“Dos Erres: vivir para ser testigos del horror”
Por Louisa Reynolds
En 1979, Juan Pablo Arévalo excavó un pozo en su parcela, sin saber que estaba cavando su propia tumba. Su hijo Saúl, de 54 años, se quita los lentes, se los coloca detrás de la cabeza y señala con el dedo índice el lugar donde se encontraba el pozo Arévalo donde su padre, para la desilusión de todos los vecinos, nunca halló agua. Quince años más tarde, en 1994, un equipo de antropólogos forenses argentinos extraería de ese pozo, una por una, las osamentas de 162 habitantes del parcelamiento, entre ellas, las de Juan Pablo Arévalo y dos de sus hijos. Hoy, el parcelamiento de Dos Erres, en Las Cruces, Petén, donde ocurrió una de las masacres más atroces del conflicto armado interno, es una llanura inmensa, bordeada con un alambre de púas, donde pasta apaciblemente una manada de reses. Han desaparecido las enormes milpas, los campos de frijol, de piña y de maní y donde antes comenzaba la vereda para ingresar al parcelamiento hay un portón metálico despintado con las palabras “Finca Los Conacastes. Propiedad Privada”. El pozo donde quedó sepultado Juan Pablo Arévalo junto con sus familiares, vecinos y amigos, ya no existe. En su lugar hay dos crucecitas blancas, colocadas discretamente para no atraer la mirada de la familia Mendoza, ahora dueña del lugar, y señalada, desde hace años, como uno de los mayores carteles del narcotráfico en Guatemala. Pero ni los cambios que ha sufrido el lugar ni el paso de los años han logrado desdibujar el mapa mental que Saúl conserva del parcelamiento, y señala con precisión dónde se encontraban las dos iglesias, una católica y otra evangélica, la escuela, su casa y la de sus vecinos. El segundo apellido de Federico Aquino Ruano junto con el primer apellido de su primo, Marco Reyes, fueron las “Rs” que le dieron su nombre al parcelamiento. Si hoy en día Dos Erres es un lugar remoto, al que se arriba después de un viaje de casi tres horas en microbús de Flores, capital departamental de Petén, a Las Cruces, más otro trayecto de casi una hora en pick up por un abrupto camino de terracería, a inicios de los años 70s, era, como se dice popularmente en Guatemala, el lugar “donde el diablo tiró el caite”, una espesa y calurosa selva tropical donde los primeros pobladores tuvieron que abrirse paso con machete en mano.