DOCE RASGUEOS DE GUITARRA J. Irene Blanca Sรกnchez
Romero de Torres, Julio. Autorretrato joven (1898)
DOCE RASGUEOS DE GUITARRA J. Irene Blanca Sánchez Con la firmeza propia de su carácter y ese talante perfeccionista, heredado de su progenitor, se había comprometido a concluir aquella significativa obra antes de la llegada del Nuevo Año. Sería el homenaje más sentido y personal que podía rendir, en aquellos fríos días, a quien fuera su eterno e inolvidable “MAESTRO”. La última hoja del calendario que,
con una sobria
imagen del Puente Romano, decoraba una de las paredes de su espartana alcoba, no dejaba lugar a dudas avisando que solo contaba con escasas horas si deseaba ver cumplido su ansiado propósito. Por eso, aquella invernal madrugada del 31 de diciembre optó por renunciar a su habitual placer de tomar “el primer cafelito” del día a su paso por la pintoresca Plaza de Los Aladreros para, ganando tiempo al tiempo, poder
comenzar su jornada artística al despuntar el alba. Ataviado con gruesa capa de lana, enfundado en ancha bufanda de espiga y cubierta su cabeza con tradicional sombrero, atajó camino entre la espesa niebla y, a paso ligero, cruzó escondidos rincones y estrechas callejuelas
hasta llegar a su “sancta
sanctorum”, una sencilla bohardilla que solía utilizar como
segundo
refugio
cuando
quería
buscar
recogimiento para mayor concentración. Este lugar complementaba a su estudio central, ubicado en la Plaza del Potro, lugar donde se hallaba su residencia natal (hoy convertido en Museo que recoge su obra). Una vez hubo accedido a su interior, sustituyó su uniforma
de
paisano
por
el
de
pintor,
y
minuciosamente preparó todo el material necesario para proseguir su cotidiana tarea, ubicando éste cerca de un gran ventanal. Aprovechando los inspiradores rayos de luz que se colaban por las rendijas, abrió con ímpetu los destartalados postigos y comenzó a imprimir las últimas pinceladas sobre el inacabado lienzo, intentado lograr perfecta similitud en los rasgos de la pintura con los de aquel familiar rostro que se reflejaba con nitidez en el rectangular espejo del fondo de la habitación. Su mayor reto consistía en plasmar
con máximo realismo la expresión de su mirada, una labor que le inquietaba, pues resultaba tan hipnótica y penetrante que parecía cobrar vida y querer traspasar el tupido tejido del lienzo para adueñarse al completo de la estancia. No en vano, así era. Esa adusta expresión un tanto hostil, le delataba, dejando patente el difícil momento que atravesaba y el continuo desánimo que sentía tras la pérdida de la persona más cercana, el profesor a quien debía no sólo sabias lecciones de vida, sino también valiosas clases de arte. A los casi veinte años del joven pintor, Don Rafael (como en lo profesional solía llamarle, eludiendo con intención la palabra “padre”, demostrando en ello tanto respeto como ternura) seguía siendo su mayor referente. A él debía su vocación, su formación y la satisfacción de pertenecer a una saga de artistas que le
mostraba
su
constante
apoyo.
Además,
su
abatimiento se había visto acentuado desde el último verano con la repentina desaparición de uno de sus hermanos. Una doble ausencia que no conseguía paliar… Y en ese empeño de terminar aquella obra, como símbolo de agradecimiento y como forma de evasión, continuó afanado en su quehacer, mientras veía apagarse lentamente la luz del día.
Coincidiendo con el atardecer, una última pincelada de rojo
carmesí descubrió
el resultado final.
Tras
retroceder dos pasos buscando adecuada perspectiva para
dar
su
conformidad,
quedó
pensativo
al
comprobar el gesto desafiante, casi turbador, que proyectaba el rostro protagonista. Al verse retratado con crudo realismo, reflexionó unos minutos y, al tiempo que asentía con la cabeza mostrando su aprobación artística, tomaba conciencia de la urgente necesidad de cambiar la rigidez de su semblante, de reavivar los apagados colores de tantos agrisados días. Pincel en mano, con trazo fino y seguro, rubricó en la parte inferior del lienzo: “J. Romero de Torres”. Así dio por concluido su propio retrato. Miró su reloj de cadena y con agrado comprobó que aún quedaba margen para despedir aquel turbulento año 1998 disfrutando de un sereno paseo que pudiera propiciar un necesario encuentro consigo mismo. De forma apresurada, limpió de sus manos los restos de óleo y se dispuso a iniciar un entrañable recorrido por las calles de su bella ciudad, que le llevó desde Plaza de Capuchinos hasta la calle Conde de Gondomar, sin olvidar la emblemática calle de Los Mascarones (en la
actualidad dedicada a la figura del artista). Al dejar atrás la monumental fachada del entrañable Museo de Bellas Artes, vino a desembocar cerca de la ribera del Guadalquivir. Allí, frente a la inmensidad del río, en uno de sus rincones favoritos, consiguió saborear “un largo de café” bien caliente mientras repasaba en el Diario de Córdoba la actualidad política que también llegaba casi candente. Incluso tuvo ocasión de comprar en una afamada bodega de la zona un semidulce amontillado, como era tradición en época de Pascua. Hacia el filo de la medianoche, ya de regreso a su hogar familiar, solemnes campanadas anunciadoras del Año Nuevo se dejaron sentir en el eco del silencio. Ese majestuoso sonido llegó hasta sus oídos con tal intensidad que pudo percibirlas con la misma sonoridad y sentimiento que tocan el alma “doce rasgueos de guitarra”. Sabía que concluía un año fatídico, salpicado de graves acontecimientos que, si bien a nivel personal le habían marcado, a nivel político habían arrastrado a nuestro país a un proceso de decadencia difícil de superar y sin precedentes. Las circunstancias exigían nuevos planteamientos. Toda una generación de intelectuales reclamaba cambios a todos los niveles.
En este convulso ambiente 1899 amanecía como preludio del inicio de una nueva era. Mucho quedaba por escribir en las inciertas páginas de nuestra Historia, mucho por pintar en los blancos e impolutos lienzos de nuestros geniales artistas, mucho por vivir… aún quedaba, ¡algo que ya es mucho en sí! ¡Tal vez, sea todo! Julio Romero de Torres, Don Julio (como yo suelo llamarlo en lo profesional), ese artista por excelencia que, con la misma elegancia y distinción que vestía capa y sombrero, supo plasmar en su obra, de forma casi poética, el cante más “hondo” y el sentir más profundo de su amada Andalucía, nos dejó un amplio legado pictórico. Un hombre sencillo que, con magistral arte, logró transmitir que los misteriosos ojos de la mujer de principios del Siglo XX empezaban a abrirse al
mundo
desde
otra
perspectiva.
Esa
valiosa
colección de obras, en las que consiguió aunar modernidad y provocación, es su mejor carta de presentación y en mi profana opinión, constituye, en su conjunto,
su
más
preciado
y
auténtico
“AUTORRETRATO”. Irene Blanca Sánchez