PSICOLOGIA DE LA MALDAD
Editorial ALFAOMEGA
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En la tradición cristiana, Caín representa el mal y su hermano Abel el bien. La conducta de Caín, matar a su hermano por celos y negar este crimen ante Dios, “muestra la mala disposición de su corazón, así como la maldad de sus acciones” (Génesis, 4.1-4.15). No son sólo estos versículos los que muestran cómo se construye el prototipo de la maldad, la historia de la Humanidad está plagada de ejemplos, muchos de ellos cimentados en personas y hechos ciertos, pero también otros muchos fruto de la inventiva literaria. No en vano, el ser humano siente fascinación por las cuestiones del bien y el mal.
Si hiciéramos una encuesta a pie de calle pidiendo nombres de personas conocidas por su maldad, probablemente Adolf Hitler sería uno de esos prototipos, debido al espeluznante entramado de crueldad y exterminio que fue capaz de orquestar y que consiguió acabar con unos seis millones de judíos, gitanos, homosexuales, niños y discapacitados mentales. Posiblemente también lo serían el dictador soviético Iósif Stalin, quien se estima que acabó con unos tres millones de personas y deportó a otros cinco millones por la oposición a su régimen y el dirigente chino Mao Zedong, a quien se atribuye la responsabilidad de la muerte de 70 millones de personas en China (Chang y Halliday, 2006). Igualmente, dependiendo de la persona encuestada, Osama Bin Laden o el expresidente de EEUU George W. Bush, por terrorismo y crímenes contra la humanidad. Aunque tal vez el prototipo más refinado de la maldad provenga de la literatura y el cine, como el mítico Aníbal Lecter, de El silencio de los corderos, quien reúne un conjunto de características que le convierten en el malo por antonomasia: extremadamente inteligente, frío, calculador, hábil, culto, médico psiquiatra, gran dibujante, políglota… pero carente de sentimientos y de piedad. Es este conjunto de habilidades puestas al servicio de la maldad lo que confiere al personaje ese aura perturbadora
El estudio de las conductas que causan daño o sufrimiento a otros tiene una larga tradición en psicología social. Entre las investigaciones más populares están los experimentos de la prisión de Stanford (Zimbardo, Haney y Jaffe, 1973) donde jóvenes estudiantes universitarios se transforman en verdugos despiadados de sus propios compañeros, o el experimento de obediencia a la autoridad de Milgram (1964) donde, en contra de lo esperado por el investigador, la mayoría de los participantes aplican descargas eléctricas hasta límites que ponen en peligro la vida de otras personas. Ambos experimentos se circunscriben al estudio de la agresión. A finales de los ochenta surge otra línea de trabajo centrada en un concepto diferente: la maldad. En este ámbito de estudio destacan los trabajos de Ervin Staub (1989, 1996) sobre el genocidio y la violencia de grupo o los trabajos de Bandura (1994) sobre pensamiento moral y conducta. Pero la publicación del número monográfico de Personality and Social Psychology Review (1999) sobre maldad y violencia marca un hito en el estudio científico y sistemático del tema. Pero ¿qué es la maldad? Una respuesta a priori la podría definir como un conjunto de conductas que causan daño severo y persistente que se manifiestan en escenarios diversos. Sin embargo, esta pregunta tiene varias respuestas posibles dependiendo, por un lado, de si la responde un psicólogo social o una persona lega. Por otro lado, de si la contesta el agente que realiza la conducta o la víctima que la sufre. Generalmente, el término maldad se emplea para referirse a acciones prototípicas de daño que implican un perpetrador y una víctima. De forma genérica se describe como “el daño intencional, planeado y moralmente injustificado que se causa a otras personas, de tal modo que denigra, deshumaniza, daña, destruye o mata a personas inocentes” (Baumeister, 2000, 2012; Darley, 1992; Miller, 2004; Staub, 1989; Waller, 2002; Zimbardo, 1995, 2004). De este modo, la idea de maldad que se deriva de las distintas posiciones converge en un prototipo de mal-
dad basado en el daño, la crueldad y la violencia. Esto es, el foco se encuentra fundamentalmente en las conductas extremas.
Pero, ¿qué gravedad debe alcanzar una conducta para ser considerada maldad?
En un sentido global, los psicólogos sociales han utilizado preferentemente este término para describir las conductas que implican un daño exagerado. Habitualmente se alude a conductas desmesuradas respecto a las condiciones instigadoras (Staub, 1989, 1999) y que persiguen la destrucción humana extrema, como el genocidio o el terrorismo, con una intención consciente de exterminio de un grupo o una cultura. Desde este punto de vista, el concepto de maldad se centraría en el análisis de las conductas extraordinarias e infrecuentes que causan un daño desproporcionado a personas o a grupos sociales. Al mismo tiempo, diversos autores consideran que la maldad no se restringe a grandes crímenes o actos horrendos, y que es fundamental entender las pequeñas crueldades y transgresiones menores de la vida diaria, siempre que supongan daño interpersonal deliberado (Baumeister, 2000). En este sentido, el análisis de la maldad cotidiana nos acerca al conocimiento de los actos extremos, puesto que poseen una esencia común. La naturaleza de la maldad es la misma, lo que cambia es la intensidad con que se manifiesta (Baumeister, 2000). De la misma opinión es Waller (2002), para quien focalizar la atención en la maldad cotidiana nos permite acercarnos a los componentes de la maldad extraordinaria, puesto que los procesos causales implicados tienen algo en común con la maldad ordinaria. Esta concepción propone ampliar el término y dar cabida también a las mezquindades, infamias y ruindades de las que a diario somos testigos o partícipes
Cercano a este concepto de maldad cotidiana, encontramos el modelo de moralidad de Gray, Young y Waytz (2012). Estos autores tratan de atrapar el fundamento de la moralidad en un modelo que permita dar cuenta del conjunto completo de actos inmorales. Dicho conjunto es manifiestamente complejo e incluye muy diversos tipos de conducta que incluirían el asesinato, el engaño, el robo, el incesto, la falta de respeto o la desobediencia. Según Gray et al., a pesar de esta diversidad, la mente humana realiza una síntesis extrayendo los elementos comunes a todas las transgresiones morales, para crear un modelo o patrón cognitivo de lo que significa inmoralidad. Según este modelo, esos elementos clave son la intención y el daño, concluyendo que la esencia del juicio moral es la percepción de dos mentes complementarias —una díada— que incluye un agente moral intencional y un paciente moral que sufre. Este patrón servirá para juzgar la moralidad de otros, pero también a nosotros mismos. Creemos que nuestros actos son malos sólo si alguien sufre. Una frase común para calmar nuestra conciencia es “con esto no le hago daño a nadie”. Precisamente esta creencia conducirá a la deshumanización de nuestras víctimas, negándoles las capacidades mentales básicas. Al negar los estados mentales a la víctima le quitamos la capacidad de sufrir y de este modo se hacen más tolerables los actos de agresión o discriminación (Bandura, Barbaranelli, Caprara y Pastorelli, 1996; Cikara, Eberhardt y Fiske, 2010; Harris y Fiske, 2006; Haslam et al., 2008; Leyens et al., 2000). Del mismo modo, cuando se recuerda a las personas el genocidio y la discriminación contra los grupos minoritarios, les atribuyen menos mente con el fin de reducir la injusticia de estos actos y la culpa asociada (Castano y Giner-Sorolla, 2006; Esses, Veenvliet,
Hodson y Mihic, 2008; Goff, Eberhardt, Williams y Jackson, 2008). El hecho de que la gente deshumanice a sus víctimas apoya la relación entre la percepción de la mente y la moralidad.
Para Gray et al. (2012) la fórmula es sencilla: moralidad = agente + paciente.
Para este modelo la moralidad es cosa de dos: el agente que causa intencionalmente un daño y el paciente que lo sufre. Sin embargo, este esquema o patrón diádico sugiere además que el sufrimiento es también una noción intrínsecamente ligada a la inmoralidad. Según Gray et al. “toda la moralidad se entiende a través de la lente del daño” (2012, p.108). Por ello, la gente encontrará mayor maldad en una agresión sexual que en una evasión de impuestos. Por ello, la culpa estará ligada a la evaluación, tanto de la intencionalidad como del sufrimiento causado. Para estos autores, las personas emplean esta díada moral como un patrón cognitivo básico en sus interacciones sociales. Un patrón aplicable a cada situación, como, por ejemplo, cuando un padre mata a sus hijos (el caso de José Bretón) sedándolos primero. El autor puede pensar que no ha cometido maldad porque ha sedado a los niños y les ha evitado el dolor físico. Pero esto no hace el acto mucho más moral (aunque es cierto que algo menos cruento, si lo comparamos con otros casos en los que existe, además, ensañamiento).
Aunque este modelo se acerca a la idea de maldad cotidiana, nos parece necesario señalar que, desde nuestro punto de vista, no se puede aislar esta díada del contexto cultural y normativo en que transcurre la acción. Ambos, tanto el agente como el paciente, se encuentran en un contexto en el que las conductas están previamente definidas por la cultura. Cada situación tiene su marco normativo que predefine, de algún modo, qué es el bien y qué es el mal. Pongamos por ejemplo los crímenes de honor. Matar a una niña porque ha sido violada es un acto aborrecible cuando se juzga desde nuestra cultura, pero en el escenario en que esto sucede, eliminar a la niña ultrajada es un hecho necesario para el bien de su familia y de la comunidad (Rai y Fiske, 2012). frimiento de la víctima y reclama el castigo para el autor y una compensación moral para la víctima.
¿De qué habla la gente cuando habla de maldad?
No cabe duda de la necesidad de que los psicólogos sociales acoten el concepto de maldad y alcancen un consenso. Es necesario seguir trabajando para aproximarnos a una definición operativa y científica de lo que significa la maldad y un punto de partida útil es conocer la perspectiva de las personas de la calle. Necesitamos saber qué determina que las personas elaboren juicios de maldad porque son, al fin y al cabo, estos juicios los que van a orientar la conducta efectiva. En este sentido, independientemente de que lo sea o no, si una persona interpreta la acción de otra como maldad, verá justificado su deseo de tomar la venganza de su propia mano o de exigir una reparación mediante un castigo severo que le retribuya una compensación moral.
Pero ¿de qué habla la gente lega cuando habla de maldad? Para responder a esta pregunta Quiles, Morera, Correa y Leyens (2010), llevaron a cabo una investigación que perseguía tres objetivos. Uno, verificar cómo las personas legas cuantifican el grado de maldad de una conducta y si diferencian niveles de intensidad en dicha cualidad. Dos, conocer las variables que se relacionan espontáneamente con la maldad y que se emplean para determinar si una conducta es maldad en mayor o menor medida. Y tercero, comprobar si la gente hace distinciones entre maldad y agresión o por el contrario da a ambas un significado semejante. Las respuestas de 327 participantes a 21 conductas, todas ellas caracterizadas por tener consecuencias dañinas para algún otro, permitieron dar respuesta afirmativa a la primera pregunta. De este modo se puede entender la maldad no como un conjunto de acciones extremas, sino como un continuo en el que es posible clasificar las conductas de mayor a menor intensidad. Por ejemplo, “pegar a una persona por diversión o violar a una mujer se consideran conductas de mayor maldad que mentir para obtener algo a costa de los otros o engañar a personas desfavorecidas para beneficiarse económicamente”. Estos resultados refuerzan una concepción de la maldad más cercana a nuestras relaciones sociales cotidianas. Es decir, que la maldad no se limita a conductas extraordinarias (genocidio, terrorismo) sino que también abarca las mezquindades, infamias y ruindades de las que somos testigos o participes habitualmente (engañar, excluir, discriminar, acosar). En palabras de Waller (2002), esto supone reconocer que la maldad se manifiesta de distintas maneras y que abarca un vasto abanico de conductas que oscilan entre la maldad común y frecuente y la maldad extrema e infrecuente. Con respecto al segundo objetivo, esto es, identificar las dimensiones conceptuales que permiten graduar la maldad de distintas acciones, los resultados mostraron que entre ellas están: el deseo de destruir y hacer sufrir a la otra persona, el deseo de humillarla, la planificación del daño a causar, la falta de compasión y la satisfacción por el daño causado a la víctima. Según los participantes, todo ello requiere que el agente de la acción tenga una personalidad especial. 04
La violencia contra las mujeres no es un fenómeno nuevo. Resulta posible rastrear su ocurrencia desde la antigüedad (Fuente y Morán, 2011; Gil, 2008). Sin embargo, su visibilización y el rechazo social que produce sí son recientes y, en este sentido, resulta adecuado considerarla como un problema social emergente (Ferrer y Bosch, 2013). El cambio desde la indiferencia, la aceptación social y la impunidad hacia el rechazo social y la penalización jurídica de esta violencia se inició gracias al movimiento feminista británico a finales del siglo XIX (De Miguel, 2005, 2008; Wise y Stanley, 1987). Sin embargo, no fue hasta la década de 1960 cuando comenzó a cuestionarse amplia y generalizadamente esta violencia, primero la de tipo sexual y después aquella que ocurre en la pareja, desvelándose así que un entorno considerado hasta entonces como seguro (la familia y el hogar) era, en realidad, un lugar peligroso para muchas mujeres y sus hijos/as (Anderson y Zinsser, 2000; Kanuha, 1996; Muehlenhard y Kimes, 1999; Walker, Richmond, House, Needle y Smallef, 2012). Desde entonces hasta la actualidad, la violencia contra las mujeres ha llegado a ser considerada como un problema social y sanitario de primera magnitud
En palabras de Luisa Posada:
La respuesta fundamental del feminismo a la violencia doméstica ha sido, además de la denuncia, provocar el paso de la privacidad a la agenda política, a la agenda pública, llevar a la calle y a los medios de comunicación aquello que sucedía entre las cuatro paredes de las casas y exigir soluciones
Tal y como recogen entre otros/as Carme Vives et al. (2005), uno de los hitos importantes en este tránsito (de cuestión privada a problema social) fue la Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer, aprobada por la Asamblea General de Naciones
Unidas en diciembre de 1993 (ONU, 1994) que, entre otras cosas, proporcionó en su artículo 1 una definición para este problema, que ha sido posteriormente adoptada como referencia por la mayoría de organismos internacionales que abordan esta cuestión. De acuerdo con ella, se en-
tiende que la violencia contra las mujeres es:
Todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si
El Estudio a fondo sobre todas las formas de violencia contra la mujer (ONU, 2006), al que anteriormente hemos hecho referencia, define esta violencia en los términos siguientes:
La violencia dentro de la pareja comprende toda una gama de actos sexual, psicológica y físicamente coercitivos practicados contra mujeres adultas y adolescentes por una pareja actual o anterior, sin el consentimiento de la mujer (p. 43)
En términos similares, el artículo 1 de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género la define como:
La violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia (…) y comprende todo acto de violencia física y psicológica, incluidas las agresiones a la libertad sexual, las amenazas, las coacciones o la privación arbitraria de libertad (p. 42168).
Así pues, esta violencia puede adoptar la forma de maltrato físico, psicológico y sexual, y estos pueden darse por separado o combinados, incluyendo:
La violencia física entraña el uso intencional de la fuerza física, el vigor o un arma para dañar o lesionar a la mujer.
La violencia sexual comprende el contacto sexual abusivo, hacer que una mujer participe en un acto sexual no consentido y la tentativa o consumación de actos sexuales con una mujer que está enferma, incapacitada, bajo presión o bajo la influencia de alcohol u otras drogas.
La violencia psicológica consiste en actos tendentes a controlar o aislar a la mujer, así como a humillarla o avergonzarla.
La violencia económica entraña negar a una mujer el acceso a los recursos básicos o el control sobre ellos (ONU, 2006, p. 43).
Tal y como apunta Leonor Walker (2012), la mayoría de mujeres maltratadas por su pareja (o ex-pareja) han padecido a manos de esta abusos en el ámbito psicológico, tales como insultos, humillaciones y desaprobaciones constantes, y control de su conducta o celos, así como abusos en el ámbito físico (empujones, sacudidas, agarrones o bofetadas). La presencia de estos comportamientos queda de manifiesto en múltiples estudios sobre esta cuestión.
algo oscuro y algo sutil:
Algunas noticias nos producen auténtico espanto. Frente a ellas, tenemos la certeza de estar observando el mal en su más pura expresión. Aunque deseamos creer que la maldad es una mancha perfectamente visible de la que es posible protegerse, la realidad es obstinada y consigue sorprendernos. n este capítulo, nos acercaremos al lado más oscuro de la sexualidad humana para sondear en un espacio del que se desconocen sus dimensiones reales. Veremos en qué condiciones es más probable que se produzcan los abusos sexuales y cómo se manifiestan. Finalmente, analizaremos las consecuencias de este tipo de prácticas para quienes las sufren. Dado que la mayor parte de la investigación disponible hace referencia a los abusos sufridos por mujeres, este capítulo estará especialmente dedicado a ellas. De hecho, la prevalencia de abusos sexuales es mayor entre la población femenina (Krug, Dahlberg y Mercy, 2002; Muñoz-Rivas, Graña, O’Leary y González, 2009; Struckman-Johnson, Strucman-Johnson y Anderson, 2003). No obstante, no queremos dejar de señalar que los varones adultos también sufren abusos sexuales, la mayor parte de las veces por parte de otros hombres (Davies y Rogers, 2006; Krahé, Scheinberger-Olwig y Schütze, 2001). Estos abusos tienen lugar en todos aquellos ámbitos donde es posible actuar con cierta impunidad, debido a la escasa supervisión, el aislamiento, la tolerancia frente a las agresiones, las normas de silencio, etc. La mayor parte se producen entre la adolescencia y la juventud, y no suelen denunciarse (Davies y Rogers, 2006). Aun así, la Organización Mundial de la Salud (WHO, 2012) señala que entre un 7% y el 30% de los varones adolescentes de todo el mundo denuncian coerción sexual. El problema tiene la suficiente entidad como para que se le preste mayor atención
La sexualidad humana es uno de esos ámbitos que escapan a la mirada ajena. En condiciones ideales, se trata de una actividad consentida y motivada por el deseo mutuo (Katz y Tirone, 2010). Sin embargo, las personas suelen ver condicionada su capacidad de decisión tanto por factores biológicos (v.g. edad, fuerza física) como sociales y económicos (v.g. género, restricciones sociales y familiares, valores, estatus social). Esto explica que la violencia, el abuso y la explotación sexual afecten fundamentalmente a los más jóvenes, a las mujeres, a las personas con escasos recursos y protección, etc. Un ejemplo en este sentido lo encontramos en las rutas seguidas por las redes de explotación sexual hacia Europa. El tráfico de seres humanos con este fin dibuja un mapa de desigualdades económicas entre áreas emisoras y receptoras, que aprovecha la falta de controles y/o protección en todos los países implicados. Según un informe de Eurostat (2013), el 62% del tráfico de seres humanos se realiza con fines de explotación sexual (un 93-96% del total son mujeres). Asimismo, España es uno de los países europeos donde mayor número de hombres admite haber pagado por sexo. Una demanda que se cubre en parte con mujeres que son retenidas contra su voluntad y obligadas a prostituirse. Al margen de circunstancias extremas, los abusos sexuales se producen en todo tipo de relaciones. Entidades como la Organización Mundial de la Salud (WHO, 2010) afirman que las denuncias y las encuestas sólo ofrecen una imagen parcial de las dimensiones del problema, y que la mayor parte de la actividad sexual no deseada nunca sale a la luz. No obstante, sus estimaciones son abrumadoras. Para una tercera parte de las adolescentes de todo el mundo, la primera experiencia sexual ha sido forzada (Krug et al., 2002). El 35% de las mujeres han sufrido violencia física y/o sexual, la mayor parte de ellas a manos de sus parejas, y alrededor del 7% ha sufrido agresiones sexuales de alguien que no era su pareja (WHO, 2013).
En términos generales, la experiencia sexual no deseada tiene consecuencias graves para las mujeres. Junto a problemas de salud física y reproductiva (WHO, 2010), se asocia a mayor vulnerabilidad psicológica (baja autoestima, depresión, estrés postraumático, falta de asertividad, consumos de alcohol, ideación suicida…) y social (aislamiento y problemas relacionales, falta de apoyo, ansiedad social...) (v.g. Ullman, Townsend, Filipas y Starzynski, 2007; Zweig, Crockett, Sayer y Vicary, 1999).
Algunos trabajos han intentado comparar los problemas asociados a las diferentes estrategias. Por ejemplo, Brown, Testa y Messman-Moore (2009) analizaron los correlatos psicológicos del uso de la fuerza, la coerción sexual y la incapacitación por alcohol o drogas. De esta forma, confirmaron que las víctimas de violación presentan más síntomas de estrés postraumático. No obstante, las víctimas de incapacitación (por alcohol/drogas) y coerción sexual tienden a culparse más a sí mismas que las víctimas de violación, lo que repercute negativamente sobre su salud psicológica.
Livingston et al., (2004) encontraron que la valencia de las tácticas de coerción sexual difería según hubiese habido contacto sexual previo o no. En los casos en los que dicho precedente no existía, la coerción sexual solía estar orientada a seducir, haciendo menos probable la resistencia de aquellas mujeres que no deseaban cerrar la puerta a una posible relación, sin embargo, la mayoría de estas mujeres indicaron consecuencias psicológicas, emocionales y sociales tras el incidente. Por otro lado, en los casos en los que sí existía ese precedente, las tácticas tendían a ser más negativas (v.g. amenazas a la relación).
Dentro de una investigación en curso1 , hemos analizado la relación entre las diferentes tácticas de coerción sexual ya mencionadas (insistencia, chantaje y culpabilización) y tres indicadores de bienestar psicológico (estrés, autoestima y afrontamiento). Algunos trabajos previos sugerían que la experiencia sexual no deseada puede afectar de forma diferente a hombres y mujeres. Por ejemplo, Struckman-Johnson y Struckman-Johnson (1996) señalaron que, dependiendo del contexto, los hombres tienden a considerar la coerción como inapropiada y poco placentera, pero no necesariamente traumática. En este sentido, esperábamos encontrar diferencias en los indicadores de bienestar de hombres y mujeres, en función de las tácticas de coerción sexual sufridas dentro de sus relaciones de pareja. Los resultados confirmaron que las estrategias de coerción sexual predicen menor bienestar psicológico en las mujeres, pero no en los hombres. Concretamente, mientras la culpabilización se asociaba a mayor estrés entre las mujeres, el chantaje emocional predecía menor capacidad de afrontamiento y menor autoestima. En cuanto a la insistencia, no hallamos resultados significativos en ningún de los casos.
Una de las consecuencias más dramáticas de la victimización sexual es el riesgo de sufrir nuevos abusos sexuales (Arata, 2000; Classen, Palesh y Aggarwal, 2005; Young y Furman, 2008). La re-victimización fue definida inicialmente como la repetición, en la adolescencia o la edad adulta, de los abusos sexuales sufridos en la infancia o la adolescencia (v.g. MessmanMoore y Long, 2003). No obstante, también se utiliza este término para hacer referencia a la reiteración de abusos sexuales, sin que haya habido abuso sexual inicial. En ambos casos, se acentúa la vulnerabilidad previa y se agravan las consecuencias.
El estudio psicológico de la agresión se ha centrado tradicionalmente en la identificación de factores emocionales, motivacionales y situacionales que facilitan o inhiben nuestra intención de hacer daño a los demás (Berkowitz, 1999). Desde esta perspectiva la agresión humana se ha conceptualizado como una conducta que se dispara debido a la presencia de una serie de antecedentes individuales y situacionales de forma similar a como ocurre en otras especies animales. Sin embargo, y tal como se pone de manifiesto a lo largo del presente libro, el mal que un ser humano causa a los otros adquiere en ocasiones un grado tal de complejidad que las teorías que se refieren a los factores individuales y situacionales de la agresión se quedan muy cortas a la hora de explicar el daño que causamos a los otros. .
En el capítulo que abre este volumen se define el término maldad como “el daño intencional, planeado y moralmente injustificado que se causa a otras personas, de tal modo que denigra, deshumaniza, daña, destruye o mata a personas inocentes” (Quiles, Morera-Bello, Leyens, Correa-Piñero, 2014, p. 23)
Este tipo de maldad surge gracias a la capacidad creativa y cognitiva que, en parte, libera al ser humano de los antecedentes más directos y automáticos de su conducta. La mayor complejidad cognitiva del ser humano con respecto a otros seres vivos, y nuestra fuerte interdependencia con los otros, hace también que las personas seamos más vulnerables que otros seres a un daño altamente sofisticado desde el punto de vista simbólico y social.
Esta creatividad y sofisticación de la maldad humana no se restringe únicamente a grandes acciones que implican una gran complejidad logística o material, como por ejemplo un atentando terrorista o una acción bélica, sino que también se aprecia en las relaciones cotidianas (Quiles y cols., 2014). Los procesos de acoso escolar o bullying son un buen ejemplo de cómo la sofisticación cognitiva se ponen al servicio de la destrucción del otro en el día a día cotidiano de cualquier persona, incluidos los niños. El maltrato psicológico en una relación íntima sería otro ejemplo de cómo la sofisticación del mal se torna cotidiana.
La devaluación social de personas con discapacidad física y su materialización a través de una burla o un comentario despectivo hacia ellos, otro. Si bien estos procesos no tienen por qué ser especialmente ingeniosos (se puede maltratar psicológicamente a la pareja con un burdo insulto; un niño puede ser condenado al ostracismo cuando su grupo, sencillamente, le ignora), la complejidad de estos procesos se deriva de los componentes psicosociales que implican, como la necesidad de una interrelación entre víctima y verdugo, la dinámica grupal propia de un grupo escolar, o el fenómeno de la estigmatización social, por poner solo tres ejemplos, que son todos ellos procesos altamente complejos y sofisticados desde el punto de vista cognitivo, emocional y social.
Desde un punto de vista psicológico, la humillación es un campo de trabajo relativamente nuevo que acumula todavía poca investigación empírica (Elison y Harter, 2007). La mayoría de la bibliografía publicada hasta la fecha conceptualiza la humillación como una emoción distintiva, pero también como un proceso o dinámica social. Como emoción distintiva la humillación se considera de las denominadas autoconscientes. Estas emociones son especialmente complejas desde el punto de vista cognitivo ya que requieren “consciencia de uno mismo y capacidad de auto-representación” (Tracy y Robins, 2004). Frente a las llamadas emociones básicas (como la cólera, la alegría, la sorpresa, el miedo, y la tristeza), las autoconscientes surgen más tardíamente en el desarrollo, no tienen una expresión facial discreta y universalmente reconocible, y mantienen un mayor grado de variabilidad intercultural (Goetz y Keltner, 2007; Tracy y Robins, 2004). La investigación de las emociones autoconscientes se ha centrado normalmente en el estudio de la vergüenza, el bochorno, la culpa, y el orgullo (véase Tracy, Robins, y Tangney, 2007 para un revisión sobre estas emociones).
La acondroplasia es la causa más común de talla baja desproporcionada. La acondroplasia es una displasia esquelética que, en la mayoría de los casos, viene causada por una mutación genética espontánea (Alonso-Álvarez, 2007). La acondroplasia, aparte de causar importantes dificultades médicas y de adaptación a un medio físico diseñado para una estatura adulta mucho mayor, implica normalmente un fuerte estigma social debido a una apariencia física socialmente devaluada (Fernández, 2009). Las personas con acondroplasia se caracterizan físicamente por la estatura extremadamente baja (alrededor de 1.25 m.), la desproporción entre extremidades muy cortas, tronco relativamente normal, y cráneo grande, así como por la frente prominente, la nariz achatada y la mandíbula más estrecha. El enanismo, como vulgarmente se denomina a la acondroplasia y a otras condrodisplasias similares, es una condición física que tradicionalmente ha sido objeto de risa y burla, lo cual ha ahondado en la estigmatización social de las personas con acondroplasia. A las personas con enanismo se las percibe a menudo con una especie de simpatía burlona y menosprecio, creando un contexto propicio para la degradación y la discriminación generalizada. Una de las cuestiones que hemos estudiado con más detenimiento en este proyecto es la experiencia del estigma por parte de las personas con acondroplasia como una forma de humillación, así como las consecuencias que esto tiene para su bienestar psicológico (Fernández, Branscombe, Gómez, y Morales, 2014). Nuestra hipótesis es que los miembros de grupos ampliamente estigmatizados, como son las personas con acondroplasia, experimentan la estigmatización social como una forma de humillación, lo cual tiene importantes consecuencias para su bienestar psicológico. Proponemos que las personas pertenecientes a un grupo altamente estigmatizado experimentan el rechazo de forma explícita (por ejemplo, cuando son víctimas de burlas crueles debido al aspecto físico), pero también de formas más sutiles e indirectas (por ejemplo, cuando la persona con acondroplasia es simplemente ignorada en un contexto social determinado). Ambas experiencias tienen en común una cuestión fundamental, y es la capacidad de amenazar la necesidad de pertenencia (Baumeister y Leary, 1995), lo cual puede provocar un sentimiento negativo profundo y específico de la exclusión social (Richman y Leary, 2009). Denominamos humillación al proceso por el cual la persona estigmatizada recibe un trato vejatorio por parte de los otros y, además, percibe que se la ignora, excluye, devalúa y rechaza de forma generalizada en el contexto social en el que vive.
Este libro reúne un conjunto de trabajos que se articulan en torno a dos ejes fundamentales: la presentación y discusión de las aportaciones ya realizadas por destacados autores en el pasado, como Bandura (1999), Baumeister (1997), Darley (1992), Staub (1989) y Zimbardo (2004), entre otros muchos, sobre la psicología de la maldad o cuestiones afines, y la introducción de nuevas perspectivas y puntos de vista que, hasta el momento, se habían pasado por alto, pero cuya incorporación se ha considerado ineludible. La densidad y profundidad de los capítulos exigen una lectura detenida y hacen que un resumen detallado sea poco recomendable, ya que excedería los límites de este prefacio sin poder llegar a realizar una aportación significativa. En lugar de ello, se intentará resaltar algunas ideas importantes que vertebran todos o la mayor parte de los capítulos
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