RELATOS DE VERANO 2013 Muchas son las personas que acuden a lo largo del año a la Biblioteca Pública de Albacete: unos buscan fantasía, otros información, otros estudiar…. Y hay quienes encuentran en la Biblioteca un lugar, o un motivo de inspiración, para poder escribir. Son escritores. Son NUESTROS escritores, porque escribir es una voluntad, no un don ni un momento de inspiración pasajera. Y los relatos que forman esta “serie” tienen esa determinación. Tienen, en definitiva, algo que contar. Y lo cuentan. Los relatos que te ofrecemos en las próximas semanas no están escritos por autores que puedan consultarse en una Biblioteca: son lectores que, por esta vez, han cambiado la afición de leer páginas por la de escribirlas. Para la Biblioteca de Albacete es un placer ser mucho más que el lugar donde se guardan los libros: queremos contribuir a ese inmenso patrimonio cultural que es una biblioteca con la vida de quienes nos visitan y nos dan la razón de ser. Añadiendo su obra. Suyo es el mérito, nosotros sólo ponemos la intención y los medios. A lo largo del verano y el otoño te ofrecemos el fruto de quienes, con su silencioso trasiego, habitan esta biblioteca. Estás invitado a pasar a leer, estudiar, investigar y… escribir. Disfrútalo.
LA ETAPA DE GERONA Máxima Lizán Esta historia sucedió en el verano de 1976, y comenzó a la salida de Avignon, donde una chica, con la mochila a sus pies, en un día de calor asfixiante y húmedo, hacía autoestop. Llevaba viajando así desde Brindisi, había atravesado Italia, parado unos días en Venecia y reiniciado el viaje siguiendo la costa. Viajaba con prisa. Una celebración familiar condicionaba su fecha de vuelta que había ido demorando día a día, dejándose llevar por el viaje. Se sentía cansada y con ganas de llegar. Hasta ese momento el que alguien parara para llevarla nunca había sido un problema. Más bien que paraba demasiada gente. Pero ese día de agosto, finalizando el festival de teatro y miles de personas de vuelta, encontrar un hueco en la carretera, a tope de autoestopistas, supuso desplazarse unos cuantos cientos de metros, tratando de encontrar un punto con algo de sombra en el que poder esperar. Allí permaneció un par de horas, viendo pasar los coches a toda prisa. Pasado el medio día un camión paró y el conductor le preguntó en castellano a donde iba. “A Barcelona”, contestó
ella. “te puedo llevar hasta Nimes”, le contestó él. Le venía bien, muy bien, y a pesar de la espera se consideró afortunada alejándose de ese punto saturado de autoestopistas. Según le habían dicho, algunos llevaban esperando más de 48 horas. Subió de un salto, y se sentó en el asiento del copiloto. La cabina estaba repleta de chismes y parecía una cabaña en medio de una isla perdida. Se contemplaron disimuladamente, como pasa siempre que dos desconocidos se encuentran, y se cuenta con pasar algo de tiempo juntos. A ella, que había aprendido a calibrar a golpe de vista las intenciones de los buenos samaritanos, él le inspiró confianza desde el primer momento. Un hombre moreno, algo canoso y con entradas, curtido, con unos ojos francos y sonrientes. Con seguridad con más edad de la que aparentaba, como suele pasar con los que se buscan la vida desde pequeños. Se dijeron sus nombres y él se sorprendió de que fuera española. Era raro ver españoles haciendo autoestop, todavía más una chica. Le dijo que pensaba que era francesa, que de vuelta de su viaje y con ganas de llegar a casa, la había visto allí, tan joven, de la edad de su hija y que había parado aunque no solía hacerlo. Momentáneamente ella desconfió. Vio una foto familiar en el salpicadero, una mujer regordeta rodeaba con sus brazos a una chica y a un niño, los tres sonrientes. Volvió a confiar.
Salía del calor y de la espera y, como él,
también volvía a casa e iba en buena dirección. Él ve una jovencita delgada, con la melena recogida en una trenza, que aparenta menos años de los que tiene. La piel tostada por el sol de un verano al aire libre, cuando no existían los protectores solares. Le cuenta que está estudiando medicina, y que había conseguido una beca de intercambio en el hospital de una isla griega, y al terminar su estancia, devolvió el billete de vuelta en avión y con el dinero pensó volver poco a poco, pasando por Italia y Francia, haciendo autoestop para poder alargar el viaje. Mira y remira con disimulo la cabina. Tiene algo de cabaña de Robinson. Todo a mano, muy ordenado, incluso un pequeño camping gas en un armarito. Detrás de una cortina medio cerrada se adivina una cama. Señalando la fotografía y para romper el hielo, le pregunta, conociendo la respuesta, si esa chica es su hija. Es su hija, con su mujer y su chico. Se casó tarde, con su novia de siempre, a la vuelta de unos años trabajando y ahorrando en Alemania para comprarse el camión. Le gusta su trabajo, pero es duro estar lejos de la familia y más en el extranjero. Todavía recuerda sus años en Düseldorf, los inviernos, la soledad y las ganas de volver. Chapurrea el alemán pero no mucho, y procura cuando sale de España, evitar el contacto con el exterior, justo para echar gasolina y asearse. No tiene costumbre de recoger a nadie pero ella le recordó a su hija, y además llevaba varios días sin hablar con
nadie, más allá de lo imprescindible. Ella piensa que no se ha equivocado en su impresión inicial y que los dos tienen en común que llevan más de dos días sin hablar con nadie más allá de lo imprescindible. Para él, la cabina del camión es el espacio seguro desde el que se desplaza por territorio hostil evitando el peligro de fuera. Le dice que no puede imaginarse a su hija haciendo un viaje como el suyo y que se le pone la piel de gallina pensando en las penalidades que tiene que haber pasado. Le ofrece llevarla hasta Barcelona, en realidad había hecho la oferta de Nimes para no tener que cargar con alguien que no le inspirara confianza. Pone la condición de que ha de bajarse del camión antes de llegar a la frontera pues está prohibido recoger autoestopistas. Ella se alegra y a la vez se siente culpable de la compasión que despierta. Viaja por elección y sus penalidades no dejan de ser postizas. Racionarse el dinero y la comida. Utilizar los albergues de estudiante y la acogida de personas generosas. Librarse de las personas de no fiar. Vuelve llena de anécdotas y experiencias y pesa más lo positivo que lo negativo, no cree que su estado haya de inspirar lastima. Intenta contárselo. Le cuenta su viaje. No es fácil salir al extranjero desde España, y una vez allí, ¡Como iba a volver sin pasar por Italia. Mucha gente en el camino la ha ayudado. Él le pregunta por su vida de estudiante y le habla de su hija, que parece se le dan bien los estudios,
quiere ser maestra, el niño dice que camionero como su padre. Su mujer es una joya, lleva la casa como nadie, se ocupa de que no le falte nada durante el viaje, siempre alegre y contenta. Los dos son del mismo pueblo y allí viven, como soñaban mientras él trabajaba fuera. A la hora de comer, paran el camión y sacan cada uno sus provisiones. Pasta de anchoa y tomate, comprada en Grecia, acompañando el pan, que nunca ha faltado y alguna pieza de fruta. No ha pasado hambre, aunque esta aburrida del menú. Él aporta embutidos, y el café en el camping gas. Sus provisiones están a término. La charla fluye de forma agradable, como el viaje, vislumbrando cada uno en el otro una vida diferente, un mundo distinto. Al caer la tarde, ya oscurecido, llegaron a la frontera y, como habían acordado, ella se bajó del camión unos 200 metros antes de llegar. Un estrecho arcén bordeado de vegetación transcurría hasta el puesto francés. Las montañas hacían parecer el camino más pequeño, hacía fresco y el olor de los arbustos y los pinos la rodeaban. Le parecía chocante atravesar la frontera así, sola y anocheciendo. Al llegar al paso el gendarme apenas echó un vistazo al pasaporte y la dejó pasar. No tuvo que hacer cola, no había nadie más. Siguió adelante hasta el siguiente puesto, ella tenía sus miedos y él le había contagiado los suyos, y conforme se acercaba a la caseta
española se preguntaba si sería igual de fácil. Dos guardias civiles, de diferente edad estaban al final de un mostrador. “¿De donde vienes?” le preguntó el mayor, comprobando la foto del pasaporte, “de allí”, dijo ella, señalando hacía la parte francesa, tratando evitar tener que dar explicaciones,
“a
dónde vas”, le volvió a preguntar el guardia, “hacia allí”, contestó ella señalando en dirección opuesta. “Pues buen viaje”, contestó el guardia mientras le sellaba el pasaporte, y se lo entregó sin más trámite. Con su mochila a la espalda, aliviada y sorprendida, caminó hasta salir del perímetro de luz que rodeaba el puesto fronterizo, sin creerse todavía que así de fácil se pasaba una frontera a pié, y en la oscuridad, aceleró el paso. Ahora se preguntaba si su saco de dormir la abrigaría lo suficiente si no encontraba el camión y tenía que dormir al raso, pero no, allí, al final de una cuestecilla, divisó la mole de un camión y distinguió la brasa del cigarro que alguien fumaba. “Ningún problema” le dijo ella. “Pues arriba, que es hora de cenar y cerca de aquí hay un sitio donde se cena muy bien y barato, ¡te invito¡”. Otra vez ella se sintió culpable y avergonzada por la oferta. Le costaba trabajo aceptar su invitación pero fue incapaz de rechazarla. Estaban en España. Pararon en un bar de camioneros, y se pusieron en una mesa con vista a la carretera y al camión. Para ella era
la primera comida caliente que tomaba desde que salió de Grecia, para él, la primera comida que tomaba fuera de la cabina del camión desde que salió de España. Los huevos fritos con patatas, la ensalada y el postre les supieron a gloria. Le explicó el plan. La idea era conducir un poco más y parar a dormir
continuando el viaje a Barcelona a la mañana
siguiente. Dormirían un poco más adelante, ella en la caja del camión, que estaba vacía. De madrugada saldrían para la lonja de Barcelona y con suerte él redondearía el viaje consiguiendo una carga hasta su pueblo. Allí se despedirían. Se tomaron tranquilamente el café y volvieron al camión. No tardaron más de media hora en llegar al lugar, un ensanchamiento de la carretera en lo alto de una colina. Se percibían masas oscuras de árboles y vegetación, el cielo negro, roto por la claridad de algunas nubes que pasaban deprisa. Hacia una noche agradable, y un vientecillo cargado de aromas, el mar y algo más, algo pesado. “Se huele a tormenta” dijo él. Ella llevó su mochila atrás y él, deshizo los nudos de la esquina de la caja y levanto un pico de la lona ayudándola y subir. Se dieron las buenas noches. Esperó un rato a que sus ojos se habituaran a la oscuridad y entonces preparó la colchoneta y desplegó su saco de dormir. Levantó la lona y se quedó contemplando las sombras, alargando el
momento de irse a dormir, disfrutándolo. Se despertó de repente, tardó unos segundos en darse cuenta de donde estaba. Algo golpeaba fuera rítmicamente, se dio cuenta que era el cabo suelto para atar la lona. Se oía de forma creciente el viento y el rumor de las ramas chocando. Un trueno estalló a lo lejos. Se levantó y levanto la lona, una tromba de aire penetró con fuerza. Respiró hondo. No le asustan las tormentas. Al contrario, el estallido de energía tiene algo de liberador, también la calma que sigue. Nada más asomarse surgió un rayo en el horizonte y su luz lo iluminó por completo, apareciendo, con la claridad del día, las cúpulas y las torres de Gerona, unos segundos nada más; ¡Gerona como un sueño!, se volvió a repetir tres veces más, mientras duraba la tormenta, luego llegó una lluvia mansa y cesaron los truenos. Bajó la lona y se durmió sin darse cuenta, con la imagen de Gerona reluciendo en su retina y el sonsonete de las gotas de agua contra la lona. La luz del amanece la despertó, o tal vez el ruido de él trajinando, o el canto de los pájaros. Estaba despejado. Todo brillaba reluciente, la carretera negra, los troncos marrones, la vegetación verde y jugosa, infinitos tonos de negro, marrones, verdes. Olía el café que se preparaba en el camping gas.
Después de arreglarse y desayunar el viaje continuó en silencio. Al llegar a la lonja cada uno seguiría su camino. Él esperaba conseguir un buen porte y ella seguir viaje. Recuerda la entrada a la Barcelona gris del cinturón industrial y los suburbios. Él paró el camión al lado de una boca de metro. Se bajaron los dos, y se cruzaron las direcciones, y al darse la mano le pasó cincuenta pesetas, que ella aceptó con la promesa de devolverlas. La dirección de él ha ido pasando de agenda en agenda según pasan los años. Ella nunca olvidó ese viaje, ni olvidó su deuda sin pagar. Después supo que pasó la frontera por Le Perthus y saberlo le aportó realidad a ese lugar indefinido que cruzó y a
la etapa de Gerona, la ciudad de cúpulas y torres
suspendida en la nada, que le trae el recuerdo de un buen compañero de viaje.
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