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RELATOS DE VERANO 2014 Muchas son las personas que acuden a lo largo del año a la Biblioteca Pública de Albacete: unos buscan fantasía, otros información, otros estudiar…. Y hay quienes encuentran en la Biblioteca un lugar, o un motivo de inspiración, para poder escribir. Son escritores. Son NUESTROS escritores, porque escribir es una voluntad, no un don ni un momento de inspiración pasajera. Y los relatos que forman esta “serie” tienen esa determinación. Tienen, en definitiva, algo que contar. Y lo cuentan. Los relatos que te ofrecemos en las próximas semanas no están escritos por autores que puedan consultarse en una Biblioteca: son lectores que, por esta vez, han cambiado la afición de leer páginas por la de escribirlas. Para la Biblioteca de Albacete es un placer ser mucho más que el lugar donde se guardan los libros: queremos contribuir a ese inmenso patrimonio cultural que es una biblioteca con la vida de quienes nos visitan y nos dan la razón de ser. Añadiendo su obra. Suyo es el mérito, nosotros sólo ponemos la intención y los medios. A lo largo del verano y el otoño te ofrecemos el fruto de quienes, con su silencio trasiego, habitan esta biblioteca. Estás invitado a pasar a leer, estudiar, investigar y… escribir. Disfrútalo.
REDENCIÓN Ricardo Rodríguez Gilberte
En algún lugar de Londres, 13 de junio de 1870. De: Jonathan DeWitt Para: Elizabeth Pinkerton
Querida Elizabeth: Miro esta noche el cielo y no puedo dejar de pensar en ti. Te veo recortada entre las estrellas, compartiendo el firmamento con la eternidad de Orión, Hércules o Perseo. A veces me pregunto si aquellos grandes héroes, intocables para la memoria del mundo, tuvieron también sus Elizabeth a las que escribir cartas. ¿Las verían también en el cielo, como yo te veo a ti? La inmortalidad. Todo el mundo la desea, su anhelo ha hecho perder la cabeza a muchos hombres desde el principio de los tiempos. ¿Qué buscaban, en realidad? ¿Vivir para siempre? ¿Y qué es en realidad vivir para siempre? Ver morir a los amigos, a la familia, a tu esposa… ser inmortal es, quizás, la peor forma de morir. Y sé lo que es la muerte. Me rodeó en el pasado y ahora me
vuelve a rodear cada día. La veo mirarme a los ojos, burlarse de mí, mientras le sonríe a mi compañero de armas antes de caer. Creen que pueden con nosotros. Por eso los destruimos, por eso los masacramos. Aún me duele recordar, Elizabeth. Aquel día hubo una tormenta como nunca había conocido. Parecía que las compuertas del cielo se habían abierto, pero eso no me impidió disfrutar de una de mis muchas noches de alcohol y opio. Seguía lloviendo cuando llegué a casa, con la mirada obnubilada y la mente embotada, y subí con gran esfuerzo la escalera hacia mi habitación, donde dormía Alice, mi fiel e inmerecida esposa. Ya entonces oí los batientes de las ventanas golpeando contra los marcos, como heraldos de lo que el destino me tenía preparado. La habitación apenas la iluminaba un candil que, con el fuerte viento que entraba por la ventana, luchaba por no apagarse del todo. Los relámpagos fueron los que me mostraron la escena que me iba a cambiar la vida a partir de aquella nefasta noche: tendida sobre el lecho, con su camisón cubriendo apenas sus delicados pechos, yacía inerte mi esposa. El impacto de la visión me despejó la mente al instante, como si un designio maldito quisiera que fuera testigo del hecho con todos mis sentidos. Su cabeza caía a un lado de la cama, y sus largos cabellos limpiaban el suelo mojado por la lluvia que entraba con fuerza por la ventana. Me arrodillé ante ella, sin dar crédito aún a mi funesta dicha, y sujeté su cabeza desconsolado. Otro relámpago revelador
me hizo ver, en ese preciso instante, las dos marcas sanguinolentas que rompían la inmaculada belleza de su cuello desnudo, un cuello tan blanco como su cara y sus brazos, tan blanco como la espuma del mar. Lloré a Alice durante toda la noche, acurrucado en un rincón de la habitación, culpándome por mi ausencia, por mi dejadez. Mi dolor era tan grande que creía morir, pero había algo dentro de mí que me impedía saltar por la ventana, encontrarme con la tormenta y gritar por encima de los truenos. La culpa era un peso demasiado asfixiante sobre mis espaldas, una culpa que cultivé a lo largo de días, meses y años, en momentos en los que sólo confesaba mis pecados como soldado ante las jarras de cerveza de la posada. Mi esposa, solícita, siempre estaba allí y yo no lo supe ver. Padecía mis desprecios y mis malas palabras con una estoicidad admirable, y aguantaba las noches en las que llegaba bebido y drogado como si fuera una penitencia obligatoria. ¡Oh, Elizabeth! Si me hubieras visto así, no hubieras distinguido a un hombre de un alma en pena. La muerte de Alice fue motivo de muchos comentarios, y podía sentir el miedo de la gente al saber lo de las marcas en el cuello. Un sacerdote me aconsejó hacer lo que se hacía en esos casos, cada vez más comunes, cuando las víctimas aparecían desangradas y con las mismas marcas. Por precepto, tuve que sesgar la hermosa cabeza del cadáver de mi amada.
Los años posteriores fueron los más sombríos de mi vida. Vagaba por las calles con ojeras por la falta de sueño. No quería dormir, pues me encontraba a Alice en sueños señalándome con el dedo mientras lloraba lágrimas de sangre, y de repente se arrojaba por la ventana hacia la tormenta. No podía sufrir por la noche lo que ya sufría por el día. Necesitaba descanso, tanto físico como espiritual, y decidí que sólo Dios podría darme tanto una cosa como la otra. Hablé con el sacerdote que me aconsejó realizar aquel último acto humillante al cadáver de mi esposa, para que me ayudara a entrar en un monasterio, y poder así reconciliarme con mis muchos pecados y aliviar la culpa que me atormentaría por siempre. Sin embargo, lo que me dio fue una dirección en la que, según él, vivía quien podría hacer mis noches más tranquilas, quien podría aplacar el fuego del tormento. Fue así como conocí a tu padre, Elizabeth. Lord Pinkerton sabía de mi pasado, de mi experiencia en la guerra, cuando hablé con él aquella tarde. Me dio su confianza y me enseñó que había una manera de tranquilizar mi alma y, a la vez, aprovechar mis cualidades. Sería un camino duro y trataría con hombres con pecados innombrables, mucho peores que el mío, pero todos con el mismo objetivo, acorde con la penitencia más dura. Así me alisté en La Compañía, así me acogió mi nueva familia, encabezada por Lord Pinkerton. En La Compañía somos mercenarios a sueldo, pero nuestro sueldo no es material. Cobramos indulgencias, perdones.
Somos unos cruzados al servicio de nosotros mismos. No combatimos contra otros hombres como sucede con los mercenarios de otras guerras, pues nuestro fin no es conquistar ningún territorio. Nuestros enemigos son la esencia del Mal, su encarnación en la tierra. Luchamos contra inmortales, contra almas envenenadas que no conocen el temor. Luchamos contra vampiros. Seres inmundos, privados de la luz que da vida, condenados a vivir en la oscuridad sin más razón de ser que invadir nuestras casas, alimentarse de nuestro seres queridos cuales parásitos de la Creación, y volver a sus oscuras madrigueras para repetir la noche siguiente, para volver a destruir una vida y las vidas que la rodean. Los odio por ser mensajeros de la muerte, por encarnar el más negro rincón del ser humano, por hacernos partícipes del peor destino del alma… por arrebatarle la vida a mi esposa cuando se encontraba en todo su esplendor y condenar su espíritu por toda la eternidad. Mientras te escribo esto, aprovecho este precioso instante en que La Compañía está vigilando frente a uno de los nidos de esas criaturas, una vieja casa a las afueras de la ciudad que ha sido infestada, en la que reside uno de los cabecillas. Son pocos los momentos de verdadera calma en los que un hombre puede volver a recordar su humanidad, porque tiene que desprenderse de ella cuando entra en combate. Durante muchos años sabía diferenciar esos momentos, años de cruentas batallas en las que sólo me sustentaba el deber y la obediencia. Esto es distinto, y
por mucho que me esfuerce, no puedo contener las lágrimas cada vez que acabo con uno de ellos, no por lástima hacia ellos, sino por lástima hacia mí al ver en lo que me he convertido. Tú eres mi único sustento, Elizabeth. Tú me volviste a enseñar lo que es el amor. El día que te conocí, supe que mi corazón aún no estaba del todo condenado. Había pasado mucho tiempo después de enterrar a mi esposa, tiempo en el que no faltó un solo día que no sacrificara un pedazo de mi alma por ella. Seguía arrojándose en sueños por aquella ventana noche tras noche, llorando sus lágrimas de sangre. Tú me ayudaste a vivir con ello, dándome fuerzas incluso ahora, cuando te veo en el cielo de esta noche estrellada. Aún recuerdo cómo entraste en la habitación donde tu padre y yo debatíamos sobre un asalto. Rememoro cada movimiento de tu liviano cuerpo, cada detalle de tu terso y cuidado rostro, mientras susurrabas algo al oído de tu padre. Entonces me sonreíste al salir por la puerta, una sonrisa que encendió algo dentro de mí que no creía que fuera a existir nunca más. A partir de entonces aprendiste a compartir mi dolor, me ayudaste a despertar a la realidad y conservaste lo poco que quedaba de mi cordura para no perderla en la batalla, como así le ha sucedido a muchos de mis compañeros. Se esconde el sol entre las montañas. Pronto la oscuridad se abatirá sobre el mundo y debemos estar preparados.
Acabaremos con ellos una vez más, y esta vez la victoria será decisiva. Los echaremos de aquí, los devolveremos al agujero infecto del que salieron y, cuando regresemos triunfantes a casa, le pediré tu mano a Lord Pinkerton y nos casaremos. Sé que tú también lo quieres así, y así se hará. Tuyo por siempre, Jonathan
Londres, 15 de junio de 1870. De: Lord James Pinkerton, jefe de homicidios de Scotland Yard Para: Elizabeth Pinkerton, responsable de área del Royal Bethlem Hospital
Querida Elizabeth: Sé cuánto apreciabas a Jonathan DeWitt y las noticias que he de darte no son fáciles de asimilar. Prefiero hacértelas saber antes de que regreses de tu seminario de psiquiatría en Edimburgo. Después de buscarlo por todo Londres, DeWitt se presentó ayer en nuestra casa disparando a las ventanas e intentando forzar la puerta. Tenías que haberlo visto, sus ojos miraban sin mirar, parecía poseído por un demonio. La casualidad quiso que tu madre estuviera visitando a los White en ese
momento, por lo que me encontraba solo. Cuando consiguió entrar, ya le estaba apuntando con mi pistola. Intenté razonar con él, pero por su mirada ya sabía que sería inútil. Tuve que abatirlo. Tuve que hacerlo. Siento decirte, hija mía, que el destino ya tenía previsto ese final para él desde que sobrevivió a esa maldita Guerra del Opio y regresó totalmente cambiado, desde que asesinara a su esposa Alice de aquella forma tan horrible y de lo que haría después de escaparse del psiquiátrico. Tu empeño por ingresarlo en Bethlem y someterlo a tratamiento no hizo más que alimentar sus demonios. Las veces que me reuní con él en su habitación, para intentar sacar alguna confesión de la tempestad que había en su cabeza, fueron siempre infructuosas. Sé que tus intenciones eran buenas, sé cómo lo cuidaste y cómo te emocionó especialmente su historia. Por ello lamenté el día en que se escapó, hace casi un mes, porque después de tantos años conseguiste que te mirara con los ojos de una cordura momentánea. Llevaba una carta dirigida a tí en su chaleco. Dios mío, Elizabeth, él mató a esas personas creyendo que eran vampiros. Habla de mí como jefe de Scotland Yard, pero en su mente enfermiza nos llamaba La Compañía. También habla de ti, pero prefiero no decirte
nada hasta que lo leas por ti misma. Para tu consuelo, te diré que Jonathan me miró, tumbado sobre el suelo con una bala en el pecho, y en su mirada vi al hombre que era antes. Me agaché para asistirle en sus últimos momentos y, con una serenidad que nunca llegaría a imaginar en él, me dijo estas palabras: “Hemos vencido a los demonios. Hemos acabado con el cabecilla. Ahora podré descansar con mi alma redimida, y Alice ya no volverá a llorar lágrimas de sangre”. Espero ansioso tu regreso. Tu padre que te quiere, James Pinkerton
DIA
AUTOR
TÍTULO
7 de julio
María Artuñedo García
Brick Lane
14 de julio
Irene Blanca Sánchez
¡Nobleza obliga!
21 de julio
Rosario Candel Tárraga
El color del verano es amarillo
28 de julio
Trinidad García Valero
El sin sangre
4 de agosto
Carlos Hernández Millán
Ezequiel, o el precio de la mina
11 de agosto
Nieves Jurado Martínez
El chico que besó a Marilyn Monroe
18 de agosto
Mª Ángeles Marcos Pérez Postales veraniegas
25 de agosto
Laura Martínez Mora
Un cuento. Microrrelatos
1 de septiembre
Daniel Molina Martínez
El literato
9 de septiembre
Enrique Morales Canorea Perseverancia
15 de septiembre
Inmaculada Ortiz García
Hermana loba
22 de septiembre
Ricardo Rodríguez Gilberte
Redención
29 de septiembre
Soledad Roldán Márquez La casa nueva
6 de octubre
Bartolo Sáez Ochoa
13 de octubre
Teresa Sandoval Parrado El lunático
20 de octubre
Asunción Sánchez Castro
La historia del tío Pirulo
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