CRÓNICAS DE GUERRA J. Arturo Olid
LA DOBLE BATALLA DE TARAPACA (Narración de Arturo Olid A., a La Unión, de Valparaíso, publicada el 7 de noviembre de 1927, un año antes de su fallecimiento)..
Sabedores de que el único sobreviviente de la oficialidad del Regimiento “Artillería de Marina” que peleó en Tarapacá era el Mayor retirado, don Arturo Olid, y que residía en Viña, nos dirigimos a él y le pedimos que nos hiciera una relación de sus recuerdos e impresiones de aquella memorable jornada. Con la salvedad de que existía aún otro sobreviviente, el Teniente Coronel en retiro, don José Gregorio Díaz, residente en San Bernardo, el señor Olid se prestó gustoso a nuestra demanda y nos entregó la amena y nutrida crónica, que insertamos y que servirá, sin duda alguna, de vigoroso estímulo patriótico a la generación actual, tan alejada, no sabemos si feliz o desgraciadamente, de aquellas horas trágicas y viriles que pusieron a prueba el temple del alma chilena. Advertiremos de paso, para edificación de nuestra juventud, que el autor de esta relación, el señor Olid, de una vieja familia porteña, tenía trece años y medio, cuando se embarcó a fines de abril de 1879 en la “Covadonga”, a las órdenes del Capitán Prat. Atendida la edad del “marino” que acudía al servicio, presentado por su señor padre, el Capitán mercante, don Manuel Olid, súbdito español, el Capitán Prat no halló otra colocación que darle que la de “Aprendiz Mecánico”, con rancho, pero sin pre (sueldo). En tal carácter se encontró en el homérico combate del 21, a las órdenes del Capitán Condell. Poco después se le nombró Alférez del Regimiento de “Artillería de Marina” y así entró en la Batalla de Tarapacá a la edad de 14 años. ¡Generala! El 18 de noviembre de 1879, el Regimiento de “Artillería de Marina” al que yo pertenecía como Alférez de la 3ª Compañía del Primer Batallón, se encontraba en el alto del Hospicio de Pisagua, tranquilamente acampado y formando parte de una División de tres mil hombres que, al mando directo del General en jefe del Ejército, don Erasmo Escala, esperaba el desarrollo de las operaciones que llevaba a cabo en el interior la División del Coronel don Emilio Sotomayor. Las noticias que se tenían de esas operaciones no alcanzaban a trascender a los oficiales subalternos, que se contentaban con comentarlas a su manera. A las 2 A.M. del 19 y cuando todos estábamos entregados al sueño, cornetas del cuartel general tocaron “Generala” y luego de repetidas por de los Cuerpos, toda la División estuvo en pie, recibiéndose la orden de estar listos para marchar dentro de una hora, mientras se preparaba el café, obligado desayuno del soldado, cuando lo había... A las 4 A.M. se pusieron todos los Cuerpos en marcha por la línea ferrocarril de Pisagua al interior y que en esa época llegaba hasta Negreiro. La marcha se hacía en la forma siguiente: cada hora el Cuerpo que iba la cabeza se hacía a un lado de la línea, dejando desfilar a los restantes, para seguir a retaguardia del último, aprovechando ese tiempo para descansar La marcha era forzada y el punto de término, según supimos después era la Estación de Dolores, distante 50 kilómetros de Pisagua. La División Sotomayor, con 6.000 hombres escasos, debía ser atacada un momento a otro por el grueso del ejército aliado, fuerte de 10.000 soldados, la flor y nata de las tropas perú-bolivianas al mando de sus mejores jefes.
A las 2 de la tarde y cerca ya de la estación de San Roberto, empezamos a sentir el furioso cañoneo de la batalla que debía haberse trabado a esa hora. Nuestra División de socorro apuró la marcha en un tren tal de velocidad, que a las 7 de la tarde llegamos a Dolores, en los momentos mismos que el ejército aliado emprendía la retirada, más parecida a una fuga desordenada que otra cosa. No es éste el momento ni la ocasión de relatar los incidentes de la Batalla de San Francisco y debemos concretarnos a la de Tarapacá. El 20, nuestra División, algo repuesta ya por la terrible marcha del anterior, recibió instrucciones para perseguir al enemigo, que se suponía atrincherado y dispuesto a dar una segunda batalla en la oficina Porvenir tres leguas escasas de San Francisco. Las tropas enemigas habían desaparecido como tragadas por la tierra de su presencia del día anterior sólo quedaba el campo sembrado de municiones, bagajes de todo género, armamento inutilizado, heridos, ambulancias y 12 piezas de artillería de campaña. Los soldados de la Alianza demostraron en esa ocasión una excelente disciplina y una resolución heroica para efectuar una retirada modelo: los bolivianos, que no quisieron saber más de guerras ni batallas, no pararon hasta Oruro, los unos: otros llegaron a Cochabamba y los más a La Paz, es decir trotaron 600 kilómetros los primeros, 780 los segundos y 845 los terceros. Llevaban alas en los pies. Hacia Tarapacá Los peruanos trataron de reorganizar sus Cuerpos en el caserío de Tarapacá, uniéndose ahí con la División del Coronel de Los Ríos, que había evacuado Iquique, cuando cayó en manos nuestras con fuerzas desembarcadas del “Cochrane”. Mi Regimiento, junto con los demás que componían la División del Coronel Arteaga, “2º de Línea”, y “Chacabuco”, avanzó hasta Santa Catalina, donde acampamos esperando órdenes. El 25, a las 12 de la noche, se nos dio la orden de marchar siempre por la línea, hacia Dibujo, donde llegamos al amanecer del 26, y después de un par de horas de descanso, emprendimos con el “2º” y el “Chacabuco” la terrible travesía de la Pampa del Tamarugal, en dirección a Tarapacá. Antes de emprender la marcha, recuerdo que el Comandante Vidaurre, de mi Regimiento, hizo tocar llamada de oficiales, y una vez éstos en ancho círculo alrededor de él, dijo: La marcha que vamos a emprender es dura y llena de dificultades, y posiblemente, en llegando nos vamos a empeñar en un serio combate. Si hay algún oficial que, por enfermedad u otra causa, no se sienta capaz de emprender la marcha, puede quedarse en Dibujo. Precisamente, teníamos cuatro oficiales enfermos y uno de cierta gravedad pero todos a una dijeron estar listos para marchar. Una ración original Únicamente el Alférez don Luis Salvatici, de Valparaíso, solicitó que se le diera, como ración de guerra, dos libras de grasa, porque era excesivamente gordo, y según lo declaró, necesitaba “engrasarse” para no quedarse atrás. A pesar de su corpulencia, que siempre le originaba molestias, Salvatici hizo la travesía y se comportó heroicamente en la batalla. Esta oficial, terminada la guerra, dejó el servicio y al cabo de algunos años murió en la Casa de Orates, creyéndose Napoleón I. A la Batalla de Tarapacá la llamaba de Waterloo y explicaba su permanencia en esa casa ¡diciendo que estaba tomando baños en Baden-Baden!
A las 2 de la mañana del día 27, y al acercarnos silenciosamente al borde de la quebrada de Tarapacá, frente a Huaraciña, tropezamos con los centinelas avanzados del Coronel don José Francisco Vergara, que con el Regimiento “Zapadores”, media batería de piezas ligeras y 25 “Granaderos”, estaba esperando nuestro refuerzo para atacar a los peruanos, que, según noticias recibidas por distintos conductos, se encontraban desprevenidos, mal armados y en número de 3 a 4 mil... Nuestras tropas, unidas a las del Coronel Vergara, sumaban alrededor de 2.400 plazas, 50 “Granaderos” más que venían con nosotros. La pampa siniestra La marcha a través de la pampa desolada y árida había sido terrible: nuestros soldados traían solamente una caramayola de agua por cabeza y un pedazo de charqui en el morral. Esta pobre provisión de agua había sido imprudentemente terminada en las primeras horas de marcha, y luego, cuando el sol de la pampa hizo sentir sus quemantes rayos, la situación se hizo gravísima. Ví a más de uno de nuestros hombres que en la desesperación de la sed, bebían sus propios orines y aun los ajenos! Después de nuestra reunión con las fuerzas del Coronel Vergara, que no bebían una gota de agua hacía 48 horas, nuestra División recibió orden entregarse al descanso, lo que efectuamos tendiendo nuestros rendidos cuerpos sobre la arena, no para dormir sino para pensar en nuestra angustia situación y en lo que ocurriría horas más tarde. El Capitán de mi Compañía era don Carlos Silva Renard, un verdadero y recto oficial lleno de cualidades y de un valor a toda prueba. Nuestra Compañía era guerrillera, pues, a pesar de que el Regimiento se denominaba de “Artillería de Marina”, solamente dos Compañías tenían en todo seis pequeños cañoncitos de bronce, fundidos en Limache y cuyo campo de tiro no pasaba de 1.800 metros: las demás estaban armadas de rifles Comblain, y en caso de combate se transformaban todas en guerrilleras. En cambio, algunos Cuerpos peruanos estaban armados de rifles Peabody, norteamericanos, cuyo alcance sobrepasaba los 1.800 metros de nuestras piezas de artillería... Los entendidos juzgarán del papel que pudieron desempeñar esas fuerzas durante el combate del 27, dominadas por el fuego de los Peabody... Yo tenía de asistente a un soldado que se llamaba Juan de Dios Araya, vigoroso y fornido mocetón, operario calichero, hombre tan noble de corazón como fuerte de puños y de coraje. Presentimientos En las horas de esa triste noche en que tendidos en la helada arena esperábamos para reanudar la marcha sobre Tarapacá, faltos de agua para apagar la sed horrible que nos devoraba, el Capitán Silva Renard, a cuya protección había sido yo recomendado por personas de su amistad, me llamó y lleno de emoción y tristeza, que no suponía en él, me manifestó que tenía presentimiento de que iba a morir en la batalla, y me encargó que, si la suerte me favorecía, al verlo caer herido o muerto, me hiciera cargo de una cartera en que guardaba los retratos de su esposa y de sus pequeños hijos. En cuanto a mi revólver y a un puñal que siempre cargo en los momentos de peligro, añadió, esos los guarda usted, como un recuerdo de su Capitán. Y vino el nuevo día, y las “tropas desorganizadas y mal armadas” enemigas se transformaron en Regimientos perfectamente organizados y disciplinados, en número de 4.000, mandados
por la flor y nata de los jefes peruanos, tales como Recabarren, Cáceres, Buendía, Dávila, Bolognesi, Suárez, el argentino Roque Sáenz Peña y Alfonso Ugarte. Datos malos y plan funesto En vez de ser sorprendidos por nuestra División, nos sorprendieron a nosotros, debido a causas y razones que ya han sido tratadas y discutidas muchas veces por plumas más autorizadas que la mía. De entre esas causas sólo citaremos una: el error fundamental en que cayó el Coronel Arteaga, dividiendo en tres columnas sus soldados para atacar a un enemigo muy superior en número, que estaba, puede decirse, en su casa, descansando, bien comido y perfectamente conocedor del terreno en que se iba a dar la batalla. Además de subdividir a tan pequeña División, las lanzó sobre el enemigo, a quien creía sorprender desprevenido, por tres partes tan distantes unas de las otras, que resultaba, como ocurrió, poco menos que imposible que unas a otras llegaran a tiempo a darse la mano en caso de peligro. Mientras tanto, los peruanos, que ya se habían dado cuenta de que tenían a los chilenos encima y que habían contado y recontado sus fuerzas y comprendido el plan de Arteaga, abandonaron el pueblo y escalando la quebrada hasta llegar a la cima izquierda, por donde marchaba “Zapadores” con los “Granaderos” con la orden de cortar la retirada al enemigo, atacaron por la retaguardia a este destacamento, que no llegaba a 400 hombres, con una masa formidable de 3 mil. Y mientras esto ocurría al “Zapadores”, el “2º de Línea”, destinado para avanzar por el fondo de la quebrada hasta topar con el pueblo mismo de Tarapacá, se encontró con una resistencia inesperada de parte de dos Cuerpos peruanos que habían sido dejados ahí con ese fin. Mi Regimiento y el “Chacabuco”, 900 hombres en todo, habían recibido instrucciones para esperar la orden de avanzar sobre la cima izquierda de la quebrada, haciendo hora para que “Zapadores” llegara al punto designado por el jefe chileno. Al sentir el fuego de fusilería del ataque sorpresivo que cayó sobre la retaguardia de “Zapadores”, el Coronel Arteaga se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo y nos dio orden de avanzar al trote para auxiliar a los compañeros en peligro. Los “Zapadores” habían ya recorrido más de una legua cuando fueron sorprendidos y atacados, distancia que tuvimos que salvar no al trote, sino a la carrera, para llegar a tiempo y poder así, a nuestro turno, atacar al enemigo por su retaguardia. Sorprendidos los peruanos, dejaron de la mano momentáneamente al “Zapadores”, que se había batido heroicamente, perdiendo las dos terceras partes de su efectivo, y dando frente a retaguardia, se aprestaron para recibirnos dignamente. La batalla Y entonces empezó la verdadera batalla del día. Nuestro pequeño destacamento de 900 hombres, aumentado con los restos de “Zapadores”, que no llegaría a 200, tuvo que hacer frente a las mejores tropas enemigas que, conociendo en detalle el terreno por demás accidentado, aprovechaban las menores sinuosidades para atacarnos a mansalva, a tal punto, que en muchas ocasiones no veíamos ningún enemigo al frente y recibíamos sin embargo un diluvio endemoniado de balas. En cambio, nuestros soldados peleaban a pecho descubierto, pues en aquellos tiempos era tomado como un acto de cobardía sin nombre el hecho de que un oficial o soldado tratara de ocultar o defender el cuerpo del fuego enemigo. Al comenzar la batalla, el Capitán Silva Renard recibió orden para desplegar la Compañía en guerrilla y avanzar sobre el enemigo, del cual apenas divisábamos las cabezas, pues
combatían tendidos. Desplegada la Compañía haciendo fuego a discreción, avanzábamos cien metros y en seguida, doblando una rodilla en tierra, se hacía fuego durante cinco minutos para efectuar un nuevo avance. Mi colocación era a retaguardia del centro de la Compañía, cerca del Capitán, que con su corneta de órdenes dirigía el avance. Muy pronto empezaron a caer nuestros bravos soldados: uno, dos, tres, diez, veinte, en pocos minutos, entre muertos y heridos, y uno de los primeros fue mi buen asistente que recibió un balazo en la cabeza. Cae mi Capitán Minutos después ví al Capitán que estaba con una rodilla en tierra y afirmando la frente en la empuñadura de su espada que estaba enterrada en la arena y un Sargento de apellido Rodríguez me gritó: -¡El Capitán está herido, mi Alférez! Corrí a su lado y antes de llegar lo vi desplomarse y llevarse ambas manos a la garganta, de donde manaba sangre en abundancia. Había recibido una bala que, entrando por la garganta le había salido por mitad de la espalda, cerca de la cintura. En el acto dispuse que uno de las Clases con dos soldados se quedaran con él para retirarlo fuera de la línea de batalla, para solicitar los auxilios del cirujano, pues no llevábamos ambulancia. El valeroso Capitán, que estaba gravemente herido, me mostró su maletín, recordándome el encargo de la noche, y yo, cumpliéndolo, saqué la cartera y tomé su revólver y el puñal. Yo no tenía más arma que la espada. En esos tiempos, los oficiales teníamos que rebuscarnos un revólver y comprarlo con nuestros menguados sueldos, porque la nación daba armas al soldado, dejando que los jefes y oficiales se las avinieran como pudiesen para pelear en los combates. Lo mismo sucedía con los caballos, que los propios jefes tenían que comprárselos de su peculio. Un Capitán peneca Pocos instantes después de haber sido herido el Capitán, lo era el Teniente Gómez, y como no éramos más que tres oficiales, por estar los otros dos embarcados en la Escuadra, me correspondió seguir mandando los restos de la Compañía... Nunca me encontré más peneca que entonces. Asumí el mando, sin el corneta, pues éste había sido muerto poco después de haber caído el Capitán, y con la circunstancia agravante de que la munición empezaba a escasear sin que tuviéramos la menor esperanza de recibir repuesto. Había que echar mano a la de los muertos y heridos, y como siempre íbamos combatiendo en avance, hubo soldados que al encontrar el cadáver de un enemigo o de un herido que conservaba su Peabody y bien provisto de cápsulas, lo cambiaban por Comblain y seguían disparando. A las 11 A.M., mi Regimiento, que había concentrado todo su efectivo en una sola línea de guerrilla y parte del “Chacabuco”, con los restos de “Zapadores”, con un total de 600 hombres más o menos, se batía con nuevos cuerpos de refuerzo que había recibido el enemigo: la situación se hacía a cada momento más difícil: las seis piezas de bronce de artillería habían sido inutilizadas al principio de la batalla por los Peabody, que a 1.500 metros habían concluido con todas las mulas y los artilleros, viéndose obligados los sobrevivientes a clavar las piezas, inutilizándolas. Cuerpo a cuerpo y sin cuartel A esa hora la batalla había asumido caracteres de horrible violencia: los peruanos, que contaban con la victoria, seguían confiados en su superioridad numérica y en la sorpresa de su ataque al “Zapadores”, hacían toda clase de esfuerzos para arrollarnos; el extenso y
accidentado campo estaba sembrado de cadáveres y los que tenían la desgracia de caer heridos podían darse por muertos, porque ambos bandos estaban poseídos de un furor diabólico: no se perdonaba a nadie y como las municiones se habían consumido casi en su totalidad y las distancias se habían reducido a unos cuantos metros, la matanza se hacía a punta de bayonetas, a culatazos, a cuchillo y el que no tenía ya ni una cosa ni otra, se cruzaba a bofetadas o mataba o moría apretándole el “cogote” al enemigo. Los heridos y los que por escapar con vida se hacían “los muertos”, morían de veras con una pedrada en la cabeza. Nuestros soldados, desesperados, locos por la sed y por la rabia de verse en la impotencia para vencer, se habían convertido en verdaderas fieras y sabiendo que la muerte había de venir de una u otra manera, mataban sin lástima ni cuartel. Enemigo que caía era hombre muerto, y lo mismo hacían los peruanos: nuestros soldados parecían energúmenos, tal era el furor con que encaraban a la muerte. Aquello no parecía una batalla, sino una horrenda carnicería, y los contendores no se contentaban con matar sino que también se injuriaban con los epítetos más gruesos. Ví muchos de los nuestros que, heridos y sin poder defenderse ni recibir auxilio, porque cada cual atacaba o se defendía solo o en grupos sin preocuparse de los demás, al ver que iban a ser muertos a bayoneta por un grupo de peruanos que se precipitaban como perros sobre ellos, se incorporaban para injuriar a sus victimarios y antes de ser despedazados, los escupían. Incertidumbre A las 12, la situación se hizo insostenible y mientras el enemigo recibía refuerzos tras refuerzos, los nuestros disminuían sensiblemente agobiados por el número, rendidos de sed, de cansancio y desesperación. Recién entonces nuestros jefes pensaron que era necesario retirarse para salvar siquiera los restos de aquellos heroicos soldados que tan gloriosamente afrontaban la muerte por el honor de su bandera. Muchos de ellos, enloquecidos por la sed que los atormentaba hacía ya 36 horas, habían abandonado el campo y la pelea, precipitándose por las escarpadas laderas que conducían a la quebrada, donde corría un hilo de agua turbia y sanguinolenta: pero apenas llegaban a orillas del agua y se tendían para beber, quedaban acribillados de balas que recibían en la espalda y que les disparaban los peruanos parapetados en las alturas, con la única misión de impedir que nuestros soldados lograran beber; ahí quedaban rígidos y sin vida, haciendo el papel de siniestros tacos en aquel tentador arroyuelo, en que corría, no sólo el agua turbia y barrosa sino también los kepies, correas, caramayolas y trozos macabros de restos humanos... Los que en la parte alta luchábamos a muerte, no sabíamos ni podíamos saber lo que ocurría en el fondo de la quebrada, aun cuando sentíamos a veces el repiqueteo de los fusiles y los sordos rumores de los combatientes y suponíamos que el “2º de Línea” se vería en idénticas circunstancias a las nuestras. A las 12:30 P.M. y cuando ya empezábamos a retroceder, agobiados por el número y ya sin municiones, ví que dos jinetes llegaban a todo galope a nuestra línea, uno de los cuales resultó ser el Sargento Mayor, don Jorge Wood, ayudante del Coronel Arteaga, que gritaba alentando a la tropa: -¡No hay que aflojar, niños de la “Marina”, ya nos viene el refuerzo con municiones y los “Granaderos” van a cargar! Cargan los “Granaderos” A los pocos minutos desapareció, y según supe después, colocándose a la cabeza de los 100 “Granaderos” que mandaba el Capitán don Rodolfo Villagrán, que hasta ese momento había
estado a retaguardia esperando órdenes, dio la orden de cargar al centro enemigo, formado por los famosos Regimientos peruanos “Zepita” y “2 de Mayo”. El momento no podía ser más propicio para efectuar esa carga. El terreno también se prestaba para que la caballería maniobrara holgadamente. Pocos minutos después sentimos a nuestras espaldas el furioso galope de los cien centauros de “Granaderos”, que en línea de batalla venían como una legión de mil demonios, a toda brida, el terrible sable francés, afilado a molejón, en alto, y a todo chivateo sobre el enemigo. Los que estábamos por delante nos corrimos para los flancos para darles pasada, y pude ver entonces, y por primera vez, lo que era nuestra caballería en acción. Al frente se destacaba la figura bizarra del Capitán Villagrán, que con su sable en alto y el revólver empuñado en la mano izquierda, conjuntamente con las riendas, bastaba para aterrorizar al enemigo más animoso. A los flancos de la línea, que ocupaba cerca de cien metros, divisé también al Coronel Vergara y al Mayor Wood, que animaban con el gesto y la palabra a la tropa, señalando con sus espadas al enemigo. Me figuré que dada la ventajosa situación que tenían los peruanos, que ya se podían considerar victoriosos, aquel puñado heroico y resuelto de “Granaderos” no alcanzaría a llegar siquiera a tomar contacto con ellos, dado además que en esos momentos no eran menos de 3 mil hombres bien armados y amunicionados: pero, cuál no sería nuestra sorpresa y alegría cuando vimos que el enemigo, que pocos minutos antes se mostraba tan tenaz y osado, daba vueltas las espaldas y ponía pies en polvorosa, ¡como si le hubiera salido alas en los pies! ¡Victoria! Y vimos cómo los terribles sables de los “Granaderos” brillaban como relámpagos a la luz del sol de mediodía, subiendo y bajando con rapidez pasmosa. Media hora después los tremendos soldados del “Zepita”, los invencibles e inmortales del “2 de Mayo” y los famosos “Cazadores de la Guardia Peruana”, maltrechos y cariacontecidos, comentaban sin duda, a dos leguas del campo de batalla, la aparición formidable de aquellos terribles gigantes de caballería que, en menos que canta un gallo, habían cambiado el comienzo de una necesaria retirada en una victoria inesperada y salvadora. Al descender los restos de la División chilena, que habían peleado en la proporción de uno contra cinco, al fondo de la quebrada, buscando el líquido elemento que había de satisfacer una sed de 36 horas de marchas forzadas, combates y todo género de esfuerzos, pudimos contemplar horrorizados el efecto de los sables de los “Granaderos”. En los montones de cadáveres que yacían en la arena, se veía que habían caído fulminados por los sables vengadores. Vimos soldados enemigos que tenían la cabeza materialmente partida hasta los hombros: otros, con los brazos cercenados hasta el codo; y uno, que habiendo sido ensartado por la espalda, conservaba aún envainado en su cuerpo el sable del granadero, que sin duda no lo había podido retirar en el momento de la carga. Supimos después que el autor de aquella terrible y mortal estocada maestra era un Cabo 1º, de apellido Norambuena, que obligado a recuperar su arma, no paró hasta que dio con el cuerpo de su víctima. La fuga de los peruanos del alto contaminó a los que se batían en la quebrada con el “2º de Línea”, que al ver correr a sus amigos los siguieron llenos de entusiasmo, abandonando la partida y dejando en poder del Coronel Ramírez el pueblo de Tarapacá. Y entonces pudo verse un espectáculo curioso y digno de ser descrito, que nos trae a la memoria el verso de un viejo poeta italiano, que a la letra dice:
Quanto e bella giovenezza! Ma senfugge tuttavia; Chi vuol esser lieto sia; Di doman non vie certezza! Que traducido literalmente significa: ¡Qué hermosa es la juventud! Pero huye prontamente; Goce el que gozar quiera; ¡Pues nadie del mañana está seguro! Gallinas y brevas Si algún extraviado viajero, montado en pacífica mula, hubiera caído por casualidad por los pagos de Tarapacá después de la batalla, y acercándose al borde de la quebrada hubiera podido contemplar el espectáculo que se ofrecía a su vista, habría dicho que la más envidiable paz, tranquilidad y sana alegría reinaban en esos parajes, una hora antes la copia infeliz de un infierno. Las tropas todas habían recibido orden de entregarse a reparador y muy merecido descanso, para que a la vez atendieran, como mejor les fuera posible, a proporcionarse alguna alimentación, ya que tanto en el pueblo como en sus alrededores no escaseaban los corderos, las aves de corral, Tal cual vaquillas y algunos rollizos puercos que habían escapado a la voracidad de los peruanos. Era además tiempo de frutas y en el estrecho pero fértil vallecito que ocupaban nuestras tropas, los árboles aparecían cargados de sabrosas brevas, olorosos membrillos y doradas naranjas y limones. Nuestros soldados, siempre famosos rebuscadores de gallinas en tiempos anormales y aún en los de paz, se olvidaron como por encanto de las penas, marchas, hambrunas y aun de la sed y de la batalla misma. ¡Qué diablos! La necesidad es a veces ley suprema, y cuando el estómago manda se olvidan muchos reglamentos y muchas nociones de prudencia. Y aquel sitio que fue pocos minutos antes campo de Agramante, se tornó como por obra de brujería y encantamiento en una verdadera Arcadia feliz. Aquí, un grupo de oficiales, asesorados por media docena de asistentes, ayudaban a despanzurrar un cordero y a preparar el fuego y el asador: allá, unos cuantos soldados perseguían, entre risas y dicharacheros, a una infeliz gallina o a un estirado gallo que quería defender su prenda, y acullá, tendidos regaladamente bajo la sombra protectora de una copuda higuera, un grupo de jefes se entregaban a la grata tarea de engullir unas hermosas brevas. Los asistentes, estos fieles e inseparables hombres que en tiempo de paz o guerra se encarnan puede decirse en el servicio y atenciones para con sus oficiales, recorrían el abandonado pueblo, requisando a veces algunas botellas de excelente vino de Pica o algún panzudo chuico o canco de transparente pisco de uva o chirimoya, que sin duda tenía preparado, previsoramente, uno de los tantos jefes peruanos para la larga y áspera jornada a Tacna, interrumpida por la brusca irrupción de los chilenos. La batalla de las cazuelas El Coronel, jefe de la División, don Luis Arteaga, distinguidísimo jefe, en su tiempo, que había ido a estudiar estrategia a la Escuela Politécnica de Metz, formaba un interesante grupo
con los Coroneles: De Toro Herrera, Vidaurre, Ramírez, Vergara, Santa Cruz y otros, muellemente sentados bajo de una frondosa higuera, comentando los sucesos y las distintas fases de la batalla que había dado al traste con la superioridad numérica de los enemigos. Cerca de ellos chisporroteaba una hermosa fogata y los asistentes vigilaban con celo una majestuosa olla, dentro de la cual hervían unas cuantas gallinas, que ofrecían a los escuálidos estómagos de aquellos viejos y respetables jefes un caldo suculento y reparador. El Coronel Toro Herrera, que tenía justa fama de ser uno de los jefes más queridos y charladores al mismo tiempo, salpicaba la conversación aliñándola con algunos dichos más o menos chuscos, que no le faltaban nunca, ni aún en las circunstancias más difíciles. El jefe superior, el responsable del mando por su antigüedad en el grado y su vasta versación militar, oía las opiniones de todos, se atusaba de cuando en cuando su cano y marcial bigote o su pera napoleónica y liando su famoso cigarrillo de legítima hoja talquina (Talca estuvo así bien representada en Tarapacá), se entregaba a la meditación o al reposo, contemplando ensimismado las columnas de humo del tabaco. -A mí me parece, mi Coronel, decía Toro Herrera, que a estas horas los cholos estarán llegando a Tacna. Imprevisión -Lo fregado del caso, añadía Santa Cruz, más previsor y menos bromista, es que si se les ocurriera volver, nos pillarían aquí sin perro y casi sin municiones. -Los pobres cholitos estarán a estas horas trotando duro para Tacna o haciendo lo mismo que nosotros, reponiendo las fuerzas, ya que esta mañana les interrumpimos el desayuno, observó Vidaurre. -Y usted, Coronel Vergara, ¿qué cree que harán los peruanos en estos momentos?, le preguntó el jefe Arteaga, apurando su décimo cigarrillo. -Mi opinión es, replicó Vergara, con la gravedad que le era característica, que tan pronto como la tropa se haya repuesto, podríamos despachar de reconocimiento al Capitán Villagrán, con sus “Granaderos” para saber a qué atenernos. -Excelente idea, aprobó el Coronel Arteaga, pero esperemos una hora más para que la caballada tenga tiempo de reponerse, forrajear algo y beber, lo mismo que la tropa: enseguida tocaremos “llamada redoblada” y esperaremos los acontecimientos y las noticias que nos traiga Villagrán. Y el bravo Coronel, jefe de la División que en medio del fuego y la batalla, imperturbable y fiero, bajo una lluvia de balas, le había vuelto la grupa de su caballo al enemigo para poder prender el fósforo que le permitiera fumar su cigarrillo tradicional, empezó tranquilamente a liar su undécimo pitillo. Mientras los jefes resolvían las medidas estratégicas que dejamos relatadas, y concluía de hervir la sabrosa cazuela que les entonaría el estómago y posiblemente el meollo, la tropa, distribuida a lo largo de la quebrada y en una extensión que podía representar una legua, seguía pescando gallinas y atrapando brevas. -Oigan, hermanitos de la “Marina”, decía un bravo chacabucano, encaramado en la copa de una higuera, aquí me encontré la napa de brevas; pongan una manta para convidarles. Y corrían dos “Zapadores”, un artillero y tres niños de la “Marina” a recibir los brevazos que el chacabucano les arrojaba como proyectiles. En un romántico y escondido rincón de una revuelta de la quebrada y bajo unas matas de membrillo, un grupo de oficiales de la “Marina”, del “Chacabuco” y de “Zapadores”, esperaban que hirviera la cazuela.
Algunos oficiales se habían despojado de la blusa, y en mangas de camisa, se lavaban en la no muy limpia agua que corría por el arroyuelo; otros se habían despojado de las toscas y burdas botas que les hacían sangrar los pies y no faltaba uno que, aguja en mano, remendaba un desgarro del pantalón. Otros, más chuscos, habían puesto un letrero en el tronco de un árbol, que decía: -Aquí está Silva. Pasar a verme, que aquí estoy viviendo. Recuerdo que el Alférez de mi Cuerpo, Alonso Toro Herrera, hermano del Coronel, tuvo la humorada de hacer creer a muchos que luego llegarían unas ricas empanadas que había encargado preparar a su asistente, aprovechando un horno que descubrieron en un rancho vecino. Y para hacer más creíble la buena y sabrosa nueva, había ordenado echar ramas secas al horno, las que daban la humareda precursora de las clásicas empanadas. Los caballos de los “Granaderos” pastaban en los cuadros de verde alfalfa inmediatos al pueblo, y sus oficiales también se preocupaban de reponer el estómago vacío más de 40 horas. Los cirujanos de los Cuerpos hacían verdaderos milagros para multiplicarse curando los numerosos heridos. Uno que velaba En el alto, donde había tenido lugar lo más recio del combate, donde no había ni brevas, ni gallinas, ni árboles sombríos, ni lanudos y sabrosos corderos, había quedado, sin embargo, un viejo y veterano jefe, montando guardia voluntaria con una cincuentena de soldados, que a pesar de sentir el mismo hambre que los de abajo, se habían conformado con mascar una dura tira de apolillado charqui y un más que duro pedazo de galleta. El instinto natural del soldado veterano, el espíritu desconfiado de un jefe envejecido en el servicio, parco y severo para todos sus actos y exigente en las funciones y deberes de su oficio, había influido en el ánimo siempre alerta del Teniente Coronel don Maximiano Benavides, 2º jefe de la “Artillería de Marina”, para resistir a la tentación de seguir a sus compañeros en la calaverada de bajar al agua, a la cazuela y a las brevas, dejando abandonado el campo, la altura salvadora de una sorpresa posible y la vida de los soldados confiados a la pericia y a la prudencia de sus jefes. Junto con Benavides compartía la parquedad de aquel modesto refrigerio de soldado, el Sargento Mayor ayudante del Coronel Arteaga, don Jorge Wood Arellano, que diera tantas pruebas de intrepidez y porfiado esfuerzo para salvar en ese día triste el honor de la bandera, cargando con los “Granaderos” de Villagrán con tanta bravura que produjo la derrota del enemigo, ensoberbecido y envalentonado por el número. El Comandante Benavides era el tipo del jefe estricto, y en su larga carrera, que había empezado de Cabo, en la vieja Escuela de Clases, era de la misma pasta que Lagos, el captor de Arica y que Velázquez, el primer artillero del Ejército. El Mayor R. Wood, de origen netamente inglés, era a la vez un jefe disciplinado y siempre listo para afrontar cualquier sacrificio. Ambos habían visto la imprudencia de los jefes superiores al no tomar las más elementales medidas de seguridad para precaver a las tropas que estaban diseminadas en una larga quebrada, estrecha y sinuosa, casi cortada a pique por el lado donde había tenido lugar la batalla, y con uno que otro sendero de cabras que daba acceso al alto y por donde no podían en caso necesario subir dos hombres de frente. Y antes de pensar en las cazuelas, el Comandante Benavides había mandado a su asistente al bajo, facilitándole una rolliza mula que era su única cabalgadura de batalla, para que subiera dos o tres caramayolas de agua.
Con el Mayor Wood comentaba la situación y como soldados prudentes y previsores empezaron a reunir ahí mismo a cuanto soldado pasaba a sus alcances, a pertrecharlos de municiones y a registrar los morrales y las cananas de los muertos para aumentar la dotación de tiros Comblain. Y así pudieron reunir cerca de 300 soldados y preparar dos piezas de artillería de las que se habían perdido en la mañana. La sorpresa Después de una buena comilona, y cuando la modorra entra en acción, el cuerpo pide reposo, y así como el hermano guardián del convento se entrega a la dulce y tranquila siesta, así también nuestros soldados, de Coronel a tambor, pensaron que una siestecita a la sombra de las higueras no vendría del todo mal. Y seguramente, lo habrían hecho, si en esos precisos momentos no hubieran visto que de la cima de la quebrada, al lado sur del pueblo, y de la cumbre de los cerrillos que rodean el caserío de Tarapacá y de la ceja izquierda misma, donde había tenido lugar el sangriento entrevero de la mañana, se descolgaba como siniestros mensajeros de exterminio, un verdadero enjambre de peruanos, que, aprovechando la ninguna vigilancia de la División chilena, habían logrado acercarse sigilosamente para atacarla, viendo que estaban dispersos y desprevenidos. Y aquí fue el rodar de las ollas y el correr de los soldados, que se armaban como podían, y el cruzamiento de jefes y oficiales que trataban de reunir sus unidades para afrontar la nueva situación. Fusilados desde las alturas Luego empezó a caer un diluvio de proyectiles que causaban numerosas bajas, sin que los nuestros pudieran contestar ordenadamente el fuego, anonadados aún por la sorpresa. El Coronel Arteaga subió a caballo en el acto y cada jefe del grupo, llamado hasta hoy día de la cazuela, comprendiendo el enorme peligro de perecer todos casi sin defensa en el fondo de aquella “Arcadia feliz”, que en esos momentos podía transformarse en sepultura de la División entera, se dieron a la difícil tarea de hacer escalar a los soldados la empinada cuesta que conducía al alto, para ordenar ahí la tropa y afrontar en campo abierto la segunda batalla que se presentaba en tan mala como trágica forma. Barajando el desastre El Coronel Arteaga, sin perder su serenidad ni apagar su cigarrillo, daba órdenes que se cumplían al momento. El “2º de Línea” debía mantener el dominio de la quebrada y del pueblo: el Coronel Vidaurre, con la Compañía del Capitán don Gabriel Álamos, de “Artillería de Marina”, recibió la orden de defender a toda costa un remanso de agua en que podían beber las tropas: y los demás, a escalar las alturas, para hacer frente al enemigo que de seguro pretendería cortarnos la retirada. Impartidas las órdenes y más o menos cumplidas y reunidos los que debíamos subir al alto, emprendimos más que al trote quebrada abajo para buscar algún sendero por donde encimar la altura y en la dirección que sentíamos el estampido de un cañón y el fuego de fusil que indicaba que en lo alto había un grupo de los nuestros que hacía frente a los peruanos. Eran los 300 del Comandante Benavides, que, caballero en su mula y acompañado de unos pocos oficiales y del Mayor Wood, organizaban la resistencia y lograban detener en su rápido
avance a los Cuerpos que componían la 2ª y 3ª División peruana, que habían escapado intactas de Dolores y que mandaban en jefe dos renombrados enemigos: Cáceres y Bolognesi. Ambos contendores se merecían, según lo demostraron en el resto del día. Mi actuación personal en esta batalla no fue ni podía ser naturalmente de ninguna importancia, ya que a los 14 años y en el modesto grado de Alférez no era posible sobresalir en ninguna forma, salvo el honroso mérito de cumplir con el deber de todo chileno que combate por su patria. Sin embargo, relataré algunos hechos en que me cupo actuar, siquiera para variar lo trágico de aquella memorable jornada, que hasta hoy ha hecho creer a muchos de nuestros compatriotas que Tarapacá fue una derrota. Los peruanos, que con cerca de 6.000 hombres bien armados, estaban en su propia casa, descansados, y que no fueron capaces de aniquilar a nuestro pequeño destacamento de 2.200 hombres que habían venido marchando a pie desde Pisagua, escasos de agua, de víveres y municiones, han pretendido hasta hoy hacer creer al mundo que el ejército chileno fue derrotado en Tarapacá, y celebran anualmente con grandes fiestas y repiques de campanas el aniversario de aquella victoria. Sería de desear que no falsearan la verdad histórica, y que confesaran que fueron incapaces para derrotar seriamente a una pequeña fracción de nuestro ejército, contando ellos, además de las ventajas enunciadas, con una formidable División de 6.000 hombres mandados por sus mejores jefes. Por victoria se entiende el hecho de derrotar y poner en fuga al enemigo, que arrojando sus armas, se dispersa y desbanda, alejándose del campo de batalla. Pero, volvamos a nuestra narración. Carrera de gamos Obedeciendo las órdenes del Coronel Arteaga, los oficiales y tropa que pertenecíamos al destacamento del alto y que habíamos bajado al agua y a las brevas, tratábamos de subir a la planicie donde sentíamos tronar el cañón y el fuego de fusilería. Corríamos quebrada abajo en la esperanza de encontrar un sendero cualquiera para subir, sin perjuicio de detenernos a ratos para tomar aliento y contestar con algunos tiros el fuego graneado que se nos hacía de las alturas y cerrilladas de la derecha de la quebrada, por donde nos seguían las guerrillas del enemigo. Al llegar a una revuelta de la quebrada, angosta y estrecha en esa parte, divisé un rancho de piedra, y al pasar cerca de él tuve la sorpresa de oír que alguien me llamaba por mi nombre. En la puerta del rancho aquel estaba el Sargento Rodríguez y un Cabo de apellido Plata, que así como era de valor por su significado, tenía según lo demostró un verdadero corazón no de plata sino de oro. -Mi Alférez, venga que aquí tenemos al Capitán herido, gritaban ambos. Me detuve y entré al rancho, donde había unos cinco o seis soldados heridos y en un rincón, acomodado sobre un montón de pasto seco y una manta, mi propio Capitán Silva Renard, que había sido bajado del alto por aquellos dos abnegados subalternos, y algunos soldados, buscando para el herido un poco de sombra y de agua fresca. Al verme entrar con una facha realmente extravagante, pues yo llevaba desenvainada mi espada y en la mano izquierda el revólver, sin la gorra de mi uniforme, que había quedado en el sitio de las cazuelas, con el traje enteramente empolvado, los zapatos rotos, el cabello en desorden y ¿por qué negarlo? con el aspecto de un hombre consternado por los terribles
sucesos que se venían desarrollando tan trágicamente, el Capitán que había hecho lo posible por incorporarse sin conseguirlo, me dijo: -Estamos perdidos, Alférez, y yo no puedo moverme: tengo que morir aquí sin remedio. Déjeme el revólver para defenderme siquiera antes que me maten. Yo no podía hablar: sentía un nudo en la garganta, y no hallando que decirle, pues yo mismo no sabía qué partido tomar, propuse sacarlo de ahí y llevarlo como pudiéramos al alto, porque no se me ocultaba que si quedaba ahí, era hombre muerto en cuanto llegaran los peruanos. Tratamos de levantarlo, pero las vendas del cuello saltaron con el esfuerzo y la sangre volvió a surgir de la herida. Sitiados en el rancho En esos mismos momentos, unos diez soldados de todos los cuerpos, con un oficial del “Chacabuco”, penetraron al rancho con el objeto de atrincherarse y resistir así a doscientos o más peruanos que venían persiguiéndolos: sin darse siquiera cuenta que había heridos en el suelo, los recién llegados hicieron fuego por los huecos de las piedras del rancho al enemigo que intentaba rodearnos. Las balas peruanas repiqueteaban en las piedras y algunas se introducían por los resquicios y por la puerta, que era de madera y delgada. Oíamos los gritos y las injurias de aquella manada de cobardes que nos insultaban a voz en cuello: -¡Chilenos cobardes, salgan fuera, puis! -¡Rotos bandidos, ladrones, salgan, puis, mariquitas! Pero ellos, que eran más de 200 no se atrevían a acercarse a menos de 50 metros, porque sabían que había más de 10 “rotos ladrones” armados que venderían caro el pellejo. La gritería aumentaba: los cholos vociferaban como energúmenos, agotando el vocabulario muy traqueado en que el epíteto de rotos era el más suave. El Capitán, herido, sangrando por sus dos heridas, me hizo una seña y me dijo muy quedo: -Alférez, rindámonos, estamos cercados y no tardarán mucho en venírsenos encima y asesinarnos. Yo le dije que rendirse era peor y que valía más morir matando. Así no se siente la muerte. El Teniente del “Chacabuco” me dijo: -Alférez, pongámonos a la cabeza de estos soldados y salgamos a hacerles un guapo a los cholos: pueda que nos abramos paso para abajo de la quebrada y ganemos las alturas. Le mostré con la mano al Capitán, desangrándose y casi moribundo, pero el Teniente me agregó: -Nuestro deber es tratar de incorporarnos a nuestros regimientos que pelean en el alto. Me despedí del Capitán con la mirada y el Sargento Rodríguez me dijo: -Yo me quedo con el Cabo Plata para acompañar al Capitán. Ordenamos la salida no por la puerta, a cuyo frente y sólo a 50 metros saltaban y gritaban furiosos los enemigos, sino que derribamos de un solo empujón la parte de atrás del rancho. Nos detuvimos dos minutos para intimidarlos con el fuego graneado de nuestros 10 bravos compañeros, y aprovechando la sorpresa que les causamos, emprendimos quebrada abajo la más veloz carrera que he visto y que veré en mi vida. Empecé a ver turbio Yo veía todo turbio: sentía cómo me silbaban cien balas por la cabeza y cómo saltaban a mi cara las piedrecillas del suelo que las balas hacían saltar.
El deseo de escapar de aquella jauría que nos seguía haciéndonos fuego me daba fuerzas increíbles y al ver ante mí una enorme piedra que cortaba mi carrera la salté y fui a dar de bruces al otro lado: pero reuní nuevas energías y seguí corriendo una, dos, tres y seis cuadras. Las balas ya no me acariciaban las orejas: me paré en seco, miré para atrás y divisé al Teniente del “Chacabuco” que me seguía en segundo lugar en aquella formidable carrera. Nos reunimos y luego se nos juntaron tres soldados más sin rifles y sin kepíes; los habían tirado porque no tenían una sola cápsula y sólo venían armados con la bayoneta a modo de lanza. Al volver un recodo de la quebrada casi nos fuimos de espaldas: subidos en una higuera cargada de brevas estaban unos ocho soldados de distintos cuerpos y abajo, otros veinte esperaban que los de arriba los convidaran con el sabroso fruto. Estaba visto que en ese día las brevas y las cazuelas serían fatales para nosotros. El Teniente del “Chacabuco” se enfureció con ellos y les dijo: -Son ustedes unos bribones y unos malos soldados: mientras arriba están peleando nuestros Regimientos, ustedes están aquí muy tranquilos comiendo brevas. Los soldados se excusaban como mejor podían, y yo me dije para mi capote: -Nosotros también somos otros bribones, porque no estamos arriba. Trepando la cuesta Organizamos a todos los soldados y luego de haber buscado una subida, divisamos un sendero de cabras por donde iniciamos la repechada. Del lado opuesto nos divisaron los peruanos y empezaron a hacernos un fuego de todos los diablos, que contestábamos con uno que otro tiro. Al fin encimamos la áspera cuesta, y al llegar al plan nos recibe a balazo limpio un grupo de enemigos que se batía con otro grupo de los nuestros; creyéndose flanqueados por una hábil maniobra, retroceden y nosotros aprovechamos el momento para incorporarnos a la carrera a las filas de los nuestros, que contenían a duras penas el empuje de los batallones peruanos. Se peleaba tal como en la mañana, aunque se notaba menos actividad en el fuego de parte nuestra, debido a la escasez de municiones. Realmente llegué a creer que el General en jefe había hecho mal en permitir que una pequeña partida del ejército, sin reservas de ningún genero, sin un pequeño parque de repuesto, sin ambulancia, sin contar segura la provisión de agua, hubiera sido mandada a tan larga distancia, en una pampa árida y desprovista de todo recurso, para capturar y dispersar los restos de un Ejército de 10.000 hombres que se retiraron casi intactos de Dolores. Y añadiremos a esto que, sin siquiera conocer la topografía del terreno en que se iba a operar. En medio de la pelea y el humo de la batalla, vi al Comandante Benavides, que recorría impávido la línea de batalla de nuestro Regimiento, siempre caballero en su famosa mula. A los lejos y un poco a retaguardia divisé al Coronel Vergara, don José Francisco, que ese día desplegó lujo de valor y de heroísmo, sin escatimar en ningún momento su persona al fuego enemigo. El Coronel usaba uniforme blanco, y en viaje, una manta del mismo color que lo exponía a servir de certero blanco. A su lado estaba el Coronel Arteaga, en su caballo oscuro, fumando tranquila y serenamente su cigarrillo talquino. Tras éste se divisaban los Ayudantes, y entre ellos, el Mayor Wood. Eran las 4:30 de la tarde: la batalla estaba en todo su apogeo; los Cuerpos peruanos, hacían toda clase de esfuerzos para quebrantar nuestra línea, nuestros bravos soldados no retrocedían un ápice, y cuando envalentonados aquéllos avanzaban más de lo conveniente, aprovechando que nuestro fuego
era lento, nuestra línea entera armaba la bayoneta y amagaba una carga, que contenía la arrogancia del enemigo. Las bayonetas chilenas no fueron nunca agradables ni simpáticas a los peruanos. Mientras esto ocurría en el alto, el Comandante del “2º de Línea”, que había recibido tarde la orden de subir al alto de la cuesta llamada de la Bisagra, para incorporarse a la línea que él mandaba en jefe, intentó varias veces darle cumplimiento: pero al querer forzar el paso defendido tenazmente por fuerzas muy superiores, fue herido en la mano izquierda: curado por el cirujano Kid, se empecinó en pasar a través de un enjambre de enemigos y fue nuevamente herido, esta vez de gravedad. Para salvar su vida, los soldados retrocedieron con él a la quebrada y ante este movimiento retrógrado, los peruanos creyeron seguro que aquellos se rendirían muy pronto. Pero sucedió lo contrario: acorralados en esa parte estrecha de la quebrada, los capitanes Garfias, Fierro, Ignacio Silva y Garretón se atrincheraron en los ranchos y en las rucas de piedra que ahí abundan y muy pronto, copados por el número, morían los tres peleando bravamente. Muy luego cayó también herido de muerte el 2º Comandante, don Bartolomé Vivar, el Teniente Cotton y los subtenientes Guajardo, Belisario López, Bascuñan, Barahona, Morales y Moreno y heridos de toda gravedad el resto de los oficiales. No se recibía cuartel, a pesar de que algunos jefes enemigos les gritaban que se rindieran. ¡Eleuterio Ramírez! Ramírez, herido y rodeado de algunos oficiales tan imposibilitados como él, desangrándose todos y auxiliados únicamente por dos de las cantineras del Regimiento, que les humedecían los labios con un poco de agua con cognac, estaban dentro de un rancho esperando la muerte con serenidad heroica. Muy pronto llegó la avalancha de peruanos convencidos de que ahí no había sino heridos indefensos. El Coronel Ramírez, que empuñaba un revólver en su mano derecha, mató a los primeros que entraron, pero muy luego, aumentó el número de asaltantes y uno de ellos, un oficial que ese día manchó para siempre su honor de soldado, le disparó a boca de jarro un tiro en la cabeza que concluyó con la vida de aquel bravo entre los bravos. Peores que salvajes Muerto el jefe, los peruanos se envalentonaron y repasaron a los heridos, asesinando también a las cantineras, a quienes, después de muertas, afrentaron sus despojos, cortándoles a raíz, los senos y las orejas. Los salvajes del África no hubieran procedido en igual forma. No contentos con estos ultrajes, acarrearon ramas secas y rodearon el rancho con leña y troncos, prendiéndoles fuego en seguida. Esto hicieron aquellos hombres que, según parece, se honraban con cargar un uniforme militar, a vista y paciencia de sus jefes y oficiales que miraban impasibles esos actos de barbarie. Más humanos y civilizados fueron, por suerte, los que invadieron el rancho donde quedara moribundo y casi exánime el Capitán Silva Renard. Un oficial cuyo nombre nunca pudimos averiguar, al frente de algunos soldados entró al rancho minutos después que nosotros lo habíamos abandonado y generosamente amparó y salvó la vida de aquel buen servidor de Chile y de los dos Clases que lo acompañaron. Estos fueron llevados como prisioneros hasta Tacna, mientras el Capitán, herido y dejado en la ambulancia peruana, salvó esa vez de la muerte, para ir a morir como Comandante del Batallón “Talca”, en la Batalla de Chorrillos.
A las 7 P.M., la línea del Coronel Arteaga, debido a la precaución y prudencia del “viejito de la mulita”, como llamaban cariñosamente los soldados al Comandante Benavides, que contaba en ese día con más de 66 años, se mantenía tan firme como en el principio de la batalla y los esfuerzos y empujes y bravatas de los batallones peruanos resultaron ineficaces. En retirada A las 7:30, el Coronel Arteaga, por conducto del Mayor don Jorge Wood, ordenó que nuestra tropa se batiera en retirada, paso a paso y haciendo frente al enemigo, orden que empezó a cumplirse con serenidad y orden dignos de un cuerpo de ejército disciplinado. Los heridos fueron enviados adelante, buscando el camino de Dibujo, acompañados de los cirujanos de los cuerpos. Y principió entonces esa célebre y cómica retirada, en que el papel de los peruanos se redujo a seguir también paso a paso nuestra marcha. Era cómico ver a una masa de 4.000 peruanos, que hacían el papel del mono, imitando nuestros movimientos, cuando con un poco de eso que se llama “pana”, en lenguaje vulgar, habrían podido tomarnos prisioneros o concluir con todos, pues apenas si éramos 1.400 hombres, cansados, agotados y sedientos nuevamente, arrastrando un tren numeroso de heridos, con tres o cuatro tiros por rifle y con la perspectiva poco envidiable de tener que recorrer de nuevo y de noche, aquella pampa tenebrosa y desierta. El enemigo no nos seguía como cuerpo victorioso que debe aprovechar su víctima, sino que parecía escoltarnos políticamente, sin atreverse a cosas mayores. “Vencedores” que se achican y las echan Y a fe que esto era la verdad, puesto que al poner nuestra gente el pie en el camino a Dibujo, donde estaba el grueso de nuestro ejército, dieron púdicamente frente a retaguardia y emprendieron el largo camino que los había de conducir a Tacna, a donde llegaron cariacontecidos y maltrechos 21 días después. ¿Qué clase de victoria fue esa? En cambio, nosotros caminamos toda la noche, y cuando rendidos de fatiga y muertos de sed y descalzos la mayor parte y ya sin alientos nos botábamos en la arena para dejarnos morir, sentimos como cosa del otro mundo, el galope de la caballería que el General Baquedano mandaba muy oportunamente a socorremos. Eran 300 “Cazadores” que llevaban cada uno dos caramayolas con agua, que llegaban muy a tiempo. De mí, recuerdo que estaba tendido a la larga en el suelo, soñando con las modestas comodidades de mi hogar y pensando que si no hubiera sido tan patriota y arrebatado en mis juveniles resoluciones, estaría a esas horas durmiendo recatadamente bajo el techo paterno y esperando que aclarara para tomar un excelente desayuno. Un “Cazador” providencial Pero la realidad me sacó de mi sueño en forma de un robusto Cazador a caballo, que parando su manco a mi lado y creyéndome tal vez herido, me decía con voz estentórea: -¡Eh! compañero, arriba, que lo voy a llevar a las ancas. Me puse en pie de un brinco y aquel Cazador, al ver que parecía oficial, a pesar de que carecía de zapatos y tenía defendidos los pies con dos pedazos de capote amarrados con correas
portafusiles, me quiso ceder en su corcel el sitio de preferencia, su propia silla, que no acepté por cierto, conformándome con las ancas. Dos horas después, llegamos a Dibujo, a tiempo que aclaraba. Al lado de la estación estaba un grupo de altos jefes del ejército, de entre los que descollaba la marcial figura del General en jefe, don Erasmo Escala. Cuando mi Cazador detuvo su caballo cerca del grupo y el General vio que me apeaba de las ancas tan maltrecho, me llamó y me dijo: -¿Cuál es su cuerpo, hijito? -"Artillería de Marina ", mi General, le respondí, cuadrándome y haciendo el saludo reglamentario. -¿ Y sin zapatos, oficial?, me replicó. -Se rompieron en el camino, mi General. -Bueno, vaya a tomar un plato de valdiviano y un vaso de vino al rancho del Estado Mayor, me dijo aquel bondadoso anciano que se sentía triste y conmovido ante mi miserable facha. Y me puse las botas Al tiempo de retirarme oí al entonces Coronel Baquedano que le decía a uno de sus ayudantes, señalándome a mí: -Ayudante, lleve almacén, almacén Cuerpo Oficialito, ése, ése, y déle un par botas nuevas, nuevas. Y fue así como después de haber perdido mis botas algo viejas ya con que fui a la Batalla de Tarapacá, me armé de unas flamantes botas de Cazadores a caballo, obsequiadas por el ilustre General Baquedano. Cuando se pusieron viejas, después de la Batalla de Tacna, se las endosé a mi asistente, en vez de haberlas guardado como reliquias para habérselas mostrado a mis hijos. En la Batalla de Tarapacá perdimos entre muertos y heridos 774 hombres, es decir, el 35,5% sobre 2.283 combatientes. El enemigo sólo perdió el 10% sobre cerca de 6.000 hombres. Vuelta a Tarapacá. Cuadros de horror Pocos días después recibimos orden de volver a Tarapacá para recuperar las piezas de bronce, que por inservibles e inútiles habíamos tenido que dejar en el campo. En este viaje, que se hizo a las órdenes del Coronel Urriola, nos tocó presenciar el encuentro del cuerpo medio carbonizado del heroico Comandante del “2º de Línea”. Sepultado debajo de un montón de escombros, piedras, maderos calcinados y toda clase de inmundicias, fue hallado el cadáver del héroe y reconocido por el anillo de matrimonio que aún conservaba en el dedo anular de la mano izquierda. También se le distinguía parte de la cara y en el lado derecho un resto de patilla canosa, medio chamuscada. Del resto del cuerpo, sólo quedaba más o menos en buen estado parte del tronco, habiendo desaparecido las piernas. Los cadáveres de las cantineras estaban enteramente charqueados y triturados. Los jefes, oficiales e individuos de tropa que presenciábamos tan triste acto, nos descubrimos reverentes y emocionados ante esos despojos sagrados que demostraban la clase de enemigos con que teníamos que combatir. En cuanto a la responsabilidad de los que dispusieron la expedición a Tarapacá en la forma que se efectuó, mejor es no tocarlo.
El Coronel don José Francisco Vergara, a quien se culpó de ligereza por haber pedido esa comisión, se condujo con toda bravura, como lo hizo siempre en la Campaña de 1879. En igual forma lo hicieron todos los demás jefes y muy especialmente el Comandante Benavides y el Mayor Wood y el Capitán don Rodolfo Villagrán, que cargó a la cabeza de sus “Granaderos”. Aún vive, llevando modesta y apartada vida en el vecino pueblo de Quilpué, el Teniente Coronel don Pedro Hermosilla, que en Tarapacá tenía el grado de Alférez de “Cazadores a Caballo” y que ese día se cubrió de gloria bien ganada, cargando al frente de su Escuadrón con el mismo valor e intrepidez con que cargó en Miraflores, a las órdenes del valeroso cuanto malogrado Comandante Yavar, que allí encontró gloriosa muerte.
LA JORNADA DE LA "COVADONGA" EN IQUIQUE (Narración de J. Arturo Olid A. escrita en La Libertad Electoral, 30 de mayo de 1888).
El cuatro de mayo de 1879 a las once de la noche en punto, el Capitán Prat subía sobre el puente de la "Covadonga", que estaba fondeada en la bahía de Valparaíso, con orden de la Comandancia General de Marina para hacer rumbo a Iquique esa misma noche. La gente de mar estaba en su puesto: el segundo Orella, de pie en la proa, dirigía la maniobra de levar el ancla; la máquina, a cargo del inteligente ingeniero don José S. Coros dejaba escapar columnas de blanquecino vapor y sólo entorpecía el silencio de la noche el monótono canto de los marineros que giraban virando el ancla alrededor del cabestrante. Luego dejóse oír de Orella la palabra ¡Listo!, la máquina principió a funcionar y la "Covadonga" dejó lentamente su antiguo fondeadero haciendo rumbo al norte. ¡Adiós, caras ilusiones!, adiós, esperanzas de amor; adiós, madre; adiós familia, figúrasenos que sería la muda despedida de los que montaban la pequeña goleta. Una hora después, bajaba Prat los escalones del puente y se dirigía a su cámara. Estábamos en pleno océano y sólo se percibían a lo lejos millares de fantásticas lucecitas. A las dos de la mañana algunos oficiales permanecían sentados aún en las cureñas, divisando el faro de Valparaíso. Qué de gratos recuerdos no evocaría esa luz en aquellos cerebros jóvenes e irrespetuosos. Por el costado de estribor, la corbeta "Abtao" navegaba a nuestro par: su farol al tope nos indicaba su rumbo en medio de la oscuridad del mar y de un cielo encapotado. El 5 de mayo a las seis de la mañana navegábamos a vela y vapor frente a la costa de Coquimbo: el "Abtao", que se burlaba de nosotros por su mayor andar a máquina, quedaba ahora a 10 millas atrás y, por burla o chanza preguntaba por señales el Oficial de Guardia de la "Covadonga" al de la "Abtao" si necesitaba remolque o auxilio. Inocentes bromas de marino que tienen por únicos testigos dos inmensidades: el mar y el firmamento. El 7 del mismo mes y a las doce de la noche bordeábamos la costa de Iquique y después de dar a la Escuadra las señales de Ordenanza, fondeamos al costado del "Blanco Encalada", que izaba la insignia del buque almirante. Confieso que al ver por la mañana el pueblo de Iquique, recibí una impresión por demás desagradable. Eran unas hileras de casas medio sumergidas en el mar y que, lejos de semejar un puerto habitado, parecía más bien un cementerio, tal era el silencio y la quietud que en él reinaban. ¿Por qué, decíamos, se bloquea este puerto con siete u ocho buques y se deja abierto el de Pisagua? ¿Era un plan que había surgido en los salones de La Moneda de Santiago? ¿Se quería encerrar al ejército peruano en Iquique, dejándole abierta la ratonera de Pisagua? ¿Era el salitre el objeto del bloqueo? ¿No era del todo razonable, si se quería provocar un combate con la Escuadra enemiga, bloquear El Callao mismo y encerrar su Escuadra en ese puerto? Las largas horas del bloqueo de Iquique pasábanse por los tripulantes de la Escuadra chilena en ejercicios de vela y cañón y en adiestrar la marinería en el manejo de las armas, hasta ese entonces desconocidas para los reclutas que recién pisaban la cubierta de nuestros buques. Por otra parte, la vigilancia directa del puerto, encomendada a la "Esmeralda" y "Covadonga" daba a sus tripulantes algunos ratos de distracción cuando los de tierra infringían abiertamente las órdenes terminantes del Jefe de la Escuadra. Las máquinas resacadoras de agua para el consumo de la población estaban impedidas de hacerlo y se había notificado con oportunidad al jefe político y militar de Iquique y cada vez que las chimeneas de ellas arrojaban humo, la "Esmeralda" o "Covadonga" notificaban de su olvido al enemigo enviando sobre él algunas balas que hacían apagar al punto las hornillas de las resacadoras. Bullía entretanto en la mente del Contralmirante chileno Williams Rebolledo uno de esos grandes y heroicos planes que deciden las guerras con un solo golpe de audacia y resolución. A imitación del bravo
Cochrane, quería Williams atacar la Escuadra peruana con el grueso de la suya, en el mismo Callao y bajo los fuegos de sus poderosas baterías. Tampoco sabemos si este plan fue exclusivo del valiente almirante o si tuvo su origen en La Moneda, pero lo cierto del caso fue que en Consejo de Comandantes de buques se decidió realizar este plan cuanto antes y desde entonces principió a notarse por los que no estábamos en el secreto un inusitado movimiento de jefes y oficiales y brilló también para nosotros el sol de la decepción al saber que la Escuadra se marchaba en busca del combate y de la gloria y que nosotros, pobres y humildes tripulantes de viejos y carcomidos barcos, quedábamos guardando las puertas de Iquique. El Capitán Prat había sido designado por el almirante para tomar el mando de la Escuadrilla bloqueadora de Iquique, compuesta de la "Esmeralda", "Covadonga" y "La Mar" y en consecuencia izaba en el primer buque la insignia de jefe, cuando el penacho de humo del último buque chileno se perdía en el horizonte junto con el último adiós del amigo y del compañero. El 19 de mayo de 1879, el Teniente 1a don Manuel Joaquín Orella, segundo de la "Covadonga", ocupó todo el día en hacer ejercicios de abordaje y artillería a la bisoña tripulación de su buque. Cada cual recibió sus armas y su primera instrucción en ese sentido. La "Esmeralda" hacía ejercicio de cañón al norte del morro Colorado. Nosotros, fondeados en la bahía, divisábamos a la gallarda corbeta envuelta por el humo de sus cañones, sin sospechar que dos días después había de repetir ese ejercicio frente al altivo "Huáscar". El 20, a las siete P.M. abandonábamos a nuestro turno el fondeadero y salíamos mar afuera a montar la guardia del puerto. Desde esa hora hasta las cuatro de la mañana cruzamos al frente de Iqui-que sin novedad, hasta que a las cuatro y media alguien vio de a bordo algo como la estela de un buque que cruzaba al norte, a la par que nosotros. Esta noticia llamó la atención del Oficial de Guardia del buque, que acto continuo gobernó en demanda de dicha estela, pero después de seguirla como hora y media, perdióse en las alturas del mar, quedando entre nosotros la convicción de que aquello sería un vapor de la carrera que pasaba a esas horas por allí. Ahora bien, a nuestro humilde juicio, aquella estela olvidada en la historia de ese combate, no era otra sino la de los blindados peruanos que esperaban a la entrada del puerto las primeras luces del día para atacarnos. Esta afirmación nuestra, está plenamente confirmada por la declaración del Guardián 2a del "Huáscar", Francisco Jeria, portugués de nacionalidad, prisionero de la "Magallanes", poco tiempo después como patrón de la "Coqueta", quien dijo lo siguiente en un sumario levantado por el Comandante Thompson a bordo de su buque sobre los sucesos ocurridos en el puerto de Iquique el 21 de mayo de 1879: "Que llegaron a Arica en convoy con la "Independencia", "Chalaco", "Oroya" y "Limeña", la llegada a Arica la supone en día domingo, como la partida en martes. Dejando allí los transportes, se hicieron al sur el "Huáscar" e "Independencia", tocando en Pisagua el siguiente día por la tarde; allí tuvieron noticias. Partieron en seguida para Iquique pero no quisieron entrar y se aguantaron toda la noche fuera del puerto, etc.". Tal es la declaración de uno de los tripulantes del "Huáscar". Otra declaración, de Manuel Pérez, marinero del mismo buque, dice: "Que tocaron en Pisagua a la una de la mañana e y inmediatamente salieron a Iquique". Siendo pues que el trayecto entre esos dos puertos es de hora y media a dos horas a lo más,claro está que los blindados enemigos han debido cruzar fuera del puerto más de cuatro horas esperando la luz del día para acechar y caer sobre la codiciada presa. Eran entretanto, las seis y media de la mañana y la "Covadonga", concluida la guardia y no divisando humos en el horizonte, ponía proa a la bahía de Iquique en demanda de su habitual fondeadero. El mar estaba en calma y la mañana era plácida y serena; las olas rizábanse levemente arrulladas por la matinal canción de la brisa marina. Allá en un rincón del puerto
divisábase a la "Esmeralda", gallarda y severa con sus cofas caladas. La perezosa población del puerto enemigo dormía aún, como duerme el prisionero que no tiene másdistracción que contar paso a paso el espacio reducido de su prisión. Los marineros de la "Covadonga" aprestábanse para recibir la tradicional ración del coco, rudo desayuno del más rudo de los chocolates, cuando el vigía anunció humos al norte. ¿Quiénes eran los mañaneros visitantes?Era el enemigo, que en son de reto y combate avanzó muy luego hacia nosotros. El toque de generala vino a despertar a los que dormían la guardia pesada de la noche y recuerdo que mi camarote, especie de desván o agujero que estaba situado dentro de la misma máquina del buque, colindaba con la del Ser. Ingeniero Protacio Castillo. Amboshabíamos salido de guardia a las cuatro A.M. y era natural que el sueño fuera pesado a esa hora. Cuando yo desperté al toque de generala, sentí sobre cubierta el movimiento de los cañones y el correr de los marineros alistándose para el combate, mas, creyendo que era un simple ejercicio me di vuelta hacia la pared y pensé seguir mi interrumpido sueño, hasta que la vozdel mismo Cuevas, Ingeniero I9 de la máquina, me sacó de entre las sábanas, ordenándomeal mismo tiempo hiciera yo igual cosa con Castillo, que roncaba a más y mejor en su cama.Mas, ¡OH sorpresa!, al golpearle la puerta de su camarote y al advertirle que era la cosa formal, que los blindados peruanos nos atacarían en breve, recibí el más enérgico moramala que haya recibido cristiano alguno en la vida. Castillo no creía en la venida de los peruanos y fue menester rogar y suplicar para verle asomar la nariz por las rendijas de su camarote. Este era el resultado de las bromas y chanzas diarias del bloqueo. En esta circunstancia pedí permiso al Ingeniero 1a para subir arriba a ver cómo iba la cosa. Trepé pues por la escalerilla de fierro de los calderos y de allí salté a cubierta, en donde mehallé con un cuadro grandioso. A dos millas escasas divisábase al "Huáscar" y más atrás ala "Independencia". A nuestro costado de estribor se balanceaba la "Esmeralda"; arriba, el cielo azul e infinito: a nuestros pies el mar inmenso y a lo lejos el pueblo de Iquique, que contemplaba como los antiguos romanos en los circos de fieras, a las víctimas indefensas que iban a ser devoradas por las fieras sedientas de sangre fácil. De un salto trepé sobre el castillo de proa, en donde divisé a Videla, al maestro de víveres, Dueñas y a varios de otros compañeros que comentaban pacíficamente la situación. La "Covadonga" y "Esmeralda" casi se chocaban cuando Condell ordenó silencio. Los dos titanes, Prat y Condell iban a principiar la sublime conversación que abriría laspuertas de la eternidad para unos y las de la gloria para todos. Concluida ésta, vimos al "Huáscar" que izaba su bandera, afianzándola con un certero cañonazo que cayó precisamente diez varas delante de la "Covadonga" y por la popa de la "Esmeralda". Nosotros bajamos a nuestros puestos cuando nuestro buque contestó el reto del enemigo con otro cañonazo. La orden de Prat era terminante: "Seguir mis aguas y cuidar los fondos" ;Hubo desobediencia militar de parte de la "Covadonga" al doblar poco después la puntilla de la isla de Iquique y lanzarse por entre las rocas al sur en demanda de una salvación completamente imposible y quimérica?Estrictamente tratada la cuestión, sí la hubo; pero las diversas fases porque atraviesa un combate naval de dos o más buques autoriza a los jefes de ellos para sacar de la situación el mejor partido posible, haciendo daño al enemigo. ¿Podría imaginarse Condell, sabiendo que su buque no andaba más de 4 millas que iba aescapar de un enemigo cuyo andar era tres veces mayor que el suyo? Su plan fue rápido y concienzudamente llevado a cabo. Dividir el combate buque a buque y aprovechar los bajos de esa parte de la costa.. Aquello era como el juego de la mujer coqueta que atrae a un amante peligroso a los bajos del matrimonio. El Capitán Condell, secundado admirablemente por sus oficiales, inauguró el día con felicidad salvando la punta sur de Iquique completamente ileso; mas, como si el "Huáscar" esperara este momento para
hacernos conocer el peso de sus fuerzas, nos introdujo una bala de a 300 que tronchó en su base al palo trinquete, hirió mortalmente al doctor Videla, mató al mozo de la cámara y dejó abierta en el costado de babor una ancha vía en la línea de flotación, por donde se introdujo un verdadero río de agua, que amenazaba un rápido hundimiento. Como hasta ese instante no había habido ningún herido a bordo, el doctor Videla, cuyo puesto estaba en el entrepuente, donde estaba situada la botica del buque, se asomaba de cuando en cuando por una escotilla de la cubierta y por allí preguntaba a los marineros cómo iba la cosa. Fue en una de estas asomadas cuando la bala del "Huáscar" tronchó las piernas del valiente cirujano y llevó la cabeza del mozo Ojeda que lo sostenía por la cintura en compañía del sangrador don Pedro Ponce. El malogrado cirujano Videla cayó aún después de herido a un pañol de cadenas que había quedado abierto a sus pies y de allí hubo que sacarlo moribundo y trasladarlo sobre los mesones del entrepuente, en donde murió hora y media después de ser herido; preguntando antes quién había salido vencedor. Entretanto, la "Independencia" maniobraba con respecto a nosotros, ni más ni menos que el gato que se divierte con la laucha confiado en su habilidad y destreza. Es fuera de duda creer que el Comandante del blindado peruano obró en esa acción sin la cordura suficiente que debe tener un jefe militar al atacar al enemigo, aunque sus fuerzas sean dos o tres veces superiores a las del contrario. La causa principal de que el combate durara tantas horas fue motivada sin duda por la mala puntería de los artilleros peruanos, quienes disparaban sin cesar sobre nuestro pequeño casco andanadas enteras con cañones de a 70, sin que las balas tocasen el buque, a pesar de que la distancia fluctuaba entre buque y buque, desde 100 metros a media milla. Y no sólo sus artilleros eran malos sino que también lo eran sus rifleros, que a pesar de hacernos fuego graneado a tiro de revólveres, sólo lograron herir a dos de nuestros compañeros. A las once A.M. estábamos a dos millas del bajo de Punta Gruesa; la "Independencia", viendo que sus tiros no surtían efecto alguno, se alejó unas dos millas de nosotros hacia afuera, enseguida, virando en redondo nos perfiló con su proa y se lanzó hacia nosotros con la velocidad con que se lanza el milano hambriento sobre la tímida y débil presa. El valiente Condell, que veía nuestra única salvación entre las rocas de la bravía playa, viró también y puso proa hacia aquella, desafiando a nuestra tenaz perseguidora a que nos siguiera a una excursión pedestre; pero el enemigo, viendo fallada su tentativa, nos presentó su costado a 200 metros y se contentó con lanzarnos una granizada de balas, a imitación de aquellos canes valentones que parece van a cargar y sólo dan ladridos. Mas, los ladridos de la fragata peruana resultaron entonces con algún éxito, pues dos granadas de a 70 reventaron dentro de la "Covadonga" y como si la Providencia hubiera guiado aquellos proyectiles, hicieron explosión precisamente en donde no podían causar desgracias, en las carboneras. r En este último ataque fue herido el contador don Enrique Reynolds, que hacía de Ayudante de Órdenes del Comandante, el cual, al bajar a la cámara en busca de curación, se encontró conmigo en la escala y me dijo: -Amigo, creo que estamos fregados. Ya no volveremos a Valparaíso. Y sacándose el revólver del cinturón me lo pasó, diciéndome: Vaya a disparar con él algunos tiros en la cubierta; si escapamos de esta, consérvelo como un recuerdo. La cubierta de la "Covadonga" presentaba un golpe de vista que podía tener de todo menos de desgarrador, como podría creerse de un tan reñido combate. Al pie de la bandera agrupábanse los soldados de la guarnición alrededor del Sargento le Ramón Olave y rodilla en tierra, hacían fuego sobre el enemigo cada vez que aquel se acercaba. Los dos cañones de a 70 salían y entraban en batería con una ligereza extraordinaria y ambos solos sostenían un fuego que parecía el de una batería de ocho o más cañones. Así se multiplican los esfuerzos y los brazos de los soldados chilenos cuando faltan los elementos. La marinería saludaba cada
disparo con un ¡Hurra! y los oficiales mismos disparaban las piezas y a no haberse visto al frente al poderoso enemigo, cual quiera habría creído que aquello era un simple ejercicio. Debo aquí un pequeño tributo de admiración hacia un tripulante de la "Covadonga" que se batió en ese memorable día como el más bravo. Me refiero al despensero de la "Covadonga" Samuel Shaw, joven modesto y valiente, el cual, no teniendo un puesto de acción a bordo, batióse como el mejor soldado durante todo el combate, rifle en mano. Yo lo veía cambiar rifles cuyos cañones estaban candentes de tanto disparar y yo lo vi también perorar a los marineros desde la borda, exponiendo su pecho a los tiros del enemigo cuando este se hallaba más cerca. Este hombre, desconocido de los lectores, debe ser también agregado a la lista de los héroes de aquel hermoso día. Junto a este valiente batióse también el Cabo 1º Pedro María Latapiat, descendiente de soldados y generales bravos y pundonorosos. En el puente del Comandante tenía lugar también una escena que era hija del patriótico entusiasmo que animaba el corazón de un hijo de la noble España. Un humilde marinero apellidado Martínez, español de nacionalidad, se había apoderado de dos banderas chilenas de los botes del buque y poniéndose detrás del Comandante Condell las batía sobre su cabeza cada vez que la "Independencia" se acercaba a tiro de revólveres; al mismo tiempo que lanzaba vivas a Chile y provocaciones clásicas de su lengua a los peruanos de la fragata enemiga, que viendo las banderas, hacían converger sus fuegos sobre el puente, que era acribillado de balas por esta causa. A las doce A.M., la fragata enemiga, viendo lo infructuoso de su caza, se resolvió a darnos el golpe decisivo, precipitándose por tercera vez sobre nosotros. El Comandante Condell comprendió que era este el golpe de muerte y con la entereza de su valor y su calma estoica mandó hacer los últimos disparos y enseguida dio la orden de estar listo para el abordaje. Todo el mundo abandonó sus puestos para correr hacia popa, que era por donde amagaba el espolón de la "Independencia" y cada cual principió a disparar su arma de fuego sobre la proa del blindado, por donde asomaba amenazante el cañón de a 150 que habría de reducir a astillas nuestro buque tan luego como fuere disparado. Estos momentos decisivos eran de vida o muerte y todos contemplábamos anhelantes de emoción la inmensa mole de hierro que se abalanzaba con toda furia sobre nosotros, como uno de esos monstruos marinos que pinta la mitología en los tiempos antiguos. Pero, puedo afirmar con seguridad que el golpe era esperado con una impavidez fría y resignada, sin que nadie en el buque pensara pedir ni esperar gracia del enemigo. En estos momentos nuestro barco se estremeció, se detuvo, luego se sintió un sordo ruido en el fondo del mar y a un impulso de la hélice, el viejo y glorioso casco de la "Covadonga" salvó la roca de Punta Gruesa y siguió flotando sobre el mar con su orgulloso e inmaculado tricolor al tope! La tripulación entera había gritado: ¡Nos varamos, Comandante! y la tripulación misma prorrumpió en el más unísono, espontáneo y hermoso ¡VIVA CHILE! que he sentido en mi vida, al ver que a cincuenta metros de nuestra popa la orgullosa nave enemiga chocaba con estrépito contra la nueva roca Tarpeya y encallaba allí para siempre, quedando a merced de la pobre y vieja "Covadonga". ¡OH, poder infinito del Dios de las batallas! ¡Cómo cambióse por completo la faz del más desigual combate naval! Allí quedó el poderoso a los pies del humilde aunque valiente adalid; allí imploró avergonzante merced el que minutos antes soñaba con imponernos la ley de la fuerza, derramando la última gota de nuestra sangre con el poder de sus cañones. He ahí la justicia de nuestra causa brillando como faro luminoso sobre las amargas aguas de los mares. El Dios de la Victoria había extendido su mano misteriosa, depositando sobre la frente del joven vencedor el laurel de la gloria y del valor... ¡Qué poder misterioso de destino había unido sobre las débiles tablas de esas dos naves a tanto esforzado
marino, a tantos heroicos corazones. ¡Qué leyenda tan hermosa para un pueblo y qué esperanza tan grande para una nación fuerte, honrada y digna!
COMBATE DE PUNTA GRUESA (Narración de J. Arturo Olid A., publicada en La Unión del 21 de mayo de 1916).
Teníamos conocimiento de que residían en Valparaíso algunos sobrevivientes de la "Covadonga", la goleta afortunada que rindió en Punta Gruesa a la poderosa fragata acorazada "Independencia" y realizó así una de las hazañas guerreras náuticas más culminantes, después de la que inmortalizó a la "Esmeralda" hundiéndose en la rada de Iquique; averiguando el domicilio de algunos de ellos, dimos con don J. Arturo Olid, que en ese singular combate desempeñaba el modesto cargo de aprendiz en las máquinas del buque ya citado. Después de oír de boca del señor Olid una descripción del combate en que le cupo en suerte actuar, no hemos trepidado en dar publicidad a la interesante narración que nos hizo el señor Olid, tanto más cuanto que es la más exacta y minuciosa relación que hemos tenido la oportunidad de oír de un testigo ocular de ella. El señor Olid, que hoy día reside entre nosotros, es Capitán retirado del Ejército y después del Combate de Punta Gruesa pasó a servir a su patria como Oficial del Regimiento de "Artillería de Marina", en cuyas filas hizo toda la Campaña: y fue condecorado con la medalla especial del Combate de Iquique, la de la primera campaña con las acciones de guerra de Pisagua, San Francisco, Tarapacá y Tacna y la medalla de la segunda campaña con las batallas de Chorrillos y Miradores. Es poseedor además de las medallas especiales ofrecidas a los vencedores del '79, por las Municipalidades de Valparaíso y Santiago. El año 1891 ascendió a Sargento Mayor de Ejército, título que por cierto tenía bien conquistado, pero el triunfo de la revolución destruyó su carrera militar, pues fue de los que permanecieron leales al Presidente Balmaceda e hizo toda esa campaña a bordo de la torpedera "Condell", donde desempeñaba el cargo de Ayudante de Ordenes del Comandante en Jefe de la Escuadra gobiernista, don Carlos E. Moraga. Terminada la guerra civil, se expatrió de Chile y pasó a servir como Capitán-Teniente de la Armada de Guerra del Brasil, durante la guerra civil que prendió en esa República amiga en la administración del Mariscal Floriano de Peixoto, donde fue colmado de distinciones, conjuntamente con los marinos chilenos Recaredo Amengual, Carlos E. Moraga y Marco Aurelio Stuardo, que servían también altos y delicados puestos navales en la Marina de Guerra brasileña. El señor Olid vive hoy entre nosotros entregado con verdadero entusiasmo a las tareas de la noble lucha por la vida. Fuimos amablemente recibidos por el señor Olid, que en realidad no representa físicamente la edad que juzgábamos nosotros, tomando en consideración que había actuado en un combate ocurrido hace ya 37 años. Y una vez que obtuvimos su beneplácito para someterlo a un largo reportaje, relacionado con los hechos históricos que presenció y en los cuales le cupo la honra de actuar, naturalmente en un papel modesto, dada la corta edad que tenía en aquella época, empezamos nuestro cometido, rogándole nos impusiera cómo llegó a estar a bordo de la "Covadonga" el día del combate. Cómo fue Olid al barco Le diré a usted con toda franqueza, nos dijo el señor Olid, que cuando se declaró la guerra al Perú y Bolivia, yo tenía solamente 14 años de edad y era alumno del Colegio que los Padres Franceses tienen aún en la calle Independencia. El entusiasmo por ir a la guerra prendió en todos los chilenos como un reguero de pólvora y se vio así cómo acudían a los cuarteles los muchachos imberbes de catorce años, lo mismo que los jóvenes de veinte y los viejos de cincuenta y sesenta. En los cuarteles se rechazaba a los menores de edad, que salían descorazonados y mohínos. De éstos, fui yo uno de los más desalentados, porque además de
mis pocos años, era de constitución enclenque y raquítica. Tuve pues, que conformarme con ver cómo se enrolaban de voluntarios algunos de mis compañeros más robustos que yo y que representaban más edad, y con presenciar la alegría de los elegidos y aceptados para defender la Patria, mientras que los desechados los mirábamos con envidia. Sin embargo, no desmayé en mis propósitos de ir a la guerra, y en la tarde del día 26 de abril presenté un ultimátum a mis padres, notificándolos que, si no lograba ir de soldado, trataría de embarcarme aunque fuera de grumete en alguno de los buques de guerra que entonces se alistaban para ir al norte. Esta gallada me valió creo que unos coscachos de mi padre y me desalentó de tal modo que casi desistí de mis patrióticos y belicosos propósitos. Ocurrió felizmente una circunstancia que vino en mi ayuda de un modo casi providencial y que lo relataré, como lo hago con todas estas nimiedades, únicamente con el propósito de que sirva de lección y de ejemplo a los jóvenes de hoy día, que se retraen de servir a la Patria y le sacan el cuerpo al servicio militar por cualquier motivo. Ocurrió, repito, que el día 28 de abril vino de visita a casa de mis padres el ingeniero de la "Covadonga" don Severo Coros. Este caballero era uno de los oficiales más apreciados e inteligentes de la Escuadra y mantenía muy íntimas relaciones de amistad con mi señor padre; venía a despedirse, pues el buque en que estaba embarcado debía zarpar para Iquique en pocos días más en convoy con la "Abtao", vieja corbeta de guerra que estaba en reparaciones para unirse a los buques bloqueadores de aquel puerto peruano. Aproveché la circunstancia de que se hablaba de la guerra y le pedí que me llevara con algún cargo en las máquinas, aunque fuera para aceitarlas, y seguramente le agradó mi resolución y mi juvenil entusiasmo, porque en el acto me ofreció sus influencias para obtener mi embarque de una manera u otra. Al día siguiente tuvo la amabilidad de volver a casa y me llevó con el permiso de mis padres a la presencia del Comandante General de Marina, que era don Eulogio Altamirano. Una vez en presencia de este funcionario, le dijo el señor Coros: -Éste es el jovencito por quien me intereso y para quien he pedido a V.S. una orden de embarque como aprendiz mecánico, agregado a la dotación de la "Covadonga", por estar llenas todas las plazas de dotación. Con ración y sin sueldo El Comandante General de Marina me estaba observando con aquella penetración que tan peculiar le era y le dijo al señor Coros: -Parece que el jovencito no resistirá la vida dura de a bordo y por otra parte, no habiendo plaza disponible, no veo cómo le vamos a pagar un sueldo que no está consultado en la dotación del buque. Yo respondí con viveza y recordando el adagio de que a la ocasión la pintan calva: -Eso no importa, señor Comandante General, porque yo acepto ir sin sueldo y sólo con la ración de a bordo. Mi resolución y falta de interés y de amor por una renta salvaron la situación y poco rato después el señor Altamirano me hizo entregar el decreto siguiente, con el cual ya podía presentarme a bordo: "Nº 367.- Nómbrase Aprendiz Mecánico de la Armada, con derecho a ración y sin sueldo, a don J. Arturo Olid, quien se embarcará en la goleta "Covadonga" mientras obtiene una plaza efectiva en alguno de los buques que componen la Escuadra Nacional en campaña. Anótese.-Eulogio Altamirano". El día I9 de mayo, esto es, dos o tres días después, el ingeniero señor Coros me llevó a la "Covadonga" y dejándome en cubierta bajó a la cámara del Comandante para darle cuenta del nuevo tripulante que llegaba a bordo, bajo sus recomendables auspicios. Minutos después fui llamado a la cámara del Comandante de la "Covadonga", que era un cuartucho reducidísimo, donde se paseaba con las manos puestas a las espaldas un oficial de buena estatura, pálido, de amplia y blanca frente, el cual me interrogó sobre si tendría ánimo para desempeñar la pesada
tarea de un Aprendiz Mecánico, siendo de tan corta edad. Yo me confundí un poco al contestar lo más acertadamente que pude, dada mi poca experiencia; pero me animó mucho y me fortaleció la expresión bondadosa y de tranquila serenidad con que se dignaba interrogarme el jefe del buque; más aún cuando yo me consideraba un perfecto microbio al lado de aquel gallardo y altivo oficial, de mirada suave a la vez que enérgica y penetrante. Salí de la cámara muy animado con el bondadoso tratamiento de aquel jefe, que era el Capitán de Fragata graduado don Arturo Prat. Dos días después zarpamos para Iquique en convoy con la corbeta "Abtao" que mandaba el Capitán de Corbeta don Carlos Condell. Así fue como me ocurrió el hecho de encontrarme a bordo de la "Covadonga", como Aprendiz Mecánico, a ración y sin sueldo, sin haber visto en mi vida más máquina que la de coser... y esto aún con el honor de ser mandado por el gran futuro héroe chileno, el legendario Arturo Prat. Prat y sus compañeros -¿Qué impresiones y recuerdos conserva usted, señor Olid, del Capitán Prat? ¿Es efectivoque era un tanto retraído y poco comunicativo?-En los pocos días que duró el viaje a Iquique, recuerdo perfectamente que veíamos rara vez al Comandante en cubierta y cuando subía a pasearse un rato, después de la comida, o al puente, desde donde escudriñaba sin cesar el horizonte, hablaba muy poco con los oficiales, excepción hecha con el segundo, que era el Teniente Orella; creo que más bien los oficiales le tenían demasiado respeto al Comandante y no se atrevían a intimar con él por su aspecto siempre grave y reflexivo; por lo demás, era excesivamente bondadoso y afable cuando dirigía la palabra a alguno. -¿Qué oficiales iban en la "Covadonga"?-Era segundo Comandante el Teniente don Joaquín Orella y seguían en graduación el Teniente le don Demetrio Eusquiza, el Teniente 2° don Estanislao Lynch, el guardiamarina Miguel Sanz, el cirujano y joven serénense don Pedro Videla y el contador 3S don EnriqueReynolds; y don Severo Coros, ingeniero con cargo de la máquina. El resto del personal de máquinas lo componían un ingeniero 3a, don Protacio Castillo, y dos aprendices mecánicos que hacían guardias de ingenieros 3fi, Ramón Rebolledo y Roberto Osorio. La tripulación estaba compuesta de ciento cuatro hombres, de Capitán a paje. Zafarrancho de combate -¿Tuvieron algún incidente digno de notarse en el viaje? -Aparte de los naturales ocasionados por la incomodidad de un buque tan estrecho y con demasiada tripulación, recuerdo únicamente que, navegando a la altura de Caldera, con temporal deshecho (era el mes de los tiempos malos), el "Abtao", que venía navegando tras de nuestro buque, izó sus velas y en menos de dos horas nos pasó hasta perderse de vista en el horizonte. Esa misma tarde fue avistado un buque de guerra, por la proa, que navegaba al sur. Avisado el Comandante Prat de esta novedad, subió precipitadamente al puente de mando y después de observar el buque avistado con sus anteojos llamó a Orella y le ordenó tocar ¡Zafarrancho de combate! Era de ver el movimiento y las carreras de la tripulación para tomar sus puestos de combate; las dos piezas de a 70 con que estaba armado el buque fueron desenfundadas en dos minutos y puestas en batería en otros dos; los sirvientes de las piezas apenas se podían tener en pie con los enormes balances y cabeceos del pequeño buque, que bailaba como una cáscara de nuez sobre las olas inmensas, que amenazaban tragarnos a cada instante. Las secciones de abordaje se armaron con sendas hachas y unos sables descomunales cuya sola vista espantaba; los oficiales Lynch y Orella mandaban respectivamente las dos piezas. La presión en las máquinas fue levantada en forma de dar el máximo de velocidad, ¡6 millas! y puestos así en facha, el querido tricolor al viento, esperamos se acercara el buque avistado y mostrara a la
vez su pabellón. Con natural ansiedad esperaban todos saber a qué atenerse con respecto al buque avistado, que ya teníamos casi encima y que por su aspecto, su corte airoso y elegante, indicaba ser una corbeta de guerra. Algunos aseguraban que era la "Unión", uno de los más veloces y mejores buques del enemigo, armado con doce piezas de artillería, superiores a las dos nuestras. Todos miraban por encima de la borda al buque misterioso y al Capitán Prat, que permanecía impasible en el pequeño puente de mando. Yo recuerdo que fui mandado por el ingeniero al puente para comunicar al jefe que los calderos estaban con el máximum de su presión y me llamó la atención la intensa palidez del Comandante. Hoy día, con mayor experiencia, sé apreciar debidamente la situación del Capitán Prat en ese momento, en que se veía con la enorme responsabilidad de un jefe que mandaba una verdadera cáscara de nuez en frente de un posible enemigo formidable y con un temporal deshecho por añadidura. Felizmente, cuando ya se iba a dar la orden de intimidar con un cañonazo con pólvora la orden de mostrar su pabellón, el buque a la vista izó la bandera inglesa y resultó ser la corbeta "Turquoise", que se hallaba de estación en esta parte del Pacífico. Dos días después llegamos a Iquique, donde encontramos ya incorporada a la Escuadra a la corbeta "Abtao". Durante el bloqueo -Y del bloqueo de Iquique ¿qué nos puede relatar"? -El bloqueo de un puerto enemigo es para los marinos una verdadera vía crucis, en que además de la vigilancia que se debe tener a toda hora sobre la costa bloqueada, hay que agregar el aburrimiento natural que origina ese acto de guerra pasivo hasta cierto punto, la escasez de víveres frescos, la monotonía de la vida que no ofrece variedad alguna, la tensión de los nervios ante el peligro constante y de todas horas de un torpedo traicionero que venga a ocasionar la pérdida estúpida y poco gloriosa de uno de los buques con toda su tripulación. Todos los días el mismo panorama, las mismas operaciones de fondear por la mañana, después de reconocer prolijamente el sitio elegido para hacerlo, y levar anclas en la tarde para salir mar afuera. Los oficiales se aburren v las tripulaciones se enervan y se fastidian, desesperadas de no encontrar al enemigo para entrar en combate. En Iquique ocurría todo esto, a pesar de que las tripulaciones aprovechaban el tiempo en ejercitarse diariamente y en adiestrarse en el tiro al blanco, faenas de embarques y desembarques, instrucciones de abordaje, incendios, colisiones, etc. Diariamente se designaba en la Orden del Día un buque de guardia, el cual tenía la obligación de vigilar especialmente todo movimiento en el interior del puerto, muelles y playas vecinas, con recomendación especial de impedir que funcionaran las máquinas resacadoras de agua dulce de que se surtían los pobladores y el Ejército ahí acantonado. Cada vez que las chimeneas de estas resacadoras arrojaban algún humo, el buque de guardia les hacía fuego hasta que el humo desapareciera. Lo mismo ocurría cuando se notaba algún tren o máquina que intentaba dirigirse al interior. En estos casos, los mejores artilleros de la Escuadra, como Moraga u Orella, dirigían la puntería, generalmente con un éxito que les reportaba las más ardientes felicitaciones de la Escuadra entera. Deslucida comisión — ¿Y qué nos dice de la partida de la Escuadra al Callao? -Cuando los subalternos y pichiruches de la "Covadonga" supimos que el grueso de la Escuadra, con los blindados a la cabeza, saldría para El Callao en demanda de la Escuadra enemiga, que se suponía estaba en ese puerto próxima a zarpar para el sur y cuando supimos que se había resuelto dejar a cargo del bloqueo de Iquique a la "Esmeralda" y a la "Covadonga", casi nos sentimos con ganas de
ahorcarnos de la más alta verga del palo trinquete. Los jefes y oficiales de ambos buques estaban tan descontentos como nosotros. ¡Cómo! ¡Se iban todos a buscar la gloria de los combates, a medirse en una gran batalla naval con la famosa escuadra peruana y a nosotros se nos dejaba aconchados, cuidando de que no pitaran las chimeneas de las máquinas resacadoras de agua! Eran de oír las conversaciones, los juramentos, los vocablos gruesos que echaban los marineros y las caras largas de los oficiales, que estimaban como una ofensa cruel e inmerecida la elección hecha en nosotros para dejarnos en tan pobre y deslucida comisión. Me separo de Prat El día 19 de mayo hubo cambio de jefes; el Capitán Prat, de la "Covadonga" pasó a la "Esmeralda" y Condell, del "Abtao" a nuestro buque y se designó al primero como jefe de la escuadrilla bloqueadora. Yo creí que sería fácil para mí obtener mi transbordo a un buque más grande y antes de que el Capitán Prat dejara la "Covadonga", pedí permiso al 2a Jefe Orella para hablar con el Comandante, permiso que me fue otorgado de muy buena voluntad. Una vez en presencia del Capitán Prat y siempre animado por la bondad que me había manifestado en el acto de mi embarque, le expuse mi deseo de ir al buque de su mando, tanto más cuanto que mi protector, el ingeniero señor Coros había sido transbordado a la "Magallanes". El Capitán Prat, que se ocupaba en preparar su equipaje, oyó benévolamente mi petición y me prometió dar orden de transbordarme a la "Esmeralda" tan pronto como zarpara la Escuadra al Callao. Al siguiente día zarpó la Escuadra y nosotros quedábamos tristes y cariacontecidos, montando la guardia de Iquique y aprontándonos para las largas y monótonas horas del pesado bloqueo. Todos envidiaban la suerte de los que iban a la expedición al Callao, los que seguramente cosecharían gloria y renombre. Sin embargo, las cosas pasaron de distinto modo. El 20 de mayo me fue comunicada la orden de transbordo a la "Esmeralda", lo que me vino a probar que el Capitán Prat no había olvidado su promesa al modesto aprendiz de maquinista de la "Covadonga". Con verdadero júbilo arreglé la pequeña maleta y la diminuta cama que constituían mi equipaje, para irme en el acto a mi nuevo buque; pero al subir a cubierta encontré que estaban izados todos los botes y se aprestaba el buque para salir. Me presenté al Teniente Orella y este oficial me dijo: -Jovencito, aguántese aquí hasta mañana, que no voy a arriarle ni el chinchorro para usted. Así fue como al día siguiente, en que tuvo lugar el combate, me encontré en la "Covadonga", cuando ya pertenecía a la dotación de la "Esmeralda". Indudablemente, esta circunstancia me salvó la vida, puesto que del personal de máquinas de la "Esmeralda" sólo escapó un aspirante a ingeniero. Sin embargo, creo que si me hubieran dado a escoger, a sabiendas del desastroso resultado del combate que se trabó al día siguiente, no hubiera trepidado en aceptar mi transbordo, ya que los compañeros que allí sucumbieron escalaron la inmortalidad y la gloria con su generoso martirio. La muerte por la patria es el más dulce de los sacrificios que puede hacer un verdadero ciudadano. Antes del combate —Y del combate mismo ¿conserva Ud. todos sus recuerdos, podría referirnos algunos hechos desconocidos hasta ahora? -He leído muchas relaciones más o menos exactas y puedo decirles que ya no queda nada de importancia que no esté ya dicho y publicado. Sin embargo, no he leído nunca el hecho de que la noche del 20 de mayo, cuando cruzábamos fuera de la bahía montando la guardia y vigilando la entrada del puerto, mientras la vieja "Esmeralda" vigilaba dentro del puerto mismo en su habitual fondeadero, más o menos a las 4 A.M. los serviolas (centinelas marinos del buque) anunciaron que habían creído divisar por el lado sur la estela de un buque. Montaba la guardia en el puente a esa hora el Teniente Orella y este oficial, que
era tan prudente en el trabajo ordinario como temerario en el combate, trató de seguir la dirección de la estela anunciada para saber a qué atenerse y dar cuenta al Comandante en caso de necesidad. Yo recuerdo perfectamente haber visto el rastro fosforescente que deja en el agua el movimiento de las hélices de un buque, pues en esos momentos salía yo de guardia de la máquina y antes de irme a dormir quise tomar el aire fresco de la noche en la cubierta del buque. Oí después que ya no se vio más el rastro y no se le dio mayor importancia al hecho. Después se supo que los buques enemigos "Huáscar" e "Independencia" pasaron un poco al sur del puerto más o menos a las 4 A.M., esperando que aclarara para atacarnos. Humos al norte A las 6 A.M. y ya claro, volvíamos en demanda de nuestro fondeadero cuando el vigía del palo trinquete dio el grito de ¡Humos por el norte! El oficial de guardia examinó con su anteojo la silueta de los buques avistados y entrando en sospecha de que pudieran ser enemigos, dio parte al Teniente Orella, que recién había dejado el puente para bajar a descansar en su camarote. Orella no se había acostado aún, pero se había despojado de los zapatos, reemplazándolos por unas zapatillas, con las cuales subió al puente. Observó apenas dos minutos los buques que se acercaban a todo vapor y en el acto dijo en voz alta: -Son los peruanos: el "Huáscar" y la "Independencia. En estos momentos de expectación general, llegó al puente el Comandante Condell, que a pesar de estar recogido en su cámara se presentó correctamente uniformado y con su espada al cinto, del cual pendía su revólver. Confirmado el hecho de que los dos más poderosos buques de guerra enemigos se nos venían encima, se tocó a zafarrancho y ocupó cada cual su puesto de combate, con el corazón alegre y el ánimo dispuesto a luchar y a morir, ya que parecía imposible resistir más de un cuarto de hora la embestida de aquellos formidables enemigos. La primera impresión Yo había salido de guardia de la máquina a las 4 A.M. y me había recogido a mi litera, que estaba cerca de la del ingeniero Castillo y naturalmente que estaba rendido de sueño, me había dormido profundamente, cuando fui despertado por el sonido de la corneta que tocaba el alarmante toque de "zafarrancho de combate", a cuyo aviso todo el mundo debe correr a su puesto después de armarse en la sala de armas. Sentía el toque de la corneta, el ruido de los cañones de cubierta que eran puestos en batería, las carreras de los marineros que subían y bajaban las escalas, las órdenes rápidas y perentorias que daban los oficiales a sus respectivos pelotones: pero como no había día que no se tocara zafarrancho de combate para ejercitar a la tripulación, me imaginé que se trataba de un simple ejercicio y me quedé tranquilamente en cama, hasta que la voz del ingeniero Castillo, que me llamaba urgentemente, me hizo comprender que la cosa no era de broma. En menos de dos minutos estuve listo y armado también, pues pertenecía a la sección de abordaje y mis armas se componían de un descomunal sable que apenas podía y una hacha con la cual debía partir el cráneo del enemigo que se pusiera a mi alcance. Así armado, me presenté en la máquina, donde estaba ya todo el personal afanado en desempeñar sus respectivas tareas. El Comandante Condell había ordenado levantar al máximo el vapor de las calderas y era de ver como se daba trazas el ingeniero jefe que era don Emilio Cuevas, para cumplir la orden superior. Mi puesto estaba en la sección de los calderos y ahí debía ayudar a vigilar la presión con el ingeniero Castillo. Desgraciadamente los calderos eran viejísimos, los tubos reventaban unos después de los otros y el agua salía de los
calderos por la juntura de los cien parches que tenían, como si se tratara de un canasto. El señor Castillo se mantenía afirmado en unos sacos de carbón, con el revólver en la mano, listo para saltarle la tapa de los sesos al primer fogonero que desobedeciera sus órdenes o aflojara en la tarea. Yo iba de los calderos a la máquina, atravesando por un pasillo oscuro y resbaloso, llevando y trayendo las órdenes del ingeniero, que pedía más vapor y las protestas de Castillo, que contestaba lacónicamente: -Dígale al señor Cuevas que vamos a volar de un momento a otro, porque los calderos no resisten. A esto contestaba Cuevas más lacónicamente aún: -A Castillo, que vuele de una vez, pero que levante más vapor. El momento más solemne En estos momentos fui mandado al puente para decirle al Comandante que, si exigía mayor presión, el buque podía volar por el fracaso de los calderos. En los momentos en que salí a cubierta, la situación era la siguiente:La "Covadonga" estaba a unos 10 metros de la "Esmeralda", que había ya abandonado su fondeadero y los buques enemigos estarían a unos tres mil metros de nosotros; el "Huáscar" avanzaba sobre los dos buques chilenos y la "Independencia" parecía abrirse al sur para cerrarnos la escapada en esa dirección. Los Comandantes de la "Esmeralda" y de la "Covadonga", en sus respectivos puentes, las tripulaciones en sus puestos de combate, las máquinas paradas y el silencio más absoluto en ambos buques. Los jefes iban a ponerse al habla. Arriba, el cielo azul purísimo y en el pico de mesana de los buques flotaba al viento la bandera tricolor; abajo, el mar tranquilo, como una taza de leche. Como no podía subir al puente del Comandante, porque comprendí que el momento era solemne, me quedé observando lo que iba a ocurrir, junto con el cirujano Videla, que había subido a cubierta para informarse de la situación. Así fue como presencié aquel diálogo corto y vibrante que la historia ha inmortalizado ya y que escritores muy autorizados han dado a conocer a todos los chilenos. En el puente de mando de la vieja "Esmeralda" se destacaba la noble y arrogante figura de Prat, vestido con su uniforme de intachable corrección; estando tan cerca, veíamosle el semblante tranquilo e inalterable, parecía una estatua de mármol, ya que los músculos de su cara eran en ese instante inamovibles. La hermosa bandera chilena de combate que había enarbolado la gloriosa corbeta parecía que cubría al heroico jefe con sus amplios pliegues. Por fin se rompió el silencio; el héroe preguntó si había almorzado la gente. Condell respondió afirmativamente y Prat dijo: -Seguir mis aguas, cuidar los fondos, tratar de que las balas enemigas que no nos acierten caigan en la población. -All right! contestó nuestro Comandante y en ese preciso momento el "Huáscar" puso fin al diálogo, enviándonos el primer cañonazo, cuyo proyectil cayó exactamente entre la popa de la "Esmeralda", que ya se dirigía al puerto, y nuestra proa, que ya seguía también las aguas del buque jefe. Es imposible que la pluma describa fielmente el entusiasta y espontáneo ¡Viva CHILE! que brotó en ese instante de los labios de las dos tripulaciones. Posiblemente y en las muchas situaciones heroicas y difíciles porque han atravesado la Marina y el Ejército de Chile han podido manifestarse entusiasmos parecidos al que trato de describir: pero jamás creo que pueda otro superar al que brotó en esos instantes, viril, consciente y unísono, del pecho de aquel puñado de patriotas que habían jurado vender caras sus vidas defendiendo el honor y la gloriosa enseña de la patria. Se separan los buques Al divisarse los barcos enemigos, el "Lámar", pequeño transporte que servía de carbonero a nuestros dos buques, recibió orden de navegar al sur, lo que hizo con todo éxito, resbalándose
suavemente puede decirse, por la punta de la isla denominada hoy de Serrano; y como era presa poco apetitosa para los orgullosos barcos peruanos, la dejaron escapar, concretando sus esfuerzos para capturarnos a nosotros. Muchas veces me ha sido hecha la pregunta de la razón por qué la "Covadonga" dejó sola a la "Esmeralda" dentro de la bahía de Iquique y, de consiguiente, por qué no fue consecuente con ella acompañándola hasta el último en su glorioso heroísmo y en su sublime martirio. Y realmente ha habido razón para que muchos se hayan hecho esta pregunta. Yo recuerdo perfectamente haber oído discutir en el puente de mando de la "Covadonga" al Comandante Condell con el Teniente Orella y el Teniente Lynch sobre la situación que se producía en los momentos mismos que entrábamos tras de la "Esmeralda" para encerrarnos en Iquique y morir indudablemente con la mayor heroicidad, pero sin divisar una sola probabilidad de mediano éxito. Y lo oí yo en razón de que, habiéndose interrumpido el telégrafo de mando del puente a la máquina, fui designado, probablemente en vista de mi juventud y de que en resumen yo no desempeñaba un gran papel ni era indispensable para el servicio de las máquinas, para llevar las órdenes directamente del Comandante Condell al ingeniero señor Cuevas y debía permanecer en consecuencia al alcance de la voz del jefe del buque para transmitirla por el cubichete de la máquina al ingeniero ya nombrado. Por esta sencilla razón presencié en cubierta y aún muy cerca del Comandante la mayor parte del combate, en todo su heroico y dramático desarrollo. El Comandante Condell llamó al puente a Orella y a Lynch y les manifestó que si se encerraba con la "Esmeralda" dentro de la bahía, el "Huáscar" solo batiría y hundiría ambos buques, lo que desde luego se comprobaba con el hecho de que la "Independencia" volteada afuera, mientras el "Huáscar" nos estaba haciendo fuego a nosotros, para proseguir la tarea con la "Esmeralda" una vez que hubiéramos desaparecido del escenario de la vida. Era de consiguiente necesario y estratégico a la vez tratar de salir al sur por el mismo rumbo del "Lámar", obligando así a dividirse a los buques enemigos. Los dos jefes: Prat y Condell El Comandante Condell tenía un carácter sumamente impetuoso, como lo tenía también Orella, su segundo y su espíritu ardiente y fogoso no concebía ni aceptaba la idea de dejarse echar a pique dentro de la bahía de Iquique, aunque este hecho ocurriera como debía ocurrir, después de una resistencia desesperada y heroica. A Condell le agradaban las situaciones difíciles, buscaba el peligro y la lucha, no solamente para caer combatiendo como un héroe, sino también para caer arrastrando en lo posible a su enemigo en la caída. Prat era otro espíritu, otro temperamento. Estaba modelada su alma en el cumplimiento más absoluto del deber y razonaba fríamente, sin entusiasmos teatrales y de gran efecto. Cuando en el transcurso de su vida se encontró en situaciones difíciles, supo afrontarlas con serenidad, pero con firme resolución de no apartarse un ápice del camino que, según su recto, culto y elevado criterio, se había trazado. Desde que salió de Valparaíso con el mando de la "Covadonga", llevaba el firme propósito de abordar al buque enemigo con quien le tocara combatir y esta idea estaba tan arraigada en su cerebro que, antes de partir dijo a algunos de sus amigos y compañeros que si le tocaba la suerte de encontrarse con el "Huáscar", lo abordaría. Y esta idea era en él una obsesión tan arraigada y un problema tan re suelto, que la mayor parte de los ejercicios que se practicaban a bordo de la "Covadonga", desde nuestra salida desde Valparaíso, eran únicamente de abordaje. Y su segundo Orella, que era un loco temerario por su valor exaltado, lo secundaba a maravilla organizando secciones de abordaje e instruyendo día a día a la tripulación en esta especialidad de Prat. Yo mismo, que era entonces un pegote que jamás había tenido en mis manos ni una mala escopeta, pertenecía, tal vez muy a mi
pesar, a una de las secciones de abordaje...Cuando se transbordó Prat a la "Esmeralda", lo primero que hizo en su nuevo buque fue organizar el abordaje como supremo y único medio para alcanzar una victoria sobre sus presuntos contendores. Y hay que reconocer que tenía toda razón en adoptar este medio de combatir, ya que entraba casi en lo seguro que, de batirse con alguien, habría de ser con el "Huáscar" y que para vencer a éste de nada le servirían los pequeños cañones que tenía la vieja "Esmeralda", más aptos para hacer salvas de honor que para agujerearle la epidermis a un monstruo de acero, como era el célebre monitor peruano. Adoptada por Prat esta resolución y dado su carácter inflexible en todo aquello que resolvía, entró a la bahía de Iquique con la firme resolución de hundirse combatiendo con su bandera al tope, pero con la esperanza de hundirse junto con su enemigo o tomarlo al abordaje, como realmente casi sucedió. Condell siguió su natural impulso y después de un rápido cambio de opinión con sus subalternos, tentó por su parte el recurso de dividir el combate dos a dos, haciéndose perseguir por la "Independencia" para arrastrarla, si posible fuera, a las rocas de Punta Gruesa, base de granito inamovible en que fundó este gran marino chileno su futuro enaltecimiento y posiblemente la salvación de la Patria. La hazaña de Condell Quiero detenerme unas pocas líneas más en este punto y aclarar dentro de lo posible un hecho que siempre oí formulado más o menos veladamente en muchos escritores, que con mucho acopio de frases no se han atrevido a explicarlo por completo. Se ha dicho y asegurado en muchas ocasiones que la pérdida de la fragata "Independencia" fue debido a la chiripa de haber chocado con la roca sumergida de Punta Gruesa, por sobre la cual pasó Condell por pura casualidad. Treinta y siete años después de ocurrido el hecho, es difícil probar lo contrario y más cuando no poseo la pluma ni el talento autorizados de un historiador concienzudo y de alto crédito: pero obra en favor de lo que voy a sostener y a tratar de probar, hasta donde es posible, la circunstancia de que puedo decir: "yo lo vi o yo lo oí", circunstancia que vale como la opinión de tres historiadores juntos, por más respetables que parezcan ser. La resolución y la idea de Condell al navegar al sur, haciéndose perseguir por la "Independencia", no fue con la esperanza de escapar de veras, puesto que tenía en contra de esta expectativa los siguientes factores: a) Mientras la fragata peruana desarrollaba 14 millas por hora, la goleta chilena sólo daba 5 millas a revienta calderos. b) La "Independencia" montaba 12 cañones de a 70 y uno a proa de a 150; la goleta chilena montaba solamente 2 de a 70. c) El barco enemigo era acorazado y tenía 300 individuos de tripulación y la goleta chilena era de madera y sólo tenía 104 tripulantes. No hay necesidad de demostrar más las ventajas de un buque sobre el otro. Ahora bien, ¿qué esperanzas de victoria podía abrigar Condell sobre su enemigo y cuál de escapar de él en último caso?En medio de su natural impetuosidad, Condell era perspicaz y vio claramente diseñada la expectativa de arrastrar a su poderoso enemigo hacia los bajos de Punta Gruesa, naturalmente sin prever que iba a encallar en determinado punto, porque esto estaba fuera de la previsión humana. El hecho sólo de conducir a su enemigo a un paraje tan peligroso, como era el de que se trata, significaba para Condell una apreciable ventaja para él y un peligro positivo para el peruano. Los rusos, en la actual conflagración europea, han atraído, deliberadamente muchas veces a las formidables huestes teutonas a regiones pantanosas llenas de peligros naturales y encubiertos, y esta táctica no puede ser calificada como de chiripa, porque siendo premeditada y de una habilidad innegable, ha manifestado en sus autores altas cualidades de pericia y estrategia. El éxito no es absolutamente seguro en todos los casos, según sean la capacidad y el tino del enemigo. Es, pues, fuera de duda que
Condell maniobró sabia y concienzudamente al dirigirse con su buque hacia los bajos de Punta Gruesa y que el éxito que obtuvo no fue debido a la casualidad ni al acaso. Y era tan claro y tan posible el buen resultado de esta maniobra, que a bordo de la "Covadonga" estaban todos, de Capitán a paje, segurísimos de que si la "Independencia" cometía el error de aventurarse por esos parajes para darnos caza, era buque perdido, siempre que tuviéramos la suerte de no ser primeramente hundidos a cañonazos. Primeras víctimas en la "Covadonga" Resuelta, pues, en el ánimo de Condell la singular aventura de meterse por los bajos, la puso en práctica en el acto y en vez de encararse con el "Huáscar", que nos hacía fuego desde el centro de la bahía, viró al sur y puso proa resueltamente al cabezo de la Isla de Serrano para deslizarse fuera de Iquique. Al ver nuestra maniobra, y comprendiendo la intención de Condell, el "Huáscar" izó señales a la "Independencia" y le ordenó cerrarnos el paso al sur, lo que se dispuso a hacer inmediatamente esta nave, con poca fortuna empero, pues la gentil goleta chilena rebalsó la isla y pudo correr entonces francamente al sur y apegada a la costa y en demanda de Punta Gruesa. Antes de realizar esta maniobra, el "Huáscar" nos envió su saludo de despedida, acertándonos un proyectil de a 300, que casi puso fin ahí mismo a los tácticos proyectos del jefe chileno. Este proyectil entró por el costado de estribor a la altura del entrepuente, donde dormía la tripulación y llevándose un gran trozo del palo trinquete, perforó en su salida nuevamente el casco a proa, casi a flor de agua. Al atravesar por el entrepuente, destrozó horriblemente las dos piernas al cirujano Videla, que en esos precisos momentos bajaba de cubierta y le llevó también la cabeza al mozo Ojeda, de la cámara de oficiales. Estas fueron las primeras víctimas que cayeron en la "Covadonga". Situación de las naves -Y La "Esmeralda ", ¿Qué hacia entretanto? ¿Alcanzaban ustedes a verla? -Cuando doblábamos la puntilla de la Isla Serrano, vimos por última vez a nuestra vieja y heroica compañera, y en esos precisos momentos la noble corbeta disparaba sobre el "Huáscar" su primera andanada de proyectiles. El humo en que se vio envuelta la "Esmeralda" durante ese instante nos hizo creer que había volado su Santa Bárbara; Condell y sus oficiales se descubrieron conmovidos en ese momento, creyendo en el fin prematuro de la corbeta. ,„,, ..> Doblada la isla, no la vimos más y hubimos de concretarnos a encarar nuestra situación propia, que no era por cierto de las más divertidas, si se piensa que, por el lado del mar teníamos al costado y a menos de mil metros a una fragata poderosísima, que nos hacía fuego por andanadas de doce cañonazos simultáneamente: que por el lado de tierra y a menos de media milla, veíamos un regimiento peruano de caballería que seguramente seguía por las sinuosidades de la playa para tomarnos prisioneros si varábamos: y bajo la quilla, un semillero de bajos en los cuales podíamos chocar e irnos a pique... y una usted a esto, un andar de cuatro millas a lo sumo. Me olvidaba de decirle que, al doblar la isla, nos salieron una o dos docenas de embarcaciones cargadas con soldados, las que parece se habían imaginado que nuestro buque iba a vararse en la isla. Estas embarcaciones iban posiblemente a recibir la tripulación del buque náufrago y a apoderarse de él para custodiarlo. Dos o tres cañonazos de puño y letra de Orella las hicieron regresar más que de prisa a la playa, en medio de la confusión más espantosa. Vuelvo a la relación del combate con la "Independencia". Con la "Independencia" Si el Comandante del buque enemigo se adelanta unas dos millas a nosotros y se atraviesa francamente en nuestro rumbo al sur, en el paraje que a él le hubiera mejor agradado, no
habríamos tenido otra cosa que hacer que hundirnos con la bandera al tope, concluyendo así el combate; pero el Capitán peruano parece que deseaba obligarnos a rendirnos, para así poder presentar al pueblo del Perú un trofeo vivo de su valor y empuje. Esta justa ambición lo perdió. El rápido andar de la "Independencia", catorce millas, le daba una ventaja enorme, que aprovechaba para jugar con nosotros como lo hace el gato con el ratón. Tan pronto se colocaba a 500 metros a estribor y nos disparaba una andanada entera, como se alejaba rápidamente a mil o dos mil metros para volver a cargar sus cañones y volver a acercársenos como una flecha y repetir la dosis, eligiendo a su sabor el momento, la distancia y la ocasión que creía propicia para herirnos, mientras nuestros bravos artilleros, que no deseaban perder tiros, sólo disparaban cuando el buque enemigo se acercaba demasiado y el tiro podía darse por bien empleado. El ojo experto y el pulso firme de Orella, que personalmente disparaba uno de los cañones, atisbaba el momento oportuno y hería, hería sin cesar las partes vitales del casco enemigo, que se revolvía furioso, se alejaba y volvía con furor ciego a descargar sus piezas sobre nuestra débil goleta. Las andanadas de la fragata peruana no daban felizmente en el blanco: caían al agua, veinte metros adelante, que pasaban por entre nuestra arbola para caer como una perdigonada de cazador inexperto cien o doscientos metros a babor, esto es, entre nuestro buque y la playa,cuando no iban a intentar con horrísono estruendo en las rocas de la playa misma, haciendo emprender azorado y presto vuelo a las nubes de pájaros marinos, que se elevaban por el espacio, espantados de tan extraordinario concierto. Recibimos dos cañonazos Eran las 11 A.M. cuando logró la "Independencia" incrustarnos dos de >_L5 granadas: una perforó nuestro costado a la altura de la máquina y la otra ras: simultáneamente penetró a la altura de los calderos, salvando nuestro ruque de un desastre el hecho de que las carboneras estaban repletas de combustibles y ubicadas precisamente entre el departamento de máquinas y calderos y el costado del buque, haciendo de consiguiente el papel de una rotura de protección a esas partes vitales del buque. Las dos granadas estallaron entre el carbón sin originar mayores daños y ni siquiera ocasionar ni un amago de incendio. A las 11 y media, la situación era la misma: la "Independencia" cañoneándonos por el costado de estribor y nosotros contestándole con sin igual ardor y con tal rapidez que, con justificada razón, el jefe del buque peruano decía después del combate, en su parte al Gobierno de su país, que la "Covadonga" hacía un nutrido y certero fuego con sus numerosos cañones o terribles ametralladoras. Pero el combate se prolongaba demasiado y es de presumir que el Comandante Moore, peruano, juzgara vergonzoso y deprimente para la potencialidad incontrastable del poderoso barco que montaba, el hecho de que el mísero buquecillo chileno estuviera aún a flote, después de tres largas horas de cañoneo constante, y todavía, sufriendo aún su nave las consecuencias de recibir a bordo unos cuantos mensajes de a 70 que el ojo certero de Orella y el diestro pulso del Teniente Lynch le enviaban muy a menudo. El espolonazo Minutos antes de las doce y en circunstancias de que la "Covadonga" se arriesgaba a pasar sobre las rocas sumergidas de Punta Gruesa, a la misma hora cronométrica en que Grau dentro de la bahía de Iquique resolvía también terminar con la heroica obstinación de la "Esmeralda", hundiéndola con ?u espolón, la "Independencia" se replegó sobre sí misma unos cuantos minutos; torrentes de espeso y negro humo salieron por su chimenea y luego vimos que se lanzaba a toda fuerza de máquina sobre nuestro costado de estribor, con el ánimo firme
y decidido de partirnos en dos, a la vez que de dispararnos el tiro de gracia con su famosa colisa de a 150 libras, que veíamos asomar por su proa amenazándonos con una destrucción rápida y fulminante. El gato se había sulfurado de verdad y se lanzaba sobre el tímido ratoncillo para triturarlo de un solo manotón. Pero los tripulantes de la "Covadonga" no eran zurdos, ni les habían amarrado las manos cuando chicos, como decía después pintorescamente uno de los marinos que relataba los incidentes del combate a uno de sus conocidos de Tocopilla. En menos de dos minutos, todos los tripulantes que estaban armados con rifles o revólveres corrieron al lado de estribor y empezaron a disparar sus armas sobre la proa del monstruo, que avanzaba levantando olas de espuma en su furiosa arremetida, a la vez que las piezas de Orella y Lynch vomitaban un fuego graneado que cubría de humo y de metralla el casco, la cubierta y la chimenea de la "Independencia". Era tal el furor, la desesperación y el deseo de morir peleando en la tripulación del pequeño barco chileno, que en su reducida cubierta sólo se oían el rápido crepitar del fuego de rifles, las roncas y breves voces de mando de los cabos de cañón al sacar y poner en batería las piezas y ¿por qué no decirlo? los juramentos gruesos de aquellos hombres enfurecidos que insultaban a gritos al enemigo, mandándoles junto con sus sólidos mensajes de acero, todo un arsenal de injurias nacionales, entre las cuales predominaba con rara y enérgica expresión la palabra que inmortalizó Cambrone en Waterloo... El chiquillo se acalora Confieso con humildad muy comprensible que yo estaba sobrecogido y anonadado en la cubierta de la "Covadonga". Posiblemente, era aquel un espectáculo soberbio por su heroicidad y por su grandeza; pero mi edad no me permitía sentirme con deseos de transformarme ni en héroe ni en pasto de los peces, y cuando recordaba en medio de aquel caos guerrero la mansa y silenciosa tranquilidad de mi hogar y las apacibles horas transcurridas en las aulas de los reverendos Padres Franceses, todo aquello y mucho más pasa por la imaginación de un hombre en peligro inminente de muerte, hubiera deseado volver al colegio, aun a sabiendas de que el muy reverendísimo padre rector don Cosme Lobr me esperaba en la puerta de calle con dos docenas de guantes, de esos especiales para los niños flojos e incorregibles. Sin embargo, el peligro en que estábamos, la vista de aquel monstruo que avanzaba llevando nuestra muerte y destrucción en su afilada proa, los gritos, los insultos, la batahola formada por aquellos endemoniados marineros cada vez que uno de nuestros cañones acertaba un tiro en el cuerpo de nuestro enemigo, los vivas a Chile salpicados con la poco parlamentaria palabra de Cambrone, la gruesa y ronca voz de Orella, que, espada y revólver en mano, mandaba cargar, entrar y sacar de batería su cañón, y tal vez más que todo el propio instinto de conservación hizo que me contaminara también del furor de aquella gente varonil, y desenfundando un gran revólver, con que también estaba armado, me pusiera a descargarlo tiro tras tiro en dirección al buque enemigo. Lo mismo hacía nuestro valeroso jefe en el puente de mando, porque el momento aquel no era para estar con las manos ociosas. Ataque por la popa Fue así como los artilleros de la "Independencia", que esperaban seguramente pulverizarnos con su famoso cañón de proa, no pudieron descargarlo en ningún momento sobre nosotros y en cambio recibieron tal lluvia de proyectiles de todos calibres que su Comandante juzgó prudente renunciar al ataque de espolón, y virando en redondo, a doscientos metros escasos de la "Covadonga", se alejó nuevamente para regresar de nuevo a los pocos minutos con nuevo y decidido empuje, avergonzado de haber retrocedido y resuelto a concluir de una vez por todas
con aquel barquichuelo insolente que osaba encararse ya cuatro largas horas contra su poderoso y bien artillado barco. A bordo de la "Covadonga" se comprendió que este era el momento decisivo y que el final de tan largo combate iba a llegar con nuestro aniquilamiento. Más cauta y previsora que en el ataque anterior, la "Independencia" varió de táctica y en vez de precipitarse a partirnos por el costado, lo hizo buscando nuestra popa, para evitar el fuego de nuestros cañones de costado, sabiendo que su pequeño enemigo carecía de cañones de caza y de retirada. Fue aquí cuando brilló el papel que correspondió desempeñar en ese momento culminante del combate al heroico piquete del Regimiento de "Artillería de Marina", que cubría la guarnición de la "Covadonga", al mando del alentado Sargento 1º don Ramón Olave. Como es sabido, el puesto de combate de las guarniciones de los buques de guerra es el de cuidar y defender la bandera. Olave, Gutiérrez y Latapiat El Sargento Olave era un soldado de pasta antigua: esclavo de su deber, de la misma escuela de aquellas clases del heroico "2a de Línea" que perdió en Tarapacá su estandarte cuando sus defensores formaban solamente un montón de cadáveres, de los cuales al último que había caído costó esfuerzos inauditos arrancar aquel trapo sagrado, empapado en la sangre de la escolta ratera, sin exceptuar uno solo... Tal era Olave, que al cubrirse de gloria ese hermoso día, cubrió también de ella al Regimiento al cual tenía el honor de pertenecer. Y, cruel sarcasmo del destino, el pobre y bravo Sargento no murió en esa ocasión, sino que vino a caer fulminado poco después de la Revolución de 1891, al recibir de repente la noticia de que el gobierno de su país le negaba con rara mezquindad la devolución de sus galones de Capitán, que había ganado uno a uno en el transcurso de la Guerra del '79. Olave tenía en el piquete de 20 hombres que custodiaba la bandera de la "Covadonga" a otros dos niños casi imberbes como los Cabos 1-. Hilarión Gutiérrez y José María Latapiat, hijo éste de francés, es decir, con la noble sangre de esa misma raza que hoy se bate codo a codo con los ingleses, defendiendo las conquistas de la civilización y las santas tradiciones del derecho bien entendido y que hoy como ayer amparan la causa del débil contra el fuerte. Gutiérrez y Latapiat eran mozos de sólo quince a diez y seis años y ese día se cubrieron de gloria, especialmente el primero, que tuvo el alto honor de ser citado como uno de los más valerosos defensores de la "Covadonga" en los momentos críticos del ataque al espolón intentado por el buque peruano. La Patria no ha sido larga y generosa con Gutiérrez, que treinta y siete años después de ocurrido aquel homérico hecho de armas, vive en estrecha y dura situación, disfrutando de una pensión escasa y mísera, equivalente al mezquino sueldo de que gozaba en aquella época. Latapiat, como Olave, bajó al sepulcro hace ya muchos años, decepcionado y achacoso, sin haber visto compensado debidamente su patriotismo y su sacrificio por la Patria. ¡Qué tal es el destino de todos aquellos que levantaron tan en alto la enseña de Chile en horas bien difíciles y azarosas! Con estos mozos tan imberbes como valerosos, el Sargento Olave, guarda de la bandera nacional de guerra izada al tope de la "Covadonga", esperó impávido y resuelto el choque que veía venir, como un tren expreso, de aquella enorme mole de acero que se acercaba rugiendo para hundir en el abismo del mar a la pequeña goleta chilena. Los veinte soldados que mandaba Olave con Gutiérrez y Latapiat se concretaron a disparar sus rifles con la rapidez de una verdadera ametralladora sobre la proa de la "Independencia", que ya estaba a doscientos metros, luego a ciento y pronto a cincuenta escasos... La "Independencia" encalla En este instante supremo, ocurrió un fenómeno casi sobrenatural: algo inverosímil, aunqueesperado y previsto. La "Covadonga" chocó levemente con su quilla en una roca que
no emergía del mar: luegovino un segundo choque: luego después sentimos como que resbalábamos sobre un lecho de roca plana y escurridiza, y cuando algunos de los tripulantes gritaban: -¡Nos varamos!... nos j...! otros gritaron alborozados: —Se varó! se J...!. Y en ese preciso momento, después de salvar la "Covadonga", escurriéndose sobre la superficie lisa de la roca salvadora, para llegar al término de ella y a flotar nuevamente, libre y más gallarda que antes, sentimos un estruendo horrísono, algo como un terremoto, como el choque de una montaña con otra, y luego vimos a la "Independencia", a la orgullosa y altiva fragata de 12 cañones de a 70 libras, que corría a sólo cincuenta metros de nuestra popa para reducirnos a pequeños átomos, chocar violentamente con la mismaroca sobre la cual acabábamos de pasar con tan oportuna como extraña felicidad. Aquello parecía un sueño, el despertar de una pesadilla, la realización de un verdadero milagro. Luego, la enorme fragata acorazada montó la roca con una marejada, y quedó incrustadaallí para siempre, como si una mano invisible y poderosa la hubiera conducido fatalmenteahí, castigando su altiva soberbia y poderío y su indiscutible grandeza. Allí quedó, dando enormes barquinazos, sirviendo de mísero juguete a las olas, que tan pronto la inclinaba de un lado como de otro, mientras sus tripulantes se arrojaban desesperados al mar, y mientras rodaban de uno y otro lado sobre su extensa cubierta los fieros cañones que momentos antes habían vomitado torrentes de metralla sobre nuestro indefenso casco, buscando nuestro exterminio. ¡Viva Chile, m....! Mientras esto ocurría en la fragata enemiga, ¿qué decir de lo que pasaba en nuestro buque? La escena del bíblico David, echando a tierra con su famosa honda al gigante Goliat, estaba reproducida en las rocas de Punta Gruesa. Si he de relatar con honrada verdad y franqueza esta parte del desenlace de tan extraordinario combate, puedo asegurar que mientras duró esta .última y casi inesperada escena, la tripulación toda de la "Covadonga" quedó suspensa. Era tan imprevisto, tan remoto a pesar de lo posible, el desenlace, extraordinario y tan al pelo, permítaseme esta chilenada literaria, el choque y la destrucción de nuestro implacable enemigo, que la voz no salía de la garganta: el espíritu estaba sobrecogido por la grandeza y efectividad del casi Milagro: y la súbita desgracia de nuestro contendor acalló durante unos cuan-segundos la natural explosión de alegría que con toda justicia vino en seguida a reemplazar ese rápido instante de natural sobrecogimiento. El Comandante Condell, que estaba en el puente de mando, sacóse la gorra y gritó ¡Viva CHILE! y a este grito estentóreo contestó la tripulación, como un eco, con otro viva unísono, inconmensurable y vibrante, de emocionado patriotismo. La escena no es para descrita. Hasta que se arríe el pabellón La "Covadonga", que había rebalsado unos quinientos metros el sitio en que había encallado su enemigo, viró en redondo sobre estribor a la voz de orden de su alentado jefe, y hábilmente dirigida vino a situarse con la proa al norte, frente al gigante caído y a menos de doscientos metros de su costado de estribor. Sobre el puente de mando de la malograda fragata, que daba barquinazos enormes, impelida por la marejada, veíamos algunos jefes y oficiales peruanos que, asidos desesperadamente a las barandas de bronce que circundaban el puente, nos hacían señales con sus pañuelos blancos: y sobre la revuelta cubierta, grupos de marineros trabajaban desesperadamente para arriar algunos de los botes, que al tocar el agua volcábanse inmediatamente. Sólo entonces vínose a percibir en la "Covadonga" que el orgulloso buque ya náufrago tenía aún izada en el pico del mesana una descomunal bandera peruana, que se batía furiosamente a impulsos del viento: luego, no estaba rendido. Y el Teniente Orella reabrió el
fuego de sus cañones, traspasando tres veces consecutivas el casco de la "Independencia" con otros tantos proyectiles sólidos que, perforando su casco de banda a banda, fueron a caer a la vecina playa. Sin embargo, la bandera enemiga permanecía izada, por lo cual el fuego de nuestra artillería continuó aún, hasta que vimos que algunos marineros corrieron a popa y arriaron la orgullosa bicolor, izando la bandera blanca de rendición. Si no es para descrito el momento supremo de la encalladura de la "In dependencia", menos lo es el momento en que vimos humillada y maltrecha descender la vistosa bandera de aquel poderoso buque que se debatía en desesperadas convulsiones de muerte... Entusiasmo en la "Covadonga" Y como estamos relatando un episodio interesantísimo de nuestra historia militar, que hasta hoy ha sido poco comprendido y quizás nunca suficientemente estudiado y como deseamos narrar con honrada y estricta verdad, debemos referir que en el momento culminante que estamos describiendo, rendido el barco enemigo, anonadado su poder ofensivo y enclavado en las rocas a nuestra merced, el furor bélico incontenible e inenarrable de que estaban poseídos momentos antes nuestros valerosos marineros cesó como por encanto. Aquellos rostros varoniles, animados de salvaje expresión guerrera, aquel lenguaje violento y duro, aquellas caras que expresaban la decisión del exterminio propio y ajeno, todo ese conjunto de espíritu agresivo que buscaba la muerte retando a muerte al enemigo triunfante y victorioso, desapareció repentinamente para dar lugar a una explosión de sentimientos diversos y encontrados. El bravo e indomable Orella subió al puente y abrazando estrechamente a Condell le pedía con voz enronquecida que le diera permiso para arriar una embarcación e ir hasta el buque náufrago para traer prisionero al Comandante: los oficiales se abrazaban unos a los otros, emocionados y enternecidos, y vi a rudos y bravos marineros que lloraban y reían conmovidos ante la grandiosidad y el éxito tan inesperado de aquella extraordinaria y ardua jornada. El Teniente Lynch, extenuado por el cansancio y la emoción del momento, estaba sentado sobre la cureña de su pieza y rodeado de sus leales y fieles artilleros, que lloraban y reían y vivaban a Chile y a Condell, a la "Esmeralda" y a Prat, a la Providencia y a Orella, todo en revuelta y espontánea confusión. La disciplina rígida y seca, tradicional en nuestros barcos, habíase roto en esos sublimes instantes y todos nos sentíamos iguales y a la misma altura para manifestar nuestro entusiasmo y alegría. Todos corríamos sobre cubierta felicitándonos mutuamente, y el rudo y tosco marinero abrazaba al apuesto y brillante oficial, como éste al grumete que mantenía todavía entre sus manos el fusil aún caldeado del combate que acababa de terminar. Y en realidad, no era para menos. Aquel barquichuelo frágil y raquítico, que bien podía haber sido colgado a uno de los pescantes de la "Independencia", y aquella tripulación encogida % estrecha, inerme y casi indefensa ante el poder diez veces superior de su enemiga, habían poco menos que resucitado en esos precisos instantes. Y la vista del hermoso sol de las doce de aquel hermoso día, el sentimiento de la grandeza de aquel momento y la seguridad de existir real y efectivamente después de haber estado a un milímetro de la muerte, explican claramente el súbito desborde de entusiasmo y de lógico enternecimiento que agitaba e invadía el alma de aquel puñado de chilenos... Mientras se desarrollaban a bordo de la "Covadonga" estas escenas impresionantes de jubiloso patriotismo, la "Esmeralda" habíase hundido en la rada de Iquique con su pabellón clavado al tope y Prat con una heroica oficialidad y su indomable tripulación había escrito para la historia de su patria la página más grande y más sublime que puede concebirse en los anales de una campaña marítima.
¡El "Huáscar" a la vista! Cuando Orella exigía nuevamente de su Comandante que lo dejara ir a tomar prisionero al jefe enemigo, volvióse Condell hacia la punta de Iquique, que se divisaba en lontananza, y estirando el brazo contestó a su digno y alentado segundo: Ahora tenemos que entendernos con el "Huáscar", que viene a pedirnos cuenta de la pérdida de la "Independencia". Y efectivamente, doblando la punta de Iquique, pudimos todos percibir al célebre monitor peruano, que corría a todo vapor hacia Punta Gruesa para informarse de la situación de su compañera. Los entusiastas vivas terminaron como por encanto: las emociones, los enternecimientos y las felicitaciones mutuas quedaron finalizadas: las voces de mando del jefe y las órdenes de los oficiales se multiplicaron nuevamente v la disciplina, el seco y severo cumplimiento de los deberes de cada cual, reemplazó a aquello instantáneamente. Hubimos de prepararnos para la nueva lucha que veíamos en perspectiva con la llegada del "Huáscar", que avanzaba a toda máquina, como si corriera desolado a vengar el desastre material de la pérdida de la "Independencia", y el moral de la bandera rendida., del pabellón arriado... del blanco y humillante pendón izado al tope, implorando misericordia. Abramos un paréntesis Y aquí debemos hacer un hincapié y una pausa para dejar una vez más establecido el hecho histórico de la rendición de la "Independencia". Hay algunos historiadores peruanos que se han atrevido a negar que este buque arriara su pabellón izando la bandera de rendición: y otros hay que, al escribir la historia de ese hecho de armas marítimo, han pasado como por sobre ascuas por esta parte del combate, sin pronunciarse siquiera ni mencionar tal hecho. Nosotros aseguramos, treinta y siete años después de ocurrido aquel para nosotros brillante y afortunado combate naval, que la "Independencia" arrió su bandera e izó una otra blanca, que bien puede ser llamada indistintamente de rendición o de parlamento. Después de transcurridos tantos años, la sangre está ya demasiado fría en nuestras venas: no abrigamos en el alma ni el más mínimo sentimiento de rivalidad ni odio contra nuestros enemigos de esa época, y sólo nos guía, al escribir estos apuntes y recuerdos, el sano y santo propósito de rememorar un hecho de armas que por su significado, por su heroísmo y por sus naturales consecuencias, debemos perpetuar en la memoria de las generaciones nuevas como una simple enseñanza de patriotismo. Más aún, no escribimos para herir ni molestar la susceptibilidad de los numerosos peruanos que hoy día viven en nuestro país buscando con su esfuerzo honrado y tesonero las santas victorias del trabajo. ! A ;>( Mi opinión y la fe que doy de lo que relato son pues, insospechables, porque no me atrevería a sostener una inexactitud histórica en el ocaso de mi vida, más aún, tratándose de una nación cuyos hijos cumplieron como buenos sus deberes defendiendo la causa sagrada de su patria, con admirable coraje y con una energía y heroísmo de que dan fe pública marinos y soldados de la talla de Grau y Bolognesi. El "Huáscar" pierde tiempo Mientras el "Huáscar" volaba en socorro de la "Independencia", la "Covadonga", como dejamos dicho, se aprontaba a sostener un segundo combate con el poderoso monitor que vendría indudablemente ciego de furor para vengar la extraordinaria derrota de su formidable compañera de merodeo. Se sabe cuánto es el furioso dolor que se apodera del león macho o de su hembra cuando cualquiera de estas fieras cae fulminada por la bala y el ojo certero del atrevido y audaz cazador del desierto. La que sobrevive no piensa sino en rugir y en vengar a la que ha muerto y en la desesperación que de ella se apodera, al contemplar inerme su
cadáver, embiste ciega, buscando el oculto enemigo, que teme fundadamente el furor de la vengativa bestia. Así pasó con el "Huáscar" cuando se detuvo asombrado y sorprendido frente al enorme casco de su compañera, que se debatía aún sobre la roca y de cuyos restos mutilados por la acción de las olas y las balas enemigas, alzábame al cielo densa humareda negra, originada por un voraz incendio que amenazaba destruir lo poco que quedaba de aquella inmensa mole caída. Y mientras nuestra gloriosa goleta se alejaba poco a poco rumbo al sur de aquel ya histórico paraje, restañando sus heridas y alistándose para recibir la embestida final de aquel nuevo y poderoso enemigo, el "Huáscar", frente a la fragata náufraga, permanecía como petrificado ante aquel desastre jamás previsto ni soñado. Arrió todos sus botes para ir a la "Independencia" y tratar de salvar algo de su artillería, a la vez que oír de boca de su malhadado jefe la relación de aquella varada incomprensible. Y allí perdió Grau dos horas preciosas, ocupado en salvar a los náufragos y en combatir aquel voraz incendio, que a pesar de todos sus esfuerzos consumió en pocas horas hasta el último madero de la desgraciada nave. Una mentira oportuna Cuando se desengañó por fin de que de aquel orgulloso y altivo barco no quedaba más que el casco de fierro partido en dos y el recuerdo de la negra aventura, recordó a la goleta victimaría, que ya apenas se divisaba en lontananza e impartiendo sus órdenes comenzó una persecución empeñosísima y emocionante, cuyo resultado fue negativo para él, como lo habían sido para Moore los dos espolonazos intentados con tan ciego furor como desgraciadas consecuencias. Grau tenía en su buque a varios prisioneros de la hundida "Esmeralda", entre los cuales se encontraba el único aprendiz mecánico escapado con vida de la gloriosa corbeta mártir, don José D. Vargas. Deseando el jefe peruano saber a qué atenerse con respecto al buque al cual perseguía, llamó a aquel joven mecánico y lo interrogó sobre las millas que andaba la "Covadonga", a lo que el valeroso y leal muchacho contestó que forzando máquinas la "Covadonga" podía desarrollar fácilmente hasta once millas marinas... Entonces Grau resolvió suspender por el momento la persecución y se dedicó aún a intentar el salvamento de los restos de la "Independencia". En realidad, lo único que salvó con este acuerdo el jefe peruano fue a la pequeña "Covadonga", que en aquellos momentos navegaba al sur andando 4 millas escasas, con su tripulación extenuada por cuatro largas horas de combate y en inminente peligro de hundirse, pues el agua entraba al buque como a un canasto por el enorme boquete abierto en su casco, y a flor de agua, por el proyectil de a 300 con que nos traspasara el "Huáscar" esa mañana dentro de la bahía de Iquique. En realidad, nuestro buque amenazaba por momentos con desaparecer de la superficie del mar. En los primeros momentos del combate de la mañana con el "Huáscar" y recién recibido en nuestro casco el certero disparo del monitor que mató al malogrado cirujano Videla, la gente del entrepuente y el carpintero del buque habían tratado de tapar como mejor se pudo aquel enorme agujero, por donde se precipitaba el mar adentro, a cada cabeceo del barco:pero el burdo tapón de colchones, estopa y lonas había aflojado y el agua se colaba adentro inundando el entrepuente y cayendo al departamento de las máquinas, calderos y sentina, con lo cual amenazaba apagar hasta los fuegos. Se organizó enérgica y rápidamente la lucha en las bombas y se vio que aquellos hombres, que se habían casi gastado sirviendo los cañones y peleando como fieras, sacaron nuevas fuerzas y nuevas energías para no dejar hundir aquellas
cuatro tablas que tan bien habían sabido defender y que aún esperaban conservar incólumes con el querido pabellón tricolor al tope. Salvamento de la "Covadonga" Todos, desde el más alto oficial hasta el más humilde grumete, corrieron a las bombas y los que no tenían cabida en ellas se armaron de baldes de madera y lona para vencer al nuevo enemigo, que amenazaba hundirnos por instantes. Y era de ver y oír a aquellos hombres que rivalizaban en el trabajo sin descansar un momento, cómo corrían por las escalas llevando cada cual su balde de agua y formando cadenas sin fin para echar afuera el líquido elemento que nos amenazaba minuto por minuto. El Comandante Condell y los Tenientes Lynch y Eusquiza recorrían sin cesar los grupos de marineros y soldados animándolos y exhortándolos a vencer, mientras en el entrepuente el carpintero del buque con el Teniente Orella y el guardiamarina Sanz luchaban por tapar herméticamente la descomunal rotura, metidos hasta la cintura en el agua que se precipitaba adentro con la fuerza de una catarata. Por fin, a las once de la noche se logró cerrar el boquete, mermó el agua y la tripulación pudo pensar en tomar un bocado de alimento, que harta falta les hacía. El Comandante Condell se había mantenido toda la noche hasta el aclarar navegando cerca de la costa, para varar el buque en el caso último de que no hubiera podido evitarse el hundimiento y salvar a su tripulación, ya que el único bote que había quedado ileso del combate del día no habría podido salvar sino unos doce o quince tripulantes. Los demás habían sido destrozados por los disparos de nuestra propia artillería, a consecuencia de que los pescantes estaban muy inmediatos a la boca de los cañones y el efecto de la concusión del tiro los había destruido. TOCOPILLA A las 6 A.M., Condell ordenó cambiar el rumbo al oeste, es decir, mar afuera, para tomar la dirección de Tocopilla, adonde contaba con llegar a mediodía. Solamente a las 5 P.M. pudimos entrar a este puerto, donde fuimos recibidos por el alférez de la "Artillería de Marina" don Alonso Toro Herrera, que ejercía el cargo de Subdelegado Marítimo. Después de ponerse al habla por telégrafo con Santiago y La Moneda, la "Covadonga" recibió instrucciones para dirigirse por alta mar a Antofagasta. Al propio tiempo se avisaba a Condell que se despacharía un transporte rápido para encontrarnos y darnos remolque hasta el puerto. Esa misma noche salimos de Tocopilla a las 11 y media y nos lanzamos a alta mar. El "Huáscar" nos persigue -Mientras tanto ¿qué había sido del "Huáscar"? -Tres horas después que nos perdió de vista por el sur, el Comandante Grau supo positivamente que la "Covadonga" no desarrollaba más de cinco a seis millas por hora, y después de amenazar con fusilar al mecánico de la "Esmeralda" por su equivocado ymalicioso informe, se lanzó en nuestra persecución para vengar en nosotros la pérdida de la "Independencia" y la humillación de su bandera. Forzando sus máquinas, corrió hacia el sur a diez millas fuera de la costa v al aclarar de ese día llegó a la vista de Antofagasta, donde esperaba que nos habríamos refugiado. No encontrándonos ahí, raciocinó acertadamente y calculando bien se dijo: -La "Covadonga" viene apegada a la costa. Y retrocedió, azorado e inquieto, buscándonos en las caletas y en Tocopilla v en Cobija. Era el momento en que Condell, con notable y justo acierto, hacía rumbo a Antofagasta por alta mar, mientras el fiero león nos buscaba el rastro por La costa. ¿No es verdad que en la salvación de la goleta "Covadonga" hubo algo de providencial y de extraordinario?