo sus dificultades, subsanables hasta cierto punto como veremos más adelante pero, en el otro extremo, también se evitó la superespecialización de los miembros de los equipos, pues esta podía haber llevado a una visión estancada, aislada, de los fenómenos a investigar. A la vez, por lo general se consideró la posibilidad de incorporar a nuevos investigadores en las diversas fases de la investigación. La experiencia demuestra que la unidad investigativa debe estar preparada para la contingencia, por un sinnúmero de causas de todo orden. Si aquí deben considerarse las dificultades que tales situaciones acarrean, tampoco debe minimizarse, tras una buena selección, el papel que juega el nuevo aliento, las nuevas perspectivas, las nuevas experiencias concretas que aportan los nuevos miembros. Sobre este punto es conveniente insistir otra vez.
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Los equipos de investigación En general es aconsejable que esta selección del personal de investigación considere la posibilidad de su agrupación en los diversos centros e instituciones implicados en la misma, factor del que, por ejemplo, siempre estuvo consciente la provincia de Santiago de Cuba, sin que ello rompa, desde luego, la unidad y coherencia del trabajo del consejo. Estos facilitan la inscripción oficial, el apoyo, los recursos para tareas y temas de investigación que, de esta manera, se convierten en prioritarios en sus centros respectivos. La desatención de ambas puede traer resultados desastrosos para etapas y períodos del trabajo, como lo ha demostrado la experiencia. Así, la existencia de un notorio pluricentrismo en las tareas investigativas dificulta precisamente todo lo que facilita una racional distribución por centro e instituciones cuando ello es posible. Este fue el caso en el comienzo de la investigación de la provincia más oriental del país, la de Guantánamo, tal y como reconoció su Consejo Científico, debido a realidades objetivas. No puedo dejar de mencionar el caso de los investigadores aislados –y aislantes algunos, por qué no– que, por su importancia y frecuencia, pueda llegar a convertirse en una preocupación inicial en las fases primarias de la investigación, como ocurrió en la provincia oriental de Granma. Aquí habría que realizar un análisis por parte del Consejo para considerar la estrategia a seguir en cada caso. Insisto que en la selección del equipo investigativo, entre otras consideraciones, debe existir un balance generacional, porque a la experiencia de años siempre es conveniente añadir frescura, osadía y otras cualidades que aunque no ausentes en los más viejos investigadores, caracterizan con preferencia a su relevo. Por otro lado, un trabajo investigativo con perspectivas futuras, jamás podrá desdeñar a las nuevas generaciones de historiadores. Estas se hacen en el propio trabajo, con «nalgas de plomo», como decía el arzobispo de Cuernavaca, México, monseñor Sergio Méndez Arceo.
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E, insistiendo en el campo generacional, tampoco los años de trabajo fructíferos pueden obnubilar en nuestras consideraciones la posibilidad de agotamiento, de pérdida de interés en el investigador, por muy experimentado que este sea, lo que, desde luego, no implica aceptar a pie juntillas la conocida tesis del gran físico italiano Enrico Fermi que afirma que un científico debería cambiar su orientación profesional después de haber trabajado diez años en una esfera, porque al fin de este lapso se debilita su aporte creativo y por ello estaría obligado a ceder su sitio a científicos jóvenes. La propia obra de Fermi demuestra todo lo contrario, así como la de innumerables investigadores de todas las épocas. Un aspecto muy sensible para la buena marcha de la unidad de investigación lo fue la decisión de su jefe y de los jefes de equipos de trabajo y sus sustitutos. Muchas son las opiniones contemporáneas al respecto, en particular aquellas que se manejan en técnicas de dirección y gerencia. En la experiencia de Villa Clara se parte del principio de que el jefe es el guía de la investigación, no su ejecutor general. Estos jefes fueron escogidos entre los especialistas de más alto nivel científico y metodológico y prestigio en sus colectivos. Se tuvo en cuenta siempre la función inspiradora de su liderazgo, que pudiese incitar, impeler, dinamizar, magnetizar, a través de su carisma. Aquí siempre habría que considerar que el liderazgo es esencialmente personal y va más allá de la estructura organizativa, es decir, que aumenta su influencia de las indicaciones y directivas de la organización dada. En nuestra experiencia el incumplimiento de este elemento trajo dificultades serias al menos en un caso del trabajo en Villa Clara. Estos líderes científicos, por tanto, debieron aunar a su experiencia, su propia laboriosidad, perseverancia y resolución ante los problemas presentados. En estos la labor científico-investigativa marchó adecuadamente cuando pudieron crear un clima de entusiasmo en el equipo. Su ausencia y las notas de pesimismo condujeron en el caso de un municipio villaclareño a hacer peligrar el éxito de la investigación en el mismo, solo recuperada gracias a su sustitución por uno de los principales investigadores del Consejo Municipal, el que contaba con varias de estas características, a lo
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que unió este colega la creación de un clima de fraternidad y compañerismo encomiables. Otras fallas repetidas en el liderazgo, con más de una sustitución debido a mala selección por causas diversas, se reflejó en un escaso aprovechamiento de la relativamente alta potencialidad científica de uno de los tres municipios con cabecera histórico-regional de esta provincia. Estas y otras razones explican los resultados mediocres alcanzados. Conste que ni la supervisión del trabajo investigativo desde el Consejo Científico Provincial pudo enmendar en lo sustancial tales deficiencias, teniendo en cuenta la autonomía de la unidad investigativa en el nivel municipal. Por lo mismo, tampoco una excesiva centralización esterilizante se estimó que pudiese arrojar beneficios, de donde que la idea clave, rectora, en este caso fue la de tratar siempre de alcanzar un consenso en las decisiones a tomar, en incentivar la exposición de todas las opiniones pues, hasta en las más erradas de éstas, pueden encontrarse núcleos racionales de pensamiento perfectamente aprovechables. Sobre esto insistiré más adelante. Estas ideas facilitaron en muchas oportunidades considerar la necesidad de cambio, factor tan estudiado en nuestros días. Dicha necesidad se relaciona tanto con las fuerzas de innovación como las de estabilización e incluso de estancamiento que existen dentro de toda la unidad investigativa y que se vincula con un conjunto de factores científicos, ideológicos, sico-sociales, etc., entre los cuales las diferencias generacionales que existen en el seno de los investigadores también ocupan su espacio. Quisiera detenerme en este momento en esta cuestión, dada su importancia renovadora. En nuestra experiencia, la mayor parte de las decisiones de cambio fueron acertadas, siempre y cuando fueron sopesadas cuidadosamente. Se produjeron cambios naturales o provocados desde la unidad investigativa superior (Instituto de Historia de Cuba), pero también espontáneos o dirigidos científicamente por las unidades investigativas villaclareñas en sus diferentes instancias (Consejo Provincial, Consejos Municipales, equipos de uno u otro nivel). Estos cambios fueron totales o parciales, modificativos o renovativos, cuando no de investigadores o de parte del sistema.
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Con toda evidencia, un cambio profundo en todo el sistema entraña un cuestionamiento de toda la organización y concepción del trabajo, como fue el caso en una de las provincias centrales de Cuba. Por consiguiente, un elemento casi constante en estos casos es el de la resistencia al cambio, consciente o inconsciente, que tantas veces se nos presentó en nuestro trabajo. Aquí a la persuasión, el prestigio del director científico y la confianza en los objetivos generales del proyecto de investigación, el convencimiento mediante la discusión franca y abierta y la honestidad científica son, entre otros, elementos determinantes en los procesos de cambio, siempre y cuando el análisis efectuado se produzca en el seno de la unidad investigativa y en contacto con la unidad superior o los consultantes del caso. Todo esto no minimiza, ni mucho menos, las responsabilidades del jefe de la unidad dada. Más bien estos procesos de cambio reafirman la autoridad de este último y constituyen verdaderos procesos de aprendizaje, para todos, finalmente. Pero el cambio tiene sus reglas y debe ser cuidadosamente sopesado. Así, cualquier cambio importante modifica a todo el sistema de investigaciones como el producto de su interdependencia. Es por esto por lo que debe de sopesarse sus costos y beneficios de cualquier índole (materiales, organizacionales, científicos, psicológicos, grupales, etc.). Ahora bien, los resultados de todo el proceso de cambios necesarios y bien concebidos lleva seguramente a obtener un plan, un diseño, mucho más adecuado a identificar y rectificar en aquellas áreas específicas con problemas a aumentar la comunicación en el seno de la unidad o colectivo investigativo y, lo que es muy importante, entre éste y los jefes de la investigación.
Las instituciones participantes Por otro lado, estas consideraciones organizacionales y de principios generales de trabajo, deben ir acompañadas con una adecuada selección de las instituciones y organismos a participar en el
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proyecto. Para el caso cubano resultan esenciales los centros de educación superior (en sus diversas categorías), los museos y archivos de historia, las escuelas e institutos del sistema de educación general y aquellas instituciones especializadas en ciencias que se relacionen con el proyecto. Tales son los casos de la Planificación Física o Económica Regionales y Urbana y de la Cartografía. Sus inclusiones respectivas dentro del proyecto investigativo es aconsejable que mantenga una incentivación que vaya más allá del elemento puramente económico o material en general o del simple compromiso personal o inter-institucional. En la experiencia de Villa Clara, la violación de estas consideraciones redundó negativamente sobre el trabajo del grupo de características generales del territorio a estudiar. Cuando la instituciones u organismos participantes en el proyecto de investigación tienen interés, es posible organizar planificadamente los recursos materiales necesarios y en especial el tiempo con que debe contar cada investigador, consideración esta última que, cuando se viola, trae resultados por lo general desastrosos para el proceso de la investigación visto en su conjunto, en específico en lo que respecta a los desfases que provoca. Ahora bien, ese tiempo, en nuestro criterio, siempre es posible de planificar, ya sea con un grado mayor o medio de efectividad. Una experiencia importante de un trabajo de investigación que hemos asesorado en la región de Cienfuegos, demostró que ello es factible si se tiene en cuenta las especificidades del investigador (grado de destreza, conocimiento del tema, por ejemplo) y la realidad concreta del universo a investigar, entre aquellos factores fundamentales a considerar. Volviendo a los diversos centros de los que proceden los investigadores y en función de brindar toda la integralidad posible al trabajo, es conveniente insistir en cómo se debe y se puede prever planificadamente la utilización de los diversos y posibles participantes en la investigación, no siempre aprovechados en todas sus potencialidades. Ahora me refiero a los estudiantes universitarios de años superiores que están en condiciones de realizar trabajos más complejos y, en particular, a aquellos que optan por obtener
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su diploma o título universitario. La provincia de Villa Clara tiene en estos un ejemplo de aprovechamiento organizado y coordinado que traspasó incluso sus fronteras para proyectarse en otros centros de educación superior del país. En este caso ofrecieron pingües beneficios los contactos previos interinstitucionales seguidos de entrevistas casuísticas con futuros graduados en los que se conjugaron intereses personales, institucionales y de la unidad de investigación, motivaciones específicas, etc. En similar dirección, pero con resultados superiores esperados desde el inicio, actuó la unidad investigativa (CCP) de la provincia de Pinar del Río, que no solo utilizó a varios de sus profesionales de más experiencia y solidez científica, sino que además canalizó y aprovechó a su favor –conjugando intereses y perspectivas, desde luego– tres tesis doctorales en curso. No fue este el caso, desafortunadamente, del aprovechamiento de las investigaciones de los museos de historia, bastante abundantes en Cuba, excepto en ciertos casos y experiencias provinciales y municipales concretas. Aquí factores tales como la preparación de sus especialistas, la falta de coordinación, la subvaloración de sus posibilidades, la cerrada defensa de sus propios proyectos de investigación, entre otros, conspiraron contra los amplios dividendos que hubiesen podido ofrecer tales centros y sus especialistas. De igual manera se podría considerar al personal de los archivos y bibliotecas relacionados con el quehacer historiográfico. Pero en resumen, resulta evidente que en algunas de las provincias cubanas –y los resultados y análisis finales dirán la última palabra– se alcanzó una integridad de buena parte de los centros con posibilidades de cooperar en la obra común. Aquí debo insistir en que este pluricentrismo de la dirección única de las unidades mayores de investigación (verbigracia, los CCP y los CCM cubanos que analizamos) requiere no solo de organización y de planificación rigurosa a la vez que flexible, sino también de la preparación de todos de los integrantes y colaboradores de esa unidad mayor que debe transcender el nivel de seminario y de las orientaciones metodológicas para adentrarse en todo un sistema de cursos de post-grado preparatorios para el trabajo
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de la unidad investigativa. En la experiencia de Villa Clara, resultaron insustituibles las disciplinas de Metodología de la Investigación en Historia Regional y Local, combinada con la Teoría y Método de la Historia y con énfasis en el estudio del caso concreto –hasta donde alcanzaba los conocimientos existentes en ese inicio de la investigación–: la historia de la provincia Villa Clara. Impartidos estos cursos por centros de educación superior de la provincia, bajo solicitud del CCP, también se planificarían otros cursos en el transcurso del proyecto, allí donde se detectaron insuficiencias. Esta experiencia provisional en la que participaron los dirigentes del CCM, también se repitió a escala municipal en varios lugares de Villa Clara, en este caso rectorada por estos dirigentes científico-investigativos municipales. Así mismo, dada la magnitud del proyecto cubano, con tan amplias repercusiones en el plano educacional, en la provincia se llevó adelante un interesante esfuerzo de capacitación de la masa profesoral. Desarrollado por el Instituto de Perfeccionamiento Educacional (IPE), la desaparición de éste abortó, en pleno proceso investigativo, una experiencia necesaria y útil que hoy en día se canaliza de cierta manera en el llamado reciclaje de los profesores del Ministerio de Educación cubano, aunque lamentablemente solo llevada a cabo en la última fase del cumplimiento del proyecto de investigación. No ocurriría lo mismo, por suerte, con la impartición de la Historia Regional y Local, instrumentada a nivel nacional, provincial y municipal en medio del desarrollo del Proyecto.
Algunos problemas historiográficos Otras cuestiones organizativas, derivadas de problemas científicos en lo que insistiremos más adelante se presentaron desde el inicio de la puesta en vigor del Proyecto Nacional de Historias Provinciales y Municipales. Uno de los más importantes fue el de los límites geográficos y los problemas historiográficos comunes a abar-
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car en cada caso, elemento en particular sensible entre provincias colindantes, como fue el caso de la de Pinar del Río y de La Habana, en el occidente cubano. Entre estas hubo una claridad meridiana desde el inicio del trabajo (1989) por parte del CCP pinareño en lo relativo al tratamiento a darle a la región limítrofe entre ambas, es decir, de aquella incluida durante toda la colonia y hasta 1975 en Pinar del Río y que a partir de 1976 pasó a formar parte de la provincia de La Habana, situación que no es otra cosa que un reflejo de los innumerables problemas que implican las llamadas regiones-fronteras aunque en este caso se trate de fronteras internas en una misma nación. Problema historiográfico peliagudo en verdad, lo fue y es el de aquellas provincias que comparten los mismos centros nodales fundamentales, cuestión particularmente sensible para dos de las macroregiones cubanas: la de Las Villas, en el centro de Cuba, y la de Oriente, en el este del país. Para la primera, Santa Clara, capital de esa macroregión (y antigua provincia, por cierto), irradiaba su influencia sobre sus seis regiones históricas integrantes, hoy en día contentivas de tres provincias, según la división político-administrativa de 1976. La segunda, Oriente, con capital en Santiago de Cuba, extendía su radio de acción sobre siete regiones históricas, en la actualidad ubicadas en las cinco provincias orientales desde 1976. Afortunadamente, los respectivos CCP de Villa Clara y Santiago de Cuba, donde se hallan dichos centros nodales, tuvieron conciencia del problema, desde el inicio de la organización y planificación de sus investigaciones respectivas. Por ello, en 1989 el CCP santiaguero consideró al municipio capital, de nombre homónimo, como el más difícil de tratar, mientras que en el mismo año el CCP villaclareño alerta a las provincias colindantes sobre el asunto. Para el caso de las provincias centrales villaclareñas no estimamos que este problema haya sido resuelto, como tampoco que los consejos científicos de las provincias colindantes de Sancti Spíritus y Cienfuegos le hayan dedicado toda la atención que merece. Un caso muy especial es el de la capital del país, la Ciudad de La Habana, que trae a colación la especificidad de estos casos en Latinoamérica donde, junto al problema de la capitalidad nacio-
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nal, aparece el de tratamiento de su hinterland propio. Para el caso cubano existen a menos tres magníficos estudios al respecto efectuados por los maestros Julio Le Riverend y Juan Pérez de La Riva, pero en este caso habría que esperar además los resultados del trabajo actual de los CCP de La Habana y Ciudad de La Habana, este último desfasado de forma notoria del resto del trabajo investigativo del país. Otro caso que pudiésemos considerar también como especial fue el de la mencionada provincia de Guantánamo, con dos regiones marcadamente diferenciadas, las de Baracoa y Guantánamo propiamente dicha, respectivamente, y cuyo CCP se empeño en homogeneizar historiográficamente en 1989. Sabemos, sin embargo, que la diferencia existente fue atendida con posterioridad desde el CCP, independientemente de que Baracoa en teoría fuese uno de los tantos municipios de la provincia. La organización de una investigación provincial tendría que considerar aspectos sui generis de la región baracoesa que van desde la distintividad de un poblamiento arawako muy tardío para Cuba y predominante en su territorio hasta el hecho de ser muy relegada en su vida colonial, traducido todo esto en un estancamiento generalizado durante la República. Desde luego, esta especificidades y particularidades en cualesquiera de los niveles que tratamos (nación-región-subregión o, si se refiere, con las necesarias salvedades del caso: república-provincia-municipio) implican un mayor trabajo de organización y dirección para la unidad investigativa mayor, en el cual la sede capitalina en estos niveles jugaría por lo común un papel rector y orientador. En el nivel municipal, donde pueden converger más de una subregión o zona histórica, se presentan problemas similares ya que es muy factible considerar en estos casos la existencia de más de un centro nodal en ese nivel. Dada la organización adoptada (CCM), se presentaron las siguientes interrogantes: ¿qué criterio seguir?, ¿se debía organizar uno o más de estos consejos?, ¿cómo se relacionarían?, ¿debía estar o no subordinado uno al otro? En la experiencia en Villa Clara se tomó la decisión de considerar en estos casos un solo consejo, con asiento en la capital municipal,
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por razones prácticas, y que atendiesen a esa especificidad. Tales fueron los casos de los municipios de Camajuaní (con centros históricos en las ciudades de Camajuaní y Vueltas) y de Remedios (con centros históricos en las ciudades de Remedios y de Caibarién).
La coordinación de las investigaciones Ahora bien, ¿cómo coordinar el trabajo en estos casos? Para nosotros jugó un papel destacadísimo la celebración de las llamadas «reuniones de conciliación» entre provincias limítrofes, con la asistencia de invitados diversos y la asesoría del Instituto de Historia de Cuba. En estas reuniones, calorizadas por los integrantes, colaboradores y en especial por el jefe del Departamento de Historia Regional de este instituto y en general convertidas en verdaderos talleres y seminarios, se analizaron, en todas las provincias cubanas, una diversa gama de problemas historiográficos comunes en cuestiones tales como el área geográfica a abarcar en cada caso y el tratamiento de hechos comunes y de fenómenos únicos de diversas resonancias en territorios colindantes, entre los cuales un buen ejemplo sería el de la lucha revolución-contrarrevolución a inicios de la década del 1960 en la provincias centrales del país con interesantes soluciones acerca de las cuales en otro momento pudiésemos extendernos. Una observación, estas «reuniones de conciliación» pudieron rendir sus mejores frutos en aquellas en las que se utilizaron mapas históricos y de historia. Desafortunadamente y por diversas causas, esta rica experiencia no siempre se pudo cumplir entre municipios limítrofes y con problemas comunes aunque, a decir verdad, otras formas sustitutivas arrojaron resultados al menos satisfactorios muchas veces. Ya comenzada la investigación se previó la celebración de chequeos o balances periódicos regulares, bajo cronograma, que a la vez permitiese el posible reajuste del ritmo del trabajo o bien la aceleración de este en momentos claves de la investigación. La uti-
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lidad manifiesta de estos chequeos o balances la ubicación al menos en tres aspectos, en: 1. La reorientación de la búsqueda de información allí donde fue más necesaria. 2. La depuración del material acopiado, lo que se tradujo en mayor calidad de éste. 3. El perfeccionamiento continuo de la guía de investigación y de su codificador u ordenador (este último solo en la medida de lo posible). Ahora nos detenemos a resumir la organización de los CCM, verdaderas unidades investigativas de base, y abordar algunas de sus especificidades. Por circunstancias operativas prácticas y por la propia estructura del trabajo a efectuar, los CCM adoptaron, a veces, una estructura similar a la provincial. Este es el caso de Villa Clara, como antes observábamos. La asesoría y control del trabajo por parte del CCP de esta provincia, por ejemplo, se manifestó de diversas maneras: seminarios, talleres (como los antes mencionados), reuniones de trabajo con el CCP (no cumplidas regularmente, por cierto), consultas, etc., pero en particular fue exitosa la determinación de designar a los jefes de equipos provinciales y a la propia dirección del consejo para atender a dos municipios cada uno, como asesores de su trabajo. En el caso de Villa Clara esta designación estuvo acorde con las características del municipio y la especialización del miembro del consejo designado. Para el caso de los municipios se atendieron de forma diferenciada al menos las siguientes variantes: a) Municipios con tradición historiográfica y/o experiencia de trabajo en este campo (generalmente los municipios cabeceras de las regiones históricas o, sin serlo, con importancia relativa que lo hubiese llevado a crear su propia tradición historiográfica y culturológica). b) Municipios con deficiencias en el trabajo historiográfico tradicional y con falta de experiencia en el laboreo de esta ciencia contemporáneamente.
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c) Municipios de nueva creación: verdaderos retos historiográficos. En estos es recomendable la atención directa desde la dirección del CCP. Ejemplos: el caso del municipio de La Sierpe, en la zona de El Jíbaro, provincia de Sancti Spíritus. Incidentalmente ello implica que siempre habrá un elemento de Historia para estas «nuevas» demarcaciones político-administrativas. Otro caso similar pudiese ser el municipio Sandino, en la provincia de Pinar del Río, en la Cuba extremo-occidental. d) Municipios capitalinos: cuando engloba su capitalidad a varias entidades históricas. Para Cuba los casos más destacados son los antes mencionados de Santa Clara y Santiago de Cuba. Pero no todo funcionó así. La no existencia de estos CCM en algunas provincias cubanas debió llevar, un tanto que de forma natural o compulsiva, a la búsqueda de alguna institución (museo, archivo, etc.) con la mayor experiencia posible en la labor historiográfica, para rectorar el trabajo. En las condiciones de Cuba esto fue siempre posible. Allí donde no se tuvo en cuenta esta posibilidad el trabajo ha presentado dificultades. Agréguese a esto que la dirección del trabajo de investigación desde la provincia y no in situ, casi nunca ha arrojado buenos resultados, a pesar de que, supuestamente, no quedase otra opción. Una experiencia interesante resultó la del CCP de Santiago de Cuba que, en 1989, afirmaba: A los municipios se les orientó las primeras tareas con el objeto de no estar inactivos durante el tiempo de organización de la investigación de la Historia de la provincia y del Seminario Metodológico que se impartirá a todos los participantes. Las actividades orientadas a los municipios fueron: - Adecuar la guía temática a sus características. - Localizar y valorar todo lo investigado y publicado sobre la Historia del municipio. - Organizar los grupos (de investigación, nota del autor) por períodos.
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- Localizar (y valorar) las fuentes bibliográficas, documentales y orales. Sin embargo, este CCP santiaguero se proponía también entonces compartir el tiempo de trabajo investigativo de los especialistas de la provincia entre ésta y los municipios, sin contar que ello restaba posibilidades a dichos especialistas. La experiencia de Villa Clara funcionó, como antes hemos dicho y con buenos resultados a nuestro entender, con las labores de asesoría y control directo, pero no en la realización parcial del trabajo en ambos niveles político-administrativas. Por ejemplo, se llegó a redactar una guía o proyecto de investigación provincial para su adecuación por los municipios, revisado y discutido luego entre el CCP y el CCM, pero nunca se hizo ni éste ni otro trabajo preparatorio u operacional en la provincia que fueran competencias exclusivas de los CCM. Vistas a grandes rasgos cuestiones organizativas operacionales y científicas generales, pasemos a analizar, aunque fuese sólo de forma somera, otras aún más cercanas al proyecto de investigación:
Dificultades y determinaciones historiográficas Un primer caso sería el del problema de la investigación, en tiempo y espacio y en sus relaciones con otros objetos. Para el proyecto regional y local cubano que analizamos, la dificultad mayor inicial quizás fue la señalada por el CCP de Holguín (situada en el oriente cubano), en 1989, que según éste es la «Falta de una concepción científico-teórica sólida, acerca del desarrollo del modelo histórico estructurado en el territorio (de Holguín, nota del autor), en relación al resto de (la gran, nota del autor) región oriental y la nación». Pero además todo esto presuponía tener en cuenta otro conjunto de asuntos. Uno de estos lo fue el de la determinación de los límites prácticos propuestos para la investigación desde todo pun-
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to de vista y la fundamentación de estos. Y dentro de estos límites los geográficos se materializaron bajo el principio de que «se historia e investiga el área geográfica comprendida en los límites actuales de la provincia y el municipio, acorde con la división político-administrativas de 1976» en conexión directa tal área con el criterio de región histórica que manejamos. Como es natural, errores iniciales en la comprensión de la dialéctica región/división político-administrativa se presentaron, como en el caso del CCP de Santiago de Cuba en 1989 o del desconocimiento a fondo de tal relación en otras provincias, después superado con el sistema de cursos de post-grado adoptado u otras formas de orientación al respecto. En otros casos, la favorable planificación y ejecución de las investigaciones en la provincia de Cienfuegos, por ejemplo, se basó en el conocimiento que tenía su CCP de los problemas historiográficos fundamentales a enfrentar desde el propio año de 1989. Ahora, ¿cómo avanzar de forma exitosa desde los inicios del trabajo si en Cuba, tal y como ocurre en casi todo el resto de América Latina y el Caribe, no existe una verdadera historiografía nacional y por tanto, tampoco es posible localizar una propuesta de periodización verdaderamente nacional? Problemas reales que fueran sopesados, pero que no impidieron la marcha del proyecto. ¿La solución?, partir de estas propuestas «nacionales» y de aquellas regionales hasta donde se conociesen y proponer proyectos provinciales y municipales que, sobre la marcha del proceso investigativo, estuviesen reformándose continuamente. Así, problemas centrales a abordar en estos proyectos fueron: 1. La triada criollidad-nacionalidad-nación y el papel de la perspectiva regional en ésta. 2. La cuestión de la estructura de clases, grupos y capas sociales (en particular las llamadas clases medias, por ejemplo). 3. El análisis de las estructuras agropecuarias y agroindustriales definitorias en cada caso. 4. Cuestiones disímiles tales como las del impacto diferenciado y no forzosamente «nacional» de los acontecimientos internacio-
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nales en las regiones, el tratamiento de las grandes personalidades y otros. Aquí habría que considerar las limitaciones que presuponen un correcto planteamiento de los problemas centrales de la investigación con la existencia de los períodos y etapas y otras cuestiones científicas poco trabajadas a lo que se suma los problemas periodológicos per se que pudiesen existir. Para el caso cubano y su programa, menciono un conjunto de estos: a) La visión cultural y no simplemente arqueológica de las comunidades aborígenes, así como su persistencia más allá del siglo XVI. b) Los elementos de transculturación, en especial los hispano-indígenas. c) Los primeros siglos coloniales (XVI y XVII), sobre todo los años situados entre 1550 y 1700. d) La conformación de la propiedad agraria durante los tres primeros siglos coloniales. e) El carácter transicional o no del siglo XVIII. f) Las transformaciones económico-sociales capitales de fines del siglo XIX y su continuidad a inicios del siglo XX (contradicciones entre éstas y la periodización al uso). g) Los acontecimientos político-sociales y militares marginados del gran quehacer historiográfico, como la Guerra Chiquita (fines de la década de 1870 y albores de la de 1880) y el proceso revolucionario de la década de 1930. h) La integridad que requiere una visión del primer cuarto del siglo XX, que a la vez que se presente como continuidad de las transformaciones generales de fines del siglo XIX, indique su singularidad algo más allá del férreo control norteamericano sobre Cuba a la sazón. i) La década de 1960-69, tan rica y contradictoria, como historia reciente y viva, plena de interrogantes y de definiciones. Como vemos, son tantos los problemas, es tan rica la discusión que concita, que la investigación, por principio, nunca podría pro-
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ponerse un carácter totalizador pleno, a no ser aquel que conlleva todo hecho científico y la necesaria interrelación entre todo tipo de fenómenos y la ciencia en general. Un error en la concepción inicial de su proyecto (1989) en esta dirección fue cometido por la centro-oriental provincia de Ciego de Avila, pero bien pronto subsanando ante el peso aplastante de su propia, viva y aleccionadora realidad. Entonces, ¿cómo lograr una correcta receptividad ante tal cúmulo de problemas, como los aquí planteados, en la unidad de investigación? Ante todo con una información detallada a sus integrantes, con la discusión franca y abierta de los problemas, con el convencimiento –de ser necesario– por parte de aquellos investigadores de más prestigio y experiencia, con el optimismo y la seguridad que se le inyecte al colectivo, en cuanto a los resultados futuros a alcanzar, con una adecuada y equilibrada atención a las recomendaciones, sugerencias y críticas de las unidades mayores de investigación. En nuestra experiencia, una de las cuestiones claves a considerar aquí sería la de lograr que el investigador –como individuo– se sienta reflejado en el proyecto y que sienta que aunque esté equivocado, se le toma en cuenta, digo, si somos capaces de reconocer que el error forma parte importante del proceso del conocimiento, por un lado, y por el otro, insisto, si somos capaces de aprovechar el elemento racional que siempre hay en todo planteamiento científico, éste esté equivocado o no. Ello quiere decir que el debate es imprescindible, insoslayable e insustituible. Nunca olvido al respecto al célebre académico soviético Piotr L. Kapitsa, Premio Nobel de Física de 1978, que afirmó que «cuando en cualquier ciencia no haya puntos de vista opuestos, entonces esta ciencia se dirige hacia el cementerio». Claro está –y volveremos siempre al director de la unidad de investigación– que el papel de éste es clave en este caso, con la habilidad que tenga tal dirigente para resumir las mejores ideas de todos los integrantes de la unidad, por ejemplo: para conjugar la estimulación económica del investigador con la sico-social, con la científica, una de cuyas vías, dicho sea de paso, es la de la divul-
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gación de los resultados parciales que se vayan alcanzando a través de medios disímiles y para lo cual el CCP de Villa Clara tiene experiencias interesantes (eventos nacionales e internacionales, publicaciones en revistas del país y del extranjero, utilización de la radio y la televisión locales y regionales, etc.). Hasta aquí estas consideraciones generales sobre la organización y dirección de las unidades de investigación en Historia Regional y Local en Cuba y en particular de su provincia más central. Nos resta ante todo y en otro trabajo concretar la confección del diseño o guía de la investigación, como momento clave para la unidad investigativa ya que en ésta convergen los factores organizativos y la estrategia científica a desarrollar.
Fuentes -
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Instituto de Historia de Cuba. Codificador de la información. Programa Nacional de Historias Provinciales y Municipales (1988-1989). ________. Guía de Investigación para el Programa Nacional de Historias Provinciales y Municipales (1988-1989). Venegas Delgado, Hernán. Provincias, regiones y localidades. Caracas, Fondo Editorial Tropykos, 1993. ________. Teoría y método en Historia Regional Cubana. Santa Clara, Cuba, Editorial Capiro, 1994.
Nota: Otros variados libros y artículos fueron aprovechados a la sazón, en particular los producidos por el núcleo de historiadores regionales de la Universidad de Campinas, Brasil; los del investigador mexicano Joaquín González Martínez, los de los investigadores venezolanos Arístides Medina Rubio, Rutilio Ortega y Germán Cardozo Galué, y los que les fueron incorporando en años ulteriores como Susana Bandieri, Sandra Fernández y Gabriela Dalla Corte (Argentina), Susana Aldana (Perú), Arturo Ariel Benthancour (Uruguay), Juan Maiguashca (Ecuador), Gerardo Sánchez (México) y otros.
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Técnicas de recopilación de la información e informe final de investigación
Las técnicas de recopilación de la información Existen centenares de libros y artículos sobre el tema y otros temas que se le relacionan1 pero en esta oportunidad, a reserva que el investigador amplíe de acuerdo con sus necesidades, sólo nos proponemos brindar algunas consideraciones básicas, no más que esto. Empezamos pues por las técnicas esenciales a aplicar durante el transcurso del proceso de la investigación, que tienen sus requerimientos específicos, so pena de que el investigador pague muy caro finalmente por sus descuidos. Partiendo de que el proceso de investigación necesita de condiciones idóneas aunque sean mínimas (ventilación y luminosidad del local donde se trabaja, exento de ruidos; con diccionarios, catálogos y cuantos otros instrumentos faciliten la labor investigativa en el sitio, y otros), también el investigador debe tener toda la disposición personal en el momento del trabajo para evitar la pérdida de la atención sobre el material en que labora. 1
Muchas de las consideraciones que se vierten en lo adelante se relacionan de una u otra forma con la obra del investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), del área de las Ciencias Jurídicas, Prof. Miguel López Ruiz. De su ya relativamente extensa y práctica obra, que es lo que fundamenta nuestra elección, escogemos especialmente el título Nuevos elementos para la investigación (Métodos, técnicas y redacción), Ciudad México, Editorial Origami, 2008.
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Un buen fichaje o anotación sobre las fuentes que se investigan requiere, de inicio, de la lectura de forma total del texto en cuestión, sin exclusiones de ninguna índole, incluyendo posible anotaciones marginales u otras. Una segunda lectura debe ir dirigida, en primer lugar, a comprender a fondo el vocabulario utilizado que, como sabemos, cambia con el transcurso del tiempo. En este sentido lo más probable es que tengamos que utilizar diccionarios etimológicos y hasta en casos extremos alejados durante los primeros siglos coloniales de un manual de construcción del idioma, de ser menester. A continuación puede sobrevenir una tercera lectura –o más– para afianzar el sentido exacto que el material analizado nos dice. Solamente después es que el investigador realiza una recapitulación de lo leído, con sus palabras, pero en el entendido que esta recapitulación bien puede incluir fragmentos textuales, que deben ser entrecomillados para así indicarlo. Tampoco se puede perder de vista que es posible que algunas fichas de contenido pueden ser totalmente textuales, dada su importancia, eso sí, con las aclaraciones pertinentes al margen o al final. También podemos utilizar la técnica del subrayado para resaltar lo que nos interesa pero siempre aclarando entre paréntesis o similar si ese subrayado es nuestro o es del documento, lo cual puede marcar una gran diferencia. Ahora bien, en cualquier caso el fichaje de lo leído, bien sea por medios manuales como computacionales, debe conllevar un encabezamiento que lo identifique y que, a la vez, nos permita, avanzada la investigación, realizar los agrupamientos temáticos necesarios. También es conveniente incluir las temáticas secundarias que pueden estar inmersas entre la principal o las principales que fichamos. Con éstas siempre tendremos la posibilidad de ir agrupando y a la vez de irnos aclarando cuáles son los resultados que va alcanzando nuestra investigación, con el añadido de que si se trata de la utilización de medios computacionales cualquier buscador temático nos puede facilitar la tarea en buena medida. Recuérdese que los resultados de estas tareas investigativas se van acumulando y, por tanto, tornándose más complejas cada vez más, por lo que un cuidado extremo en este sentido no sólo es útil sino también muy necesario.
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Pero pensemos en ese investigador regional que trabaja en condiciones muy difíciles desde todo punto de vista, incluyendo la no tenencia de una computadora. En tal caso el fichaje manual del material acopiado, realizado sobre las muy conocidas tarjetas de trabajo –o cualquier papel convenientemente acomodado a propósito–, se torna indispensable. En ese caso recomendamos realizar un encabezado con el título de la temática que lo identifique, generalmente a la derecha de la tarjeta y, a la izquierda, las subtemáticas a las que más arriba acabamos de hacer referencia. A continuación el texto, en las condiciones que elijamos para procesarlo y, al final de la tarjeta o tarjetas fichadas la fuente, a la que nos referiremos a continuación. También recomendamos escribir esas fichas o tarjetas por una sola cara, lo que nos facilita hacer anotaciones y advertencias del momento o posteriores en su reverso, que van enriqueciendo y dándole forma a la futura redacción de la investigación o de parte de ésta. La consignación de la fuente al final del material acopiado, bien trátese de estas fichas manuales o bien de la utilización de medios computacionales, es un proceso cuidadoso que no podemos descuidar bajo ninguna circunstancia. Una consignación defectuosa o poco atenta nos traerá de seguro, en etapas avanzadas de la investigación, un verdadero problema al tener que regresar atrás y buscar los datos exactos que necesitamos, so pena de pecar como pocos serios o lo que es peor, de poco confiables en lo que trasmitimos. Esta identificación exacta de las fuentes por supuesto que no incluye sólo libros, revistas, periódicos y documentos sino también fuentes cartográficas, referenciales diversas, de documentos de Internet, discos compactos y cuantas otras nos puedan ser útiles para nuestro trabajo. Todas, repetimos, deben de tener una localización exacta, que no deje margen a dudas sobre su autenticidad o nuestra probidad intelectual. Comencemos pues a realizar las precisiones fundamentales de cada caso, con la aclaración que éstas podrán ser adecuadas a las diversas estipulaciones nacionales o internacionales las que, por cierto, se encuentran continuamente en revisión y cambio.
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La ficha bibliográfica Esta recoge las partes fundamentales de un libro, cuyos datos fundamentales se pueden observar con toda facilidad en las primeras páginas del libro en cuestión. De omitirse alguna información, se consigna expresamente, de la manera que se indica más adelante en este capítulo. Si se trata de libros –u otras publicaciones– escritos en idiomas de utilización no muy común en nuestros países (lenguas eslavas escritas en caracteres cirílicos o latinos, lenguas germánicas, lenguas asiáticas u otras) siempre es aconsejable ubicar la traducción al castellano, independientemente que se consigne en el idioma original. Con una información completa, el orden de exposición de esa ficha es el siguiente: -
Nombre del autor, comenzando por sus apellidos y después por su(s) nombre(s). Se aclara que, en aquellos casos en que se expresen los nombres sólo por su inicial, es conveniente completarlos por otras fuentes, como por ejemplo el Internet.
También es preferible incluir las partículas de, von y otras tras el (los) nombre (s) del autor. -
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Título y subtítulo del libro, en letras cursivas o subrayadas, según la norma nacional respectiva. Número de edición. Es útil expresar cuando se trata de más de una edición, puesto que subraya el éxito del libro en cuestión. Se utiliza la abreviatura ed. Lugar de edición. Resulta útil, cuando aparece más de una ciudad, consignarlas todas, separadas por guiones. Éste es el caso de editoriales internacionales, que no especifican un lugar de edición único.
Por otro lado, cuando el lugar de edición no aparece y se supone o al menos se sabe el país de edición, se sitúan en ambos casos
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con el signo/, como por ejemplo/ Montevideo, Uruguay/, o bien /Nicaragua. En cualquier caso, como norma, detrás del nombre de la ciudad o ciudades, debe aparecer el nombre de los países en que se ubican. -
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Nombre de la editorial. Por supuesto, que si se trata de una edición efectuada por más de una editorial, todas estas deben aparecer, separadas por guiones. Año de publicación. Si se omite resulta aconsejable localizar en el propio texto o en otro lugar de información al menos una fecha aproximada, que se anotará comenzándose por la sigla c., es decir (lat.) circa, o aproximadamente, cerca. Tomo o volumen, si fuese más de uno. Ejemplo:
Taunay, Affonso de E, História do café no Brasil, Rio de Janeiro, Departamento Nacional do Café, 1939-1945, Volume II, pp. 128132, e Volume V, pp. 225-228.
La ficha hemerográfica a) Artículos de revistas: -
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Nombre del autor, comenzando por sus apellidos. Título del artículo, entrecomillado. Nombre de la revista, en letra cursiva o subrayada (se excluye situar la palabra revista, a menos que ésta forme parte del nombre de la publicación). Lugar de edición. Número de la revista, más el tomo o volumen y el año de la publicación, si se expresasen.
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Mes(es) y año de publicación. Páginas en que se comprende el artículo. Ejemplo:
Cassá, Roberto, «Discurso inaugural del director general del AGN, Roberto Cassá, en el Segundo Encuentro Nacional de Archivos, Boletín del Archivo General de la Nación BAGN, Santo Domingo, República Dominicana, No. 121, volumen XXXIII, año LXX, mayoagosto 2008, pp. 247-253. b) La ficha en artículos de diccionarios y enciclopedias -
Nombre del autor, comenzando por sus apellidos. Si el artículo no está firmado, la ficha se encabeza a partir del título de aquel y, de ser más de autor los subsiguientes se expresan primero con sus nombres y después sus apellidos.
Es necesario aclarar que en algunos países los segundos autores se introducen primero por sus nombres y después por sus apellidos. -
Título del artículo, entrecomillado. Nombre del diccionario o enciclopedia, en letra cursiva o subrayada. Lugar de edición. Número del tomo o volumen. Páginas específicas del artículo en cuestión. Ejemplo:
Morales Juárez, Roberto Adrián y Sandra Mirella Martínez Chacón, «Parras de la Fuente/Municipio de Coahuila», Diccionario Enciclopédico de Coahuila. Historia, geografía, instituciones y personajes, 3a. edición, Saltillo, México, pp. 661-663.
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c) Artículos de periódicos -
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Nombre del autor, comenzando por sus apellidos. Si no aparece rubricado la ficha se comienza por el título del artículo. Título del artículo, entrecomillado. Nombre del periódico, en letra cursiva o subrayada, sin añadir la palabra periódico, a menos que ésa forme parte del nombre original de la publicación, como sucede con el caso de las revistas. Lugar de edición. Fecha (día, mes y año). Páginas y sección donde se localiza el artículo. Ejemplo:
Estrada, Sylvia Georgina, «Historia comprometida. Entrevista a Carlos Manuel Valdés Dávila», Vanguardia, Saltillo, Coahuila, México, 5 de junio de 2009, p. 6, Artes. d) La ficha de artículos de obras colectivas Estos se registran igual que cualquier artículo, añadiéndose a continuación la partícula en y, después el nombre (o nombres) del coordinador o compilador de la obra y el título de ésta, más los demás datos del caso. Ejemplo: Casillas Báez, Miguel Ángel y Cándido González Pérez, «El manejo político del agua en la región de Los Altos de Jalisco: Abasto de agua para Tepatitlán de Morelos», en Venegas Delgado, Hernán et al (coords.), Historia Regional y Local. Las ciudades, su historia y su proyección en la región. La Habana, Cuba-México, Centro Universitario de Los Altos de la Universidad de GuadalajaraUniversidad Intercultural de Chiapas-Instituto de Historia de CubaUniversidad Autónoma de Chapingo, México, 2008, tomo III, pp. 81-121.
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La ficha de documentos de Internet El universo de la información en Internet crece día a día de forma vertiginosa. Esto implica que el fichaje de los documentos que se obtienen de este precioso servicio contemporáneo muchas veces no se ha regularizado. Encima de esto no se puede pasar por alto que tales documentos tienen como características distintivas su movilidad constante en cuanto a localización y, lo que puede resultar más complicado a veces, los continuos cambios que experimentan los mismos. Por tanto, las fuentes electrónicas deben ser identificadas muy cuidadosamente, para salvar responsabilidades intelectuales, como por ejemplo, mediante la consignación del último día en que fue revisado un documento de esa naturaleza. En general resulta conveniente aplicar los criterios bibliohemerográficos de fichaje, por supuesto que en la medida de lo posible. Así, los libros, artículos de periódicos, revistas y otras fuentes similares se expresan tal cual, acompañados del sitio electrónico del cual se extrajeron, encabezados por las conocidas siglas www. Pero también es posible encontrarnos un mero título, no siempre con su autor, pero lo que sí es necesario es poner a continuación ese sitio del que se extrajo el artículo, libro o similar. En el caso de que no tenga autor, tal y como explicamos más arriba para las fichas hemerográficas, pues se entra directamente el título de ésta. Ejemplo general: Pareto, Vilfredo, The Mind and Society, Arthur Livingston (ed.), New York, Harcourt, Brace & Co., 1935, vol. III y IV, pp. 2026-2029, 2233-2236, en www2.pfeiffer.edu/~Iridener/courses/CIRCELIT. HTML
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La ficha de documentos de archivo Por lo general estos documentos se encuentran organizados en contenedores de diversos tipos o cajas numeradas específicamente y estos, a su vez, en forma de legajos. Se puede dar el caso, además, para el investigador regional que un archivo situado en lugares de poco acceso no tenga una organización archivística siquiera aceptable. En tales casos el investigador deberá consignar exactamente, dentro de la institución o local que se trate, el lugar de ubicación de estos documentos, haciendo constar la situación real que se ha encontrado y, hasta en casos extremos, intervenir posiblemente y, de presentársele la posibilidad, organizar primariamente estos documentos. En las instituciones archivísticas y similares que contienen documentos organizados lo recomendable es seguir los siguientes criterios de fichaje, con la aclaración, si resultase el caso, de que éste se puede realizar en su idioma original –tratándose del alfabeto latino, en este caso– o bien combinado con el idioma castellano. -
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Nombre del autor o autores, si se consignan. En caso de que no aparezcan expresamente mencionados pero que, por la lectura del documento resulta obvio la autoría, resulta útil expresarlos. Tipo de documento: carta, circular, informe, oficio, padrón, censo o estadística u otro de la extensa gama de posibilidades de los documentos. Lugar de expedición. Fecha en que se escribió o, al menos, una ubicación temporal aproximada, comenzándose en este caso por la abreviatura c., es decir, (lat.) circa o aproximadamente o cerca de. Archivo u otra institución o local donde se halla (considérense aquí los archivos personales, familiares y otros similares). Nombre que lleva la sección, el volumen o legajo donde se encuentra. Número de estos dentro del tipo de organización que se trate.
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Folios o páginas que utilizamos. Obsérvese que es usual consignar las páginas no numeradas, escritas al reverso de la hoja que se trate, con el signo de (v) = vuelta. Ejemplo:
Propietarios del partido de Santa Catalina, Santiago de Cuba. Carta de propietarios franceses y otros propietarios del Partido de Santa Catalina, Santiago de Cuba, 28 de enero de 1828, Archive du Ministère des Affaires Etrangères (AMAE), París, Francia. Correspondance Comerciale, Tomo I, microfilmado, pp. 224-224(v). También es posible que el documento se encuentre publicado en un artículo o libro, por ejemplo. En tal caso se consigna exactamente así como explicamos más arriba –o con la información que proporciona el autor– y, a continuación, con la ficha bibliográfica o hemerográfica de la fuente donde se ubica el documento. Ejemplo: Séverin Lorich, Despacho No. 831 del Cónsul General sueco, Filadelfia, E.U.A., 4 de agosto de 1823, Risksarkivet, Estocolmo, Suecia, Americana, Estados Unidos de América, Despachos de los cónsules suecos en Filadelfia, 1784-1833, 16:15:I:1, citado por Magnus Mörner en Quelques documents sur l’Emancipation Hispanoaméricaine recueillis dans les Archives Suédois et publiés. Estocolmo, Instituto de Estudios Iberoamericanos de la Escuela de Ciencias Económicas, 1960, p. 19.
La ficha de conferencias Estas deberán consignarse con la mayor exactitud posible, es decir: apellidos y nombre(s) del conferencista, título de la conferencia
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o de su temática, lugar, fecha, institución o lugar donde se impartió, medio o forma en la que fue recogida –grabación, impresión u otras– y cuantos otros datos sean útiles para constatar su fidelidad. Por ejemplo: Le Riverend Brusone, Julio, Acerca de los problemas de la periodización en la Historia Regional Cubana, conferencia impartida el 8 de noviembre de Organización y dirección de unidades de investigación en historia regional y local: la experiencia cubana 1989, Departamento de Atención a Provincias, Instituto de Historia de Cuba, grabada y multigrafiada (en Biblioteca del Instituto de Historia de Cuba, La Habana).
La ficha de entrevistas Siguen similar formato al de las conferencias, añadiéndosele además el nombre del entrevistador(a) al final de la ficha. Ejemplo: Picabea, Manuel, entrevistas sobre su relación intelectual con Carl Withers (1948-1951), su casa, Florida, Camagüey, Cuba, primera quincena de junio de 2008, grabada en casettes, efectuada por Jorge Giovannetti y Hernán Venegas (en archivo personal de los entrevistadores).
Principales variables en el fichaje a) Autor: -
No se expresan los títulos, distinciones u honores recibidos por los autores, como los de doctor, licenciado, maestro, profesor emérito, etc.
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Cuando se traten de obras producidas por hasta tres o incluso cuatro autores o compiladores se les nombra a todos, comenzando por el primero que aparezca en la portada del libro o en el índice de la revista o similar, con la aclaración, como vimos más arriba, que el primero o primera de dichos autores lleva sus apellidos en primer término y después su o sus nombres. A continuación se consignan a la inversa los demás autores, es decir, los nombres primero y después los apellidos.
En el caso de más de tres o cuatro autores se puede tanto utilizar la expresión «y otros» o bien la abreviatura latina et al, con el mismo significado. Ejemplo: Santoscoy, María Elena y otros, Breve historia de Coahuila, Ciudad México, El Colegio de México-Fondo de Cultura Económica, 2000, 376 p. b) Publicaciones oficiales Se consigna en primer lugar el nombre del país y, a continuación, la dependencia de que se trate. Por lo demás, la ficha bibliográfica o hemerográfica se mantiene igual. Ejemplo: Cuba, Gobierno y Capitanía General de la Isla, Cuadro estadístico de la siempre fiel isla de Cuba. La Habana, Oficinas de las viudas de Arazoza y Soler, Impresora del Gobierno y Capitanía General por S.M., 1829. c) Libros anónimos o escritos por varios colaboradores Los libros anónimos o los escritos por varios colaboradores, como en el caso de las enciclopedias y diccionarios, serán identificados por el título de inicio.
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Ejemplo: Encyclopedia of World Religions. /United States of America/, Concord Publishing-Foreign Media Books, 2006, 960 p. d) Algunas informaciones misceláneas necesarias En algunos casos resulta imprescindible añadir ciertas informaciones útiles, que refuerzan la seriedad del trabajo que se está presentando al lector. A continuación exponemos algunos de estos casos: -
Prólogos, recopilaciones y estudios introductorios. Estos se ubican al finalizar el título de la obra en cuestión, como por ejemplo en este caso combinado de prólogo con introducción:
Venegas Delgado, Hernán, José Alfredo Castellanos Suárez y Ramón Rivera Espinosa, Historia Regional y Local. Nuevas perspectivas teóricas y prácticas, Prólogo de César A. Ramírez Miranda e Introducción de Hernán Venegas Delgado y José Alfredo Castellanos Suárez, La Habana, Cuba-México, Instituto de Historia de CubaUniversidad Autónoma de Chapingo, México, 2006, tomos I y II. -
Tesis. Es muy útil, además de las referencias imprescindibles del caso, ubicar exactamente dónde se realizó, para su posible localización posterior por el lector, como en este ejemplo:
Maure López, Virgen, El proceso de formación de la región histórica de Guantánamo durante la Colonia: estancamiento y cambio, tesis de doctorado en Ciencias Históricas, La Habana, Cuba, Universidad de La Habana, 2009. -
Edición facsimilar, que puede también aparecer transcrita a caracteres latinos actuales, y con traducción a un idioma moderno, como en este ejemplo, del náhuatl al castellano:
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Ytechcopa timoteilhuia yn tobicario (Acusamos a nuestro vicario), Pleito entre los naturales de Jalostotitlán y su sacerdote, 1618. Paleografía, traducción y notas de John Sullivan, Zapopan, Jalisco, México, El Colegio de Jalisco, 2003. Nota: Se omiten los datos editoriales de la fuente original si existiesen –estos se pueden explicar en el interior del libro, en la introducción, en los créditos o similar– y se anotan solamente los de la editorial que los publica en esta oportunidad. -
Disco compacto. Muy usuales en la práctica intelectual contemporánea, estos pueden también tener una versión en papel o viceversa. Es por esto que es inviolable la referencia concreta a éste o a aquel. En el caso de un disco compacto, por ejemplo:
García de Weigand, Acelia, Chaquira de los indígenas huicholes. Técnicas y diseños: 1820-1980, disco compacto, México, Explora México, 2008. -
En prensa. Solamente se consignan los trabajos aceptados oficialmente para su publicación, seguido de un trabajo editorial reconocido implícito. En este caso, después de situarse los datos usuales antes descritos, bien se trate de un libro, de un artículo, etc., se añade (en prensa) o (en proceso de publicación).
Utilización de siglas y abreviaturas a) En los casos de ciudades que presten a confusión su ubicación resulta conveniente agregar, en abreviatura si se prefiere, el estado o departamento al que pertenecen. Por ejemplo: Córdoba, Argentina y Córdoba, España; Mérida, Venezuela y Mérida, México; Jalostotilán, Jal., México; Santa Clara, V.C., Cuba. Otros nombres son explícitos en sí mismos: Santiago de los Caballeros, R. Dominicana; Santiago de Cuba; Santiago del Estero, Agtna; Santiago de Chile; Santiago de Compostela, Esp.
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b) Las editoriales más conocidas pueden ser citadas por sus iniciales, como por ejemplo: FCE (Fondo de Cultura Económica), UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), pero también se pueden situar los nombres completos. Además, es aconsejable evitar aclaraciones mayores en tales casos, como por ejemplo las siglas, S.A., Co., así como frases como «e hijos» o «publicado por», «editorial», «talleres», a no ser que vayan implícitos en el título. c) Carencia de datos fundamentales. En estos casos es necesario recurrir a las siguientes siglas, utilizadas muy frecuentemente, bien sea entre corchetes o con diagonales: [s.a.] sin año de publicación. /s.l./ o /s.l.e./ sin lugar de edición, prefiriéndose la primera forma. [s.e.] sin nombre de editorial. Cuando se presentan estos problemas por lo común se recurre al pie de imprenta (no confundir con la editorial), casi siempre expresado al finalizar la publicación. Pero resulta que este a veces tampoco se consigna. En este caso debe forzosamente ponerse / s.p.i./, para no dejar lugar a dudas.
La redacción del trabajo de investigación La redacción correcta de un trabajo de investigación, en este caso en idioma castellano, es un aspecto trascendental cuya inobservancia puede llevar a críticas que se pueden evitar siendo cuidadosos en este sentido o bien agenciándonos el personal especializado que nos ayude en estos menesteres. Este problema de la redacción deberá ser observado incluso desde el momento de confección de las fichas de contenido, en las cuales la información debe quedar perfectamente clara y explícita, so pena de que después, en el momento de la redacción de las versiones del trabajo, nos encontremos con problemas al no tener
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a la mano esa información, que a veces puede estar ya distante geográficamente. Por otra parte, estamos hablando de la redacción de un trabajo científico, por lo que las galanuras del idioma pueden perfectamente quedar de lado, a no ser que puedan avenirse con el tipo de lenguaje científico, en este caso el referente a las ciencias históricas. Por supuesto que esto no significa en modo alguno que renunciemos forzosamente a los giros y expresiones cultas de nuestro rico idioma castellano. La idea es no sobrepasarse en este tipo de redacción, no otra. Lo importante es ser explícito y claro en lo que se expresa, sin que dé margen a especulaciones e interpretaciones no deseables. Este es el punto esencial de valoración en este sentido. En esta oportunidad centramos la explicación de las formas y estructuras del trabajo final de investigación realizado, es decir, de sus resultados, en relación con la redacción. Por lo general toda monografía que resulte de un trabajo de investigación se estructura siguiendo el siguiente orden: -
Título Su escogencia resulta de un trabajo arduo, que hemos ido formulando y pensando desde que nos propusimos la investigación en su fase inicial. Por tanto, el título se va conformando en todo el transcurso del proceso de investigación y su resultado final va aparejado con el de la propia conclusión de las diferentes versiones de la redacción de ese trabajo. El título no se puede concebir como un acumulado sintético de aspectos fundamentales a tratar, ni siquiera para incluir un subtítulo. El título es, por definición, el que brinda la esencia del trabajo que presentamos, con el que captamos la atención del lector de manera rápida, convincente y concisa. Por supuesto, un título puede llevar, en caso necesario, un subtítulo aclaratorio, lo cual a veces resulta conveniente, pero este último no puede subsistir de ningún modo la función esencial de su precedente. Por ejemplo, el dilema que recientemente se nos presentó en la formulación del título de uno de nuestros últimos libros, aún en proceso de edición, estuvo relacionado con la cantidad de elementos
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esenciales a considerar. Entre los fundamentales está el de la independencia de Cuba –y por extensión la de Puerto Rico–, entre 1820 y 1827, pero en dos contextos fundamentales: el cubano (de base regional, ciertamente), que dio vida a tal proyecto y acción libertaria efectiva, y el del nivel internacional en que se inscribió el mismo, a su vez delimitado por dos opciones: una, la favorable a la independencia de las islas españolas irredentas del Caribe de entonces, encabezado por los países latinoamericanos y su ideología predominante, el hispanoamericanismo, y otra, favorable a la colaboración con la metrópoli española para mantener el status quo colonial en ambas islas, encabezada por Francia y demás potencias de la Santa Alianza y por los Estados Unidos de Norteamérica. Este complejo entramado de factores tenía que ser forzosamente jerarquizado, buscando un título que atrajese al lector sobre el aspecto medular (la independencia de Cuba) y aquellos otros que implicasen la profunda lucha de todo tipo desplegada en torno a la independencia de Cuba. De tal manera resultó el siguiente título Una epopeya continental cubana por su independencia (1820-1827). Hispanoamericanismo e injerencia extranjera. Es conveniente observar que, por razones prácticas y editoriales –no olvidemos nunca estas últimas– el título no recogió el problema de la independencia de Puerto Rico, pues este asunto sólo es trabajado en el libro en conexión con el esfuerzo cubano. Tampoco el título recogió el nombre de las dos regiones de la Cuba central desde donde parte el esfuerzo realizado, pues después este esfuerzo se generaliza a toda la Isla, por lo que un título tan detallado lo que haría sería confundir a aquellos posibles lectores que están interesados en el fenómeno independentista cubano, así como también en el continental. -
Introducción Muchas veces se confunde a esta con el prólogo o la presentación y a veces hasta con el prefacio de una obra. En casos extremos suele confundírsele con una advertencia más o menos desarrollada. Pero la introducción de un trabajo es otra cosa; esta brinda una información general seleccionada del contenido de toda la
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obra y comprende la fundamentación completa y esencial de lo que presentamos a continuación, con la que atraemos al lector demostrándole la seriedad con la que hemos laborado. Por esto la Introducción se redacta, preferiblemente a partir de nuestro cuaderno de notas de trabajo o similar, cuando ya hayamos completado la primera versión de nuestra monografía o tesis, pongamos por caso. A partir de entonces, con cada nueva versión podremos incluso mejorar la calidad de la introducción, dada su importancia trascendental dentro de la obra. La introducción deberá contener, como explicamos en capítulo precedente de este libro: a) Los problemas de investigación. b) Las preguntas de investigación. c) Los objetivos de la investigación, estructurados en principales y secundarios. d) La(s) hipótesis científicas sustentadas. e) El marco teórico utilizado. f) La valoración general –no específica– de las fuentes utilizadas. g) Los métodos y procedimientos de trabajo, con su fundamentación. h) Otros elementos que se consideren de interés relevante. -
Desarrollo o capitulado Los capítulos finales en que se estructure el informe final de investigación, monografía o tesis deberán corresponderse con los objetivos propuestos en la investigación, lo que significa que la estructura del capitulado no puede ir, bajo ningún pretexto, en otro orden lógico que no sea el que le imprimimos a los objetivos de nuestro trabajo de investigación. Cada uno de estos capítulos deberá encerrar las unidades lógicas y temporales fundamentales que animaron el cuerpo de la investigación realizada y que ahora se plasman por escrito. Además, cada capítulo deberá ir acompañado de un epigrafeado que subdivida los diversos elementos que tratamos en cada uno de estos capítulos y que, en su conjunto, se correspondan exactamente con la temática o temáticas del capítulo en cuestión.
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Conclusiones Éstas no son, bajo ninguna argumentación posible, un resumen de la tesis, como erróneamente se supone a veces. Las conclusiones encierran la esencia de ese trabajo, en pocas palabras, la corroboración de la(s) hipótesis que nos propusimos demostrar y que demostramos finalmente. Si una palabra o concepto resume a las conclusiones es la de síntesis, que corrobora todo lo que propusimos y argumentamos antes en la introducción de nuestro trabajo. No existe un número determinado de conclusiones, como algunos pueden suponer. El número de éstas lo da la complejidad del trabajo que nos propusimos. No hay pues una recomendación numérica única, sino que ésta es variable. -
Recomendaciones No muy usual en el campo de la Historia y mucho menos en Historia Regional, las recomendaciones finales de nuestro trabajo pueden llevar a abrir nuevos derroteros a investigadores interesados en continuar unos u otros aspectos de nuestro trabajo. Éstas son basadas en nuestra experiencia de investigación, en particular de la que acabamos de concluir Por ello es recomendable incluir esas recomendaciones al finalizar la redacción del trabajo de investigación, sin que forzosamente ello pueda resultar un requisito. -
Anexos Los anexos se sitúan al final del trabajo y estos se conciben para ampliar la información que se utiliza directamente en el texto exclusivamente, no para añadir elementos innecesarios que se salen de nuestro ámbito de intereses. Los anexos, de todo tipo (documentos, gráficas, mapas, planos, etc.), deberán exponerse de forma mesurada, sin añadir informaciones que no sean necesarias, insistimos. -
Fuentes Las fuentes utilizadas y su correcta consignación global son prueba fehaciente de la seriedad del trabajo de investigación realizado.
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Argumentadas cualitativamente en la introducción del trabajo, éstas deberán recoger, de forma separada, cada uno de sus respectivos campos de especialización. Se recomienda utilizar el siguiente orden en la exposición de esas fuentes: a) b) c) d) e) f) g)
Documentales. Bibliográficas. Hemerográficas. Investigaciones y otros materiales no publicados. Testimoniales. Cartográficas. Cualesquiera otras de que hayamos hecho uso.
Cumplidos estos requisitos esenciales para la redacción del trabajo de investigación, pasamos a exponer algunas consideraciones acerca de las peculiaridades de la misma.
La escritura del trabajo de investigación: sus peculiaridades Así, el inicio de la redacción conlleva necesariamente el ordenamiento inicial de nuestras ideas de organización expositiva. Para ello es extremadamente útil trazar un esquema provisional de redacción para cada capítulo, que incluya la síntesis en cada caso de lo que vamos a desarrollar. Realizado este esquema, con la consulta por supuesto del fichero de la investigación –que ya hemos ido ordenando en el transcurso de la misma–, se pasa a argumentar las ideas principales y secundarias que resultaron de dicho proceso anterior, con lo que la redacción fluirá. De no ocurrir este proceso mental es evidencia de que nuestra organización ha fallado en alguna de sus partes, por lo que se hace necesario revisarla y, sólo después, volver a recomenzar el proceso de la escritura.
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Otra cuestión sería el autolimitarnos, en un afán de perfección que para nada contribuye al desarrollo de esa escritura. Debemos dar rienda suelta a nuestra capacidad de redacción, independientemente de que posteriormente tengamos que volver una y otra vez –como es usual– a revisar esa redacción, su claridad e incluso su estilo científico. No ganamos nada con censurarnos a cada paso, debemos dejar que fluyan las ideas, por supuesto que escribiéndolas. Ya después tendremos tiempo de revisarlas, una y otra vez, hasta la saciedad de ser menester. Entonces, el proceso de redacción consiste en desarrollar y argumentar cada idea que tengamos, interrelacionándola con la idea anterior y con la consiguiente, hasta completar el epígrafe en que estemos trabajando en ese momento. Ahora bien, en una primera fase de la redacción no es recomendable seguir a pie juntillas esta recomendación. Es posible que en esa fase de la redacción podamos redactar y desarrollar las ideas concretas sin un nexo definitivo y estable. Este se irá logrando en las versiones finales a que vayamos arribando en la redacción del trabajo. Por cierto, algunos autores en ciencias sociales y humanas proponen que la redacción puede comenzarse por aquellas partes de la investigación en que nos sintamos más cómodos. Esto puede considerarse. No obstante, el peligro de tal iniciativa está en que en la redacción de los contenidos históricos tendríamos que tener presente de alguna manera la concatenación de los fenómenos históricos que explicamos, lo que implicaría hacer las anotaciones correspondientes, aparte si se quiere. En definitiva que lo más importante de todo, siempre, es desarrollar en el primer borrador de la redacción todas las ideas fundamentales, no preocupándonos demasiado por los giros lingüísticos ni las estructuras formales propias del idioma castellano, que bien pueden esperar para una segunda etapa de revisión. Eso sí, cuando tengamos la redacción definitiva de nuestro proyecto de investigación este sí debe estar perfectamente redactado en nuestro idioma. Por otro lado, como es conocido, la utilización de los modernos medios computacionales nos facilitan sobremanera estas cuestiones formales, ayudándonos a avanzar los más rápidamente posible con
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los mecanismos establecidos. Por supuesto que el no tener acceso a estos medios tampoco puede considerarse como un problema insuperable. Los investigadores de experiencia comenzamos nuestros trabajo, años ha, con papel y lápiz y la escritura definitiva en una máquina de escribir, algunas de añejas datas. Por su parte, las peculiaridades de la expresión requieren de la observancia de ciertos principios insoslayables que a su vez contribuyen a enriquecer el estilo del que redacta o sea, en este caso, del investigador. Así, la primera condición es la de que toda redacción debe ser clara y precisa. Clara para que exprese con diafanidad lo que se trasmite y precisa para evitar ambigüedades que en nada ayudan a la comprensión del texto. Muy relacionado con la claridad en la exposición está el tipo de sintaxis que escojamos, por lo que recomendamos evitar las oraciones sumamente largas, cargadas de oraciones subordinadas, que lo que hacen es dificultar la comprensión de la lectura. La subordinación es un recurso valedero del idioma, siempre y cuando no abusemos de este. En este mismo sentido, como no siempre es posible utilizar citas textuales –sobre las que volveremos más adelante–, unas veces porque son muy largas, otras porque resultan demasiadas o por otras razones, entonces es aconsejable utilizar la paráfrasis, es decir, la reproducción fiel del texto de que se trata, pero con nuestras propias palabras. Por supuesto que la paráfrasis se trata de un ejercicio hasta cierto punto riesgoso si es que no sabemos utilizarla de forma adecuada. Por esto se recomienda que los investigadores noveles realicen previamente ejercicios de construcción de este recurso, fijando las ideas básicas y después uniéndolas en un todo único y coherente. Efectuado este ejercicio se deberá comparar con el texto original que le dio origen. Eso sí, tanto la cita textual como la paráfrasis necesitan de sus correspondientes créditos o citas. También es posible efectuar resúmenes de documentos o de otros materiales dentro del texto que estamos escribiendo, en el caso que no podamos o que, por su importancia, no sea recomendable situarlos en los anexos del informe final de la investigación.
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Estos resúmenes pueden resultar útiles siempre y cuando tengamos la posibilidad de ser todo lo conciso que sea menester, para de esta forma no apartar la atención del lector del desarrollo del discurso historiográfico. Ese carácter conciso, por otro lado, abre paso a la expresión de ideas esenciales, que desechan los giros y expresiones idiomáticas rebuscadas que en nada ayudan a la comprensión de nuestro texto. Acompañando estas recomendaciones básicas sobre la escritura del texto, pasemos ahora a los acompañantes forzosos que todo texto científico lleva: las citas, notas y referencias. Las citas son aquellos segmentos mediante los cuales nosotros damos fe de la seriedad de nuestro trabajo, al referirnos concretamente a las fuentes de donde extrajimos nuestras ideas o a los documentos que les dieron origen a tales ideas. De igual manera las notas nos sirven para aclarar cualquier aspecto que, sin ser imprescindibles para la comprensión del texto o para no recargar su redacción, puedan aclarar aún más la información brindada. También es posible que utilicemos las llamadas notas de remisión cruzada, que no son otra cosa que la remisión, arriba o abajo del texto donde se sitúen, con la o las páginas a que se refiere. Por su parte, las referencias sirven por lo general para remitir a una ampliación completa sobre un aspecto o asunto apenas tratado en nuestro texto, que pueda guiar al lector hacia un nuevo ámbito del conocimiento incluso. En resumen, que con las unas o las otras lo que hacemos es dejar constancia de nuestra seriedad y honestidad científica, de la probidad con la que trabajamos. De todas estas, las citas textuales presentan ciertos requerimientos inviolables si es que deseamos ser todo lo riguroso que la literatura científica lo requiere. Un primer requerimiento es que éstas deben ser copiadas textualmente, sin omisiones, supresiones ni errores, entrecomilladas siempre. Si resultase necesario suprimir pasajes que en nada ayudan o contribuyen a aportar algún conocimiento, en este caso se corta la oración, situando unos puntos suspensivos acompañados de paréntesis, como por ejemplo: «Es decir, se aspira a altas producciones, un mercado seguro, fuerza de trabajo abundante y barata y protección contra las
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posibilidades de (…) un movimiento armado popular como fue el llamado de los Independientes de Color de 1912»2. Hacemos notar que el fragmento se reproduce exactamente de donde se ha tomado, dejando constancia de ello en la cita a propósito. Obsérvese también que las citas no llevan caracteres especiales (cursivas, subrayados, etc.) de ningún tipo, a no ser aquellas que esta misma pudiese contener. Tampoco llevan caracteres especiales las citas tomadas del castellano antiguo u otro idioma arcaico que utilicemos. En ambos casos, es decir, cuando aparezcan caracteres especiales expresamente recogidos o cuando se trate de una transcripción de un idioma antiguo, se sitúa la locución latina sic (así mismo) para dar fe de tal extremo, como por ejemplo: «debéis ennoblecer el pueblo de la Trenidad que postreramente hicistes pues según lo que me escribís (…), siendo aquel pueblo ennoblecido podran ser remediados en él los que vinieran de Castilla del Oro y avrá mejor aparejo en esa ysla»3 (sic). Pero también es posible que necesitemos destacar algún elemento de nuestro discurso y para ello utilicemos subrayados, negritas o similares. En tales casos se da fe al situar, al final del fragmento y entre paréntesis, la aclaración, bien sea (las cursivas son nuestras) o (el subrayado es nuestro) o (las negritas son nuestras) u otra frase que denote sintéticamente la autoría. Por ejemplo: «Los encomenderos desean que los beneficios se ocupen en los hijos de la tierra, que se dicen acá criollos, y por este respeto querrían 2 3
Hernán Venegas Delgado, Trinidad de Cuba. Corsarios, azúcar y revolución en el Caribe. La Habana, Cuba, Oficina del Conservador de la Ciudad de Trinidad-Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura «Juan Marinello», 2006, p. 96. Hortensia Pichardo Viñals, «La historia legendaria del Guaurabo», Historia y Patria. VI Congreso Nacional de Historia. Discursos y Acuerdos, Cuadernos de Historia Habanera, No. 39, La Habana, Cuba, Oficina del Historiador de la Ciudad, 1948, p. 76.
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que los frailes (españoles) no se ocupasen en doctrinas» (las cursivas son nuestras)4. Incluso, cuando la cita lleve una palabra, frase u oración entrecomillada por el autor o autores, ésta utilizará una sola comilla. Algunos autores incluso recomiendan en tales casos utilizar las llamadas comillas francesas (« »). Por ejemplo, si fuésemos a citar esta estrofa: «Entre las ventajas de este plan, Kino apunta siete (…): la dilatación del reino, la conquista de nuevas naciones, el conocimiento real de esa geografía, consecuentemente la elaboración de mapas verídicos, el comercio con el norte y con el oriente, el acatamiento a las reales cédulas sobre ‘nuevas conversiones’, y finalmente el que se logre que todos sean unus pastor, unum ovile»5. Precisamente es conveniente anotar que en casos como este último, es decir, cuando las citas excedan los cuatro renglones, para algunos autores deben suprimirse las comillas y dejar una sangría, así como rebajar un punto de la letra con la que se está trabajando, pero esto lo dejamos a la elección y usos nacionales en cada uno de nuestros países, al igual que cualquier otro acuerdo, siempre y cuando no se pierda la claridad y el sentido de la escritura sobre historia. Por su parte, las notas a pie de página también presentan sus variantes. Más arriba analizamos cómo expresarlas, bien se tratasen de citas de libros, revistas, periódicos, tesis u otros trabajos o materiales. A partir de estas recomendaciones, pasamos a exponer algunos otros criterios. 4
5
Bernard Lavallé, «Las doctrinas de frailes como reveladoras del incipiente criollismo sudamericano», Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, España, Núm. XXXIV, 1979, p. 454, citado por Julio Le Riverend Brusone y Hernán Venegas, Estudios sobre el criollo, La Habana, Cuba, Editora Política, 2005, p. 58. Luis González Rodríguez, El noroeste novohispano en la época colonial, México, D.F., Instituto de Investigaciones Antropológicas UNAM-Miguel Ángel Porrúa, Grupo Editorial, 1993, p. 436.
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En primer lugar nos parece adecuado que, en los casos de resultados de trabajos cortos, como pueden ser algunos artículos, es conveniente distribuir la cita de las fuentes a través del sistema de citado y no al finalizar el trabajo, pues resultaría algo redundante. Por supuesto, esto conllevaría a que tendríamos que hacer referencia a la página o páginas concretas con las que trabajamos. Por otro lado, cuando deseamos que el lector vea otras fuentes o bien las compare se utiliza comúnmente la palabra «véase» y, a continuación, la ficha bibliográfica completa de la fuente. Si recomendamos que se lea o estudie la obra completa se utiliza además la sigla latina passim (por todas partes, por doquier) o, si se prefiere, se remite a capítulos o grupos de páginas que recomendemos. Ejemplo: 4 Véanse Fábregas Puig, Andrés et al, Continuidad y fragmentación de la Gran Chichimeca, México, Seminario Permanente de Estudios de la Gran Chichimeca, 2008, passim y Fábregas Puig, Andrés et al, Regiones y esencias. Estudios sobre la Gran Chichimeca, México, Seminario Permanente de Estudios de la Gran Chichimeca, 2008, capítulo Historia, pp. 81-114. En cuanto a las citas sucesivas es muy importante que durante el proceso de redacción del trabajo de investigación se mantengan de forma completa o al menos con siglas convencionales, toda vez que estaremos continuamente cambiando de lugar a unas y otras citas. Ahora bien, en el proceso de redacción final ya sí entonces se recurre a una práctica aceptada muy comúnmente en nuestros países. Así, si la cita se refiere a una fuente antes citada, pero alejada por una o más citas de otra naturaleza, solamente se entran los apellidos y nombre del autor, seguidos de la aclaración obra citada más los otros datos pertinentes: número de la página, del tomo –si es que éste cambia–, de la nota –si la hubiere–. Por ejemplo y en relación con el anterior texto de Bernard Lavallé: 6 Lavallé, Bernard, obra citada (o artículo citado), p. 50.
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Ahora bien, si la nota se refiere a la cita anterior inmediata solamente será necesario expresar el vocablo latino ibídem (allí mismo, en el mismo lugar), más la página o páginas citadas, como por ejemplo y en relación con la cita del autor Lavallé: 7 Ibídem, p. 532. Además, cuando se utiliza a continuación otra cita, del mismo autor y obra y la misma página o páginas –seguimos con el caso de B. Lavallé–, sólo es necesario utilizar el vocablo latino ídem (lo mismo, el mismo), mientras que otros autores continúan utilizando el ibídem. Por ejemplo y en relación con la cita anterior: 8 Ídem. Otros autores recomiendan, además, que cuando haya una separación notoria entre una y otra cita, es decir, de varias páginas, se desechen estas fórmulas y se vuelva a las comunes y normales que se manejan en el resto del trabajo. Pero esto es opcional y está en conexión siempre con la claridad en la exposición incluso del sistema de citas, como en este caso. También un numeroso grupo de autores recomienda que, al existir una biblio-hemerografía bien facturada al final de nuestro trabajo, utilicemos sólo los apellidos de los autores –y de ser necesario sus nombres, si es que estos apellidos concuerdan–, seguidos de la página que citamos de tal obra, como es el caso: 34 Pichardo Viñals, p. 78. En igual sentido, pero en el caso de que existiese más de un trabajo de esa autora, por ejemplo, se sitúe a continuación de sus apellidos el año de edición de la obra en cuestión (entre paréntesis) o bien el encabezamiento del título de ésta, como por ejemplo: 91 Pichardo Viñals (1948), p. 104. 83 Fábregas Puig et al., Regiones, p. 84.
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Pero también se puede dar el caso, como el de este último autor y sus compañeros, que tengan publicadas en el mismo año dos obras diferentes, por lo cual no queda otra alternativa que utilizar la última fórmula. Por supuesto, todo esto es válido también para cualquier otro tipo de citas, verbigracia las que no tienen autor reconocido, que se entran directamente por su título, trátase de un libro, un artículo, un mapa, un documento de Internet, etc. Entonces, las próximas citas se entrarán con una o dos de las palabras iniciales de tal título, como por ejemplo: 84 La consolidación…, p. 8. También existen las llamadas citas de fuentes indirectas, que resultan de los casos cuando un autor citado por nosotros cita a su vez a otro autor. En estos casos se cita primero al autor con que trabajamos, tal y como lo hemos visto hasta ahora y, a continuación, la fórmula «Citado por» (o cit. por), más la otra ficha bibliohemerográfica u otras de que se trate. Por ejemplo: 8 Ripoll, María Teresa, Empresarios centenaristas en Cartagena. Cuatro estudios de caso, Cartagena de Indias, Colombia, Ediciones Unitecnológica, 2007, passim, citado por Venegas Delgado, Hernán, Palabras de inauguración de los Nuevos Talleres Internacionales de Estudios Regionales, Santa Clara, Cuba, Universidad Central de Las Villas, 27 de junio de 2008 (grabada).
La primera versión de la redacción del trabajo La primera o incluso las primeras versiones de la redacción de nuestro trabajo de investigación suelen adolecer de un conjunto de problemas, que ahora pasamos a exponer sintéticamente, con el objetivo que el investigador esté sobre aviso acerca de estos problemas. Un problema común se presenta en la repetición de argumentaciones, generalmente de forma parcial o bien cuando dichas argu-
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mentaciones se incluyen dentro de otras nuevas. En este caso, cuando no es posible prescindir de la repetición, deberá aclararse siempre que existe un precedente al respecto, bien en el texto, bien mediante una nota aclaratoria a pie de página. Otro problema relacionado con la riqueza de nuestro idioma está, como se dijo antes, en el abuso de la subordinación. La subordinación puede ser útil, pero su abuso conduce a oscurecer las ideas y, por tanto, a restarle claridad a lo que escribimos. También está el problema de la factura de párrafos excesivamente largos o bien el menos usual pero igualmente farragoso de la redacción continúa de oraciones muy cortas. Y por supuesto que, conjuntamente con este problema, está el de las deficiencias que podamos tener en esos variados aspectos que sustentan el idioma, como son, entre los principales: las faltas de ortografía, el uso inadecuado de la puntuación y de la acentuación, el abuso de la utilización de letras mayúsculas, los problemas con la conjugación de los verbos –en particular los defectivos– y de formas determinadas de uso muy común, en especial los gerundios, la adjetivación excesiva –tan ajena al trabajo científico–, las discordancias, los solecismos y la carencia de uniformidad al expresar los nombres propios. Parejamente a estos problemas se suman otros, que pueden resultar verdaderos vicios idiomáticos. En estos casos están las odiosas muletillas, las expresiones redundantes en general, las frases hechas y archiconocidas –muchas veces carentes de un significado lingüístico exacto–, los modismos, las palabras y nombres abreviados, las siglas que no indican nada –a no ser que se les explique, preferiblemente en página inicial aparte–, los barbarismos de todo tipo y otras expresiones incorrectas desde el punto de vista de nuestro idioma, la utilización de frases en sustitución de oraciones cuando no la omisión hasta de los verbos que estas últimas requieren. En otros casos, la repetición de las mismas palabras y conceptos en la misma página o páginas sucesivas, por muy bien formulados que estén, no indican otra cosa que pobreza en el manejo del idioma. Por supuesto que la utilización del diccionario de nuestras computadoras es muy útil, pero éste tiene sus límites, pues su
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explotación no es universal. También los buscadores incluidos en estos medios nos ayudan a evitar repeticiones. Pero, lo importante es el trabajo nuestro, el del investigador, para que su expresión quede correctamente plasmada. Cuando esto no es posible es absolutamente indispensable buscar ayuda con los especialistas en el manejo del idioma castellano, en particular en redacción e incluso estilo. En este último caso el asunto se complejiza toda vez que cada uno de nosotros tiene su estilo personal, pero éste también está sujeto a revisión y a la observancia de las reglas y especificidades de todo el idioma. Por otro lado, la expresión de los conceptos y de las categorías, entendiendo a estas últimas como conceptos de máxima generalización, debe tener una fundamentación en aquellos casos en que los mismos no se puedan localizar entre los más comunes de la ciencia en general o de las ciencias históricas en particular. Es más, si deseamos acuñar o utilizar un concepto poco conocido nada nos exime de la obligación de explicarlo en nota a pie de página o incluso antes, en la introducción del trabajo, cuando expliquemos, en la fundamentación teórica, con cuáles de estos conceptos y categorías estaremos trabajando. En cuanto a la utilización de otros idiomas dentro de nuestro trabajo el criterio básico a utilizar es el de medida, es decir, no sobrepasar los límites necesarios para su uso. Podemos y debemos utilizar las traducciones de textos cortos que necesitemos y, eventualmente, como se afirmó antes, la traducción de títulos y similares tomados de la bibliohemerografía que se expresen en idiomas germánicos, eslavos, asiáticos u otros de poco uso en el lenguaje científico nuestro. En relación con el latín se hace necesario trabajar con algunas de sus frases y locuciones muchas veces, siempre y cuando no recarguen innecesariamente nuestro texto con preciosismos literarios o virtuosismos que no vienen al caso. Pero en general deben desecharse las abreviaturas y expresiones en otros idiomas, a no ser las de uso común en el lenguaje científico en general e histórico en particular. Otros problemas, que seguramente resultan muy graves en un plazo mayor de tiempo, están en el descuido al expresar los créditos
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correspondientes a todas y cada una de las fuentes que utilizamos. Mucho más grave aún es el no expresarlas. Estos descuidos, por su naturaleza, tienen que evitarse forzosamente. Aunque no tan graves, sí son sinónimo de descuidos la no correspondencia entre el texto y las citas, notas y referencias, hecho que se presenta regularmente en las primeras versiones o borradores de nuestro trabajo, dada la movilidad que necesariamente éstas tienen en la composición del texto, insistimos una vez más. Consideramos aquí la omisión de ciertos datos que se deben corresponder con este tipo de anotaciones a pie de página. Por último, en el orden del formato también hay algunos elementos a observar cuidadosamente. Entre estos está el de redactar las cuartillas en computadora a 1.5 espacios, por una sola cara, con un tipo de letra uniforme, realizando sólo los distingos que se explicaron antes en cuanto a esta última. En tal sentido muchos autores recomiendan que el puntaje para la letra en el texto sea de doce a once puntos, en las transcripciones de un punto menos y el de las citas, notas y referencias de 8 a 9 puntos, aunque algunos sistemas tienen ya preestablecido este último aspecto. También es necesario destacar todos los encabezamientos, bien en negritas, subrayadas o en cursivas, separándolos del resto del texto al menos con una línea adicional. En resumen, todas estas recomendaciones, que pueden ser variadas por los usos nacionales o las convenciones internacionales, no buscan imponer una camisa de fuerza al investigador-redactor sino todo lo contrario, facilitarle su trabajo, hacerlo más útil y provechoso para sus propósitos.
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Una propuesta de modelo de investigación regional: Trinidad de Cuba
Las motivaciones: el mito, la leyenda, la realidad Trinidad de Cuba es una región y ciudad situada justamente en el centro sur de Cuba que, desde la década de 1980, fue declarada su ciudad vieja y las edificaciones del Valle de los Ingenios que la sustentaron, como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Tomamos esta región como propuesta de modelo de investigación regional1 y urbana por estas razones tan particulares y, además, por conocer a fondo sus peculiaridades, como persona nacida y criada en ésta. Si menciono este elemento tan personal es para poder comprender las motivaciones de un investigador regional y compartir con los lectores una experiencia que se ha prolongado a través de casi cuarenta años. ¿Qué mayores motivaciones que haber nacido y haber sido criado en una ciudad que se aleja de la media de las ciudades cubanas? Los vetustos edificios de los siglos XVIII y XIX y hasta rastros de edificaciones del XVII en una ciudad fundada entre las primeras de 1
Los resultados de la investigación sobre la región se encuentran resumidos en el libro, del mismo autor de este trabajo, titulado Trinidad de Cuba: corsarios, azúcar y revolución en el Caribe, en cualesquiera de sus dos ediciones: La Habana Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2006 y La Habana, Oficina del Conservador de la Ciudad-Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2007 (segunda edición).
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la Isla, en 1514, son habitados por familias que se obstinan durante casi medio milenio en permanecer en sus edificaciones tradicionales. Ciudad enmarcada por calles de piedra donde sólo llega el asfalto –y eso parcialmente– a la ciudad «nueva» con la Revolución triunfante en 1959, no sin la protesta de muchos de sus vecinos apegados a la tradición y su identidad regional y muy alejados de los nuevos aires de modernidad que traía el radical fenómeno social cubano. Ciudad situada justamente frente al mar Caribe, éste lo domina todo por el Sur, mientras que el norte terrícola está franqueado por la cordillera de Guamuhaya, que la separa del resto de la Isla, dificultando aún hasta la medianía del pasado siglo XX sus contactos terrestres con sus vecinas, las ciudades de Sancti Spíritus y de Cienfuegos, la primera hermana gemela entre las ocho primeras villas fundadas por los españoles en Cuba, la segunda hija predilecta de Trinidad. Como sería este aislamiento que el ferrocarril intramontano, que conectaba a Trinidad con sus congéneres del resto insular, no llega hasta 1919, después de sortear innumerables obstáculos naturales entre las montañas. Entonces, ¿qué ocurre con la vida de esta ciudad y región durante cuatrocientos años, supuestamente enquistada en ese valle intramontano que aloja a la ciudad? Aquí fue donde vino el mito y la leyenda a comenzar a contestar las preguntas que nos hacíamos. Piratas y corsarios –que después sabríamos que indicaban la vocación caribeña de la región– con sus inevitables y proverbiales tesoros escondidos o hundidos en las aguas cercanas que a más de uno nos encendió la imaginación; un fuerte, el de San Pedro de la Punta, que encerraba la bahía de Casilda, puerto natural –aunque no el único– de Trinidad y a escasos cuatro kilómetros de ésta y que se nos antojaba ver, con sus cañones enhiestos, desafiando a la crème de la crème de esos personajes de leyenda vivificados por la pluma de Emilio Salgari o las películas norteamericanas de la época. Cómo obviar la aureola de leyenda de aquel pantagruélico y obeso personaje, rico hacendado de la opulenta familia Iznaga, que se decía que comía completamente desnudo en la azotea de su
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emblemática casona familiar. Cómo no sobrecogernos ante la presencia de esa misma mole arquitectónica a la que nos estaba vedado traspasar más allá de su cochera y donde se decía que sus descendientes ocultaban con pudor el haber venido a ser una familia más bien venida a menos que rica. En medio del Valle de los Ingenios, savia de ese esplendor azucarero coronado a mediados del siglo XIX, una edificación gigantesca y majestuosa, la torre de Manaca-Iznaga, que se nos antojaba desafiante, soberbia y cuyo fin no era otro que el de demostrar el orgullo de una aristocracia azucarera erigida sobre la base del trabajo de miles de africanos esclavizados. La leyenda nos decía también que otro de los hermanos Iznaga, para competir con aquel constructor de la torre, hizo cavar un pozo tan hondo cuya profundidad sólo era parangonable con la altura de la soberbia torre. Y en la ciudad, donde al decir popular cada piedra de sus calles significaba la lágrima de un esclavo, otra bella casona, la de Justo Germán Cantero, que al decir de la maledicencia popular había pasado a su propiedad, veneno por medio, al casarse con la viuda de otro de los hermanos Iznaga. También se decía que la torre erigida a un costado de la casa y que hoy sirve para admirar la ciudad, había sido levantada para recluir a un hijo demente de su propietaria, doña Monserrate (Monsa) de Lara. Casa esplendorosa en medio de la población, decorada por artistas italianos y otros europeos, cual émula de los palacetes de la capital colonial de La Habana, aún excitaba más la imaginación cuando se conocía que de la fuente situada en el patio central de la edificación, emanaba champagne durante las fiestas convocadas por sus opulentos dueños, gracias al accionar de los esclavos para hacer surtir la preciada bebida. Y por si todo esto fuera poco, la leyenda aportaba acerca de otro rico hacendado, William Baker, castellanizado como don Guillermo Bécquer que, de oficio tonelero en Filadelfia, se había enriquecido con el comercio de hombres y el contrabando, lo que le permitiría levantar una enorme fortuna en el azúcar. Este, nada más y nada menos había osado solicitar autorización al rey de las Españas para situar relucientes monedas de oro en el piso de su
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casa, cual mosaicos de su soberbia. Por supuesto, también la leyenda cuenta que el Rey español declinó esa petición pues no quería ver ultrajadas ni su imagen ni la del escudo del Reino, a ambos lados de esas monedas. Cómo no excitar la imaginación de un niño, de un adolescente o de un joven, cuando otra leyenda nos hablaba de otro de los ricos plantadores azucareros, el marqués de Guáimaro, cuyo tesoro lo había enterrado en lugar aún indefinido y que, después, asesinó personalmente a los esclavos a los cuales había ordenado hacerlo para que no hablasen. Personaje de leyenda, después sabríamos que su propia esposa e hijo habían intentado asesinarlo a él también, a la vez que en su casona rural del ingenio «Guáimaro» –el mayor del mundo quizás a principios del siglo XIX– tenía representada en una de sus paredes la figura de un diablo que no había pintura que pudiese esconder. Como es de suponer, acercarse a su tumba maltratada por el tiempo y/o los hombres, en el cementerio católico de la ciudad, era una empresa digna de encomio hasta para los más valientes. Pero cómo era posible que hubiese títulos nobiliarios en Trinidad, esa era nuestra pregunta, bien se tratase de cubanos como de hispano-cubanos. También supimos que no era sólo uno, sino dos. Otro «noble», el conde de Casa Brunet nos había dejado una imponente casona de dos pisos, frente a la plaza mayor de la ciudad, la misma que hoy alberga el bello Museo Romántico. Las preguntas se agolpaban en nuestras cabezas: ¿cómo era eso de condes y marqueses?, ¿cómo habrían logrado que se les otorgasen tales títulos?, ¿habría más?, ¿por qué en Trinidad?, ¿por qué nuestros amigos llevaban sino esos títulos al menos sí esos apellidos?, ¿cómo era posible que unos fueron blancos, otros negros y otros mestizos? En fin, todo un maremágnum de interrogantes que sólo con los años iríamos satisfaciendo paulatinamente. Por eso, en tierra de leyendas de corsarios, del mundo del azúcar y de esclavos, siempre mirando al Caribe, nos sentíamos parte de un mundo doloroso, a veces incomprensible, que apuraba explicaciones. ¿Cómo era posible ver aún en las calles de la Trinidad de mediados del siglo XX a dos limosneras africanas, viejísimas, con
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sus atuendos de épocas de la esclavitud?, ¿cómo no recordar sus nombres y motetes, Lutgarda y Anón Pintón, sus facciones, su extrema negritud, aquellos ojos que demostraban toda la injusticia del mundo concentrada en esas dos paupérrimas ancianas? Pero qué tan alejado estaba esa esclavitud cuando aún las cocineras y empleadas de las casas de familias seculares descendientes de españoles eran las hijas y las nietas de esas esclavas, cuando nuestros abuelos habían sido negreros (traficantes de esclavos) o esclavos ellos mismos, cuando al pasear por la plaza principal de la ciudad había un sitio reservado para los descendientes de esos esclavos y la mejor parte para los descendientes de españoles, después de más de cuatro siglos. Pero también la ciudad tenía una historia heroica, muchas veces con tintes románticos, pero eso sí, con mayor o menor grado de realidad. Nos deleitábamos todos viendo ese curioso escudo de armas local, orlado de banderas inglesas que pronto supimos que les habían sido arrebatadas a la orgullosa Albión a fines del siglo XVIII. Cuanto orgullo por saber además que en el diseño de la bandera cubana, la de la estrella solitaria, había estado presente un ilustre trinitario, uno de los hermanos Iznaga, José Aniceto, quien precisamente era el mismo –junto con otros dos hermanos–, de quien sabríamos años más tarde, que había ido a buscar la ayuda del venezolano Simón Bolívar, del mexicano Guadalupe Victoria, del salvadoreño Manuel José Arce y de toda esa pléyade de próceres hispanoamericanos y caribeños resueltos a contribuir a la independencia de Cuba y, a la vez, de la hermana Puerto Rico. A la sazón nos venían a la mente otras preguntas. Mi padre, excelente baquiano, comprador de ganado vacuno, me llevó a lugares insospechados dentro de mi región, de enigmático nombres, como Coatzacoalcos, que a todos se nos antojaba mexicano y no cubano, como efectivamente descubriríamos después. Caminábamos por las calles de la ciudad y, de repente, nos encontrábamos ante una pequeña calle, la de la Chiquinquirá, de nombre un tanto extraño para nosotros, pero que ahí estaba y que sólo más adelante descubriríamos que se trataba de la virgen patrona de Colombia y del Zulia venezolano y hasta de la ciudad peruana de
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Caray. Qué decir entonces de una de las imágenes más veneradas por el catolicismo local, la del Cristo de la Veracruz, cuyo mito, entrelazado con la leyenda, nos habla de una imagen que, de recalada en Trinidad producto de una tormenta tropical, cada vez que iba a salir para continuar su viaje de Europa hacia el puerto de Veracruz, su destino final planificado, se presentaba otro acontecimiento metereológico que impedía fuera extraída de la ciudad, hasta que finalmente sus vecinos decidieron apropiarse –como lo hicieron– de ella. Por otra parte, una aureola de leyenda también rodeaba a una serie de apellidos evidentemente de origen alemán, con cuyos descendientes nos codeábamos en la escuela y en la vida social: los Fischer, los Meyer, los Fritze, blancos o mestizos, quienes nos hacían arder aún más la imaginación y cuyo paso por la ciudad no sólo dejaba a sus descendientes sino sus casas y hasta una pequeña calle, la de Schmidt. ¿Cómo era eso posible?, ¿cómo se habían unido a las viejas familias trinitarias?, ¿por qué había negros y mestizos con sus apellidos?, es decir, todo un grupo de preguntas que, por el momento no tenían solución. En realidad, ya lo íbamos sospechando, se trataba de una ciudad y su región orientada hacia el mar Caribe y el Golfo de México antes que con el resto de Cuba, al menos durante los cuatro largos siglos coloniales, a la que habían concurrido famosísimos personajes, desde el barón Alejandro de Humboldt, el llamado segundo descubridor de Cuba y de tanta fama en la América española, hasta una cantante de ópera como la gran soprano italiana Adelina Patti, toda una revelación en su época. Si Humboldt, se nos decía, cenó con los cafetaleros franceses, lo cual añadía un nuevo elemento a nuestro ya abigarrado mundo, otro gran personaje, en este caso relacionado también con toda el área circuncaribe, el padre Bartolomé de Las Casas, tenía nada más y nada menos que un monumento a su memoria, donde se incluía a los indígenas que tanto protegió, tanto en Cuba como en Venezuela o en Chiapas, México. No bien mirábamos en los alrededores, exactamente a un costado de la bahía de Casilda, se encontraban los restos de un buque expedicionario independentista, llamado «El Salvador», que pro-
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cedente de los Estados Unidos, perdió su rumbo y encalló en ese puerto, no sin dejarnos boquiabiertos de sus inmensas ruedas y paletas movidas por vapor y de asombrarnos de la osadía de nuestros mayores para traer la independencia a la Cuba esclavizada y esclavista de inicios de la década de 1870. Se nos hablaba de la famosa Reconcentración decretada por el mando español durante la Guerra de Independencia (1895-1898), mediante la cual, como su nombre lo indicaba, se reconcentraba a la población rural y de los pueblos pequeños en las ciudades mayores, con el fin de impedir –con una altísima tasa de muertes por enfermedades e inanición o secuelas posteriores– que se ayudase a los revolucionarios. Por cierto, de esta política inhumana y prefascista habían sido víctimas nuestros propios abuelos y parientes. Por otro lado, se nos llevaba a actos patrióticos en un lugar de nombre lúgubre, «La Mano del Negro», donde se asesinaban a los independentistas a la vez que servía, como su nombre lo indica, como sitio para crueles torturas a los esclavos; o bien se nos conducía a actos cívicos en la plaza principal de la ciudad vieja, bajo la sombra imponente de la iglesia mayor y los edificios de vivienda de algunas de las más viejas familias trinitarias, algunos de los cuales se nos antojaban tenebrosos y poblados de los fantasmas de sus propietarios. De años más recientes, conocimos de las andanzas de uno de los grandes dictadores latinoamericanos en la región, el general Gerardo Machado y Morales (1925-1933), el llamado «Asno con garras», una de cuyas amantes más notorias se nos presentó sotto voce como toda una leyenda local, y en realidad lo era aún, refugiada en su pequeña hacienda. Se nos hablaba de los parientes del dictador que allí vivían y de qué había sido de ellos cuando la «Revolución de los años treinta» que lo derrocó y pareció anunciar una nueva era para Cuba. Dictadores convertidos en leyenda y leyenda que entronizó a esos dictadores en nuestro cuasi delirante mundo en el que lindaba la realidad con la fantasía, bien pronto el listado fue incrementado por otro dictador más, el general Fulgencio Batista Zaldívar (1934-1939), que terminó por ensangrentar más aún a Cuba en su segunda dictadura (1952-1958), no sin antes dotar a la región de
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un imponente hospital anti-tuberculoso, concebido para conjugar su «obra de gobierno» con su megalomanía y vanidad personal. En medio de todo aquello el ambiente de inestabilidad política y revolución de la década de 1950 nos sacaba de nuestros ensueños y de esa vida municipal y espesa al decir de un intelectual cubano. La Revolución Cubana trajo cambios radicales en la región y, es más, anticipados en Trinidad y sus montañas porque, precisamente allí se concentró en buena medida el peso del movimiento armado contra la naciente Revolución. Ahora la región era escenario de una violenta lucha que por descontado se manifestaba también en términos políticos dentro de la ciudad, entre sus ancestrales edificaciones. Nuevas preguntas se nos venían encima, a tropel y en particular la de que ¿por qué ese cambio tan violento, incomprensible para algunos, intuido por otros?, que bien pronto se amplió con el desembarco de los cohetes intercontinentales y las tropas de apoyo soviéticas, precisamente a través del puerto de Casilda, uno de los escogidos ante estos menesteres. Éxodo de familiares y amigos, radicalización de otros, todo en medio de algo que comenzó a llamarse lucha de clases, aún incomprensible para nosotros, los adolescentes y jóvenes de mi generación. El problema era que se nos presentaba una historia que ya iba para casi medio milenio –y nada del pasado indígena– que no veíamos en los libros de historia al uso y que apenas se ve hoy día incluso. El problema era que no nos veíamos representados en esa historia «nacional» que nos hablaban de hechos gloriosos, de próceres inmaculados casi siempre vinculados con La Habana y, cuando no, en función de los acontecimientos que ocurrían en torno a esta. Un solo texto de un cronista local, la Historia de Trinidad (1946), de Francisco Marín Villafuerte, nos tejía un entramado en que las edificaciones y las grandes personalidades locales aparecían unidas a ese pasado heroico, en el que se mezclaban fiestas y tradiciones y un sinnúmero de asuntos fechados que no nos permitía tampoco encontrar respuestas coherentes a lo que buscábamos. El asunto clave era poder comprender al menos por qué nuestra ciudad y región se habían quedado un tanto detenidas en el tiempo, por qué mientras la modernidad había llegado incluso a las ciuda-
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des circundantes, Trinidad y su puerto apenas recogían una limitada reanimación económica que a todas vistas no bastaba para sacarla de su letargo. Años después lo comprenderíamos mucho mejor cuando mis condiscípulos y yo comenzamos a adentrarnos en los vericuetos de la investigación histórica y social regional. En el ínterin aparecerían libros y artículos que nos removerían totalmente, como aquel del historiador y geógrafo cubano Juan Pérez de la Riva, Una isla con dos historias (1968) que hablaba de una Cuba A y de una Cuba B, es decir, de una Cuba de pequeños y medianos propietarios, asentados en la ganadería y otros usos múltiples de la tierra y de otra, que había prosperado sobre la base del sufrimiento de millones de seres humanos esclavizados con el azúcar y el café. Si éste fue un gran paso de avance para responder a nuestras inquietudes, de los ya ahora jóvenes estudiantes universitarios, ello no bastaba pues no sabíamos dónde estábamos ubicados exactamente los del centro de la Isla, donde se mezclaban uno y otro patrón. No pasaría mucho tiempo sin que otro libro nos estremeciera cuando lo leímos, Pueblo en vilo. Crónica de San José de Gracia (1968), del gran maestro mexicano Luis A. González y González, que había tenido la osadía de demostrar que en cualquier parte había historia, hasta en su pequeño pueblito michoacano. Envalentonados ya podrá imaginarse cuáles fueron las consecuencias posteriores. Entonces, para Trinidad y su región reverdecían las anteriores preguntas, ahora concientemente formuladas tanto para lograr vernos autorepresentados como para poder hacer propuestas valederas a la historiografía nacional. Ya estábamos conscientes también que esto no era, en modo alguno, una vanagloria o vana pretensión.
Los problemas y las preguntas del investigador Entre el conjunto de añejos problemas historiográficos no resueltos para la región uno sobresalía entre todos: el de las causas que habían estancado y hecho decaer a Trinidad y que la habían hecho conservar como un «cadáver azucarero», para utilizar la
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feliz expresión que le endilga precisamente a Trinidad y su región el insigne ensayista uruguayo Eduardo Galeano en su célebre libro Las venas abiertas de América Latina (1971). Por supuesto que desde este problema sin resolver se abría un amplio espectro de otros problemas relacionados, desde aquellos relativos a los antecedentes durante los primeros siglos coloniales de esa riqueza azucarera, hasta aquellos otros, más complicados aún quizás, que se relacionan con el devenir histórico posterior y sus múltiples manifestaciones, singularizadas en el desarrollo de la Revolución Cubana actual en la región. Pasemos entonces a analizar este abigarrado conjunto de problemas y a plantear algunas de las preguntas que se les relacionan. Un primer problema es el de las comunidades aborígenes que existían en el territorio a la llegada de los conquistadores españoles desde la vecina isla de La Española. Problema arduo en verdad, al menos los arqueólogos han dado su interpretación del hecho. Lo que ocurre es que entre estos y los historiadores regionales hay realmente pocos vasos comunicantes o, al menos, no todos los que debieran haber. La pregunta que se impone es la de cuál fue su importancia en la construcción socio-económica y cultural inicial de la región. Sobre esto apenas se sabe nada y lo poco que se sabe es incompleto e insatisfactorio para cualquier visión que aspire a alcanzar la categoría de científica. La historiografía cubana por lo general ha resuelto este asunto al afirmarnos que las poblaciones aborígenes desaparecieron durante las primeras décadas de la conquista y colonización inicial. Esto resulta una falsedad pues si bien hubo diversos grados de exterminio, en ciertas regiones del archipiélago cubano, no es menos cierto que restó una población mestizada en mayor o menor medida a la cual no se la ha concedido prácticamente la más mínima atención, a no ser alguna que otra referencia o los trabajos de escasos arqueólogos e historiadores que desmienten esta aseveración tan difundida entre nosotros. Acto seguido nos encontramos con otro problema, el de la formación regional inicial y sus diversos componentes. Parece ser valedera para Trinidad la tesis de que estos primeros siglos coloniales
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estuvieron signados por el predominio de la ganadería, del tabaco y de numerosos cultivos subsistenciales y de intercambio, cuestión tan común en el Golfo-Caribe. También es cierto que estos provocaron un tipo de población libre o dependiente en la que aún la esclavitud no constituía una necesidad económica. No lo es menos que la comercialización de estos productos estuvieron relacionados de forma directa con el corso y la piratería. Ahora bien, el verdadero problema historiográfico no abordado es que esa vida colonial regional durante los primeros siglos coloniales estuvo signada por fortísimas manifestaciones autonómicas en que la región se desdoblaba fundamentalmente hacia el Golfo-Caribe, no hacia la capital colonial a la que debía pleitesía y subordinación oficial. Es así como un hecho externo a la región, la partición de la isla de Cuba en dos gobiernos, en el occidente y el oriente cubanos, con una capital unificada para toda la colonia en la ciudad de La Habana, dio pie a una indefinición de límites entre sus respectivas jurisdicciones en la cual quedaron inmersas las tres villas centrales fundadas por los españoles en ese espacio de Cuba: Trinidad precisamente, Sancti Spíritus y Remedios. Ante los fuertes reclamos de autonomía, la Corona española terminaría por imponer sus criterios centralistas. Ahora bien, la pregunta aún no resuelta es la de ¿cómo se relaciona ese hecho político-administrativo con las realidades de una región, como la trinitaria, que vinculaba su vida con las otras colonias del Golfo-Caribe? A propósito, cuál no sería su importancia si sabemos que Trinidad se atrevía a ponerle pleito a la poderosa Cartagena de Indias por un asunto de tabacos. Esta vocación caribeña se relaciona con otro problema que es el de la necesidad de conocer aquellos factores que permitieron y facilitaron que en la región arrancase la agricultura azucarera de plantación esclavista a partir de mediados del siglo XVIII, cuando las otras colonias insulares europeas del mar Caribe oriental agotaban sus posibilidades de tierras para la marcha exitosa de esta manufactura. Después, como se sabe, la ruina azucarera y cafetalera de Saint-Domingue, producto de la revolución haitiana, impactaría aún más a fines de ese mismo siglo XVIII sobre Trinidad, en
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algunos otros enclaves del centro y oriente cubano y en particular en regiones del occidente de la Isla de forma inicial. El problema a dilucidar es el de los capitales necesarios para arrancar en lo sustancial con la manufactura, toda vez que ésta necesita de esclavos e insumos en cantidades apreciables. No incluimos el problema de la tierra porque este estaba resuelto al estar en manos fundamentalmente de los mismos latifundistas que se desdoblarían en prósperos propietarios de ingenios azucareros. Ahora bien, ¿de dónde obtener esos capitales necesarios para comprar grandes lotes de esclavos y los insumos necesarios para el funcionamiento de los ingenios sino de todo el proceso previo de acumulación originaria basada precisamente en el comercio, tanto de géneros como de seres humanos y a través de todo el Golfo-Caribe? Sólo de esta manera es que se puede comprender una verdadera eclosión azucarera en la que incluso los productos económicos tradicionales de la región quedaron relegados a un segundo plano. Estamos hablando precisamente del tabaco, de la ganadería y de la multitud de otros productos comestibles necesarios para el consumo humano. Entonces, ¿qué hizo Trinidad para solucionar la adquisición de estos insumos si no fue la importación de los mismos? Lo que ocurre es, que a esta altura de los acontecimientos nos encontramos entonces con una región que, entre fines del siglo XVIII y al menos la primera mitad del siglo XIX, ha dado un cambio radical a sus estructuras tradicionales y se ha convertido en una región plantacionista azucarera e incluso con un breve paréntesis cafetalero en sus montañas. Los problemas a analizar ahora implican un cambio sustancial en la vida regional, tanto como cambio cuantitativo como cualitativo en que la sociedad trinitaria se transforma dentro de los mismos marcos coloniales que le dieron vida. De tal manera, despejado el problema de las inversiones de capital necesarias para arrancar con la manufactura azucarera, se produjeron otros que requieren de explicaciones más precisas. Entre estos está ese flagelo del mar Caribe y por extensión de toda la América Latina que es el entronizamiento definitivo del latifundismo, del cual aún no se conocen con precisión sus características particulares últimas en Trinidad.
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El otro problema relacionado directamente con éste es el de la fuerza de trabajo necesaria para hacer producir esa tierra en las condiciones de la agricultura de plantación: la de los esclavos. Aunque estemos acostumbrados a mencionar este hecho, su connotación es aún mayor de lo que suponemos y, por tanto, los problemas que la entrada masiva de inmigrantes forzados y esclavizados presupuso para la joven sociedad criolla regional fueron inmensos. Uno de estos problemas, muchas veces subvalorado por la historiografía cubana, fue el de la rica variedad de culturas africanas que penetraron por esta vía en la Isla. Si bien el asunto está en buena medida estudiado a nivel nacional en Cuba y otros países del área no lo es así en sus diversas regiones componentes, donde aún prevalece la tesis racista de que todos los negros son iguales. Nada más alejado de la realidad. Esos africanos y sus culturas aportaron un rico entramado que enriqueció a la cultura regional criolla hasta entonces formada y que en consecuencia es uno de los factores esenciales para argumentar las peculiaridades distintivas ya no sólo de la región trinitaria, sino también de cualesquiera otras regiones en circunstancias parecidas y en general de aquellas con una fuerte presencia de inmigrantes de cualquier origen, que es el signo común de la América nuestra. También estos cambios impactaron, como era de esperarse en las relaciones comerciales de la región trinitaria, por lo que la pregunta que se hace es ¿hacia dónde se dirigen con preferencia esos nuevos rubros masivos exportables?, pregunta cuya respuesta indica una nueva dependencia económica ya no hacia el GolfoCaribe sino hacia los mercados de Estados Unidos y de Europa occidental. Por supuesto que por esa vía también entraban los imprescindibles y nuevos elementos tecnológicos, aunados a los ya existentes que se recibían del Caribe azucarero previo. Todo este desarrollo económico es el que responde a las preguntas que nos hacemos hoy en día al recorrer las calles seculares de Trinidad y admirar los restos de su pasado azucarero en el Valle de los Ingenios cercano a ésta, en una ciudad y su región que han sido declaradas Patrimonio Cultural de la Humanidad. ¿Cómo fue posible aunar la arquitectura española con fuertes elementos
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decorativos italianos y franceses, por ejemplo?, ¿cómo se produjo la entrada de la arquitectura neoclásica?, ¿hasta dónde llegó el grado de simbiosis de esa arquitectura de origen hispano-musulmana con el resto de la europea del siglo XIX?, ¿cómo penetraron el mobiliario y las artes decorativas europeas y norteamericanas en la región?, ¿qué relación guarda ese desarrollo económico con la introducción de la imprenta y la aparición de la prensa periódica y de revistas? Y así el listado continuaría. La otra cara del problema es la de las transformaciones ideopolíticas suscitadas por esa modernidad. Éstas crean un gran problema a la historiografía cubana o sobre Cuba, la que ha entronizado la tesis de que si Cuba no se independizó hacia la década de 1820-1829 ello se debió a la cerrada oposición de sus esclavistas a su logro, como sí lo hicieron efectivamente sus congéneres latinoamericanos (con la excepción también de Puerto Rico). Entonces la pregunta que inmediatamente irrumpe es la de cómo fue posible entonces que en la Trinidad esclavista y en sus regiones vecinas, emergiera un poderoso movimiento independentista que buscó ayuda en el continente insurreccionado para traer la libertad ya no sólo a Cuba sino también a la hermana isla de Puerto Rico. Se trata de un problema historiográfico arduo en verdad, que va seguido de las especificidades de las variantes políticas reformista y anexionista, en el entendido que al menos la segunda adoptó expresiones locales en las que se confundían los anhelos independentistas con los de la propuesta de anexión de Cuba a los Estados Unidos, fenómeno histórico poco trabajado y que se ha englobado con una especie de respuesta única para toda Cuba cuando la realidad es otra. Y en medio de estos acontecimientos políticos, hacia mediados del siglo XIX se produce el fenómeno antes enunciado del estancamiento y posterior decadencia económica de la región, que se mantendrá por más de un siglo. Los problemas historiográficos se agolpan hacia esa medianía del decimonono cuando la producción azucarera arriba a sus topes máximos, sin posibilidad de incremento de ésta o al menos vislumbrar una nueva variante económica. Otras preguntas surgen de súbito: ¿qué provoca ese detenimiento del crecimiento de la producción azucarera, hasta ese momento
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tan próspera?, ¿por qué los factores tecnológicos, entonces en auge en el mundo occidental y en el resto de la Cuba azucarera, no fueron aprovechados para superar la crisis que se avecinaba?, ¿qué peso tuvo en todo este asunto el problema del encarecimiento del precio del esclavo, fuerza de trabajo esencial en esos momentos?, ¿cuáles otros factores estaban incidiendo en la crisis regional?, ¿cuáles fueron los factores políticos concomitantes con el caso? Estas y otras muchas preguntas más se agolpan sobre todo si conocemos que Trinidad comenzó a exportar sus capitales a las regiones vecinas, tanto a las de nuevo desarrollo, como la de Cienfuegos, como a aquellas tradicionales, donde la economía de plantación no había hecho mella aún, como fueron los casos de las regiones de Remedios, Sagua la Grande e incluso la de Sancti Spíritus, todas situadas en el centro de la Isla. Si esto fue así, entonces se trataba de un problema clásico de la agricultura de plantación: el de la sobreexplotación de las tierras en uso, es decir, el del agotamiento de la capa vegetal debido a un cultivo intensivo sin la utilización de abonos, regadíos u otros elementos modernos. De aquí que se recurrió a las tierras vírgenes vecinas o al menos de las aún no explotadas con fines plantacionistas. Entonces, los problemas planteados por la investigación no dejaban otra solución que la de cuestionarse, en primer lugar, el problema de la productividad de la tierra en relación con el nivel edafológico del problema. Pero también se trataba de un círculo vicioso con innumerables preguntas que requería de respuestas sólidamente fundamentadas: ¿por qué no se dio una respuesta tecnológica y científicamente fundamentada al problema?, ¿por qué, ante la carencia y alto costo in crescendo de la fuerza de trabajo esclava no se buscaron soluciones alternativas de forma mediata al menos?, ¿qué relación tenían estos puntos anteriores con los capitales necesarios para solucionar la crisis económica regional? Las respuestas, por supuesto, estaban relacionadas con los impedimentos prácticos que una solución inmediata de la crisis requería y que terminaron girando en torno a los capitales necesarios para solucionar dicha crisis, cuando en las regiones vecinas su tasa de rendimiento era infinitamente mayor.
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La historiografía romántica, siempre presta a brindar respuestas heroicas y bellas a problemas como éste, respondió que esta crisis se debió al estallido y desarrollo de la larga Guerra de los Diez Años (1868-1878) en Trinidad y su región. A esta guerra, también llamada Guerra Grande, se le achaca la ruina de los ingenios azucareros trinitarios en los que, siempre según su tesis, los propios dueños de ingenios llevaban la tea incendiaria a sus propiedades y daban la libertad a sus dotaciones de esclavos para que marchasen a libertar a Cuba. Bella en verdad esta tesis, pero nada más alejada de la realidad. El estancamiento y posterior crisis económico-social había comenzado una veintena de años antes y dicha guerra no hizo sino contribuir a su profundización, esa es la verdad. Es más, los propietarios de ingenios azucareros y esclavos, como elite, no hicieron sino obstaculizar por todos los medios posibles la continuidad de esa revolución independentista y colaborar con España para que ésta mantuviese su dominio en la región y en toda Cuba. Si algo hizo esa guerra –y la actitud de los esclavistas– fue preparar las condiciones para los posteriores procesos económico-sociales y político-ideológicos que marcarán la vida trinitaria en casi toda la centuria que le sigue. De aquí que los próximos problemas historiográficos a resolver se concentrasen en las preguntas ¿cómo había podido adaptarse a los nuevos tiempos, sinónimo de industrialización azucarera sobre la base del trabajo libre, una región como la trinitaria, empobrecida y esquilmada por un siglo de agricultura intensiva y depredadora?, ¿de dónde provinieron los capitales necesarios para tal fin, toda vez que la región había sufrido un proceso de descapitalización neto?, ¿cuáles fueron las opciones políticas escogidas para que garantizasen la nueva época de cambios? Las respuestas ante este nuevo cúmulo de problemas y sus correspondientes interrogantes se relacionaron primeramente con el capital comercial alemán, que había hecho de Trinidad una de sus plazas fuertes en el Caribe y, sólo posteriormente con el capital monopólico norteamericano, que lo sustituye y terminaría por enseñorearse en el valle azucarero de la región. Por supuesto, la nueva época significaba transformaciones tecnológicas acordes con
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los procesos de industrialización del mundo desarrollado para ese entonces que, a su vez, conllevaba la utilización de la fuerza de trabajo libre. Es que se trataba de un tipo de agricultura de estación, por lo tanto limitada en el tiempo, que había que contemplar en el balance de la alta cuota de ganancias a la que se aspiraba en la nueva situación. Por lo tanto, nuevos problemas historiográficos se abrían para los fines del siglo XIX e inicios del siglo XX acerca de qué había ocurrido con el resto de la economía y de la sociedad trinitarias, es decir, con aquellos sectores marginados del azúcar. Las respuestas a las interrogantes que se planteaban no daban otra alternativa que la de conjeturar al menos –como efectivamente ocurrió– que se había producido una vuelta a los viejos patrones económicos ancestrales, en los que la ganadería y la agricultura diversificada marcaban el rumbo de la sociedad toda, aparte del azúcar. De aquí que la vieja preocupación historiográfica acerca de la nueva Guerra de Independencia (1895-1898), tan cara a la historia nacional cubana, en realidad había transitado sin mayores problemas por la región, a pesar de toda la heroicidad demostrada por aquellos que participaron en dicha gesta independentista. Lo importante es que con el nuevo siglo XX se inaugura en Cuba una república controlada totalmente por los Estados Unidos que garantiza la vuelta a esa especie de ancien régime económico-social y por qué no en cierto sentido también político, con el cambio de un régimen de tipo colonial a otro de tipo neocolonial, del cual Trinidad constituía un excelente ejemplo. El regreso en buena medida a las viejas estructuras coloniales –salvo el azúcar– trae a su vez innumerables problemas historiográficos, toda vez que la historiografía cubana al uso ha querido unificar un asunto que tiene múltiples aristas en la Isla-archipiélago. De aquí que uno de estos problemas principales a resolver era el de cómo se organizó la vida regional en las nuevas circunstancias, en el entendido que se sabe de una emigración interregional en Cuba de los trinitarios e incluso hacia otras áreas del Caribe. Las respuestas están conectadas con dos «eras» de caciquismo político, las de los regímenes dictatoriales de Gerardo Machado y de
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Fulgencio Batista –en dos ocasiones– que llevaron a un enquistamiento de la región, sólo interrumpido con un proceso de tímidas inversiones capitalistas en la medianía de ese siglo XX, para todo lo cual aún estamos en la búsqueda de respuestas mayores. Los problemas historiográficos apenas resueltos se relacionan a posteriori con los de la revolución triunfante en enero de 1959, en cuyos antecedentes las serranías trinitarias jugaron un papel destacado en los años previos. De estos problemas uno salta a la vista, el de cómo se comportó realmente el proceso histórico en los primeros años de la Revolución, en una región como la trinitaria –y en los límites de sus vecinas inmediatas– que fue tomada como base de la lucha contra la Revolución triunfante. Es decir, ¿cuáles factores generales facilitaron esta ubicación de la lucha en la región, concebida entre las principales del país?, ¿cuáles elementos propios de la región facilitaron ese fenómeno? Y lo que es más importante posiblemente aún, ¿cuáles fueron las consecuencias de estos hechos aún hoy en día? En la respuesta a estas interrogantes, en buena medida no resueltas aún, están las claves para entender a la actual ciudad de Trinidad y el Valle de los Ingenios que la circundan.
Las fuentes Trinidad es exponente de un problema que afecta a varias regiones latinoamericanas y caribeñas: el de las fuentes. Este problema se relaciona con factores diversos que han contribuido a su destrucción total o parcial. Entre estos están los factores ambientales como la humedad del trópico, los insectos y bacterias, los frecuentes ciclones y huracanes, etc., que tanto daño han hecho a la papelería en particular. Otros, por ejemplo, acordes con los nuevos estados-naciones que han surgido en esta parte del Nuevo Mundo, se relacionan con las continuas guerras, revoluciones y sublevaciones de todo tipo que han asolado a nuestros países y que muchas veces han hecho pasto de la llamas a los más preciados documentos del investigador histórico. Trinidad es un ejemplo en este último caso, cuando
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el grueso de su documentación desapareció al comienzo y en medio de la Revolución triunfante en 1959. El problema entonces estriba en cómo suplir el acceso a esas fuentes que, como se sabe, son imprescindibles para el trabajo regional o cualquier otro tipo de trabajo historiográfico en general. Una primera mirada al asunto pudiera parecer que no habría otra solución sino, en el mejor de los casos, subrayar el método analógico-comparativo, pero ya conocemos las virtudes y también los problemas que éste puede comportar. La primera respuesta ante estas dificultades está en el trabajo con diversas fuentes a la vez, toda vez que la riqueza de esa información a nivel regional es proverbial. Así las relativamente escasas fuentes documentales de que disponemos en Trinidad hasta 1958 son suplidas en cierta medida por las fuentes hemerográficas, con colecciones de periódicos y revistas, a veces de escasa tirada, que han resultado preciosos para el trabajo. El otro factor con el que se cuenta es con la folletería del período colonial tardío y del medio siglo de vida republicana, localizable en bibliotecas y archivos públicos y en bibliotecas privadas. No menos útiles han resultado las fuentes cartográficas, en particular aquellas de la primera mitad del siglo XX, que eran de rigor presentar para cualquier gestión pública. Y así el listado se haría mucho más largo. La otra cara de la solución al problema planteado está en el flujo de información que se enviaba desde Trinidad hacia la cabecera de la colonia, la ciudad de La Habana, así como, a partir de 1879, hacia la ciudad central de Santa Clara, capital de la nueva provincia de igual nombre (después de Las Villas) hasta 1976, cuando se instaura una nueva división político-administrativa en el país. No obstante, el grueso de esa información permaneció fundamentalmente en La Habana, donde cómodamente se pueden registrar los principales eventos de la vida regional trinitaria a través de los diversos fondos depositados en el Archivo Nacional de Cuba, tal y como ocurre en muchas de las demás capitales latinoamericanas y caribeñas. Pero también la capital cubana es asiento de una serie de instituciones, a menudo con similares expresiones en el resto de nuestros países, que atesoran una información invaluable para la historia
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trinitaria. Entre éstas están los ricos fondos documentales de la Biblioteca Nacional «José Martí», con una Colección Manuscrita donde se localizan ricos trozos de la historia regional, a veces en los más insospechados legajos y papelería dispersa. Otra institución, lamentablemente fenecida, pero que aún es vigente en el resto de los países hermanos, es la Academia de la Historia de Cuba, de la cual al menos se han conservado sus numerosas publicaciones en libros y folletos, muchas veces de tirada restringida, que alumbran determinados pasajes de la historia regional trinitaria o al menos proporcionan pistas para la investigación. También y para no alargar el listado se encuentran los fondos de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, como sabemos fundada por España en sus colonias durante el siglo XVIII. Aquí la información localizada incluye desde documentos diversos y aparentemente inconexos cuando no se ha penetrado lo suficiente en estos, hasta libros y folletos raros o periódicos de los siglos XIX y XX, como si fuera poco. Por otro lado está la información estadística, que tantos cuestionamientos ha tenido. No es menos cierto que tanto durante la Colonia como durante la República neocolonial en Cuba esa información ha sido frecuentemente falseada, en especial con los censos y estadísticas publicados en 1792, 1817, 1827, 1846, 1862, 1877 y 1887 para el período colonial y las más modernas estadísticas de 1899 y 1907 (bajo la primera y segunda ocupaciones norteamericanas del país, respectivamente) y de 1919, 1931 –sólo publicada de forma parcial–, 1943, 1946 y 1952. Esta información, en la que se conjugan elementos poblaciones y económicos entre los principales o en las que aparecen diferenciados los unos de los otros, han servido para la historia trinitaria para indicar tendencias históricas de todo tipo, a pesar de las conocidas distorsiones de estas fuentes que hemos comentado antes. También Trinidad cuenta, como la inmensa mayoría del resto de las regiones latinoamericanas con un caudal en los archivos parroquiales, aunque no siempre de fácil acceso. En estos la información demográfica calificada y estratificada suple la carencia de otras fuentes, en la que también es posible localizar información económica, al menos en lo que respecta a los intereses de la Iglesia
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Católica que, en determinados períodos –como el colonial– se identifica con los propios intereses del Estado. Un último –y no por esto menos importante– aspecto es el de los archivos españoles y en general de Europa Occidental y de los Estados Unidos de América, es decir, de las antiguas metrópolis, donde encontramos valiosa información para Trinidad, de todo tipo, en la que se destaca, para el caso español los flujos de información región-capital colonial-metrópoli y para las demás ex metrópolis un conjunto tan abigarrado de información que va desde los informes de los agentes consulares norteamericanos, británicos, franceses y alemanes hasta esos artículos e información de todo tipo que aparecen en las revistas científicas de la época. En resumen, si algo destaca la historia trinitaria, pese a sus aparentes carencias en cuanto a fuentes, es el rico mundo de información diversificada con el que hemos trabajado durante años los historiadores y otros científicos sociales que nos hemos ocupado de esta región.
Los métodos de trabajo Los métodos de trabajo a utilizar sobre una región como la trinitaria, con una muy escasa bibliografía precedente, conllevó la priorización de la utilización del método histórico-lógico, ya que fue necesario investigar su proceso histórico en la larga duración del tiempo histórico. Además, este método permite, como es conocido, el análisis de determinados elementos coyunturales que, por sus características, enriquecen el análisis historiográfico. De tal manera fue posible recorrer ese casi medio milenio de su historia que va desde la fundación de la entonces villa hasta el triunfo de la Revolución Socialista, puesto que no nos propusimos –ni podíamos– enfrentar un trabajo combinado con la arqueología que nos permitiese al menos brindar una explicación racional acerca de los antecedentes sobre los que se erigió la región criolla. Analizar el proceso en su conjunto y con la aplicación de este método permitió determinar los grandes períodos históricos que
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estructuraron la vida trinitaria. Estos son, aparte de ese dilatado período aborigen tan desconocido, un período colonial temprano, de conformación regional inicial que va desde 1514 –fecha de fundación de la villa– hasta al menos los inicios del siglo XVIII, en el que la ganadería, el tabaco y otros renglones agropecuarios diversos signan la vida regional. Esa es la vida de la mayor parte de las regiones del Golfo-Caribe con el añadido de que se trata de regiones autónomas que realizan, a su antojo, un extendido comercio de contrabando entre sí y con Europa, de insospechadas proporciones para sus respectivas escalas y que va mucho más allá del rígido monopolio comercial metropolitano. Aquí está uno de los aportes de la historiografía regional a las pretendidas historias nacionales de nuestros pueblos, al presentarnos un Golfo-Caribe real, en que las regiones actúan de forma autónoma, para no decir semi-independiente, frente a las ancestrales obstinaciones monopolizadoras y unificadoras de la metrópoli española, pero también del resto de sus congéneres europeas en el mar Caribe. Trinidad es un buen ejemplo, aunque no el único, por supuesto, de esa rica historia inicial caribeña. Sociedad de ganaderos y productores de tabaco, dos rubros indispensables para expresarse en el Golfo-Caribe, bien pronto una elite bicefálica, latifundista y comercial, se apropia del cabildo o ayuntamiento local, signando la vida de la ciudad por centurias y a partir de entonces que, como ya sabemos, llega a manifestarse con un grado de autonomía muy alto a principios del siglo XVII. Acontecimientos como este último son los que implican la utilización del método lógico, para analizarlos de forma especial no sólo como hecho en sí, sino como expresivos del siglo y medio precedente de vida económica autónoma, es decir en el plano del método histórico. El siguiente período, de transición hacia la economía y sociedad plantacionista, el siglo XVIII, si bien mantiene la utilización del método histórico grosso modo, también requiere del empleo del método analógico-comparativo, toda vez que, al anunciarse una nueva fase del desarrollo colonial, otras regiones de la Isla también la asumen. Son los casos preferentes de las regiones del Occidente cubano (La Habana y Matanzas), pero también algunos enclaves con similares
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características en el Oriente insular, en particular la región de Santiago de Cuba, segunda en importancia de la colonia y en general de Cuba hasta los días que corren. La utilización de este método permitió, a través de las analogías entre los diferentes procesos históricos regionales antes mencionados, despejar incógnitas para el caso trinitario y así poder avanzar en la investigación muy rápidamente. En realidad la macro región occidental, como ha sido tomada usualmente como exponente de todo el proceso histórico nacional, nos permitió aprovechar a una buena parte de los resultados de sus investigaciones para poder avanzar con mayor celeridad en lo que nos propusimos. Por supuesto, los resultados que esta investigación sobre Trinidad fue arrojando significaron una demostración palpable que la historia nacional no se concentraba en una sola región, sino en todas. Encima de ello habría que considerar otras regiones no plantacionistas, en particular las ganaderas del centro y centro-este cubano, que usualmente se han presentado como meras abastecedoras de ganado al Occidente cubano-colonial por esa historiografía «nacional», desconociendo olímpicamente sus propios ritmos y dinámica internos. Pero también la utilización del método analógico-comparativo trascendió el análisis del plano colonial para incluirnos en el del español metropolitano y de todas sus colonias americanas en cuanto a las reformas del Despotismo Ilustrado dieciochesco. Un primer problema de investigación se presentó con la exageración que la historiografía cubana –e incluso la extranjera que versa sobre el tema– hace de los efectos de esas reformas después del abandono que hicieron los británicos de su conquista de La Habana y región inmediata en 1762-1763. Acontecimiento en verdad importante para el Occidente de Cuba, no lo fue así ni para el Centro, ni para el Centro-este, ni para el Oriente cubanos. En función de ello priorizamos los efectos de dichas reformas desde principios del siglo XVIII, durante su primer aliento, con el entronizamiento de la dinastía de los Borbones en España, que tantos efectos trajo para el régimen económico y específicamente fiscal, político-administrativo y social. Por supuesto, también los efectos para toda la Colonia
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después de la retirada de los británicos de la capital habanera fueron importantes, pero no únicos. En tal sentido la política centralizadora borbónica transformó, lo mismo en España que en La Habana y otras capitales coloniales españolas, así como posiblemente en la mayoría de las regiones coloniales, a sus sociedades respectivas, por lo que la aplicación del método analógico-comparativo se tornó fundamental. En esa misma línea, de una visión holística que requirió de un manejo constante del método histórico, se entró al análisis del período plantacionista en Trinidad, pero sólo entre fines del siglo XVIII y hasta la medianía del XIX, cuando en el resto de las regiones de economía de plantación en Cuba se prolongó por algunas décadas más. Analogías y diferencias acudieron a tropel, ahora con más vera, cuando Trinidad reproducía a su escala, al decir del historiador Manuel Moreno Fraginals –en su célebre obra El ingenio. El complejo económico-social cubano del azúcar–, a la orgullosa capital colonial. Miles de esclavos, fértiles tierras, capitales disponibles por siglos de acumulación previa y una política colonial hispana apropiada se conjugaron para reproducir contemporáneamente un tipo de sociedad esclavista que había tenido sus expresiones en otras Antillas previamente y que ahora hallaba carta de naturaleza en la Gran Antilla. Lo que sí no se correspondía para Trinidad era la aplicación mecánica del método deductivo en cuanto al comportamiento político de una aristocracia del azúcar que, supuestamente, debía inscribirse, por ejemplo, dentro de los cánones del rechazo a la solución independentista en las décadas segunda y tercera del siglo XIX, ante el temor a una sublevación masiva de esclavos. Esta fue la característica del Occidente de la Isla y en particular de su capital, La Habana, al menos hasta donde sabemos. La aplicación mecánica de este método en su sentido también comparativo significó, hasta el inicio del nuevo milenio en que vivimos, el entronizamiento de una tesis errónea que una reciente investigación nuestra se ha encargado de derrumbar2. Por supuesto que no somos los únicos en 2
Se trata del libro, aceptado para su publicación en México, titulado «La Gran Colombia, México y la independencia de las Antillas hispanas (1820-1827). Hispanoamericanismo e injerencia extranjera». En este libro se privilegia el papel de Trinidad
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Cuba. La historiografía regional de otros países latinoamericanos ha demostrado casos similares, en períodos coyunturales breves, afectados por una gesta continental. La medianía del siglo XIX aparta a Trinidad de la «regularidad» plantacionista típica del Occidente cubano y de algunas regiones de la mitad oriental de la Isla. Por tanto, la aplicación del método analógico-comparativo en cuanto a las regularidades de la plantación en Cuba concluye para la región estudiada, al menos prácticamente por lo que resta de ese siglo. Ahora se trataba de estudiar una atipicidad para la Cuba de entonces que sólo encontraba parangones con sus similares del Caribe y del Brasil atlántico. Si una comparación se imponía era con estas regiones, lo que ocurre es que todavía la historiografía regional latinoamericana y caribeña no estaba lo suficientemente desarrollada como para permitirnos un conocimiento mutuo como hubiese sido deseable. Entonces, la tarea queda pendiente, es decir, la de la aplicación del método analógico-comparativo entre aquellas regiones que han sido esquilmadas al extremo por la agricultura de plantación esclavista trashumante y hasta tal punto que éstas deben cambiar de forma total sus patrones económico-sociales, como fue el caso de Trinidad. Desde nuestro punto de vista este análisis historiográfico perspectivo resultará impactante. Consecuentemente se impuso la necesidad de analizar las causas que llevaron a la crisis económico-social en la que se vio inmersa la región trinitaria desde mediados de siglo y al menos hasta principios del siglo XX, por no decir que incluso más allá. Para ello y por extensión de todo el Centro cubano, más el de Puerto Príncipe, actual Camagüey, en el Centro-este, en un esfuerzo común en el cual los esclavistas de la primera (Trinidad) se unieron a los terratenientes ganaderos de la segunda (Puerto Príncipe) en un empeño por lograr la independencia de Cuba y, por extensión, la de Puerto Rico. A partir de ese empeño se sumarían innúmeras gestiones ante los gobiernos de las jóvenes repúblicas latinoamericanas continentales que, sin bien fueron frustrados finalmente por un conjunto de factores concernientes a las demás potencias coloniales europeas y a los Estados Unidos de América, avanzaron de forma sustancial gracias a un meditado plan, precisamente de sublevación de las dotaciones de esclavos a favor de la independencia y, a la vez, para el logro de su libertad personal.
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se aplicó el método analítico-sintético con preferencia, toda vez que hubo que descomponer el fenómeno, sin perder la relación entre sus partes, para así poder estudiarlo mejor. De tal manera entraron en consideración aspectos tales como: el de agotamiento en los rendimientos de los suelos, con lo cual los métodos de trabajo edafológicos entraron en nuestro ámbito de investigación; el de la escasez del área de sabana en el valle trinitario, para el avance de una agricultura de carácter trashumante, extensiva y esquilmadora, que hoy analizaríamos también desde la perspectiva medioambientalista, de sus postulados y de sus métodos específicos de investigación; el de la necesidad de una transformación tecnológica, en particular en cuanto a la maquinaria azucarera, los ferrocarriles y la navegación a vapor que nos sumió en el mundo de las transformaciones tecno-científicas de la Cuba de la época y, de lo que es más importante, del mundo capitalista desarrollado euro-occidental y norteamericano, para lo cual el método comparativo a esas escalas se tornó insoslayable; y el de los problemas de la nueva fuerza de trabajo libre necesaria, que sustituyese a la esclava, con todas las connotaciones económicas, sociales, políticas, éticas, religiosas y otras concomitantes, que conllevaron al uso de una multiplicidad de métodos y procedimientos de trabajo para llegar a la esencia de esta arista básica de la investigación, que abría a una nueva época per se en la consideración integral del ser humano Las respuestas a todos estos problemas y la multiplicidad de métodos de investigación utilizados fueron los que nos proporcionaron las claves historiográficas para poder entender de forma fehaciente las peculiaridades que adoptan los acontecimientos coyunturales y otros en la mediana duración del tiempo histórico y que a su vez les imprimen un sello característico. Estamos hablando en particular de la Guerra de los Diez Años (1868-1878) o Guerra Grande, en la que Trinidad se convirtió en retaguardia segura de los intereses azucareros no sólo de la región sino también de regiones vecinas, desvirtuándose el papel regional de esta contienda de liberación nacional en la región. Pero también estamos haciendo referencia al llamado Período de Tregua Fecunda o de Reposo Turbulento (1878-1895), situado entre el fin de la Guerra Grande y el
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inicio de la nueva Guerra de Independencia (1895-1898) que, como período fundamental para las transformaciones tecnológicas y mercantiles en Cuba, se comporta de forma atípica e irregular en Trinidad, demandando un estudio sui generis debido a la regresión que experimenta la región a las viejas estructuras de los primeros siglos coloniales, que nos obliga a recurrir de nuevo al método analógico-comparativo, pero en esta ocasión para su aplicación en relación con regiones similares del centro-este y del oriente cubano. El problema es que se trata de una vuelta al pasado agropecuario diversificado, pero con predominio de la propiedad latifundista y media, que requirió de un estudio minucioso para poder comprender cómo entra la región trinitaria al nuevo siglo XX. En ese tránsito entre uno y otro siglo renace la economía azucarera dentro de las nuevas condiciones del proceso de concentración y de centralización de la producción capitalista, curiosamente con un antecedente en que el capital comercial alemán aparece en la segunda mitad del decimonono en la región, pero que bien pronto sede paso al gran capital monopólico norteamericano, que ahora coexiste con ese regreso al viejo mundo de los primeros siglos coloniales. Precisamente eso es lo que explica por qué la investigación sobre la región debe tomar a partir de entonces un carácter bicefálico, en cuanto a dos patrones económico-sociales que hacen su impacto inmediato sobre toda la estructura social, en un período aún más complicado por el fin de la dominación española (1898), dos intervenciones militares norteamericanas (1899-1902 y 1906-1909) y la proclamación de una república de corte neocolonial (1902). Esto significó, en el plano práctico del trabajo, recurrir a la utilización de varios métodos de investigación a la vez, precisamente los que más se acomodasen a ese dualismo económico-social, con severas connotaciones político-ideológicas, que tan hondas huellas ha dejado en la sociedad trinitaria incluso hasta la actualidad. Por tales razones el análisis historiográfico de la larga duración que siempre sostuvimos –y con éste la presencia del método histórico– se vio constantemente salpicado del análisis de las coyunturas –es decir, con la amplia utilización también del método lógico–. Estas coyunturas son las que acabamos de mencionar más arriba y
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otras que se les suman, durante las dos o incluso tres primeras décadas del nuevo siglo XX. La época posterior, que se inscribe dentro de los extremos de dos dictaduras militares, las de Gerardo Machado (1925-1933) y de Fulgencio Batista (1952-1958) no aporta cambios significativos para la región, a no ser aquellos relacionados con una correspondencia armoniosa entre esos fenómenos nacionales y sus manifestaciones en Trinidad o concretamente las «Eras» de dichos dictadores in situ, diríamos. Por esa razón procedimos, a nivel metodológicoinvestigativo a «desmenuzar» el análisis de la Isla-archipiélago en su conjunto para poder ver con mucha más claridad las manifestaciones de las regularidades nacionales que conllevó dicho estudio con aquellas específicas de Trinidad, de donde surgieron sus especificidades del fin de milenio. Pareciera entonces como si el largo período colonial fuese redivivo, con las adecuaciones del caso a la «modernidad» de turno, interrumpida, eso sí, por un vigoroso proceso revolucionario, que aún requiere de un estudio a profundidad y, estamos seguros, con soluciones metodológicas atrevidas dada la proyección de la región –como otras de Cuba– en el ámbito internacional.
Los resultados científicos Independientemente de que de alguna u otra forma los resultados científicos de la investigación se han ido delineando con los análisis anteriores, pasamos a exponer tanto dichos resultados como aquellos elementos no trabajados, lo que en sí indica la necesidad de futuras investigaciones. En primer lugar el desconocimiento de la transculturación hispano-indígena es una seria deficiencia que gravó de forma negativa toda la investigación. El problema es que no se pudieron sentar las bases de la multiplicidad de aportes de las culturas indígenas en Trinidad, su valle y sus montañas inmediatas, a la sociedad criolla regional inicial. Esto es válido sobre todo para los primeros siglos coloniales, al menos hasta principios del siglo XVIII.
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Es que la historiografía nacional cubana ha presupuesto un aniquilamiento punto menos que total de estas culturas cuando la realidad es que éstas se mezclaron ampliamente con la población española y los primeros africanos que arribaron a la Isla en condición de esclavos. Pero este también es el caso de algunas otras historiografías nacionales y regionales de América Latina y el Caribe. La clave está en realizar estudios regionales puntuales que saquen a la luz las características distintivas de esa mezcla que, por otro lado, está perfectamente recogida en variados documentos eclesiásticos (verbigracia, las visitas diocesanas) y del aparato colonial metropolitano en su estratificación (informes, cartas de relación, padrones, etc.). Entonces, para Trinidad, este es un trabajo pendiente que requiere de la colaboración efectiva de sus arqueólogos. Incluso se sabe que en otros lugares de la Isla-archipiélago esa misma población se mantuvo marginada del proceso de conquista y colonización hasta fines del siglo XVII al menos, como es el caso de la zona de Buchillones3, situada al norte del centro-este cubano, en Ciego de Ávila, muy cerca de Trinidad. De Ciego de Ávila también se sabe que aún a inicios de la década de 1840 es catalogada como Terra incognita por un viajero francés4, lo que permite deducir, por vía comparativa también, lo que acabamos de afirmar en cuanto a la región trinitaria. Los primeros siglos coloniales también son exponentes en Trinidad, como en el resto del gran Caribe, de una vida regional autárquica, en tanto se vinculaba con preferencia con sus congéneres españolas, francesas y británicas antes que con la orgullosa capital colonial, La Habana. La investigación desarrollada demostró fehacientemente que Trinidad exportaba durante estos primeros 3
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Sobre las excavaciones arqueológicas en la zona existe ya un valioso caudal de información y de valoración que se puede consultar vía Internet, con más de cuatrocientas entradas. Además, las revistas arqueológicas contemporáneas cubanas, como Cuba Arqueológica contienen varios artículos al respecto. Además, recomendamos consultar este libro para percatarnos de la visión de dicho viajero francés acerca de la diversidad regional de la entonces colonia española. Se trata de Jean-Baptiste Rosemond de Beauvallon, quien visitó a Cuba al inicio de la década de 1840. Los resultados de esa visita se hallan en su libro La isla de Cuba. Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2002, que cuenta con un excelente trabajo sobre el mismo efectuado por la historiadora cubana Olga Portuondo Zúñiga.
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siglos sus tabacos a Sudamérica, su ganado y productos derivados de éste –sobre todo el tasajo– a los demás enclaves, preferentemente a los plantacionistas, sin importar banderas, así como algo de azúcar posiblemente a Europa. Pero tan interesante o quizás más aún es que Trinidad mantenía intensísimas relaciones de contrabando con el resto del Caribe-Golfo de México, como antes se puntualizó, lo que le imprimía una dinámica propia a la región, como a tantas otras de ese gran conglomerado de colonias europeas. Si insistimos en este punto es por que aún no se le ha dado el lugar que merece esa autarquía regional que a su vez, para el caso español, explica el grado de fragmentación regional que habían alcanzado sus colonias bajo la monarquía de los Habsburgos. El siglo XVIII borbónico en verdad que trajo cambios para Trinidad, pero no tantos como los que pretenden las historiografías nacionales nuestras, al menos durante la primera mitad de esa centuria. Es el momento en que se instrumentan las condiciones para la economía de plantación azucarera, pero sólo si ésta es vista en su conexión con el declive de la misma en otras colonias del caribe anglo-francés. Ésta es la verdadera historia de todas sus regiones integrantes, no como tradicionalmente se ha visto, es decir, de una relación con la metrópoli vía la capital colonial. No se trata de restar importancia a estas capitales coloniales, como La Habana para el caso trinitario, sino de ponerla en su justo sitio. Es el siglo de un control in crescendo, pero moderado, no espectacular, magnificado eso sí por la historiografía cubana con la toma de La Habana por los británicos, cuando ya sabemos que éste no fue un acontecimiento trascendental ni para el centro ni mucho menos para el oriente de la colonia cubana. Siglo de transformaciones en el orden colonial y regional, como lo fue el XVIII, no se puede pasar por alto hechos como el de la transferencia tecnológica azucarera que le hace la vecina colonia británica de Jamaica a la Trinidad en trance de entrar en la plantación azucarera esclavista. Obsérvese, como se afirmó antes, que no se trata de una transferencia ocasional sino cimentada en siglos de contactos mutuos, sólo debilitados a partir de la primera mitad del
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siglo XIX, lo que vuelve a corroborar esa estrechísima relación interregional del gran Caribe –incluyendo la zona próxima mexicana del Golfo de México. Al unísono se acentuaba el sentimiento de criollidad, desenvuelto con fuerza desde los inicios del siglo XVII con esa especie de interregno, que ya comentamos entre 1607 y 1621. Por su parte, el siglo XVIII permite, facilita, el desarrollo amplio de ese sentimiento con los intentos de invasión británica a Trinidad, el primero durante la etapa de la toma de La Habana por Albión en 1762-1763 y el segundo cuando se produce un nuevo intento, ahora por tomar directamente a Trinidad, en 1797. Estos hechos exacerbaron los sentimientos criollo-regionales en el transcurso de la segunda mitad del siglo XVIII, haciendo solidificar la conciencia regional, aunque aún bicefálica, es decir, acompañada de un sentimiento, si bien cada vez más difuso no es menos cierto, de fidelidad y compromiso con la metrópoli hispana. Entonces aquí estamos en el punto de discusión historiográfica de que si es posible seguir sosteniendo la tesis de que la criollidad5 debe entenderse para toda la colonia o, con preferencia, para sus regiones integrantes, lo que llevó hace muchos años a que la historiadora Olga Portuondo Zúñiga conceptuase a estas últimas como «patrias locales», tesis a la que nos adscribimos totalmente. Este es el caso, por supuesto, del resto de las colonias caribeñas y del resto de la América nuestra, con tantos puntos de contacto y filiaciones indisolubles. El siglo plantacionista por excelencia en Cuba, el XIX, al fin hace concordar los patrones habaneros con los de Trinidad, pero con sus especificidades discordantes. El asunto es que se olvida que estructuras similares –como las de la capital y las de la región trinitaria– fueron siempre competitivas entre sí y con serias diferencias, que las marcaron con sus sellos propios y, por descontado, con elites representativas para cada caso excluyentes –o al menos contrincantes– entre sí. Por supuesto que está pendiente un estudio
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Sobre el criollo, su origen y desenvolvimiento, así como para sus expresiones regionales tácitas, tanto para la América Latina en general como para Cuba en particular, recomendamos el libro Estudios sobre el criollo, de Julio Le Riverend Brusone y Hernán Venegas Delgado, La Habana, Editora Política, 2005.
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de mercados regionales, lo que no se ha hecho con toda propiedad respecto a toda Cuba. Además, los que existen, para toda la Isla, absolutizan los lugares de destino de las producciones cubanas, sin diferenciar siquiera las regiones y puertos de las grandes metrópolis hacia donde iban dirigidas esas exportaciones regionales tan disímiles por sus orígenes e intereses particulares. Lo que decimos es que esas especificidades regionales, englobadas dentro de un signo común, dentro de toda la plantación occidental y ciertos enclaves del resto de la Isla, hay que destacarlas sin remedio, como ocurrió en la investigación efectuada. Cómo si no poder sustentar que Trinidad se apartó de la supuesta regularidad plantacionista que plantea el rechazo a la independencia durante las primeras décadas del siglo XIX por temor de sus propietarios a una revolución de los esclavos, si en Trinidad fueron varios de estos propietarios y sus hijos los que encabezaron el movimiento favorable a la independencia de toda Cuba, con la utilización de los esclavos y, por supuesto, la promesa de su libertad personal posterior. Por otro lado, cómo explicar que esos ideólogos, plantacionistas y esclavistas, se aliaron a los propietarios ganadero-azucareros de Puerto Príncipe (Camagüey), región cercana a la trinitaria, para traer una expedición colombo-mexicana a Cuba que contaría con la incorporación masiva de miles de esclavos y de otros hombres de diversas condiciones y etnias. En este último caso se ha desdeñado el valor que tuvieron numerosas familias dominicanas asentadas en Puerto Príncipe y que fueron situadas expresamente entre las causantes primeras de plantar la semilla de la independencia, desde luego que en un caldo de cultivo regional más que apropiado6. Es que, sencillamente, la subvaloración o minimización de la historia regional dentro de la historia nacional cubana ha llevado a esa visión maniquea que tanto daño ha hecho a nuestras historiografías, y no sólo a la cubana. 6
Para un estudio pormenorizado que fundamenta este tema, consúltese mi libro, antes citado, La Gran Colombia, México y la independencia de las Antillas hispanas (1820-1827). Hispanoamericanismo e injerencia extranjera, que próximamente saldrá a la luz.
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Más adelante las transformaciones sufridas por Trinidad con la crisis económico-social –antes comentada–, que afecta la región a partir de mediados del siglo XIX, aporta el elemento de que la supuesta regularidad plantacionista es muy cuestionable ya no sólo para la región analizada sino también para todas aquellas con características similares, en particular con un área de sabana limitada. Es cierto que la historiografía sobre Cuba reconoce el carácter trashumante de la agricultura de plantación, pero también lo es que no se ha interesado por el complejo de situaciones, in situ, que son concomitantes a un tipo de estructura económico-social peculiar regional. Ese es el caso de Trinidad y de innúmeras regiones del continente con similares características, probablemente más de las que se sospechen. De forma conjunta y con esos antecedentes descubrimos otro elemento que se sale de esas supuestas regularidades para toda la Colonia. Se trata del espectro político trinitario, que como el del resto de las regiones integrantes de toda Cuba, se ha pretendido identificar, más que homologar, con el capitalino. Estamos hablando concretamente del movimiento favorable de la anexión de Cuba a los Estados Unidos de América o anexionismo, de mediados del siglo XIX. Este, de marcado contenido antinacional –permítasenos la expresión– y entreguista con relación a La Habana-Matanzas, es decir, del Occidente de la Isla, tuvo en Trinidad y Puerto Príncipe características muy diferentes. Esas características están signadas por el deseo de alcanzar la separación de España rápidamente en estas dos últimas regiones, como única opción posible luego del duro revés que significó para ambas el fin del independentismo dos décadas antes, cuestión que, como ya sabemos, no había ocurrido en el Occidente. No se trata, ni en Trinidad ni en Puerto Príncipe, de un cálculo interesado en cuanto a las ventajas de la anexión a los Estados Unidos como lo demostró el famoso Club de La Habana sino, como lo demuestran los documentos de época, de una necesidad, desesperada en verdad, de terminar con la dominación española de cualquier manera. Y esto último fue seguramente su error, por falta de visión política más larga. Ese no era el deseo de los intelectuales al servicio
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de los esclavistas en el Occidente. Para ellos y las elites esclavistas a las que servían la anexión era un simple cálculo, mientras que para los trinitarios y principeños se trataba de un sentimiento que conducía a buscar, de cualquier manera posible, una vía para lograr sacar adelante ya no sólo a sus regiones de origen sino a toda la Isla esclavizada, sin mayores cuestionamientos. Decisión errada o no, queda por dilucidar en cada una de sus aristas en investigaciones futuras que, por cierto, tanto en el nivel regional como en el nacional, servirían para comparaciones con otras situaciones similares del continente nuestro y en específico en el área del gran Caribe. Un nuevo período o paréntesis económico-social, más que político o ideológico, se desarrolla a continuación, durante el transcurso de la segunda mitad del siglo XIX, en que la región trinitaria ve abalanzarse sobre ella a los anteriormente mencionados comerciantes alemanes. Pero lo importante es plantearse por qué precisamente fueron alemanes y no otros europeos o norteamericanos los que se lanzaron de forma voraz sobre los restos de la manufactura azucarera y esclavista. Evidentemente que aquí hay peculiaridades del comercio regional trinitario que aún están por investigarse con mayor profundidad pero que con toda certeza indican tener una historia precedente afincada en una relación comercial interregional cubano-alemana que aún está por develarse. La historia trinitaria demuestra cómo esa elite comercial se fue apoderando de la mayor y mejor parte de esos restos de la manufactura azucarera, controlando su valle azucarero y su comercio, incluso en cierto sentido el que iba dirigido también hacia los Estados Unidos de América. Pero más que ello está incluso el hecho de que los comerciantes alemanes tejieron a partir de entonces una rica madeja de intereses de todo tipo, entremezclándose con las viejas familias de hacendados esclavistas y lo que es también importante para la vida regional, controlándola al menos en su sector agropecuario incluso hasta el triunfo de la Revolución Socialista en Trinidad. De las tres guerras independentistas, la Guerra Grande o Guerra de los Diez Años (1868-1878), la Guerra Chiquita (1879-1880) y la Guerra de Independencia (1895-1898), sólo la primera y la última
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tienen eco en Trinidad. La primera o Guerra del 68, que la historiografía regional precedente ha llenado de un hálito romántico y la historiografía nacional ha pretendido homogenizar hasta límites extremos, transcurre sin penas ni glorias en la región, excepto en sus primeros meses. Es que ni la tradición ni tampoco la conciencia social local se conforman con la idea de que la región sirvió entonces como retaguardia segura de las tropas españolas que operaban en regiones vecinas, gracias sobre todo al apoyo de la rancia elite tradicional ahora mezclada con la de los comerciantes alemanes. Mucho menos se argumenta sobre estas bases por qué no estalló en Trinidad, siquiera someramente, la Guerra Chiquita, cuando sí lo hizo en regiones vecinas situadas más al norte de la parte central de Cuba. Y, en cuanto a la llamada Guerra de Independencia, los efectos sí pudieron ser mayores, en particular en las montañas trinitarias hasta, finalmente, la ocupación de la ciudad cabecera regional por las tropas independentistas. Por supuesto que nada de esto resta un ápice del patriotismo de los trinitarios, lo que decimos es que a éste hay que entenderlo en las circunstancias concretas en que la región transcurría, en particular en cuanto a sus estructuras económico-sociales, que habían sufrido una especie de shock agravado por la presencia, durante los últimos años del siglo XIX, del primer monopolio norteamericano en toda Cuba. Precisamente la década de 1890 es contentiva para Trinidad de un fenómeno atípico, el de un monopolio norteamericano de nuevo cuño para el mundo incluso, que se instala en la región. Aprovechando la difícil situación económico-social de ésta un gran comerciante norteamericano, Edwin F. Atkins, aliado al trust del azúcar de Havemeyer, sienta sus reales en Trinidad y termina controlando la tercera parte de las mejores tierras de su valle, marginando por supuesto a los alemanes. A la vez, el resto de la economía y sociedad trinitarias sufrirán una especie de regreso al pasado agropecuario colonial, de pequeñas producciones de esa naturaleza y de una ganadería de dudosa jerarquía, salvo excepciones. Es así como arribamos a la tesis de que la sociedad trinitaria se debate en el siglo XX, hasta el triunfo de la Revolución Socialista, entre un patrón atrasado de todo tipo y las ansias de revertir el
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orden de las cosas, de lo cual fue exponente la aún insuficientemente estudiada Revolución de los Años 30 (1930-1935) que hizo ciertos intentos por suvertir el orden de cosas imperantes, pese al control político de la dictadura de turno que se ha expuesto someramente antes. ¿Qué ocurrió y cuáles fueron los cauces reales por los que transitó esa experiencia social profunda?, son algunas de las interrogantes aún no resueltas. Otro es el caso del proceso revolucionario de fines de la década de 1950, cuando la región se incorpora de nuevo con bríos a ese intento por cambiar el estado de cosas en toda la Isla y en particular, en este caso, en Trinidad. A ello habría que añadir un intento de modernizar la economía regional a mediados de ese siglo XX, con capital doméstico y que se traduce en un relativamente ambicioso plan de conectar el puerto de Casilda, el principal de Trinidad, con tierras de la región vecina, donde debía solidificarse un complejo de refinación del petróleo extranjero con la modernización del único central existente, el «Trinidad», ahora en manos de capital doméstico, y la construcción efectiva de una industria de transformación de la pulpa de papel, que debía abastecer a otras regiones cubanas. Proyecto ambicioso para el débil capital doméstico, éste contó con ciertos éxitos iniciales, abruptamente interrumpidos por el triunfo de la Revolución Socialista y las transformaciones estructurales y de todo tipo en la región, que aún están pendientes de investigación con profundidad.
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Índice onomástico A Aldana, Susana 161 Alvira, Francisco 112, 114 Arce, Manuel José 199 Arguedas, José María 27 Atkins, Edwin F. 229
Dosse, François 22 Durkheim, Emile 25 Dyos, H. G. 24 E Engels, Federico 111 Estrada, Sylvia Georgina 169
B
F
Baker, William 197 Bandieri, Susana 57, 161 Barth, Gunther 25 Bécquer, Guillermo 197 Benthancour, Arturo Ariel 161 Bernard Lavallé 29, 187, 200 Bodin, Jean 20 Bolívar, Simón 32, 199 Borbones (los) 217 Botero, Giovanni 20 Bruit, Héctor Hernán 53 Burker, Peter 23 C Cantero, Justo Germán 197 Cardozo Galué, Germán 57, 161 Carlos III 29 Casillas Báez, Miguel Ángel 169 Cassá, Roberto, 168 Castellanos Suárez, José Alfredo 175
Fábregas Puig, Andrés 54, 188, 201 Felipe V, 29 Fermi, Enrico 146 Fernández, Sandra 161 Fischer (los) 200 Foucault, Michel 23, 25 Fritze (los) 200 Fulgencio Batista Zaldívar 201, 212, 222 Furet, François 22 G Galeano, Eduardo 204 García de Weigand, Acelia 176 Ginés de Sepúlveda, 27 Giovannetti, Jorge 173 González Pérez, Cándido 169 González Martínez, Joaquín 161 González y González, Luis A. (Don Luis) 35, 38, 55, 59, 187, 203 Guinzburg, Carlo 23, 58
D
H
Dalla Corte, Gabriela 161 Denzin, N. K. 115
Habsburgos (los) 224 Havel, Václav 16
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Havemeyer, Henry Osborne 229 Hermanos Iznaga, 197 Hernández, Maximiliano 34 Huarte, Juan 20 Humboldt, Alejandro de 29, 200 I Iznaga, José Aniceto 199
N Nates Cruz, Beatriz 58 O O’Higgins, Bernardo 32 Omahe, Kenichi 18 Ortega, Rutilio 57, 161 Ovalle Alonso de 28
K P Kant, Inmanuel 113 Kapitsa, Piotr L. 160 L Lara, Monserrate (Monsa) de 197 Las Casas, Bartolomé de 27, 200 Lavallé, Bernard, 200 Le Courbusier. Jeanneret-Gris, Charles Édouard (conocido como) 24 Le Riverend Brusone, Julio, 173, 187, 225 Leal, Rine 34 Lincoln, Y. S. 115 López Ruiz, Miguel 163 Lorich, Séverin 172 M Machado y Morales, Gerardo 201, 211, 222 Maiguashca, Juan 161 Marín Villafuerte, Francisco 202 Martí, José 32 Martínez Chacón, Sandra Mirella 168 Martínez Peláez, Severo 61 Martins, Paulo H. N. 54 Marx, Carlos 64 Maure López, Virgen 175 Medina Rubio, Arístides 57, 59, 161 Méndez Arceo, Sergio 145 Meyer (los) 200 Morales Juárez, Roberto Adrián 168 Morazán, Francisco 32 Moreno Fraginals, Manuel 218 Mörner, Magnus 26 Morse, Janice M. 115
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Pareto, Vilfredo 170 Patti, Adelina 200 Pérez de la Riva, Juan 203 Picabea, Manuel, 173 Pichardo Viñals, Hortensia 186, 201 Porrúa, Miguel Ángel 187 Portuondo Zúñiga, Olga 223, 225 Price, Jacob 24 Q Quisling, Vidkun 22 R Ramírez Miranda, César A. 175 Ravenstein, E. G. 43 Ripoll, María Teresa 190 Rivera Espinosa, Ramón 175 Riverend Brusone, Julio Le 116, 187, 225 Rodríguez Kurí, Ariel 43 Roig de Leuchsenring, Emilio 34 Rosemond de Beauvallon, Jean-Baptiste 223 S Salazar Bondy, Augusto 29 Salgari, Emilio 196 Salinas, Buenaventura de 28 San Martín, José de 32 Sánchez, Gerardo 161 Santoscoy, María Elena 174 Sempat Assadourian, Carlos 40 Spradley, J. P. 128 Sullivan, John 176
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T Taunay, Affonso de E, 167 Tomé Marín, Pedro 54 Uribe, Manuel 58
Victoria, Guadalupe 199 Vidal de La Blache, Paul 21, 52 Vries, Jan de 25 W Williams, Eric 64
V
Z Valdés Dávila, Carlos Manuel 169 Van Young, Eric 38
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Zemon Davis, Natalie 23
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Publicaciones del Archivo General de la Nación Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII Vol. VIII Vol. IX Vol. X Vol. XI
Vol. XII
Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi. C. T., 1944. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I. C. T., 1944. Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II. C. T., 1945. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II. Santiago, 1947. San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II. Santiago, 1946. Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R. Lugo Lovatón. C. T., 1951. Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y notas por R. Lugo Lovatón. C. T., 1951. Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-1850, Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi. C. T., 1947. Índice general del “Boletín” del 1938 al 1944, C. T., 1949. Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita en holandés por Alexander O. Exquemelin. Traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A. Rodríguez. Introducción y bosquejo biográfico del traductor R. Lugo Lovatón, C. T., 1953. Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956.
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Vol. XIII Vol. XIV
Vol. XV Vol. XVI Vol. XVII Vol. XVIII Vol. XIX Vol. XX Vol. XXI Vol. XXII Vol. XXIII Vol. XXIV Vol. XXV Vol. XXVI Vol. XXVII
Vol. XXVIII Vol. XXIX
Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957. Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García Roume, Hedouville, Louverture Rigaud y otros. 1795-1802. Edición de E. Rodríguez Demorizi. Vol. III, C. T., 1959. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. Escritos dispersos (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2005. Escritos dispersos (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2005. Escritos dispersos (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2005. Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel. Santo Domingo, D. N., 2005. Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores. Santo Domingo, D. N., 2006. Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicente Hernández González. Santo Domingo, D. N., 2006. Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera. Santo Domingo, D. N., 2006. Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (16801795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González. Santo Domingo, D. N., 2007. Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2007. Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Edición de Dantes Ortiz. Santo Domingo, D. N., 2007.
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Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXI Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. fray Vicente Rubio, O. P. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII. Compilación de Genaro Rodríguez Morel. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Edición de Dantes Ortiz. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), (tomo I). Raymundo González. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), (tomo II). Raymundo González. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino. (Traducción al castellano e introducción del P. Jesús Hernández). Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos. Santo Domingo, D. N., 2007.
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Vol. XLIV
Vol. XLV Vol. XLVI Vol. XLVII Vol. XLVIII Vol. XLIX
Vol. L Vol. LI
Vol. LII Vol. LIII Vol. LIV Vol. LV Vol. LVI Vol. LVII Vol. LVIII
Vol. LIX
Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compilación de Genaro Rodríguez Morel. Santo Domingo, D. N., 2008. Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera. Santo Domingo, D. N., 2008. Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán. Santo Domingo, D. N., 2008. Censos municipales del siglo XIX y otras estadísticas de población. Alejandro Paulino Ramos. Santo Domingo, D. N., 2008. Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel (tomo I). Compilación de José Luis Saez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2008. Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel (tomo II). Compilación de José Luis Saez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2008. Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel (tomo III). Compilación de José Luis Saez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana. José Luis Sáez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2008. Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández. Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.
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Metodología de la investigación en historia regional y local
Vol. LX
Vol. LXI
Vol. LXII Vol. LXIII Vol. LXIV Vol. LXV
Vol. LXVI Vol. LXVII Vol. LXVIII Vol. LXIX Vol. LXX Vol. LXXI Vol. LXXII Vol. LXXIII Vol. LXXIV Vol. LXXV Vol. LXXVI
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La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo I. José Luis Sáez, S.J. Santo Domingo, D.N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo II. José Luis Sáez, S. J. Santo Domingo, D.N., 2008. Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación. Santo Domingo, D.N., 2008. Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S.J. Santo Domingo, D.N., 2008. Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda. Santo Domingo, D.N., 2008. El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González. Santo Domingo, D.N., 2008. Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera. Santo Domingo, D.N., 2008. Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008. Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008. Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008. Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pedierro, et. al. Santo Domingo, D.N., 2008. Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008. De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras –Negro–. Santo Domingo, D.N., 2008. Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo, D.N., 2009. Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador E. Morales Pérez. Santo Domingo, D. N., 2009. Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009. Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009.
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Vol. LXXVII
Vol. LXXVIII
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Vol. LXXX
Vol. LXXXI Vol. LXXXIII
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Vol. LXXXV Vol. LXXXVI Vol. LXXXVII Vol. LXXXVIII
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Vol. XC
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Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009. Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009. Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009. Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009. Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel Moreta. Santo Domingo, D. N., 2009. Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela. Santo Domingo, D. N., 2009. Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez, Maritza Mirabal. Santo Domingo, D. N., 2009. Obras 1. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández. Santo Domingo, D. N., 2009. Obras 2. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández. Santo Domingo, D. N., 2009. Historia de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista. Santo Domingo, D. N., 2009. La masonería en Santo Domingo. Haim H. López Penha, Soberano Gran Comendador (1932-1955). Compilación de Francisco Chapman. Santo Domingo, D. N., 2009. Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós. Santo Domingo, D. N., 2009. Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes Grullón. Santo Domingo, D. N., 2009.
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Metodología de investigación histórica
COLECCIÓN JUVENIL Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII Vol. II
Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007 Heroínas nacionales. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2007. Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos. Segunda edición de Dantes Ortiz. Santo Domingo, D. N., 2007. Dictadores dominicanos del siglo XIX. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Padres de la Patria. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Pensadores criollos. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Héroes restauradores. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2009. Heroínas nacionales. Roberto Cassá. Segunda edición Santo Domingo, D. N., 2009.
COLECCIÓN CUADERNOS POPULARES Vol. 1 Vol. 2
La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jimenes Grullón. Santo Domingo, D. N., 2009. Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo, D. N., 2009.
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Metodología de investigación histórica
Esta edición de mil ejemplares de Metodología de la investigación en historia regional y local, de Hernán Venegas Delgado, se terminó de imprimir en el mes de enero de 2010 en los talleres gráficos de Editora Búho, C. por A, Santo Domingo, República Dominicana.
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