Releer a Bach

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RELEER A BACH La música de los s. XVII y XVIII está marcada por dos hechos trascendentales y complementarios: el nacimiento de la ópera y la invención de la homofonía. La armonía, escritura vertical, por oposición a la polifonía, superposición de líneas melódicas, sirve fielmente las necesidades narrativas del melodrama. El problema estético que se estaba resolviendo en el fondo de este escenario era el de la relación entre música y poesía en un entorno racionalista dentro del cual el arte era una forma inferior del conocimiento. Pero era necesario que en ese submundo se estableciera una clara jerarquía para establecer en que grado de inferioridad se ubica cada una de las artes; por supuesto que la poesía predominaba sobre la música en razón de su más claro contenido conceptual. La música, en cambio, se dirige meramente a los sentidos, no comunica nada y su capacidad para deleitarnos, de acariciar con dulces melodías la vuelve inmoral. Se dice del melodrama que en vez de producir la gravedad de los nobles sentimientos, lo que genera es una ternura afeminada, indigna de espíritus viriles y valerosos. La música envilece las costumbres del pueblo, predisponiéndolo a la lascivia. Los filósofos, entonces, se aplicaron a encontrarle una salida honorable mediante la fórmula, mil veces repetida, de que el arte debe “imitar a la naturaleza”, receta confusa en la que no se sabe muy bien lo que significa imitar y donde naturaleza es como un sinónimo de razón y verdad en algunos casos y en otros, paradójicamente, como símbolo de sentimiento y expresividad. En cuanto a la imitación, parece relativamente fácil establecer un código para la pintura o la poesía; pero, en cuanto a la música, incapaz de imitar, su lugar queda relegado a una ornamentación de la palabra. Los artistas, poco dóciles y poco dados a solicitar el permiso de los guardianes de la moral, continuaron su labor y el melodrama se impuso. Ante la evidencia no quedaba otra alternativa que revisar los mamotretos y aceptar que aunque en un equilibrio inestable, la música también poseía su campo particular de imitación que es el de los sentimientos1; se acepta, pues, que la música puede potenciar la palabra en su función de conmover el espíritu. Una vez aceptada esta premisa, las discusiones se centraron en dos nombres: Rousseau y Rameau. El primero afirmaba que la música y el lenguaje tienen un origen común. el instinto humano, y que la armonía sólo sirve para ornamentar la melodía cumpliendo la misma función que el color en la pintura. Rameau, de tradición pitagórica, estableció el fundamento matemático de la música. Es aquí donde comienza a elaborarse el concepto de “música pura”. 1

Abate Du Bos. “Réflections critiques sur la peinture et la poésie”


Es en este campo donde se van a desarrollar las discusiones del mundo germano y Bach será el punto de referencia privilegiado. Ya no se trata de la supremacía de lo vocal sobre lo instrumental o de la relación entre la poesía y la música, sino el estilo de la música, entendido como una opción entre polifonía y armonía. En 1737 Johann Adolf Scheibe, crítico y musicólogo, publicó un artículo donde se presenta con toda claridad la situación de Bach. “Es un artista extraordinario en el órgano y el clavicémbalo....... uno se maravilla de su habilidad y apenas se puede concebir cómo le es posible entrecruzar tan singular y rápidamente las manos y los pies... sin mezclar en ellos un solo sonido falso. Este gran hombre habría maravillado a todas las naciones si se hubiese mostrado más agradable, si no hubiese ahogado la naturalidad de su música con un estilo ampuloso y no la hubiese hecho oscura con un arte demasiado grande.......... pretende que cantantes e instrumentistas hagan exactamente con la garganta y los instrumentos lo mismo que él hace con el clavicémbalo. ...... no solo priva con ello a sus piezas de la belleza y la armonía, sino que hace también el canto absolutamente inaprensible. ...... es un esfuerzo malgastado porque lucha contra la razón”. Es decir, que la música de Bach resultaba artificiosa y ampulosa porque está en contra de la razón. ¿A cual razón se refiere el esclarecido crítico? ... al racionalismo francés, la razón musical entendida como una simple ornamentación, un artificio. Es sobre todo su estilo contrapuntístico lo que lo hace aparecer como anticuado, retrógrado y sobre todo, inaprensible. El tejido polifónico es condenado en nombre de la recta razón. El análisis de los comentaristas de la época puede estar afectado por la falta de distancia, pero la verdad es que los críticos no mejoran con el tiempo. Un filósofo marxista, Ernst Fischer, poeta y ministro de educación del gobierno de Austria después de la derrota nazi, no duda en escribir: “.... se puede definir la polifonía como la música de la época feudal, de un orden en el que cada voz tiene asignado su lugar, una tras otra sin concurrencia, en un contrapunto estrictamente regular; en cambio, la homofonía es la música de la burguesía ascendente, de una época de cambios sociales en la que el principio de la concurrencia y, más tarde, el de la lucha de clases exigía que la música expresase un creciente antagonismo entre los temas. La música no se caracterizaba ya por un tema único tratado polifónicamente, sino por una lucha entre temas diferentes... etc., etc.” Bach se expresaba desde su convicción teológica y su formación pitagórica. Las pocas veces que Bach se pronunció sobre su concepción de la música fue categórico: la música es una forma humana de alabar a Dios y servir a la edificación espiritual del oyente. Bach estaba fuera de tiempo y sus contemporáneos andaban alabando a otro Dios, al de moda: el progreso en todas sus formas; el progreso de una música que vaya cada vez más lejos en su capacidad de alcanzar nuevas posibilidades expresivas e imitativas.


Cuando pensamos en Bach, debemos tener presente que durante los s. XVII y XVIII casi toda la música que se escribe es “funcional”; es decir, música que tiene un objetivo práctico concreto. Y podemos decir, simplificando, que ese objetivo se encontraba realizado en el Teatro (el melodrama) o en la Iglesia. Así, la mayor parte de la obra de Bach la podemos relacionar con sus diferentes situaciones laborales, para las cuales no existía una vida de conciertos como los conocemos actualmente. Los conciertos públicos son cosa excepcional y los soportes reales de cualquier realización musical se encuentran en la iglesia o en la corte. Cuando Bach trabajó en Weimar (1708-1717) su puesto era de organista de la corte, por lo que durante ese período su mayor producción es para este instrumento. Cuando en 1714 fue nombrado maestro de conciertos de la corte, su obra se enriquece con cantatas. En el período de Köthen que va de 1717 a 1723, no se produce ni música de iglesia ni música para órgano puesto que la corte es protestante reformada y en los servicios religiosos sólo se utilizan los corales luteranos. Bach escribe casi exclusivamente música instrumental, para el clave y para la pequeña orquesta de Köthen. A partir de 1723, nombrado cantor de Santo Tomás en Leipzig, vuelve a ser un músico de iglesia y debe producir cantatas para cada festividad dominical. La excepción la constituye la práctica de algunos grupos de aficionados [son los Collegium musicum, las Musik-Sozietätt, las Akademie, los Consort en Inglaterra] que se reunían a tocar música de cámara; siempre obras nuevas, dúos o sonatas a trío, suites y oberturas. Es un ambiente intelectual, erudito, que no pretende atraer un público y donde se consume una gran cantidad de música (Telemann escribió más de 1000 obras para estos grupos). Por esta razón, podemos considerar que el pensamiento más profundo de Bach se expresa en esas obras que no fueron fruto de sus obligaciones laborales, sino un producto de sus reflexiones teóricas sobre la polifonía. La Ofrenda Musical, El Arte de la Fuga, El Clave bien temperado y las variaciones (Variaciones Goldberg y variaciones Von Himmel Hoch para órgano). Cuando comencé a reflexionar sobre el pensamiento de Bach, expresado en estas obras, y en la forma de compartir esas reflexiones en el marco de esta charla, me di cuenta de lo extremadamente difícil que resulta la tarea de hablar acerca de la música. Es muy curioso: creo no equivocarme al afirmar que de todas las artes, la música es la que goza de una mayor audiencia. Es muy raro encontrar una persona totalmente impermeable a algún tipo de música. A menudo, declaran no entender mayor cosa a pesar de experimentar un vivo placer. En las salas de concierto, y aquí restrinjo el campo a la llamada “música seria”, la mayor parte de los asistentes simplemente se entregan a una especie de euforia sentimental, a impresiones internas e imágenes que se producen en un estado de ensoñación, que en el fondo nada tienen que ver con la música misma. La música se comporta tal vez como la generadora de un estado en el cual estos espíritus se dejan transportar pasivamente a ese flujo interior.


Cómo podría hacer verbal el contenido, el sentido inmanente de la obra si la musical es inefable, imposible de expresar en términos racionales, por medio de signos que, invariablemente, dejan escapar lo singular. Como las impresiones producidas por la obra varían según el oyente, y para este oyente, según las circunstancias que lo rodean, deberíamos concluir que la obra musical es algo indeterminado, inconsistente, y que es gracias a esta inconsistencia, que se muestra apta para producir los efectos más diversos y los más contradictorios. Su enorme riqueza es posible por su vacío intrínseco, donde cada cual puede poner lo que esté en su capacidad. Quien no puede restituir la obra en su unidad, se libra pasivamente a los sueños o ensoñaciones sugeridas por las combinaciones sonoras. ¿El oyente que se aplica a establecer la síntesis unitaria de la obra, debe comprenderla como un todo? ¿No somos víctimas, quizá, de una ilusión al juzgar la obra y creer que hemos definido el “mensaje” recibido? Y que, además, podemos expresarlo verbalmente? Nos referimos frecuentemente a las obras, mediante apreciaciones del tipo: esta obra es alegre, triste, melancólica, trágica, festiva, etc., pero sabemos que ninguna de estas expresiones define la obra como tal, que el valor objetivo está más allá de nuestras reacciones emocionales. Si decimos que el Preludio en sib menor es patético y que la fuga en sol# menor tiene un carácter reliogioso, tendremos que admitir que estamos naufragando en las oscuras aguas del gusto [entre gustos no hay disgusto] en cuyas profundidades habitan esos especimenes para quienes los juicios estéticos no son más que convicciones subjetivas carentes de ese principio de demostración capaz de convertirlos en obligatorios para todos. En esas aguas procelosas habita igualmente el atractivo: “todas las opiniones se valen” y nadie está en capacidad de probar su juicio. Pero sucede también que en un mismo sujeto se produzcan transformaciones radicales. Aquel que declara sublime lo que en otra época le parecía insufriblemente aburrido, puede haber comprendido perfectamente la obra desde el principio, pero algo en su experiencia personal ha transformado la relación con esa obra. Esto significa que no basta con aprehender la obra en su unidad; es necesario establecer con ella una relación intencional, cognitiva, que busca algo externo, objetivo, en lo que se manifiesta la dialéctica del conocimiento. El conocimiento de la obra musical no es un fenómeno que pretenda establecer relaciones con otros fenómenos para deducir verdades de orden general, como son, por ejemplo, los principios físicos: “el calor dilata los cuerpos”. El objeto de este conocimiento es una realidad ideal, una singularidad que me permite relacionarme con ese acto cognitivo. Ahí sí, formulamos nuestro conocimiento con toda propiedad al decir: tierno, alegre, trágico, etc. Este conocimiento estético que adquiero de la obra no se realiza en juicios que puedan constituir un sistema.


La obra musical se relaciona en primer lugar con la inteligencia y sólo así es música capaz de integrarse a todo el ser. Es indispensable ir más allá de la subjetividad, acallar el gusto, el deseo y las emociones, para conocer la obra dentro de un sistema coherente. Es una relectura, una reconstrucción que requiere de una renuncia: debo consentir a un abandono para que la obra actúe con todo su potencial sobre mi ser, para unirme a ella en una unión precaria, cuya armonía se hace y se deshace a cada instante. Es como si estuviese hablando de la dialéctica del amor, porque en el fondo, el acto de conocimiento musical es un acto amoroso, en el sentido de participación, de comunión. Las músicas “ligeras”, para utilizar un término suave e inofensivo, no son más que una invitación a la pereza, y no están en capacidad de suscitar esta construcción del conocimiento, así como ciertas mujeres casquivanas invitan a la aventura pero no a la construcción amorosa. A menudo, el asunto parece estar referido a una noción bastante simple: el placer musical, pero por esta vía siempre se desemboca en los jardines del hedonismo estético. En este campo, toda actividad artística es análoga al juego, un espacio de mera ilusión en el cual escapamos de las preocupaciones; un pequeño e insignificante paraíso artificial. En contra de esta simplificación, propendemos por el valor cognitivo de la actividad artística, acceso a un conocimiento que no es posible por otros medios y que nos permite tomar contacto con la realidad, sumergidos en la duración. Por supuesto que escuchar la música de Bach (atención, que utilizo el verbo escuchar y no el verbo “oir”) es un gozo enorme y al mismo tiempo la relación con un altísimo conocimiento. Sin embargo, por la inefabilidad de la música, el lenguaje (instrumento del pensamiento discursivo) se revela impotente para comunicar objetivamente eso que yo conozco. Mi juicio sobre la obra oída es indemostrable, vago, aproximado, como cuando tratamos de definir una persona. Queda claro, pues, que lo que digamos acerca de la música de Bach es indemostrable, vago y aproximado, salvo que nos refiramos en términos exclusivamente técnicos. Y lo primero que diré es que Bach constituye el punto más elevado del Canon occidental, por la construcción del fenómeno arquitectural. Schopenhauer declaró que el primer volumen de su obra capital [el mundo como voluntad y representación] consta de un solo pensamiento. Toda la obra de Bach se puede cifrar en un intervalo: la quinta justa, que es la summa armónica y contrapuntística de la música tonal. El tiempo de la música, allí donde esa quinta se expresa en todas las formas posibles, no es el tiempo de los relojes sino el tiempo de la esperanza. Lo que hace de Bach el punto más elevado del “Canon” occidental es la técnica de la forma, poderosamente unitaria, entre la escritura misma y la arquitectura de la obra. La Forma es esencialmente variable y se pone en cuestión en cada obra. (Recordemos que aún las formas fijas se presentan en las obras de


Bach en aspecto supremamente diversos; ninguna fuga, por ejemplo, posee el mismo plan). El romanticismo se olvidó del asunto, pero en la pensamiento musical del s. XX, la figura tutelar de Bach está presente en todos los movimientos. Una de las formas en que se expresa esa presencia es la cita permanente. En el concierto para violín de A. Berg encontramos un coral variado; en Wozzeck, una gran pasacaille. Webern realizó una magnífica orquestación de la gran fuga a seis voces de la Ofrenda Musical. La sonata para violín sólo de Bartók está llena de reminiscencias bachianas. Y, por supuesto, las “Bachianas brasileiras” de Villa-Lobos, una serie de nueve piezas escritas para formaciones instrumentales diversas, en homenaje a Bach y en el estilo de la música brasileña, recogiendo las afinidades entre el melódico arioso de Bach y, por ejemplo, la modinha, canción sentimental brasileña. El pensamiento de Bach es lineal y polifónico. Cada una de sus obras se basa en un plan determinado sobre una serie de voces que van a interactuar de varias maneras. No quiere esto decir que el plano armónico esté ausente, o sea de menor importancia. Está simplemente subordinado al pensamiento horizontal; la realización compositiva comienza siempre a partir de la línea. Las armonías son el resultado de las líneas. Las obras para instrumentos de cuerda a solo, muestran claramente que lo armónico se efectúa mediante insinuaciones y se mantiene sujeto al ámbito de la técnica del instrumento. La Partita Nº 3 en Mi mayor para violín solo ha sido no solamente la favorita del público, sino también al parecer del propio Bach. La obra es de una gran fantasía y de ella dijo Nietzche: “lo profundo queda en la superficie”. La obra es violinística por excelencia. Los puntos culminantes se hallan en simetría y coinciden con las partes fuertes del compás. Dos veces se emplea el efecto de “bariolage”, primero con la cuerda Mi al aire y luego con la cuerda La. Los efectos de eco, cc, 5-12, 45-51 y 61-67, son auténticos y es fácil añadirlos debidamente en otras partes. En el c. 59 tiene lugar una reexposición del comienzo en la subdominante, pero es más amplia que la exposición.

Cuando proponemos a Bach como el canon fundamental de la música de occidente y nos proponemos una relectura de Bach, hoy, iniciando el tercer milenio, 250 años después de su muerte, pienso en una figura canónica de la literatura: Dante Alighieri, para poder decir que esa lectura está modificada por el tiempo. Para Dante, su poema era una profesía, como la del profeta Isaias. Para el hijo de Dante, el estado de las almas después de la muerte y los castigos o recompensas a que se ha hecho acreedora. En el s. XIX, Hugo dijo, crípticamente, que el espectro que en el Infierno toma para Caín la forma de Abel es el mismo que Nerón reconoce como Agripina. Nietzsche, en el “Crepúsculo de los ídolos” dijo con bastante irresponsabilidad e irrespeto que Dante es “la hiena que versifica en las sepulturas”.


Creo que no podemos releer a Bach, como no podemos releer a Dante como se leía hace cien años, ni como lo hacían hace doscientos. Los investigadores que desde la década del 50 se dieron a la reconstrucción de los instrumentos de la época de Bach, han realizado extraordinarios aportes a la musicología, pero han sucumbido al hechizo maniático de la “autenticidad”. Este movimiento de los llamados “barroqueros” es, en palabras de Pierre Boulez, “una locura pequeñoburguesa, como si uno encontrara la ropa de la abuela en el cuarto de San Alejo”. Se cree que un instrumento de época, o una réplica, lleva automáticamente a una práctica correcta del instrumento. ¿Cómo se tocaba en conjunto en los siglos XVII y XVIII? Prácticamente no había ensayos antes de un concierto. Muchos interpretes abarrocados declaran su admiración por Toscanini, Szell o Reiner, pero practican un trabajo inverso al de estos músicos que trataban de encontrar la mayor fidelidad en las partituras sin ser “pintorescos”. De hecho, en la interpretación nada es verdaderamente “auténtico”. La moda de las interpretaciones antiguas y barrocas es una regresión, un refugio y un rechazo a la música presente. En la música antigua, se exagera demasiado el concepto de autenticidad porque lo que uno escucha hoy es una reconstrucción a la manera de los restauradores profesionales . No se toca en instrumentos originales sino en copias, se toca en salas inmensas en relación con lo que eran los espacios de la época. Los directores tienen una formación de dirección tardía y si miramos lo esencial: la entonación y el tempo, no sabemos prácticamente nada al respecto. La autenticidad, en este dominio, no es más que una noción de marketing. Hace poco, en una entrevista, le escuché decir a Itzhak Perlman: “En la práctica, esta manía de la autenticidad es retrógrada. Para qué tocar las sinfonías de Haydn con 25 músicos, que es lo que él tenía, si sabemos que Haydn soñaba con tener cien. Para qué tocar a Beethoven en pianoforte, si sabemos por documentos que él lamentaba las pocas posibilidades que le brindaban los instrumentos de la época. El violín barroco es increíblemente difícil de tocar, y no soporto las sonoridades secas, blancas que se obtienen, so pretexto de un retorno al original” ¿Qué significa entonces, releer a Bach?. En primer lugar, leerlo desde aquí, situados en el año 2000, en medio de toda la abigarrada información sonora que nos ha dejado el s. XX. En segundo lugar, teniendo presente desde el principio la diferencia que señalé antes, entre el sentido de los verbos oir y escuhar. “Oir” no es más que una función neurofisiológica ante un estímulo acústico. Escuchar implica un trabajo. Y aquí, atengámonos a lo dicho, entre otros, por Valery: “No hay obras fáciles”. El hecho de que los comerciantes pongan las obras de Bach, o de Beethoven, en los puestos callejeros al lado de Darío Gómez y Shakira, o que en la


programación de ciertas emisoras “cultas” realicen franjas llamadas “clásicos populares”, no hace más que crear la ilusión de la facilidad. Por supuesto que podemos decir que es mejor amoblar la vida cotidiana con los sonidos de un concierto brandenburgués que con los abominables vallenatos de Diomedes Diaz , y en este punto permítanme mencionar, por diversión, uno de esos perversos escolios de Nicolás Gómez Dávila: “La falsa elegancia es preferible a la franca vulgaridad. El que habita un palacio imaginario se exige más a si mismo que el que se arrellana en una covacha”. Si no nos dejamos perturbar, una vez conmovidos, al punto de sentir la necesidad de realizar un trabajo de interpretación, mejor nos quedamos con ese magma pastoso, informe, incoloro e insaboro de la música comercial. Cuando hablaba de la “manía” de ciertos instrumentistas por la “autenticidad” en la interpretación de las obras, quería señalar, igualmente, que con esta tendencia se incurre en otro error no ménos grave: restablecer el pensamiento auténtico del autor. ¿Qué fue lo que quiso decir?. Lo que realmente nos interesa no es lo que quiso decir Bach, sino lo que realmente dicen sus obras y puede que él mismo no se haya dado cuenta. Porque lo que dicen sus obras está transformado por el tiempo. Llegamos a una fuga de Bach, con todo lo que 250 años le han aportado a esa fuga: Wagner, Mahler, Shoenberg, Stravinsky, y tantos otros. Por eso, aunque parece un contrasentido lógico, podemos reflexionar sobre las influencias retroactivas: la influencia de Borges sobre la poesía de Hölderlin; o de la influencia de la música de Arvo Pärt sobre el canto llano. Porque podemos acercarnos a esas obras, de la mano de un tiempo histórico. Nietzche hablaba de la ilusión humanista de una escritura que regale a un lector “ocioso” un saber que no posee y que va a adquirir. Pero va más léjos; en Ecce Homo nos propone lo siguiente: “En última instancia nadie puede escuchar en las cosas más de lo que ya sabe”. Es allí donde está el sentido del verbo “escuchar” porque el trabajo de releer una obra, por ejemplo de Bach, debe partir de una pregunta personal y de la esperanza de que en esa obra se expresa un contenido de esa pregunta. Este es un asunto personal y no debe dejar de serlo, como creen los modernos gestores culturales, que amparados en la estadística, una de las excrecencias de la democracia, nos quieren convencer de que el asunto se resuelve llegando al mayor número de personas. Oir buena música no nos convertirá en mejores ciudadanos. Escuhar no puede ser otra cosa que formularse una pregunta. El valor estético se puede reconocer, pero no se puede transmitir a quien es incapaz de percibirlo como su conflicto personal. Bach no es un antídoto contra la descomposición social; no nos puede hacer mejores, tampoco nos hará peores, pero puede enseñarnos a escucharnos en esa íntima soledad donde nos confrontamos con la muerte.


El Coro Final de la Pasión según San Mateo ejemplifica la fuerza más idiosincrática de Bach. Allí están su concepción Pitagórica y la más alta expresividad. Está por encima de todo lo demás, sin importar la época. Todo lo contiene. No puede ser superado por el desarrollo de la técnica. Y es, al mismo tiempo el diálogo personal que probablemente estableció Bach con su propia soledad y su confrontación con la muerte. Pero eso no importa. Sumidos en el llanto Te llamamos en tu tumba descansa gentilmente descansa cuerpo exhausto. Tu serás para nuestras mentes afligidas Consuelo y descanso. Paz para las almas. Mis ojos podrán dormir, al fin, en jubilo.

Alberto Guzmán Naranjo Profesor asociado de la Universidad del Valle.


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