El eterno sonido del rio y la orquesta de grillos acompañan la ceremonia. Noemí cocina la milenaria medicina. Ella es bebedora de tradición asháninka. En una pequeña olla prepara la puerta hacia el autoconocimiento, la soga del más allá, la ayahuasca.
Hace cuatro años en el monte
Noemí viste la tradicional túnica o cushma de color rojizo y luce sus fuertes pies descalzos. Pareciera que su rostro decorado con achiote no tiene espacio para una arruga más. No sé qué edad tiene. Tiene una mirada profunda que transmite familiaridad. Era como la abuelita de todos los ahí presentes.
Hace cuatro años me encontraba en Tinkareni, anexo de la comunidad asháninca de Cutivireni. Para llegar viajé doce horas en bus de Lima a Satipo, seis horas en colectivo de Satipo a Puerto Ocopa, siete horas en bote hasta Cutivireni.
Al día siguiente partimos temprano rumbo a Tinkareni, un lugar que reclama paz incluso cuando te da la bienvenida. Una caminata de varias horas con pequeñas paradas para refrescarte, libar masato o probar yuca sancochada que amablemente nos ofrecen nuestros anfitriones, el pueblo asháninca.
Es un lugar donde no suelen venir turistas. La población fue golpeada durante la época del conflicto armado interno. Viven en casas hechas de madera, en ocasiones de humiro, una palmera nativa. Los techos son construidos con las hojas de humiro, que son trenzadas.
Sus chacras suelen confundirse con el monte. Noemí en su chacra tenía toda una farmacia natural de donde cosechaba la enredadera ayahuasca y la chakruna u ojo de venado. Ella preparaba su ayahuasca solo con esos dos ingredientes. Noemí era como una matriarca.
Mi papá es amigo suyo y de sus dos hijos. Le llevó una caja de cartuchos de escopeta, algunos víveres como sal, que es muy preciada, y dos gallinas pequeñas. Noemí no sale de cacería pero les da cartuchos a los cazadores a cambio de compartir su caza. Noemí no habla castellano. Mi padre le pide que prepare Kamarampi o ayahuasca, ella asiente.
Esa noche fuimos a visitar a Noemí para recibir su medicina. Era noche de luna llena. Nos sirvió su ayahuasca en una pequeña calabaza partida por la mitad, conocida como pajo. El líquido amargo y astringente, de un gusto similar a la infusión de la planta uña de gato, descendía por mi garganta. La imaginaba más amarga. Me acomodo en mi bolsa de dormir a esperar sus efectos. Andy, su nieto de diez años, también tomó unos sorbos de ayahuasca. Alcanzó para una toma cada uno.
La luna se derrite en el cielo mientras Noemí empieza con sus cantos. Las disonancias que emite activan poco a poco los componentes de la ayahuasca. El escenario es el ideal. Cielo estrellado e iluminado. Transcurrida una hora empecé a sentirme mareado. Me vi rodeado por fantasmas de épocas difíciles. Veía encapuchados, militares, niños. No tenía miedo.
Ir al baño si me dio miedo. Tenía que caminar hasta un silo a más de cien metros de donde me encontraba. Lo peor de todo era que no podía caminar en línea recta. Tenía ganas de vomitar pero no podía. El suelo brillaba como indicándome el camino amarillo en la historia de El mago de Oz. Me sentía observado por los duendes y elementales del monte, totalmente vulnerable.
Me recosté luego de mi fallido intento por ir al baño. Nuevamente el eterno sonido del rio me acurruca y me transmite tranquilidad. De rato en rato vuela un insecto cerca de mi oreja, haciendo que vea las cosas como en un túnel. Noemí tose de rato en rato y luego retoma sus cantos. Canta muy bonito y siento que la puedo entender. Intercambiamos palabras y gestos.
Cerré los ojos y dejé que aparezcan las visiones. Esas visiones son personales. Son como pruebas que te hace la ayahuasca. Dicen que si tomas tres veces ves tu muerte. Pero yo tomé una vez nada más. Soñé que había una serpiente metiéndose al rio y yo la quería sacar de la cola. Andy me ayudaba. Luego despierto y me enfrento a la causa de mis males. Siento que me reconecto con mis orígenes.
Cuando la ceremonia terminó regresé al campamento. Me sentía atraído por el rio. De rato en rato escuchaba que me llamaban. Seguramente era el chullachaqui. Al día siguiente vi en las orillas del rio las huellas de algo que era mitad persona y mitad venado, o al menos eso quería creer, dejándome llevar por las leyendas y la magia del lugar.
En Las Casuarinas, cuatro meses atrás
Son las nueve de noche del día sábado 21 de junio de 2014, el maestro Armando Serrano y su esposa Neyda Limas, curanderos del pueblo Shipibo-Conibo, se preparan para la ceremonia. El maestro saca su botella de ayahuasca, el agua de florida y el tabaco; mientras su esposa acomoda las pequeñas bateas que harán las veces de vomitorios individuales. “Yo no tomaba trago ni fumaba cigarro, pero tomabaAyahuasca”, cuenta el maestro.
Estoy en el centro Loto Verde, ubicado en Las Casuarinas, Surco. En el centro se organizan ceremonias de ayahuasca con regularidad y combinan icaros, música de sanación e instrumentos de cuerda. Cuesta 120 soles por persona.
Armando pertenece a una tradición cristiana, pero tiene más de treinta años de experiencia en el uso de la tradicional medicina. La prepara y la toma solo desde hace diez años. “Antes no tomaba solo. Tomaba acompañado de mi hermana o mi hermano Pedro”.
Armando cuenta que le tomó tiempo aprender a curar a través de losÍcaros[1]. “Cuando recién estás aprendiendo no sabes cómo icarar para curar a un niño enfermo o cuando tiene “mal aire”. A través de la mareación yo iba aprendiendo, pero no cantaba”. Armando veía a los maestros. Con el tiempo él también decidió ser maestro, para lo cual tuvo que hacer bastante dieta.
Cuando salió de Pisqui y se fue a vivir a Contamana (Ucayali, Loreto), tuvo varios pacientes. Cuenta que la gente venía desde las seis de la mañana hasta las nueve, y desde las cuatro hasta las seis de la tarde. Ahora también tiene pacientes en Lima. Ha estado en Chile, Argentina, Bolivia, Ecuador, Colombia y Venezuela.
Ahora son casi las diez de la noche. Armando empieza a cantar para activar su ayahuasca. Le da golpes con el tabaco. Su celular interrumpe los cantos con una estruendosa melodía polifónica. Luego de atender su llamada prosigue la sesión.
A las personas que toman por primera vez les sirve menos. Es una copita pequeña. Un pequeño shot de ayahuasca, pienso. Su botella es pequeña pero milagrosamente alcanzó para todos. Ahora esperamos los efectos. Somos más de diez personas. A lo lejos se puede escuchar una fiesta.
Al comienzo no le subía a Nicole, mi pareja. Le digo que tiene que vomitar. El maestro nos ofrece tomar nuevamente y varios aceptamos. Cuando vomité por segunda vez me pareció ver que arrojaba larvas o gusanos. Me dio mucho asco. Eran los efectos de la medicina.
Nicole le pidió al maestro que siga cantando. Fue como si se hubiera desdoblado. Sentías que cantaba exclusivamente para ti. En la puerta del cuarto se veían siluetas que bailaban al son de los cantos. No era el único que las veía, Nicole y su primo, Alejandro, también podían verlas bailar.
Cuando terminó la ceremonia nos reunimos con el maestro. Le agradecimos y pagamos por sus servicios. Le dijimos a su esposa, que apenas decía algunas palabras en castellano, que cantaba muy bonito. Aprovechamos para regalarle a Armando un cigarro armado con tabaco de la selva.
Me retiré con los sentidos despiertos. La primera vez que tomé no hice una dieta tan estricta. Para esta segunda toma me preparé bastante. La primera vez no vomité, la segunda sí. Es importante porque es parte de la purga. Sentí que mis dolores físicos desaparecían. Me curé de una tendinitis de la mano derecha.