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De tal palo, tal astilla
LA CONGRUENCIA, EL VALOR Y NACIONALISMO DE MARGARITA MAGóN
Por: Dr. Ricardo Damian García Santillán n el mes de marzo se conmemora el día de la mujer, como cada año quiero contarles algún pasaje histórico en la vida de una mujer ejemplar en el desarrollo de México. Aunque existen escuelas y centros de atención para la mujer con su nombre, ella es aún poco conocida, se trata de Margarita Magón Grajales, quien fue madre de los hermanos Ricardo, Jesús y Enrique Flores Magón.
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Margarita murió el 14 de junio de 1901, mientras sus hijos, Ricardo y Jesús, se encontraban en la prisión de Belén.
Este texto fue recuperado de los apuntes de su hijo Enrique, que estaba en ese momento con ella y hoy tengo el gusto de compartirlo.
A partir de aquí historia pura...
“Maldito monstruo”, pensé en mi amargura, aumentar el sufrimiento de mi madre no permitiéndole que tenga el consuelo de decirle adiós a sus hijos. ¡Otra deuda más que cobrarle! Mi madre estaba echada en un catre, los ojos cerrados, la respiración apenas perceptible. Volvió la cabeza, y me miró con grandes ojos “¿Dijiste algo, Enrique?” -Pensaba en Jesús y Ricardo. “También yo”, la voz le tembló, “Me acuerdo de la vez que los traje en cestos desde Teotitlán, contigo en los brazos. Y el conductor del tren nos quería echar. Pero los pasajeros no lo permitieron. Dieron dinero para nuestros boletos”. Se detuvo para respirar “ Esa es la clase de gente por la que Ricardo y Jesús están en Belén” Cerró los ojos y apretó los labios.
Después de un rato pasado ya el dolor: “cuando pienso todo lo que han realizado quizá el precio que están pagando no sea demasiado alto” Su rostro tembló todo. Las lágrimas caían por sus mejillas. Luego añadió tranquilamente, “quería verlos antes de marcharme, cuando salgan, Enrique, diles que siempre les tuve presentes en mis pensamientos y en mis oraciones”...”Si...si salen con vida de ese lugar horrible”, murmuró.
Alguien llamó a la puerta. Fui a abrir. Un desconocido con sombrero de copa y levita...”Señora Flores Magón”, dijo, “tengo el honor de hacerle una propuesta de parte del presidente don Porfirio Díaz. El Presidente le promete, sobre su palabra de honor, que en menos de media hora sus hijos quedarán en completa libertad.” El rostro de mi madre se iluminó con una sonrisa celestial. Débilmente, mi madre levantó una mano impaciente “Que vengan pronto, señor. Temo que no voy a durar mucho.” El hombre de levita se aclaró la garganta: “No hay más que una pequeña condición que cumplir.”
Ella me miró, primero a mí, luego a él “¿Qué es lo que quiere de mí el presidente Díaz?” El emisario juntó las manos en un gesto de súplica “El Presidente sólo quiere que le pida usted a sus hijos, como última voluntad, que dejen de atacarle.” Aquella alegre luz se apagó en sus cansados ojos. Permaneció callada un largo rato. Parecía que estaba reuniendo fuerzas para el esfuerzo supremo. Afuera, la lluvia caía, pues la estación no había pasado aún. Hacía frío en el cuarto, más que de costumbre, pensé yo, y me eché a temblar viendo a mi madre. Sus hundidos ojos brillaban de la fiebre que la consumía. Con voz tranquila dijo: “Dígale al presidente Díaz que escojo morir sin ver a mis hijos.” El emisario se puso de pie, mirándola incrédulamente.
Sin detenerse, mi madre siguió hablando: “Y, lo que, es más, dígale esto; prefiero verlos colgados de un árbol o en garrote a que se arrepientan o retiren algo de lo que han dicho
o hecho.” El hombre dio un paso atrás, estupefacto de admiración. Temblando de emoción, en silencio, hizo una profunda reverencia a la mártir agonizante que le dirigió una mirada. Mordiéndose los labios, salió sin pronunciar palabra.
Rendida, mi madre cerró los ojos. Sus labios se movieron. Yo me incliné sobre ella, y alcancé a oír el murmullo angustiado: “Mis hijos, mis hijos.” Me enderecé. Sentía como si una mano de hierro me estuviera apretando el corazón. El dolor me arrancó un sollozo. Mi madre abrió los ojos, sonrió débilmente, y me tendió una mano. Me arrodillé y se la tomé entre las mías. Estaba helada, yo se la calenté, frotándola suavemente... Una hora después moría.
En una especie de estupor me quedé viendo su hermosa cara cansada. Los rasgos de ansiedad y de tensión se habían ablandado. Ahora estaba tranquila y en paz. Parecía como si la sombra de una sonrisa se h ubiese posado sobre sus pálidos labios, como si estuviera soñando algún sueño placentero. Pocas veces había parecido tan tranquila. Pero un dolor intolerable me atenazaba. Habían sido nuestras actividades revolucionarias lo que había contribuido a minar su vitalidad. Su tierno corazón se había desbordado de amor por nosotros. Había sumergido sus sentimientos para no ablandar nuestro espíritu luchador. Nos había animado, por su amor a la memoria de su querido esposo, y por la causa que los dos habían abrasado. Y todo el tiempo había tenido el corazón oprimido entre el miedo y la ansiedad por nosotros.
Contemplé el cielo gris de donde la lluvia septembrina caía en grandes mantas, y me pregunté por qué tenían que haberle asestado a ella un golpe así. Era la suya una naturaleza dulce y suave; no vivía más que para darles felicidad a sus seres queridos. ¿Qué crímenes había cometido que justificaran la tortura que a la larga la había abatido? ¿En qué había ella ofendido a Dios? y por única respuesta del cielo la lluvia caía y caía. Me levanté de la silla y la besé en la frente, ya helada. Tenía un nudo en la garganta. Mamacita -le dije- te prometo que seguiré la lucha por la que diste tu vida…
Hasta aquí la narración de su hijo que describe a la perfección la entereza y valentía de la mujer mexicana que pone por delante de sus intereses los intereses de la nación.