Atanpha, de Manuel Olivas García

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ATANPHA Manuel Olivas García


RELATOS DE VERANO 2016 Muchas son las personas que acuden a lo largo del año a la Biblioteca Pública de Albacete: unos buscan fantasía, otros información, otros estudiar…. Y hay quienes encuentran en la Biblioteca un lugar, o un motivo de inspiración, para poder escribir. Son escritores. Son NUESTROS escritores, porque escribir es una voluntad, no un don ni un momento de inspiración pasajera. Y los relatos que forman esta “serie” tienen esa determinación. Tienen, en definitiva, algo que contar. Y lo cuentan. Los relatos que te ofrecemos en las próximas semanas no están escritos por autores que puedan consultarse en una Biblioteca: son lectores que, por esta vez, han cambiado la afición de leer páginas por la de escribirlas. Para la Biblioteca de Albacete es un placer ser mucho más que el lugar donde se guardan los libros: queremos contribuir a ese inmenso patrimonio cultural que es una biblioteca con la vida de quienes nos visitan y nos dan la razón de ser. Añadiendo su obra. Suyo es el mérito, nosotros sólo ponemos la intención y los medios. A lo largo del verano y el otoño te ofrecemos el fruto de quienes, con su silencioso trasiego, habitan esta biblioteca. Estás invitado a pasar a leer, estudiar, investigar y… escribir. Disfrútalo.


ATANPHA Manuel Olivas García Debe situarse el nacimiento de la primogénita en torno a la última luna creciente del mes de la bendición, cuarto del calendario, según consta en los anales últimos del archivo de la actual ciudad de Gamsi, antes de que antaño la Guerra engullese las costumbres de los Danhiri, pueblo situado lejos de las costas orientales indias. La pequeña fue depositada en una añeja y vasta vasija truncada por un antepasado que nunca hubiese podido celebrar tan violenta desaparición cuando las comunicaciones y el desarrollo de la cultura autóctona más parecían despegar y adaptarse como muestra de las relaciones de tolerancia hacia el pueblo Danhiri por parte de la casta dominante. Pocos días después de transcurrido el advenimiento bien recibido, la madre fue víctima de un acusado decaimiento como consecuencia del parto irrepentino cuyas aguas se habían de reservar para ser recibidas sobre la piel de la criatura antes de que fuese bendecida, como era habitual, por el sacerdote curador de la comunidad al que todos o buena parte de los jóvenes unidos deseaban pedir algún remedio original para hacer frente a los fatigosos dolores de las parturientas primerizas. Esta vez, se decidió hacer excepción en vista de que los rezos anteriores no habían aliviado el tránsito de la inexperta joven madre. Nada más nacer, debió permanecer bien alimentada de uno u otro modo sobre la base truncada de la vasija, a tenor del rojizo color que presentaban sus mejillas gracias a la generosidad y la estima que el buen nombre paterno habíase extendido entre los rugosos y viejos padres, quienes entregaban, como agradecimiento en su


propia felicidad, una pequeña cantidad de las frutas y el cereal guardado lejos de la perspicacia y agudeza que los cazadores se encargaban de ahuyentar. En la época en la que se sitúa el nacimiento, se produjo el atronador saqueo del templo de Vhanán que después sería restaurado pobremente en fecha cercana al sacrificio de las pocas reses que Gurta tuvo que entregar a la comunidad como intercambio y protección para el futuro de la joven. Aquella vieja costumbre de aposentamiento original ya se había extinguido hacía años siendo ya extraña para la generación de los jóvenes descendientes Danhiri. El joven se dejó llevar por la influencia del Shapir y obedeció el mandato expreso de la oración que aquél había indicado, cuando tras el primer barniz, interpretó sobre la plancha aterciopelada el contorno sutil de un viejo recipiente que debía romperse para ofrecer holgadamente desde la puesta de sol los primeros aires a la recién nacida. Los primeros días, la pequeña parecía embelesada, seducida por el efluvio asolado que la lluvia impregnaba sobre las techumbres puntiagudas de la comunidad, toda vez reducida las últimas semanas por la influencia de las silenciosas epidemias que se llevaban a los más jóvenes y alguna que otra naturaleza ya sentenciada por el paso de los años. La insolencia del devenir sobre la aldea respecto al sufrimiento de las enfermedades era tal que algunos buscaban antes de tiempo las astillas y el resto de la guarnición de los árboles en previsión de la muerte temprana. El untado inicial sobre la pequeña aposentada se realizó concienzudamente antes de que fuese sumergida en las aguas del riachuelo por tercera vez. La purificación inicial que precedía al ritual presentó algún inconveniente sobre las ropas que la pequeña debía vestir fuera del santuario a expensas de la voluntad del anfitrión, quien poco podía oponer, más que afirmar la costumbre seguida desde hacía décadas en Ghir. La amplitud del entorno no permitía diferenciar el contraste oloroso entre el tierno verdor herbáceo que la rodeaba y los desechos orgánicos, los restos y el hedor de las pirámides inmóviles quemadas cada poco tiempo. Un reguero de costrosa sangre animal solía divisarse de vez en cuando junto a las


cenizas como consecuencia del sacrificio al que solía acompañar la pérdida del Yunti, del inmaduro espíritu que custodiaba los torpes pasos, en ocasiones, bajo la sombra de las escasas y esbeltas reses. Uno de los últimos Yuntis que había ascendido representaba la protección sobre los cuatro siguientes nacimientos entre los que se encontraba el de la marcada Atanpha. En aquella tesitura decidió mantenerse a la pequeña mientras los llantos desgarradores que reflejaban los primeros duelos emocionales frente a la insistente lluvia cayeron y humedecieron bajo cubierto la base interior de la vasija destacando de esta manera nada más ser levantada la pequeña a escasa altura. Rara vez se alcanzaba a observar con claridad esas primeras aguas de llanto sobre el fondo, excepción hecha quizá con no poca exageración y contada de forma parecida por la tradición de la Comunidad, alguno de cuyos episodios se difundieron malinterpretando el propósito del ritual de Iniciación. El neonato debía ser bañado nada más ser despojado de los primeros aceites. A pesar de los auspicios manifestados por los viejos de Apurna y de las advertencias repetidas por el esposo, Punsavi, se apresuró a sumergirse en el riachuelo, de manera que aquella era una clara expresión del posible desencuentro con el mal augurio, sobre todo cuando el bañista se quedaba con escasa respiración tras la inmersión. De uno u otro modo, Gurta, nuevamente, no deseaba ser testigo de la desobediente voluntad de los pacientes discípulos también adscritos a la llamada “Pugna de Sharmi”, que consistía en lo que entonces se pretendía evitar. El número de inmersiones desautorizadas que cada año se producían, a pesar de ser incontable, no suponía una admonición expresa durante el ritual que proseguía y por el que cada progenitor debía ofrecer por separado bienes imperecederos, parte de los cuales se repartían entre los más desposeídos hijos de la Comunidad. Como era sabido, toda alma nacida en Apurna era consagrada a la protección del hacedor de las cosechas cuyas creencias habían disipado cierta relajación cuando, mucho tiempo atrás, se impuso el culto a Horbisha y se prohibieron las prácticas de predicación y enseñanza Nanbatán. Runadi, como también la llamaban los pequeños hijos de la


hermana materna, se dispuso a celebrar, más para ella con escaso júbilo en vista de la inminente ceremonia de la que era excluida observadora, cada vez menos multitudinaria. Los Yuntis más longevos que comparecieron como testigos hubiesen deseado humedecer sus manos en aquellas lágrimas para purificar el rostro arrugado, aunque toda aquella precipitación infiltrada por debajo de cada planta se perdiese al ser consumida durante la oración semanal en honor a las diversas divinidades del pequeño templo de la Comunidad. Como también era costumbre los últimos años, desde que acaeciese la muerte repentina del viejo Shani, se había confirmado la obligación de tapar el rostro de la postulada hasta que anocheciese y de lavarlo frecuentemente con agua de lluvia calentada y perfumada con esencias de origen animal. De aquél sacrificio, se pensaba, dependía la fortuna de la joven, también su salud, hasta que la aprobación definitiva del Shani, con el favor de la Comunidad, fijase la unión con el pretendiente elegido. Ninguna otra fortuna acaecida desde el nacimiento podía compararse con la que había experimentado Punsavi tras ser aceptada por la Comunidad a cambio de un compromiso inminente de matrimonio y de cumplida fertilidad. Este suceso, en particular, no fue desvelado a su sensibilidad y ni tan siquiera su propio marido, con cierta gravedad, se había interesado sobre los detalles del abuso cometido, aun cuando todos estaban enterados de las prácticas de las viejas creencias reemplazadas con la misma discreción. Por desgracia, no era necesario inquirir demasiado para darse cuenta de lo habitual del suceso, más comúnmente fuera de Ghir. A las jóvenes pertenecientes a la generación de la nueva discípula les resultaba incomprensible el silencio y la indiferencia que sobre el asunto había mostrado el obstinado sacerdote, más preocupado en supervisar el orden de los mínimos parangones que completaban la celebración más allá de los límites del santuario. De todas formas, debía respetarse la ceremonia con absoluta confidencialidad y secreto, con excepción del consentimiento necesario y expresado a conciencia por los progenitores.


En el lapso de los ocho años transcurridos desde la purificación inicial, la joven había obedecido las reglas de alimentación y ayuno prescritas en los días en que la lluvia se presentase jalonando con sus aromas la pobre tierra que les había tocado, más pobre si cabe por los frecuentes robos que deshacían la custodia y la dedicación del padre. La mañana de la conmemoración reunió a unos pocos allegados de la madre que habían recorrido una larga distancia, alguno de ellos encogido por la pena de la pérdida de un hijo que la plaga estacional se había llevado sin que se pudiese dedicar purificación alguna. Punsavi asistió desde temprano a la pequeña y la acompañó hasta el templo en el que ya se encontraba Gurta en compañía del Shani, cuya voluntad para la ocasión, había dispuesto sobre el altar casi una docena de temviros , algunos prestados por la comunidad vecina para que fuesen volteados por los jóvenes discípulos tanto como por los nueve elegidos de entre los más respetables Yuntis que acreditasen largas ofrendas y sacrificios, también convertidos a las máximas expresadas de boca de Horbisha. Los pesados trajes de los jóvenes debían servirles hasta que alcanzasen los diez años desde que se celebrase el ritual sin que pudiesen comprometerse antes mientras se dedicaban a la oración. El colorido de las gruesas telas teñidas contrastaba con la sencillez del vestido de Atanpha que, a su entrada al templo, fue descoronada con esmero por el más espigado de los discípulos cuando era conducida hacia la pila en la que se había vertido en buena cantidad la mezcla de esencias y especias junto con las cenizas de la res sacrificada y ofrecida el día anterior. Una doble fila de canastos volcados sobre la base se exponía cada vez que se anunciaba la celebración. En otras ocasiones, el comercio de las manufacturas y las rudas telas podía verse allá donde tuviese efecto el nacimiento de algún vástago de buena familia antes de que la costumbre del ritual igualase las fuerzas y la apariencia de prosperidad. Alguna de estas herramientas de escaso valor, se adjudicaban o regalaban a la salida del santuario con la propuesta de


que aquella donación habría de traer buenas noticias para el sacrificado comerciante. Atanpha fue revestida con el manto de luz a sus espaldas, una artesanía que debía lucir siempre que , en vida de sus ascendientes, tuviese oportunidad de celebrar el casamiento o cualquier otro suceso importante, a partir de lo cual, una parte del manto debía ser separada del resto, debía purificarse con la tierra perfumada y debía enterrarse cuando llegase la desaparición de cualquiera de aquéllos , salvo que la voluntad materna se opusiese, y se desease canjearlo o venderlo para el sustento de la joven o le sirviese para comprar no sólo alimentos sino polvo de hierbas. En esta ocasión, se trataba de un ejemplar adquirido por un ascendiente materno que lo había comprado con motivo del nacimiento de su segundo hijo y que, cumplidamente entregó a Punsavi, expresando su deseo de una pacífica salud y una grave fertilidad, para lo cual era preciso calmar el ánimo del futuro marido y que la madre del esposo intercediese en el compromiso y aconsejase con su conocimiento a éste ingerir ciertas especias. Gurta se afanó por juntar los brazos en señal de recibimiento y de manos del Shani procedió a tapar los ojos de la niña antes de que recibiese el primer baño. Casi logró sin darse cuenta evitar el tropiezo unos pasos más allá si no hubiese sido por la excesiva paciencia en la que se había sumido aquél, todavía un tanto desacostumbrado por la amalgama de ruidos que se mezclaban desde la entrada y que simulaban una resonancia hueca desde el interior como el golpeteo de los pequeños leños al impactar contra las pesadas prendas embalsamadas por la humedad. Echada hacia atrás, y con el temor de dar de dar un paso erróneo por sí misma, fue calmada nada más detenerse ante la pila. Las paredes del cubículo se encontraban desconchadas desde hacía tiempo sin que ello ocupase lo más mínimo la atención de cualquier Yunti fuera de las reclamaciones que la comunidad sufragaba para seguir atendiendo las necesidades del templo.


Tres percusiones bien definidas fueron lanzadas y sucedidas por la voz de algún despistado seguidor cuyos gritos de agradecimiento fueron apagados en silencio, a lo cual siguió la oración rogativa que debía pronunciar el discípulo elegido a la llamada del padre, una vez bendecida la salud por el Shani. La entrada lateral recientemente decorada al margen de la celebración con varias esteras cortadas, viéndose en ella una fiel reproducción de la sagrada hoja de Horbisha, dió paso al lento procesionar del conductor del ritual. Ésta vez dejó a buen recaudo una de las varas con que solía pasear por la senda elevada junto a la construcción antes de hacer su entrada no siempre descalzo frente al altar, algunos de cuyos pilares habían perdido la lucidez de sus grabados. Muntar sucedió en su entrada al sacerdote. Caminaba despacio mientras de vez en cuando volteaba la cabeza sonriendo ante el bullicio de la muchedumbre que, de nuevo, regaba sonoramente las altitudes pétreas del santuario. Se tendió de rodillas para contemplar con detalleel colorido de las telas que tapaban artificiosamente el oscurecido rostro de Atanpha. En un instante, confundió con cierto agrado la tez aclarada por el agua turbia y el rostro desencajado con el de otra joven Yunti que se había negado a embadurnarse con las cenizas por temor a que su piel se quemase con mayor facilidad durante el tránsito diurno. Los velámenes bajos situados frente al altar se dispersaron reflejando la corriente exterior, fuga que obligó a encenderlos y a trasladarlos cerca de la pila. Gurta estrechaba la frente de la joven, masajeaba la barbilla y el cuello contra su pecho y tranquilizaba su ansiedad con un conocido ensalmo al que se recurría para someter al descanso a las primerizas. El fondo del cajón de piedra se volvió a inundar por tercera vez después después de dispersar todo el fluido ennegrecido por las especias y la gruesa ceniza de la res cuyos cuernos se habían vaciado torpemente sin que el interior pudiese utilizarse para desaguar el recinto. El filo del


cuchillo no se había ensanchado lo suficiente como para desprotegerlo con la cubierta de hojas sobre las que se vertía el jugo blanquecino que aterciopelaba las manos y las perfumaba durante todo el día y la noche. La joven pareció expirar de vergüenza al sentir el jarabe sobre las manos y sumergir las delgadas rodillas hasta el fondo rematado con una especie de capa blanca que el Shani había custodiado, parecía que se trataba de un regalo de la madre de la última Yunti iniciada. Atanpha dobló los dedos de los pies en señal de dolor y sorpresa cuando el cafír juntó sus manos contra las rodillas sumergidas. El otro sacerdote rezaba la oración de despedida reiterada aludiendo a la celebración anterior, que debía subordinarse a la voluntad del Dios para compadecer con buena felicidad el futuro de la joven que cerraba los ojos cuando las cenizas cubrieron el cuello que tapaba la pobre vestimenta abotonada con dos pequeñas y perfiladas astillas de madera. Con los brazos juntos, Gurta hundió el tronco de la niña sosteniendo sus manos sobre el costado tras empaparse también con el jugo en señal de sacrificio y confesión por el dolor que el futuro parto habría de depararle. Su propia madre había renegado después de decaer varias veces con el alumbramiento, manteniéndose postrada mientras Gurta rezaba por su salud durante la noche con la advertencia del Shani que contradecía una y otra vez las inclinaciones y consejos del joven discípulo. La masa de agua se enturbiaba con las finas lágrimas, que, a la vez, eran teñidas por la opaca lubricación de la cera que el Shani derramaba sobre la pila para disolver el efecto del perfume que emanaba de las especias. Alguno de los presentes murmuraba con disgusto la inundación de las frías gotas de cera que manchaban los vivos colores de la túnica encharcada. El jugo se absorbió pronto disuelto por el agua turbia que se continuaba extrayendo con la ayuda de unos cuencos lustrados con el jarabe removido. Las pequeñas esculturas de tibanes, como así se llamaban a los astutos monos de la aldea, abrazaban enérgicamente la imagen del Dios encapuchado que portaba unas cuerdas sobre la cintura y cuyo


casco había sido adornado con ciertas hojas que servían para curar las laceraciones del ganado ante el ataque de los insectos que asolaban la tierra durante la larga estación seca. Allá arriba también podía distinguirse la curvatura de las planchas de piel que rodeaban los pilares bajos cercanos al pequeño altar, donde se simulaban a voz en grito las expiraciones y el sufrimiento de los recién nacidos como si se tratase del celérico parto de las hembras de ganado que solían poblar los alrededores del Bosque Grisado. La impaciencia del público acompasaba los gritos del exterior que se alternaban con las llamadas de los vendedores que se desentendían de los cantos y las plegarias de los curiosos que protestaban, a su vez, por la insolencia de los artesanos. El color ambarino del fondo aclaraba el agua turbia más calmada por la quietud del cuerpo sobre el que el Shani ya había derramado casi todo el jugo con las esencias. Bajo el ropaje permanecían desatadas las sandalias que se encontraban fuera de la vista de los más cercanos en contra de la costumbre de impedir que los pies descalzos tocasen el suelo antes de ser purificados con la bendición del maestro. A escasa distancia de la pila se encontraba la silla bajo cuyos pies se custodiaban las cenizas de Bongeru, el sacerdote convertido cuyo violento sacrificio había desatado la vergüenza e indignación de la comunidad además del reconocimiento, la fuerza y el impulso de la Iniciación. Con la autoridad del oficiante sagrado, el visitante se dirigió hasta aquél punto para observar tranquilamente el desarrollo del baño antes de acercarse a felicitar a Gurta por la aparente tranquilidad de la primogénita. El paso del tiempo allí dentro se marcaba desalentando cualquier tipo de advertencia gestual que percutiese después sobre las vistosas cajas circulares que flanqueaban la entrada al santuario. Desde fuera, no podía apreciarse con claridad la inundación de color que maquillaba exageradamente las esculturas, contraste cercano al de la profundidad de la vieja pila ahora ocupada. El círculo truncado por los jóvenes discípulos se abría desde esa profundidad como la antesala de un espectador que se hubiese sumergido cegado entre la piedra fresca que complementaba la


humedad de la silenciosa sala. El espectador lo que deseaba contemplar no era la piedra rugosa sino una ajena presencia humana, vieja y quejosa que aplacase la acelerada respiración de Atanpha. Gurta levantó con ligereza el brazo y, a la orden del sacerdote, se dispuso a desvestir a la joven con la protección de su cuerpo, despojándola de la sábana ocre que acababa de extraer de la hornacina que albergaba la imagen de Saru. Separado del grupo, fue capaz de distinguir sobre la tela una punta de nácar que atravesaba la manga a la altura del codo. El bordado desecho que colgaba hasta la cintura, escandalizó y provocó la ira del maestro, que se abalanzó hacia él nada más darse la vuelta en medio de la admiración y la sorpresa de los Yuntis. Gurta no perdió el tiempo en defenderse de los improperios que le lanzaba el sacerdote quien agarró el puntal y lo alejó de la oquedad que aclaraba la negrura entre las manos casi sin predisponerse a ello lanzándolo tan cerca de la pila que cayó en ella mientras uno de los discípulos se apresuraba a comprobar el extraño desperfecto de la sábana. El estruendo y la oposición del sacerdote espabilaron el ánimo de Atanpha que despertó nada más escuchar la discusión y los desconocidos juramentos que Gurta le dedicaba ante la perplejidad del más impasible de los discípulos que rodeaban la pila de sacrificios. El joven iniciado se puso seguidamente, sin la advertencia del maestro, a buscar la aguja sin saber que aquella maniobra era un insulto a los presentes, a la autoridad del Shani y a la memoria del rebelde Saru que había jurado consagrarse a aquél ritual antes de convertirse en víctima de un viejo Yunti que abjuraba de la veneración a Horbisha. De una u otra manera, aquello significaba reponer el símbolo de la sábana al estado en que se encontraba antes de la llegada de Gurta. Éste trataba de impedir la búsqueda bajo la amenaza del sacerdote que lo empujó hacia el altar donde se encontraba sentado Muntar hacía rato y que era desconocido para el padre. El maestro prohibió al Yunti volver a agacharse sobre la pila en la que yacía la figura somnolienta de Atanpha, aletargada y sumida en un sueño que la había alejado de la realidad y del sufrimiento


también por el desagradable humor descompuesto que se desprendía de los brazos y el resto del cuerpo. Uno de los discípulos se desentendió de los gritos que expedía el maestro y clavó la mirada sobre los pies del caminante sentado cuyos dedos habían manchado de sangre la escalinata que remataba en el altar, esta vez desprovisto de velas y ligeras cadenas de mimbre que solían desaparecer tras cada sacrificio. Ahora que aquél incidente parecía tan insignificante, como para no despertar el enfado del nuevo oficiante, nada tendía a provocar la interrupción y el nerviosismo despierto de la joven sin que la ceremonia fuese abortada por la misma autoridad que certificaba la bendición. Con todo, ya no sólo trascendía la generosidad de los adeptos sino la integridad de los presentes y la pureza del Yunti sumergido que, a cada momento, protegía su desnudez de la mirada de los más inmaduros iniciados. La joven no había podido evitar la fuerza de atracción de los brazos del sacerdote hacia la profundidad, y vomitó parte del jugo que era necesario ingerir mientras sus pies moldeaban la tierra bañados con las cenizas de la res quemada. A lo lejos, tras la puerta de entrada, se escuchaban a cada momento las voces descontroladas, las risas y la alegría de los transeúntes que solían esperar el momento de la apertura del templo para rogar la petición del Shani en favor de los pobres y convalecientes familiares, con seguridad hacía años indiferentes que paseaban frente al santuario desoyendo la costumbre de la oración. Una pequeña puerta entreabierta al otro lado atraía la corriente de polvo arrastrada por el viento frio del mediodía. El cafír reprendió la brusquedad del sacerdote aún cuando éste hubiese podido aplicar un castigo por una insolencia como aquélla. Gurta trató de calmarlo desde la distancia, pero al tratar de adelantarse, fue detenido por el tranquilo observador mientras el Shani desoía las palabras que no creía entender. El Yunti más alejado no se distrajo un instante cuando el maestro ordenó que sacase a la joven de la pila para que pudiese secar su cuerpo brillante, en cierto modo, amoratado en la espalda por la incómoda y dura postura asimilada que había obligado a encoger la mitad de su cuerpo más


frágil si cabe al contacto con el escaso aire que se filtraba por la pequeña puerta. En ese punto, Atanpha clavó la mirada dócil y distraída en el altar antes de pasarla sobre Gurta y abrió la mano ensangrentada como si una fina aguja refilada hubiese raspado la faz blanca. La llevó sobre el costado y dejó caer con la otra la punta rota de nácar que había clavado sobre el vientre del Shani antes de hundirla sobre el suyo propio. Uno de los iniciados trató de sostener el cuerpo desequilibrado del sacerdote en tanto que el más pequeño de los discípulos con la ayuda de Gurta y del visitante se lanzaban sobre Atanpha para evitar su caída fuera de la pila. Desde ese momento, nadie pareció caer en la cuenta sobre el hecho irrelevante de que la puerta que la corriente acababa de cerrar, había consumido la poca luz que transitaba por ese lado del altar. El Shani desmayado permaneció por poco tumbado hasta que, minutos después fue asistido por el incrédulo curandero que solía merodear por los alrededores del santuario en busca del cobijo diario que el maestro solía transigir a cambio de puntual asistencia la mayoría de las veces fuera del recinto. Acababa de contemplar sorprendido la ausencia general de los Yuntis. Sin mayor explicación, solicitó que el curandero le limpiase la herida y tratase de cerrarla sin coserla, sólo utilizando un emplasto animal que debía ser enfriado a la intemperie antes de que se arellanase el sol matinal que contrastaba con el interior cegoso y grisáceo del templo. En poco tiempo, el sacerdote logró reponerse aunque tardase en madurar con solidez la cicatriz vertical que remataba desde arriba el ombligo raramente cerrado. No se hizo esperar el momento en que se repudió en público a la joven iniciada con la intención de que la comunidad la despreciase y expulsase alejándola de toda la cultura y educación de Ghir. Se extendió una leyenda con su nombre para que la familia se viese obligada a abandonar la tierra para buscar acogida mientras, de camino, se autorizaba la presencia de los progenitores en cualquier indeterminado paraje del Grisado.


De esta vieja historia de la tradición, se tienen algunos detalles no poco importantes sobre el retorno de Atanpha tras una breve estancia en Siktapu, retorno que en Ghir nadie aseguraba después que hubiese ocurrido de manera tan temprana como se relataba. En todo caso, no había supuesto un obstáculo o un inconveniente reconocer que apareció más tarde acompañada de un pequeño Yunti de inquietos y observadores ojos cuyo padre le habría llevado a contemplar la belleza del Grisado, el bosque en el que todos habían descansado tras abandonar Ghir y en el que tiempo después le fue narrado el origen del ritual. FIN


DIA

TÍTULO

AUTOR

4 de julio

La alquimista de los aromas

Adoración M. González Mateo

11 de julio

Me busco en el Montecillo

Iluminado Jiménez Hidalgo

18 de julio

El juego de las runas. The set of runes

Freya

25 de julio

Patricia y el mar

Carmen Hidalgo Lozano

1 de agosto

Aquellos azules veranos

Natalia Lucina

8 de agosto

Albacete en verano

Daniel Molina Martínez

16 de agosto

Poemas

Trinidad Alicia García Valero

22 de agosto

Mi cítrica vida

José Antonio Puente Juárez

29 de agosto

Atanpha

Manuel Olivas García

5 de septiembre

Una fantasía erótica mortal

Daniel Peña Medina

12 de septiembre

Aterricé como pude

Sebastián Navalón Morales

19 de septiembre

La gran ceremonia

Fabián Fajardo Fajardo

26 de septiembre

Un gato de Brooklyn

Toñi Sánchez Verdejo

3 de octubre

El desconocido del tren

Astrid Avero Chinesta

10 de octubre

Gabriel

Sara Monteagudo Moya

17 de octubre

El libro de las partituras

Carlos Hernández Millán

24 de octubre

Sin billete de regreso

Irene Blanca Sánchez

31 de octubre

San Juan y Toda

Mª Soledad Roldán Márquez

7 de noviembre

Voy en canoa

Alejandro Campos Benítez

14 de noviembre

Las nubes también viajan

Mª Ángeles Pérez Marcos

21 de noviembre

Una historia trilingüe

M.J.M. Arellano

28 de noviembre

Otra vez

Bartololmé Sáez Ochoa

5 de diciembre

Un frío invierno

María Martínez Segura

12 de diciembre

El vodevil de Grenelle

Llanos Olivas García


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