Historia de un cuadro. RelatArte

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HISTORIA DE UN CUADRO Julián María Guzmán



HISTORIA DE UN CUADRO Julián María Guzmán Eugène estudiaba, oculto detrás de su caballete, la escena que se desarrollaba al otro lado de la calle. Levantaba la cabeza y, con miradas fugaces, seguía los movimientos que se producían

entre

el

gentío

que

se

iba

arremolinando. Con un trozo de carboncillo, trazaba los primeros contornos sobre el lienzo. Observaba

atento

a

la

muchedumbre

de

desharrapados que se iba congregando en torno a una mujer. Ésta llevaba un vestido amarillo, el cual se había deslizado de los hombros dejando sus pechos al descubierto, aunque nadie parecía darle importancia a ese detalle. Sobresalía entre la multitud,

encaramada a

un

parapeto medio

derruido desde el que les arengaba. El pintor procuraba memorizar la danza de esos cuerpos


apretados, los escorzos que realizaban para escabullirse unos de otros y ocupar las primeras filas en ese improvisado auditorio. Intentaba atrapar las fluctuantes llamaradas que surgían de sus rostros al escuchar su discurso iracundo. La marea de personas iba circunvalándola. La mujer, subida en lo alto de ese precario estrado, se desgañitaba y parecía indicarles el camino a seguir alzando aún más sus pechos. Sobre el adoquinado

había

desparramadas

hoces,

martillos, horcas y todo tipo de herramientas de trabajo. Manos callosas descendían como lianas desde los cuerpos enardecidos para atraparlas y convertirlas en las armas del pueblo. Pero había una tensión en el ambiente, un miedo latente que pesaba sobre la muchedumbre e impedía que esta se decidiese a pasar a la acción. La mujer parecía cada vez más desesperada, sus gritos eran cada vez más quebrados y ansiosos. “¡Ha llegado el momento!” les increpaba “¡Es la hora de tomar las armas y luchar contra el enemigo opresor!” “¡No hay tiempo que perder!””¿Nuestra libertad está allí


mismo!”. Decía esto apuntando hacia el final de la calle, envuelta en una bruma que apenas dejaba ver los edificios. Los candiles de aceite se esforzaban por dar algo de luz entre esa negrura espesa

que

oprimía

los

colores

sobre

las

fachadas. Eugène, miró atrás, hacia donde la mujer rebelde se empeñaba en señalar, aunque no logró adivinar a qué se refería, así que volvió a inclinarse sobre el lienzo para seguir con sus bocetos. No tenía tiempo que perder. El gentío seguía creciendo pero, a la vez, seguía sin saber adónde dirigirse. La mujer se agachó y de entre los cuerpos inertes, los adoquines y los objetos amontonados que formaban la barricada, recogió una bandera y un fusil. Saltó de la barricada ondeando el trozo de tela patria y empezó a correr con tal ímpetu que el pintor dio un paso atrás, sobresaltado, y casi rodó por el suelo. Esa carrera repentina pareció ser la señal que encendió a la multitud. Se transformó en un río que se desbordaba. Empezaron a correr en pos de la mujer, enarbolando con ira toda clase de objetos.


El griterío era ensordecedor, las rabias se desataron

encontrándose

unas

con

otras

y

convirtiéndose en una única rabia, primigenia y universal. La calle entera se transformó en una ola que se elevó detrás de la mujer. Ésta detuvo su carrera unos pocos metros delante de donde estaba el pintor, que seguía poseído por su actividad febril. Tanto uno como otra parecían ignorarse mutuamente, absortos en sus propias luchas. Ella jadeaba con dificultad y tenía los ojos encendidos. Una sonrisa se perfilaba en su cara, se daba cuenta de que por fin había conseguido movilizar a sus compañeros. Estaba satisfecha y pensaba que el pueblo, una vez dado el primer paso y puesto en marcha, sería imparable. Sin embargo, no fue así. Cuando los primeros exaltados llegaron a su altura, detuvieron su carrera.

Rodearon

a

la

mujer,

mirándola

impacientes y como queriendo saber hacia dónde seguir. La bruma del fondo de la calle era en realidad humo proveniente de algún incendio cercano. “¿Por qué os paráis?”, preguntó a los que


tenía más cerca. “¿Por qué te has parado tú?” “¿Qué significa este juego?”. Antes de que la mujer tuviese tiempo de responder sintió un culatazo en el vientre que hizo que cayera doblada sobre el adoquinado. Todo el que estaba cerca de ella empezó a golpearla con las improvisadas armas que momentos antes mostraban orgullosos. La mujer, dolorida y superada por esa violenta avalancha,

no

pudo

oponer

resistencia.

El

linchamiento duró apenas un par de minutos. La multitud, ya sin ningún objetivo, vaciada su ira, se fue diluyendo casi con la misma rapidez con que se había congregado. Algunos remontaron la barricada que habían saltado segundos antes. Otros se escabulleron por las calles adyacentes y desaparecieron camino de sus casas.

Mientras tanto, Eugène parecía no haberse dado cuenta de lo que había sucedido a escasos metros frente a él. Su mirada seguía fija en lo alto del parapeto, aunque éste se encontraba ya vacío. Recogió sus utensilios y se dispuso a regresar al


estudio. En su imaginación, iba dando los primeros brochazos de color a los bocetos que llevaba doblados debajo de su brazo. Le resultaba imponente la figura de la mujer erguida sobre la barricada. Ofrecía una imagen magnífica que debía ser inmortalizada. Sin duda, sería su obra maestra, el icono perfecto que haría que todos recordasen siempre el día de 1830, día en que empezó a cambiar la historia en París, de toda Francia, del mundo entero. Julián María Guzmán

Delacroix, Eugène. La libertad guiando al pueblo (1830) Museo del Louvre, París


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