College Art Association Art Journal
Otoño de 2007
Dr. Mick Wilson Una charla con Grant Kester Biblioteca de la Ciudad de Dublín, 9 de junio de 2006
Lo siguiente es la versión expandida de una charla entre Mick Wilson y Grant Kester que tuvo lugar en la Pearse Street Library del Concejo de la Ciudad de Dublín en junio de 2006. Kester, quien fue invitado a Dublín por CityArts para su programa In Conversation (www.cityarts.ie/home.asp), es profesor adjunto de historia del arte y coordinador del programa de doctorado en Historia del Arte y los Medios, Teoría y Práctica, en la Universidad de California, San Diego. Entre sus libros se cuentan Art, Activism and Oppositionality: Essays from Afterimage (Duke University Press, 1998) y Conversation Pieces: Community and Communication in Modern Art (University of California Press, 2004). Fue curador en jefe y director de proyecto de Groundworks: Collaboration in Contemporary Environmental Art en la Regina Gouger Miller Gallery de la Universidad Carnegie Mellon (2005). Actualmente Kester trabaja en un nuevo proyecto de libro: The One and the Many: Agency and Identity in Contemporary Art. Mick Wilson fue recientemente nombrado director de Bellas Artes en el
Dublin Institute of Technology, habiendo tenido a su cargo la dirección del área de investigación y posgrados en el National College of Art & Design, Irlanda. Mick trabaja como docente, escritor y artista haciendo uso de una infinidad y formatos y medios. Sus ensayos recientes incluyen "Curatorial Moments and Discursive Turns" en Curating Subjects, editado por Paul O’Neill (Appel/Open Editions, 2007) e "Invasion of the Kiddyfiddlers" en Censoring Culture: Contemporary Threats to Free Expression, editado por Robert Atkins y Svetlana Mintcheva (The New Press, 2006).
MW: Tengo un recuerdo muy nítido de cuando aparecieron los ensayos "Aesthetic Evangelists: Conversion and Empowerment in Contemporary Community Art" y "Rhetorical Questions: The Alternative Arts Sector and the Imaginary Public" a comienzos de los noventa; textos que pusieron en circulación una serie de interrogantes profundos en relación con prácticas transformadoras orientadas a la comunidad o basadas en el involucramiento en la sociedad, de un modo argumentado, sistemático y comprensivo. Era un desafío extremo. En tu trabajo más reciente, Conversation Pieces, hay un pasaje que dice: "Luego de desarrollar mi crítica de las prácticas basadas en lo comunitario me enfrenté con la contradicción entre el purismo implacable que rige cierta clase de reflexión teórica y las demandas pragmáticas de los artistas que trabajan con movimientos sociales, aquí y ahora" [Grant Kester, Conversation Pieces: Community and Communication in Modern Art, University of California Press, 2004, p.161.]. ¿Hubo un cambio en tus ideas entre aquellos tempranos ensayos y Conversation Pieces?
GK: El ensayo sobre los "evangelistas estéticos" fue escrito en 1994, de modo que cierta evolución en mis ideas es inevitable. No siento que haya abandonado la perspectiva crítica al escribir sobre proyectos vinculados al activismo, sino que más bien me he ido frustrando al ver que la crítica "política" presente en este trabajo era usada como un instrumento obtuso por otros críticos. Mi intención al escribir el ensayo no era decir: "esto es 'mal' arte, porque se atreve a formular problemas relacionados con la raza o la pobreza por fuera de los límites convencionales del mundo de arte". Más bien, apuntaba a decir que, si uno toma la decisión de trabajar de esa forma, necesariamente debe desarrollar una comprensión enriquecedora del área de trabajo específica (la política carcelaria, por ejemplo), y no para equivocarse tontamente con nada más que un puñado de buenas intenciones, reforzando inconcientemente la pregnancia de ideas sobre la criminalidad que yo sentía muy peligrosas, asociadas con el surgimiento del neoconservadurismo en Estados Unidos. La clave, para mí, estaba en unir la interpretación de una obra dada con un detallado análisis de contexto, en este caso centrado en la relación entre las prácticas artísticas contemporáneas y la historia de la reforma urbana y el cristianismo evangélico. No se trataba simplemente de desplegar el mapa de un sistema discursivo sobre otro, silogísticamente, sino de tratar de descifrar los puntos de resistencia y las correspondencias entre ambos sistemas. Lamentablemente, muchas de las críticas más recientes al activismo artístico recurren a una suerte de taquigrafía intelectual y asumen de un modo apriorístico que cualquier proyecto financiado o apoyado por una organización no orientada directamente a las artes visuales, ya se trate de una comunidad de artistas, una agencia de desarrollo o una ONG, necesariamente se verá sujeto a la lógica de concesiones y cooptación por la agenda específica de la burocracia de sponsors. Por ende, el fracaso de estos
proyectos, a nivel tanto estético como político, es deducido directamente de su marco institucional, prestando poca o nula atención a su modo de operar y a sus efectos concretos. Es obvio que ciertos proyectos producidos en conjunción con agencias de desarrollo u organizaciones de trabajo comunitario son manipulados y orientados a otros fines, pero fácilmente podría asegurarse lo mismo de muchas otras formas de financiamiento específicamente orientadas al arte. Supongo que lo que me pone impaciente de esta crítica de corte reduccionista es que, frecuentemente, parece suponer que el mercado de arte privado es a priori mucho más liberal y hospitalario, libre de la carga de negociaciones y conflictos que acarrea el financiamiento público. Lo cual, en general, cierra filas con un ataque generalizado a las instituciones públicas en aras de una normalización ética del mercado, que yo asocio con la creciente hegemonía del neoliberalismo. La cuestión del "purismo despiadado" también me resulta muy interesante. He llegado a pensar que el paradigma en el que se encuadra buena parte de la más reciente teoría del arte entraña ciertas predisposiciones que modelan el entendimiento del crítico. Paradójicamente, la asimilación del post-estructuralismo de parte del mundo del arte a lo largo de la década pasada, digamos, alentó un acercamiento a la crítica notablemente programático. El crítico funciona como una especie de "policía del devenir", buscando y evidenciando momentos de stasis, fijeza o coherencia en cualquier obra o proyecto dados, y alabando reflexivamente cualquier instancia de ambigüedad o dislocación. Desde esta perspectiva, el activismo o el compromiso social de parte de un proyecto artístico sólo puede tenerse por algo didáctico, reduccionista y simplista, dado que el arte "auténtico" es siempre complejo, contradictorio y desafiante. Todo esfuerzo por identificar o trabajar en el marco de una colectividad social existente es sospechoso, mientras que cualquier cuestionamiento o crítica de un
tal esfuerzo es asumido a priori como ética y estéticamente superior. De este modo, siempre queda sin formular la pregunta más interesante, a saber, si puede haber momentos en la práctica artística durante los cuales la coherencia puede ser productiva y la dislocación o la ambigüedad, por el contrario, pueden tornarse formulaicas o banales. En su lugar, lo que vemos es el mismo metro aplicado una y otra vez, autorizado siempre por apelaciones a los mismos teóricos: Derrida, Deleuze, Rancière, Nancy, etc. Y efectivamente, estos autores pueden proporcionar algunas herramientas de análisis muy útiles, pero su misma autoridad torna difícil reconocer aquellos elementos en una práctica dada que puedan tener algo nuevo para enseñarnos, y que incluso serían capaces de plantearle desafíos a la doxa teórica. Por otro lado, la relativa falta de formación y entrenamiento en filosofía que reina entre artistas y críticos asegura que las afirmaciones teóricas de cualquier pensador no requieran ninguna clase de corroboración seria. En lugar de eso, tendemos a tomar sus obras en un verdadero acto de fe: el teórico funciona como una suerte de custodio de una tradición intelectual, menos "involucrado con" que "suscripto a". De modo que los críticos a menudo manejan la teoría como si fuera una suerte de axiomática prescriptiva incuestionable, que puede ser "ilustrada" por una determinada obra de arte. Mi intención no consiste en oponerme a la teoría en nombre de algún empirismo ingenuo; simplemente trato de señalar los efectos que tuvo un cierto modelo de crítica que se volvió ubicua, si no canónica, a lo largo de la década pasada. Uno de los motivos que me llevaron a escribir Conversation Pieces era el de reconocer que los proyectos que en ese momento me interesaban estaban suscitando interrogantes que no podían responderse productivamente en el marco de las perspectivas usuales de la teoría del arte. Al mismo tiempo, buscaba ir más allá de la crítica como mera negación
y desentrañar las negociaciones y contradicciones en una práctica determinada para poder explicar los efectos positivos de proyectos que resultaban muy simples en su ejecución (un puñado de personas hablando en un barco, por ejemplo) pero muy complejos en sus efectos. Recuerdo que, durante la conferencia "Littoral" en Salford, donde presenté el texto sobre los evangelistas estéticos, alguien dijo: "de acuerdo, es una crítica válida la que haces, pero... ¿qué proyectos crees que son exitosos?" [“Aesthetic Evangelists: The Rhetoric of Empowerment and Conversion in Contemporary Community Art”, en Afterimage, enero de 1995, pp.5-11] Entonces me di cuenta de que, si iba a destinar tanta energía a escribir sobre una obra, debía haber algo en ella que yo considerara productivo. Entonces la pregunta era, ¿cómo describir ese elemento? ¿Qué vocabulario usar? Muchas de las herramientas críticas de las que disponemos (deconstruccionismo, variadas formas de crítica de la ideología, etc.) se caracterizan por asumir que la labor crítica apunta, por principio, al descubrimiento de algún defecto o signo de complicidad en la obra analizada, por lo cual me vi en situación de reconsiderar mi aproximación. Espero que esto no implique que haya perdido la capacidad de dar un paso atrás frente a un proyecto dado, y ponderar sus puntos fuertes y débiles por igual. Aunque también es inevitable, cuando uno escribe sobre un área o una práctica en particular, ir identificándose con ella a medida que pasa el tiempo. Y, para ser totalmente honesto, una de las cosas que me llevó a escribir sobre muchos de los proyectos tratados en Conversation Pieces fue el respeto y la admiración genuinos por las personas que desarrollaron esos proyectos. Claro que tengo puntos de disenso o diferencia con ellos, pero su entrega y su firmeza en un tipo de trabajo que suscitaba mucha resistencia me pareció apasionante. La buena crítica, creo, debe comenzar por una apasionada atracción por un objeto, por la sensación de que el trabajo sobre el que escribes, en cierto sentido, es importante y
no sólo un espécimen a la espera del bisturí en la mesa de disección de tu intelecto.
MW: Podríamos hacer hincapié en este punto. Estás desarrollando lo que probablemente sea el más importante abordaje crítico de un dominio de prácticas, y lo estás haciendo de un modo sostenido en el tiempo. A la vez, comienzas a ser identificado con ese dominio de prácticas, y a jugar un papel principal en él, al menos para otros. Dado que a lo largo de un período de unos diez años o más has construido una serie de relaciones con varios actores (el grupo Littoral en el Reino Unido, Suzanne Lacy, los Harrisons, entre otros), me pregunto de qué modo estas relaciones tuvieron impacto en tu escritura crítica.
GK: Tengo algunas cosas que decir al respecto. La primera es que estos proyectos, por su propia naturaleza inmersiva y extendida en el tiempo (muchas veces a lo largo de semanas, meses o incluso años) le imponen una demanda distinta al crítico, un sentido diferente del ritmo y la duración en su relación con el artista. No es cuestión de visitar un museo o una bienal y contemplar una determinada escultura o instalación; es necesario pasar cierto tiempo junto al artista, en el sitio específico del proyecto si es posible, y hablar con otros participantes como para adquirir un sentido de la forma del trabajo. El trabajo de Jay Koh y Chu Yuan en Myanmar, por ejemplo, se desarrolló a lo largo de casi siete años, y su significado se fue produciendo paulatinamente a través de la sumatoria de intercambios sociales, eventos e interacciones que se producían a través de una red de artistas y escritores birmanos [ver el sitio web del proyecto Networking and Initiatives for Culture and the Arts en
www.artstreammyanmar.net/cultural/nica/nica.htm]. Un involucramiento más profundo con una práctica conduce a una relación más cercana con los que llevan adelante esa práctica, y creo que lo mismo vale para historiadores o críticos que escriben sobre prácticas más tradicionales, como la pintura y la escultura. Por otra parte, no es mi intención escribir indefinidamente sobre el mismo grupo de artistas. Siempre es necesario mantener una cierta autonomía de ideas con respecto a las obras sobre las que escribes. Y también debo decir que la mayoría de los artistas y grupos sobre los cuales escribí fueron siempre muy concientes de esto y nunca me hicieron sentir que estaban molestos por las críticas que yo les hacía. En su mayoría, los artistas son receptivos a la crítica cuando viene de alguien que afanosamente se tomó el tiempo para aprender sobre la obra y de ella. Tomando en cuenta la actitud despreciativa de parte de muchos críticos e historiadores mainstream frente a las prácticas artísticas basadas en el activismo o el involucramiento social, los artistas se sienten felices de tener un interlocutor que conozca su trabajo de cerca. Y fue un poco difícil lograr que Conversation Pieces se publicara, porque en ese momento parecía no haber espacio editorial para un libro sobre proyectos de activismo artístico que fuera, al mismo tiempo, teóricamente relevante. Esta situación cambió, debido en parte al éxito del trabajo de Nicholas Bourriaud y la influencia de las bienales como escenas privilegiadas para el arte mainstream, y en parte por el hecho de que los artistas y grupos más jóvenes continúan trabajando de la manera que se analiza en ese libro, muy a menudo en los bordes del mundo del circuito artístico "oficial". MW: Es importante destacar que el libro estructuró una serie completa de conversaciones y debates no sólo en la Europa angloparlante, sino también en el resto del continente. En parte, tal impacto se debe a la convergencia o confluencia de tu trabajo con iniciativas paralelas, como los textos de Bourriaud, obviamente, de Maria
Lind y otros [Nicholas Bourriaud, Relational Aesthetics (Lyon: Les Presse Du Réel, 1998). Actualmente Maria Lind es directora de IASPIS (International Artists Studio Program in Sweden, http://www.iaspis.com/)]. Desde mi punto de vista, existen diferencias significativas entre estos distintos posicionamientos. Déjame separar esta pregunta en dos partes: primero, ¿qué diferencias ves entre tu postura y otra como la de Bourriaud y la estética relacional? Y segundo, ¿qué te suscita la reciente hospitalidad del circuito artístico mainstream con respecto a cierta noción de lo social, de lo dialógico, de las prácticas negociada?
GK: Antes que nada me gustaría decir que admiro profundamente el trabajo de Bourriaud. Es curioso ver cómo las intervenciones decisivas en el campo de la teoría, a menudo, toman forma a partir de gestos muy modestos. Estética relacional es un libro corto, apenas unas cien páginas, y sin embargo resultó extremadamente fecundo. Me recuerda el impacto de Simulations de Baudrillard en los ochenta, o de The Invisible Dragon de Dave Hickey en los noventa. Si bien no estoy de acuerdo con las posiciones de fondo de cada uno de estos textos, no puedo negar que calaron hondo en el mundo del arte. Y admiro la capacidad que tuvo Bourriaud de desarrollar un sistema descriptivo y cambiar los términos del debate, de un lenguaje basado en objetos a un lenguaje basado en procesos o en eventos, incluso conservando un sentido de las conexiones entre ambos. Es algo que yo mismo siempre he intentado, crear un lenguaje o terminología que sea capaz de capturar este giro de un modo convincente. Por otra parte, hay varios puntos de conexión, a mi entender, entre lo que Bourriaud denomina "relacional" y el tipo de proyectos dialógicos que yo describo en Conversation Pieces, en relación con el intento de pensar la formación de redes sociales como un modo de praxis creadora. Pero también hay un buen número de
diferencias. Para empezar, muchos de los proyectos que Bourriaud analiza siguen dependiendo esencialmente de una instancia de coreografía o escenificación; siguen operando en lo que llamo un registro "textual", en el cual la obra de arte, ya se trate de un objeto, de un espacio o de un evento, es programada de antemano y luego ejecutada ante el espectador. Yo tiendo a escribir sobre trabajos que envuelven formas más abiertas de interacción participativa, desplegadas en períodos de tiempo extensos. Estoy pensando en proyectos como las bombas de agua y los templos de niños que Navjot Altaf ayudó a organizar en la India central, o el trabajo de Park Fiction en Hamburgo. [Ver el website de Park Fiction en: http://www.parkfiction.org/. Sobre el trabajo de Altaf, ver el catálogo de Groundworks: Environmental Collaboration in Contemporary Art, Regina Gouger Miller Gallery (Pittsburgh, Pennsylvania: Universidad Carnegie Mellon University, 2005)] . Estos proyectos utilizan la "clínica" como una forma de enmarcar el trabajo creativo, o implican la movilización táctica de tradiciones artesanales, y también abordan explícitamente la relación ética entre el artista y sus colaboradores o colaboradoras. Una de las formas en que trato de trabajar, a partir de un modelo de evaluación para estas prácticas, implica la investigación en los intersticios entre lo estético, lo ético y lo táctico. Lo cual va contra un tabú del circuito artístico, donde hablar de "ética" es un verdadero anatema. Creo que esa actitud es intelectualmente deshonesta: la historia del arte moderno no es más que una lucha irresuelta por desarrollar una respuesta cultural compensatoria frente a los efectos deshumanizantes de la modernidad, ya sea a través del agenciamiento de objetos bien elaborados, pinturas de polinesias bucólicas, o la irrupción terapéutica de las percepciones del espectador. ¿Cómo podría pensarse que el arte no es la expresión de un deseo ético? Por otra parte, estos proyectos no siempre descansan monolíticamente en la epistemología del "afuera", sino que, en
más de un caso, tratan de operar productivamente en el marco de ciertas matrices institucionales de poder e intercambio cultural. El mundo del arte en general se siente muy cómodo con la distancia irónica, pero le cuesta mucho considerar una sinceridad de este tipo como algo que no sea ingenuidad o debilidad intelectual. En segundo lugar, Bourriaud se preocupó por buscarle una convencional genealogía de vanguardia a las prácticas que analiza, con lo cual intentó separarlas de las tradiciones de activismo y prácticas artísticas orientadas a la comunidad, con las cuales efectivamente tienen mucho en común. Bourriaud entiende la práctica relacional como un epifenómeno del pasaje de las formas industriales de trabajo a la economía de servicios: si el artista en la era industrial tenía el "trabajo" de crear objetos complejos o bien elaborados que funcionaran como antídoto de las mercancías producidas en masa, entonces el artista "post-industrial" debe crear modelos alternativos de sociabilidad que hagan frente a la instrumentalización de la interacción social en un sistema post-industrial. No creo que los cambios que actualmente tienen lugar en las artes visuales puedan trasladarse tan fácilmente desde la economía, y tampoco compro la asunción subyacente de que el trabajo "inmaterial" sea el espacio decisivo de rearticulación de lo político en el presente. De hecho, muchos de los proyectos que me interesan implican conflictos relacionados con formas de trabajo muy "materiales", relativas a la redistribución de la tierra, al uso del agua o las condiciones de trabajo en las maquiladoras. Desde mi punto de vista, la proliferación de prácticas artísticas colaborativas o colectivas sugiere un cierto agotamiento de algunos núcleos de tensión que tradicionalmente fueron clave para definir y sustentar al arte de vanguardia: arte vs. kitsch, arte vs. activismo, artista vs. espectador, etc. Cada uno de estos pares
dicotómicos nos exige que definamos el arte a partir de la distancia y la autonomía. En la práctica, esta tradición lleva a un discurso higiénico, en el cual el trabajo del crítico consiste en aislar el arte de vanguardia aprobado y preservarlo de la contaminación de otras formas culturales degradadas. Hace poco estuve discutiendo sobre Park Fiction con una diseñadora de paisajes, quien se mostraba muy sorprendida por la fealdad que encontraba en el parque que el grupo desarrolló en colaboración con sus vecinos de Hafenstrasse. Para Park Fiction no es un problema si las palmeras falsas o las alfombras de césped son juzgadas kitsch por un profesional del diseño: su problema es el de los modos de interacción que la creación del parque pone en movimiento. Pero, como críticos, tenemos buen entrenamiento en respuestas como la de esta mujer, y al menos podríamos remontarnos al siglo XIX, cuando el realismo y el impresionismo fueron definidos como la antítesis del arte estéril y formulaico de los salones. Esta tendencia a definir el arte a través de una suerte de negación defensiva resulta muy poco incitante para la mayoría de los grupos sobre los cuales escribo. Por supuesto que el arte moderno es atravesado regularmente por giros de esta clase, y eso es lo que lo hace moderno. Formas de arte antiguamente transgresoras se canonizan sólo para ser suplantadas, a su vez, por subsecuentes transgresiones. La proliferación reciente de prácticas colaborativas marca un pasaje cíclico dentro del campo del arte, y la naturaleza de este pasaje, simultáneamente, involucra una rearticulación de la autonomía estética y una creciente permeabilidad entre el "arte" y otras zonas de producción simbólica como la arquitectura, la etnografía, el activismo ambiental, el trabajo social radical, etc. Creo que la autonomía estética está siendo recodificada o re-negociada en estos proyectos, y que, como la historia del modernismo demostró repetidamente, el mayor potencial transformador y reenergizante se hace realidad en la práctica artística precisamente en los momentos
en que su identidad establecida se encuentra en mayor riesgo. No se trata de insistir en que este tipo de obras se considere "arte" de un modo dogmático, sino de poder reconocer los puntos nodales donde están produciéndose las rearticulaciones significativas de lo que se considera arte. Es justamente en la naturaleza de esos momentos y de esos espacios de las prácticas donde ocurren los deslizamientos (del arte al activismo, a la etnografía, al trabajo social, a la planificación participativa). Mi respuesta es: reconozcamos la productividad de estas prácticas, aceptémoslas provisionalmente como arte, y luego veamos hacia dónde nos lleva esta línea de pensamiento, de un modo más heurístico.
MW: Sabemos que el concepto de "comunidad" funciona como una suerte de llave maestra en la discusión actual. En tu libro, criticas la idea de Jean-Luc Nancy de una comunidad "inoperable", pero obviamente existe una gran variedad de intentos de repensar lo político en términos de un concepto de comunidad [Jean-Luc Nancy, The Inoperative Community (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1991)]. Me pregunto entonces si realmente nos resultaría posible concebir alguna clase de versión no-antagónica del concepto de comunidad. ¿Qué riesgo enfrentaríamos al quitar la lucha y el conflicto de la comunidad, idealizándola como una suerte de refugio seguro?
GK: Es un buen punto para comenzar a discutir. El concepto de democracia antagónica en Laclau y Mouffe apareció recientemente en el ensayo de Claire Bishop para October [Claire Bishop, “Antagonism and Relational Aesthetics,” October 110 (Fall 2004), pp.49-79. Ver también Claire Bishop, “The Social Turn: Collaboration and its
Discontents,” Artforum (February 2006), pp.178-183]. Creo que haríamos bien en recordar el sentido original del término "antagonismo", que significa "competencia", o el premio por una competencia. El concepto de democracia antagónica descansa en una comprensión particular de cómo nos manejamos con la diferencia, representada por otros sujetos, con opiniones diferentes de las nuestras. Supone un modelo de identidad agresivo, incluso masculino, especialmente si consideramos su relación con el thumos en la filosofía griega: el carácter del soldado, presto a la furia y la indignación y listo para defender la imagen de sí mismo ante las amenazas percibidas. Supongo que esta correlación les parece natural a algunos, porque refleja la arrogancia masculina que suele ser determinante de la personalidad artística convencional, dispuesta siempre a confrontar con el espectador o a imponerle su voluntad a la fuerza. Creo que es justamente esta clase de agresividad, o esta relación implícita entre carácter agresivo y creatividad, la que se ve cuestionada en buena parte del trabajo colaborativo actual. También tengo la sensación de que es un poco contradictorio en sí mismo el concepto de democracia agonística. De acuerdo con Chantal y Mouffe, la promesa de democracia ha de permanecer por siempre irrealizada, a través de un conflicto antagónico eternamente irresuelto [ver Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy: Towards a Radical Democratic Politics (Londres/Nueva York: Verso, 1987) y Chantal Mouffe, The Return of the Political (Londres/Nueva York: Verso, 1993)]. Pero el antagonismo, en sí mismo, sólo es posible entre aquellos que sostienen posiciones rígidas y se definen, a su vez, por una subjetividad que debe defenderse de la cooptación. ¿Por qué asumir, entonces, que esta inclinación humana a la agresividad necesariamente se mantendrá dentro de los límites de la democracia? Lo que se "practica" aquí es una voluntad de conflicto, más que una capacidad de reconciliación. Este modelo tiene el problema de
no reconocer la posibilidad de que el proceso de intercambio intersubjetivo en sí mismo, más que meramente transmitir posturas preexistentes, pueda ser generativo y ontológicamente transformador. Pero esa es justamente la promesa de una experiencia estética colaborativa: prefigurar otro campo de posibilidades, poner el cambio en acto y no limitarse a representar meramente posturas formadas a priori. Esto es lo que me resulta interesante de los proyectos que analizo en Conversation Pieces: el trabajo de Mama Toro o "Boat Talks" de Wochenklausur, por ejemplo. Lo que se ve en estos casos es un modelo muy diferente de estar-juntos, una voluntad de suspender parcialmente la arrogancia ante el Otro. ¿Acaso es éste el único modo de trabajar? Por supuesto que no. Pero, repasando con la mirada el escenario geopolítico actual, se torna evidente que tenemos muchos ejemplos de conflicto antagónico, pero muy pocas alternativas productivas. La idea de que la democracia debe expandir continuamente su promesa de libertad es correcta y tradicionalmente ha traído de la mano, no el antagonismo per se, sino la amenaza de violencia o crisis en el sistema. Ciertamente, muchas de las mejoras políticas más significativas en Estados Unidos a lo largo del siglo pasado fueron posibles gracias a la resistencia organizada de trabajadores, sindicatos, inmigrantes, sufragistas, etc., tanto como por la amenaza de inestabilidad fiscal o desorden urbano. La democracia se expande cuando los que están "afuera" demandan su inclusión. Estaría de acuerdo con esta idea y creo que, de hecho, hay algunos magníficos proyectos de colaboración efectuados en conjunción con movimientos de oposición política; lo que no entiendo tan bien es qué tendría que ver con esta clase de democracia una obra de Santiago Sierra en la Bienal de Venecia. Sobre la base del paradigma "antagónico", artistas que trabajan colaborativamente o "dialógicamente" son sindicados como ilusos, idealistas políticamente ingenuos que ignoran las duras realidades de la democracia en acción.
Esto me parece un poco injusto. Siempre creí que el poder del arte consistía en su capacidad de evocar posibilidades utópicas. En Conversation Pieces hago cierto esfuerzo por detallar lo que considero un concepto de comunidad con más matices, pero siguen apareciendo críticos que invocan el fantasma de un Habermas vulgarizado con el objetivo de repudiar estas prácticas. Todavía no me encuentro con un artista que trabaje en este ámbito y considere que está creando alguna clase de comunidad universal e inmanente, capaz de resolver toda diferencia de un modo mágico. Por el contrario, a lo que apuntan generalmente es a desarrollar "comunidades provisionales" a través de un compromiso compartido, situacional. Para los críticos alimentados a base de Levinas o Nancy, esto se parece peligrosamente al fascismo. Buena cantidad de malentendidos surgen de la tendencia a malograr cualquier análisis de lo comunitario al transformarlo en una crítica de la hegemonía, como si la "comunidad" o cualquier formación colectiva sólo pudiera ser expresión de un poder dominante. No podemos tolerar un concepto de "inmanente estar-juntos" basado en la espantosa posibilidad de que tengamos algo en común; no todo, sólo algo. La única base ética que va a permitirnos superar nuestra natural tendencia a darnos palazos los unos a los otros es reconocer el hecho de que no tenemos nada en común y entonces, gracias a un peculiar golpe de predestinación cognitivo, tomar esta condición de aislamiento existencial como la el fundamento de una comunidad nofascista. Esta última parte me parece particularmente poco clara, desde el momento en que puedo imaginar una respuesta completamente opuesta: usar este supuesto aislamiento como una suerte de justificación psíquica para instrumentalizar al Otro. Parece menos la descripción de una comunidad utópica que un síntoma del extremado miedo a la predicación en la tradición post-estructuralista. Esta actitud casi evangélica, lo que llamo la "profesión de fe posmoderna" (¿o quizás
de descreimiento?) es lo que permite el sincronismo entre la teoría postestructuralista y las tradiciones de vanguardia neoconceptual a partir de los años ochenta. El artista, para usar el concepto de Lacan, es el "sujeto supuesto saber" que lleva al espectador a cumplir con modo de ser un adecuadamente desencializado a través de un encuentro revelador. El purismo aparece aquí claramente; el espectador debe ser castigado por su recaída en formas de identificación o colectividad que no satisfacen el modelo teórico: se le debe hacer sentir "incomodidad", etc. Por supuesto que esta clase de codependencia sadomasoquista entre el artista y el espectador tiene una historia venerable, que se remonta al menos a la bofetada del Courbet de Les casseurs de pierres. La provocación puede convertirse muy fácilmente en una caricia y uno podría argüir que, en este estadío tardío, el público de arte espera, incluso anticipa, el shock, la dislocación y la incomodidad que les ofrece el arte de vanguardia. Rara vez una población fue tan implacablemente "dislocada", "desafiada" y "desestabilizada" como la comunidad de entendidos del arte contemporáneo que año a año frecuenta bienales, Kunsthalles e ICAs, y que sin embargo vuelve por más una y otra vez. Esto sólo resultaría extraño si ignoráramos la función retórica de tales provocaciones, algo que traté de revelar en mi ensayo “Rhetorical Questions” ["Rhetorical Questions: The Alternative Arts Sector and the Imaginary Public," en Art, Activism and Oppositionality: Essays from Afterimage, editado por Grant Kester (Durham, NC: Duke University Press, 1998), pp.103-135.]. Es por esto que el trabajo de alguien como Sierra es tan fascinante. El espectador implícito o ideal para su trabajo es claramente el crítico de arte que se asigna la tarea de ventrilocuar la respuesta que se supone que el espectador tendrá, mientras permanece junto al artista, observando ambos al entumecido espectador desde una distancia casi etnográfica. La carrera de identificaciones y des-identificaciones que se produce entre
el artista, el crítico y los espectadores reales de estos trabajos es bastante compleja, pero tiende a ser ignorada; en su lugar, lo que tenemos son las mismas lecturas de siempre de las instalaciones de Sierra como simples análogos visuales de la deconstrucción textual, que "revelan" o "exponen" las operaciones del poder de otro modo ocultas. Esto nos hace volver a tu primera pregunta. El acercamiento entre el arte de vanguardia y la teoría post-estructuralista abrió el espacio para algunas lecturas realmente productivas de la práctica artística contemporánea a lo largo de la pasada década. El problema, desde mi punto de vista, es que la teoría se ha convertido en una suerte de lecho de Procusto. Hay ciertas prácticas en relación con las cuales este abordaje es muy apropiado, especialmente las que operan en el modo textual que he descrito. Sin embargo, es mucho menos útil, en mi opinión, para analizar proyectos colaborativos o colectivos. En muchos de estos proyectos, el punto esencial no es simplemente admitir la "verdad reprimida" de nuestra naturaleza dividida en un único momento epifánico, sino más bien determinar cómo podríamos negociar nuestras interacciones con los otros y con la otredad en un espacio no virtual. ¿Cómo nos relacionamos con la alteridad una vez que hemos reconocido nuestra dependencia óntica? Creo que esta es la pregunta que formula una buena parte de las prácticas artísticas recientes. Constituyen experimentos pragmáticos y utópicos a la vez, con nuevas formas de estar-juntos a través de un proceso sostenido de interacción que opera en múltiples niveles: discurso, experiencia háptica, trabajo compartido, la proximidad de los cuerpos en el espacio, etc.
MW: Mencionaste el artículo de Claire Bishop para October, que está teniendo un rol
importante al configurar los términos del debate sobre este trabajo. En ese texto, Bishop sugiere que hay algo problemático en la convergencia de la retórica gubernamental de inclusión social con la retórica de la práctica artística basada en la comunidad o involucrada en ella, lo cual es algo que vemos a lo largo y a lo ancho de Europa. ¿Cuál es tu posición al respecto?
GK: Esa crítica tiende a ser reciclada cada tantos años. Recuerdo haber desarrollado un argumento similar en "Aesthetic Evangelists", y ahora volvemos a verlo en el ensayo "Artist as Ethnographer” de Hal Foster, y más recientemente en One Place After Another de Miwon Kwon [Hal Foster, The Return of the Real: Art and Theory at the End of the Century (Cambridge: MIT Press, 1996), pp.171-204. Miwon Kwon, One Place after Another: Site-Specific Art and Locational Identity (Cambridge: MIT Press, 2004)]. Durante mi estancia en Belfast y Dublín me impresionó mucho el nivel de preocupación que los artistas experimentaban en relación con el financiamiento o el apoyo público, especialmente por lo que veían como una apropiación de ciertos conceptos de inclusión y acceso por parte de las burocracias estatales. Yo pasé mis primeros años de carrera en las artes en Estados Unidos trabajando con organizaciones sin fines de lucro, en la plenitud de las Guerras Culturales de los ochenta. Me encontraba dando clases en el Corcoran College of Arts and Design de Washington cuando la exposición de Robert Mapplethorpe fue cancelada y reprogramada por el Washington Project for the Arts, y pude ver cómo perdían sus trabajos muchos de mis amigos y colegas en el sector "non-profit", como lo llamábamos. Hace ahora unos veinte años que existe alguna clase de financiamiento público del arte contemporáneo en Estados Unidos, y no hablamos de nada
comparable con los montones que ustedes ven aquí en el Reino Unido a través de Lottery Funds y otros mecanismos. Lo mismo es cierto de muchos de los proyectos que estoy viendo en África, Asia, Sudamérica o la India; frecuentemente descansan sobre un aparato de financiamiento ajeno a las artes visuales: ONGs, fundaciones, o incluso los mismos artistas. De modo que las versiones más recientes de esta objeción tienden a universalizar la situación de artistas que trabajan en un puñado de países europeos que siguen proveyendo financiación a los proyectos de arte contemporáneo en espacios públicos y comunitarios. En el libro en el que actualmente estoy trabajando, trato de mapear los efectos y las implicancias de estas distintas formas de patronazgo: desde las ONGs a las agencias de recuperación urbana y la investigación universitaria. Uno de los resultados de esta apropiación fue el de poner en claro los límites para artistas que tratan de desarrollar una política cultural. Históricamente, el arte de vanguardia estableció su identidad en gran medida en contraste con la percibida banalidad de la cultura kitsch o de consumo. De modo que, a medida que el arte se adentra en nuevos campos de acción social, probablemente sea inevitable el descubrimiento de su contraparte antitética (que sería el "arte comunitario" espantoso, apolítico, jerárquico y esponsoreado por el Estado que actualmente vemos que invade el Reino Unido). Esta era la base de mi crítica de las antiguas prácticas orientadas a la comunidad en Evangelical Aesthetics, aunque es claro que la cuestión del mecenazgo necesita ser revisada. En este punto, sólo trato de aprender yo mismo de la actual situación en el Reino Unido y el resto de la Comunidad Europea, especialmente sobre proyectos de "regeneración" de varios tipos. Diría que la trayectoria general del neoliberalismo apunta claramente a la erosión progresiva de esta clase de provisión estatal. Las presiones ya se sienten en los países de la
Comunidad Europea, y una de las primeras cosas en irse será la financiación de proyectos artísticos, como ocurrió mucho antes de los Estados Unidos. Por supuesto que el monstruo neoliberal es atemporal. Hay países europeos que todavía tratan de mantener los remanentes del compacto social de posguerra, subsidiando la educación avanzada, la vivienda, las artes, el sistema de salud y así. Pero su éxito en la tarea de mantener el standard de vida de sus clases medias es, en el mejor de los casos, tenue. Incluso hoy en día, las economías de la Unión Europea dependen más y más del trabajo barato de los inmigrantes, lo que lleva al espectáculo enteramente previsible (aunque no menos deprimente) del racismo anti-inmigratorio en culturas nacionales históricamente tolerantes como las de Holanda e Irlanda. Una de las metas centrales de la ortodoxia neoliberal es la eliminación de cualquier forma imaginable de resistencia colectiva a la primacía del capital. En el marco de esta cruzada, el Estado y la sociedad civil adquirieron un rol central como zonas de posible oposición y objetivos a conquistar por el poder corporativo. Hay importantes batallas por librar en el marco de este conflicto, y es por esta razón que los análisis reduccionistas del mecenazgo son tan contraproducentes. Es cierto que las instituciones públicas están comprometidas, pero también es cierto que son más responsables, más abiertas al control externo que el sector empresarial. Sólo es cuestión de tiempo, y paciencia. La extrema derecha en Estados Unidos pudo controlar el poder durante dos décadas construyendo organizaciones locales: primero en congregaciones y escuelas, luego a nivel municipal, finalmente a nivel federal. En la coyuntura actual el gobierno federal abandonó casi por completo cualquier regulación sustantiva del sector privado. La administración Bush literalmente invita a los lobbistas de las empresas a que escriban la legislación que supuestamente debe regular sus respectivas industrias. Nuestro gobierno ha sido tomado prisionero por las corporaciones. Querría pensar que las
cosas no están tan mal en el Reino Unido, y sinceramente espero que mi país no haya sentado el precedente para Europa en este punto. Pero esto implica adoptar la cuestión de la función de las instituciones públicas con algún grado de sofisticación táctica y estratégica, más que levantar las manos en señal de rendición y rechazar toda forma de financiación por fuera del mercado de arte o las bienales con sponsors oficiales como impura o desesperantemente concesiva.