La alquimista de los aromas, de Adoración M. González Mateo.

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Adoración M. González Mateo


RELATOS DE VERANO 2016 Muchas son las personas que acuden a lo largo del año a la Biblioteca Pública de Albacete: unos buscan fantasía, otros información, otros estudiar…. Y hay quienes encuentran en la Biblioteca un lugar, o un motivo de inspiración, para poder escribir. Son escritores. Son NUESTROS escritores, porque escribir es una voluntad, no un don ni un momento de inspiración pasajera. Y los relatos que forman esta “serie” tienen esa determinación. Tienen, en definitiva, algo que contar. Y lo cuentan. Los relatos que te ofrecemos en las próximas semanas no están escritos por autores que puedan consultarse en una Biblioteca: son lectores que, por esta vez, han cambiado la afición de leer páginas por la de escribirlas. Para la Biblioteca de Albacete es un placer ser mucho más que el lugar donde se guardan los libros: queremos contribuir a ese inmenso patrimonio cultural que es una biblioteca con la vida de quienes nos visitan y nos dan la razón de ser. Añadiendo su obra. Suyo es el mérito, nosotros sólo ponemos la intención y los medios. A lo largo del verano y el otoño te ofrecemos el fruto de quienes, con su silencioso trasiego, habitan esta biblioteca. Estás invitado a pasar a leer, estudiar, investigar y… escribir. Disfrútalo.


LA ALQUIMISTA DE LOS AROMAS Adoración Marina González Mateo

Dicen que los días soleados son perfectos para tomar decisiones. Aquella mañana amaneció lloviendo, pero me dio igual: la decisión ya estaba tomada. Abrí la ventana de mi dormitorio y las gotas de lluvia mojaron mi cara y mis manos. Vivía al lado de un parque, y olía a tierra húmeda, a hierba fresca. Olía a verde. Olía a paz. Esa había sido la clave, el punto gatillo, la bombilla que se enciende, el chasquido de unos dedos: descubrir el mundo de los olores. Y por esos olores dejé mi trabajo de funcionaria, mis enfados por trabajar media hora más o menos, mis malas caras en época de recortes, mis nervios en el estómago en momentos de estrés y mi ansiedad ante las injustas y prepotentes órdenes de mis superiores.


Ya no los quería, y decidí que nadie era superior a mí y que yo sería mi propia jefa, la jefa de mi vida. Si para eso había tenido que llegar a cumplir cincuenta años, no pasaba nada. Todavía me quedaban muchos más para vivirlos en paz y armonía conmigo misma. Me bautizaron con el nombre de Esperanza, y parecía que todo el mundo esperaba algo de mí. Mi familia esperaba que fuera alta, y no llegué a más de 1,60 metros. Esperaban ojos claros y pelo castaño, pero mis ojos eran negros, así como mi pelo, largo y rizado. Esperaban verme delgada, pero salí rellenita. Esperaban que fuera arquitecta, como mi padre y mis tíos, pero me decanté por las Ciencias Económicas. Esperaban, esperaban… Sin embargo, el destino me asignó vivir de acuerdo a mi nombre, y no me defraudó. Tuve esperanza, esperé y vi los frutos. Abandoné mi trabajo en aquella aburrida, gris y lóbrega Delegación de Hacienda, cerrando la puerta a un camino al que había llegado veinticinco años atrás, cuando buscaba comodidad, seguridad y tranquilidad, esas tres palabras que atan, frenan y cortan las alas. Borré de mi mente la mesa que, durante veinticinco


años, me esperaba cada mañana, con ordenador, escáner, impresora, un teléfono que no dejaba de sonar, montones de carpetas de expedientes y notas amarillas, todas importantísimas y urgentísimas. Había temporadas en que se me apremiaba tanto, que parecía que mi trabajo era algo de vida o muerte, cuando en realidad no eran más que papeles. Varios meses atrás, una noche soñé que estaba rodeada de gente. Me miraban sonriendo y yo, como reflejada en un espejo, también les devolvía mi sonrisa, sincera y genuina. Esas personas alargaban la mano y yo les daba unos pequeños paquetes envueltos en papel de seda. En el sueño olía muy bien, todo era muy agradable. Me di cuenta de que delante de mí había un mostrador. Yo les ofrecía pastillas de jabón y ellos gustosamente las tomaban. Desperté con las ideas muy claras, sabiendo que era un mensaje del subconsciente. Supe que tenía que hacer caso a esa llamada que brotaba de mi interior, y me zambullí de lleno en el mundo de los jabones, bautizándome a mí misma con un nombre que definiera lo que iba a hacer a partir de ese momento: sería una «alquimista de los aromas».


Así comencé mi recién estrenada excedencia laboral comprando todos los utensilios e ingredientes necesarios para mi nueva etapa. Era un momento mágico el que se producía cada vez que empezaba el proceso de fabricación de mis jabones. Una auténtica metamorfosis, una verdadera transformación de las materias primas. En una mesa grande colocaba y ordenaba todos los ingredientes necesarios. Todo pesado. colocados

Todo y

medido.

Todos

perfectamente

los

ingredientes

ordenados

para

ir

utilizándolos conforme los fuera necesitando. Eso sí que era alquimia. Me ponía guantes, mascarilla y gorro. No podía permitir que cayera ningún pelo, ni que me quemara o ensuciara. Iniciaba el proceso vertiendo la sosa cáustica en un barreño con agua, muy lentamente, con mucho cuidado. Me habían advertido de que era corrosiva. La mezcla empezaba a hervir y humear, y debía enfriarla hasta llegar a una temperatura de 40ºC. Aparte tenía dos grandes cuencos, uno con aceite de oliva y otro con aceite de coco. Los mezclaba dándoles vueltas con un palo de madera y los calentaba hasta que alcanzaran la misma temperatura que tenía el agua con la sosa. Sólo entonces, cuando


todo estaba a 40ºC, procedía a juntarlo. Se formaba una pasta de consistencia parecida a la mayonesa. Así aprendí una palabra que no había escuchado en mi vida: saponificación, y que venía a resumir el proceso de fabricación del jabón, tal y como se llevaba haciendo miles de años. Esa pasta se vertía en los moldes adecuados, de diversos tamaños y formas. Me satisfacía escuchar el sonido al ir cayendo en los recipientes: «plop… plop…». Llegaba el momento de añadir los ingredientes más sutiles, el momento más placentero, donde de verdad accedía a ese mundo mágico de los aromas. Era el momento en que añadía los aceites esenciales a los distintos moldes. Los tenía previamente ordenados en sus botes con unas jeringuillas para medir exactamente los mililitros necesarios. Por mi nariz empezaban a desfilar aromas de romero, argán, mandarina, limón, canela, menta… y mi preferido: cacao, con el que hacía jabón de chocolate. A otros moldes de jabones les añadía pétalos de flores u hojas secas, de rosa, lavanda, caléndula o manzanilla, que tenía preparados en cuencos en espera de ser utilizados. Los recipientes quedaban tapados veinticuatro


horas. Después se desmoldaban, se cortaban las pastillas si los moldes eran grandes, y se dejaban secar durante mes y medio, dándoles la vuelta diariamente y tapándolos con una toalla. Ya estaban los jabones listos para usar, y poder beneficiarse de sus virtudes terapéuticas. Durante todo ese proceso de creación artesanal, noté que me desaparecía el estrés, dormía mejor, se esfumaron las migrañas, y una nueva energía física y mental me acompañaba siempre. Todo eso respondía a dos palabras: motivación e ilusión. Y me pregunté: «¿Cuánto tiempo llevaba sin sentirlas?» Una vez embarcada en mi nueva aventura, decidí que había que seguir adelante: me compré una pequeña furgoneta azul de segunda mano y, una vez completados

los

trámites

necesarios,

me

hice

vendedora en los mercadillos medievales que tenían lugar en muchos pueblos y ciudades de nuestro país. Conocí sus plazas y sus calles, sus rutas mágicas y sus gentes. Aprendí mucho más de lo que yo podía enseñarles: el trato humano y afable, la vida sosegada, sin prisas, con el presente en la mano, sin pasado ni futuro.


Descubrí que para ser feliz no hacía falta tanto, que menos es más, que se podía estar bien cuando se aprende a valorar cada detalle, por pequeño que sea. Simplemente me hacía sentir bien el gesto de las personas cuando les acercaba a la nariz una pastilla de jabón y les decía: «¡huela!». Ese «humm» seguido de una cara sonriente y agradable me producía mucha más satisfacción que mi trabajo anterior. Bueno, simplemente me producía satisfacción, porque antes no existía. Hacía mucho que desapareció. Me hacía feliz cada vez que llegaba a un mercado y tenía que montar mi puesto, rodeada de mis vecinos de casetas. Casi siempre éramos los mismos, y ya nos conocíamos y nos echábamos una mano cuando hacía falta, compartiendo lo que teníamos. Sin malas caras, algo nuevo para mí. Colocaba mis jabones por aromas, por tamaños, por colores, por formas o como yo quisiera, sin que nadie tuviera que decirme cómo tenía que hacer mi trabajo, mi nuevo trabajo. Adornaba mi puesto con flores frescas, velas y algún que otro incienso. Siempre olía muy bien, y la gente se acercaba y me lo comentaba. La buena energía se palpaba en el


ambiente. Descubrí mi vena de vendedora. No sabía que la tenía porque nunca había tenido nada que vender. Y aunque no sea humilde, tuve que reconocer que lo hacía bien. Vendía, y vendía mucho. Creo que era mi entusiasmo, mi alegría, esa fuerza interior que brotó de mí, esa motivación y ese deseo de ser útil y ayudar lo que me impulsaba a hablar con la gente, a dirigirme a todo el mundo ofreciendo mis jabones. Mi sonrisa, sincera y genuina, como la de aquel sueño revelador, y no forzada como en mi antiguo trabajo, era mi mejor carta de presentación. Ya no tenía que llevar tacones ni trajes de chaqueta, ni ir siempre perfectamente arreglada y maquillada, en un mundo donde lo que se consideraba perfecto dejaba mucho que desear. Ahora, en los mercadillos medievales, solía vestirme con túnicas de colores suaves y tejidos agradables, ceñidas a la cintura. Me adornaba la cabeza con una diadema de flores naturales, dejando suelto mi pelo largo y rizado. Calzaba sandalias de tiras de cuero. Y dejó de dolerme la espalda, después de tantos años teniendo que sufrir los tacones. A mis clientes les explicaba y aconsejaba sobre el


uso de los jabones, según los ingredientes que había usado para su elaboración. Así, les enseñaba que la rosa mosqueta combatía la aparición de arrugas y manchas, la caléndula calmaba irritaciones, la miel iba muy bien para pieles sensibles, y la lavanda y la manzanilla producían un efecto antiinflamatorio y regenerador de la piel. Y cuando alguien me compraba más de tres pastillas, yo le regalaba otra más pequeña, como una muestra, un detalle, que generalmente era de chocolate o de leche de cabra con pétalos de rosa, lo que les producía una grata sorpresa. Un domingo por la noche, cuando estaba recogiendo mi puesto en una bella ciudad costera, donde se había instalado un mercado medieval durante cuatro días, vi en el suelo un pequeño trozo de plástico blanco. Alrededor de mis pies había cajas, papeles, precintos y todos los adornos de mi puesto. Me llamó la atención. Me agaché y lo cogí. Era un pendrive. Seguramente alguna chica lo había perdido al sacar del bolso el monedero para pagarme los jabones, o quizás a alguien se le había caído distraídamente del bolsillo. Miré a mi alrededor. No había nadie. Lo guardé en un bolsillo lateral que llevaba mi túnica, mientras terminaba de recoger todos mis trastos y los llevaba a la furgoneta. Coloqué las cajas como hacía cada vez


que desmontaba un puesto. Abrí la puerta del conductor para subirme y, en ese movimiento, al levantar la pierna derecha para sentarme, noté clavado en el muslo algo duro. Entonces recordé que había encontrado un pendrive y que lo llevaba ahí. Me quedé mirándolo sin saber qué hacer. Por un instante caí en un ligero estado de ensoñación, seguramente fruto del cansancio. De repente abrí los ojos, volví a la realidad y decidí que lo correcto era encender mi ordenador portátil, meter el dispositivo y ver qué tenía. Quizás había información de alguna persona, algún teléfono o alguna dirección de correo electrónico. Así podría ponerme en contacto con el dueño y devolverle lo que había perdido. Me satisfizo imaginar la cara de alegría que pondría el propietario al verse otra vez con su pendrive en la mano. Cuando mi portátil estuvo preparado, lo metí en el puerto USB. Por un momento pensé que estaba vacío, pues la pantalla no me devolvía ningún resultado. Pero de pronto apareció un renglón que me informaba de la existencia de un fichero, un único fichero. Y el corazón me dio un vuelco cuando vi que el fichero se llamaba «Esperanza.doc». Sin saber muy bien por qué, me sentí atolondrada y empecé a temblar. Noté que alguien me vigilaba. Miré hacia el asiento de la derecha, volví la cabeza y miré


hacia atrás. No había nadie, pero no me sentía sola. Yo sabía que alguien estaba pendiente de mí y, en ese momento, supe que desde que mi vida cambió radicalmente, alguien había guiado mis pasos. No sabía cómo llamar a esa experiencia, esa sensación desconocida para mí. Simplemente lo sabía. Sin más palabras, porque hay situaciones que no se pueden explicar con palabras. Abrí más los ojos, respiré hondo y pinché con el puntero del ratón dos veces seguidas sobre mi nombre. Al cabo de muy pocos segundos, que se me hicieron eternos, la pantalla se llenó de palabras, con un tipo de letra muy bonito, muy elegante. Palabras escritas por misteriosas y anónimas manos. Empecé a leer:

Desde lo más profundo de tu ser, te saludo. Desde lo más profundo de la tierra, del mar, del fuego y del viento, te doy la bienvenida. Esperanza: Cuando llegaste a esta vida, tenías opciones, muchas o pocas, pero opciones, como todo el mundo. Sin embargo, sólo hay una que te hace cosquillas en el


estómago, te pone una sonrisa en la cara, te da alegría interna y sensación de felicidad. Esa opción es tu misión del alma. La elegiste al nacer, y supiste buscarla, encontrarla y aprovecharla. Los caminos que te llevaron fueron retorcidos y tortuosos. Así tenía que ser. Tuviste que pasar por todo eso, como revulsivo para querer dejarlo, y dar el salto que provoca el cambio, la liberación y la transformación. No todos saben hacerlo, así que ¡Felicidades! Viniste a esta vida a enseñar, ayudar, curar, y transmitir, a través de tus aromáticos jabones, toda una sabiduría de siglos, una vuelta a lo natural. Tuviste el coraje y la fuerza para perseguir tu sueño, para hacerlo realidad. Lo tenías más fácil que otras personas y es que, en eso, también te ayudé. No tenías pareja ni hijos que te ataran. No dependías de nadie y nadie dependía de ti. Tu tiempo era tuyo, y tú eras la dueña para gastarlo, invertirlo, matarlo o aprovecharlo. Pero jugaste bien, y pudiste hacerlo. Supiste hacerlo. Y lo hiciste bien. Te confesaré un secreto: de haber seguido el


camino por el que llevabas vegetando veinticinco años, hubieras visto cómo envejecías, cómo tu vida, anodina y gris, se iba desvaneciendo poco a poco e ibas desapareciendo sin dejar rastro, sin que nada quedara de ti y sin que nadie te recordara. Pero gracias a tu decisión, tan sabiamente tomada, tu entorno te recordará siempre como la «alquimista de los aromas», la vendedora de jabones. Y no te asustes, no tengas miedo. Estás a salvo y protegida. Siempre cuidaré de ti, a través de los años, las vidas y el tiempo infinito. Porque, como dice un aforismo sufí: «Cuando el corazón llora por lo que ha perdido, el espíritu ríe por lo que ha encontrado».

FIN


DIA

TÍTULO

AUTOR

4 de julio

La alquimista de los aromas

Adoración M. González Mateo

11 de julio

Me busco en el Montecillo

Iluminado Jiménez Hidalgo

18 de julio

El juego de las runas. The set of runes

Freya

25 de julio

Patricia y el mar

Carmen Hidalgo Lozano

1 de agosto

Aquellos veranos azules

Natalia Lucinda

8 de agosto

Albacete en verano

Daniel Molina Martínez

16 de agosto

Poemas

Trinidad Alicia García Valero

22 de agosto

Mi crítica vida

José Antonio Puente Juárez

29 de agosto

Atanpha

Manuel Olivas García

5 de septiembre

Una fantasía erótica mortal

Daniel Peña Medina

12 de septiembre

Aterricé como pude

Sebastián Navalón Morales

19 de septiembre

La gran ceremonia

Fabián Fajardo Fajardo

26 de septiembre

Un gato de Brooklyn

Toñi Sánchez Verdejo

3 de octubre

El gran desconocido del tren

Astrid Avero Chinesta

10 de octubre

Gabriel

Sara Monteagudo Moya

17 de octubre

El libro de las partituras

Carlos Hernández Millán

24 de octubre

Sin billete de regreso

Irene Blanca Sánchez

31 de octubre

San Juan y Toda

Mª Soledad Roldán Márquez

7 de noviembre

Voy en canoa

Alejandro Campos Benítez

14 de noviembre

Las nubes también viajan

Mª Ángeles Pérez Marcos

21 de noviembre

Una historia trilingüe

M.J.M. Arellano

28 de noviembre

Otra vez

Bartololmé Sáez Ochoa

5 de diciembre

Un frío invierno

María Martínez Segura

12 de diciembre

El vodevil de Grenelle

Llanos Olivas García


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