El desconocido del tren, de Astrid Avero Chinesta

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RELATOS DE OTOÑO 2016 Muchas son las personas que acuden a lo largo del año a la Biblioteca Pública de Albacete: unos buscan fantasía, otros información, otros estudiar…. Y hay quienes encuentran en la Biblioteca un lugar, o un motivo de inspiración, para poder escribir. Son escritores. Son NUESTROS escritores, porque escribir es una voluntad, no un don ni un momento de inspiración pasajera. Y los relatos que forman esta “serie” tienen esa determinación. Tienen, en definitiva, algo que contar. Y lo cuentan. Los relatos que te ofrecemos en las próximas semanas no están escritos por autores que puedan consultarse en una Biblioteca: son lectores que, por esta vez, han cambiado la afición de leer páginas por la de escribirlas. Para la Biblioteca de Albacete es un placer ser mucho más que el lugar donde se guardan los libros: queremos contribuir a ese inmenso patrimonio cultural que es una biblioteca con la vida de quienes nos visitan y nos dan la razón de ser. Añadiendo su obra. Suyo es el mérito, nosotros sólo ponemos la intención y los medios. A lo largo del verano y el otoño te ofrecemos el fruto de quienes, con su silencioso trasiego, habitan esta biblioteca. Estás invitado a pasar a leer, estudiar, investigar y… escribir. Disfrútalo.


EL DESCONOCIDO DEL TREN Astrid Avero Chinesta

Aquella mañana, despejada y limpia, no tenía nada de particular. Haizea, con pelo alborotado y ojos somnolientos, se levantó con pereza para ir al trabajo. Nunca tomaba demasiado tiempo en arreglarse. Así que después de darse una ducha a toda prisa, se vistió con lo primero que encontró y se marchó a trabajar. Siempre cogía el tren de las nueve y se paraba a desayunar en una agradable cafetería francesa; no podía resistirse al olor de todos aquellos dulces, bollos y pasteles. Era una chica de mediana estatura, tenía veintisiete años recién cumplidos. Llevaba el pelo largo, en un tono castaño claro con algunos mechones en forma de bucle. Sus ojos verdes y tez pálida la hacían parecer algo introvertida, pero lo cierto era que tenía una personalidad alegre y en ocasiones algo indiscreta. Trabajaba en una pequeña librería desde hacía años, una de esas librerías antiguas con olor a viejo y a madera. Entró en el primer vagón y se sentó en la tercera fila junto al pasillo. Colocó su usado bolso en el asiento de al lado y se puso a ojear una revista. El ruido del convoy con su dócil vaivén agradaba a Haizea, quien iba sumida en sus pensamientos mientras leía. Al llegar a la primera parada, se


estiró con disimulo y trató de evitar un pequeño bostezo. Acto seguido comenzaron a subir más pasajeros. En ese momento, se fijó en un chico que tomó asiento dos filas por delante. Le vio sacar un libro de su mochila, uno que conocía bien; El Señor de las Moscas de William Golding. Mientras el tren avanzaba, Haizea comenzó un juego que realizaba a menudo; imaginarse vidas ajenas. Así, empezó a suponer quién podría ser el pasajero del “Señor de las Moscas”. Mmm… parece no tener más de treinta años –indagó en su mente--. Es alto, complexión mediana… quizás haga algo de deporte. Creo que le gusta salir a correr… sí, puede que sea eso. Pelo corto y alborotado.... Haizea seguía observándolo desde la distancia de forma minuciosa. Zapatillas negras muy usadas, vaqueros gastados, sudadera, mochila deportiva… Vaya, se parece a mí -comentó divertida-. Quizá sea un bohemio o un artista de esos… En el instante en que el tren hacía su segunda parada, el desconocido se giró despacio y la miró unos segundos de forma indiferente volviendo enseguida a su lectura. Haizea, además de ponerse un poco roja y sentir algo de vergüenza, tuvo tiempo suficiente para observar mejor su rostro. Me ha pillado… -se dijo a la vez que hundía su cabeza en la revista que ya no tenía ningún interés para ella-. La mirada rígida del desconocido, sus facciones alargadas y ojos oscuros, le conferían un aire misterioso, lo que provocó en Haizea una curiosidad desmesurada hacia


él. ¿Por qué? -–se preguntó intrigada consigo misma. Entonces, una locura se apoderó de su mente: tengo que averiguar quién es, tengo que… voy a seguirlo… Jamás había hecho algo así; seguir a un completo desconocido. Era una idiotez sin lógica, lo sabía, pero eso no le iba a hacer cambiar de opinión. Llamó a su jefe y, con baja voz, le explicó que no iría a trabajar porque no se encontraba muy bien. Charles enseguida se mostró comprensivo y le dijo que no había problema, -recupérate pronto Haizea-, concluyó. El tren hizo su tercera parada y el desconocido se levantó dispuesto a bajarse; pasó por su lado pero ni si quiera la miró. Haizea, con cuidado y todo el disimulo del que fue capaz, comenzó su pequeña aventura. El chico del “El Señor de las Moscas”, salió de la estación a paso lento pero sin pausa. Iba con sus manos metidas en los bolsillos del pantalón, su mochila al hombro, y sostenía el libro aprisionado entre uno de sus brazos. Haizea lo seguía a una distancia que consideraba prudencial. Cuando llevaba cinco minutos andando, el desconocido pasó a una cafetería de fachada cuidada y antigua. Se sintió tentada de entrar, pero sabía que no sería sensato hacerlo. Echó un rápido vistazo a su alrededor y vio un pequeño quiosco frente a la cafetería; al menos tenía una buena visión del café y podría verlo salir. Pasados unos veinticinco minutos, así sucedió. Metió el periódico que había comprado en su mochila y decidió seguirlo mientras pudiera desde la acera de enfrente. Él


seguía con su caminar lento y su libro bajo el brazo, sin desviar la mirada ni un solo momento. Al llegar al final de la calle, giró hacia la izquierda, por lo que Haizea, acelerando el paso, cruzó para no perderlo de vista; se sentía a la vez idiota y entusiasmada. Si me ve puede que me reconozca del tren… Pensó para sí con una mezcla de inquietud y emoción. Al cabo de un rato, el desconocido entró en un parque rodeado de espesa arboleda, con algunas zonas de verde césped, bancos de madera y alguna que otra fuente. El parque estaba bastante concurrido; el mediodía se acercaba. Paseantes iban y venían. Haizea se escondió tras un árbol al ver cómo el chico del tren se detuvo; un perro negro fue hacia él como si lo conociera, entonces comprobó como un hombre, de unos cincuenta años, se paró y entablaron una conversación de forma amistosa. Ella prestaba atención desde su escondite, creyendo estar a salvo sin ser descubierta. Observó los gestos suaves pero firmes del desconocido mientras acariciaba al perro y hablaba con aquel hombre. Comenzó a sentirse confusa; ese extraño juego estaba dando paso a un sentimiento aún más extraño, pues no podía comprender la atracción que iba sintiendo a medida que lo observaba, a medida que espiaba su vida sin permiso. Haizea había tenido varias relaciones, unas mejores que otras, pero lo cierto era que siempre acababa aburriéndose de ellas. Quién será… Por qué hablan tanto… Se hacía preguntas que contenían cierto atisbo de obsesión. Algún familiar…


Tras lo que fue una breve conversación, el desconocido se encaminó hacia una zona de césped, se apoyó sentado contra un árbol y comenzó a leer de nuevo. Y ahora qué… Exclamó Haizea en su interior. No sabía si seguir su instinto hasta el final o dejar aquella estupidez y volver a casa. Pero su curiosidad pudo más y optó por esperar un rato allí, escondida. Estaba situada de tal forma que podía divisarlo sin ser vista, además, dada la cantidad de gente que pasaba por el lugar, no era fácil que él se diera cuenta de algo. Al menos, eso es lo que pensaba. Haizea, aún en la distancia, podía percibir como el chico estaba completamente sumido y centrado en la lectura. Mientras lo espiaba, trataba de analizar aquellas sensaciones que estaba experimentando desde que decidió seguirlo. Es como un sentimiento nacido de la nada… Pensó. Al fin y al cabo, los sentimientos están ahí, aunque no siempre podamos entenderlos... No podemos hacer nada, no tenemos control sobre lo que sentimos… pero somos responsables de lo que hacemos con ello… eso… eso es otra cosa… Se tumbó boca abajo apoyando la barbilla en sus manos, sin dejar de mirar. Quién demonios eres Señor de las Moscas… Qué es lo que te hace tan especial para que yo esté haciendo semejante tontería… Pasado un buen rato, cuando Haizea comenzaba a desesperarse, el desconocido sacó algo de su mochila; era un simple bocadillo y un refresco. Haizea lo veía comer y su estómago volvió a recordarle que él también quería algo de eso. Vas a tener que aguantar hoy… vamos a tener que


aguantar un poquito los dos. Y Se dio cuenta que hasta algo tan cotidiano como aquello, le llamaba la atención en él. Cuando terminó de comer, colocó su mochila bajo la cabeza y pareció cerrar los ojos. Oh no… no me digas que te vas a dormir por favor. Haizea se llevó la mano a su estómago fatigado y pensó que debía aprovechar aquel momento. No te vayas, no te vayas hasta que yo vuelva, necesito saber dónde vives. Y salió a toda prisa de allí buscando un sitio donde calmar su apetito. Al regresar, miró su reloj, habían pasado cuarenta minutos. Sigue ahí, sigue ahí. Deseó. Pero su decepción fue mayúscula al acercarse con cautela y ver que no estaba. De repente sintió un desconsuelo pesaroso, como cuando esperas ansiosamente algo que luego no ocurre. No puede ser… Dijo en su interior a la vez que su cara reflejaba la decepción y sus ojos miraban el árbol solitario. —¿Me buscabas? —sonó una suave pero firme voz a su espalda. Una pequeña tensión abordó a Haizea de forma repentina. Sintió como si un ligero calambre recorriera su cuerpo. Dios mío, es él… Se ruborizó sin ser capaz de darse la vuelta. Tierra trágame… No sabía qué hacer. Justo en ese instante, el desconocido del tren caminó hasta colocarse frente a ella. —Hola —saludó cordial. Haizea lo miraba sin saber qué decir. Se le escapó una leve mueca de, “perdón, no está bien lo que he hecho, pero no estoy loca, lo juro” —¿Por qué me has estado siguiendo? —preguntó con seriedad, más en ningún momento mostraba enfado, solo


desconcierto. Ella trató de controlarse; sin duda le debía una explicación a aquel extraño. Como pudo comenzó a hablar. —Yo… Verás, te vi en el tren esta mañana… Leyendo ese libro y… no sé… —hizo una pausa desviando la vista—. No puedo explicarte qué me motivó a seguirte, lo siento, te pido disculpas —expresó avergonzada. Sin embargo, el desconocido esbozó una pequeña sonrisa. —¿Qué le pasa a este libro? —quiso saber. Ella volvió a mirarlo, esta vez más calmada. —Nada, no le pasa nada —le devolvió la sonrisa—. Tal vez es un libro algo peculiar. —Bueno, ya que me has estado siguiendo, ¿puedo saber cuál es tu nombre? —Me llamo Haizea —respondió sintiéndose cada vez más aliviada—. ¿Puedo saber cuál es el tuyo? —Claro. Mi nombre es Jake. Se quedaron mirando el uno al otro durante unos segundos. Jake transmitía ser una persona muy segura de sí misma. —¿Pensabas seguirme hasta…? —indagó burlón. Haizea se volvió a ruborizar. —Hasta saber dónde vives… ―admitió. —Eres una chica demasiado curiosa… ―Jake pareció quedarse pensativo y prosiguió―. Entonces…, acompáñame el resto del día con todas sus consecuencias —le ofreció en tono neutro. Haizea no esperaba en ningún momento un ofrecimiento como aquel. Casi no tuvo que pensárselo, aunque sus palabras le crearon cierta intranquilidad. —De acuerdo —dijo—. Esto es muy raro, ¿no crees?


—Sí que lo es. No todos los días te espían desde buena mañana… —ambos sonrieron. Salieron juntos del parque sin mediar más palabra hasta que él rompió el silencio. —Dime Haizea, ¿a qué te dedicas? Ella echó una ojeada al libro y luego lo miró a él. —Trabajo en una librería —contestó escueta. —Creo que ahora entiendo un poco más tu curiosidad… ¿Acaso es hoy tu día libre? —inquirió nada convencido. Haizea hizo un gesto colocándose el bolso y se encogió de hombros. —He mentido a mi jefe esta mañana para poder seguirte… —explicó con la mirada baja. Jake volvió a esbozar una mueca de sorpresa. —Lo de seguir a desconocidos… ¿Lo haces a menudo? —comentó con cierto tonillo chistoso. —Es la primera vez que hago algo así en mi vida afirmó-. Ya te dije que no sé por qué lo he hecho. Hay algo en ti… -hizo una pausa- da igual, puedo marcharme si es eso lo que quieres. —No —se apresuró a decir él—. No es mi intención molestarte. Nunca hubiera imaginado algo así cuando me levanté de la cama esta mañana… —A mí me lo vas a decir… —argumentó ahora Haizea con chanza—. ¿A dónde vamos? El rostro de Jake pareció ensombrecerse unos instantes, pero rápidamente respondió con calma. —Enseguida lo verás. Llegaron a un edificio de estilo colonial, voluptuoso y antiguo. Tenía un gran jardín que lo bordeaba. Al traspasar las puertas de hierro forjado, Haizea pudo leer en un mosaico tallado lo siguiente: Hospital Maurice Ravel, Centro


Médico de Atención a Pacientes con Enfermedades Raras. En ese mismo momento, una inquietud invadió el corazón de Haizea, fue como si algo en su interior le diera un vuelco. ―¿Estás… enfermo? ―preguntó dubitativa. Jake la miró con una sonrisa taciturna. Le entregó el libro y dijo: ―Espera aquí. Haizea lo vio alejarse y entrar por la puerta principal. No sabía qué hacer en ese momento, si quedarse y esperar o largarse de allí con el libro y olvidarlo todo. Pero se dio cuenta que no podía, no podía irse; lo esperaría. Miró a su alrededor y fue ahora cuando empezó a darse cuenta de la gente que, acompañada, paseaba aquí y allá por los jardines; nunca antes había valorado tanto la salud como en ese simple instante. Decidió acomodarse en uno de los bancos y ponerse a leer de nuevo aquel libro que ya conocía. Se aisló tanto en la lectura que no supo decir cuánto tiempo había pasado hasta que Jake la sacó de su trance. ―Pensaba que te irías ―aseveró Jake con un brillo de pesar en sus ojos. ―¿Estás bien? ―se apresuró a preguntar Haizea que no podía más con la intriga y cierta preocupación. Él se sentó a su lado. ―Es un buen libro, ¿verdad? ―comentó Jake distraído. ―Sí, lo es. Una verdadera alegoría de la maldad humana… ―respondió Haizea reflexiva―. Pero no he llegado hasta aquí para hablar de un libro… ―Hace dos años, la chica con quien iba a casarme contrajo una extraña enfermedad neurológica, degenerativa… ―comenzó Jake sin avisar, con la mirada perdida en los jardines―. Creí que no iba ser capaz de sobrellevar algo así, quise cambiarme por ella una y otra


vez…, me vine abajo. Sin embargo, ella sacó fuerza por los dos, ella, precisamente ella con la terrible enfermedad que la carcome a pasos lentos y consientes… Alargó una mano hasta el suave césped y arrancó algunas pequeñas hierbas. Luego, prosiguió. ―Me dijo que siguiera con mi vida, que debía hacerlo, que tenía que ser feliz, pero… no pude, no puedo hacer eso. Mi amor por ella sigue presente a pesar de todo. Así que me prometí a mí mismo que seguiría a su lado hasta el final… Jake hablaba con voz templada, pero Haizea podía sentir la angustia y el dolor que albergaba su interior. Cuando la miró, estaba llorando. ―Vaya… ―dijo―. No pretendía hacerte llorar, lo siento. Pero decidiste seguirme, ¿recuerdas? Haizea asintió a la vez que sacaba un pañuelo para secarse las lágrimas. ―Supongo que no era esto lo que esperabas… ―aclaró Jake. Ella se sintió más avergonzada que nunca, avergonzada y triste, pues después de escuchar aquella historia, su atracción hacia el desconocido del tren aumentó. ―Yo… lo siento ―trató de decir Haizea―. Creo que he sido una estúpida. Jake le apartó con suavidad el pelo de la cara. ―Tus ojos siguen siendo bonitos aún después de haber llorado. Haizea no pudo evitar sonreír con levedad al comprobar como aquella persona, a pesar de la situación, seguía siendo amable. ―Creo que será mejor que nos marchemos, se hace


tarde ―sugirió él. ―Me iré por otro lado ―dijo ella. ―¿No querías saber dónde vivo? ―repuso Jake. ―Sí. ―Pues entonces, sígueme ―y volvió a sonreír. Anduvieron sin decir nada todo el camino, más el silencio nunca llegó a ser incómodo. Llegaron a la estación en la que Jake se había bajado, tomaron el cercanías y volvieron a bajar en la parada correspondiente. A escasos diez minutos, él se paró frente a un edificio de pisos color morado y ventanas de madera. Miró hacia arriba y señaló con el dedo. ―Tercero a la izquierda ―dijo. ―Ajá ―apuntó Haizea mientras pensaba que ese era el fin de su aventura. ―Bueno Haizea, ha sido un placer a pesar de todo ―indicó Jake con una extraña mirada a la vez que metía las manos en los bolsillos de la sudadera. ―Supongo que esto es una despedida… ―repuso ella dejando entrever un tono de desánimo. ―Supongo que sí… ―contestó él―. Cuídate. ―Tú también… Por cierto, tú libro… ―Quédatelo, de recuerdo. En realidad ya lo he leído. Jake se adelantó para entrar en el portal y Haizea se giró para emprender el agridulce camino de vuelta a casa, aunque había decidido que antes pasaría por la librería. Hubo un momento en que él se volvió y la miró marcharse, hubo un momento en que ella se giró y lo vio entrar en el edificio; y cada uno retornó a sus vidas ajenas. Pasaron cinco meses sin que Haizea volviera a ver al


desconocido del tren, a pesar de que cada día, cuando iba a trabajar, tenía la esperanza de verlo subir en la primera parada; “Jake, por qué no consigo sacarte de mi loca cabeza…”, era una pregunta que se hacía una y otra vez. En ocasiones, miraba el libro colocado en la estantería del salón y rememoraba, paso a paso, todo lo sucedido aquel extraño día y, en ocasiones, unas difusas lágrimas venían a su encuentro. Una noche de un apacible domingo, sonó el teléfono un poco tarde. ―¿Sí? ―contestó Haizea confusa. ―Hola Haizea, soy Charles. Perdona que te moleste a estas horas, pero necesito que mañana abras tú la librería. He de hacer unos recados y llegaré tarde. ―Hola Charles, no te preocupes, a las nueve en punto estaré allí. ―Muchas gracias Haizea. ―De nada. Hasta mañana ―y colgó pensando que debía madrugar un poco más. Al día siguiente, se hallaba ensimismada ordenando una nueva remesa de libros que había llegado, en ese momento escuchó el repiqueteo de la campanilla colocada sobre la puerta de entrada. ―Enseguida le atiendo ―dijo mientras colocaba el último libro en la estantería. Al volverse, su corazón se aceleró y creyó que iba a salir disparado de su pecho. Jake la miraba sonriente. ―¿Qué… qué haces aquí? ―preguntó Haizea sorprendida. ―¿Es que no te alegras de verme? ―repuso él.


Haizea no sabía qué decir, no se lo podía creer. Un torbellino de emociones se acumuló en su interior. ―¿Cómo me has encontrado? ―Digamos que te seguí aquel día hasta la librería. ―Vaya… ―fue la única palabra que en ese momento le salió a Haizea por la boca. El silencio pareció apoderarse de aquel instante. ―¿Quieres cenar conmigo esta noche? ―la invitó Jake con naturalidad. ―Yo… pero… claro que quiero ―afirmó intentando no mostrar el nerviosismo recorrer cada poro de su piel. ―Tendremos oportunidad de conocernos de una forma más… normal ―sonrió―. Te espero en mi casa, creo que sabes dónde vivo… ―De acuerdo ―contestó Haizea aún incrédula. Y el ruido de la campanilla volvió a sonar cuando Jake abandonó la librería. Haizea se sentó en la pequeña escalera que usaba para llegar a los estantes más altos, absorta comenzó a mirar todos aquellos libros con sus miles de historias y pensó, que la suya bien podría ser una de ellas aún por contar.

FIN


DIA

TÍTULO

AUTOR

4 de julio

La alquimista de los aromas

Adoración M. González Mateo

11 de julio

Me busco en el Montecillo

Iluminado Jiménez Hidalgo

18 de julio

El juego de las runas. The set of runes Freya

25 de julio

Patricia y el mar

Carmen Hidalgo Lozano

1 de agosto

Aquellos veranos azules

Natalia Lucina

8 de agosto

Albacete en verano

Daniel Molina Martínez

16 de agosto

Poemas

Trinidad Alicia García Valero

22 de agosto

Mi cítrica vida

José Antonio Puente Juárez

29 de agosto

Atanpha

Manuel Olivas García

5 de septiembre

Una fantasía erótica mortal

Daniel Peña Medina

12 de septiembre

Aterricé como pude

Sebastián Navalón Morales

19 de septiembre

La gran ceremonia

Fabián Fajardo Fajardo

26 de septiembre

Un gato de Brooklyn

Toñi Sánchez Verdejo

3 de octubre

El desconocido del tren

Astrid Avero Chinesta

10 de octubre

Gabriel

Sara Monteagudo Moya

17 de octubre

El libro de las partituras

Carlos Hernández Millán

24 de octubre

Sin billete de regreso

Irene Blanca Sánchez

31 de octubre

San Juan y Toda

Mª Soledad Roldán Márquez

7 de noviembre

Voy en mi canoa

Alejandro Campos Benítez

14 de noviembre

Las nubes también viajan

Mª Ángeles Pérez Marcos

21 de noviembre

Una historia trilingüe

M.J.M. Arellano

28 de noviembre

Otra vez

Bartolomé Sáez Ochoa

5 de diciembre

Un frío invierno

María Martínez Segura

12 de diciembre

El vodevil de Grenelle

Llanos Olivas García


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