Homero
Odisea
INDICE
PÁGINA ODISEA CANTO I CANTO II CANTO III CANTO IV CANTO V CANTO VI CANTO VII CANTO VIII CANTO IX CANTO X CANTO XI CANTO XII CANTO XIII CANTO XIV CANTO XV CANTO XVI CANTO XVII CANTO XVIII CANTO XIX CANTO XX CANTO XXI CANTO XXII CANTO XXIII CANTO XXIV
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CANTO I Dime, Musa, de este hombre ingenioso que vagó tanto tiempo, después de haber destruido la ciudadela de Troya. Vio las más populosas ciudades y conoció su espíritu, y sufrió en su corazón de muchos males sobre el mar por cuidar la propia vida y el regreso de sus compañeros. Pero ni así hubo de salvarlos, contra su voluntad; perecieron por su codicia ¡los insensatos! después de comer los bueyes de Helios Hiperioniada. Y éste les arrebató la hora del regreso. Dime alguna de estas cosas, Diosa, hija de Zeus. Todos los que pudieron evitar la negra muerte, escapados de la guerra y del mar, habían vuelto a sus hogares; pero Ulises quedaba solo, lejos de su país y de su esposa, y la venerable ninfa1 Calipso, la muy noble Diosa, le retenía en hueca gruta, deseándole para marido. Y cuando llegó el tiempo, después de la carrera de los años, en que los Dioses quisieron que regresara a su casa de Itaca, allí también hubo de sufrir males en medio de los suyos. Todos los Dioses le compadecieron, excepto Poseidaón2, que sufrió irritado contra el divino Ulises hasta que hubo regresado a su país. Y Poseidaón había ido al país de los etíopes, que viven lejos y están divididos en dos pueblos, uno mirando al poniente de Hiperión y el otro a levante. Y el Dios había ido para asistir a una hecatombe de toros y carneros. Y mientras él se recreaba sentado a este festín, los demás Dioses se hallaban reunidos en el palacio de Zeus Olímpico3. Y el padre de hombre y de Dioses comenzó a hablarles, recordando al irreprochable Egisto, a quien había matado Orestes Agamenón. Acordándose de él, dijo a los Immortales estas palabras: 1
Las ninfas eran las mújeres jóvenes que poblaban campos, bosques, fuentes, manantiales y lagos. La creencia en las ninfas y su culto estaba muy arraigado a Grecia.
2
Poseidaón y Poseidón habitaba en el fondo del mar y armado de su tridente recorría sus dominios en un carro arrastrado por corceles impetuosos, imagen de las olas. Era el dios y el dueño del mar
3 Se llaman Olímpicos por antonomasia a aquellos de entre los grandes dioses de la mitología griega que tras la victoria de Zeus sobre Titanes, Gigantes y Tifón, habitaban, según la tradición homérica, la más alta de las cumbres de Grecia. Zeus, divinidad griega, es el Júpiter de los romanos. Su oráculo en Dodona y su templo y culto en Olimpia tuvieron una extraodinaria influencia en el mundo griego.
—¡Oh, cuánto se quejan los hombres de los Dioses! Dicen que sus males les llegan de nosotros, y ellos solos, por su demencia, agravan su destino. He aquí a Egisto, que, contra el designio, se ha desposado con la mujer del Atreida y matado a éste, sabiendo que su muerte después sería horrible, pues nosotros le habíamos prevenido por Hermes, el vigilante Matador de Argos, para que no matara a Agamenón ni deseara a su mujer, porque el Atreida Orestes habría de vengarse cuando, ya mozo, regresase a su patria. Así se lo dijo Hermes, mas el sano consejo no persuadió a Egisto, y ahora toda su culpa ha expiado de una vez. Y Atenea4, la diosa de ojos claros, le respondió: —¡Oh Padre nuestro Cronida, el más alto de los reyes! Ese al menos ha sido herido por una muerte justa. ¡Que muera así quien de tal modo obre! Pero mi corazón se desgarra al recordar al bravo Ulises, ¡el desdichado!, que padece ha tanto tiempo lejos de los suyos en el centro de una isla perdida en medio del mar. En esta isla toda llena de árboles habita una Diosa, la peligrosa hija de Atlas, el que conocía el fondo de los mares y lleva las fuertes columnas que separan la tierra del Urano. Y su hija detiene a este desventurado que se lamenta, lisonjeándole con dulces y suaves palabras a fin de que olvide a Ítaca, pero él quiere ver de nuevo el humo azul de su patria y desea morir... ¿Y tu corazón, Zeus Olímpico, no se conmueve por los sacrificios que Ulises te rindió ante las naves argivas, frente a la gran Troya? Zeus, ¿por qué estás tan irritado con él? Y Zeus, que amontona las nubes, respondiéndole; dijo así: —Hija mía, ¿qué palabras huyeron de entre tus dientes? ¿Cómo poder olvidarme del divino Ulises, quien, por su inteligencia, sobresale de entre los hombres y es el más pródigo en sacrificios a los Dioses inmortales que habitan el ancho Urano? Pero Poseidaón, que circunda la tierra, le guarda constante rencor, pues Ulises dejó ciego al cíclope Polifemo, el de forma de Dios, el más fuerte de los cíclopes. La ninfa Teosa, hija de Forkino, rey del mar tempestuoso, le parió de su ayuntamiento con Poseidaón en las grutas abiertas. Por eso Poseidaón, que sacude la tierra, no queriendo matarle, le constriñe a vagar lejos de su país. Pero nosotros, los que estamos aquí, aseguramos su regreso; y Poseidaón depondrá su cólera, porque él sólo no podrá nada contra todos los Dioses inmortales. 4
Palas Atenea, diosa de la paz y de la sabiduría, hija de Zeus, de cuya cabeza nació completamente armada. Se la veneraba en toda Grecia, pero de manera particular en Atenas, donde estaban dedicados a ella el Partenón y el Erectón.
Y Atenea, la Diosa de ojos claros, le respondió: —¡Oh Padre nuestro Cronida, el más alto de los reyes! Si place a los dioses venturosos que el prudente Ulises retorne a su morada, enviemos al Mensajero Hermes, Matador de Argos, a la isla de Ogigia, y que advierta a la ninfa de la hermosa cabellera que hemos resuelto el regreso de Ulises, el de ánimo esforzado y paciente. Y yo iré a Ítaca, instigaré a su hijo y le infundiré valor para que, reuniendo el ágora de acaienos de largas crenchas, ponga coto a los pretendientes que degüellan sus ovejas numerosas y sus bueyes de flexibles remos y astas encorvadas. Y le enviaré a Esparta y a la arenosa Pilos para que informe del regreso de su amado padre y sea honrado por los hombres. Dijo así, y se calzó las sandalias inmortales, doradas, que la llevaban sobre el mar y sobre la tierra inmensa como un soplo de viento. Y tomó una lanza potente de aguda punta de bronce, pesada, grande y sólida, con la cual suele domeñar las multitudes heroicas la hija del padre prepotente cuando contra ellas se encoleriza. Y abandonando las cimas del Olimpo, descendió al pueblo de Ítaca, y ante el umbral del atrio de Ulises, con la lanza de bronce en la mano, tomó la forma externa de un extranjero, de Mentes, rey de los tafios. Y vio a los soberbios pretendientes que jugaban a los dados ante las puertas, tendidos en pieles de bueyes sacrificados por ellos. Heraldos y servidores se apiñaban en su alrededor; unos mezclaban agua y vino en las cráteras, otros lavaban las mesas con esponjas de mil poros, y elevándolas, distribuían las viandas abundantes. Y antes que nadie vio el divino Telémaco a Atenea. Se hallaba sentado entre los pretendientes, triste su corazón viendo en sueños a su aguerrido padre llegar de súbito, arrojar a aquéllos de sus casas, recuperar su poder y regir su hacienda. Soñando así, sentado entre los pretendientes, vio a Atenea, y fue al vestíbulo, dolido de que un extraño quedara tanto tiempo esperando ante la puerta y díjole estas palabras aladas: —Salve extranjero. Tú serás nuestro amigo, y después de comer nos dirás qué necesitas. Dijo así, y conducida por él, le siguió Palas Atenea. Ya dentro de la morada fastuosa, Telémaco apoyó la lanza en una alta columna, arsenal luciente donde descansaban muchas lanzas de Ulises, el de ánimo esforzado y valeroso. Colocó sobre un sillón un hermoso tapiz bordado y un escabel a sus pies, e hizo sentar a Palas Atenea. Por sí mismo arrastró ante
ella una silla labrada, cuidando poner todo lejos de los pretendientes, a fin de que al extranjero no llegara rumor del festín tempestuoso y a fin de preguntar por el padre ausente. Una sirvienta vertió de una jarra de oro en una fuente de plata agua para el lavatorio y preparó ante ellos una mesa luciente. Trajo después pan la venerable despensera y cubrió la mesa de manjares numerosos y escogidos; y un trinchante sirvió viandas diferentes y les ofreció vasos de oro, y un heraldo les servía vino con frecuencia. Y en esto entraron los orgullosos pretendientes. Sentáronse en orden sobre sillas y sillones; algunos heraldos vertieron agua para el lavamanos; las sirvientas amontonaban el pan en canastillas y los mozos llenaban de vino las cráteras. Después pusieron los pretendientes mano a los manjares, y cuando el hambre y la sed satisfacieron, desearon aún más; baile y canto, que son adornos del banquete. Y un heraldo puso una preciosa cítara en manos de Femio, que cantaba, mal de su agrado. Y al son de la cítara comenzó un hermoso canto. Mientras, Telémaco, acercándose a su cabeza para que los demás no oyeran, dijo a Atenea, la de los ojos claros: —Caro huésped, ¿te molestarán mis palabras? El canto y la cítara placen abono a éstos, porque viven impunemente del caudal de otro, de la hacienda de un hombre cuyos huesos se pudren a la lluvia quién sabe dónde, si en el continente o en las olas del mar que las azota. De seguro, si le vieran de regreso en Ítaca, todos preferirían pies ligeros a la riqueza de oro y de vestidos. Más aquél ya murió, sucumbiendo a un funesto destino, y no nos queda una esperanza ni aun cuando alguno de los hombres de la tierra nos anuncia su retorno, porque ese día no llegará jamás. Pero habla y di sinceramente: ¿Quién y de qué raza eres? ¿Dónde has nacido y quiénes son tus padres? ¿En qué barco llegaste? ¿Qué marineros te condujeron a Ítaca? Porque yo no creo que tú hayas venido a pie. Y dime la verdad, para que yo lo sepa. ¿Vienes a esta ciudad por vez primera, o has sido anteriormente huésped de mi padre? Que muchos hombres conocían nuestra casa, porque Ulises también gustaba de visitar a los hombres. Y la Diosa Atenea, la de los ojos claros, le respondió: —Yo te hablaré en palabras sinceras. Me envanezco de ser Mentes, hijo del valeoroso Ankialo, y mando en los tafios, amigos de manejar los remos. He llegado hasta aquí en una nave y con mi gente, bogando sobre el negro mar hacia unos hombres que hablan otras lenguas, hacia Temesa, donde voy a buscar bronce a cambio de hierro brillante que les llevo. Mi nave está anclada allá, detrás de la floresta, fuera de la ciudad,
en el puerto Reitrón, bajo el Neyo frondoso. Podremos honrarnos de que nuestros antepasados se dieran mutua hospitalidad. Puedes pedir noticia de esto al viejo Laertes, del que se dice que no viene a la ciudad, pero que pena en un campo lejano, solo, con una vieja que le sirve de comer y de beber cuando se cansa de correr su tierra, fértil en viñedos. Y he venido porque se dice que tu padre está de regreso; pero los Dioses entorpecen su camino. Porque el divino Ulises no ha muerto sobre la tierra; vive retenido en un sitio intrincado del vasto mar, en una isla sacudida por el oleaje; y unos hombres rudos y feroces le tienen prisionero, mal de su agrado. Pero hoy te anunciaré lo que los inmortales me inspiran y que se cumplirá, bien que yo no sea adivino ni sepa descifrar augurios. No le queda mucho tiempo fuera del patrio hogar, aun cuando le tuvieran preso en lazos de hierro. Hallará medios de volver, pues él es rico en argucias. Y tú dime si eres, en efecto, el verdadero hijo de Ulises. Le recuerdas extraordinariamente por la cabeza y la hermosura de los ojos, que bien sé cómo eran, pues antes de partir para Troya con otros jefes argivos a bordo de las naves abiertas nos veíamos a menudo. Después, ni yo he visto a Ulises ni él me ha visto a mí. Y el prudente Telémaco le contestó: —Voy a hablarte con sinceridad, extranjero. Mi madre dice que soy hijo de Ulises; pero yo no te lo aseguraré, porque nadie puede decir por sí quién es su padre. ¡Oh, quién fuera hijo de algún hombre dichoso que envejeciera en sus dominios! Pero no; y habré de contestar a tu pregunta que me ha engendrado el más infeliz de los hombres mortales. Y Atenea, la Diosa de ojos claros, le respondió: —Los Dioses no han querido que tu raza pase sin gloria a la posteridad, cuando Penélope te parió tal cual eres. Pero háblame y responde sinceramente: ¿A qué este banquete? ¿Por qué esta reunión ruidosa? ¿Había necesidad de ella? ¿Es un convite o una boda? Porque salta a la vista que no es un festín pagado a escote, ya que los que comen lo hacen con insolencia impropia de gentes convidadas a esta casa. Cualquier hombre de espíritu delicado se indignaría al verte en medio de esta vergüenza. Y respondió el prudente Telémaco: —Extranjero, puesto que me interrogas sobre esto, te diré que esta casa fue algún día rica y respetada, mientras el héroe vivió en ella. Pero ahora, los Dioses, origen de nuestro mal, han dispuesto otra cosa y han hecho de él el más ignorado de los hombres. No le llorara tanto, sabiéndole muerto, si hubiera perecido con sus compañeros en el cerco de Troya o si des-
pués de la guerra hubiera dejado de existir entre brazos amigos. Entonces los fayakienos hubieran erigido un catafalco, y yo, su hijo, hubiera heredado toda su gloria inmarcesible. Pero hoy las Arpías no les han arrebatado oscuramente; murió quién sabe dónde, y a mí legó sólo penas y llanto. Y no he gemido solamente por él, que los Dioses me han enviado otros amargos dolores. Todos aquellos príncipes que mandan en las islas, en Dulikio, en Same, en la frondosa Zakinto, y aquellos otros que gobiernan Ítaca, pretenden a mi madre y despojan mi morada. Y mi padre ni puede rechazar las odiosas nupcias ni poner fin a esto, y estos hombres se comen y devoran mi patrimonio y acabarán también conmigo mismo. Y encendida de piedad, le respondió Palas Atenea: —¡En verdad, haría falta que Ulises pusiera mano en estos orgullosos pretendientes! Porque si llegara y se detuviera ante el umbral, con el casco y el escudo y sus dos lanzas, tal como yo le vi la primera vez cuando en mi casa, de regreso de visitar a Ilos Mermerida, que habitaba en Efira, bebía y recreábase (fue allá en ligera nave a buscar un veneno mortal con que teñir sus flechas, de punta de bronce; pero Ilos, temeroso de los Dioses inmortales, no se lo quiso dar, mas sí mi padre, que le quería mucho); si llegara, como yo entonces le vi, ante estos pretendientes, su destino sería breve y muy amargas sus nupcias. Mas compete a los Dioses decidir si ha de volver a tomar venganza a su palacio. Yo por lo pronto te exhorto a buscar un medio de arrojarlos de aquí. Ahora escucha y atiende mis palabras. Mañana reúne en el ágora a los heroicos acaienos, háblales y pon a los Dioses por testigos. Invita a los pretendientes a abandonar tu casa, y que tu madre, si quiere nuevas nupcias, vuelva al palacio de su poderoso padre. Sus allegados la casarán y darán una dote tan cuantiosa como toca a una hija amada. Y te daré un consejo prudente si te decides a oírme. Apareja tu mejor nave, acompáñate de veinte remeros y ve a informarte de tu padre, ausente tanto tiempo, que quizá algún mortal te hablará de él o llegue a tus oídos la voz de la fama que procede de Zeus y extiende como ninguna la gloria de los hombres. Dirígete primero a Pilos y pregunta al divino Néstor; ve después a Esparta, al rubio Menelao, el último de los aqueos armados de broncíneas corazas llegados a su país. Si oyes que tu padre vive y ha de regresar, aguarda todavía un año, aunque sufriendo sigas; pero si oyes que ha muerto, regresa a la amada tierra natal para alzarle un túmulo, celebrar por él las exequias debidas y conceder un esposo a tu madre. Después, cuando hayas llevado a cabo estas cosas, piensa en tu espíritu y en tu corazón, cómo has de matar a los preten-
dientes en tu propia casa: si con ardides o a la descubierta, pues no es el caso de andar con niñerías ni estás en edad de ello. ¿No sabes cómo se cubrió de gloria entre los hombres el divino Orestes, matando a Egisto, asesino de su ilustre padre? Así tú, amigo mío, que eres gallardo y hermoso, sé valiente y te celebrarán los hombres futuros. Yo me vuelvo a mi ligera nave y a mis compañeros, que, sin duda, se impacientarán de esperarme. Cuida de mis palabras y no las eches en olvido. Y respondió el prudente Telémaco: —Extranjero, me has hablado tan cordialmente como un padre a su hijo, y no me olvidaré jamás de tus consejos. Pero quédate un poco más, aunque tengas prisa, y después de bañarte y deleitar tu corazón, volverás a tu nave lleno de alegría, con un rico y valioso regalo que he de ofrecerte, como en uso entre huéspedes amigos. Y la Diosa Atenea, la de los ojos claros, le respondió: —No me retengas más, que es preciso que parta. Cuando retorne me entregarás el presente con que tu corazón quiere regalarme, y lo llevaré a mi casa. Que sea muy hermoso, para que yo corresponda con otro semejante. Dijo Atenea, la de los ojos claros, se elevó volando y desapareció como un pájaro, después de infundir en Telémaco valor y astucia y dejarle más vivo el recuerdo de su padre. Y él, sobrecogido su corazón, se dio cuenta en su espíritu de que había hablado con un Dios. Y el divino joven, en el acto, se acercó a los pretendientes. Cantaba el Aeda ilustre, y ellos, sentados, le escuchaban en silencio. Y cantaba la vuelta lamentable de los acaienos deparada por Palas Atenea cuando partieron de Troya. La prudente Penélope, la hija de Icario, oyó el divino canto, y desde las altas estancias bajó por la escalera empinada, no sola, sino seguida de dos doncellas. Y cuando estuvo ante los pretendientes, la divina mujer se detuvo en el umbral de la sala sólidamente construida, echó un lindo velo sobre sus mejillas, y las honradas doncellas colocáronse a su lado. Y llorando, dijo así al Aeda divino: —Femio, tú sabes muchas canciones en las cuales los Aedas celebran hazañas de hombres y de Dioses. Siéntate aquí en medio y cántales a éstos una de ellas, mientras beben vino en silencio; pero deja ese canto que desgarra mi corazón en el fondo del pecho, ya que soy presa de un dolor que no me abandona. ¡Lloro por un cerebro magnífico, y vivo para recordar continuamente al héroe cuya gloria llenó la Hélade y el centro de Argos! Y el prudente Telémaco le contestó así: —Madre mía, ¿por qué te opones a que el dulce Aeda nos entretenga
como su imaginación la inspire? Los Aedas no son responsables de nada, y es Zeus quien dispensa como le place sus dones a los poetas. No hay que enojarse con él porque cante el sombrío destino de los danaenos, pues los hombres cantan siempre las canciones más modernas. Ten fuerza para escuchar que no fue sólo Ulises quien perdió en Troya la esperanza de regresar; otros muchos perecieron también. Vuélvete a tus estancias, continúa tu labor de telar y de rueca y que vuelvan tus sirvientas a su tarea. A los hombres nos toca hablar y sobre todo a mí, que soy dueño de esta casa. Asombrada, Penélope se volvió a sus cámaras, llevando sobre el corazón las prudentes palabras de su hijo. Y ya en las altas habitaciones con sus doncellas, lloró por Ulises, su caro esposo, hasta que Atenea, la de los ojos claros, hubo extendido sobre sus párpados un sueño apacible. Los pretendientes hacían un gran ruido en la oscura sala, y todos deseaban compartir su lecho. Y el prudente Telémaco comenzó a hablarles así: —Pretendientes de mi madre, estáis llenos de una insolente arrogancia. Comamos ahora y dejemos nuestros gritos, que no es bien desoír al aeda, semejante por su voz a los mismos Dioses, y allá cuando venga el alba reunámonos en el ágora, donde os diré que abandonéis este palacio. Haced otros festines, comed de vuestra hacienda, convidándoos recíprocamente; pero si os parece mejor devorar impunemente la del otro, hacedlo en buena hora. Yo invocaré a los Dioses inmortales y pediré a Zeus castigo a vuestra culpa, y quizá perezcáis sin venganza en este mismo palacio. Habló así y todos, mordiéndose los labios, se asombraron de que Telémaco se expresara con tanta audacia. Y Antinoo, hijo de Eupites, le respondió: —¡Ciertamente, Telémaco, que los Dioses te enseñan a hablar alto y con elocuencia, pero quiera el cronida que jamás gobiernes a Ítaca, la rodeada del mar, aun cuando a ella tengas derecho por herencia! Y el prudente Telémaco le contestó así: —Aun cuando te irrites contra mí por mis palabras, te diré que quisiera ser rey por voluntad de Zeus. ¿Piensas acaso que sea malo ser rey entre los hombres? No es una desdicha reinar. Se posee un rico palacio y se reciben honores. Mas muchos reyes jóvenes y viejos viven en Ítaca, la rodeada del mar: que cualquiera de ellos reine, ya que murió el divino Ulises. Yo mandaré en mi casa y en los esclavos que el divino Ulises conquistó para mí. —Telémaco, corresponde a los Dioses disponer quién sea el aqueo que reinará en Ítaca, la rodeada del mar. Pero tú goza de tus bienes y regenta tu casa, y que nadie te despoje de ella contra tu voluntad mien-
tras Ítaca sea habitada. Y dime, amigo, ¿de dónde es ese extranjero? ¿De qué tierra se precia ser? ¿En dónde viven los suyos? ¿Dónde está su patria? ¿Trae nuevas del regreso de tu padre o viene a cobrar alguna deuda? Ha partido tan pronto, que no hemos tenido el honor de conocerle. Su aspecto no es el de un miserable. Y le contestó el prudente Telémaco: —Sospecho, Eurimaco, que mi padre no volverá jamás, y no me curo de las noticias, cualquiera que sea su procedencia, ni atiendo a las predicciones de un adivinador a quien llama mi madre a este palacio. Este huésped lo fue ya de mis padres, es de Tafos y se honra llamándose Mentes, hijo del valiente Ankialo, y manda sobre los tafios, amigos de manejar los remos. Habló así Telémaco, pero en su alma había reconocido a la Diosa inmortal. Volvieron los pretendientes a los bailes y el canto regocijándose así mientras la noche llegaba, y conforme se regocijaban, la noche llegó. En este punto, cada cual se retiró a su casa. Y Telémaco subió a su alcoba alta, la construida para él dentro del hermoso patio, visible desde todos los costados, se acostó y su espíritu se agitó en mil pensamientos. La prudente Euriclea llevaba teas encendidas; y era hija de Opos Peisenórida y comprada por Laertes en su primera juventud a cambio de veinte bueyes. Siempre la respetó en su palacio, como a una casta esposa, y jamás yació con ella por temor a la cólera de su mujer. Euriclea, pues, le alumbraba con teas encendidas, porque le amaba más que sirvienta alguna y le había criado desde niño. Y fue la que, en llegando, abrió las puertas de la alcoba sólidamente construida. Telémaco se sentó en el lecho, se despojó de la suave túnica y la puso en manos de la prudente anciana. Plegola ésta y, cuidadosamente, la colgó de un clavo sobre el labrado lecho: salió después de la alcoba y cerró la puerta tirando de una anilla de plata y corriendo el cerrojo por medio de una correa. Y Telémaco, cubierto con un vellón de oveja, pensó durante toda la noche en el viaje que Atena le había aconsejado.
CANTO II Cuando la hija de la mañana, Eos, la de los dedos rosados, descubrió el día, el caro hijo de Ulises abandonó el lecho. Vistióse, colgó de sus hombros la aguda espada, ató a sus blancos pies las espléndidas sandalias y, semejante a un dios, aprestóse a salir de la estancia. En seguida mandó que los heraldos de voz clara convocasen al ágora a los aqueos de menguas crenchas. Y así lo hicieron, y aquéllos reuniéronse prestamente. Cuando se hallaron congregados, Telémaco se agregó al ágora llevando en la mano una lanza de bronce y seguido de dos canes rápidos. Palas había vertido sobre él una divina gracia, que hizo pasar a Telémaco entre la admiración de los del pueblo. Y ocupó la silla de su padre, que los ancianos le cedieron. Y habló el primero el héroe de Egipto. Estaba encorvado por los años y sabía muchas cosas. Su caro hijo, el belicoso Antipo, había partido en las naves abiertas con el divino Ulises hacia Ilios, fecunda en hermosos corceles; pero el feroz Cíclope le había dado muerte en su hueca caverna y hecho con él la última cena. Quedábanle tres, y uno de ellos, Eurinomo, formaba entre los pretendientes. Cuidaban los otros dos de la hacienda paterna, pero Egiptio lloraba y se le lamentaba siempre recordando a Antipo. Y así, llorando, habló y le dijo: —Escuchad, itacenses, lo que voy a deciros. Ni una sola vez reunióse el ágora, ni asistimos a ella desde que el divino Ulises partió en sus abiertas naves. ¿Quién nos convoca hoy? ¿A quién de los jóvenes o ancianos urge esta necesidad? ¿Ha recibido alguna nueva del ejército y quiere decirnos en voz alta lo que él supo antes que nadie? ¿O desea hablar de cosas que interesan a todos? Me parece lleno de razón, y que Zeus sea propicio a su designio, sea el que fuere. Dijo así, y el caro hijo de Ulises se felicitó de esta alabanza, y en su deseo de hablar, no permaneció sentado mucho tiempo. Se alzó en medio del ágora, y el discreto heraldo Pisenor le puso el cetro en la mano. Y volviéndose a Egiptio, le dijo: —¡Oh anciano! No está lejos ese hombre, y ahora puedes ver que soy yo quien ha convocado al pueblo, porque un hondo pesar me consume.
No he tenido ninguna nueva del ejército que yo pueda comunicaros públicamente después de haberla conocido el primero, ni tengo nada que decir interesante para el pueblo; mas voy a hablaros de mis propios asuntos y de la doble desdicha que pesa sobre mi casa. De una parte, perdí a mi excelente padre, que algún día os mandara y trataba con la dulzura que se suele a los propios hijos; de otra, he que ahora (y este es un mal peor que arruinará luego mi casa y consumirá mis caudales) los pretendientes acosan a mi madre, contra su voluntad. Y son los caros hijos de aquellos más principales entre los que aquí se sientan que no quieren ir a casa de Icario, que dotará a Penélope y la entregará a quien a ella plazca, y que, sin embargo, invaden nuestra casa, matando mis bueyes, mis ovejas y mis rollizas cabras, regalándose con soberbios banquetes, bebiendo descaradamente de mi vino tinto y acabándolo todo. Porque no hay aquí un hombre como Ulises, que pudiera alejar esta ruina de mi casa, ya que no soy apto para ello, pues soy débil y sin suficiencia guerrera. De otro modo, yo lo haría, pues cometen intolerables audacias y hunden mi casa vergonzosamente. Acompañadme vosotros en mi justa cólera. Temed el juicio de los pueblos que rodean a Ítaca y la furia de los dioses, que castigarán estas inicuas acciones. Os lo pido por Zeus Olímpico o por Temis, que reúne y dispersa las ágoras de los hombres; venid en mi ayuda y dejadme al menos sufrir mis dolores en absoluta soledad. Si alguna vez Ulises, mi irreprochable padre, oprimió a los aqueos de hermosas grebas, y para vengar males los excitáis contra mí, consumid cuanto antes mis riquezas, que quizá entonces pudiéramos ver la hora de vuestra expiación, pues yo os reconvendría hasta que estos daños me fueran indemnizados. Habló así, colérico, y vertiendo amargas lágrimas arrojó al suelo su cetro. Movióse el pueblo a compasión. Todos guardaron silencio y nadie osó contradecir las palabras indignadas de Telémaco. Sólo Antinoo le contestó así: —Telémaco, agoreta orgulloso y colérico: has hablado para ultrajarnos y quieres manchar nuestra fama. Nada te hicieron los pretendientes acayos. Es tu madre quien procede con mil astucias. Tres años van, y pronto llegará el cuarto, desde que ella juega con el corazón de los acayos. A todos da esperanzas, promete a cada uno especialmente, le envía mensajes y medita a solas diferentes designios. Y aún urdió su espíritu una nueva astucia. Ha tejido en sus cámaras una tela preciosa, sutil y larga, y nos ha dicho: «Mis jóvenes pretendientes: puesto que ha muerto el divino Ulises, dejando una tregua a mis bodas hasta que acabe (sin
que se pierdan los hilos) este lienzo para Laertes, que habrá el servirle de sudario cuando la Moira maldita le elija para sí. Y que ninguna mujer acaiena me pueda reprochar ante el pueblo que dejé enterrar sin mortaja a un hombre que ha poseído tantos bienes.» Así habló, y nuestro generoso corazón se dejó convencer. Y desde entonces, durante el día, pasaba las horas tejiendo en el lienzo, y por la noche, alumbrada de antorchas, deshacía su labor. Durante tres años el cuarto llegó y se repitieron las exhortaciones, pero una de sus doncellas, que sabía el ardid, no advirtió de ello, y sorprendimos a Penélope destejiendo la hermosa tela. Y contra su voluntad, se vio obligada a acabarla. Y esto es lo que los pretendientes te responden, para que tú lo sepas y todos los acayos lo sepan también. Vuelva tu madre a su casa y mándala que se case con quien su padre elija y a ella le plazca mejor. Y si pretende abusar largo tiempo de los hijos de Acadia, confiada en los dones que le hizo Atenea (su manos hábiles, su sutil discurso, sus delicadas astucias), dones que no conocimos semejantes en las aqueas de hermosas cabelleras que vivieron otro tiempo, Tiro, Alemene, Mikema, todas inferiores en argucias a esta Penélope de ahora, no obrará con prudencia, porque entonces los pretendientes destruiremos tus rebaños y agotaremos tus riquezas mientras no cambie por otro el propósito que los Dioses inspiraron en su pecho. Ganará ciertamente mucha fama, pero a ti no legará sino la pena de tus bienes disipados, pues nosotros no volveremos a nuestras labores ni a lugar ninguno mientras ella no se case con el aqueo que eligiere. Y el prudente Telémaco le dijo: —Yo no puedo, Antinoo, arrojar de mi morada contra su voluntad a aquella que me parió y crió. Mi padre quizá vive, quién sabe en qué punto de la tierra, o quizá haya muerto; y me será muy doloroso pagar una gran suma a Icario si le envío a mi madre. He sufrido mucho por mi padre, y los Dioses me enviarían nuevos males, pues mi madre, al salir de la casa, invocaría a las diosas Erinnias y los hombres la vengarían en mí. Por eso yo jamás daré tal orden. Si esto indigna vuestro corazón, salid de mi casa, pensad en otros festines, comed de vuestros propios bienes y convidaos recíprocamente. Mas si os parece mejor y más equitativo devorar imprudentemente los bienes de un solo hombre, hacedlo. Yo invocaré a los eternos Dioses, y si Zeus permite que os llegue un justo castigo, pereceréis sin remedio en mi morada. Telémaco habló así, y Zeus, que desde lejos vigila, hizo bajar de la cima de un monte dos águilas que volaban con la velocidad del viento con sus
alas desplegadas. Y cuando llegaron al ágora ruidosa, sacudiendo el espeso plumaje, pasaron sobre sus propias garras destrozándose el cuello y la cabeza, y después se alzaron hacia la derecha, remontándose a las casas de la ciudad entera. Estupefactos los itacenses, veían, con sus propios ojos, el vuelo de las águilas, buscando en su espíritu la significación de este presagio, cuando habló el anciano Haliterses Mastorida, señalado entre todos los de sus años como el más hábil en conocer los augurios y explicar los signos de los hados. Y dijo así discretamente a la asamblea: —Escuchad, itacenses, lo que voy a deciros. Ese presagio corresponde a los pretendientes de un modo especial. Se cierne un gran peligro sobre vosotros, pues Ulises no tardará en volver; quizá ya se halla cerca y os prepara la negra Ker y el exterminio. Y también traerá males a muchos de los habitantes de Ítaca. Veamos, pues, de dejar a los pretendientes, a no ser que ellos cesen en su actitud voluntariamente, con lo que saldrían ganando. No soy, por cierto, un individuo sin experiencia, sino más bien ponderado, y estoy viendo cumplirse cuanto presagié al sutil Ulises cuando, al frente de los argivos, partió para Ilios. Le dije que, después de sufrir penas innúmeras y de haber visto morir a todos los suyos, volvería a su país, transcurridos veinte años. Y así se va cumpliendo exactamente. Y Eurimaco, hijo de Pólibo, hubo de responderle: —Anciano, ve a tu casa y haz predicciones a tus hijos, a fin de que en el porvenir no tengan daños; pero aquí abstente de predicar, que soy mejor adivino que tú. Muchas aves vuelan en torno a los rayos de Helios y no todas son aves agoreras. Ulises murió lejos de nosotros, y pluguiera a los Dioses que tú murieras con él. No prorrumpirías hoy en presagios vanos para excitar a Telémaco, de por sí ya excitado, con la esperanza, sin duda, de que te regale con algún presente de su casa. Así te digo, y esto se ha de cumplir. Sí, engañándole con tu antigua ciencia y tus palabras, haces montar en cólera a este joven, le serás funesto sobre todo, pues nada podrás contra nosotros, y además, ¡oh anciano!, te impondremos una multa que te dolerá en el corazón y habrás de soportar con gran trabajo. Aconsejaré a Telémaco que ordene a su madre el retorno a casa de Icario, a fin de que los suyos concierten sus bodas y la entreguen la dote que a su rango corresponde, pues no sospecho que en lo sucesivo los jóvenes aqueos renuncien al deseo de matrimoniar, que no tememos a nadie, ni a Telémaco, con ser tal orador, y no hemos de curarnos de tus vacuas predicciones, que sólo valdrán para hacerte más odioso. Como hasta aquí, los bienes de Telémaco serán destruidos mientras Penélope
burle a los aqueos en la dilación de su boda. Y en atención a sus virtudes, continuaremos disputándola día por día y no buscaremos fuera de ella a otra mujer que pudiera sernos conveniente para esposa. Y le respondió el prudente Telémaco: —Eurimaco y cuantos sois ilustres pretendientes, no os suplicaré ni hablaré mucho tiempo, porque de esto están enterados los Dioses y los acayos todos. Aprestadme una nave ligera y veinte remeros que hiendan conmigo los caminos del mar. E iré a Esparta y a la arenosa Pilos a informarme del regreso de mi padre, tantos años ausente. Allí algún hombre me hablará de él u oiré la fama de Zeus, que lleva lejos la gloria de los hombres. Si oigo que mi padre vive y está de regreso, esperaré todavía un año, aunque sufriendo siga; y si me dicen que ha muerto y no ha de revivir, volveré a mi querida patria, le erigiré un túmulo, celebraré en su honor los funerales debidos y a mi madre buscaré un esposo. Dijo así, y tomó asiento. Y de entre todos se alzó Mentor, que era camarada del ilustre Ulises, quien a su partida le confió el gobierno de su casa y le dio sus bienes en guarda, recomendando a todos le rindieran obediencia. Y a todos, lleno de discreta prudencia, habló y dijo: —Escuchadme, itacenses, lo que voy a deciros. Nunca tengáis un rey que sea benévolo, ni dulce, ni que piense en buenas acciones, sino cruel e inicuo en adelante, ya que nadie recuerda al divino Ulises, que gobernó entre vosotros con la dulzura de un padre. Y no reprocho sólo a los orgullosos pretendientes, porque al fin se juega la cabeza arruinando la casa de Ulises, en cuyo regreso no creen; que me indigno contra vosotros, que permanecéis sentados, sin osar siquiera hablar ni castigar a los pretendientes, a pesar de ser ellos poco numerosos y constituir vosotros una multitud. Y respondió Leocrito Evenorida: —Mentor injurioso y estúpido, ¿qué es lo que dijiste? ¿Nos exhortas a que nos retiremos? Ciertamente, sería difícil expulsar del festín a tantos jóvenes. El mismo Ulises de Ítaca, viniendo en persona y resolviendo en su espíritu arrojar a los ilustres pretendientes sentados al banquete de su casa, no haría feliz a su mujer, que tan ardientemente desea su regreso y anhela volver a verle, pues hallaría una muerte desastrosa combatiendo contra tantos. No has hablado con cordura. ¡Ea!, dispersémonos, y que cada cual retorne a sus quehaceres. Mentor y Alitherse prepararán el viaje de Telémaco, ya que ellos son desde la cuna amigos de su padre. Pero sospecho que aún permanecerá tiempo aquí, oyendo las noticias que lleguen a Ítaca, y que no realizará su propósito.
De esta manera habló, disolvió el ágora y cada cual dirigióse a su morada. Y los pretendientes encamináronse a la del preclaro Ulises. Telémaco se dirigió a la orilla del mar, y sumergiendo sus manos en las claras aguas, suplicó así a Atenea: —Óyeme, Diosa; tú que viniste ayer a mi morada a ordenarme partir en una nave a través del mar sombrío para inquirir de mi padre, tanto tiempo alejado: los aqueos me lo impiden, y más que todos, los orgullosos pretendientes. Dijo así en su plegaria, y Atenea se apareció a él tomando la figura y la voz de Mentor. Y le respondió con estas palabras aladas: —Telémaco, no serás ni cobarde ni insensato si heredaste de tu padre aquel buen ánimo que poseía para hablar y para hacer, y tu viaje no será inútil ni infructuoso. Pero si, por el contrario, no eres hijo de Ulises y de Penélope, desconfía de que cumplas con tu empresa, pues pocos hijos se asemejan a sus padres; la mayoría les son inferiores y muy contados les aventajan. Mas no serás ni un cobarde ni un insensato, pues heredaste la inteligencia de Ulises, y verás realizados tus propósitos. Olvídate, pues, de los designios y resoluciones de los insensatos pretendientes, que no son justos ni cautos e ignoran que la muerte y la Ker negra les hará perecer un mismo día. Y no tardarás en realizar lo que has resuelto, porque yo, compañero de tu padre, te aparejaré por mí mismo una nave ligera y partiré contigo. Retorna a tu casa, mézclate a los pretendientes y prepara las vituallas; pon el vino en ánforas y vasos y en los fuertes pellejos la harina, que es la médula y la vida de los hombres. Mientras tanto, reuniré yo en el pueblo compañeros voluntarios. Muchas naves hay, nuevas y viejas, en Ítaca, la batida por las olas. Elegiré la mejor de entre ellas, y después de bien armada cruzaremos en ella el mar extenso. Habló así Atenea, hija de Zeus, y Telémaco no tardó en obedecer las palabras de la Diosa. Y con el corazón afligido se apresuró a volver a su morada. Y encontró a los orgullosos pretendientes desollando cabras y chamuscando lechones en el patio. Entonces Antinoo, riendo, se llegó a Telémaco, y tomándole la mano, le dijo así: —Telémaco, agoreta orgulloso y colérico: no te cuides de agitar en tu corazón malos designios y sigue comiendo y bebiendo en paz, como otras veces. Los acayos trabajarán para ti, buscando nave y remeros para que salgas prestamente en dirección a la divina Pilos, a informarte de tu ilustre padre. Y le contestó el prudente Telémaco:
—No podría, Antinoo, sentarme al festín y regocijarme en paz entre vosotros. ¿No os basta con haber consumido mis riquezas mientras era yo un niño? Ahora ya soy mayor, he escuchado consejos de otros hombres y el ánimo ha crecido en mi pecho. Yo probaré a acarrearos la Muerte fatal, ya yendo a Pilos o permaneciendo aquí, sencillamente. Por de pronto partiré, y mi viaje no será estéril. Partiré en una nave alquilada, ya que yo no poseo naves ni remeros, pues que así os ha placido. Dijo, y se desasió violentamente de la mano de Antinoo. Preparaban los pretendientes su banquete entre tanto, y seguían ultrajando a Telémaco, con palabras de befa. Uno de ellos habló así: —Sin duda, Telémaco estudia el modo de destruirnos, y quizá traiga auxiliares de la arenosa Pilos o quizá los traiga de Esparta, ya que tan ardiente es su deseo. O puede que quiera ir a la fecunda tierra de Efira y proporcionarse venenos mortales, que echará en nuestras cráteras para destruirnos de una vez. Y añadió otro joven orgulloso: —¿Quién sabe si, una vez viajando en su abierta nave, no perecerá lejos de los suyos, peregrino y errante como Ulises? Nos proporcionaría entonces un gran trabajo, pues habríamos de repartir sus bienes y adjudicar esta casa a su madre y a aquel que con ella desposara. Y hablaban así. Telémaco subió a la más alta estancia de su padre, donde estaban amontonados el oro y el cobre y se guardaban los vestidos en arcas y el aceite abundante y oloroso. Allí estaban también las tinajas de vino dulce, alineadas a lo largo del muro, encerrando la bebida pura y aromática para cuando Ulises regresara a su patria después de haber pasado mil trabajos. Las puertas se cerraban con dobles cerrojos y una despensera cuidaba de ellas noche y día con activa vigilancia; y era aquella Euriclea, hija de Opos Peisenórida. A la cual llamó Telémaco y le dijo: —¡Ama! Ponme en las ánforas el vino más dulce de estos olorosos vinos conservados en espera del hombre sin ventura, del divino Ulises, si es que ha de volver algún día, escapando a la Ker y a la muerte. Llena doce vasijas, ciérralas con sus tapas y pon también veinte medidas de harina en pellejos bien cosidos. Prepáralo todo, y guárdame silencio. Vendré por ello a la noche, cuando mi madre se retire a su estancia en busca de reposo, pues voy a Esparta y a la arenosa Pilos a inquirir sobre el regreso de mi padre amado. Habló así y la despensera, gimiendo y lamentándose, le dijo estas palabras aladas:
—¿Por qué has pensado semejante cosa, hijo mío? ¿Quieres ir a tan lejanas tierras, siendo tan querido unigénito? El divino Ulises ha hallado la muerte lejos de su patria natal, en algún pueblo desconocido, y, cuando embarques, los pretendientes maquinarán todo género de astucias para matarte a traición y repartirse tus bienes. Quédate aquí, al lado de tu madre y de tu hacienda, que no es preciso que sufras trabajos y vagues sobre el mar tempestuoso. Y le contestó el prudente Telémaco: —Tranquilízate, ama, que esta resolución no la he tomado sin el consejo de un Dios. Pero júrame que no dirás nada a mi madre hasta que pasen once o doce días, a menos que me llame o sepa que he partido, para evitar que, llorando, marchite su cuerpo hermoso. Así dijo; la antigua despensera prestó el gran juramento ante los Dioses, y después de jurar solemnemente, puso el vino en las ánforas y vertió la harina en los odres bien cosidos. Y Telémaco volvió a mezclarse con los pretendientes. Mientras tanto, Atenea, la de los ojos claros, discurrió otro arbitrio. Tomó la figura de Telémaco y paseó por la ciudad, ordenando a los hombres que ya había elegido se congregaran al llegar la noche junto a la ligera nave. Había pedido ésta a Noemor, el caro hijo de Fronio, y se la había cedido de buen grado. Y se ocultó Helios1, y todos los caminos se cubrieron de sombra. Entonces, Atenea lanzó al mar la nave rápida y puso en ellos los aparejos propios de las embarcaciones bien armadas. Llévola a un extremo del puerto, reuniéronse en torno a ella los excelentes compañeros y la Diosa alentó a cada uno de ellos. Y entonces Atenea, la de los ojos claros, discurrió otro arbitrio. Se llegó presurosa a la morada del divino Ulises e infundió un dulce sueño a los pretendientes, enturbiando sus mentes, mientra bebían y haciendo que las copas se les cayeran de las manos. Y todos se esparcieron por la ciudad buscando sus lechos, y apenas acostados, el sueño cubrió pesadamente sus pupilas. Y la Diosa Atenea, la de los ojos claros, después de sacar de su casa a Telémaco, tomando forma y voz de Mentor, le habló de este modo: —Telémaco: tus compañeros, los de hermosas grebas, ya están dis1
Helios, el gran abrasador, había nacido del Titán Hiperión y de la titánica Peía. Era luz y calor, y como tal se entiende en el texto que anotamos.
puestos, los remos en la mano y prontos a obedecerte. Vamos, pues, y no demoremos el instante de partir. Habló así Palas Atenea, y comenzó a andar aceleradamente seguida de Telémaco. Y al llegar a la orilla del mar, donde reposaba la nave hallaron, esperándoles, a sus compañeros de luengas cabelleras. Y el divino Telémaco les dijo: —Venid, amigos, y traigamos las vituallas preparadas en mi casa. Mi madre y sus doncellas no saben nada de esto. Sólo la despensera esta enterada. Dijo, y echó a andar seguido de ellos. Y transportaron las provisiones hasta la nave bien armada, tal como había ordenado el hijo caro de Ulises. Y Telémaco subió a la nave, gobernada por Atenea, que se sentó a la popa. Y a su lado se sentó Telémaco. Y sus compañeros desataron las amarras y se alinearon en los bancos. Y Atenea, la de los ojos claros, hizo soplar un viento favorable, Céfiro, que les empujó, resonando por el mar sombrío. Después Telémaco mandó a sus compañeros que armaran la jarcia, y ellos obedecieron. Izaron, en efecto, el mástil de abeto, encajáronle en el hueco de la traviesa y le sujetaron con calabrotes. Desdoblaron después las velas blancas, las elevaron con correas y el viento las hinchó por el medio. Y la onda purpúrea resonaba a lo largo de la quilla, mientras la nave se deslizaba sobre el mar, siguiendo su rumbo. Más tarde, cuando sujetaron la arboladura a la nave negra, alzáronse de sus sitios con las cráteras llenas de vino e hicieron libaciones por los Dioses eternos, y principalmente por la hija de Zeus, la Diosa de ojos claros. Y toda la noche, hasta que rayó la mañana, la Diosa les acompañó en su marina ruta.
CANTO III Helios, abandonando su lago brillante, tramontó al Urano de bronce y llevó la luz a los Dioses y a los mortales que habitan la fecunda tierra. Y entonces llegaron a Pilos, la ciudad bien construida de Neleo. Los pilios, a la orilla del mar, dedicaban sacrificios de otros completamente negros a Poseidaón, el de la azulada cabellera. Había nueve filas de sillas y en cada fila quinientos hombres tenían asiento, y ante cada fila yacían nueve toros degollados. Comían de las entrañas y quemaban los muslos para el Dios, cuando los de Ítaca entraron en el puerto, enrollaron las velas de la negra nave y, amarrándola, saltaron a tierra. Y Telémaco saltó el primero, precedido de Palas. Y hablando antes que nadie, dijo Atenea, la Diosa de los ojos claros: —Telémaco, no te cumple ya ser escogido puesto que has atravesado el mar por cariño a tu padre y a fin de saber qué patria le sustenta y cuál ha sido su suerte. ¡Adelante, pues; marcha derecho a ver a Néstor, domador de caballos, y veamos qué pensamiento abriga en su corazón! Suplícale que te diga la verdad, y no mentirá, puesto que es prudente. Y repuso Telémaco: —Mentor, ¿cómo abordarle y cómo saludarle si yo no poseo el bello don de la palabra fácil y soy un joven que forzosamente ha de tener vergüenza en dirigirse a un anciano? Y le repuso Atenea, la de los ojos claros: —Telémaco, tu propio juicio te dictará palabras o un Dios te inspirará, pues no creo hayas nacido y te hayas educado sin la benevolencia de los Dioses. Dicho esto, Palas Atenea, seguida de Telémaco, echó a andar rápidamente, dirigiéndose a la asamblea de los pilios. Tenía asiento allí Néstor con sus hijos y en torno a él sus compañeros asaban las viandas o las colocaban para asarlas. Y en cuanto vieron a los extranjeros, todos se acercaron a ellos, saludándoles con el gesto e invitándoles a sentarse. El Nestórida Pisístrato fue el primero que se aproximó, y tomándolos por la mano, de uno en uno, fue haciéndoles sitio en el banquete, sobre las pieles mullidas que cubrían la arena de la playa, al lado de su hermano Trasimedes y de su propio padre. Después, por sí mismo, ofrecióles tro-
zos de entrañas, vertió vino en una copa de oro y presentándola a Palas, hija de Zeus tempestuoso, así le dijo: —Suplica, ¡oh mi huésped!, a Poseidaón, ya que este festín al que llegáis en su honor se celebra. Y después de que hayas libado e implorado al Dios como conviene, pasa la copa del dulce vino a tu compañero, a fin de que, a su vez, beba e implore, pues supongo que también rogará a los Inmortales, ya que todos los hombres tienen necesidad de ellos. Por ser más joven que tú, pues aparenta tener mi misma edad, es por lo que con preferencia te ofrezco de esta copa de oro. Habiendo hablado así, puso en su mano la copa de vino dulce y Atenea se holgó de la prudencia de aquel joven, que le ofreció la áurea copa antes que a nadie. Y en el acto suplicó al rey Poseidaón: —¡Escúchame, Poseidaón que circundas la tierra! No te niegues a concedernos lo que te suplicamos. Llena de gloria antes que nada a Néstor y a sus hijos, y sé también favorable a los pilios, en recompensa de este espléndido sacrificio. Haz, en fin que Telémaco y yo no regresemos sin haber realizado el propósito en virtud del cual vinimos surcando el mar en la ligera nave negra. Suplicó así, cumpliendo ella sus propios votos, entregó la copa redonda a Telémaco, y el caro hijo de Ulises rogó también al Dios. Después que los pilios hubieron asado las carnes superficiales, las retiraron del fuego, y dividiéndolas en porciones celebraron el espléndido banquete. Y cuando calmaron la necesidad de comer y beber, el jinete gerenieno Néstor les dijo así: —Ahora ya podemos inquirir quiénes sois, pues que ya habéis satisfecho el apetito. Forasteros, ¿quiénes sois? ¿Navegáis por algún negocio o vais a la aventura, como aquellos piratas que, jugándose la vida, llevan a la desdicha a los extraños? Y el prudente Telémaco respondióle con firmeza, pues Atenea había infundido ánimo en su corazón para que se informara de su padre ausente y adquiriera gloriosa fama entre los hombres: —¡Oh Néstor Neleiada, gloria altísima de los aqueos! Deseas saber de dónde somos, y voy al punto a decírtelo. Venimos de Ítaca, tendida al pie del Neyo, y nos trae un asunto privado, que no público, del que voy a darte cuenta. Busco noticias de la inmensa gloria de mi padre, el preclaro y paciente Ulises, que otros días, según dicen, combatiendo contigo, destruyó la ciudad de Troya. Sabemos dónde hallaron muerte cruel cuantos combatieron con los troyanos; pero el cronida sólo a Ulises
mandó muerte ignorada, y nadie puede decir dónde ha acabado: si fue vencido en tierra firme, a manos de sus enemigos, o si en el mar, sobre la espuma de Anfitrite. Por eso vengo a caer a tus pies y abrazarte las rodillas, por si quieres decirme cuál ha sido su triste muerte, ya la hubieras visto con tus ojos, ya la conozcas por boca de un viajero; que su madre le dio al mundo para ser desventurado. No me infundas esperanzas vanas por pura compasión, y dime francamente, te lo ruego, si alguna vez mi padre, el excelente Ulises, con sus obras o sus dichos, te cumplió las promesas que te hiciera en el cerco de Troya, donde vosotros los acayos sufristeis tantos males. Haz memoria y dime la verdad. Y el jinete gerenieno Néstor le respondió: —¡Oh, amigo! Me haces recordar las negras penas que los indomables hijos de Acaia sufrimos en el pueblo troyano, ya siguiendo la presa del botín a bordo de las naves en el mar oscuro, conducidos por Aquiles, ya guerreando en torno a la gran ciudad del rey Príamo, donde tantos combatientes generosos fueron muertos. Allí yacen el valiente Áyax, y Aquiles, y Patroclo, semejante a un Dios por su prudencia y saber, y mi amado hijo Antioco, fuerte y sin tacha, hábil en el correr y gran guerrero. Allí sufrimos otros muchos males; tantos que ningún mortal podría contarlos por entero. Podrías quedarte aquí e interrogarme durante cinco o seis años seguidos y regresarías lleno de dolor al suelo de tu patria antes de conocer todos los males que sufrieron los divinos aqueos. Nueve años tuvimos sitiada a Troya con mil astucias, y a duras penas el Cronida nos concedió el triunfo. Y allí nadie igualó en prudencia al divino Ulises, pues tu padre, si en verdad eres su hijo, a todos superaba en ingenio y en recursos sin cuento. ¡Oh, qué sincera admiración me causa el contemplarte! Tus palabras son iguales a las suyas, y no se creyera que un joven supiese hablar como él. En el ágora o en el consejo, jamás el divino Ulises y yo discrepamos en un punto, y siempre dimos a los aqueos las mejores normas, inspiradas en un mismo criterio y pensando con igual prudencia. Después, apenas destruimos la excelsa ciudadela de Troya, partimos en nuestras naves, y un Dios despertó a los aqueos. Sin duda, Zeus dispuso en su espíritu que fuera triste nuestro regreso, pues no todos fueron prudentes y justos, y había reservado un terrible designio para muchos de ellos la cólera encendida de Atenea, la de los ojos claros, hija de un padre terrible, que sembró la discordia entre los Atreidas. Éstos convocaron sin prudencia y a destiempo a los aqueos al ágora, pues era al poner el sol, y concurrieron mareados por el vino, y explicaron el
objeto de la asamblea. Entonces Menelao aconsejó el retorno sobre el dorso de las aguas, pero esto no le plugo a Agamenón, que quería detener al pueblo y aplacar con sacros holocaustos la violenta cólera de Atenea. Y el insensato no sabía que era inútil pretenderlo, pues el espíritu de los Dioses no cambia tan súbitamente. Y mientras los Atreidas, en pie, disputaban con airadas palabras, todos los aqueos de hermosas grebas se levantaron entre aquel vocerío, pues las dos encontradas soluciones tenían partidarios. Pasamos aquella noche madurando propósitos fatales, pues Zeus preparaba ya nuestra gran desventura, y al rayar la mañana lanzamos las naves al divino piélago, y embarcamos en ellas nuestro botín y las mujeres de desnudo talle. Y la mitad del ejército quedó al lado del Atreida Agamenón, y nosotros partimos en nuestras naves. Un dios amansó el mar donde habitan los monstruos, y tan pronto como arribamos a Tenedos ofrecimos sacrificios a los Dioses, anhelando llegar a nuestras casas; pero Zeus descontento, sin duda, no quería nuestra vuelta, y suscitó de nuevo una fatal discordia. Algunos, y entre ellos se contaba el ingenioso Ulises, lleno de divina prudencia, volvieron hacia el Atreida Agamenón con el fin de complacerle. Pero yo, con las naves que me seguían, me puse a la fuga, pues sabía el castigo que preparaba el Dios. El valiente hijo de Tideo, arengando a los suyos, también se dio a huir; y el rubio Menelao se unió a nosotros en Lesbos cuando deliberábamos la ruta que mejor nos conviniera. ¿Iríamos por el Norte de la áspera Kios, dejando a la izquierda a la isla Psiria, o por el Sur de Kios, hacia Mimas, la azotada por el viento? Suplicamos a Zeus la merced de una señal y nos la hizo, ordenándonos que cruzáramos el mar con rumbo a Eubea, a fin de evitar nuestro infortunio. Comenzó a soplar un viento sonoro, y nuestras naves, recorriendo rápidamente los caminos de los peces, llegaron de noche a Geresto. Y allí, en gracia a haber atravesado el piélago, quemamos en honor de Poseidaón muchos muslos de toro. Al cuarto día los compañeros del Tideida Diomedes, con sus naves simétricas, se quedaron en Argos, pero yo seguí mi camino hacia Pilos, sin que el viento me faltara, pues un Dios propicio hizo que soplase. Así es como llegué hasta aquí, querido hijo, sin saber qué acayos se salvaron ni quiénes toparon con la muerte. Mas lo que oí referir, ya tranquilo en mi casa, es justo que tú lo sepas; y no te lo ocultaré un momento. Se dice que el ilustre hijo del magnánimo Aquiles regresó incólume, así como los mirmidones, a quienes él dirigía, y eran hábiles en manejar la lanza. Filoctetes, el preclaro hijo de Peantes, también vol-
vió entre los suyos, e Idomeneo condujo a Creta a todos los que se salvaron de la guerra, sin que el mar le arrebatara ninguno. Tú has oído, aunque vives lejos, hablar del Atreida, y sabes cómo volvió y cómo Egisto le infligió una muerte lamentable. Pero el asesino fue muerto miserablemente, porque es muy bueno dejar un hijo que nos vengue. Y Orestes se vengó de Egisto, que había matado a su ilustre padre. Y tú, amigo, ya que eres gallardo y excelente mozo, sé esforzado, a fin de que se hable bien de ti entre los hombres futuros. Y le respondió el prudente Telémaco. —¡Oh Néstor Neleiada, alta gloria de los acayos! Cierto que Orestes tomó una justa venganza y todos los acayos lo celebran y lo celebrarán los hombres futuros. ¡Pluguiera a los Dioses darme fuerza para hacer expiar a los pretendientes los daños que me infieren y el oprobio de que me cubren! Pero los Dioses no son propicios a ampararnos ni a mi padre ni a mí, y es preciso, por fuerza, sufrir pacientemente. Y el jinete gerenieno Néstor le respondió: —¡Oh amigo! Eso que me dices me refresca en la memoria que numerosos pretendientes de tu madre cometen en tu casa actos inicuos. Dime: ¿sufres esos ultrajes con pasividad, o te odia el pueblo obedeciendo el oráculo de algún Dios? ¿Quién sabe si Ulises no castigará un día sus inicuas violencias, ya por sí mismo o ayudado por todos los acayos? Ojalá que Atenea, la de los ojos claros, te amara tanto como amó al glorioso Ulises en el pueblo de Troya, donde los acayos soportamos tanto mal; que yo no he visto nunca a los Dioses cuidar tan manifiestamente a un hombre como Palas a Ulises. Y si quisiera cuidar de ti y protegerte, de ese modo más de algún pretendiente abandonara sus deseos de bodas. Y el prudente Telémaco le dijo: —¡Oh, anciano! Creo que eso no llegará jamás. Las grandes cosas que tú auguras me turban y me llenan de estupor. Pero no espero que se cumplan, aun cuando lo quisieran los mismos Dioses. Entonces Atenea, la Diosa de los ojos claros, respondió: —Telémaco, ¿qué palabras se escaparon de entre tus dientes? Un Dios puede sin trabajo salvar a un hombre, aun cuando se halle lejos. Y yo preferiría ver llegar la hora del regreso y tornar a mi casa después de haber sufrido numerosos dolores, a perecer a mi llegada, como Agamenón, por la perfidia de Egisto y Clitemnestra. Sin embargo, los Dioses no pueden alejar del hombre que les sea caro el fin común a todos, cuando la Moira fatal de la ruda muerte inexorable le aprisiona.
Y el prudente Telémaco le respondió: —Mentor, no hablemos más tiempo de estas cosas, aunque ello nos aflija. Ulises no regresará jamás, pues los Dioses inmortales le han debido enviar la muerte y la negra Ker. Ahora quiero interrogar a Néstor, ya que él sobresale entre todos por su inteligencia y equidad. ¡Oh Néstor Neleiada, dime verdad! ¿Qué muerte le preparó el pérfido Egisto, a él que en tanto le aventajaba? ¿Dónde está Menelao? Sin duda no se hallaba en los Argos de Acaia; quizá errara en países lejanos, y Egisto en su ausencia cometió su delito. Y le respondió el jinete gerenieno Néstor: —Te diré, hijo mío, la verdad de estas cosas, y tú sabrás tal como acaecieron. Si el rubio Atreida Menelao, a su regreso de Troya, hubiera hallado en su casa vivo aún al pérfido Egisto, sin duda pereciera a sus manos y ni siquiera se hubiese enterrado su cadáver, sino que, arrojado a la llanura, lejos de Argos, los perros y las aves de rapiña comieran de sus carnes, y ninguna aquea le hubiera llorado porque había cometido un gran delito. Pues mientras nosotros sufríamos ante Ilios combates innúmeros, él, tranquilo en su retiro de Argos, fecunda en corceles, seducía con engañosas palabras a la esposa de Agamenón. Al principio, la divina Clitemnestra resistió a cometer la acción indigna, pues solía obedecer a muy honrados pensamientos y la acompañaba un Aeda, a quien el Atreida, al salir para Troya, había confiado la guarda de su esposa. Pero cuando la Moira de los Dioses hubo decidido que el Aeda muriera, fue conducido por Egisto a una isla inhabitada, donde le abandonó, y fue devorado por las aves de rapiña. Y entonces, animados los dos del mismo pensamiento, Egisto condujo a Clitemnestra a su morada, quemando numerosos muslos en los altares de los Dioses y colgando ornamentos y vestidos de oro por haber acabado la gran empresa en cuyo éxito jamás pensó su alma. Y el Atreida y yo, navegando, veníamos de Troya, guardándonos mutua amistad, cuando al llegar a Sunio, sagrado promontorio de los atenienses, Foibos Apolo mató instantáneamente con sus dulces flechas al piloto de Menelao, Frontis Onetorida, que en aquel momento manejaba el gobernalle, pues no le había más dispuesto entre los hombres para guiar una embarcación en medio de las furiosas tempestades. Y Menelao, aunque tenía un gran empeño en no interrumpir su viaje, se detuvo en la ciudad para enterrar a su compañero y dedicarle funerales. Después, reanudando su camino a través de las aguas sobre las abiertas naves, tocó en el promontorio de Malea, cuando Zeus, el de la voz tro-
nante, oponiéndose a su ruta, extendió el soplo de los vientos sonoros, que levantaron enormes olas, del tamaño de montañas. Entonces se dispersaron las naves y parte de ellas dirigióse hacia Creta, donde habitan los Kidones, en las riberas de Dárdano. Hay allí, sobre las costas de Gortina, una roca escarpada y plana que emerge del mar sombrío. Allí el Noto lanza las olas enormes hacia Festos, a la izquierda del promontorio, y esta roca, aunque pequeña, rompe las grandes olas. Allí fueron a dar, y a duras penas los hombres escaparon de la muerte, pues las olas estrellaron las naves contra el roquedo, y el mar y el viento empujaron hacia Egipto cinco navíos de azuladas proas. Y Menelao, amontonando riquezas de oro, vagó entre gentes que hablaban lengua extraña. Y mientras tanto, Egisto acariciaba en su casa el propósito malvado y asesinaba al Atreida y dominaba al pueblo. Reinó siete años en la rica Mikena y al octavo regresó de Atenas el divino Orestes y mató al pérfido Egisto, al asesino de su ilustre padre. Y cuando le hubo muerto, ofreció a los argivos el banquete fúnebre en las exequias de su desdichada madre y del cobarde Egisto. Y fue aquel día cuando llegó Menelao, dueño de tantas riquezas como podían conducir sus naves. Y tú, amigo mío, no permanezcas más tiempo alejado de tu casa, ya que has dejado en ella tantos hombres audaces; no sea que consuman tus bienes y se repartan tu hacienda, pues entonces tu viaje fuera estéril. Yo te invito a unirte a Menelao, que ha llegado hace poco de tierras extranjeras; le lanzaron a viajes por un piélago tan ancho, tan vasto y tan horrible, que los mismos pájaros tardarían un año en atravesar. Ve con tu nave y compañeros a buscarle; y si quieres ir por tierra, te daré carro y corceles y mis hijos te conducirán a la divina Lacedemonia, donde vive el rubio Menelao, a fin de que le ruegues te diga la verdad. Y no te mentirá, pues es prudente y sensato. Así habló. Helios se hundió en el ocaso y llegaron las tinieblas. Y la Diosa Atenea, la de los ojos claros, le dijo: —Has hablado, ¡oh anciano!, muy discretamente. Mas debéis cortar las lenguas y mezclar el vino, a fin de hacer libaciones a Poseidaón y a los demás Inmortales. Después nos iremos a nuestros lechos, pues es hora de dormir, que ya la luz bajó tras el horizonte, y no debemos continuar más tiempo en el banquete de los Dioses, sino recogernos. De este modo habló la hija de Zeus, y todos obedecieron sus palabras. Los heraldos sirvieron lavamanos, los más jóvenes llenaron de vino las cráteras y las distribuyeron a todos. Arrojaron después las lenguas al fuego e hicieron en pie las libaciones. Y hechas éstas y bebido cuanto su
deseo apeteciera, Atenea y Telémaco, de consuno, quisieron tornar a la nave abierta. Pero en el acto Néstor les retuvo y les dijo: —¡Líbrenos Zeus y los demás Dioses eternos de dejarnos salir hacia vuestra ligera nave, alejándoos de mí, como si en mi casa no hubiera ropa, mantos y colchas para que mis huéspedes puedan dormir cómoda y muellemente! Poseo, en verdad, numerosos mantos y hermosas colchas, y nunca pernoctará el caro hijo de Ulises a bordo de su nave mientras yo viva o mis hijos queden en mi palacio para alojar y recibir a los forasteros que hasta él lleguen. Y respondió Atenea, la Diosa de los ojos claros: —Tienes razón, querido anciano. Y conviene que Telémaco se persuada de que obedecerte es lo mejor. Te seguirá y dormirá en tu palacio, y yo iré ahora a nuestra nave negra para dar órdenes a nuestros compañeros, pues me envanezco de ser el más viejo de entre ellos. Todos son jóvenes, de la misma edad del magnánimo Telémaco, y le han seguido por pura amistad. Me acostaré en la nave negra y abierta, y al amanecer me llegaré a los magnánimos caucones a cobrar una suma que me adeudan y que no es ciertamente despreciable. Y ya que Telémaco ha venido a tu casa, envíale acompañado de un hijo tuyo, con un carro del que tiren los más veloces y vigorosos de tus caballos. Dijo esto apenas, y Atenea, la de los ojos claros, desapareció convertida en águila, sobrecogiendo de estupor a cuantos la contemplaban. Y el anciano, viendo esto por sus propios ojos, admiróse profundamente, y tomando las manos de Telémaco, le habló con estas palabras: —¡Oh amigo! No debes ser ni débil ni cobarde, ya que, aun siendo tan joven, los propios Dioses te acompañan. Esa no es otra que una de las Diosas que habitan las olímpicas moradas: es la hija de Zeus, la devastadora Tritogenia, que tanto honraba a tu padre, el más preclaro de todos los argivos. Sé también, ¡oh reina!, favorable a nosotros. Danos una gran gloria a mí, a mis hijos y a mi venerable esposa, y te sacrificaré una novilla añoja, bravía y de despejada testuz, que nadie haya sometido al yugo. Y te la sacrificaré después de haber rodeado de oro sus finas astas. Habló así, y Atenea le escuchó. Y el jinete gerenieno Néstor, a la cabeza de sus hijos y de sus yernos, se dirigió a su hermoso palacio. Y cuando llegaron a la ilustre casa del rey se sentaron en orden sobre gradas y sillones. Y el anciano mezcló en una crátera vino dulce de once años envasado, que una sirvienta acababa de destapar. Y mezclando el vino dulce en la crátera, suplicó a Atenea, la
hija de Zeus tempestuoso. Y todos, hechas ya las debidas libaciones y bebido cuanto su deseo apetecía, dirigiéronse a descansar a sus respectivas camas. Y el jinete gerenieno Néstor hizo acostar a Telémaco, el caro hijo del divino Ulises, en un lecho labrado bajo el pórtico sonoro y al lado de Pisístrato, el más joven de los hijos de la casa. Y él, Néstor, durmió en su estancia, donde su esposa le había aparejado el lecho. Y cuando Eos1, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, el jinete gerenieno Néstor se levantó de su lecho y salió a sentarse sobre las piedras blancas, pulidas y brillantes, como lustradas por el aceite, que había ante el portón, y en las cuales algún día se sentaba Neleo, parecido a un Dios por la prudencia. Pero aquél, dominado por la Ker, había descendido al Edes, y ahora el gerenieno Néstor, sostén de los acayos, se sentaba en su sitio y su mano sostenía el cetro. Y sus hijos, abandonando las cámaras nupciales, se reunieron a su alrededor: Ekefrón, y Estratios, y Perseo, y Areto, y el divino Trasimedes. Y el héroe Pisístrato, que llegó el sexto. E hicieron aproximar a Telémaco, semejante a un Dios; y el jinete gerenieno Néstor comenzó a decirles: —Queridos hijos míos, satisfaced en seguida mi deseo, a fin de que me haga grato sobre todos los Dioses a Atenea, que se me ha mostrado visible en el sagrado festín a Poseidaón. Que uno de vosotros salga al campo y busque una novilla, que nos traerá el vaquero prontamente. Diríjase otro a la negra nave del magnánimo Telémaco y conduzca hasta aquí a todos sus compañeros, excepto dos, que dejará para su guarda. Otro ordenará al aurífice Laertes que venga a verter oro en torno a los cuernos de la novilla, y queden los demás conmigo. Decid a los sirvientes que preparen un festín sagrado en la casa y traigan sillas, leña y agua clara. Habló así, y todos le obedecieron. Vino del campo la novilla; llegaron de la nave simétrica los compañeros del magnánimo Telémaco; apareció el artífice trayendo en sus manos los instrumentos de su arte: el yunque, el martillo y la tenaza, con los cuales trabajaba el oro; vino asimismo Atenea para asistir al sacrificio, y el viejo jinete Néstor proporcionó el oro; y el obrero lo extendió y fijó en los cuernos de la novilla para que la Diosa se regocijara al ver tal ornamento. Estratios y el divino Ekefrón condujeron a la novilla por los cuernos. Areto trajo de la cámara nupcial, en una jofaina florida, agua para el lavamanos, y una sirvienta, cebada molida en un ces1 Eos, hermana de Elios, la Aurora, la que nacía con la mañana; la joven, la madrugadora, la fresca, la eternamente alegre, la graciosa.
tillo. El valiente Trasimedes se hallaba presto a degollar a la novilla con un hacha cortante en la mano y Perseo llevaba una vasija para recoger la sangre. Entonces el viejo Néstor extendió el agua y la cebada y suplicó a Atenea, arrojando al fuego algunos pelos arrancados al testuz de la víctima. Y tan pronto como hubieron rogado y esparcido la cebada, el noble Trasimedes, hijo de Néstor, cortó de un hachazo los músculos del cuello, y cayó sin fuerzas la novilla. Y las hijas y las nueras de Néstor y su venerable esposa Eurídice, la mayor de las hijas de Climenos, gritaron a la vez. Levantaron a la novilla, que estaba tendida a lo largo, la sostuvieron y Pisístrato, príncipe de hombres, la degolló. Una sangre oscura se escapó de su garganta, y los huesos perdieron el hálito de la vida. Entonces la descuartizaron. Cortaron los muslos, según el rito, y los cubrieron de grasa por los lados. Después extendieron sobre ellos las entrañas sangrientas, y el anciano las tostaba sobre leña ardiendo y hacía a la vez libaciones de vino tinto. Los jóvenes llevaban asadores de cinco puntas. Consumidos los muslos, probaron las entrañas, partieron la carne con cuidado, atravesaron los trozos con pinchos y pusiéronlos a asar, sin dejar de las manos las varillas agudas. Mientras tanto, la bella Policasta, la más joven de las hijas de Néstor Neleida, bañó a Telémaco, y después de haberle bañado y perfumado con un aceite graso, le vistió una túnica y una hermosa clámide. Y al salir del baño semejaba por su belleza a los Inmortales. Y fue a sentarse junto a Néstor, príncipe de pueblos. Otros que ya habían asado las carnes las retiraron del fuego y se sentaron al festín. Los más ilustres varones, levantándose, escanciaban vino en las copas de oro. Y cuando hubieron satisfecho el hambre y la sed, el jinete gerenieno Néstor comenzó a hablarles así: —Hijos míos, entregad a Telémaco dos caballos de hermosas crines y uncidlos al carro para que pueda hacer su viaje. Dijo así y en el acto le obedecieron, unciendo al carro dos caballos veloces. La despensera les pertrechó de pan y vino y de todos los manjares que comer suelen los reyes preferidos de Zeus. Telémaco subió al carro magnífico, y tras él el Nestórida Pisístrato, príncipe de pueblos, que tomó las riendas en sus manos. Hostigó a los caballos, y éstos se lanzaron por la llanura, dejando tras sí la escarpada ciudad de Pilos y sacudiendo durante todo el día el yugo a que iban uncidos. Y cuando Helios se ocultaba y los caminos se vestían de sombra, llegaron a Fera, a la morada de Diocles, hijo de Ortilocos, a quien engendró Alfeo. Allí pasaron la noche, pues Diocles les ofreció hospitalidad.
Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, aparejaron los caballos, subieron al carro magnífico y salieron del vestíbulo y del sonoro pórtico. Y Pisístrato hostigó a los caballos, que se lanzaron veloces a través de la fértil llanura. Y llegaron al fin de su camino, pues los caballos corrieron velozmente cuando Helios se hundía en el ocaso y los campos se llenaban de sombra.
CANTO IV Llegados a la vasta y cavernosa Lacedemonia, se dirigieron a casa del glorioso Menelao, al que hallaron celebrando, en medio de numerosos convidados, las bodas de su hijo y de su hija ilustre, que enviaba al primogénito del belicoso Aquiles. Tiempo atrás, frente a Troya, se la había prometido para esposa, aprobando los Dioses estas nupcias, y Menelao la mandaba ahora en un carro de dos corceles hacia la ínclita ciudad de los mirmidones, sobre los que reinaba Aquiles. Y a la vez casaba con una espartana, hija de Alector, a su hijo robusto Megapentes, que, ya viejo, hubo Menelao con una esclava, pues los Dioses no permitieron que concibiese Helena después de dar al mundo a su graciosa hija Hermiona, semejante a Afrodita dorada. Y los vecinos y amigos del glorioso Menelao asistían al festín en la soberbia y amplia morada, regocijándose con ello, y un divino Aeda cantaba y tañía la cítara, y dos danzantes hacían ágiles cabriolas, en medio de todos, al son de las canciones. Entonces fue cuando el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor llegaron con su carro al vestíbulo de la casa. Apenas les hubo visto Etoneo, diligente criado familiar, se llegó con presura a las habitaciones del príncipe de pueblos y, parándose ante él, le dijo estas palabras aladas: —Menelao, progenie de Zeus, aquí hay dos extranjeros que parecen de la raza de Zeus. Dime si debo desuncir sus briosos cabellos o si, por el contrario, debo remitirlos a que otros los acoja. Y el rubio Menelao le contestó indignado: —Etoneo Petoide, antes de ahora tenías mejor juicio, pero a veces dices palabras necias, como un niño sin sentido. Con frecuencia hemos recibido hospitalidad en casas de hombres forasteros, antes de venir aquí, ¡y quiera Zeus ahorrarnos nuevas miserias en lo futuro! Desunce, pues, los caballos de nuestros huéspedes y condúceles hasta aquí para que gocen del banquete. Tal dijo y Etoneo salió presuroso del palacio y mandó a otros criados que le siguieran. Desuncieron los caballos, sudorosos bajo el yugo; atáronles al pesebre y les sirvieron un pienso de cebada blanca mezclada con
espelta; acercaron el carro al brillante muro de la casa, e introdujeron a los huéspedes en la mansión augusta. Miraban ellos atónitos al palacio del rey, progenie de Zeus, pues el esplendor de la casa del gracioso Menelao era semejante a los de Helios y Selene. Luego que satisficieron su curiosidad y terminaron de contemplarla, entraron a lavarse en los baños pulimentados. Y cuando los criados hubiéronles lavado y ungido con aceite, y les vistieron ricas túnicas y mantos cómodos, fueron a sentarse en sillones al lado del Atreida Agamenón. Una sirvienta les dio lavamanos, vertiendo agua de una hermosa ánfora de oro en una fuente de plata, y colocó ante ellos una mesa pulida, y la venerable despensera les sirvió pan y manjares numerosos. El trinchante llegó con platos de carne de varias clases y puso a su alcance las copas de oro. Y el rubio Menelao, tendiéndoles la mano diestra, les dijo: —Comed y refocilaos, que cuando estéis satisfechos será tiempo de inquirir quiénes sois entre los hombres, aunque sospecho que vuestra raza no ha debido malograrse y debéis ser de linaje de reyes portadores de cetros, caros a Zeus, pues jamás los viles dieron al mundo semejantes hijos. Así dijo, y cogiendo con sus propias manos el grueso lomo de una ternera, que para honrarle distintamente le habían servido, lo ofreció a los huéspedes. Y éstos pusieron mano a los manjares servidos, y cuando hubieron satisfecho su apetito y su sed, Telémaco dijo al hijo de Néstor, aproximando la cabeza para no ser escuchado por los otros: —Observa, Nestorida, carísimo a mi corazón, el resplandor de bronce y el sonoro palacio, y el oro, y el electro, y la plata, y el marfil. Así debe ser, din duda alguna, la morada del Olímpico Zeus. ¡Cuántas riquezas! Me quedo admirado al contemplarlas. Y el rubio Menelao, comprendiendo lo que decía, le dirigió estas palabras aladas: —Hijos queridos, ningún viviente puede competir con Zeus, cuyas moradas y riquezas son eternas. Y habrá hombres más o menos ricos que yo; pero he sufrido numerosos trabajos, vagando a bordo de mis naves durante ocho años antes de regresar, y he visto Chipre y Fenicia y he ido a los egipcios y a los etíopes, a los sidones y a los erembos, y he estado en Libia, donde los corderillos son cornudos y las ovejas paren tres veces cada año. Allí ni al rey ni al pastor les falta queso, carnes y leche dulce, porque pueden ordeñar a las ovejas todo el año. Pero mientras yo erraba a través de esos países, amontonando riquezas, un hombre mató traidoramente a un hermano mío, ayudado por la perfidia de una mala mujer, y desde
entonces reino lleno de amargura a pesar de mis tesoros. Acaso hayáis oído relatar estas cosas a vuestros padres, cualesquiera que ellos sean. He sufrido numerosos males y he destruido una ciudad populosa que encerraba preciosos tesoros. ¡Pluguiera a los Dioses que guardara en mis estancias un tercio nada más de aquéllos, y que aún viviesen los héroes perecidos ante Troya, lejos de Argos, donde pacen los hermosos corceles! Por ellos me aflijo y lloro muchas veces retirado en mis estancias, que me consuela plañirme y recordar; pero otras tengo que cesar en el llanto, pues la angustia me agota prontamente. Y aun cuando a todos recuerdo entristecido, por nadie lloro más que por uno cuya memoria me quita el sueño y la gana de comer; porque Ulises ha sufrido más trabajos que todos los aqueos. Multitud de fatigas le estaban reservadas; y una incurable melancolía me invade cuando pienso que, tras ausencia tan dilatada, no sabemos si vive o ha muerto. Y en su casa le llorará el viejo Laertes y la prudente Penélope y Telémaco, a quien dejó muy niño en la cuna. Cuando así hubo hablado Menelao, acometió a Telémaco el deseo de llorar a la evocación de su padre; llevó a sus ojos el manto de púrpura con ambas manos y sus párpados dejaron deslizar abundantes lágrimas. Y Menelao lo advirtió y deliberó en su alma y en su corazón si le dejaría abandonado al recuerdo de su padre, para que hablara primero, o si le interrogaría preguntándole en qué pensaba. Mientras así deliberaba en su alma y en su corazón, bajó Helena de la alta y perfumada alcoba nupcial, semejante a Artemisa la que lleva arco de oro. En seguida Adrasta le presentó un sillón magnífico; Alcipe trajo un tapete de mullida lana, y Filo le ofreció una cesta de plata, regalo de Alcandra, mujer de Polibo, que vivía en Tebas, la de Egipto, en cuyas casas se encierra gran riqueza. Polibo dio a Menelao dos bañeras de plata, dos trípodes y diez talentos de oro, y Alcandra, a su vez, había ofrecido a Helena estos ricos presentes: una rueca de oro y una cesta de plata maciza, ribeteada de oro. Y ésta es la que trajo Filo llena de hebras devanadas y la rueca con lana de color violeta. Helena se sentó en el sillón, provisto de un escabel para los pies, y en seguida preguntó a su esposo: —¿Sabemos ya, divino Melenao, quiénes son estos hombres que han llegado a nuestra casa? ¿Me engañaré o diré verdad? Mi corazón me ordena hablar. No creo haber visto jamás nada más semejante ni en hombre ni en mujer; y estoy sobrecogida de admiración al contemplar a este joven tan parecido al hijo del magnánimo Ulises, a Telémaco, a quien
dejó en su casa muy niño, cuando por mi culpa, ¡perra de mí!, los aqueos fuisteis a Troya a empeñaros en la guerra peligrosa. Y el rubio Menelao le contestó, diciendo así: —Yo creo como tú, mujer, que éstos son los pies, las manos, el brillo de los ojos, la cabeza y los cabellos de Ulises. Ahora le recordaba, y al referir cuántas miserias sufrió pacientemente por mí, este joven derramó por sus párpados amargas lágrimas y cubrió sus ojos con un manto purpúreo. Y el Nestórida Pisístrato le repuso: —Atreida Menelao, progenie de Zeus, príncipe de pueblo, en efecto, este es el hijo de quien dices. Pero es prudente y cree que no sería discreto, apenas llegado, pronunciar necias palabras ante ti, cuya voz escuchamos como si fuera la de un Dios. El jinete gerenieno Néstor me ha ordenado que le acompañe, pues deseaba verte, a fin de requerir tu consejo y tu ayuda; que padece muchos males a causa de la ausencia de su padre, aquel en cuya casa tiene pocos defensores. Este triste destino ha cabido a Telémaco, que, con su padre lejos, no tiene en su pueblo quien pueda librarle de sus desdichas. Y el rubio Menelao, contestándole, se expresó así: —¡Oh Dioses! Ha entrado en mi morada el hijo de aquel hombre caro, de aquel héroe que por mi causa sostuvo tantas luchas, y a quien yo me había propuesto glorificar entre todos los acayos si el Olímpico Zeus nos hubiera concedido el regreso a bordo de nuestras rápidas naves. Le hubiera levantado una ciudad en Argos y construido un palacio; y él hubiera traído sus riquezas y a su familia y a todos sus convecinos a habitar en una de las ciudades de mi Imperio previamente evacuada y con frecuencia nos hubiésemos visitado, siendo amigos dichosos, hasta que la muerte nos hubiera envuelto entre su negra nube. Mas, sin duda, un Dios nos ha enviado este propósito, y reteniéndole solo y sin ventura, a él nada más ha negado el regreso. Así dijo, y angustió a todos el deseo de llorar. Y lloraba la argiva Helena, hija de Zeus; y Telémaco lloraba también, y el Atreida Menelao; y el hijo de Néstor tenía ojos arrasados de lágrimas, pues le volvía al alma el recuerdo del irreprochable Antíloco, a quien mató el hijo ilustre de la espléndida Eos; y recordándole, dijo estas palabras aladas: —¡Atreida! A menudo, el anciano Néstor me ha dicho, cuando te hemos recordado en nuestras conversaciones del palacio, que destacabas de entre todos por tu prudencia. Por eso quiero que me escuches ahora. No me gusta llorar ante la cena; pero cuando nazca Eos y venga la mañana ver-
teremos lágrimas, pues es justo verterlas por aquellos que han sufrido su destino, ya que ésta es ciertamente la única recompensa de los miserables: cortar su cabellera y surcar de lágrimas sus mejillas en honor de lo que fueron. También murió mi hermano, y tú sabes que no era el menos valeroso de los argivos, pues ni yo estuve allí ni llegué a conocerle; pero dicen que Antíloco sobresalía entre todos, así en la carrera como en el combate. Y el rubio Menelao le respondió: —Querido, hablas como lo hiciera un hombre prudente y de más edad que tú; como el hijo de tal padre. Se conoce al momento la ilustre estirpe de un hombre a quien la Cronida ha honrado haciendo feliz al nacer y casarse, como ahora, concediendo a Néstor la dicha diaria de vivir en paz en su palacio, rodeado de hijos prudentes y hábiles en el manejo de la lanza. Contengamos las lágrimas que acaban de escapársenos, acordémonos de la cena y demos agua a las manos. Telémaco y yo, al amanecer de la mañana, conversaremos. Así dijo, y Asfalión, fiel servidor del ilustre Menelao, les vertió agua en las manos, y después todos las tendieron hacia los manjares que tenían ante sí. Entonces, Helena, hija de Zeus, tuvo otro pensamiento, y en seguida mezcló, al vino que bebían, nepentés, un bálsamo que hace olvidar los pesares. Quien bebiera esta mezcla no podrá en todo el día derramar una lágrima, igual si viera muertos a sus padres con sus propios ojos, que si ante él mataban con el bronce a un hermano o a un hijo querido. La hija de Zeus poseía este precioso licor, porque se lo había regalado Polidamna, mujer de Thos, nacida en Egipto, tierra fértil que produce muchos bebedizos, saludables unos y mortales otros. Son los de allí los médicos mejores entre los hombres, pues vienen de la estirpe de Peon. Y cuando, después de preparar, mandó Helena escanciar el vino, habló de esta manera: —Atreida Menelao, progenie de Zeus, puesto que están aquí estos jóvenes, hijos de esclarecidos padres, y Zeus dispone a su capricho del bien y del mal, ya que todo lo puede, comamos ahora sentados en esta sala y distraigámonos con la plática. Yo os contaré cosas que han de placeros; no podría referir, ni siquiera recordar, todos los trabajos del paciente Ulises, que tantos soportó en el pueblo troyano, donde los argivos fuisteis abatidos por el infortunio. Prodújose él mismo vergonzosas llagas, semejante a un esclavo; entró en la vasta ciudad de los guerreros enemigos a manera de mendicante y muy distinto a como solía vérsele junto a las naves aqueas. Así entró en la ciudad de Troya, inadvertido de todos. Sólo yo le conocí y le interrogué, pero él me respondió con evasivas. Después, cuando le hube
bañado, ungido de aceite y entregado un vestido, le presté solemne juramento de no descubrirle a los troyanos hasta tanto que regresara a sus rápidas naves y a sus tiendas, y entonces me reveló los proyectos de los acayos. Y después de matar con el bronce de la larga pica multitud de troyanos, volvió hacia los argivos, llevándoles muchos secretos. Los troyanos gemían lamentablemente; mas mi espíritu se regocijaba, pues latía en mi corazón el deseo de volver a mi casa, deplorando el destino que hubo de depararme Afrodita cuando me condujo engañada lejos del suelo de mi patria, de mi hija, de la alcoba nupcial y de un marido que no carece de ningún don, ni de inteligencia, ni de gallardía. Y respondióle el rubio Menelao, diciendo: —Has hablado, mujer, como debías. Porque, en efecto, yo he conocido el pensamiento y la prudencia de muchos héroes, pues he recorrido multitud de países, pero jamás mis ojos hallaron un corazón como el del paciente Ulises, ni supe de hombre que hiciera ni arrastrara lo que aquel valiente en el caballo de madera dentro del cual permanecimos los príncipes argivos para llevar el exterminio y la Ker a los troyanos. Y tú fuiste allí, que sin duda te inspiró algún Dios que quería otorgar la gloria a los troyanos, y Deifobos, semejante a un Dios, te seguía. Tres veces rodeaste el hueco escondrijo, golpeándole, y llamabas a los príncipes argivos imitando la voz de sus mujeres; y nosotros, yo, Diomedes y el divino Ulises, que estábamos en medio, escuchamos tu voz. Diomedes y yo quisimos salir impetuosamente mejor que escuchar desde dentro, pero Ulises nos detuvo a pesar nuestro. Y los demás hijos de los acayos permanecieron mudos, y Anfielo solamente quiso responder; pero Ulises le tapó la boca con sus manos robustas y salvó a todos los aqueos, conteniéndole así hasta que Palas Atenea te hubo alejado. Y el prudente Telémaco le respondió: —Atreida Menelao, progenie de Zeus, es muy doloroso que esos actos no hayan sido suficientes a alejar de él la muerte fatal así hubiera tenido corazón de hierro. Pero guíanos a nuestros lechos, a fin de que nos regalemos con el dulce sueño. Dijo así, y la argiva Helena mandó a los servidores preparar las camas bajo el pórtico, proveerlas de hermosos cobertores purpúreos y tender sobre ellos colchas forradas de espesa lana. Y las sirvientas salieron de las cámaras con antorchas en las manos, y prepararon los lechos, y un heraldo acompañó a los huéspedes. Y el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor durmieron bajo el pórtico de la casa. Y el Atreida durmió en el inte-
rior de la excelsa morada, y Helena, la del largo pelo, se acostó a su lado. Mas cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, el valiente Menelao se levantó de su lecho, púsose sus vestidos, suspendió una aguda espada a sus hombros y calzó sus pies brillantes con hermosas sandalias. Y semejante a un Dios, saliendo de la alcoba nupcial, dirigióse a Telémaco, y sentado junto a él, le dijo así: —Héroe Telémaco, ¿qué necesidad te ha traído hasta la divina Lacedemonia a través del ancho dorso del mar? ¿Algún asunto público o privado? Dímelo sin mentir. Y el prudente Telémaco le respondió: —Atreida Menelao, progenie de Zeus, príncipe de pueblos: he venido por si pudieras darme nuevas de mi padre. Mi casa se arruina, mis ricas haciendas desaparecen, el palacio está lleno de enemigos, que degüellan mis robustas ovejas y mis bueyes de remos flexibles y testuz abombado: son los pretendientes de mi madre que tienen una descarada insolencia. Por eso vengo a abrazarme a tus rodillas, a fin de que me hables de la deplorable muerte de mi padre y me digas si la viste con tus ojos o si te la ha referido algún viajero; que muy desdichado le parió su madre. No me engañes por respeto o por piedad y dime escuetamente todo aquello que hayas visto. Yo te lo ruego; y si mi padre, el valiente Ulises, con sus palabras o sus actos te cumplió aquello que te hubiere prometido en el pueblo de los troyanos, donde los argivos sufrieron tantos trabajos, acuérdate de ello y dime la verdad. Y suspirando profundamente, el rubio Menelao le respondió: —¡Oh Dioses! ¡En verdad que los cobardes quieren dormir en el lecho de un valiente! Así como una cierva escondió en la guarida de un león furioso sus mamones cachorros recién nacidos, mientras ella fue a pastar por los riscos y los valles herbosos, y el león, al entrar en su guarida, mató miserablemente a los cachorros, así Ulises les hará morir de muerte vergonzosa. Pluguiera al Padre Zeus, a Palas Atenea, a Apolo, que Ulises se mostrara a los pretendientes tal como cuando en la bien construida Lesbos se alzó para luchar con el Filomeleida y le derribó vigorosamente, en medio del regocijo de los aqueos. ¡La vida de los pretendientes sería breve y sus bodas serían amargas! Mas las cosas que me pides en tu súplica te las diré sin ocultarte nada, tal como me las refirió el veraz Anciano de los mares. Te las diré todas, sin ocultarte ninguna. En contra de mis ansias de retorno, los Dioses me retuvieron en Egipto por no haberles ofrecido en sacrificio las hecatombes que se les deben; que los Dioses no quieren que
olvidemos sus mandatos. Hay en medio del proceloso mar y enfrente a Egipto una isla que llaman Paros, tan alejada de allí, que una abierta nave a la que empujara el viento sonoro por la popa tardaría en tocarla un día entero. Y en esta isla hay un puerto excelente, desde donde, después de haber tomado agua de un manantial profundo, lanzan al mar las simétricas naves. Allí los Dioses me retuvieron veinte días, sin que soplaran los vientos que conducen los navíos sobre el dorso de los mares. Se me habían agotado las vituallas y el ánimo de mis gentes estaba decaído, cuando una Diosa me miró y tuvo piedad de mí: Eidotea, la hija del ilustre Proteo, el Anciano de los mares. Toqué su alma y se me apareció cuando vagaba sólo, lejos de los míos, que se dedicaban de continuo a recorrer la isla pescando con anzuelos corvos, pues el hambre atormentaba sus vientres. Y parándose detrás de mí, dijo de esta manera: «—Eres un gran insensato, forastero, o te has abandonado a tu desgracia, o te gusta sufrir, puesto que permaneces aquí voluntariamente sin poner fin a tu situación, a pesar de que el ánimo de tus compañeros desfallece. Así habló, y respondiéndola en el acto, le dije: —Te diré en verdad, seas quien fueres de las Diosas, que no permanezco aquí por mi voluntad, sino por haber ofendido, sin duda, a los Inmortales que habitan el ancho Urano. Dime, pues, ya que los Dioses lo saben todo, quién es entre los Inmortales el que me detiene en mi camino y quién se opone a que yo retorne hendiendo el mar fecundo en peces. Hablé así, y en el acto la ilustre Diosa me contestó: —¡Oh forastero! Voy a responderte con sinceridad. Habita aquí el veraz Anciano de los mares, el inmortal Proteo Egipcio, que conoce las profundidades de todo el mar y es servidor de Poseidaón. Dicen que él es mi padre, que fue quien me engendró. Si puedes conquistarle con un engaño, te dirá tu camino y de qué modo debes regresar a través del mar fecundo en peces y además te dirá, ¡oh hijo de Zeus!, si quieres averiguarlo, qué ha ocurrido de bueno o malo en tu morada durante tu ausencia y tu peregrinación larga y difícil. Dijo así, y en el acto le repuse: —Ahora explícame las astucias del Anciano, no sea que, viéndome, se prevenga y me huya, que es difícil que sujete a un Dios un hombre mortal. Hablé así, y me respondió la ilustre Diosa: —¡Oh forastero! Voy a responderte con sinceridad. Cuando Helios llega en medio del Urano, el veraz Anciano de los mares sale del mar empujado por el soplo de Céfiro y cubierto de una espesa bruma. Ya
fuera, se acuesta en las hondas grutas, y a su alrededor, las focas sin pies de la hermosa Halosidne, saliendo también del mar blanquecino, se acuestan juntas, exhalando el olor acre del mar profundo. Te llevaré allí al rayar el día y te colocaré convenientemente, y tú elegirás tres de tus compañeros, los más bravos de los remeros de tus naves. Ahora voy a decirte todas las astucias del Anciano. Por de pronto, contará y examinará las focas; después, separándolas de cinco en cinco, se acostará en medio de ellas, como un pastor entre sus ovejas. Tan pronto como le veas medio dormido, acude a tu fuerza y a tu brío y retenle, aun cuando quiera escapar, haciendo esfuerzos. Tomará apariencia de cuantas cosas hay sobre la tierra (de reptil, de agua, de fuego ardiente); pero tú retenle con firmeza y sujétale más. Y cuando te interrogue, por sí, y tú le veas tal como estaba cuando le hallaste dormido, no utilices la violencia y deja libre al Anciano. Pregúntale, ¡oh héroe!, qué Dios te persigue, y te dirá cómo habrás de retornar a la patria a través del mar fecundo en peces. Habló así, y se sumergió en el mar agitado. Yo me encaminé a mis naves, que se hallaban extendidas en la playa, y mi corazón debatía mil pensamientos mientras caminaba. Después, tan pronto como llegué a mi nave y al mar, preparamos la cena; la noche divina se anunció y nosotros nos dormimos en la playa. Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, marché hacia la orilla del mar anchuroso suplicando a los Dioses y acompañado de tres compañeros, aquellos en cuyo valor fiaba más. Mientras tanto, las Diosa salió del ancho seno del mar llevando consigo cuatro pieles de foca recién desolladas, para urdir un engaño contra su padre. Y sentada, nos esperaba, luego de haber abierto tres hoyos en la arena del mar. Y llegamos después que ella. Y nos colocó en cada hoyo, cubriéndonos con sendas pieles de foca. La argucia era muy dura, pues el hedor sofocante de las focas criadas en el mar nos abrumaba cruelmente. ¿Quién puede acostarse junto a un monstruo marino? Pero la Diosa nos redimió colocándonos en la nariz a cada uno una ambrosía de exquisito perfume, que neutralizaba el hedor de aquellos animales. Y esperamos durante la mañana con ánimo paciente. Al fin, las focas salieron juntas del mar y vinieron a reclinarse alineadas a lo largo de la orilla. Y cerca del mediodía, el Anciano salió del mar, juntó las focas crasas, las contó, incluyéndonos entre ellas, ignorante de nuestra argucia, y se acostó también. Entonces, entre gritos nos arrojamos sobre él, ciñéndole con nuestros brazos, pero el Anciano no olvidó sus capciosos artificios y se transformó en un león de larga melena, después en un dragón, luego en una pantera, en un enorme jabalí, en agua y en un árbol
de espeso ramaje. Pero como le teníamos sujeto con fuerza y ánimo firme, viéndose reducido a pesar de sus argucias, me interrogó diciendo: —¿Quién de entre los Dioses te ha instruido para sujetarme contra mi voluntad? ¿Qué deseas? Habló así, y le contesté diciendo: —Lo sabes ya, Anciano. ¿Por qué querer engañarme con tu pregunta? Largo tiempo llevo detenido en esta isla, no puedo dar con el fin de esta situación y mi ánimo se agota. Dime, pues, que los Dioses lo saben todo, quién de los Inmortales me desvía de mi camino y me impide regresar cruzando el mar fecundo en peces. Le dije así, y me respondió: —Ante todo, debiste sacrificar a Zeus y a los demás Dioses, para llegar prontamente a tu patria navegando sobre el negro mar, pues tu sino no te permitirá ver a los tuyos, ni regresar a tu casa bien construida, ni volver a la tierra de tu patria, si antes no tornas a las aguas del río Egipto, el Nilo, fluyente de Zeus, y no ofreces hecatombes a los Dioses inmortales que pueblan el ancho Urano. Entonces los Dioses te indicarán el camino que deseas. Así habló, y se me partió el corazón al ver que me ordenaba regresar a Egipto a través del oscuro mar, camino largo y difícil. Pero le respondí, diciendo: —Haré, Anciano, todo lo que me mandes; pero dime con sinceridad si volvieron sanos y salvos en sus navíos todos los acayos que Néstor y yo dejamos al abandonar Troya, o si alguno de ellos pereció de muerte súbita en su nave o en brazos de sus amigos después de la guerra. Le hablé así, y me contestó, diciendo: —Atreida, no me interrogues, que no te conviene conocer mi pensamiento, pues no creo que permanecerías mucho tiempo sin llorar, después de haberme oído. Muchos aqueos fueron vencidos, muchos viven aún. Tú conoces los azares de la guerra. Dos caudillos de los argivos de corazas broncíneas han perecido en el retorno; otro vive aún, retenido en medio del mar extenso. Áyax sucumbió con su nave de largos remos. Poseidaón le condujo primero hacia las grandes rocas Giras y le salvó del mar; y sin duda hubiera evitado su muerte, bien que odiado de Atenea, si no hubiese proferido una palabra impía y cometido una mala acción. Dijo que, a despecho de los Dioses, escaparía de las furiosas olas del mar. Oyó Poseidaón esta frase soberbia, y en el acto, asiendo con sus robustas manos el tridente, golpeó la roca de Giras, partiéndola en dos: una parte quedó en pie, y la otra, en la cual se hallaba Áyax, se hundió, arrastrán-
dole al fondo del mar agitado. Y así pereció, después de beber agua salobre. Tu hermano se libró de la muerte huyendo en su abierta nave, pues le salvó la venerable Here; pero apenas divisó el alto cabo de los Meleinos, una tempestad le arrebató, gemebundo, llevándole al extremo del país, donde habitó algún día Tiestes y entonces vivía el Tiestida Egisto. Desde allí les parecía fácil el regreso, pues los Dioses cambiaron los vientos, y llegaron a sus casas. Agamenón, jubiloso, pisó el suelo de su patria y lo besó, vertiendo lágrimas abundantes, pues volvía a verle lleno de hondo regocijo. Mas un centinela le divisó desde lo alto de una roca, donde el traidor Egisto le había colocado, prometiéndole en recompensa dos talentos de oro. Y desde allí vigilaba hacía un año para evitar que el Atreida llegara de improviso y usara de su fuerza y de su brío. Por eso se apresuró a dar la noticia al príncipe de pueblos, yendo hasta su mismo palacio. Entonces Egisto meditó una trama engañosa: eligió, entre los del pueblo, veinte hombres muy valientes y les puso en emboscada, a la vez que ordenaba preparar un banquete. Por sí mismo, barajando indignos propósitos, invitó a Agamenón, príncipe de pueblos, a que le acompañara, pues fue a buscarle con séquito de carros y caballos. Y así llevó a la muerte al desprevenido Atreida, al que mató durante el banquete como se degüella a un buey junto al establo. Y tampoco se salvó ningún compañero de Agamenón ni de los cómplices de Egisto, pues todos fueron degollados en el palacio. Así habló, y con el alma destrozada lloré, reclinado en las arenas, pues mi corazón no quería vivir más, ni yo contemplar la luz de Helios. Y cuando me hube saciado de llorar, el veraz Anciano de los mares me dijo: —No llores tanto sin descansar, hijo de Atreo, que no hay para esto ningún remedio, y prepárate a regresar pronto a tu tierra natal. Allí encontrarás a Egisto, vivo aún, si Orestes, adelantándose, no le ha matado ya, en cuyo caso llegarás a tiempo del banquete fúnebre. Así me dijo, y mi pecho, mi corazón y mi ánimo generoso, aunque estaba triste, regocijáronse de nuevo, y le contesté con estas palabras aladas: —Ya que me has contado el fin de éstos, háblame del tercero, de ese otro que, vivo o muerto, se halla retenido en medio del ancho mar. Quiero saber de él, aun cuando estoy lleno de tristeza. Le hablé así, y me contestó, diciendo: —Es el hijo de Laertes, el que tiene sus lares en Ítaca. Le he visto verter abundantes lágrimas en la isla donde la ninfa Calipso le retiene en su palacio contra su voluntad, privado de regresar a su patrio suelo, pues no
dispone de remeras naves ni de compañeros que puedan conducirle por el ancho dorso del mar. En cuanto a ti, divino Menelao, tu sino no dispone que hayas de sufrir la Moira y la muerte en Argos, fecunda en caballos, pues los Dioses te enviarán a la pradera Elisea, a los límites opuestos de la tierra, allá donde habitaba el rubio Radamanto. Allí se hace grata la vida de los hombres. No llueve, ni nieva, ni son largos los inviernos, sino que en todo tiempo el Océano manda las dulces brisas del céfiro para dar frescura a los hombres. Ese será tu destino, ya que tienes por mujer a Helena, y eres, por tanto, yerno de Zeus. Y así diciendo, se sumergió en el mar espumeante, y yo retorné hacia las naves, con mis divinos compañeros, agitado mi corazón por numerosos propósitos mientras hacía mi camino. Cuando hubimos llegado a la nave y al mar, preparamos la cena, llegó la noche solitaria y nos dormimos en la playa. Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana se dejó contemplar, lanzamos nuestras naves al mar divino. Después de izados los mástiles y desplegadas las velas, mis compañeros se sentaron en los bancos y ordenadamente hendieron con sus remos el mar espumoso. Y yo detuve de nuevo mis naves en el río Egipto, fluyente de Zeus, y sacrifiqué sagradas hecatombes. Y cuando hube calmado la cólera de los Dioses inmortales elevé un túmulo a Agamenón, a fin de que su gloria llegara hasta lo lejos. Cumplidas estas cosas, regresé, y los Dioses me mandaron un viento propicio y trajéronme con rapidez a mi patria querida. Y ahora, quédate en mi casa once o doce días, y entonces te despediré dignamente, ofreciéndote como espléndido regalo tres corceles y un hermoso carro; y te daré también una magnífica copa para que hagas las libaciones a los Dioses inmortales y siempre te acuerdes de mí.» Y el prudente Telémaco le respondió: —Atreida, no me retengas más tiempo contigo. Pasaría un año a tu lado sin sentir la nostalgia de mi casa ni de mis padres, pues tanto me deleita oír tus palabras y tus razones; pero ya estarán con cuidado mis compañeros en la divina Pilos, que ya me he retenido demasiado. El don con que quieres regalarme, sea el que fuere, consista en algo que pueda transportarse y conservarse. No llevaré cabellos a Ítaca, sino que te los dejaré aquí, entre la abundancia, ya que posees vastas llanuras donde crecen profusamente el loto, la juncia, el trigo, la avena y la cebada, y en Ítaca no hay caminos para los carros, ni praderas herbosas: antes bien, sólo se crían cabras, que es la tierra más propia para ellas. Ninguna isla de las que se inclinan hacia el mar es grande ni rica en prados, y la de Ítaca menos que todas.
Habló así, y el valiente Menelao, sonriendo, le tomó la mano y le dijo: —De noble sangre procedes, querido hijo, cuando te expresas así. Te cambiaré el presente, puesto que puedo hacerlo. Entre los tesoros que hay en mi casa elegiré el más hermoso y de mayor valor. Te regalaré una crátera de lata con los bordes adornados de oro, obra de Hefesto, y que el ilustre rey de los sidonios me regaló en su casa al dejar de ser huésped; y yo quiero regalártela. Según hablaban, iban llegando los convidados a la mansión del rey divino. Unos traían ovejas; otros vino confortante, y las esposas, con lindas cintas a la cabeza, traían el pan. Y así preparaban la comida en el palacio. Mientras tanto, los pretendientes, ante el palacio de Ulises, se solazaban tirando discos y jabalinas en el labrado pavimento, donde de ordinario mostraban su insolencia. Antinoo y Eurimaco, semejante a un Dios, estaban sentados, y eran los jefes de los pretendientes y los más valientes de entre ellos, y Noemón, hijo de Fronio, aproximándose a ellos, dijo a Antinoo: —Antinoo, ¿sabemos acaso cuándo Telémaco volverá de la arenosa Pilos? Partió utilizando mi nave, que hoy necesito para ir a la gran Elid, donde tengo doce yeguas y pacientes muletos aún sin desbravar, y de los cuales quisiera domar algunos unciéndoles al yugo. Habló así, y todos quedaron estupefactos, pues no creían que Telémaco hubiera marchado a la Neleiana Pilos, sino que estaba en el campo viendo sus ovejas acompañado del pastor. Y al momento, Antinoo, hijo de Eupites, le dijo: —Dime con sinceridad cuándo se ha ido y qué jóvenes, elegidos en Ítaca, han marchado con él. ¿Son acaso mercenarios o esclavos suyos? Dime esto con sinceridad, para que yo sepa si tomó tu negra nave por fuerza y mal de tu agrado, o si, persuadiéndote con sus razones, se la entregaste voluntariamente. Y Noemon, hijo de Fronio, le repuso: —Se la di voluntariamente. ¿Cómo hacer de otro modo? Cuando un varón como él, lleno de tantos cuidados, pide algo, es difícil rehusar. Los mozos que le han seguido son los primeros de entre los nuestros, y he reconocido a Mentor en su jefe o es un Dios muy parecido a él. Pero una cosa me admira: ayer por la mañana vi a Mentor, y, sin embargo, había partido en la nave con rumbo a Pilos. Así dijo, y tomó el camino de casa de su padre. Y el espíritu altivo de los dos hombres se turbó. Y los pretendientes sentáronse con ellos, abando-
nando sus juegos. Y Antinoo, hijo de Eupites, les habló lleno de tristeza, con el corazón henchido de negra cólera y los ojos como llamas brillantes: —¡Oh Dioses! ¡He aquí una empresa audazmente comenzada, el viaje de Telémaco! ¡Decíamos que no la osaría, y ese niño parte temerariamente, mal de nuestro agrado, botando una nave al mar, después de elegir a los mejores del pueblo! Así comienza, y acaso nos reserva horas tristes si Zeus no aniquila sus fuerzas antes de que nos traiga la desdicha. Mas dadme en seguida una rápida nave y veinte compañeros, y le prepararé una emboscada, a su regreso, en el estrecho que separa a Itaca de la escabrosa Samos; y así, por inquirir noticias de su padre, habrá surcado el mar para su propia desventura. Dijo así, y todos aplaudieron y dieron órdenes, y en el acto levantáronse y se dirigieron al palacio de Ulises. Pero Penélope no tardó mucho tiempo en conocer sus palabras y los propósitos que en su alma albergaban los pretendientes, pues se lo dijo el heraldo Medón, que les había escuchado desde el humbral del patio, mientras en su interior daban forma a su designio. Y se apresuró a comunicárselo, yendo hasta las estancias de Penélope. Y al aparecer en sus umbrales Penélope le dijo: —Heraldo, ¿por qué te envían los ilustres pretendientes? ¿Es para ordenar que las siervas del divino Ulises cesen en sus labores y les preparen el festín? ¡Si al menos no me requirieran para esposa; si no se entretuvieran en mi casa, ni siquiera lejos de ella; si, en fin, hicieran esta noche su última cena! Vosotros, que os reunís para agotar los bienes y riquezas del prudente Telémaco, ¿no habéis oído nunca a vuestros padres, cuando aún erais niños, cómo se portaba entre ellos el divino Ulises? Jamás trató a nadie con despego, ni injurió a nadie en público; aunque sea uso entre los reyes divinos querer a unos y despreciar a otros, jamás ofendió a hombre ninguno. Y ahora mostráis vuestro espíritu perverso y vuestro indigno proceder olvidándoos de los beneficios recibidos. Y Medón, lleno de prudencia, contestó: —¡Pluguiera a los Dioses, reina, que fuera esta de ahora tu desdicha peor! Pero los pretendientes fraguan un plan más pernicioso, que no quiere el Cronida que se cumpla. Piensan matar a Telémaco con el agudo bronce cuando retorne a su palacio, pues ha salido en busca de noticias de su padre en dirección a la sagrada Pilos y a la divina Lacedemonia. Habló así, y las rodillas de Penélope y su tierno corazón flaquearon y
largo tiempo permaneció muda; sus ojos se llenaron de lágrimas, se tornó jadeante su cariciosa voz y, respondiéndole, al fin habló de esta manera: —Heraldo, ¿por qué partió mi hijo? ¿Qué necesidad había de embarcar en las naves rápidas, que son para los hombres dos caballos del mar y que cruzan las aguas extensas? ¿Quiere que su nombre se olvide entre los mortales? Y Medón, lleno de prudencia, le repuso: —No sé si un Dios le empujó o si obró por su cuenta al ir a Pilos para informarse de si su padre regresa o está muerto. Dijo, y salió del palacio de Ulises. Y una pena desgarradora envolvió el alma de Penélope, que no pudo por sí sentarse en una silla, siquiera fuesen tan numerosas las del palacio, y se reclinó sobre el umbral de la hermosa estancia nupcial, llorando desoladamente. Y a su alrededor, cuantas criadas, viejas y jóvenes, había en el palacio, lloraban también. Y Penélope les dijo llorando: —¡Escuchadme amigas! Los Olímpicos me han agobiado de desgracias entre todas las mujeres nacidas cuando yo y conmigo criadas. He perdido primero a mi valiente esposo, que tenía corazón de león y atesoraba todo género de virtudes entre los danaenos, ilustre ya, y cuya gloria se extendía en la gran Hélade y en toda Argos; y he aquí que ahora las tempestades alejan oscuramente a mi hijo querido de estos lares, sin que yo haya sabido su partida. ¡Desdichadas! Ninguna de vosotras pensó en su corazón hacerme levantar de mi lecho, sabiendo ciertamente que iba a embarcar en una abierta y negra nave. Si yo hubiera sabido que se preparaba para marchar, aquí hubiera quedado, a pesar de sus propósitos, o me hubiera quedado muerta en esta casa. Que un servidor avise al viejo Dolio, mi esclavo, el que me dio mi padre cuando vine aquí y cuida de mi huerto, para que vaya a decir en seguida estas cosas a Laertes, y que él resuelva en su corazón y venga en queja a los hombres de este pueblo que quieren destruir su linaje y el del divino Ulises. Y la buena nodriza Euriclea le respondió: —Ninfa amada, mátame con el bronce cruel o consérvame en tu casa; pero no quiero ocultarte nada. Yo lo sabía todo, y llevé a Telémaco cuanto me ordenó: pan y vino. Pero me hizo que jurara solemnemente no decirte nada antes del dozavo día, si tú no preguntabas por él, ignorante de su partida, pues temía que, llorando, marchitaras tu cuerpo hermoso. Y ahora báñate, vístete de puros vestidos y sube a tu alta alcoba con sus doncellas. Allí, suplica a Atenea, hija de Zeus tempestuoso, a fin de que salve a Telémaco de la muerte. No aflijas más a un anciano, pues yo no creo que la estirpe del Arkesiada sea ingrata a los Dioses
venturosos, sino que Ulises o Telémaco poseerán aún estos elevados aposentos y estos campos feraces. Así dijo, y el dolor de Penélope cesó y sus lágrimas se detuvieron. Se bañó, se cubrió de puros vestidos, subió a la alta estancia con sus doncellas, vertió las molas sagradas en una cesta y suplicó a Atenea: —Oyeme, hija indómita de Zeus tempestuoso. Si alguna vez en sus palacios el ingenioso Ulises ha quemado en tu honor los muslos crasos de bueyes y de ovejas, recuérdalo y mira por mi hijo amado: deshaz los malditos planes de los soberbios pretendientes. Así suplicó, gemebunda, y la Diosa escuchó su plegaria. Mientras, los pretendientes se agitaban con gran ruido en las oscuras salas. Y uno de los jóvenes soberbios decía: —Ya la Reina, deseada por tantos, prepara seguramente sus bodas, y no sabe que se aproxima la muerte de su hijo. Así habló, porque ignoraba que ella conocía sus propósitos, y Antinoo les dijo: —¡Insensatos! Cesad en vuestras frases temerarias, que pueden llegar hasta Penélope; levantémonos y cumplamos silenciosamente lo que todos hemos convenido y aprobado en nuestro corazón. Así dijo, y escogió los veinte hombres más valientes, que se apresuraron a ir a la orilla del mar y a la nave rápida. Y arrastraron primero la nave al mar, fijaron el mástil, pusieron las velas en la nave y sujetaron convenientemente los remos con sus correas. Después plegaron las blancas velas, y sus valientes servidores trajéronles las armas. Y al fin, ya embarcados, empujaron la nave sobre las aguas, y esperaron, cenando, a que viniera el Héspero. Mientras, en la alta alcoba, la prudente Penélope se había acostado, sin comer ni beber, y se preguntaba si su hijo irreprochable escaparía a la muerte o si sería vencido por los orgullosos pretendientes. Igual que un león cercado por una multitud de hombres se agita lleno de pavor en el círculo pérfido, así el dulce sueño tomó a Penélope mientras devanaba estos pensamientos. Y se durmió, y todas sus penas se disiparon. Entonces Atenea, la Diosa de los ojos claros, tuvo otro pensamiento, y formó un fantasma de Eumelo, que habitaba en Fera. Y Atenea le envió al palacio del divino Ulises, a fin de aplacar las penas y las lágrimas de Penélope, que se lamentaba y lloraba. Y el fantasma entró en la alcoba nupcial, a lo largo de la correa del cerrojo, y deteniéndose sobre la cabeza de Penélope, le dijo: —Tú duermes, Penélope, con el corazón afligido; pero los Dioses,
que viven eternamente, no quieren que llores ni que estés triste, porque tu hijo volverá, ya que nunca ofendió a los Dioses. Y la prudente Penélope, dulcemente dormida a la puerta de los sueños, respondióle: —¡Oh hermana! ¿Cómo has venido aquí, donde jamás te hube visto, tú que tan lejos habitas? ¿Por qué mandas que cese mi congoja y las penas que me atormentan en mi espíritu y en mi corazón? Perdí primero a mi valiente esposo, que tenía corazón de león y brillaba por sus virtudes entre todos los danaenos, ilustre ya, y cuya fama se extendía por la gran Hélade y toda Argos; y he aquí que ahora mi amado hijo parte a bordo de abierta nave, ¡desdichado!, sin experiencia de la vida y sin discurso. Y lloro por él más que por su padre; y tiemblo, y temo que sufra en el país hacia donde partió o en el mar oscuro, pues numerosos enemigos le preparan emboscadas y quieren matarle antes que regrese al suelo de su patria. Y el vago fantasma respondióle: —Cobra valor y no tema nada tu espíritu. Va en compañía de quien desearan ir acompañados todos los hombres, de quien lo puede todo, de Palas Atenea, que se ha compadecido de tus lágrimas y me envía a decírtelo. Y la prudente Penélope le respondió: —Si eres Diosa y has escuchado la voz de la Diosa, háblame del desdichado Ulises. ¿Vive dondequiera que sea y ve la luz de Helios, o ha muerto y habita las regiones de Hedes? Y el vago fantasma respondióle: —No te diré nada de él, ni si vive o ha muerto, porque no es prudente hablar palabras vanas. Y esto diciendo, se desvaneció a lo largo de la cerradura en un soplo de viento. Y la hija de Icario se despertó, regocijado su corazón, porque un sueño verídico le había sido enviado por las sombras de la noche. Y los pretendientes navegaban por la líquida llanura, meditando en su alma una muerte cruel para Telémaco. Hay en medio del mar una isla llena de roquedos, entre Ítaca y la escabrosa Samos, Asteris, que no es muy grande, pero en la que hallan los navíos un puerto de doble salida. Allí se detuvieron en emboscada los aqueos.
CANTO V Salía Eos del lecho del ilustre Titón para llevar la luz a los Inmortales y a los mortales, cuando los Dioses se hallaban reunidos en consejo, teniendo en medio a Zeus, que truena en las alturas y cuyo poder es infinito. Y Atenea les traía a la memoria los numerosos reveses de Ulises. Y se acordaba de él con tristeza, porque permanecía detenido en los palacios de una Ninfa. —Padre Zeus, y vosotros, Dioses venturosos que vivís siempre, que ningún rey que empuñe cetro sea jamás dulce ni clemente, ni se ejercite en pensamientos justos, sino que sea cruel y arbitrario, si nadie se acuerda del divino Ulises entre aquellos sobre los cuales reinó como un padre blando de corazón. Hállase sufriendo crueles penas en la isla donde tiene su palacio la Ninfa Calipso, que le retiene a la fuerza, y no puede regresar a su tierra patria, pues no tiene naves provistas de remos, ni compañeros que puedan conducirle sobre el vasto dorso de los mares. Y ahora quieren matarle al hijo amado cuando regrese a su palacio, pues partió para averiguar noticias de su padre hacia la divina Pilos y la ilustre Lacedemonia. Y Zeus, que amontona las nubes, le respondió: —Hija mía, ¿qué palabras dejaste escapar de entre tus dientes? ¿No decidiste tú misma que Ulises regresara y se vengara? Conduce con discreción a Telémaco, ya que tú puedes hacerlo, a fin de que regrese sano y salvo a su bella patria y tengan los pretendientes que volverse con sus naves. Habló así, y dijo a Hermes, su querido hijo: —Hermes, tú que eres el mensajero de los Dioses, ve a decir a la Ninfa de los hermosos cabellos que hemos decretado el retorno de Ulises. Que le deje marchar. Sin que ningún Dios ni hombre mortal alguno le conduzca, embarcado en una balsa sujeta por cuerdas, solo y sufriendo nuevos dolores, al cabo de veinte días llegará a la fértil Esgeria, tierra de los faiakenos, que descienden de los Dioses. Y los faiakenos de muy buen grado le honrarán como a un Dios y le enviarán a bordo de una nave a su tierra patria, y le regalarán bronce, oro y vestiduras en tal abundancia, que no trajera más de Troya si hubiera regresado sano y salvo después de adjudicársele el botín. Está dispuesto que vuelva a abrazar a sus amigos y entrar de nuevo en su patria y en su magnífico palacio.
Dijo, y el mensajero Matador de Argos obedeció. Y calzó al punto sus pies con las espléndidas e inmortales sandalias de oro que le llevaban sobre el dorso del mar, igual que por la superficie de la tierra, como un soplo de viento. Y tomó también la varita con cuya ayuda encantaba, adormeciéndolos, los ojos de los hombres, o los despertaba a su placer. Y con esta varita en su poder, el poderoso Matador de Argos se remontó hacia la Pieria, descendió del Éter y se lanzó rozando las olas, semejante a una gaviota que a lo largo de las sirtes del mar tempestuoso atrapa los peces y sumerge sus robustas alas en la salada espuma. Tal como ese pájaro, Hermes rozaba las olas infinitas. Y cuando hubo llegado a la isla lejana, saltó del mar azul a la tierra, dirigióse a la gruta habitada por la Ninfa de los hermosos cabellos, y allí la encontró. Una gran lumbre ardía en el hogar, y el olor del cedro y de la tuya quemada perfumaban toda la isla. Y la Ninfa cantaba con su hermosa voz, mientras tejía una tela con lanzadera de oro. Rodeaba la gruta una selva verdegueante de chopos, álamos y olorosos cipreses, donde los pájaros de ancho vuelo tenían sus nidos: los mochuelos, los gavilanes y las ruidosas cornejas marinas que se abaten sobre las olas. Una viña lozana de maduros racimos circundaba la gruta, y cuatro manantiales de agua límpida, tan cercanos como de opuestas corrientes, hacían verdear mullidos prados de apios y violetas. Hasta un Inmortal que allí llegara hubiera de admirarse y quedar hondamente maravillado en su alma y en su corazón. Y el poderoso mensajero Matador de Argos se detuvo, y admirado sinceramente, entró luego en la vasta gruta. Y la ilustre Diosa Calipso le reconoció, pues los Dioses inmortales no se desconocen entre sí, igual si viven cerca que si alejados viven; pero Hermes no vio en la gruta al magnánimo Ulises, que estaba llorando sentado en la ribera, desde donde, rompiendo su corazón entre ayes y suspiros, miraba el agitado mar y vertía llanto. Y la ilustre Diosa Calipso, sentada ya en espléndido sitial, preguntó a Hermes: —¿Por qué vienes a mí, querido y venerado Hermes, el de la varita de oro? Jamás te vi en mi morada. Dime cuáles son tus deseos, pues mi corazón me manda complacerte en todo aquello que me sea hacedero. Y sígueme, que deseo ofrecerte los manjares de la hospitalidad. Dicho esto, la Diosa aderezó una mesa, donde puso ambrosía mezclada con rojo néctar. Y el mensajero Matador de Argos bebió y comió, y cuando hubo terminado la refacción y cobrado reposo, dijo a la Diosa: —Me preguntas por qué un Dios viene a visitarte, Diosa, y voy a res-
ponderte con sinceridad, como deseas. Zeus me ha mandado venir, a mi pesar; porque, ¿quién atravesará por su gusto las inmensas aguas salobres, donde no hay una ciudad de hombres mortales que rindan sacrificios a los Dioses ni les ofrezcan sagradas hecatombes? Pero no le es dado a ningún Dios oponerse al deseo de Zeus tempestuoso. Dicen que retienes a tu lado a un hombre, el más sin ventura de los que combatieron durante nueve años en torno a la ciudad de Príamo, al fin la saquearon en el décimo y emprendieron en sus naves el retorno. Ofendieron a Atenea, y ésta levantó contra ellos el viento, las olas gigantescas y la desdicha. Y todos los valerosos camaradas de Ulises hallaron la muerte, y él fue arrastrado hasta aquí por el viento y las olas. Ahora Zeus te manda que le envíes cuanto antes, pues no es su designio el de morir lejos de sus amigos, sino el de volver a verlos llegando a su alto palacio y pisando el suelo de su patria. Habló así, y la Diosa Calipso estremecióse y le respondió con estas palabras aladas: —Sois injustos, ¡oh Dioses!, y celosos de los otros Dioses, y envidiáis a las Diosas que no recatan de dormir con los hom-bres que eligieran para amantes esposos. Así, cuando Eos, la de los dedos rosados, arrebató a Orión, tuvisteis celos de ella, ¡oh Dioses inmortales!, hasta que la casta Artemisa, la del trono de oro, mató a Orión con sus dulces flechas en Ortigia; cuando Demeter, la de los hermosos cabellos, cediendo a impulsos de su alma, se unió amorosamente a Jasón en una tierra recientemente labrada, Zeus, que lo supo en seguida, le mató hiriéndole con el blanco rayo; así ahora me envidiáis, ¡oh Dioses!, porque tengo a mi lado un hombre mortal que yo salvé y recogí abandonado sobre una quilla, después de que Zeus hubo hendido con el ardiente rayo su nave rápida en medio del oscuro mar. Habían perecido todos sus valientes compañeros, y el viento y las olas le trajeron hasta aquí. Yo le amé y le recogí, y me propuse hacerle inmortal y ponerle a salvo de la vejez para siempre. Pero ya no es posible a ningún Dios oponerse a la voluntad de Zeus tempestuoso, puesto que él quiere que Ulises vague de nuevo por el mar agitado, sea; pero yo no le enviaré, porque no tengo naves provistas de remos, ni compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar. Le aconsejaré de buen grado, y no le ocultaré lo que pueda servir para que llegue sano y salvo hasta el suelo de su patria. Y el mensajero Matador de Argos le respondió en el acto: —Envíale cuanto antes, y así evitarás la cólera de Zeus, no sea que se ensañe contra ti en lo sucesivo.
Dijo así, y el poderoso Matador de Argos se elevó, y la Ninfa venerable, después de escuchar las órdenes de Zeus, fue hacia donde se hallaba el magnánimo Ulises. Le encontró sentado en la ribera, que jamás en sus ojos se secaban las lágrimas, y su dulce vida se consumía en gemir, pensando en el retorno, porque la Ninfa no le era grata. Sin embargo, durante la noche dormía en la cóncava gruta, junto a aquella que le deseaba; pero durante el resto del día, sentado sobre las rocas a orillas del mar, desgarrado su corazón en lágrimas, gemidos y dolores, contemplaba el mar indómito y derramaba amargo llanto. Y la ilustre Diosa, aproximándosele, le dijo: —¡Desdichado! No te lamentes más ni consumas tu vida, pues yo te dejaré ir muy pronto. ¡Anda! Construye una ancha balsa con gruesos troncos cortados con el bronce y coloca encima de ella un banco de tabla, para que te lleve sobre el mar sombrío. Por mi mano te daré pan, agua y vino rojo, que saciarán tu hambre, te entregaré vestidos y haré soplar un viento propicio, a fin de que llegues sano y salvo a tu tierra patria, si lo consienten los Dioses que pueblan el ancho Urano, y que pueden más que yo por su inteligencia y sabiduría. Dijo así, y el paciente y el divino Ulises, estremecióse, y le contestó estas palabras aladas: —De seguro albergas otro pensamiento, Diosa, distinto de éste de mi partida cuando me mandas cruzar a bordo de una balsa las inmensas aguas del mar, terribles y espantosas, y que a duras penas cruzarían las naves simétricas y veloces animadas por el soplo de Zeus. No subiré a la balsa, como quieres, si antes no me juras por los Dioses que no preparas mi desventura y mi perdición. Dijo esto, y la ilustre Diosa Calipso sonrió, y acariciándole la mano, repuso: —En verdad que eres supicaz y malicioso cuando has pensado y hablado así. Sepan Gea y el ancho y alto Urano, y el agua subterránea de Estigia (que es el mayor y más terrible juramento de los Dioses venturosos) que ni preparo tu desventura ni tu perdición. He propuesto y aconsejado lo que para mí discurriera si la necesidad me colocara en tu lugar. Mi espíritu es justo, y no tengo en mi pecho un corazón de hierro, sino un corazón compasivo. Dicho esto, la ilustre Diosa echó a andar apresuradamente y él siguió las huellas de la Diosa. Y los dos llegaron a la profunda gruta. Y él se sentó en el sitial de donde se levantara Hermes, y la Ninfa le colocó delante aquellos manjares y bebidas de que suelen alimentarse los mortales. Ella se
sentó al lado del divino Ulises y las doncellas le sirvieron ambrosía y néctar. Ambos tomaron de los manjares que tenían delante, y cuando hubieron satisfecho el apetito y la sed, comenzó a decir la Diosa Calipso: —Divino Laertiada, ingenioso Ulises: pues que quieres regresar a tu palacio y al suelo amado de tu patria, recibe mi saludo antes de que pises tu tierra. Seguramente te quedarías conmigo en esta morada y serías inmortal si supiera tu corazón cuántos males te reserva tu destino, aun cuando estés deseoso de ver a tu mujer, de quien te acuerdas añorante todos los días. Me glorio, por otra parte, de no serle inferior ni en hermosura ni en espíritu, pues los mortales no pueden competir en estos dones con los Dioses, que viven siempre. Y el ingenioso Ulises respondió, diciendo así: —Venerable Diosa, no te enojes por eso conmigo. Sé muy bien que la prudente Penélope te es muy inferior en belleza y majestad. Ella es mortal y tú no conocerás la vejez; y, sin embargo, quiero y deseo todos los días que llegue el momento del retorno y de volver a ver mi casa. Si algún Dios me agobia todavía con infortunios en el mar, lo sufriré con ánimo paciente. He padecido demasiado sobre las olas y en la guerra; que me lleguen nuevos tormentos si es preciso. Cuando así hablaba, declinaba Helios y llegaban las tinieblas; y los dos se retiraron a lo más profundo de la honda gruta, donde se acostaron juntos y se consolaron en el amor. Y tan pronto como Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, Ulises se vistió su túnica y su manto y la Ninfa se cubrió con una amplia vestidura ligera y graciosa, ciñó a sus caderas una espléndida cintura de oro y tocó su cabeza con un velo, disponiéndose a preparar la partida del héroe magnánimo. Le entregó una enorme hacha de bronce, propia para su mano, de dos filos, y un hermoso astil, hecho con madera de olivo; le entregó también una azuela afilada y le condujo a un extremo de la isla, donde crecían árboles rollizos: chopos, álamos y pinos, que llegan hasta el Urano, cuya madera seca flotaría fácilmente. Y después de indicarle el lugar donde los hermosos árboles crecían, la ilustre Diosa Calipso volvió hacia su morada. En seguida Ulises cortó los árboles y los trabajó convenientemente. Derribó veinte, los desbastó, los escuadró y alineó a cordel. En tanto, la ilustre Ninfa Calipso trajo barrenos, él taladró y unió las maderas sujetándolas con clavijas y cordeles. Y tan ancho como el fondo de un navío de carga construido por hábil operario, quedó el de la balsa construida por Ulises. Hizo un puente con dos vigas gruesas y labró un mástil, al
que sujetó la antena. Después armó el gobernalle, que protegió con zarzos de mimbre, con el fin de que resistiera el choque de las olas, y preparó un pesado lastre. Mientras tanto, la ilustre Diosa Calipso trajo tela para las velas, que Ulises hizo con gran facilidad y sujetó con cuerdas a las antenas. Después condujo la balsa al ancho mar con ayuda de palancas. Al cuarto día todo el trabajo estaba terminado, y el quinto la divina Calipso le despidió de la isla, habiéndole bañado previamente y vestido perfumadas vestiduras. La Diosa colocó sobre la balsa un odre de vino tinto, otro mayor de agua y le entregó, en un saco de cuero, crecida cantidad de vituallas fortificantes y le mandó un viento suave y propicio. Y el divino Ulises, jubiloso, desplegó sus velas al viento favorable, y, sentándose al timón, gobernaba hábilmente la balsa, sin que el sueño cerrara sus párpados. Y contemplaba las Pléyades, el Boyero, que se ocultaba tarde; la Osa, que también se llama el Carro, y gira siempre en el mismo lugar, mirando a Orión, y es la única que no toca las aguas del Océano. La ilustre Diosa Calipso le había dicho que navegara dejándola siempre a su mano izquierda. Durante diecisiete días navegó sobre el mar, y al llegar el decimoctavo aparecieron los umbrosos montes de la tierra de los faiakienos. Y esta tierra cercana se le aparecía como un escudo sobre las aguas del mar sombrío. Y el Poderoso que sacude la tierra regresaba de los etíopes, y de lejos, desde las cumbres de las montañas de Solimo, vio a Ulises atravesar el mar; su corazón se encendió de ira, y sacudiendo la cabeza, se dijo para sí: —¡Oh Dioses! Sin duda los inmortales han resuelto favorablemente a Ulises mientras yo he estado entre los etíopes. Y ahora se aproxima a la tierra de los faiakienos, donde es fatal que ha de romper la larga cadena de miserias que le abaten. Pero pienso que ha de sufrir todavía. Dijo, y amontonó las nubes y soliviantó el mar. Y tomó el tridente entre sus manos y desencadenó la tempestad de todos los vientos. Rodeó de nubes la tierra y el mar, y la noche descendió del Urano. Y soplaron, a la vez, el Euro y el Noto y el violento Céfiro y el impetuoso Bóreas, que levanta olas enormes. Y flaquearon las rodillas y el corazón de Ulises, y con tristeza habló a su espíritu magnánimo de esta manera: —¡Ah, desdichado de mí! ¿Qué va a ocurrirme? Temo que la Diosa no me haya engañado cuando me dijo que sufriría trabajos en el mar antes de arribar al suelo de mi patria, ya que sus predicciones van cumpliéndose. ¡Con qué nubes cubre Zeus el ancho Urano! El mar está alborotado, las tempestades de todos los vientos se ciernen desencadenadas,
y se aproxima mi aniquilamiento definitivo. ¡Tres y cuatro veces felices los danaenos que murieron antaño ante la vasta Troya por complacer a los Atreidas! ¡Pluguiera a los Dioses que allí se cumpliera mi designio y hallase la muerte el día en que los troyanos me arrojaban sus lanzas de bronce junto al cadáver de Aquiles! ¡Entonces me hubiera hecho acreedor a honras fúnebres y los aqueos hubieran celebrado mi gloria! ¡Pero ahora mi sino es sufrir una muerte oscura! Dijo, y una ola enorme se precipitó sobre él, hundiendo la balsa. Y Ulises fue arrastrado, arrancado de sus manos el timón, roto por la tempestad horrible el mástil por en medio y arrebatadas la vela y la antena por el mar. Y Ulises permaneció largo tiempo entre las olas, no pudiendo salir a flote a causa de la impetuosidad del mar. Y notaba que los vestidos que le regalara la divina Calipso le entorpecían, y vomitaba agua salobre y la espuma resbalaba de su cabeza. Mas, aunque afligido, no se olvidó de su balsa, y nadando vigorosamente a través de las olas, volvió a asirla y, sentándose en ella, se salvó de la muerte. Y las enormes e impetuosas olas llevaban la balsa aquí y allá. Del mismo modo que el otoñal Bóreas arrastra por la llanura las hojas desprendidas, así los vientos jugaban con la balsa, llevándola aquí y allá; y unas veces el Euro se la entregaba a Céfiro, para que él la condujera, y otras el Noto la entregaba al Bóreas. Y la hija de Cadmos, Ino, la de los pies hermosos, que algún día fue mortal y entonces se llamaba Leucotea y compartía en el mar los honores de los Dioses, le vio y tuvo piedad de Ulises, errante y agobiado de infortunios. Y emergió del abismo, transformada en somormujo, y pasándole en la balsa, dijo así a Ulises: —¡Desdichado! ¿Por qué Poseidaón, que sacude la tierra, está tan cruelmente enojado contigo y te agobia con tantos males? No hará tu perdición, por mucho que lo anhele. Haz lo que voy a decirte, que no me parece falto de prudencia. Despójate de tus vestidos, abandona la balsa a los vientos y nada con tus brazos hasta dar con tierra de los faiakienos, donde debes ser salvo. Toma esta banderola inmortal, cíñela a tu pecho y no temas al dolor ni a la muerte. Y cuando hayas tocado la orilla con tus manos, arrójala lejos, en el sombrío mar, volviéndole la espalda. La Diosa, cuando le hubo dicho esto, le entregó la banderola, y después volvió a sumergirse en el mar tempestuoso, transformada en somormujo, y las olas negras la envolvieron. Mas el paciente Ulises dudaba, y gimiendo, habló así a su espíritu magnánimo: —¡Ay! Temo que algún Inmortal urda una asechanza contra mí al
aconsejarme que abandone la balsa; mas no le obedeceré, pues esa tierra donde dice que escaparé a la muerte está lejos todavía; y obraré de este modo, porque me parece lo más sabio, y mientras estos maderos permanezcan unidos por sus cuerdas seguiré aquí y sufriré mis trabajos con paciencia; y cuando el mar haya destruido la balsa, nadaré, ya que no puedo hacer nada más práctico. Y mientras pensaba así en su alma y en su corazón, Poseidaón, que sacude la tierra, levantó una ola inmensa, horrible, pesada y alta, y la arrojó contra Ulises. Y lo mismo que un viento huracanado dispersa un montón de pajas secas, llevándolas por doquier, así el mar dispersó los gruesos maderos, y Ulises montó sobre uno de ellos como sobre un caballo de carrera. Y se despojó de los vestidos que la divina Calipso le había dado, extendió sobre su pecho la banderola de Leucotea y en seguida, arrojándose al mar, extendió los brazos, deseoso de nadar. Y el Poderoso que sacude la tierra le vio, y moviendo la cabeza, se dijo entre sí: —Sufre aún mil trabajos vagando por el mar hasta que llegues donde viven esos hombres, progenie de Zeus, que espero no te reirás más de mis castigos. Dijo así, hostigó a sus caballos de hermosas crines y partió para Egas, donde tiene sus ínclitas moradas. Pero Atenea, la hija de Zeus, tuvo otras inspiraciones Cortó el camino de los vientos y les mandó cesar y adormirse. Excitó solamente al rápido Bóreas y refrenó la marcha de las olas hasta que el divino Ulises, escapando a la Ker y a la muerte, se vio entre los faiakienos, hábiles en los trabajos del mar. Y durante dos días y dos noches Ulises vagó sobre las olas sombrías, y su corazón presintió la cercana muerte; pero cuando Eos, la de hermosa cabellera, anunció el tercer día, el viento se calmó y reinó una serenidad tranquila; y alzándose sobre una ola y mirando atentamente, Ulises pudo ver la tierra próxima. Y así como les es grata a los hijos la vida de un padre que, perseguido por un Dios desafecto, largo tiempo sufrió dolores, pero al fin, los mismos Dioses le libran de su mal, así aparecieron gratos y risueños a Ulises la tierra y los bosques. Y nadó esforzándose por pisar aquella tierra; pero cuando se hallaba tan cerca que hubiéranse oído sus voces, escuchó el ruido del mar contra las rocas. Las enormes olas se estrellaban, espantosas, contra la árida costa y todo estaba envuelto en la espuma del mar. Y allí no había puertos, ni abrigo para las naves y la orilla estaba erizada de escollos y roquedos. Entonces flaquearon las rodillas y el caro corazón de Ulises, que, gimiendo, habló así a su espíritu magnánimo:
—¡Ay de mí! Zeus me concedió ver inesperada tierra; he llegado hasta aquí, después de haber surcado las aguas, y no sé cómo salir del mar profundo. Se yerguen rocas agudas que las espumosas olas azotan por todos los lados, y la costa es escarpada. El fondo del mar no está cerca, y yo no puedo apoyar mis pies en parte alguna ni escapar a mi infortunio; y puede ocurrir que una ola enorme me estrelle contra esas rocas y todos mis esfuerzos sean vanos. Si sigo nadando aún hasta encontrar una playa lamida por las aguas o un puerto, temo que la tempestad me coja de nuevo y vuelva a arrojarme, a pesar de mis lamentos, al profundo mar abundante en peces, o que alguno de los Dioses me entregue a un monstruo marino de esos que la ilustre Anfitrita alimenta en tan crecido número, pues sé cuán irritado está contra mí el Ilustre que sacude la tierra. Cuando él pensaba así en su espíritu y su corazón, una vasta ola le llevó hacia la áspera ribera, y allí hubiera desgarrádose su piel y roto sus huesos, si Atenea, la Diosa de los ojos claros, no le hubiera inspirado. Avanzó, con ambas manos asió la roca, y a ella se abrazó gimiendo, hasta que la ola inmensa se deshizo; pero el reflujo, pasando sobre él, le empujó y le volvió al mar. Igual que innúmeras piedrecillas quedan adheridas a los gruesos tentáculos del pulpo arrancado de su guarida, igual la piel de su vigorosa mano quedó desgarrada en el roquedo mientras la enorme ola le envolvía. Y allí, al fin, hubiera, a pesar de su designio, perecido el desdichado Ulises si Atenea, la Diosa de los ojos claros, no le hubiera inspirado sabiamente. Salió a la superficie, y atravesando las olas que le empujaban a la costa nadó, mirando a tierra, por si hallaba en algún sitio un puerto o una playa lamida por el mar. Y cuando llegó nadando a la desembocadura de un río de hermosa corriente, notó que el lugar era magnífico y formaba un natural abrigo entre dos rocas iguales. Y mirando la corriente del río, dijo así suplicante desde su corazón: —¡Escuchadme, Rey, quienquiera que seas! Vengo a ti suplicante y huyendo del mar y de la cólera de Poseidaón. Es digno de respeto aquel que viene errante a los Dioses inmortales y a los hombres. Así llego yo ahora a tu corriente después de haber sufrido numerosas fatigas. ¡Apiádate de mí, oh Rey!, ya que yo me honro suplicándote! Dijo así, y el río se calmó, deteniendo su corriente, apaciguando las olas y tornándose tranquilo frente a Ulises, que se guareció en su desembocadura. Y las rodillas y los brazos vigorosos del Laertiada estaban cansados, y su corazón fatigado por la lucha con el mar. Todo su cuerpo estaba hinchado, y el agua salada rebosaba de su boca y sus narices. Sin
aliento y sin voz, quedó sin fuerza, porque una angustiosa fatiga le vencía. Pero cuando hubo respirado y cobrado el ánimo, se desató la banderola de la Diosa y la arrojó al río, que la llevó al mar, de donde Ino la recogió en seguida con sus propias manos. Entonces Ulises, alejándose del río, se echó sobre unos juncos, besó la tierra y dijo, gemebundo, a su espíritu magnánimo: —¡Ay! ¿Qué irá a ocurrirme y qué tendré que sufrir si paso la perniciosa noche junto al río? Temo que la helada y el rocío de la mañana acaben de debilitar mi ánimo, pues siempre, al llegar la mañana, producen los ríos una fría marea. Y si subo a la cumbre, a aquel bosque sombrío, y me duermo bajo los espesos arbustos y me toma el dulce sueño, a menos que el frío y la fatiga lo impidan, temo ser pasto de las fieras. Después de pensarlo, vio que esto era lo mejor que hacer pudiera, y se dirigió a la selva que había en la altura, junto a la orilla. Advirtió dos arbustos entrelazados, que eran un acebuche y un olivo. Ni la húmeda violencia de los vientos, ni los resplandecientes rayos de Helios, ni las lluvias, les penetraban; tan tupida era la tramazón de sus ramajes. Al amparo de ellos se acostó Ulises, después de haber improvisado un ancho lecho de hojas, que las había tan abundantes que podrían abrigar a dos o tres hombres en los días del invierno más crudo. Y el paciente y divino Ulises, contento de ver este lecho, se acostó en medio, cubriéndose con las abundantes hojas. Lo mismo que un pastor en lo intrincado de una sierra inhabitada recubre los rescoldos con ceniza negra y conserva así el germen del fuego para no tener que buscarlo en otra parte, así Ulises se ocultó bajo las hojas, y Atenea dejó caer el sueño sobre sus ojos y cerró sus párpados para que sosegara prontamente sus rudas fatigas.
CANTO VI Dormía allí el paciente y divino Ulises, vencido por el sueño y el cansancio, mientras Atenea iba al pueblo de los faiakienos, que habitaron un día la extensa Hiperia a la vez que los Cíclopes soberbios, que les oprimían por ser mucho más fuertes. Nausitoo, semejante a un Dios, les expulsó de allí y les estableció en la isla Eskeria, lejos de los demás hombres. Construyó un muro alrededor de la ciudad, levantó casas, elevó templos a los Dioses y repartió los campos. Pero ya, vencido por la Ker, había descendido al Hades. Entonces reinaba Alkinoo, instruido en prudencia por los Dioses. Y Atenea, la Diosa de los ojos claros, dirigióse a su palacio, pensando en el regreso del magnánimo Ulises. Y penetró presurosa en la estancia labrada, donde dormía la joven doncella Nausicaa, semejante a los Inmortales por la gracia y la belleza, hija del magnánimo Alkinoo. Dos sirvientas, hermosas como las Gracias, permanecían a ambos lados del umbral y las espléndidas puertas estaban cerradas. Como un soplo de viento se llegó Atenea al lecho de la joven doncella, y colocándose sobre su cabeza le habló afectando la forma de la hija del ilustre marino Dimas, que era de su misma edad, y a quien estimaba. Semejante a esta joven, Atenea, la de los ojos claros, le dijo así: —Nausicaa, ¿por qué tu madre te parió tan negligente? Tienes tus hermosos vestidos abandonados y tus bodas se aproximan, y en ellas has de ponerte los mejores y ofrecerlos también a los que conduzcan. La buena fama entre los hombres se obtiene con los mejores trajes, y el padre y la madre venerada se regocijan. Vamos, pues, a lavar tus trajes cuando amanezca el día, y yo te acompañaré y ayudaré, para terminar cuanto antes, que no serás doncella mucho tiempo, pues te solicitan los principales de entre los faiakienos, cuya raza es la tuya. ¡Vamos! Pide a tu ilustre padre que antes de la mañana haga preparar las mulas y el carro que han de llevar los cíngulos, los peplos y las ricas túnicas. Y es preferible que montes en el carro a que vayas a pie, pues los lavaderos están muy lejos de la ciudad. Dijo, y Atenea, la de los ojos claros, regresó al Olimpo, donde dicen que están todas las sólidas moradas de los Dioses, donde el viento no castiga; donde la lluvia no llega; donde no cuaja la nieve
y reina una serenidad de ambiente que no alteran las nubes y un claro esplendor envuelve las cosas; donde los Dioses se regocijan sin cesar. Hasta allí se remontó la Diosa de los ojos claros cuando hubo hablado con la joven doncella. Y tan pronto como se alzó la esplendente Eos, despertó Nausicaa, la del hermoso pelo, admirada del sueño que había tenido. Y se apresuró a correr al palacio para contarle a los suyos, a su amado padre y a su madre, a quienes halló en sus cámaras. Y su madre estaba sentada al hogar con sus sirvientas hilando lana teñida de púrpura marina, y su padre salía a buscar a los príncipes ilustres, con los cuales iba a celebrar consejo, llamado por los nobles aqueos. Y deteniéndose cerca de su amado padre, Nausicaa le dijo: —Padre querido, ¿querrías prepararme un carro ancho y alto para que lleve al río (y lo lave allí) mis hermosos vestidos, que están sucios? A ti también conviene, pues asistes al consejo entre los principales, llevar lindos y limpios vestidos. Tienes, además, cinco hijos en tu palacio: dos casados y tres todavía solteros y florecientes. Quieren éstos asistir a las danzas vestidos con frescas y limpias vestiduras; y éstos son cuidados de mi cuenta. Habló así, sin mentar a su padre sus nupcias floridas, pero él lo adivinó y le contestó estas palabras: —No te negaré, hija mía, ni las mulas ni cosa alguna. Ve, y que mis servidores te aparejen un carro ancho y alto, propio para soportar carga. Dicho esto, dio órdenes a sus criados, y al punto obedecieron. Sacaron un carro ligero y lo aparejaron, colocando las mulas bajo el yugo y atándolas al carro. Y la misma Nausicaa trajo de su estancia sus hermosos vestidos y los puso en el carro. Y su madre colocó excelentes manjares en un cestito y llenó de vino un odre de piel de cabra. La joven doncella montó en el carro y su madre le entregó en una redomita aceite líquido, a fin de que se perfumara con sus esclavas. Y Nausicaa empuñó el látigo y las riendas brillantes y fustigó a las mulas para que corriesen, y arrancaron haciendo un gran estrépito y llevando las ropas de Nausicaa, que no iba sola, sino acompañada de otras doncellas. Y cuando hubieron llegado a la corriente límpida del río, allí donde estaban los lavaderos, permanentes todo el año llenos de agua abundosa y rebosante, suficiente a lavar todas las cosas sucias, desuncieron las mulas y las guiaron hacia el río bullicioso, a fin de que pudieran pastar la dulce hierba. Después tomaron del carro, con sus propias manos, los vestidos, que sumergieron en el agua profunda, pisoteándolos en los
lavaderos y compitiendo en presteza. Y habiéndolos lavado y purificado de toda inmundicia, los tendieron ordenadamente sobre los roquedos de la orilla que bañaba el mar. Y después de aquellas se bañaron y perfumaron con aceite brillante, prepararon su comida a la orilla del río. Y los vestidos de secaban bajo el esplendor de Helios. Cuando Nausicaa y sus sirvientas hubieron comido, jugaron a la pelota, despojándose antes de sus velos. Y Nausicaa, la de los hermosos brazos, comenzó una melopeya. Así como Artemisa corre por las montañas, orgullosa de sus flechas, y por el escarpado Tigeto, y por el Erimato, complaciéndose en perseguir jabalíes y ciervos veloces; y las Ninfas agrestes, hijas de Zeus tempestuoso, juegan con ella, y Letona se regocija en el fondo de su corazón, y Artemisa sobresale de las cabezas y las frentes de las demás, y se la reconoce fácilmente, aun cuando todas sean bellas, así la joven doncella brillaba en medio de las demás mujeres. Mas cuando apenas faltaba plegar los hermosos vestidos, aparejar las mulas y tornar a la morada, entonces Atenea, la Diosa de los ojos claros, tuvo un nuevo pensamiento y quiso que Ulises se despertara y viera a la doncella de los hermosos ojos que había de conducirle a la ciudad de los faiakienos. Entonces la princesa arrojó la pelota a una de sus doncellas, pero la pelota fue mal dirigida y cayó en el río profundo. Y todas lanzaron gritos ruidosos, y Ulises se despertó. Y, sentándose, pensó así en su alma y en su corazón: —¡Ay! ¿A qué hombres pertenecerá esta tierra donde he venido? ¿Serán violentos, salvajes, injustos u hospitalarios y temerosos de los Dioses? Yo he escuchado clamor de jóvenes. ¿Será la voz de las Ninfas, que habitan la cumbre de los montes, y la corriente de los ríos, y los pantanos herbosos, o acabo de oír la voz de los hombres? Por mí mismo lo veré para asegurarme. Habló así, y el divino Ulises salió de entre los arbustos y arrancó con su mano vigorosa una rama espesa con que velar la desnudez de sus carnes. Y se apresuró, como un león montaraz que, confiado en sus fuerzas, camina a pesar de las lluvias y los vientos con los brillantes ojos ardiendo y se arroja sobre los bueyes, las ovejas o los ciervos silvestres, porque su vientre le empuja a acometer a los ganados hasta dentro de sus sólidos apriscos. Así se presentó Ulises en medio de las doncellas de hermosas cabelleras, tan desnudo como estaba, porque a ello le obligó la necesidad. Y les pareció tan horrible, sucio por la espuma del mar, que huyeron aquí y allá por la inclinada ribera. Y sólo la hija de Alkinoo se detu-
vo, pues Atenea había infundido valor a su espíritu y alejado el miedo de sus miembros. Y quedó sola frente a Ulises. Dudaba éste, no sabiendo si suplicar a la doncella de los hermosos ojos abrazándose a sus rodillas o si rogarle desde lejos con palabras lisonjeras que le proporcionara vestidos y le mostrara la ciudad. Pero creyó más conveniente suplicarle de lejos, con palabras lisonjeras, por temor a que si se abrazaba a sus rodillas incurriera en el enojo de la doncella. Y en seguida le dirigió este discurso lisonjero e insinuante: —Yo te imploro, ¡oh reina!, seas Diosa o mortal. Si eres Diosa de las que habitan en el ancho Urano, me pareces Artemisa, hija del gran Zeus, por la belleza, la estatura y la gracia; si eres mortal de los que viven sobre la tierra, ¡tres veces dichoso tu padre y tu madre venerables, tres veces dichosos tus hermanos! ¡Sin duda su alma se llenará de júbilo contemplando tu gracia cuando te mezcles a los coros de las danzas! ¡Y dichoso entre todos aquel que, colmándote de presentes nupciales, te lleve a su morada! Nunca, en verdad, han visto mis ojos mortal tan bello, ni hombre ni mujer, y estoy sobrecogido de admiración. Una vez, en Delfos, ante el altar de Apolo, vi un retoño tierno de palmera. Yo había llegado allí acompañado de una nutrida multitud que hizo conmigo aquel viaje que había de traerme desventura. Y ante aquella palmera quedé largo tiempo estupefacto y sorprendido en mi alma de que árbol tan hermoso hubiera brotado de la tierra. Así también te admiro, ¡oh mujer!, y estoy estupefacto, y no me atrevo a abrazarme a tus rodillas, aun cuando soy presa de una gran aflicción. Ayer, después de veinte días, pude al fin escapar del mar sombrío. Durante todo ese tiempo las olas y las violentas tempestades me tienen alejado de la isla Ogigia, y ahora un Dios me ha traído aquí, quizá para que sufra nuevos males, ya que no pienso haber visto su fin, pues los Dioses quieren, sin duda, aniquilarme de nuevo. Por eso, reina, te pido piedad para mí, ya que eres la primera persona que veo después de haber sufrido tantas fatigas. No conozco a ninguno de los hombres que habitan esta ciudad ni esta comarca. Enséñame la ciudad y dame algún guiñapo con que cubrirme, si has traído alguno para envolver tus vestidos. Que los Dioses te otorguen tantas cosas como desees: un esposo, una familia y una feliz concordia, ya que nada hay mas apetecible ni mejor que la concordia para el buen gobierno de un hogar. El marido y la esposa son así la envidia de sus enemigos y la alegría de sus amigos, y entre sí son venturosos. Y Nausicaa, la de los brazos blancos, le respondió: —Forastero, ya que no me pareces ni un vil ni un insensato, te diré que
Zeus Olímpico dispensa sus favores a los hombres, buenos y malos, a cada cual según conviene. Este es, pues, tu designio, y debes sufrirlo con paciencia. Ahora, habiendo llegado a nuestra ciudad y a nuestro pueblo, no carecerás de vestidos ni de cuantas cosas sean necesarias a un desdichado suplicante. Yo te enseñaré la ciudad y te diré el nombre de nuestro país. Los faiakienos habitan esta ciudad y esta comarca, y yo soy hija del magnánimo Alkinoo, el primero de entre ellos en el poder y en la pujanza. Dijo, y ordenó a sus sirvientas de hermosas cabelleras: —¡Venid a mi lado, esclavas! ¿Dónde huis por haber visto a un hombre? ¿Pensáis que sea un enemigo? No hoy hombre vivo, ni uno solo, que traiga la guerra a los faiakienos, pues somos muy gratos a los Dioses inmortales y habitamos en el extremo del mar tempestuoso y no tenemos comercio con los demás hombres. Pero si algún desdichado peregrino llega hasta aquí, es preciso socorrerle, pues los extranjeros y los menesterosos son de Zeus, y cualquier donación, por modesta que sea, que se les haga, le es agradable. Por esto, esclavas, debéis dar a nuestro huésped de comer y beber y lavarle en el río, al abrigo del viento. Habló así, y las esclavas se detuvieron, y animándose unas a otras, llevaron a Ulises al abrigo del viento, como había mandado Nausicaa, hija del magnánimo Alkinoo. Y colocaron a su lado un manto y una túnica y le dieron aceite líquido en la redomita de oro y le invitaron a lavarse en la corriente del agua. Y entonces les dijo el divino Ulises: —Alejaos, sirvientas, a fin de que me lave el sarro del mar que hay en mis hombros y me perfume con aceite, pues hace tiempo que mi cuerpo está falto de unción. Y no me lavaré ante vosotras, por respeto a mostrarme desnudo en medio de jóvenes de tan hermosos cabellos. Así dijo, y retirándose, fueron a trasladar estas palabras a la doncella Nausicaa. Y el divino Ulises lavó en el río el sarro salado que cubría su espalda, sus costados y sus hombros, y purgó su cabeza de las suciedades del mar indómito. Y después de haberle lavado por completo y perfumado con aceite, se vistió las vestiduras que la joven doncella le había dado. Y Atenea, hija de Zeus, hizo que pareciera más alto y que colgara de su cabeza la cabellera rizada, semejante a las flores de jacinto. Y al igual que un hábil artífice mezcla el oro y la plata, porque Hefesto y Palas Atenea le han enseñado, y acaba perfiladas obras de un arte exquisito, así Atenea extendió la gracia sobre su cabeza y sus hombros. Y se sentó en seguida, un poco apartado, en la orilla del mar, resplandeciente de gracia y de belleza. Y la doncella, admirándole, dijo a sus esclavas de hermosos cabellos:
—Escuchad, esclavas de brazos blancos, lo que voy a deciros. No contra el gusto de todos los Dioses que habitan el Olimpo viene este hombre divino a la tierra de los faiakienos. Me parecía en un principio despreciable, y ahora se muestra semejante a los Dioses que habitan el ancho Urano. ¡Pluguiere a los Dioses que a tal hombre pudiera llamársele mi esposo, que habitara aquí o que a él pluguiera quedarse en esta tierra! Mas vosotras, esclavas, servid a nuestro huésped de comer y beber. Habló de este modo, y las sirvientas escucharon y obedecieron, y ofrecieron a Ulises de comer y beber. Y el divino Ulises comió y bebió con voracidad, porque hacía mucho tiempo que no había tomado alimento. Pero Nausicaa, la de los brazos blancos, tuvo nuevos pensamientos; colocó los vestidos plegados en el carro y montó, después de haber aparejado las mulas de macizos cascos, y exhortó a Ulises, diciéndole: —Levántate, forastero, y vayamos hacia la ciudad y yo te llevaré a la morada de mi prudente padre, donde me figuro que verás a los principales de entre los faiakienos. Pero haz lo que voy a decirte, ya que me pareces dotado de sensatez: mientras vayamos a través de los campos cultivados por los hombres, marcha con mis esclavas tras las mulas y el carro, que yo te enseñaré el camino; pero cuando hayamos llegado a la ciudad, que circundan altos torreones y que divide en dos un hermoso puerto, cuya entrada es estrecha y donde son conducidas las naves a seguro del tiempo, y delante del cual se levanta el hermoso templo de Poseidaón y el ágora enlosada de grandes piedras pulidas (allí también están los aparejos de las negras naves, las jarcias y las antenas, y los remos alisados, pues los arcos y los cercajes no ocupan a los faiakienos tanto como los mástiles y los remos de las naves, y las naves simétricas sobre las cuales atraviesan, gozosos, el espumoso mar), evita las amargas palabras, no hay quien me censure a mis espaldas, pues los hay muy insolentes, o quien, perverso, viéndonos juntos, pudiera decir: «¿Quién es ese forastero alto y hermoso que sigue a Nausicaa? ¿Dónde le habrá hallado? Seguramente será su esposo. Puede también haberle recibido benévolamente por hallarse errante fuera de un navío que tripularan extranjeros, pues cerca de nosotros ninguno vive, o puede ser, también, un Dios a quien haya suplicado fervientemente que baje del Urano para poseerle todos los días. ¡Bien hace en ir a buscar un esposo extranjero la que desdeña a los muchos faiakienos ilustres que la requieren!» Así dirían, y sus palabras me causarían vergüenza. Yo también despreciaría a aquella que, a despecho de su querido padre y de su madre, fuera sola entre hombres
antes del día de sus nupcias. Escucha, pues, mis palabras, forastero, para que obtengas de mi padre quien te acompañe y el próximo retorno. Ahora encontraremos a un lado del camino un hermoso bosque de álamos consagrado a Atenea. Un manantial corriente y una pradera le circundan y allí tiene mi padre una huerta y jardines floridos, tan cerca de la ciudad, que podría oírse una voz lanzada en ella. Debes aguardar allí hasta que nosotras hayamos llegado a la ciudad y a casa de mi padre. Y cuando tú supongas que hemos llegado, entonces dirígete a la ciudad de los faiakienos y busca los palacios de mi padre, el magnánimo Alkinoo. No es difícil encontrarlos, y un niño podría conducirte hasta ellos, pues ninguna casa de los faiakienos se parece a la morada del héroe Alkinoo. Cuando te halles en su patio, atraviesa las estancias rápidamente y llega hasta mi madre. Estará sentada en el hogar, al resplandor del fuego, hilando una lana purpúrea digna de admirar. Se apoyará en una columna, y sus doncellas estarán sentadas alrededor. Al lado está el trono de mi padre, donde él se sienta para beber vino lo mismo que un Inmortal. Pasa ante él y abrázate a las rodillas de mi madre, a fin de que veas, gozoso, cómo se acerca el día de tu retorno, aun cuando tu patria esté muy lejos. Pues si mi madre te fuere benévola puede confiar en que verás a tus amigos, y entrarás en tu casa bien construida y en tu patria tierra. Diciendo así, hostigó a las mulas con el látigo brillante, y las mulas, abandonando rápidamente las orillas del río, braceaban y corrían briosas. Y Nausicaa las guiaba habilidosamente con las riendas y el látigo de tal modo que sus esclavas y Ulises pudieran seguirlas a pie. Caía Helios cuando llegaron al sagrado bosque de Atenea, donde el divino Ulises se quedó. Y en seguida suplicó así a la hija del magnánimo Zeus: —¡Escúchame, hija indómita de Zeus tempestuoso! Auxíliame ahora, ya que no me ayudaste cuando el Poderoso que circunda la tierra me hacía objeto de sus iras. Concédeme ser bien recibido en la tierra de los faiakienos y que se apiaden de mí. Suplicó de esta suerte, y Palas Atenea le escuchó, pero no se apareció a él por temor al hermano de su padre, que había de estar vivamente irritado contra el divino Ulises hasta tanto que éste no pisara el suelo de su patria.
CANTO VII Mientras el paciente y divino Ulises suplicaba así a Atenea, las mulas vigorosas conducían hacia la ciudad a la joven doncella. Tan pronto como llegó al ilustre palacio de su padre, se detuvo en el portal, y de todos los lados salieron sus hermanos, semejantes a los Dioses, presurosos por rodearla; y desengancharon las mulas del carro y metieron los vestidos en la casa. En seguida la doncella pasó a su cámara, donde la vieja sirvienta epirota Eurimedusa encendió lumbre. Naves de dos filas de remos la trajeron antaño del país de los epirotas para ofrecerla como presente a Alkinoo, que regía todos los faiakienos y a quien el pueblo escuchaba como a un Dios. Había criado a Nausicaa, la de los brazos blancos, en el propio palacio y encendía su lumbre y preparaba sus comidas. Entonces Ulises se levantó para ir a la ciudad y Atenea, llena de benevolencia para con él, le envolvió con una espesa niebla para evitar que algún faiakieno insolente le encontrara y ultrajase con sus palabras preguntándole quién era. Mas cuando llegó a la hermosa ciudad, entonces Atenea, la Diosa de los ojos claros, bajo la apariencia de una joven doncella que llevaba una cajita, se detuvo ante él; y el divino Ulises le preguntó: —Hija mía, ¿podrías mostrarme la morada del héroe Alkinoo, que reina entre los hombres de este país? Vengo de una tierra extraña y lejana, como un peregrino, después de sufrir muchos trabajos, y no conozco a ningún hombre de los que habitan este pueblo y esta tierra. Y Atenea, la Diosa de los ojos claros, le respondió: —Huésped venerable, yo te mostraré la casa por que preguntas, pues está al lado de la de mi ilustre padre. Ven en silencio, que yo te enseñaré el camino; pero no preguntes a ninguno de estos hombres, pues no quieren a los forasteros, ni reciben con cariño a los que vienen de lejos. Confiados en sus naves gallardas y rápidas, atraviesan los extensos mares, pues Aquel que sacude las tierras se las concedió veloces como el ala de los pájaros y como el vuelo del pensamiento. Cuando esto dijo, Palas Atenea echó a andar a buen paso y él marchó detrás de la Diosa, sin que los expertos navegantes faiakienos se dieran cuenta de que cruzaba entre ellos, pues Atenea, la venerable Diosa de los hermo-
sos cabellos, no lo permitió, que oportunamente usó de su benevolencia, envolviendo a Ulises en una densa niebla. Y Ulises admiraba el puerto, las naves simétricas, el ágora de los héroes y las grandes murallas, rodeadas de altas empalizadas dignas de verse. Y cuando llegaron a la magnífica morada del rey, Atenea, la Diosa de los ojos claros, comenzó a decirle así: —Aquí tienes, forastero, padre mío, el palacio que querías te enseñase. En él hallarás a los reyes, progenie de Zeus, tomando su refacción. Entra y no temas nada que el hombre valeroso es aquel que acomete todas las empresas, aun cuando haya venido de lejos. Hallarás primero a la reina en el palacio. Su nombre es Arete, y en verdad que lo merece, pues desciende de los mismos padres que Alkinoo. Poseidaón, que sacude la tierra, engendró a Nausitoo en Peribea, la más bella de las mujeres y la más joven de las hijas del magnánimo Eurimedón, que reinó algún día sobre los soberbios Gigantes. Pero perdió a su impío pueblo y pereció él mismo. Y Poseidaón se unió a Peribea y engendró al magnánimo Nausitoo, que imperó sobre los faiakienos. Y Nausitoo engendró a Rexenor y a Alkinoo. Apolo, el de arco de plata, mató al primero de éstos, apenas recién casado, en el palacio, y no dejó hijos, sino una hija, Arete, que se casó con Alkinoo, que le ha honrado como nadie honrará a mujer nacida para gobernar su casa y estar bajo el dominio del marido. Así también la honraron sus queridos hijos, no menos que Alkinoo, que le ha honrado como nadie honrará a mujer nacida para gobernar su casa y estar bajo el dominio del marido. Así también la honraron sus queridos hijos, no menos que Alkinoo, que le ha honrado como nadie honrará a mujer nacida para gobernar su casa y estar bajo el dominio del marido. Así también la honraron sus queridos hijos, no menos que Alkinoo, y los pueblos, que la miran como una Diosa y recogen sus palabras cuando pasea por la ciudad. No carece nunca de buen juicio y para todos es benévola y suele zanjar sus diferencias. Si ella te es cordialmente propicia, puedes tener esperanza de ver a tus amigos y de volver a entrar en tu magnífica morada, en tu tierra patria. Dicho esto, Atenea, la de los ojos claros, se alzó sobre el mar indómito, y abandonando la deliciosa Eskeira, llegó a Maratón, y después a Atenas, la de las anchas calles, donde entró en la sólida morada de Erecteo. Y Ulises se dirigió a la ilustre mansión de Alkinoo, y se detuvo, llena su mente de pensamientos, antes de hallar el umbral de bronce, pues en verdad el hermoso palacio de Alkinoo resplandecía como Helios y Selene. Sendos muros de bronce a ambos lados del umbral limitaban la entrada, y su cúpula era de esmalte. Dos puertas de oro cerraban el palacio, y los marcos de la
puerta eran de plata, arrancando del umbral de bronce plateado y coronados por una cornisa de oro; y a ambos costados había dos perros de oro y plata, que Hefesto había construido primorosamente para guardas de la morada del magnánimo Alkinoo, y que eran Inmortales y libres de envejecer. A ambos lados de la portalada, adosados al muro, había sólidos sillones formando línea hasta la puerta interior y cubiertos de ligeros tapices, labor de las mujeres. Allí se sentaban los príncipes de los faiakienos a comer y beber durante todo el año. Y dos figuras de mancebos de oro se alzaban sobre hermosos pedestales, sosteniendo en sus manos antorchas encendidas, que alumbraban durante la noche a los convidados de la casa. Cincuenta siervas vivían en el palacio: unas quebrantaban en la muela el grano maduro, y otras, sentadas, tejían las telas y hacían girar la rueca, agitada como las hojas del esbelto álamo; y relucía como impregnada de aceite líquido la trama de los tejidos, pues así como los faiakienos eran los más diestros de los hombres para remar en el mar a bordo de las ligeras naves, así también sus mujeres sobresalían en el trabajo de las telas, que Atenea les había concedido acabarlas bellísimas y de exquisito gusto. Más allá del portal, tocando con sus puertas, había un extenso jardín de cuatro obradas, cercado en toda su cabida por un seto. Allí crecían florecientes árboles; unos daban la pera y la granada, la hermosa naranja otros, y otros el higo dulce y la aceituna verde. Y jamás faltaban ni se extinguían estos frutos, que duraban el invierno y el estío, pues el Céfiro, soplando siempre, hacía crecer a unos y madurar a otros; la pera sucedía a la pera, la manzana maduraba tras la manzana, la uva tras la uva y el higo tras el higo. Allí, en la viña ubérrima, se secaba el racimo bajo el ardor de Helios en un lugar raso; allá era recogido y pisado, y mientras unos perdían sus flores, otros racimos maduraban. A continuación del jardín había un huerto que rendía abundantemente cada año, y del cual nacían dos fuentes, una que regaba el jardín todo y otra que corría bajo el umbral de la casa, ante el espléndido palacio y donde los ciudadanos solían coger agua. Tales eran los espléndidos presentes de los Dioses en la morada de Alkinoo. El paciente y divino Ulises, absorto, contempló todas estas cosas, y cuando las hubo admirado, traspuso rápidamente el umbral del palacio. Y halló a los príncipes y caudillos de los faiakienos haciendo libaciones al vigilante Matador de Argos, que es a quien últimamente ofrecían cuando se aprestaban a buscar el lecho. Y el paciente y divino Ulises atravesó el palacio, envuelto en la espesa niebla de que Palas Atenea le había circundado, y se llegó a Arete y al rey Alkinoo. Y Ulises rodeó con sus brazos las rodillas de Arete y la divina niebla se disipó. Y todos los de la casa, en su presencia, per-
manecieron mudos de admiración. Mas Ulises dijo esta súplica: —Arete, hija del divino Rexenor, llego a tus rodillas y a tu esposo y a tus huéspedes, después de haber sufrido mucho. Que los Dioses os concedan una vida venturosa y dejar a vuestros hijos los bienes que se encierran en este palacio y las recompensas que el pueblo os haya otorgado. Pero preparad mi regreso, y que yo llegue pronto a mi patria, pues hace largo tiempo que sufro miserias sin cuento lejos de mis amigos. Dijo, y se sentó en las cenizas del hogar, ante el fuego, y todos permanecieron en silencio. Pero al fin habló el viejo héroe Ekeneo. Era el más anciano de todos los faiakienos, y sabía muchas cosas del pasado y sobresalía entre todos por su elocuencia. Lleno de sabiduría, habló así en medio de todos: —Alkinoo, no es ni bueno ni decoroso para ti que tu huésped esté sentado sobre las cenizas del hogar. Tus convidados aguardan tu decisión. Apresúrate a hacer sentar a tu huésped en un sillón tallado y ornado con clavos de plata, y ordena a los heraldos que viertan vino para ofrecer libaciones a Zeus tempestuoso, que acompaña a los suplicantes venerables. Mientras tanto, la despensera ofrezca a tus huéspedes de los manjares que haya en la casa. Tan pronto como la Fuerza sagrada de Alkinoo se hubo percatado de estas palabras, tomó por su mano al prudente e ingenioso Ulises y le hizo alzarse del hogar y sentarse en un sitial magnífico, de donde se levantó su hijo, el valiente Laodamo, que se sentaba a su lado y a quien él quería más. Una sierva vertió agua de una hermosa jarra de oro en una fuente de plata para que se lavara las manos, y luego colocó ante él una mesa pulimentada. Y la venerable despensera, generosa para todos, trajo pan y numerosas viandas. Y el prudente y divino Ulises bebía y comía. Entonces, Alkinoo dijo a un heraldo: —Pontonoo, mezcla el vino en la crátera y distribúyelo a todos los de la casa, a fin de que hagamos libaciones a Zeus tempestuoso, que acompaña a los suplicantes venerables. Así dijo, y Pontonoo mezcló el dulce vino y lo distribuyó probando de antemano de todas las copas. Hicieron las libaciones y bebieron tanto como a su ánimo pluguiera, y Alkinoo les habló así: —Escuchadme, príncipes y caudillos de los faiakienos, que voy a deciros aquello que mi corazón me dicta dentro del pecho. Ahora que ha terminado el festín, marchaos a dormir a vuestras casas. Amanecido, una vez convocados los ancianos, ejerceremos la hospitalidad con nuestro huésped en mi palacio y haremos los debidos holocaustos a los Dioses; después pensaremos en su regreso, para que, sin trabajos ni contrariedades, y
en virtud de nuestros cuidados, llegue lleno de alegría a su tierra patria, aun cuando ésta se encuentre muy lejana, y no sufra nuevo mal ni miseria alguna hasta que pise el suelo de su tierra natal; que allí padecerá el designio que las fatales Moiras le hayan hilado en el instante mismo en que su madre le pariera. ¿Quién sabe si será un Inmortal bajado del Urano? En ese caso los Dioses habrían meditado algún nuevo designio, pues francamente se han presentado a nosotros cuando les hemos ofrecido magníficas hecatombes y se han sentado a nuestras mesas a nuestro lado y como nosotros mismos; y si un caminante faiakieno se les ha encontrado en su caminos, no le han ocultado a él, pues somos de su misma estirpe, al igual que los Cíclopes y la raza salvaje de los Gigantes. Y le respondió el prudente Ulises: —Alkinoo, aleja de tu alma esos pensamientos. Yo no me asemejo a los Inmortales que pueblan el ancho Urano, ni por mi aspecto ni por mi modo de ser, sino a los hombres mortales que vosotros sepáis más colmados de desdichas. A ésos soy comparable con las mías, que no habrá gran dolor que pudiera relataros del que yo no haya padecido por la voluntad de los Dioses. Mas dejadme gustar la cena, a pesar de mi tristeza, que no hay nada peor que un vientre hambriento, y no puede ser puesto en olvido ni por el hombre más angustiado y cuyo espíritu esté lleno de inquietudes. Así yo, a pesar de tener un gran luto en el alma, me veo impelido a comer y beber hasta satisfacerme, olvidando los males que he sufrido. Y apresuraos a enviarme, cuando Eos vuelva a aparecer, ¡desdichado de mí!, a mi patria, donde después de tanta desdicha sufrida pueda morir, mas no sin que haya vuelto a contemplar mis haciendas, mis esclavos y mi magnífica morada. Dijo así, y todos le aplaudieron, y animáronse a restituir al huésped a su tierra, ya que había hablado tan razonablemente. Después de hechas las libaciones y bebido tanto como su ánimo les exigía, retiráronse a descansar cada uno a su morada. Mas se quedó el divino Ulises, y a su lado Arete y el divino Alkinoo se sentaron, y las sirvientas retiraron las vasijas de la cena pues reconoció el manto, la túnica y las hermosas vestiduras que ella hacía confeccionado con sus siervas. Y dijo a Ulises estas palabras aladas: —Huésped, voy a preguntarte la primera. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Quién te ha dado esos vestidos? ¿No dices que errando por el mar has llegado hasta aquí? Y el prudente Ulises respondió:
—Me sería difícil, reina, contar en poco tiempo todos los trabajos con que los Dioses Olímpicos me han agobiado; mas te hablaré de aquello que acabas de preguntarme. Hay en medio del mar una isla, Ogigia, habitada por Calipso, Diosa funesta de hermosos cabellos, hija astuta de Atlante, con la cual ningún Dios ni hombre mortal habita. Hasta allí me condujo un Daimón, ¡desdichado de mí!, cuando Zeus hendió mi nave ligera, lanzando contra ella luminosos rayos en medio del negro mar, y perecieron mis valerosos compañeros. Yo, abrazado a la quilla de mi nave de doble fila de remos, vagué errante en la isla Ogigia, donde moraba Calipso, la Diosa funesta de los hermosos cabellos. Esta me acogió benévolamente, me alimentó y me dijo que me tornaría Inmortal y me libraría para siempre de la vejez; pero nunca pudo llevar la persuasión al fondo de mi pecho. Allí pasé siete años y empapé con mis lágrimas los vestidos inmortales que me había dado Calipso. Mas al llegar el octavo, ella misma me obligó a retornar, no sé si obedeciendo la orden de Zeus o si porque su corazón se hubiese cansado. Me envió en una balsa sujeta con cuerdas, me entregó pan y vino en abundancia, me vistió con vestidos divinos y me mandó un viento favorable y dulce. Navegué diecisiete días por los caminos del mar, y el día decimoctavo vi las umbrosas montañas de vuestro pueblo, y mi corazón fue dichoso. ¡Infeliz de mí! Aún había de ser acosado por nuevas y numerosas desgracias que hubo de enviarme Poseidaón, que sacude la tierra. Desencadenó vientos que entorpecieron mi camino, alborotó el mar inmenso y permitió que las olas, mientras yo gemía, destrozaran la balsa, que la tempestad dispersó; y yo nadé, hendiendo las aguas, hasta que el viento y el mar me llevaron a la costa, donde el agua me arrojó primero contra enormes rocas y luego me llevó a un lugar más favorable, pues pude nadar de nuevo hasta dar con un río y un recodo accesible limpio de rocas y al amparo del viento. Y fortalecí mi espíritu y la divina noche llegó. Después de salir del río, procedente de Zeus, me acosté bajo los arbustos, sobre un lecho de hojas, y un Dios me envió un sueño profundo. Allí, aun cuando afligido en mi corazón, dormí toda la noche hasta la mañana y todo el día. Y decayó Helios y el sueño me abandonó. Oí entonces a las siervas de tu hija, que jugaban en la orilla, y a tu propia hija entre ellas, semejante a los Inmortales. Le supliqué, me demostró un excelente juicio, superior a cuanto pudiera esperarse de una muchacha, pues la juventud suele ser siempre irreflexiva. Me dio también alimentos y vino rojo, e hizo que me bañara en el río y me entregó vestiduras. Y esta es toda la verdad, que yo te cuento, a pesar de mi aflicción.
Y Alkinoo le respondió, diciendo: —¡Huésped! En verdad que mi hija no se ha portado razonablemente, cuando no te ha conducido con sus siervas a esta casa, ya que a ella ha sido a quien primero suplicaste. Y el ingenioso Ulises respondió: —Héroe, no reprendas por mi causa a la joven doncella irreprochable. Me invitó a seguirla con sus sirvientas; pero yo no quise, temiendo enojarte si tú lo veías, pues somos generalmente suspicaces los hombres que vivimos en la tierra. Y Alkinoo le respondió, diciendo: —¡Huésped! No acostumbra mi corazón a irritarse sin motivo, y las cosas razonables son las que más pueden en mí. ¡Pluguiera al Padre Zeus, a Atenea y a Apolo que, siendo como eres y pensando como yo pienso, quisieras quedarte entre nosotros, casarte con mi hija y ser llamado mi yerno! Te daría casa y posesiones si quisieras quedarte; pero ninguno entre los faiakienos intentará retenerte contra tu voluntad, pues tal cosa no sería agradable al Padre Zeus. Y he decidido, para que tú lo sepas bien, que sea mañana tu regreso. Y mientras, rendido por el sueño, duermas tú, mis hombres, aprovechando el tiempo apacible, remarán para dejarte en tu patria y en tu casa o donde a ti te plazca, así estuviera ese lugar tan alejado como Eubea, de la que dicen los ciudadanos de este pueblo que la vieron porque a ella condujeron al rubio Radamanto, cuando fue a visitar a Ticio, hijo de Gea, que es la más lejana de las tierras. Y fueron y vinieron en el día. Tú verás por ti mismo si mis naves son ligeras y mis hombres hábiles en herir el mar con sus remos. Habló así, y el ingenioso y divino Ulises, lleno de alegría, pronunció esta súplica: —¡Padre Zeus! Plázcate que Alkinoo cumpla lo que promete y que su gloria sea inmortal sobre la tierra fecunda si yo regreso a mi patria. Y mientras ellos hablaban de este modo, Arete ordenó a las siervas de brazos blancos dispusieran un lecho bajo el pórtico provisto de varias colchas purpúreas y extendieran sobre él tapices y afelpados mantos. Y las siervas salieron de la casa llevando antorchas encendidas y aderezaron un hermoso lecho prestamente. Y aproximándose a Ulises le dijeron: —Levántate, huésped, y ve a dormir; tu lecho está preparado. Y el paciente y divino Ulises se durmió en un lecho mullido bajo el pórtico sonoro. Y Alkinoo durmió también en el interior de su magnífico palacio. Y a su lado la reina, después de prepararle el lecho.
CANTO VIII Cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, la Fuerza sagrada de Alkinoo se levantó de su lecho, y el destructor de ciudades, el divino y sutil Ulises, se levantó también; y la Fuerza sagrada de Alkinoo le condujo al ágora de los faiakienos, sita cerca de las naves. Y apenas llegaron, tomaron asiento uno junto a otro en las piedras pulidas. Y Palas Atenea recorría la ciudad bajo la forma de un heraldo prudente de Alkinoo, y pensando en el regreso de Ulises, abordaba a cada hombre y le decía: —Príncipes y caudillos de los faiakienos: id al ágora y escuchad a ese forastero llegado no ha mucho a casa de Alkinoo, después de haber vagado por el mar, y cuyo aspecto es parecido al de los Inmortales. Hablando así excitaba el espíritu de cada uno, y pronto el ágora y sus sitiales se llenaron de hombres que iban congregándose y admiraban al hijo del prudente Laertes, pues Atenea había extendido una gracia divina sobre su cabeza y sus espaldas, haciendo que pareciera más alto y majestuoso, para que fuera más grato, más fiero y más venerable a los faiakienos y resistiera todas las pruebas a que éstos habían de someterle. Y después de que todos se reunieron, Alkinoo les habló así: —Escuchadme, príncipes y caudillos de los faiakienos, a fin de que os diga aquello que mi corazón me dicta dentro del pecho. No sé quién es este forastero que ha llegado errante hasta mi palacio, si de los hombres del lado de Eos o de los que viven junto al Héspero. Solicita nuestra ayuda para su regreso. Le conduciremos, conforme hicimos ya con otros; pues ningún hombre albergado en mi palacio ha gemido mucho tiempo aquí pensando en su regreso. ¡Pronto! Lancemos al mar divino una nave negra y nueva, y que cincuenta y dos mozos sean elegidos en el pueblo entre los mejores. Atad a sus bancos los remos de la nave y preparemos en mi casa una refacción, que os ofrezco. Los dos jóvenes cumplirán mis órdenes, y vosotros, reyes que portáis cetro, venid a mi espléndido palacio para honrar a nuestro huésped en la regia sala. Que ninguno se rehúse, y llamad al divino Aeda Demodoco, a quien un Dios dotó de la facultad del canto admirable que embelesa cuando su alma le incita a cantar. Diciendo así, se puso en marcha, y los reyes portadores de cetro le
siguieron, y un heraldo salió en busca del divino Aeda. Y cincuenta y dos jóvenes elegidos entre el pueblo se dirigieron conforme había mandado Alkinoo, hacia la orilla del mar indomable. Y una vez que llegaron al mar y a la negra nave, lanzaron ésta al mar profundo, colocaron el mástil, prepararon las velas, sujetaron los remos con sus correas y, haciéndolo todo según convenía, extendieron las blancas velas y anclaron la nave a lo largo de la orilla. Después se dirigieron a la espléndida morada del prudente Alkinoo. Y el pórtico, la sala y el palacio todo estaba lleno con los hombres reunidos, pues eran numerosos entre jóvenes y ancianos. Y Alkinoo sacrificó para ellos doce ovejas, ocho cerdos de blandos dientes y dos bueyes de flexibles remos. Y los desollaron y con ellos prepararon la agradable comida, y llegó el heraldo trayendo con él al divino Aeda. La Musa le amaba más que a ninguno, y le había hecho conocer el bien y el mal, pues privándole de la vista le había otorgado el canto admirable. El heraldo colocó por su mano, en medio de los convidados, un sillón con clavos de plata arrimado a una alta columna, y sobre su cabeza suspendió la cítara sonora, indicándole cómo podía alcanzarla. Luego colocó ante él una hermosa mesa, y puso en ella una cestilla y una copa de vino, para que bebiera tantas veces como su ánimo lo deseara. Y todos pusieron mano en los manjares colocados ante ellos. Apenas hubieron satisfecho su hambre y su sed, la Musa invitó al Aeda a celebrar la gloria de los hombres con un canto cuyo renombre había llegado hasta el nacho Urano. Y era la contienda de Ulises y del Peleida Aquiles, que se insultaron con palabras violentas en un banquete ofrecido a los Dioses. Y el rey de hombres, Agamenón, se regocijaba en su ánimo porque los más altos de entre los aqueos disputaban, cumpliéndose exactamente la predicción que le hiciera Febo Apolo cuando la divina Pitho había traspuesto el umbral de piedra para interrogar al oráculo, que hubo de anunciarle que desde entonces se preparaban males a troyanos y danaenos por la voluntad del gran Zeus. Estas cosas eran las que cantaba el ilustre Aeda, y Ulises, tomando con sus robustas manos el gran manto purpúreo, se lo echó por la cabeza y cubrió con él su hermoso rostro, pues tenía vergüenza de verter lágrimas ante los faiakienos; y cuando el divino Aeda dejó de cantar, él cesó en sus lágrimas, se quitó el manto de la cabeza y, tomando una redonda copa, ofreció libaciones a los Dioses. Mas cuando los príncipes de los faiakienos invitaban al Aeda a cantar otra vez, pues estaban encantados con sus relatos, de nuevo Ulises lloró con la cabeza escondida. Ocultó a todos su
llanto, menos a Alkinoo, que estaba sentado junto a él, y le vio y escuchó sus gemidos, y en el acto dijo a los faiakienos, hábiles remadores: —Escuchadme, príncipes y caudillos de los faiakienos. Ya que hemos confortado nuestro ánimo con esta comida y con los sones de la cítara, que son la alegría de los banquetes, salgamos ahora y entreguémonos a todos los juegos, para que nuestro huésped relate a sus amigos, cuando esté de retorno en su patria, cuánto sobresalimos de los demás hombres en las luchas púgiles, en el salto y en la carrera. Cuando así hubo hablado, se puso en marcha y todos le siguieron. El heraldo colgó la cítara en la columna y, cogiendo de la mano a Demodoco, le llevó fuera de la casa por el mismo camino que habían tomado los príncipes de los faiakienos para admirar los juegos. Se encaminaron al ágora, y un gentío numeroso les seguía. Ya allí, muchos robustos mozos se levantaron: Acroneo, Okialos, Elatreo, Nanteo, Primneo, Ankialo, Eretmeo, Ponteo, Proteo, Toon, Anabesineo, Anfialo, hijo de Polineo; Tectonida y Eurialo, semejante al homicida Ares, y Naubolides, que sobrepujaba en fuerza y en hermosura a todos los faiakienos, excepto al irreprochable Laodamas. Y también se levantaron los tres hijos del irreprochable Alkinoo: Laodamas, Halio y el divino Clitoneo. Se probaron primero en la carrera, saliendo a la vez de la raya, y volaron ligerísimos, levantando polvaredas de la llanura; mas quien venció, por llegar más lejos, fue el irreprochable Clitoneo, pues cuando largo es un surco que abren dos mulas en un espacio libre, tanto adelantaba a los otros cuando se presentó ante el pueblo. Otros compitieron en la lucha, y en esta prueba, Eurialo sobresalió entre los más vigorosos. Y Anfialo venció saltando mejor que nadie, y Elatreo fue el más diestro en arrojar el disco y Laodamas, el ilustre hijo de Alkinoo, en la lucha púgil. Y cuando todos hubieron recreado su ánimo con estas luchas, Laodamas, hijo de Alkinoo, dijo así: —Preguntemos, amigos míos, a nuestro huésped si también sabe luchar en estos juegos, pues no parece ciertamente falto de condiciones, ya que tiene muslos, brazos y cuello vigorosos y es todavía joven, bien que debilitado por los males, pues pienso que no hay nada peor que el mar para abatir a un hombre, por fornido que sea. Y Eurialo le respondió: —Tienes razón, Laodamas. Y ahora ve a provocarle y repítele tus palabras. Y el ilustre hijo de Alkinoo, apenas oyó esto, se paró en medio de la arena y dijo a Ulises: —Ven tú también, huésped, padre mío, a probarte en nuestros jue-
gos, si eres hábil en ellos, como conviene, pues no hay gloria mayor para los hombres que la de campear por la ligereza de los pies o por la fuerza de los brazos. Ven, pues, y aleja la pena de tu ánimo. Tu regreso no se hará esperar mucho tiempo, pues ya está tu nave botada al mar y tus compañeros dispuestos a partir. Y el ingenioso Ulises le respondió: —Laodamas, ¿por qué me invitas a luchar? Los dolores llenan mi alma, que no el afán de los juegos. He sufrido muchos infortunios y soportado muchos trabajos, y ahora, sentado en vuestra ágora, imploro mi regreso, suplicando al rey y a todo el pueblo. Y Eurialo le respondió, ultrajándole: —Parece, huésped, que desconoces todos los juegos en que se ejercitan los varones, y tu aspecto es el de un capitán de marineros mercantes que, a bordo de una nave de carga, sólo cuidara de sus ganancias y provisiones, nunca el de un atleta. Y el ingenioso Ulises, tras una mirada torva, contestóle: —Huésped, no has hablado como discreto, sino como un hombre insolente. Los Dioses no dispensan sus dones (hermosura, prudencia y elocuencia) por igual a todos los hombres. Frecuentemente, un hombre no tiene hermosura, pero un Dios le dota del don de la palabra, y todos se complacen estando ante él, porque habla con seguridad y dulce modestia, y sobresale en el ágora, y cuando pasea por la ciudad es contemplado como un Dios. Otro es semejante a los Dioses por su hermosura, pero no ha recibido de aquéllos el don de hablar bien. Así, tú eres hermoso, tal que un Dios no te hubiera formado de otro modo; pero eres falto de inteligencia y has hablado tan sin juicio, que has indignado a mi corazón en el fondo de mi pecho. No desconozco estas luchas, como tú supones, y podía contarme entre los primeros cuando me acompañaba mi juventud y el vigor de mis brazos. Ahora estoy agobiado por miserias y dolores, pues he sufrido mucho combatiendo con los hombres y surcando las olas peligrosas. Pero, a pesar de haber sufrido tanto, me probaré en estos juegos, pues tus palabras me han herido y me has irritado al proferirlas. Así dijo, y sin despojarse de su manto, lanzóse impetuosamente y cogió una piedra más grande, más gruesa, más pesada que aquellas que los faiakienos suelen usar en sus juegos y, haciéndola girar, la arrojó con mano vigorosa. La piedra zumbó, y todos los faiakienos, expertos en el manejo de los remos, inclinaron la cabeza ante la impetuosidad de la piedra, que
voló bastante más allá de las señales de todos los demás. Y Atenea acudió ligera, y poniendo una señal, dijo, tomando figura de hombre: —Hasta un ciego, mi huésped, podría distinguir tu señal por el tacto, pues no se confunde con la multitud de las otras, sino que está mucho más allá. Ten confianza, que ninguno de los faiakienos llegará donde tú y menos logrará dejarte atrás. Así habló y el paciente y divino Ulises se puso alegre y regocijóse de tener en el ágora un compañero benévolo. Y dijo con más suavidad a los faiakienos: —Ahora, jóvenes, llegad donde esa piedra. Espero que he de lanzar otra tan lejos por lo menos, o quizá más allá. Mi ánimo y mi corazón me invitan a probar en todos los juegos. Que cada cual de vosotros se dé cuenta de este peligro, pues me habéis irritado vivamente. En el pugilato, en la lucha, en la carrera, no rehúso a ningún faiakieno, si no es a Laodamas, mi huésped. ¿Y quién podría combatir con un amigo? Solamente el insensato y el cobarde contiende con su huésped en los juegos, hallándose en un pueblo extraño, y haciéndolo se envilece. Pero de los demás, a ninguno rehúso ni desdeño. No desconozco uno solo de los combates que se libran entre hombres. Sé tender el arco pulimentado y sería el primero en herir a un guerrero lanzando el dardo contra la multitud de hombres enemigos, aun cuando numerosos compañeros le rodearan y tendieran sus arcos contra mí. Sólo Filoctetes me aventajaba usando el arco, cuando en el país de los troyanos todos los aqueos tirábamos flechas, y ahora presumo de ser el más débil de todos los mortales que comen pan sobre la tierra. Y no intento, ciertamente, contener con los antiguos héroes como Hércules y Eurito el Ecalieno porque ellos competían como arqueros con los Dioses mismos. El gran Eurito murió muy joven y no envejeció en su palacio, pues Apolo, irritado, le dio muerte por haberle desafiado a tirar con el arco. Yo lanzo una pica tan lejos como otro una flecha. Sólo en la carrera temo que me aventaje algún faiakieno, pues fue debilitado por muchas fatigas en medio de las olas, no poseía muchas vituallas en mi nave y mis rodillas están rendidas. Habló así y todos permanecieron en silencio, excepto Alkinoo, que le repuso: —Huésped, tus palabras me placen. Quieres probar tu fuerza y tu disposición que te es aneja porque te ha irritado el desafío de ese hombre; pero ninguno osará dudar de tu valor, a no ser que hubiese perdido el juicio. Y ahora escucha lo que voy a decirte, para que hables favorablemente de nuestros héroes cuando te sientes a la mesa en tu morada, al lado de tu
esposa y de tus hijos, y recuerdes nuestra disposición para los trabajos en que Zeus ha querido que descollemos desde los tiempos de nuestros mayores. No somos los más fuertes en el pugilato, ni luchadores irreprochables, pero corremos veloces y nos distinguimos como navegantes. Nos complace una buena comida, y la cítara, y las danzas y los vestidos variados, los baños calientes y la cama. ¡A ver! Vosotros, que sois los mejores danzantes faiakienos, bailad, para que nuestro huésped, de regreso en su casa, diga a sus amigos cómo nos distinguimos entre todos los hombres en la navegación, por la ligereza de nuestros pies en el baile, y en el canto. Y traiga alguno en seguida a Demodoco su cítara sonora que quedó en nuestro palacio. Alkinoo, semejante a un Dios, habló así, y un heraldo se levantó para traer la cítara armoniosa del palacio del rey. y nueve árbitros de juegos que habían sido elegidos entre los ciudadanos se levantaron también, pues eran los que entendían en las diferencias del juego. Y allanaron el piso en un gran corro que ocupaba mucho espacio. Y el heraldo volvió, trayendo la cítara sonora de Demodoco, que se colocó en medio; y en torno a él los adolescentes, hábiles en la danza, que hirieron con sus pies el corro divino. Y Ulises admiraba la destreza de sus pies y se asombraba en su corazón. Mas el Aeda comenzó a cantar bellamente el amor de Ares y Afrodita, la de la hermosa diadema, y cómo se unieron en la casa de Hefesto. Ares les hizo numerosos presentes y deshonró el lecho del rey. Y entonces Helios, que les vio ayuntarse, corrió a decirlo a Hefesto que oyó las crueles palabras. Después meditando seriamente su venganza, se dirigió con premura a su fragua, y preparando una gran bigornia, forjó unos lazos que no pudieran ser rotos ni desunidos. Y acabada esta trampa astuta, se retiró a su alcoba nupcial donde estaba su amado lecho. Allí dejó estos lazos, formando cerco y suspendidos de las vigas, de tal modo, que por todas partes componían una tela de araña en torno al lecho, que no pudieran ver ni los mismos Dioses venturosos. Así fue como urdió su engaño, y después de envuelto el lecho, fingió salir para Lemnos, ciudad bien construida, y a la cual amaba sobre todas las demás de la tierra. Ares, el de las riendas de oro, le vigilaba, y cuando vio partir al ilustre obrero Hefesto, se precipitó, en su deseo de Afrodita, la de la hermosa diadema, hacia la casa del ilustre Hefesto. Y Afrodita, recién llegada a ver a su padre, el todopoderoso Zeus, se encontraba sentada. Y Ares, entrando en el palacio, le tomó la mano, diciéndole: «Vamos, querida, a dormir a nuestro lecho. Hefesto no está aquí: se ha ido a Lemnos, lugar de los sintios, de bárbaro lenguaje.» Habló así, y pareció dulce a la Diosa acceder a su ruego, y ocuparon el lecho para
dormir; y en el momento, los lazos hábilmente tentidos por el ingenioso Hefesto les envolvieron. Y no podían mover los miembros ni levantarse, y se convencieron de que no podían huir. Y el ilustre Cojo de ambos pies se acercó, porque había vuelto sin llegar a la tierra de Lemnos, pues Helios, vigilante, fue a avisarle. Y entró en su casa, acongojado su pecho. Y detenido en el pórtico, le tomó una violenta cólera, y gritando desaforadamente, hizo que le oyeran todos los Dioses: «Padre Zeus, y vosotros, venturosos Dioses que vivís eternamente, venid a presenciar estas cosas vergonzosas e intolerables. Afrodita, la hija de Zeus, me deshonra porque soy cojo, y ama al pernicioso Ares porque es hermoso y no cojea. Si soy feo, ciertamente no es mía la culpa, sino de mi padre y de mi madre, que no debieron engendrarme. Vedlos acostados en amorosa coyunta. Me llena de dolor contemplarlos en ese lecho, pero creo que no intentarán dormir ya, aun cuando mucho se amen; no podrán unirse, pues mi trampa y mis lazos les retendrá hasta que su padre me haya devuelto la dote que le entregué a cambio de su hija, la de los ojos de perro, porque era hermosa.» Habló así, y todos los Dioses se reunieron en el palacio de bronce. Llegó Poseidaón, que rodea la tierra, y el habilidoso Hermes llegó también, y después el egregio Arquero Apolo. Las Diosas, con pudor, quedaron en sus moradas, y los Dioses que dispensan los bienes ocupaban el pórtico. Y una inmensa carcajada se alzó de los Dioses venturosos cuando vieron la obra del ingenioso Hefesto; y contemplándola, se decían unos a otros: «las malas acciones no prosperan, y el dardo alcanza al ligero. He aquí a Hefesto que, a pesar de ser cojo, ha apresado con su ingenio a Ares, el más veloz de los Dioses que pueblan el Olimpo, y ved cómo se hará pagar una multa». Así hablaban entre ellos. Y el Rey Apolo, hijo de Zeus, dejo a Hermes: «Mensajero Hermes, hijo de Zeus, tú que dispensas los bienes, ¿querrías ser envuelto por esos lazos indestructibles, con tal de acostarte en ese lecho con Afrodita dorada?». Y respondióle en seguida el Mensajero Hermes: «Pluguiera a los Dioses, ¡oh egregio Arquero Apolo!, que eso llegara, aun cuando fuese envuelto en lazos tres veces más inextricables, y que todos los Dioses y las Diosas le vieran, con tal de acostarme con Afrodita dorada.» Así dijo, y estalló la risa de los Dioses inmortales. Sólo Poseidaón no reía, y suplicaba al ilustre Hefesto que libertara a Ares, diciéndole estas palabras aladas: «Libértale, y yo te prometo que te satisfará cuanto tú desees y como es justo entre Dioses Inmortales.» Y el ilustre obrero Hefesto le respondió: «Poseidaón, que ciñes la tierra, no me pidas eso. Las cauciones por los malos son malas cauciones. ¿Cómo podría yo obligarte ante los Dioses
inmortales?» Y el ilustre obrero Hefesto le respondió: «Poseidaón, que ciñes la tierra, no me pidas eso. Las cauciones por los malos son malas cauciones. ¿Cómo podría yo obligarte ante los Dioses inmortales si Ares escapara de su deuda y de mis lazos?» Y Poseidaón, que ciñe la tierra, respondió: «Si Ares, negando su deuda, tomara la fuga, yo te la pagaré.» Y el ilustre Cojo de ambos pies le respondió: «No sería razonable que desoyera tu palabra, y no la desoiré.» Dijo así, y la Fuerza de Hefesto rompió los lazos. Y los dos, libres de sus ligaduras inextricables, se levantaron sin tardar. Ares fue a Tracia, y Afrodita, que ama las sonrisas, a Chipre y a Pafos, donde tenía bosques sacros y altares perfumados. Allí las Gracias la bañaron y perfumaron con aceite oloroso, según corresponde a los Dioses inmortales, y le pusieron preciosas vestiduras, dignas de admirar. Esto cantaba el ilustre Aeda, y Ulises se holgaba en su espíritu de oírle así como todos los faiakienos, diestros en manejar los largos remos de las naves. Alkinoo mandó a Halio y a Laodamas que bailaran solos, ya que nadie podía competir con ellos. Y tomaron en sus manos una bonita bola de color purpúreo que el ingenioso Polibo les había hecho. Y uno de ellos curvado hacia atrás, la arrojaba hacia las oscuras nubes. Apenas terminaron de jugar con la bola, danzaron alternativamente en la tierra fecunda; y todos los jóvenes que había reunidos en el ágora aplaudieron, levantando una gran algarabía. Entonces el divino Ulises dijo a Alkinoo: —Alkinoo, el más esclarecido de entre todos, me anunciaste a los más hábiles danzadores, y en verdad que han demostrado serlo. Me sobrecoge la admiración al contemplarlos. Habló así, y la fuerza sagrada de Alkinoo, alegrándose, dijo a los faiakienos, que gustan de manejar los remos: —Escuchad, príncipes y caudillos de los faiakienos. Nuestro huésped me parece henchido de prudencia. Veamos de ofrecerle los dones de hospitalidad. Doce reyes ilustres, doce príncipes, regentan este país, y yo, que soy el tercero. Contribuid cada uno con un manto bien lavado, una túnica y un talento de oro precioso. Y en seguida llevémosle todos a una, estos presentes, a fin de que nuestro huésped ya en posesión de ellos, se siente a la mesa con el ánimo alegre. Y Eurialo le desagraviará con palabras, ya que no habló razonablemente. Dijo, y todos, después de aplaudirle, dispusieron que trajeran los presentes, y cada cual mandó por ellos a un heraldo. Y Eurialo contestando a Alkinoo, habló así: —Rey Alkinoo, el más ilustre de todos los ciudadanos yo desagravia-
ré a nuestro huésped, según me ordenas y le entregaré esta espada de bronce cuyo puño es de plata y cuya vaina es de marfil recién labrado. Tal regalo será digno de él. Esto diciendo, puso la espada de clavos de pata en las manos de Ulises y le dirigió estas palabras aladas: —¡Salud, huésped, mi padre; y si he proferido alguna palabra enojosa, que los vientos se la lleven! Que los Dioses te permitan regresar a tu patria y volver a ver a tu esposa, ya que has sufrido largo tiempo lejos de los tuyos. Y el ingenioso Ulises le repuso: —Yo también, amigo mío, te saludo. Que los Dioses te concedan muchos bienes, y que no eches de menos esta espada que me das en desagravio de tus palabras. Así dijo, y suspendió de sus hombros la espada de clavos de plata. Después declinó Helios, y los espléndidos presentes fueron llegando; y los heraldos los depositaron en el palacio de Alkinoo, donde sus irreprochables hijos, después de recibirlos, colocáronles ante su madre venerada. La Fuerza sagrada de Alkiloo mandó a los faiakienos venir a su palacio; se sentaron sobre elevados sitiales, y la Fuerza sagrada de Alkinoo habló así a Arete: —Dispón, mujer, un hermoso cofre, el más hermoso que tengas, y pon en él un manto bien lavado y una túnica. Que se ponga una vasija al fuego y que se temple agua, para que nuestro huésped, después de bañarse, contemple los regalos que le han traído los eximios faiakienos y se regocije con la comida y el canto del Aeda. Y yo le daré esta hermosa copa de oro, para que me recuerde todos los días de su vida cuando haga en su casa libaciones a Zeus y a los otros Dioses. Habló así, y Arete mandó a sus siervas poner al instante una gran vasija al fuego. Y pusieron al fuego ardiente un baño, echaron agua en él y encendieron leña debajo. Y el fuego envolvió el baño de tres pies, y el agua se templó. Mientras tanto, bajó Arete de su alcoba nupcial, con destino a su huésped, un hermoso cofre, y en él colocó los espléndidos presentes, los vestidos y el oro que los faiakienos le habían regalado. Por sí misma añadió un manto y una soberbia túnica, y dijo a Ulises estas palabras aladas: —Examina tú mismo esta tapa y ciérrala con un nudo para que nadie pueda, durante el camino, robarte alguna cosa mientras duermes un dulce sueño en la negra nave. Apenas oyó esto, el paciente y divino Ulises cerró presuroso el cofre,
haciendo un complicado nudo que la venerable Circe le enseñara algún día. Después la despensera le instó para que se bañara, y él descendió al baño, experimentando un pleno gozo al sentir el agua tibia, pues hacía mucho tiempo que no usaba de estos cuidados, desde que abandonó el palacio de Calipso, la de la hermosa cabellera, donde estaba atendido como un Dios. Las sirvientas, después de lavarle, le ungieron con oloroso aceite, y le vistieron una túnica y un hermoso manto; salió de allí y fue a unirse a los hombres, que bebían vino. Y Nausicaa, que había recibido de los Dioses la hermosura, se detuvo en el umbral de la estancia bien construida, y mirando a Ulises con admiración, le dijo estas palabras aladas: —¡Salud, mi huésped! Quieran los Dioses que cuando te halles en tu patria te acuerdes de mí, a quien debes la vida. Y el ingenioso Ulises le respondió: —Nausicaa, hija del magnánimo Alkinoo, si Zeus el tempestuoso, esposo de Hera, me concede que vea el día de mi regreso a mi palacio, cuenta que allí, como una Diosa, te dirigiré preces todos los días de mi vida, porque tú me has salvado, ¡oh doncella! Dijo, y se sentó en un sillón al lado del rey Alkinoo. Y los hombres hicieron particiones y mezclaron el vino. Y un heraldo llegó, conduciendo al armonioso Aeda Demodoco, venerado por el pueblo, y le sentó en medio de los convidados, junto a una alta columna. Entonces, Ulises, cortando la mejor parte de un lomo de cerdo de blancos dientes, que era abundante en grasa, dijo al heraldo: —Toma, heraldo, esta carne y ofrécesela a Demodoco para que la coma, que quiero honrarle, aun cuando esté afligido. Los Aedas son dignos de homenaje y respeto entre los mortales, pues la Musa les ha enseñado a cantar y ella ama su raza. Habló así, y el heraldo puso el manjar en manos del héroe Demodoco, que lo recibió lleno de júbilo. Y todos pusieron mano a las viandas colocadas ante ellos. Y cuando se hubieron satisfecho de comer y beber, el ingenioso Ulises dijo a Demodoco: —Te celebro más que a los demás mortales, Demodoco, porque la Musa, hija de Zeus, o Apolo, han debido inspirarte, ya que has cantado admirablemente el destino de los acayos, los males y trabajos que sufrieron, como si hubieras estado presente o si le hubieras escuchado de un argivo. Mas ahora canta al caballo de madera que Epeo construyó con la ayuda de Atenea y que el divino Ulises condujo con su astucia hasta la ciudadela, después de llenarle con los hombres que destruyeron a Ilios.
Si me relatas con exactitud estas cosas, yo diré a todos los hombres que un Dios te ha dotado con benevolencia del canto divino. Así dijo, y el Aeda, inspirado por un Dios, comenzó a cantar. Cantó primero como los argivos, a bordo de sus naves de bancos para remeros, se alejaron, después de prender fuego a sus tiendas, mientras los otros estaban ya con el ilustre Ulises encerrados en el caballo que ellos mismos habían llevado arrastrando hasta el ágora de los troyanos. Allí el caballo se erguía, mientras a su alrededor los troyanos, sentados, proferían mil palabras. Tres designios les placían: hender la hueca madera con el bronce cortante, precipitarla desde una altura sobre las rocas o conservarla como una vasta ofrenda a los Dioses. Este último designio había de cumplirse, pues era fatal que la ciudad se arruinase cuando tuviera entre sus muros el enorme caballo de manera, donde estaban los príncipes argivos, que luego habían de llevar el exterminio y la Ker a los troyanos. Y Demodoco cantó cómo los hijos de los aqueos salieron súbitamente del caballo, su hueca emboscada y saquearon la ciudad. Después cantó la devastación de la ciudad escarpada, y cómo Ulises y el divino Menelao, y el rudísimo combate que se libró en este lugar, y cómo vencieron con la ayuda de la magnánima Atenea. Cantaba estas cosas el ilustre Aeda, y Ulises desfallecía, y cayendo de sus párpados las lágrimas, le bañaban las mejillas. Igual que una mujer estrecha entre sus brazos y llora a su caro esposo, caído ante su ciudad y ante su gente en defensa de sus hijos, y viéndole muerto y todavía palpitante, se arroja sobre él lanzando gritos, mientras los enemigos, hiriéndola el pecho y las espaldas con el palo de sus lanzas, la conminan con hacerla esclava y someterla al castigo y al dolor, y sus días son marchitados por una triste desesperación, así Ulises vertía lágrimas amargas de sus párpados, ocultándolas a los otros convidados. Solamente Alkinoo, que ocupaba un asiento a su lado, se advirtió de ello, pues le oyó suspirar profundamente, y al punto dijo a los faiakienos, duchos en la ciencia del mar: —Escuchad, príncipes y jefes de los faiakienos, y que Demodoco deje de tañer la cítara sonora. Lo que canta no agrada por igual a todos. Desde el momento en que hemos acabado de comer y el divino Aeda ha comenzado sus canciones, nuestro huésped es presa de un duelo profundo y el dolor ha invadido su corazón. Cese, pues, Demodoco, para que, igual nuestro huésped que nosotros, quedemos satisfechos. Será lo más conveniente, pues hemos preparado el regreso del venerable huésped y le hemos ofrecido presentes de hospitalidad porque le estimamos.
Un huésped suplicante es un hermano para todo hombre cuya alma se enternezca. Por lo tanto, forastero, no me ocultes con astucia lo que voy a preguntarte, pues es justo que hables con sinceridad. Dime cómo te llama tu madre, tu padre, cuántos viven en tu ciudad y los de pueblos inmediatos, pues no hay entre los hombres, viles o ilustres, quien no tenga nombre una vez que nace, ya que los padres que nos engendran nos lo ponen a todos. Dime también cuál es tu tierra natal, tu pueblo y tu ciudad, para que nuestras pensantes naves te conduzcan, pues ellas no han menester pilotos ni gobernalles como las otras, sino que discurren como los hombres y conocen las ciudades y los campos de los hombres, y atraviesan rápidamente el mar envueltas en nieblas y nubes, sin temor a ser maltratadas o a perderse. Sin embargo, oí decir a mi padre Nausitoo que Poseidaón se irrita con nosotros porque conducimos sin daño a los forasteros, y decía que una sólida nave faiakiena naufragaría de regreso de un viaje por el mar sombrío y que una enorme montaña ocultaría nuestra ciudad. Tal decía el anciano. Puede ser que se cumplan estas cosas o pueden no cumplirse, según plazca al Dios. Pero habla y dinos por qué lugares vagaste, los países que has visto, las ciudades populosas y los hombres, ya fueren crueles y salvajes, ya justos y hospitalarios, como place a los Dioses. Di por qué lloras cuando oyes el destino de los argivos, de los danaenos y de Ilios. Los propios Dioses lo quisieron y permitieron la muerte de tantos combatientes para que fuera cantada en los días futuros. ¿Murió alguno de tus parientes delante de Ilios? ¿Quizá tu ilustre yerno o tu abuelo, que son nuestro afectos más cercanos después de los de nuestra propia sangre? ¿O algún irreprochable compañero, ya que un compañero prudente no es en verdad inferior a un hermano?
CANTO IX Y el sutil Ulises, respondiéndole, le dijo: —Rey Alkinoo, el más ilustre de todo el pueblo, es dulce escuchar a un Aeda como éste, semejante a los Dioses por la voz. Yo no creo que haya nada más agradable. La alegría reina en todo el pueblo, y tus convidados, sentados en orden en tu palacio, escuchan el Aeda. Y las mesas están llenas de pan y carne, y el escanciador pone vino en la crátera, y llena y distribuye las copas... Le es gratísimo a mi alma presenciar esto. Pero tú quieres que cuente mis lamentables dolores, y me afligiré más. ¿Por dónde comenzaré? ¿Qué contar luego? ¿Cómo acabar, si los Dioses del Urano me han agobiado con infinitos males? Diré primero mi nombre, para que lo sepáis y me conozcáis, y para que, si huyo de la muerte cruel, sea vuestro huésped, aun cuando viva en una casa lejana. Soy Ulises Laertiada, y todos los hombres me conocen por mis astucias, y mi fama ha subido hasta el Urano. Habito en la ilustre Ítaca, donde está el monte Nérito, de frondosos árboles azotados por el viento, y a cuyo alrededor hay muchas islas vecinas, como Dulikio, Same y Zazintos, cubiertas de selvas. Ítaca es la más alejada del continente, y sale del mar del lado de la noche, así como las otras están al lado de Eos y de Helios. Es abrupta, pero fecunda en buenos mancebos, y no hay otra tierra cuya contemplación me sea más grata. La noble Diosa Calipso me retuvo en sus grutas profundas, deseándome por esposo, y al igual que la engañosa Circe1, me detuvo en su palacio de la isla Eea, queriéndome también para esposo, mas no pudieron llevar la persuasión a mi pecho, pues nada hay más dulce que la patria para aquel que, lejos de los suyos, vive en tierra extranjera, aun cuando ocupe un rico palacio. Pero voy a contarte mi doloroso retorno, que me ordenó Zeus cuando salí de Troya. De Ilios el viento me llevó hacia los cicones, hacia Ismaro. Allí destruí la ciudad y maté a sus moradores, y las mujeres y los botines conquistados fueron partidos, y a nadie privé de su lote igual. Después ordené a los míos que huyeran con pie ligero, pero los insensatos no me obedecieron. Bebieron mucho vino y degollaron en la ribera ovejas y bueyes negros de flexibles remos. 1
Maga famosa, hija del Sol y de la ninfa Persea.
Y, mientras tanto, los cicones fugitivos habían llamado a otros cicones, sus vecinos, que habitaban el interior de su país. Y eran numerosos y valientes, tan hábiles para combatir desde los carros como a pie, cuando era preciso. Y vinieron ciertamente al rayar la mañana en tan crecido número como las hojas y las flores primaverales. El fatal designio de Zeus nos cercaba, ¡infelices!, a fin de que sufriéramos mil males. Y nos atacaron desde sus naves ligeras y por ambos costados nos heríamos con nuestras lanzas de bronce. Mientras duró la mañana y la luz sagrada creció, a pesar de su superioridad numérica, el combate fue por nosotros resistido; mas cuando Helios marcó el momento de desuncir los bueyes, los cicones vencieron a los aqueos y seis de mis compañeros de hermosas grebas perecieron en cada nave y los otros escaparon a la muerte y a la Ker. Navegamos, alejándonos de allí, jubilosos de haber evitado la muerte y con el corazón entristecido por la pérdida de nuestros compañeros; pero mis naves, provistas de remos en los dos costados, no se alejaron sin que llamáramos tres veces a cada uno de nuestros compañeros muertos en la playa de los cicones. Y Zeus, que amontona las nubes, sublevó el Bóreas, produciendo una tremenda tempestad, y envolvió de nubes la tierra y el mar, y la noche descendió del Urano. Y las naves marchaban empujadas, fuera de su rumbo, y la fuerza del viento desgarró las velas en tres o cuatro pedazos; y temiendo la muerte, amainamos las naves. Y éstas, a duras penas, fueron llevadas a la orilla, donde durante dos noches y dos días permanecimos rendidos, agobiados de fatiga y de dolor. Mas cuando Eos, la de la hermosa cabellera, se asomó al tercer día, después de enderezar los mástiles y desplegar las blancas velas, nos sentamos en los bancos, y el viento y los pilotos nos llevaron; y hubiera llegado sano y salvo al suelo de mi patria si el mar y la corriente del cabo Maleno y el Bóreas no me hubieran llevado hasta más allá de Cíteres. Fuimos arrastrados durante nueve días por vientos contrarios sobre el mar fecundo en peces; pero al décimo tocamos en el país de los lotófagos, que se alimentan de una flor. Allí, tendidos en la ribera, y después de coger agua, mis compañeros tomaron su alimento junto a las rápidas naves. Entonces elegí a dos de mis compañeros y a un tercero, que fue un heraldo, y les envié a que averiguaran quiénes eran los hombres que habitaban aquella tierra. Partieron aquéllos, y encontraron a los lotófagos, y éstos no les causaron ningún mal, sino que les brindaron con lotos para comer. Y cuando hubieron probado el dulce loto, no volvieron a acordarse de su mensaje ni de regresar, pues, olvidados de todo, querían quedarse con los lotófa-
gos y alimentarse de lotos. Y conducidos a las naves, a despecho de sus lágrimas, les até bajo los bancos de las naves abiertas y ordené a mis queridos camaradas se apresurasen a ocupar las naves, no ocurriera que comiesen loto y olvidaran el regreso. Ocupáronlas, y sentándose ordenadamente sobre los bancos remeros, hirieron con los remos el blanco mar y navegamos en seguida, tristes en nuestro corazón. Y llegamos a la tierra de los Cíclopes2 orgullosos y sin leyes, quienes, confiados en los Dioses inmortales, no plantan árbol por sus manos ni labran la tierra, en la cual, sin siembra ni cultivo, crecen todas las plantas: el trigo, y la cebada, y las viñas, que les dan el vino de sus grandes racimos crecidos bajo las lluvias de Zeus. Y no les son conocidas las ágoras ni las costumbres, y viven en la cima de las altas montañas y en las profundas cavernas, y cada cual de ellos gobierna a su mujer y sus hijos, sin cuidado de los demás. Una pequeña isla se alza a la entrada de la tierra de los Cíclopes, ni próxima ni lejana, cubierta de espesuras donde se multiplican las cabras silvestres. La presencia de los hombres jamás les ha asustado, pues los cazadores que soportan trabajos en el bosque y fatigas en la cima de las montañas no llegan a esta isla. No hay en ella rebaños que pasten, ni tierras de labor, pues ni se siembra, ni se labra, ni la habitan hombres, y sólo alimenta cabras baladoras. Asimismo, tampoco tienen los Cíclopes naves pintadas de rojo, ni quien las construya con bancos para los remeros, que pudieran llevarlos a las ciudades habitadas por los hombres —como éstos cruzan el mar en diversas direcciones—, y en las cuales pueden llegar hasta esta isla, que no es estéril, y bien podría rendir todos los frutos, según las estaciones. Tiene blandas y húmedas praderas a la orilla del blanco mar, y las vides allí crecerían en abundancia, y aquella tierra produciría fácilmente cereales, por ser muy crasa. Su puerto es seguro y no hay en él necesidad de cuerdas, ni de arrojar áncoras, ni de atar calabrotes; y los marinos pueden permanecer tranquilos cuanto su ánimo desee y aguardar a que sople el viento. Al fondo del puerto una fuente limpia mana en el hueco de una gruta rodeada de álamos. Este es el lugar a que fuimos llevados, conducidos sin duda por un Dios durante la noche oscura, en la que nada pudimos ver. Una espesa niebla envolvía las naves y Selene no brillaba en el Urano, todo cubierto de nubes. Y ninguno de nosotros vio la isla por sus ojos ni las enormes 2
Cada uno de los Gigantes, hijos del cielo y de la Tierra, con un solo ojo en medio de la frente.
olas que resbalaban hasta la orilla, hasta que nuestras naves, provistas de bancos remeros, no hubieron tocado tierra. Entonces arrollamos todas las velas y desembarcamos en la orilla del mar; después, durmiendo, aguardamos la llegada de la divina Eos. Cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, recorrimos y admiramos la isla. Y las Ninfas, hijas de Zeus tempestuoso, levantaron cabras monteses para que mis compañeros pudieran hacer su refacción. En seguida sacamos de las naves los corvos arcos y las lanzas de afilada punta de bronce, y divididos en tres grupos, disparamos nuestros dardos, y un Dios nos concedió caza abundante. Doce naves me seguían, y a cada una favoreció la suerte con nueve cabras y a la mía con diez. Así, todo el día hasta la caída de Helios, comimos sentados las carnes abundantes y bebimos vino tinto, pues aún quedaba en las numerosas ánforas que habíamos tomado en la sagrada ciudadela de los cicones. Advertíamos humareda en la tierra de los Cíclopes y percibimos sus voces y los balidos de cabras y ovejas. Y cuando cayó Helis sobrevino la noche y nos acostamos a la orilla del mar. Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, después de convocados a capítulo, dije a mis compañeros: —Quedad aquí, queridos compañeros. Yo, con mi nave y mis marinos, iré a ver cómo son esos hombres, si soberbios, salvajes e injustos, u hospitalarios y temerosos de los Dioses. Cuando así hube hablado, subí a mi nave y ordené a mis compañeros se embarcaran y soltaran las amarras. Se embarcaron, y sentados en orden en sus bancos, hirieron con sus remos en blanco mar. Tan pronto como llegamos a aquella tierra, vimos a uno de sus extremos una honda caverna sombreada de laureles al lado del mar. Y allí reposaban numerosos rebaños de ovejas y de cabras. Junto a ella había pinos y encinas de alto follaje. Allí habitaba un hombre gigantesco que, aislado y lejos de todos, cuidaba de apacentar sus rebaños y vivía haciendo el mal. Era un monstruo prodigioso, en nada semejante a los hombres que comen pan y sí a la cumbre selvosa de una montaña alta que se destaca de entre las demás cumbres. Y entonces mandé a mis compañeros que quedaran al lado de la nave y la guardaran. Y elegí doce entre los más valientes y partí, llevando un odre de piel de cabra lleno de un dulce y negro vino que me había regalado Marón, hijo de Evanteo, sacerdote sacrificador de Apolo y habitante de Ismaro, porque hubimos nosotros de salvarle, respetándole, con su
mujer y sus hijos. Habitaba en el sagrado bosque de Felibo Apolo, y me ofreció valiosos presentes, pues me dio siete talentos de oro bien labrado, una crátera de plata maciza y doce ánforas de vino dulce, puro y divino, que no conocían en su casa ni sus criados ni sus siervas, sino él, su mujer y la despensera. Cuando se bebía este vino rojo, se le mezclaba, para llenar una copa, veinte partes de agua, y aun así, su aroma perfumaba la crátera y era doloroso abstenerse de probarlo. Y yo llevaba un gran odre de este vino y vituallas en un saco, pues mi ánimo audaz me impelía a aproximarse a aquel hombre gigantesco, dotado de extraordinario vigor, salvaje e ignorante de la justicia y de las leyes. Pronto llegamos a su gruta, sin hallarle, pues apacentaba a la sazón sus rebaños en las amplias praderas; pero entramos y contemplamos cuanto allí se veía. Los zarzos estaban cargados de quesos y los establos llenos de corderos y cabritos, cerrados y agrupados separadamente, a un lado los mayores y los recién nacidos a otro. Todos los cacharros de la ordeña estaban llenos y flotaba en ellos la nata y el suero. Mis compañeros me pedían que nos adueñáramos de los quesos y tornáramos rápidamente hacia la nave, volviendo después a sacar de los establos corderos y cabritos, y huyendo luego a través del mar salobre. No lo quise hacer yo, a pesar de haber sido lo prudente, pues deseaba ver a aquel hombre y probar si me hacía los honores de la hospitalidad. Pero su presencia no hubo de ser grata a mis compañeros. Reanimando el fuego y comiendo queso, le esperamos sentados. Y vino de los pastizales, trayendo a hombros un haz de leña seca para preparar su comida, que arrojó a la entrada de la gruta con estrépito. Nosotros nos replegamos, asustados, hacia el fondo del antro. Y metió en la honda caverna todas aquellas robustas ovejas que había de ordeñar, dejando fuera, pero dentro de la cerca, los machos cabríos, los carneros y los carneros padres. Después levantó a pulso un enorme bloque de piedra, tan pesado, que veintidós sólidos carros de cuatro ruedas no hubieran podido mover, y lo colocó en su sitio. Esta era la inmensa mole de que se servía como puerta. Después se sentó y empezó a ordeñar las ovejas y las cabras baladoras con esmero, y puso sus hijuelos a cada una de ellas. Cuajó en seguida la mitad de la blanca leche y la colocó en cestillos tejidos, y echó la otra mitad en vasijas, para beberla a la vez que los manjares que habían de servirle de alimento. Y tan pronto como hubo acabado esta faena, rápidamente encendió lumbre, y advirtiéndonos, nos dijo: —¿Quiénes sois, forasteros? ¿De dónde venís, surcando el mar? ¿Os
guía algún fin o erráis sin oriente, como los piratas que vagabundean en el mar, exponiendo sus almas al peligro y llevando desdichas a los hombres? Así dijo, y nuestro caro corazón quedó espantado del sonido de la voz y del aspecto del monstruo. Mas contestándole, le dije: —Somos aqueos llegados de Troya y erramos a merced de todos los vientos sobre las olas del mar, buscando nuestra tierra por derroteros y caminos ignorados. Así lo quiso Zeus. Nos gloriamos de ser guerreros del Atreida Agamenón, cuya gloria es ciertamente inmensa bajo el Urano, pues ha destruido una gran ciudad y dominado pueblos numerosos. Y nos prosternamos, suplicantes, a tus rodillas, para que seas hospitalario con nosotros y nos ofrezcas los presentes con que es costumbre regalar a los huéspedes. Respeta a los Dioses, ¡oh excelente!, ya que te suplicamos, que Zeus es vengador de los suplicantes y de los forasteros dignos de ser recibidos como huéspedes venerados. Así hablé, y él me repuso con indignado ánimo: —Eres necio, extranjero, o vienes de muy lejos, ya que me ordenas temer a los Dioses y someterme a ellos. Los Cíclopes no se cuidan nada de Zeus tempestuoso ni de los Dioses bienaventurados, porque son más fuertes que ellos. Y no te perdonaré a ti ni a tus compañeros por temor a la cólera de Zeus, sino porque mi alma me lo ordena. Pero dime, ¿dónde has dejado, para llegar hasta aquí, tu bien construida nave? ¿Lejos o cerca? Que lo sepa yo. Habló así, tentándome, pero no pudo confundirme, porque yo sé muchas cosas, y le contesté estas engañosas palabras: —Poseidaón, que sacude la tierra, ha roto mi nave, arrojándola contra las rocas de un promontorio, a un extremo de vuestra patria, y el viento la ha lanzado fuera del mar y con éstos he escapado de la muerte. Así le dije, y con ánimo feroz, no me contestó nada; pero arrojándose sobre mis compañeros con las manos extendidas, cogió a dos de ellos y les aplastó contra el suelo, como a pequeños cachorros. Y su cerebro saltó y mojó la tierra. Y arrancándoles los miembros uno a uno, el Cíclope preparó su alimento. Y los devoró como un león salvaje, y no dejó ni sus entrañas, ni sus carnes, ni sus huesos llenos de médula. Y gimiendo, nosotros alzamos nuestras manos a Zeus frente a aquel horrible espectáculo, pues la desesperanza invadió nuestra alma. Tan pronto como el Cíclope hubo llenado su enorme vientre comiendo carne humana y bebiendo leche sin medida, se tendió a dormir en medio de la gruta, entre sus rebaños. Pensé entonces en mi magnánimo
corazón desenvainar mi aguda espada, y, cayendo sobre él, clavársela en el pecho, allí donde las entrañas envuelven el hígado; pero un nuevo pensamiento me retuvo. Hubiéramos perecido, en efecto, de una horrible muerte, pues no hubiéramos podido mover con nuestras manos el pesado pedrusco con que había cerrado la alta entrada. Y por eso esperamos, afligidos, a que llegara la divina Eos. Cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, el Cíclope encendió lumbre y se puso a ordeñar a sus ilustres rebaños. Y colocó a los hijuelos bajo sus madres. Después, acabada presurosamente la faena, eligió de nuevo a dos de mis compañeros y preparó su comida. Y después que hubo comido, separando sin esfuerzo la enorme piedra, empujó hacia fuera sus pingües rebaños. Y volvió a colocar la roca en su sitio, como la tapa de un carcaj. Y llevó con mucho ruido sus pingües ganados hacia la montaña. Yo me quedé meditando un horrible proyecto, y pensando qué haría para vengarme y para que Atenea escuchara mis votos benévolamente. Y el siguiente designio fue el que mejor pareció a mi corazón. La gran maza del Cíclope yacía en medio de la cerca: un olivo verde, que él había cortado para apoyarse en él cuando estuviera seco. Aquel tronco nos pareció igual al mástil de una nave de carga de veinte remos que hendiera las anchas olas. Tales eran su longitud y grueso. Corté de su alrededor una rama como de una braza, y la di a mis compañeros para que la pulieran. La pulieron, y yo afilé el extremo del venablo y lo pasé por el fuego para endurecerlo, después lo escondí bajo el estiércol abundantemente extendido por toda la caverna, y ordené a mis compañeros sortearse para saber quiénes habían de levantarlo conmigo para hundirlo en el ojo del Cíclope cuando le hubiera tomado el dulce sueño. Y la suerte designó a aquellos mismos que yo hubiera elegido. Y eran ellos cuatro, y yo hacía el quinto, porque ellos me habían elegido. —Toma, Cíclope, y bebe este vino, ya que acabas de comer carne humana, para que conozcas el líquido que encerraba nuestra nave. Te lo traía por si, apiadado de mí, me enviabas a mi patria; pero te enfureces de un modo insuperable. ¡Insensato! ¿Cómo ha de poder aproximársete en lo sucesivo uno solo de los innumerables hombres que existen si careces de juicio? Así le dije; tomó el vino y bebió lleno de júbilo, y después de gustar el dulce brebaje, me pidió le diera más: —Dame más, querido, y dime en seguida tu nombre, a fin de que te ofrezca un presente de hospitalidad del cual te regocijes. La fecunda tierra
rinde también a los Cíclopes un vino generoso y las lluvias de Zeus hacen crecer nuestras viñas; pero este vino está hecho de néctar y ambrosía. Habló así, y de nuevo le di del vino ardiente. Tres veces le ofrecí y las tres veces bebió enloquecido. Y cuando el vino hubo turbado su razón, le hablé con estas palabras halagadoras: —Me preguntas, Cíclope, mi nombre ilustre. Te lo diré y me harás el presente hospitalario que me has prometido. Mi nombre es Nadie. Mi padre y mi madre y todos mis compañeros me llaman Nadie. Así le dije, y con indignado ánimo, hubo de responderme: —Me comeré a Nadie, después que a sus compañeros; a los demás antes que a él. Este será el presente hospitalario que te haré. Dijo así, y cayó de espaldas; y yacente, dobló el monstruoso cuello, y el sueño que a todos rinde le tomó y de su garganta salieron vino y trozos de carne humana, pues vomitaba, ahíto de vino. Entonces metí el venablo de madera entre el rescoldo para calentarse, y exhorté a mis compañeros, a fin de evitar que, asustados, me abandonasen. Después, cuando la estaca de olivo, a pesar de estar verde, iba a empezar a arder, pues brillaba intensamente, la retiré del fuego. Mis compañeros estaban a mi alrededor y un Daimón nos infundió gran valentía. Cogiendo la estaca de olivo afilada por la punta, la hundieron en el ojo del Cíclope, y yo, apretando detrás, la hacía girar igual que un constructor de navíos taladra la madera con un barreno, mientras sus compañeros la sujetan por ambos lados con una correa y aquél gira sin descanso. Así hacíamos nosotros girar la estaca encendida en el ojo del Cíclope. Y la cálida sangre brotaba y la evaporación de la pupila ardiente le quemaba párpados y cejas; y las raíces del ojo crepitaban, como cuando un herrero sumerge una guadaña o una azuela en agua fría y rechina, estridente, al adquirir el temple que da la fuerza al hierro. Así su ojo producía un ruido extraño en torno a la estaca de olivo. Y lanzaba el Cíclope horribles alaridos y las rocas se estremecían. Y nosotros huimos, espantados. Mas él se arrancó la estaca, manchada de mucha sangre, y pleno de dolor, la arrojó lejos. Entonces llamó con grandes voces a los Cíclopes que habitaban a su alrededor, en las cavernas de los promontorios azotados por los vientos. Y al oír sus voces acudieron de todos los lados, y en pie a la entrada y alrededor del antro, le preguntaban de qué se dolía: —¿Por qué, Polifemo, lanzas tales lamentos en la noche divina y nos despiertas? ¿Qué te ocurre? ¿Algún mortal te ha robado tus ovejas? ¿Quiere alguien matarte con fuerza o con engaño?
Y el robusto Polifemo le contestó desde lo hondo de su antro: —¡Oh amigos! ¿Que quién me mata con fuerza o con engaño? Nadie. Y ellos le respondieron con palabras aladas: —Ciertamente, si nadie está contigo, nadie puede hacerte mal. Pero no se pueden eludir los que envía el gran Zeus. Ruega a tu padre, el rey Poseidaón. Así dijeron, y se marcharon. Y mi caro corazón reía porque mi nombre les había engañado tanto como mi sutil astucia. Pero el Cíclope, gimiendo y lleno de dolores, tanteando con las manos, levantó la roca de la puerta, y sentándose allí mismo, extendió los brazos para coger a quienquiera que intentara salir con las ovejas. Pensaba sin duda que yo era necio. Mientras tanto, meditaba yo qué sería lo más conveniente para salvar a mis compañeros y a mí mismo de la muerte. Calculaba astucias y proyectos, ya que se trataba de la vida y nos amenazaba un gran perjuicio. Y esta resolución me pareció acertada en mi ánimo. Los carneros eran gordos y lanosos, hermosos y grandes, y tenían una lana de color morado. Los até de tres en tres con mimbre tejida de la que servía de lecho al Cíclope monstruoso y feroz. El del centro conducía un hombre y los de cada lado ocultaban a un compañero. Pero había un carnero mayor que los demás. Me abracé a sus espaldas, colgando bajo su vientre y sujetas mis manos entre la lana espesa, y revestidos de paciencia y suspirando, esperamos a la divina Eos. Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana se dejó contemplar, el Cíclope empujó los carneros de sus rebaños hacia los pastizales. Y las hembras balaban en los establos, porque no había podido ordeñarlas y sus ubres estaban cargadas. Y él, agobiado de dolores, palpaba el lomo de todos los carneros que pasaban ante él; pero el necio no se enteraba de que mis compañeros iban encogidos bajo el viente de los carneros lanudos. Y el que me conducía a mí entre su espesa lana, abrumado, salía el último, mientras yo revolvía mil proyectos. Y el robusto Polifemo, palpándole, le dijo: —Carnero perezoso, ¿por qué sales de mi gruta el último de todos? Antes nunca te quedabas detrás de los demás, sino que el primero pisabas las tiernas florecillas de los prados y con toda presteza llegabas a la corriente de los ríos, y al anochecer eras el primero en reintegrarte al cercado. Y ahora vienes el último. ¿Echas de menos el ojo de tu amo, que un mal hombre, Nadie, me ha saltado con la ayuda de sus miserables compañeros, después de perturbar mi espíritu con el vino? Pero creo que
Nadie no se librará de la muerte. ¡Pluguiera a los Dioses que tú pudieses comprender, hablar y decirme dónde se esconde de mi furia! En el acto, su cerebro, aplastado, salpicará la caverna aquí y allá, y mi corazón se consolaría de los daños que me ha hecho ese miserable Nadie. Diciendo así, dejó salir al carnero. Apenas me alejé un corto espacio del antro y de la cerca, me descolgué del carnero y desaté a mis compañeros. Desviamos de su camino los grasientos rebaños y los condujimos a nuestra nave. Nuestros queridos compañeros nos acogieron con alegría a los pocos que habíamos escapado de la muerte, pues nos recordaban; y gimieron y lloraron por los otros. Pero con un guiño de mis ojos les prohibí llorar y les ordené metieran en la nave los lanudos carneros y volvieran a hender el mar salobre. Al punto se embarcaron, y sentados ordenadamente en los bancos remeros, hirieron con sus remos el espumoso mar. Y cuando aún estábamos a una distancia en que la voz podía oírsenos, entonces dije al Cíclope estas palabras ofensivas: —Cíclope, no has debido comerte con ferocidad en la abierta caverna a los compañeros de un hombre sin defensa, pues el castigo había de herirte, desdichado, a ti, que sin temor alguno devoraste a tus huéspedes en tu cueva. Por eso Zeus y los demás Dioses te han castigado. Así le dije; él se entregó a la más violenta de las cóleras, y arrancando la cima de una enorme montaña, la arrojó a nuestro paso. Cayó ante la negra proa de nuestra nave, y la extremidad de popa pudo ser rota también, y el mar nos inundó al golpe de esta roca, que le hizo refluir hacia la orilla, arrastrándonos hasta tocar tierra. Mas yo, asiendo con mis manos una larga pértiga, retiré la nave de la orilla, y con un movimiento de cabeza ordené a mis compañeros el manejo de los remos, a fin de escapar de la muerte, y encorvándose todos comenzaron a remar. Y cuando, ya dentro del mar, nos hallábamos a una distancia doble de la anterior, quise de nuevo gritar al Cíclope, y todos mis compañeros se oponían, diciéndome suplicantes: —¡Desdichado! ¿Por qué quieres enojar a ese hombre salvaje? Arrojando esa roca al mar ha arrumbado nuestra nave hasta la orilla, donde hemos podido perecer, y si oye tus palabras o el sino de tu voz, podrá aplastar nuestras cabezas y sepultar nuestra nave bajo otra roca que lance, ya que es tanto su vigor. Así me dijeron, pero no persuadieron a mi magnánimo corazón, y le hablé de nuevo injuriosamente: —Cíclope, si alguno de los hombres mortales te pregunta sobre la ver-
gonzosa razón de tu ceguera, dile que tu ojo ha sido arrancado por Ulises, el destructor de ciudadelas, hijo de Laertes, y que vive en Ítaca. Así le dije, y él me contestó, gimiendo: —¡Oh Dioses! He aquí cómo se cumplen las antiguas profecías que me hicieran. Había aquí un adivinador excelente y grande, Telemo Eurimida, que a todos superaba en el don de adivinar y que envejeció haciendo profecías entre los Cíclopes. Y él me dijo que me ocurrirían cuantas cosas acaban de ocurrirme, y que sería privado de la vista por Ulises. Mas yo pensaba que sería un hombre de gran talla y hermoso, y que llegaría a mí dotado de una inmensa fuerza. ¡Y es un hombre insignificante, pequeño y sin valor quien me ha privado del ojo, después de haberme dominado el vino! Llégate aquí, Ulises, para que te regale con los presentes de hospitalidad. Yo pediré al Inmortal que sacude la tierra, que te vuelva a tu patria, pues soy su hijo, y él se gloria de ser mi padre, y me curará, si le place, y no otro alguno de los Dioses eternos ni de los hombres mortales. Habló así, y yo le contesté: —Pluguiera a los Dioses que te hubiera arrancado el alma y la vida y enviádote a la morada de Edes tan seguramente como Él no te curará el ojo. Así le dije, y en el acto suplicó al rey Poseidaón, extendiendo las manos hacia el Urano estrellado: —¡Escúchame, Poseidaón de cabellos azules que sujetas la tierra! Si en verdad soy tu hijo y si tú te glorias de ser mi padre, haz que Ulises, devastador de ciudades, hijo de Laertes, y que vive en Ítaca, no retorne jamás a su patria. ¡Mas si su destino es el de volver a ver a sus amigos y el de volver a entrar en su bien construido palacio y en su patria, que no llegue sino muy tarde, después de haber perdido a sus compañeros y a bordo de una nave ajena, y que padezca después de llegar a su morada! Así suplicó, y el Inmortal de la cabellera azul le prestó oídos. En el acto levantó un peñasco más pesado, y volteándolo, lo arrojó con inmensa fuerza. Cayó detrás de nuestra nave de azulada popa, faltando poco para partir el gobernalle, y el mar se agitó con el golpe; pero las olas esta vez empujaron la nave con rumbo a la isla, y fuimos devueltos luego allí donde estaban las otras naves de bancos remeros. Y nuestros compañeros se hallaban sentados y nos aguardaban llorando. Apenas abordamos, arrastramos la nave a la arena y saltamos a la orilla. Después de sacadas de la abierta nave, nos repartimos las reses del Cíclope, y ninguno se quedó sin su lote. Y mis compañeros me dieron
en carnero además de la parte que me correspondía. Y después de sacrificarlo sobre la orilla a Zeus Cronida que amontona las negras nubes, quemé los muslos en su honor. Pero Zeus no hizo caso de mi sacrificio; antes bien, pensaba en perder todas mis naves de bancos remeros y a todos mis caros compañeros. Y nosotros descansamos allí durante todo el día hasta la caída de Helios, comiendo abundante carne y bebiendo dulce vino. Y cuando Helios cayó y sobrevino la sombra, nos tendimos a la orilla del mar. Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, mandé a mis compañeros que se embarcaran y desataran los calabrotes. Y en el acto se embarcaron, y sentándose ordenadamente en sus bancos, hirieron el blanco mar con sus remos. Y desde allí navegamos, tristes nuestro corazones; pues si bien nos libramos de la muerte, también habíamos perdido a nuestros queridos compañeros.
CANTO X Y arribamos a la isla Eolia, donde moraba Eolo Hipotada, caro a los Dioses inmortales. Y un irrompible muro de acero rodeaba la isla toda, y una roca escarpada la bordeaba por doquier. Doce hijos habían nacido en el palacio real de Eolo: seis hijas y seis hijos, llenos de juventud. Y unió sus hijas a sus hijos, para que aquéllas fuesen las esposas de éstos; y todos disfrutaban de un continuo banquete al lado de su amado padre y de su madre venerada, y numerosos manjares tenían a su alcance. Durante el día, la casa y el patio, olorosos, resonaban; y durante la noche, todos dormían al lado de sus castas mujeres, sobre los tapices de sus labrados lechos. Y nosotros entramos en la ciudad y en sus hermosas moradas. Y por espacio de un mes me acogió Eolo y me preguntaba noticias de Ilios, de las naves argivas y del retorno de los aqueos. Y yo le informé de todas estas cosas convenientemente. Y cuando le pedí que me concediera partir y repatriarme, no rehusó y me preparó el retorno. Me regaló un odre hecho con la piel de un buey de nueve años, en el cual encerró el soplo de los vientos tempestuosos, pues el Cronida le había hecho dueño de los vientos, concediéndole poder para suscitarlos o apaciguarlos, según su voluntad. Y con una espléndida ligadura de plata ató el odre en la abierta nave, a fin de que no se escapara ningún soplo. Y después nos envió el Céfiro, para que llegara a nuestras naves y a nosotros. Mas esto no se cumplió así, pues había de perdernos nuestra imprudencia. Sin tregua, navegamos durante nueve días y nueve noches, y al llegar al décimo día se alcanzó a divisar la tierra patria y vimos las hogueras encendidas por sus habitantes. Pero yo iba fatigado, y el sueño me rindió. Había gobernado todo el tiempo la nave, con el fin de llegar pronto al suelo de mi patria, y después cedí el timón a mis compañeros. Hablaban éstos entre ellos, suponiendo que llevaba oro y plata, regalo del magnánimo Eolo Hipotada. Y se decían unos a otros: —¡Oh Dioses! En verdad que Ulises es apreciado por todos los hombres y festejadísimo por los habitantes de las ciudades adonde llega. Ha sacado de Troya, en razón de botín, multitud de cosas hermosas y de valor, mientras nosotros regresamos a nuestras casas con las manos vací-
as, habiendo hecho tanto como él. ¡Y ahora, Eolo, por amistad nada más, le ha colmado de presentes! Veamos ahora mismo la cantidad de oro y plata que encierra el odre. Así hablaban, y prevaleció el mal consejo. Abrieron, pues, el odre, y todos los Vientos se escaparon. Y en el acto, la tempestad furiosa nos llevó por el mar, sollozando, lejos de la tierra patria. Y habiendo despertado, consulté a mi corazón irreprochable si debía sucumbir, arrojándome de la nave al mar, o si, permaneciendo entre los vivos, padecería en silencio. Y entre los vivos quedé, y soporté mis trabajos. Y me tumbé en el fondo de mi nave mientras todos eran de nuevo arrastrados por los embates del viento hacia la isla Eolia, llorando afligidos. Una vez en tierra, nos pertrechamos de agua, y mis compañeros tomaron en seguida su alimento al lado de las naves. Cuando hubimos comido y bebido, elegí un heraldo y otro compañero, y volví a la ilustre morada de Eolo. Y le hallé comiendo con su esposa y sus hijos. Ya en la casa, nos sentamos al umbral de la puerta. Y todos, atónitos, me interrogaban: —¿Por qué has regresado, Ulises? ¿Qué Daimón te ha traído la desgracia? ¿No habíamos preparado tu retorno, a fin de que llegases a tu patria tierra, a tus lares o adonde te fuera grato llegar? Así me hablaron, y yo les respondí, triste mi corazón: —Mis malos compañeros me han perdido, y antes que ellos el sueño funesto. Pero venid en mi ayuda, amigos míos, ya que vosotros podéis. Así les dije, tratando de halagarles con palabras de lisonja; pero permanecieron mudos, y su padre me respondió: —¡Sal inmediatamente de esta isla, perverso el que más de los mortales! ¡No me es dado socorrer ni repatriar a un hombre odioso a los Dioses bienaventurados! ¡Vete pues, ya que, si ahora volviste, es que eres aborrecido de los Dioses venturosos! Dijo, y me expulsó de sus estancias, mientras yo suspiraba profundamente. Y navegando, nos alejamos, tristes en nuestro corazón; pues el ánimo de mis compañeros estaba deprimido por la fatiga cruel de los remos, y el regreso nos parecía imposible, por nuestra propia imprudencia. Y así navegamos seis días y seis noches. Y al séptimo llegamos a la gran ciudad de Lamos, situada en la Lestrigonia Telepila. Allí el pastor que llega, llama al pastor que sale y éste le escucha. Allí el pastor que no duerme gana un doble salario, llevando primero bueyes a los pastos y después rebaños de blancas lanas; tan cercanos están los caminos del día de los caminos de la noche. Y arribamos al magnífico puerto, resguarda-
do de altas rocas, y a cuyos dos lados las orillas escarpadas van a encontrarse, dejando apenas una estrecha entrada. Y mis compañeros condujeron allí sus simétricas naves y las amarraron muy juntas en el fondo del puerto, allí donde no se alzan las olas, ni poco ni mucho, y donde constantemente reina una completa tranquilidad. Sólo yo dejé mi negra nave fuera y la amarré a las puntas de una roca. Después subí a la cumbre de un escollo, y desde allí no vi los trabajos de los bueyes, ni los de los hombres, sino solamente el humo que se alzaba de la tierra. Entonces elegí a dos de mis compañeros y a un heraldo, y les envié a que averiguaran qué hombres comían pan y habitaban en aquella tierra. Y partieron, tomando un ancho camino, por donde los carros conducían a la ciudad la madera de las altas montañas. Y encontraron, antes de llegar a la ciudad, a una joven doncella, hija del robusto Lestrigon Antífates, que bajaba a buscar agua a la limpia fuente de Artacia, que surtía a los vecinos de la ciudad. Aproximándose a ella, preguntáronle quién era el rey que reinaba en estos pueblos; y ella les indicó el elevado palacio de su padre. Llegáronse a la ilustre mansión y hallaron a una mujer, alta como una montaña, y quedaron espantados. Mas ella llamó en seguida al ágora a su marido, el ilustre Antífates, que guardaba un lúgubre designio, pues eligió a uno de mis compañeros para devorarle. Y los otros dos, fugándose precipitadamente, volvieron a las naves. Entonces Antífates gritó por la ciudad, y los robustos lestrigones, a su voces, llegaron de todas partes en gran número, y semejantes no a hombres, sino a gigantes. Lanzaron pesadas piedras arrancadas del roquedo, y un enorme estruendo se alzó de los hombres moribundos y de las naves aplastadas. Y los lestrigones atravesaban a los hombres como a peces y les convertían en lúgubre manjar. Y mientras así les mataban en el interior del puerto, saqué de la vaina mi aguda espada y corté las amarras de mi negra nave, y en seguida mandé a mis compañeros que se encorvaran sobre los remos con el fin de alejarnos de nuestra perdición. Y todos a la vez se encorvaron sobre los remos, temiendo a la muerte. Así, mi nave ganó la alta mar, esquivando las pesadas piedras, pero todos los demás perecieron allí. Y seguimos navegando hacia adelante, tristes nuestros corazones por haber perdido a nuestros compañeros, pero alegres de haber escapado a la muerte. Y llegamos a la isla Eea, que es donde habitaba Circe, la de los hermosos cabellos, venerable y elocuente Diosa, hermana del prudente Aetes, pues ambos eran hijos de Helios, que ilumina a los hombres, y su madre era Perse, hija del Océano. Y condujimos nuestra nave al abrigo de una
ancha rada, a la que sin duda un Dios empujó. Luego, ya desembarcados, permanecimos allí dos días con el ánimo abatido de fatiga y de dolor. Y cuando Eos, la de la hermosa cabellera, nos trajo el tercer día, tomando mi lanza y mi aguda espada abandoné la nave y subí a un altozano, desde donde pude ver hombres y escuchar sus voces. Y desde la escarpada cumbre donde me hallaba vi elevarse de la vasta tierra, en medio de un bosque de frondosas encinas, el humo del palacio de Circe. Después pensé en mi alma y en mi corazón si me llegaría a ver de cerca el humo que contemplaba; pero me pareció más cuerdo volver a mi nave rápida y a la orilla del mar, hacer que comieran mis compañeros y enviar después a ellos a ver la población. Mas cuando ya llegaba cerca de mi nave, un Dios que, sin duda, se apiadó de verme solo, colocó a mi paso un gran ciervo, de elevada cornamenta, que bajaba de los pastizales de la selva para beber en el río, porque el ardor de Helios le agobiaba. Según avanzaba le herí en medio de la espina dorsal, atravesándole con la hoja de bronce, y bramando cayó en el polvo y la vida se le escapó. Me acerqué y extraje la lanza de bronce de la herida, dejándola en el suelo; y arrancando todo género de ramas verdes, hice una lía de largo de una braza, y até con ella las pezuñas del hermoso animal. Y colgándomele del cuello, me dirigí a mi nave, apoyado en la lanza, pues no hubiera podido sin ella sostener una pieza tan grande sobre mis espaldas. Lo arrojé ante la nave y reanimé a mis compañeros, dirigiendo a cada uno de ellos estas palabras halagüeñas: —¡Oh amigos! Si bien somos desgraciados, no descenderemos a las moradas de Edes mientras no nos llegue el día fatal. Salid, fuera, pues, de la rápida nave; pensemos en comer y beber, y no padezcamos más hambre. Así les dije, y obedeciendo a mis palabras, desembarcaron en la orilla y contemplaron el ciervo, admirados de su tamaño. Y cuando se cansaron de mirarlo, laváronse las manos y prepararon una excelente comida. Y durante todo el día, hasta la caída de Helios, permanecimos sentados, comiendo abundante carne y bebiendo dulce vino. Y cuando Helios cayó y las sombras sobrevinieron, nos dormimos a la orilla del mar. y cuado Eos, la de los dedos rosados, la hija de la mañana, se dejó contemplar, convocando a los míos, dije así: —Escuchad mis palabras, compañeros y soportad con paciencia vuestros males, ¡oh amigos!, pues no sabemos, en verdad, cuál es el poniente ni cuál el levante, de qué lado se alza Helios sobre la tierra para alumbrar a los hombres, ni por qué lado se oculta; deliberemos prontamente si algo nos es necesario, que yo pienso que no. Desde la altura donde he
estado he visto que esta tierra está constituida por una isla que el mar sin límites envuelve. Es pequeña y he contemplado el humo elevándose entre una selva de frondosas encinas. Así les hablé, y sus caros corazones se afligieron al recordar los crímenes de Lestrigon Antífates y las violencias del soberbio Cíclope, comedor de hombres. Y lloraron, vertiendo abundantes lágrimas. Pero a nada les condujo llorar. Dividí a mis valientes compañeros y di un jefe a cada grupo. Yo me puse al frente de uno y Euriloco al frente de otro. Las suertes se echaron en un casco de bronce, y salió la del magnánimo Euriloco. Y partió presuroso, aunque llorando, con veintidós compañeros, que nos dejaron también sollozantes. Y hallaron en un valle, sito en un descampado, los palacios de Circe, elevados sobre piedras pulidas. Y en sus alrededores vagaban lobos monteses y leones, pues Circe habíalos domesticado administrándoles pérfidas mixturas; y no sólo no se arrojaban sobre los hombres, sino que se les acercaban moviendo sus largas colas, como los perros acarician a su amo cuando acaba de comer y suele arrojarles buenos despojos. Así también los lobos de fuertes uñas y los leones rodearon, acariciantes, a mis compañeros; y éstos se asustaron al ver a semejantes fieras temibles y se detuvieron a las puertas de la Diosa de hermosos cabellos. Y escucharon a Circe, que cantaba con una hermosa voz en su morada, mientras tejía una divina tela, tal como son las labores ligeras, graciosas y espléndidas de los Dioses. Entonces, Polites, jefe de hombres, el más caro de mis compañeros, dijo el primero: —¡Oh amigos! ¿Qué mujer teje esa gran tela y canta con tan hermosa voz en esta casa, que hace resonar los muros? ¿Es una Diosa o una mujer mortal? Llamémosla. Obedeciéronle, y todos llamaron a voces. Y Circe salió en seguida, y abriendo las magníficas puertas, invitóles, y todos la siguieron imprudentemente. Sólo Euriloco quedó fuera, sospechando una emboscada. Y Circe, haciendo entrar a mis compañeros, les obligó a sentarse en sillas y sillones. Mezcló luego vino de Pramnio con queso, harina y miel dulce, pero puso veneno en el pan, con el fin de hacerles olvidar el suelo de su patria. De todo les ofreció; ellos comieron y bebieron, y tocandoles con una varita, les encerró en pocilgas. Tenían la cabeza, la voz, el cuerpo y las cerdas del puerco, pero su espíritu seguía siendo el mismo de antes. Y lloraban cuando se vieron encerrados; y Circe, para que comieran les dio bellotas y hayucos, que es de lo que se alimentan los cerdos que se revuelcan en la tierra.
Pero Euriloco volvió apresuradamente a la nave negra y rápida para enterarnos de la triste fortuna de nuestros compañeros. Y no podía hablar, contra su deseo, pues su corazón estaba henchido de una gran pena y sus ojos llenos de lágrimas y su ánimo transido de pensar. Más, como nosotros le preguntáramos anhelosamente, él nos contó la desgracia de sus compañeros: —Habíamos caminado a través de la selva, como tú ordenaras, ilustre Ulises, y hallado en un abierto valle unos hermosos palacios, construidos sobre piedras pulimentadas. Allí una Diosa o una mujer mortal cantaba armoniosamente, tejiendo una gran tela. Mis compañeros la llamaron a voces. En seguida apareció, y abriendo la hermosa puerta, invitóles a pasar, y todos la siguieron imprudentemente, y yo quedé fuera, temiendo una emboscada. Todos desaparecieron a la vez, y ninguno ha vuelto a presentarse, aun cuando les he esperado largo tiempo. Dijo así, colgué de mis hombros una gran espada de bronce con clavos de plata y un arco, y mandé a Euriloco que me enseñara el camino. Pero tomándome las manos y cogiéndose a mis rodillas, llorando, me dijo estas palabras aladas: —No me lleves allá mal de mi agrado, ¡oh Divino!, déjame aquí. Sé que tú no has de volver ni rescatarás a ninguno de nuestros compañeros. Huyamos pronto con éstos, que aún podremos quizá escapar al negro destino. Así habló, y yo le respondí: —Euriloco, quédate aquí comiendo y bebiendo, junto a la abierta y negra nave. Yo he de ir allá, porque una necesidad inexorable me lo exige. Dicho esto, me alejé del mar y de la nave, y cruzando los valles sagrados, llegaba ya al gran palacio de la envenenadora Circe, cuando Hermes, el de la varita de oro, salió a mi encuentro, viendo que me acercaba, bajo la forma de un joven dotado de toda gracia de la adolescencia. Y tomándome de la mano, me habló así: —¡Desdichado! ¿Dónde vas solo, entre estas colinas, desconociendo estos lugares? Tus compañeros están encerrados en el palacio de Circe, y habitan, como los cerdos, las pocilgas bien construidas. ¿Vienes, acaso, a libertarlos? En verdad, no creo que tú vuelvas tampoco, sino que quedes donde ellos están. Pero yo te libraré de ese peligro; yo te salvaré. Toma este excelente remedio, y llevándolo contigo llama en la morada de Circe, que él alejará de tu cabeza el día fatal. Te revelaré los malos propósitos de Circe. Te preparará una mixtura y te pondrá veneno en el pan; mas no podrá encantarte, porque el excelente remedio que yo te daré no
le permitirá. Y voy a decirte lo que falta. Cuando Circe te haya tocado con su larga varita, arrójate sobre ella como si quisieras matarla. Entonces, llena de temor, te invitará a acostarte con ella. No rehúses tú el lecho de una Diosa, a fin de que liberte a tus compañeros y a ti te trate con benevolencia. Pero oblígale a prestar el gran juramento a los Dioses venturosos para que no tienda otra celada y, teniéndote desnudo, no te prive de tu virilidad. Después de decir esto, el Matador de Argos me dio el remedio, que arrancó de la tierra, y me explicó su naturaleza. Su raíz era negra y su flor semejante a la leche. Los Dioses la llaman «Molly», y es muy difícil de arrancar por manos de los hombres mortales; pero los Dioses todo lo pueden. Después Hermes se elevó hacia el Olimpo, sobre la isla frondosa, y yo me dirigí al palacio de Circe, revolviendo mientras caminaba mil pensamientos en mi corazón. Y deteniéndome ante las puertas de la Diosa de hermosos cabellos, la llamé, y escuchó mi voz, y saliendo en seguida, abrió las puertas magníficas y me invitó a pasar. La seguí, triste en mi corazón, y ya dentro me hizo sentar en un sillón claveteado de lata y bien tallado. Y tenía un escabel a mis pies. En seguida preparó en una copa de oro la mixtura que me destinaba, y meditando el mal en su ánimo, mezcló el veneno. Después de dármelo, y como yo bebiera, me tocó con su varita, y me dijo: —Ve ahora a la pocilga y túmbate con tus compañeros. Así dijo, mas yo saqué de la vaina mi aguda espada y me arrojé sobre ella como si quisiera matarla. Entonces, lanzando un grito, se me prosternó, abrazando mis rodillas, y me dijo, llorando, estas palabras aladas: —¿Quién eres entre los hombres? ¿Dónde está tu pueblo? ¿Quiénes son tus padres? Me sorprende que, habiendo bebido estos venenos, no te hayas transformado. Jamás hombre alguno que los pasó por entre sus dientes los hubo resistido. Tú albergas en tu pecho un ánimo indomable, o eres el ingenioso Ulises, que debía llegar aquí a su regreso de Troya a bordo de su negra y rápida nave, según Hermes, el de áurea varita, me tiene predicho. Pero guarda de nuevo tu espada en su vaina, y acostémonos los dos en el mismo lecho, a fin de que nos unamos y nos confiemos mutuamente. Así lo dijo ella, y yo le respondí: —¡Oh Circe! ¿Cómo me pides dulzura para ti, que has convertido en cerdos a mis compañeros en tu propio palacio, y ahora me retienes aquí, invitándome a ocupar tu lecho en la alcoba nupcial, para que, viéndome
desnudo, me arrebates mi virilidad? No subiré a tu lecho, ciertamente, si al menos no me prestas juramento solemne, ¡oh Diosa!, de que no me tenderás otra celada. Así le hablé, y en el acto juró como le pedía; y cuando hubo pronunciado todas las palabras del juramento, entonces subí a su hermoso lecho. Y las siervas pululaban por la casa. Y eran cuatro, que ponían cuidado en cada cosa. Habían nacido de las fuentes de las selvas y de los ríos sagrados que mueren en el mar. Una de ellas extendió sobre los sillones hermosas cubiertas purpúreas y debajo ligeras telas de lino. Otra colocó ante los sillones mesas de plata, sobre las que puso cestas de oro. Una tercera mezcló el dulce y meloso vino en una crátera de plata y lo distribuyó en copas de oro. La cuarta trajo agua y encendió un gran fuego en un hermoso trípode, donde la puso a templar. Y cuando el agua se hubo templado en el bronce reluciente, me condujo al baño y me lavó la cabeza y los hombros con el agua dulcemente vertida del hermoso trípode. Y cuando me hubo lavado y ungido con el suave aceite, me vistió una túnica y un espléndido manto, y me hizo sentar en un sillón de plata labrada que tenía un escabel al pie. Una sierva echó agua de una hermosa jarra de oro en un recipiente de plata para el aguamanos, y puso ante mí una mesa pulimentada. Y la venerable despensera, benévola con todos, trajo pan y numerosos manjares, que colocó en la mesa. Y Circe me invitó a comer, cosa que no plugo a mi alma. Y yo permanecí sentado, revolviendo mil pensamientos y previendo otros peligros. Pero Circe, viéndome en este estado, sin comer y lleno de tristeza, se acercó a mí y me dijo estas palabras aladas: —¿Por qué, Ulises, permaneces mudo y royéndote el corazón, sin beber y sin comer? ¿Temes alguna otra emboscada? No debes temer nada, pues he prestado un solemne juramento. Así me habló, y contestándole, dije: —¡Oh Circe! ¿Qué varón sensato y prudente osaría beber y comer sin que sus compañeros fueran libertados y visto por él con sus propios ojos? Si benévolamente quieres que coma y beba, liberta a mis compañeros y que yo les contemple. Así le dije, y Circe salió de sus estancias llevando una varita en la mano, y abrió la puerta de las pocilgas. Y sacó a mis compañeros con la figura de cerdos de nueve años. Y colocáronse ante nosotros, e inclinándose, ella frotó a cada uno de ellos con un bálsamo, y de sus miembros cayeron en el acto los pelos que hiciérales crecer la perniciosa mixtura
que les hubo dado la venerable Circe; y recobraron su apariencia de hombres, más jóvenes, más gallardos y más altos que fueran antes. Todos me reconocieron, y oprimiéndome la mano, lloraban de alegría y hacían resonar el palacio con sus gemidos. Y la diosa misma tuvo piedad y, acercándose a mí, me dijo: —Divino Laertiada, sutil Ulises, dirígete ahora mismo hacia tu ligera nave a la orilla del mar. Haz que, ante todo, la saquen a tierra; guardad luego vuestras armas y vuestros tesoros en una caverna y volved aquí en el acto, tú y todos tus compañeros. Tal dijo, mi ánimo generoso se dejó persuadir y me apresuré a volver a mi nave ligera de la orilla del mar, donde a su lado mis queridos compañeros lloraban desoladamente, derramando abundantes lágrimas. Así como las ternerillas retenidas lejos de las praderas se agolpan en torno de las vacas que vuelven al establo después de henchirse de pasto en los egidos, y corren a su encuentro sin que las cercas puedan contenerlas, mugiendo sin descanso a su alrededor, de igual modo, cuando mis compañeros me vieron con sus propios ojos, me rodearon llorando, y sus corazones se emocionaron tanto como si hubieran vuelto a contemplar el patrio suelo de la áspera Ítaca, donde nacieron y hubieron de criarse. Y llorando, me dijeron estas palabras aladas: —Tu regreso, ¡oh Divino!, nos regocija tanto como si viéramos a Ítaca, nuestra patria tierra. Pero dinos de la muerte de nuestros compañeros. Así les hablé, y obedecieron inmediatamente a mis palabras: —Ante todo, saquemos la nave a la ribera y guardemos en una caverna nuestras armas y tesoros. Después apresuraos a seguirme, a fin de que veáis a vuestros compañeros en la sagrada mansión de Circe, comiendo y bebiendo, gozando, en fin, de un abundante convite. Así les hablé, y obedecieron inmediatamente a mis palabras; sólo Euriloco intentó detenerles, dirigiéndoles estas otras aladas: —¡Ah desdichados! ¿Dónde vais? ¿Queréis sufrir los males que os aguardan en los palacios de Circe, que nos convertirá en cerdos, en lobos o en leones, y habremos forzosamente de guardar su morada? Hará lo que el Cíclope, cuando nuestros compañeros fueron a su guarida, conducidos por el audaz Ulises, y allí perecieron, víctimas de su imprudencia. Cuando tal dijo, yo pensé en mi corazón si sacar mi gran espada de su vaina, pendiente a lo largo de mi muslo, y cortarle la cabeza, haciéndola rodar por la arena, a pesar de nuestro parentesco; mas todos los demás compañeros me calmaron, diciéndome estas suaves palabras:
—Dejémosle, ¡oh Divino! Si tú quieres, que se quede al cuidado de la nave. Nosotros te seguiremos a la sagrada mansión de Circe. Apenas dijeron esto, abandonaron la nave y el mar, pues ni Euriloco quedó al lado de la nave, sino que nos siguió, temeroso de mis rudas amenazas. Mientras tanto, Circe, en sus estancias, lavó y perfumó con óleos a mis otros compañeros y les vistió con túnicas y hermosos mantos, y los hallamos comiendo en el palacio. Y cuando todos se vieron reunidos se contaron sus trabajos, llorando tanto, que el palacio resonaba a sus gemidos. Y la noble Diosa, acercándoseme, me dijo: —Divino Laertiada, ingenioso Ulises, no os entreguéis al dolor por más tiempo. Sé cuantos males habéis sufrido en el mar fecundo en peces y cuántos hombres injustos os han hecho padecer sobre la tierra. Pero ahora, comed y bebed y reanimad el corazón en vuestro pecho, tal como antes de abandonar el suelo de la áspera Ítaca, vuestra patria, que si no echáis al olvido vuestras miserias, nunca estará alegre vuestro espíritu, pues habéis sufrido numerosos males. Así dijo, y obedeció nuestro generoso corazón. Y allí quedamos un año, comiendo carnes abundantes y bebiendo dulce vino. Pero al cabo del año, cuando las Horas terminaron su carrera, cuando pasaron los meses y cuando se extinguieron los días, entonces mis compañeros me llamaron para decirme: —¡Desdichado! Acuérdate de tu patria, si todavía es tu sino seguir viviendo y volver a entrar en tu magnífica morada, y en el suelo patrio. Así dijeron, y obedeció mi generoso corazón, Y todo el día, hasta la caída de Helios, permanecimos sentados, comiendo carnes abundantes y bebiendo dulce vino. Y cuando Helios cayó y llegó la noche, mis compañeros se acostaron en las oscuras estancias. Y yo, subiendo al espléndido lecho de Circe, me abracé a sus rodillas, suplicante, y la Diosa escuchó mi voz. Y yo dije estas palabras aladas: —¡Oh Circe! Cumple la promesa que me has hecho de enviarme a mi casa, pues mi alma me empuja, y mis compañeros afligen mi corazón querido gimiendo en torno mío cuando tú no estás presente. Así le hablé, y la noble Diosa me respondió en el acto: —Divino Laertiada, ingenioso Ulises, no permanezcáis más tiempo contra vuestra voluntad en mi palacio; pero es preciso que emprendáis otro viaje y entréis en las moradas de Edes y de la implacable Persefonia, a fin de consultar el alma del tebano Tieresias, el adivino ciego, cuyo espíritu es inmortal. Persefonia otorgó sólo a él el don de que la Muerte
no le arrebatara inteligencia y saber. Los demás no serán sino sombras que vagarán en torno a ti. Así me dijo, y mi caro corazón se desgarró en llanto, sentado yo en su lecho, y mi alma no quería vivir más ni contemplar la lumbre de Helios. Mas después de haber llorado hasta saciarme de amargura, le contesté diciendo: —¡Oh Circe! ¿Quién me enseñará el camino, si nadie llegó jamás al Edes tripulando una negra nave? Hablé así, y la noble Diosa me respondió en el acto: —Divino Laertiada, ingenioso Ulises, no tengas cuidado por tu nave. Siéntate en ella, después de haber izado el mástil y desplegado las blancas velas, y el soplo del Bóreas conducirá tu nave. Mas cuando hayas cruzado el Océano y llegues a la estrecha playa y a los bosques sagrados de Persefonia, donde crecen altos álamos y sauces estériles, detén tu nave en el Océano de profundos remolinos y baja a la negra morada de Edes, allí donde desembocan a la vez el Priflegetón y el Cocito, que es un brazo del agua de la Estigia. Allí hay una roca donde confluyen estos ríos borbollantes. A ella te acercarás, héroe, como yo te lo ordeno, y cavarás un foso de un codo de radio, y a su boca harás libaciones a los muertos, de leche y miel primero, después de vino dulce y, por último, de agua, y echarás en el pozo blanca harina. Suplica entonces a las vanas cabezas de los muertos y promételes que, apenas llegado a Ítaca, sacrificarás en tus palacios la mejor vaca estéril que poseas y encenderás una hoguera formada con ricas cosas, e inmolarás sólo en honor de Tiresias, un carnero completamente negro, el más hermoso de tus rebaños. Después, cuando hayas invocado a las excelsas almas de los muertos, sacrifica un carnero y una oveja negra, vuélvete cara a Erebo, e inclinándote hacia él, contempla la corriente de sus aguas, y numerosas almas de los que ya no sirven acudirán a ti. Entonces pide y manda a tus compañeros que desuellen las reses degolladas por el agudo bronce y las quemen, suplicando a los Dioses, al ilustre Edes y a la implacable Persefonia. Saca tu aguda espada de su vaina que cuelga a lo largo de tu muslo, y no permitas que las sombras vanas de los muertos beban la sangre antes que hayas escuchado a Tiresias. Pronto aparecerá el adivino, príncipe de hombres, y te mostrará tu ruta, te dirá cómo has de verificar tu retorno y cómo cruzarás el mar fecundo en peces. Así dijo, y en aquel instante Eos ocupó su trono de oro. Y Circe me vistió una túnica y un manto. Ella también se cubrió con una larga clámide blanca, ligera y graciosa, ciñó su talle con un hermoso cinturón y
tocó su cabeza con un velo color de fuego. Yo recorrí la casa exhortando a mis compañeros, a cada uno de los cuales dirigí estas dulces palabras: —No continuéis echados y alejad el dulce sueño, pues hemos de partir, ya que la venerable Circe lo permite. Así les dije, y sus generosos corazones se dejaron persuadir. Mas no pude llevarme de allí a todos mis compañeros sanos e indemnes. Elpénor, uno de ellos, joven sí, pero ni muy bravo ni muy cauto, se había tendido en las altas estancias del sagrado palacio de Circe, separadamente de sus compañeros, pues había bebido mucho y apetecía la frescura, y al oír el ruido que aquellos causaran al moverse, levantóse de súbito y, olvidándose de bajar por la escalera, cayó desde el terrado, partióse el cuello y descendió a las moradas de Edes y dije a mis compañeros reunidos: —Quizá penséis que partimos hacia nuestros hogares, hacia la amada tierra patria. Pero Circe nos ha indicado una nueva ruta, la de las moradas de Edes y de la implacable Persefonia, donde hemos de consultar el alma de Tiresias. Así les dije, y su caro corazón se les quebraba, y sentándose, se arrancaban los cabellos. Mas nada remediaron con gemir, pues volvimos a nuestra rápida nave, a la orilla del mar, vertiendo copiosas lágrimas. Y mientra tanto, Circe había llevado a la nave un carnero y una oveja negra, ocultándose fácilmente a nuestros ojos; pues, ¡quién podrá ver a un Dios y seguirle con sus ojos si él no lo quiere!
CANTO XI Apenas llegamos al mar, botamos nuestra negra nave al agua divina. Después, ya izado el mástil y tendidas las blancas velas de la negra nave, cargamos las víctimas ofrecidas. Luego nosotros mismos embarcamos, llenos de tristeza y derramando abundante llanto. Y Circe, la de la hermosa cabellera, Diosa terrible y elocuente, nos envió un viento propicio por detrás de la nave de azulada proa, y este viento, excelente colaborador, hinchó las velas. Cuando todas las cosas estaban colocadas en su sitio, a bordo de la nave, nos sentamos nosotros, y el viento y el piloto nos llevaron. Todo el día bogamos con las velas desplegadas, hasta que Helios cayó y todos los caminos se llenaron de sombra. Y la nave llegó a los límites del profundo Océano. Allí eran el pueblo y la ciudad de los Kimerios, envueltos en nieblas y nubes, y jamás el brillante Helios les miró con sus rayos, ni cuando remontaba el Urano estrellado, ni cuando desde él descendía a la tierra, pues una horrible noche pesaba siempre sobre los míseros mortales. Llegamos allí, varamos nuestra nave, y tan pronto como desembarcamos las víctimas seguimos bordeando la corriente del Océano, hasta que dimos en la comarca que nos indicara Circe. Y Perimedes y Euriloco conducían las víctimas. Saqué mi aguda espada de su vaina, que colgaba a lo largo de mi muslo, cavé una fosa de un codo de radio y dediqué libaciones a todos los difuntos, de leche melada primero, luego de vino dulce, después, en fin, de agua, y desde arriba espolvoreé sobre la fosa blanca harina. Y supliqué a las vanas cabezas de los muertos, prometiéndoles para cuando llegara a Ítaca sacrificar en mis palacios la mejor vaca estéril que tuviera, encender una pira, a la que arrojaría cosas excelentes, e inmolar, sólo en honor de Tieresias, un carnero completamente negro, el más hermoso de mis rebaños. Después de invocar las legiones de los muertos, degollé las víctimas sobre la fosa y corrió la sangre negra. Y las almas de los que ya no viven surgieron en tropel del Erebo. Recién casadas, hombres jóvenes, ancianos que han sufrido muchos males, doncellas llena de pena su alma, guerreros de armas ensangrentadas, heridos por las broncíneas
picas, todos se agolpaban, llegando por doquier al borde de la fosa y levantando un inmenso clamoreo. Y me sobrecogió el terror. Entonces ordené a mis compañeros desollaran las víctimas que yacían degolladas por el bronce cruel, las quemaran y rogaran a los Dioses, al ilustre Edes y a la implacable Persefonia. Y yo me senté, después de meter la aguda espada en la vaina que colgaba a lo largo de mi muslo; y no permití a las vanas cabezas de los muertos beber la sangre hasta tanto que hubiese oído a Tiresias. Llegó la primera el alma de mi compañero Elpénor. No había sido sepultado aún en la vasta tierra, pues nosotros dejamos su cadáver en las estancias de Circe, sin haberle llorado ni enterrado, pues otros ciudadanos nos llamaban. Lloré al verle, y se llenó de piedad mi corazón. Y le dije estas palabras aladas: —Elpénor, ¿cómo viniste a estas espesas tinieblas? ¿Cómo has llegado más aprisa que yo en mi negra nave? Le dije así, y llorando me respondió: —Divino Laertiada, ingenioso Ulises, la mala voluntad de un Daimón y la abundancia de vino me perdieron. Acostado en el palacio de Circe, no pensé en bajar por la larga escalera, y caí desde lo alto del terrado, rompiéndose mi cuello y descendiendo al Edes mi alma. Ahora te suplico, por tus deudos lejanos, por tu esposa, por tu padre, que te crió desde niño, por Telémaco, tu hijo único, que quedó en el palacio (pues sé que, saliendo de la morada de Edes, volverás, a bordo de tu bien construida nave, a la isla Eea), te suplico que allí, ¡oh rey!, me recuerdes; y no te marches sin llorarme y enterrarme, para que no concite sobre ti la cólera de los Dioses. Me quemarás con todas mis armas y alzarás a la orilla del mar espumoso el túmulo de tu desdichado compañero. Cumple todo esto, para que se me recuerde en lo futuro, y clava sobre mi tumba el remo de que me servía cuando viví entre mis compañeros. Así habló, y respondiéndole, le dije: —Cumpliré, infeliz, todas esas cosas. Nos decíamos estas tristes palabras, teniendo yo mi espada sobre la sangre, mientras al otro lado de la fosa mi compañero hablaba largamente. Llegó después el alma de mi difunta madre, de Antilca, hija del magnánimo Autólico, a quien yo dejé viva cuando partí hacia la sagrada Ilios. Y lloré viéndola lleno de piedad mi corazón; pero, a pesar de mi pena, no le dejé beber la sangre antes de que yo escuchara a Tiresias. Y el alma del tebano Tiresias se acercó, llevando un cetro de oro. Me reconoció, y me dijo:
—¿Por qué, ¡oh desdichado!, dejando la luz de Helios, has venido a ver a los muertos en la región tristísima? Apártate de la fosa, retira tu espada para que beba esa sangre y luego te diga la verdad. Habló de este modo y, retirándome, volví a guardar en su vaina mi espada de clavos argénteos. Bebió la sangre negra, y entonces el divino me dijo: —Buscas un feliz regreso, ilustre Ulises, mas un Dios te lo hará difícil; pues no pienso que Aquel que sacude la tierra amanse la cólera de su corazón, y está irritado contra ti porque le cegaste a su hijo. Llegaréis, sin embargo, a vuestra patria, después de sufrir mucho, si quieres contener tu ánimo y el de tus compañeros. Antes, cuando tu nave sólida haya tocado en la isla Trinakia, después de escapar al mar sombrío, encontraréis, paciendo, los bueyes y los nutridos rebaños de Helios, que todo lo ve y escucha. Si los dejáis sanos e indemnes, si tú te ocupas sólo del regreso, llegaréis todos a Ítaca, después de sufrir muchos trabajos; mas si los tocas, si les causas daño, te anuncio la perdición de tu nave y de tus compañeros. Tú te salvarás únicamente y vagarás, mísero, sin tu nave y sin tus compañeros, a bordo de una extraña nave. Encontrarás la desdicha en tu palacio y a unos hombres orgullosos que consumirán tus riquezas y pretenderán a tu esposa, ofreciéndole presentes. Pero tú te vengarás de sus ultrajes a tu llegada. Y después de matar a los pretendientes en tu palacio, ya valiéndote de astucias, ya noblemente, con el bronce agudo, partirás de nuevo, llevando un ligero remo, hasta que halles a unos hombres que no conocen el mar, ni echan sal en sus manjares, ni han visto las naves de roja proa, ni los remos, que son las alas de las naves. Yo te haré una seña, que no te pasará inadvertida. Cuando encuentres a un viajero que crea ver en tu hombre un azote de desgranar trigo, clava el remo en la tierra y sacrifica en sagradas ofrendas al rey Poseidaón un carnero, un toro y un verraco. Llegarás después a tu casa y harás, según corresponda a su estirpe, sagradas hecatombes a los Dioses inmortales que habitan el ancho Urano. La dulce muerte, en fin, te llegará del mar y te encontrarás consumiéndote en una placentera vejez, rodeado del pueblo dichoso. Y ya te he dicho, en verdad, cosas veraces. Habló así, y yo le contesté: —Tiresias, los Dioses mismos, sin duda, han decretado esas cosas. Pero dime la verdad. Yo veo el alma de mi madre muerta. Permanece callada y lejos de la sangre, y no osa hablar a su hijo, ni siquiera mirarle. Dime, ¡oh rey!, cómo me reconocerá. Así hablé, y él me respondió: —Te lo explicaré sencillamente. Guarda mis palabras en tu corazón.
Todos aquellos muertos a quienes tú dejes beber la sangre te dirán cosas veraces; aquellos a quienes rehúses se alejarán de ti. Cuando esto hubo dicho, el alma del rey Tiresias, expuestos sus oráculos, reingresó en la morada de Edes; pero permanecí sin moverme, hasta que mi madre se acercó y bebió la negra sangre. Y en seguida me reconoció, y me dijo, sollozando, estas palabras aladas: —Hijo mío, ¿cómo has bajado en vida a esta tenebrosa niebla? Es difícil a los vivos presenciar estas cosas. Hay entre ellos y nosotros grandes ríos de violentas corrientes, y antes que nada el Océano, que no puede atravesarse, a menos que se posea una bien construida nave. ¿Vienes, acaso, tras errar mucho tiempo, de la ciudad de Troya a bordo de tu nave y con tus compañeros? ¿Acaso no has vuelto a Ítaca, ni has visto a tu mujer ni tu palacio? Así me dijo, y yo le contesté: —Madre mía, la necesidad me ha impulsado hacia las moradas de Edes, a fin de solicitar un oráculo al espíritu del tebano Tiresias. No he llegado, en verdad, ni a Acaia ni a nuestra patria; pues ando siempre errante, lleno de miserias, desde el día que seguí al divino Agamenón hasta Ilios, tierra de excelentes corceles, con el fin de combatir a los troyanos. Pero dime la verdad. ¿Cómo la Ker de la muerte inapelable se apoderó de ti? ¿Fue que caíste enferma? ¿O acaso Artemisa, que se envanece de sus flechas, te mató con sus dulces dardos? Háblame de mi padre y de mi hijo. ¿Me pertenecen aún mis bienes o algún otro hombre los posee, pensando en que yo no he de tornar? Dime también los designios y los pensamientos de la mujer que conmigo se desposó. ¿Conserva a mi hijo a su lado? ¿Guarda mis tesoros intactos? ¿O algunos de los principales aqueos la tiene consigo? Así le dije, y en el acto respondió mi venerable madre: —Tu esposa continúa en tu palacio, afligido su corazón y consumiendo sus días y sus noches en la pena. Ningún otro posee tu excelente dominio; y Telémaco cuida tranquilo de tus bienes y toma parte en decorosos banquetes, como cumple a un hombre que alterna con los otros, pues todos le convidan. Ni cama mullida, ni mantos, ni colchas espléndidas, sino que, en invierno, duerme con sus esclavos en las cenizas del hogar y cubre sus carnes con harapos; y cuando llega el estío y después su madre se queda en la campiña; y ni va a la ciudad, ni tiene del otoño verdeante, se le hacen por doquiera, en su viña fértil, lechos de hojas caídas, y allí se acuesta triste; una gran pena le fluye de su corazón
y llora por su destino, mientras la dura vejez le abate. En cuanto a mí, he muerto cumpliendo mi destino; pero Artemisa, hábil en lanzar flechas, no me ha matado con sus dulces dardos en mi palacio ni me acabó enfermedad alguna de las que se llevan el alma del maltrecho cuerpo; que fue la nostalgia, la pena de tu ausencia, ilustre Ulises, y el recuerdo de tus virtudes, los que me arrebataron la dulce vida. Así me habló, y yo quise, conmovido mi corazón, abrazar el alma de mi difunta madre. Y tres veces lo intenté, pues mi corazón me imbuía a hacerlo, y otras tantas se disipó como una sombra, semejante a un sueño. Y un vivo dolor se acrecía en mi corazón, y dije a mi madre estas palabras aladas: —Madre mía, ¿por qué desapareces cuando quiero abrazarte? En la propia morada de Edes, estrechándonos con nuestros brazos queridos, nos saciaríamos de llanto. ¿Eres, quizá, la imagen que la ilustre Persefonia pone ante mi vista para colmo de mi dolor? Así le dije, y repuso mi madre venerable: —¡Ay, hijo mío, el más desventurado de los hombres! Persefonia, hija de Zeus, no se burla de ti, sino que es ley de los mortales que ya no viven. Los nervios no sostienen ya las carnes ni los huesos, y la fuerza del ardiente fuego los consume tan pronto como la vida desampara la blanca armazón y el alma vuela como un sueño. Mas retorna pronto a la región de la luz y recuerda todas estas cosas para contárselas a Penélope. Mientras hablábamos de este modo, las mujeres y las hijas de los héroes acudieron, enviadas por la ilustre Persefonia. Y se agruparon en gran número alrededor de la sangre negra; y pensaba yo cómo las interrogaría una por una; y me pareció lo mejor en mi ánimo sacar la aguda espada de su vaina, que colgaba a lo largo de mi muslo, y no permitirles beber a un tiempo la sangre negra. Y fueron acercándose una a una, y cada cual dijo su origen, y pregunté a una tras la otra. Primero vi a Tiro, nacida de noble padre, pues me dijo que era hija del irreprochable Salmoneo y esposa de Creteo Eoliada. Se había enamorado del divino río Enipeo, que es el más hermoso de los ríos que corren por la tierra, y siempre paseaba a lo largo de las bellas márgenes de la corriente del Enipeo. Bajo la figura de éste, Aquel que rodea y sacude la tierra salió de las bocas del río borbollante, y una ola azul, igual en tamaño a una montaña, envolvió, encorvándose, al Dios y a la mujer mortal. Desató él el cinturón a la doncella e hizo bajar sobre ella el dulce sueño. Después, cumplidos los amorosos ejercicios, tomó en la suya la mano de Tiro y le dijo así:
—Huélgate, mujer, de mi amor. Dentro de un año darás a luz hermosos hijos, pues la unión con los Inmortales nunca es infecunda. Críalos y edúcalos. Para ti soy sólo Poseidaón que sacude la tierra. Así dijo, y se sumergió en el mar agitado. Y Tiro quedó encinta y parió a Pelias y Neleo, ilustres servidores del gran Zeus. Y Pelias, rico en rebaños, habitó la extensa Iaoleo, y Neleo la arenosa Pelios. Después la reina de las mujeres concibió de su marido Esón a Feres y a Amitaon, domador de caballos. Luego vi a Antiope, hija de Asopo, que se gloriaba de haber dormido en los brazos de Zeus. Tuvo dos hijos: Anfinón y Zeto, los primeros que fortificaron Tebas, la de las cien puertas, y la rodearon de torres, pues no hubieran podido sin estas precauciones, habitar la vasta ciudad, a pesar de su valentía. Después vi a Alemena, la esposa de Anfitrión, que concibió a Heracles, de corazón de león, en un abrazo del magnánimo Zeus, y luego a Megara, hija del orgulloso Creón, que fue la mujer del Anfitrionida, de indomable pujanza. También vi a la madre de Edipo, la bella Epicasta, que cometió inconscientemente un horrible crimen casándose con su hijo. Y éste, luego de matar a su padre, la tomó por esposa y los Dioses revelaron estos actos a los hombres. Y edipo, sufriendo muchos dolores en la agradable Tebas, regía los cadmios por la funesta voluntad de los Dioses; pero Epicasta descendió hasta las moradas de Edes, de sólidas puertas, y ató transida de dolor, una cuerda a una alta viga, legando a su hijo los innumerables infortunios que hacen sufrir las Erinnias de una madre. Después vi a la hermosa Cloris, que algún día Neleo hizo su esposa, prendado de su belleza, luego de ofrecerle los presentes nupciales. Era la hija más joven de Anfión Ianida, que poderosamente reinó en Orcomeno Minicio y en la arenosa Pilos. Tuvo de él hijos hermosos, como Néstor, Cromio y el orgulloso Peliclimeno. Después parió a la ilustre Pero, admiración de los hombres, a quien todos querían por esposa; mas Neleo sólo quiso darla a aquel que trajera de Filace los bueyes de ancha testuz de la Fuerza de Ificlo. Sólo un adivino irreprochable se lo prometió, mas la Moira, enemiga de un Dios, y unas rudas ligaduras y los pastores, lo impidieron. Sin embargo, cuando sucumbieron los días y los meses y terminado un año las estaciones se sucedieron, entonces la Fuerza de Ificlo libertó al irreprochable adivino, y el designio de Zeus se cumplió. Vi luego a Leda, mujer de Tíndaro, que concibió de él dos hijos exce-
lentes: Cástor, domador de caballos, y Pólux, formidable por la fuerza de sus puños. La tierra madre los guarda, vivos aún, y bajo la tierra son honrados por Zeus. Viven allí y mueren alternativamente, y son por igual honrados por los Dioses. Después vi a Ifimedia, esposa de Aoleo, y que decía haber ayuntado con Poseidón. Tuvo dos hijos, cuya vida fue tan breve, el héroe Oto y el ilustre Efialtes, y eran los más hermosos que hubo alimentado la tierra fecunda, excepto el ínclito Orión. A los nueve años median nueve codos de ancho y nueve brazos de altura. Y amenazaron a los Inmortales con llevar al Olimpo los combates de la guerra tumultuaria. Intentaron poner la Osa sobre el Olimpo y al Pelión sobre la Osa, para poder escalar el Urano. Y hubieran podido cumplir sus amenazas si hubiesen llegado a la pubertad; mas el hijo de Zeus, que nació de Leto, la de los hermosos cabellos, les dio muerte a los dos antes que el vello floreciera en sus mejillas y una espesa barba cubriera sus mentones. Después vi a Fedro y a Promris, y a la hermosa Arindea, hija del prudente Minos, que Teseo condujera algún día desde Creta hasta la tierra sagrada de los atenienses; mas no la poseyó, pues Artemisa, advertida por Dionisos, retuvo a Ariadna en Día, isla azotada por las olas. Vi después a Mera, a Climena y a la funesta Erifila, que traicionó por oro a su marido. Y no podré deciros cuántas mujeres, cuántos hijos de héroes vi, ni los nombraría antes de extinguirse la divina noche. Y he aquí que ya es hora de acostarse, sea en la ligera nave, al lado de mis compañeros, sea aquí; y que los Dioses y vosotros tengáis cuidado de mi vuelta. Habló así y todos quedaron inmóviles y llenos de gozo en la oscura morada. Entonce Arete, la de los brazos blancos, dijo la primera: —Faiakienos, ¿qué pensaremos de este héroe, de su gentileza, de su majestad y de su espíritu sereno? Es mi huésped, en verdad, pero el de hospedarle es un honor que conmigo compartís todos. Y no debéis apresuraros a repatriarle sin ofrecerle presentes, ya que él no posee nada. Por la gracia de los Dioses nosotros atesoramos muchas riquezas en nuestros palacios. Entonces el anciano héroe Ekoneo, el más anciano de los faiakienos, habló de esta manera: —¡Oh amigos! La prudente reina nos habla como cumple a su sensatez. Obedecedla. Cumple a Alkinoo hablar y hacer, y a nosotros imitarle. Y Alkinoo dijo: —Yo no puedo proceder de otro modo mientras viva y mande en los
faiakienos, diestros en navegar. Pero quede con nosotros nuestro huésped, a pesar de su deseo de partir, y espere a la mañana, a fin de que yo reúna todos los regalos. Cuido de su regreso con más interés que todos, ya que gobierno el pueblo. Y contestó el ingenioso Ulises, diciendo estas palabras: —Rey Alkinoo, el más ilustre de todos los ciudadanos, si me mandaras permanecer aquí todo el año mientras preparas mi regreso y reúnes para mí espléndidos regalos, obedecería de buena voluntad, pues fuera muy grato para mí volver con las manos llenas a mi querida patria y ser por eso más honrado y enaltecido de los que me vieran de regreso en Ítaca. Y Alkinoo le dijo: —Ulises, no podemos confundirte con un farsante ni con un bribón, como tantos otros vagabundos que alimenta la negra tierra, y que no dicen sino mentiras que nadie puede descubrir. Tu prestancia, tu don de palabra, lo que nos has contado, con tanta gracia y habilidad como un Aeda, de los trabajos de los aqueos y de tus propios trabajos, nos ha llegado al corazón. Dime y háblame sin engaño, si has visto a alguno de los excelsos compañeros que te siguieron a Ilios y fueron muertos por el adverso destino. La noche aún será larga y no ha llegado la hora de descansar en mi palacio. Cuéntame, pues, tus admirables hazañas, y yo te escucharé hasta que venga la divina Eos, si te place conversar de tus dolores. Y dijo así el ingenioso Ulises: —Rey Alkinoo, el más ilustre de todos los ciudadanos, hay tiempo destinado a hablar y tiempo destinado a dormir; más si quieres escucharme, no me apartaré de narrarte mis miserias y las de aquellos de mis compañeros que, después de escapar vivos de la luctuosa guerra de los troyanos, han perecido al regreso, víctimas de la astucia de una mala mujer. Después que la venerable Persefonia hubo dispersado aquí y allá las almas de las mujeres, surgió el alma dolorida del Atreida Agamenón, rodeada de la de aquellos que habían sufrido el designio y habían perecido con él en el palacio de Egisto. Apenas bebió la negra sangre me reconoció, y al punto comenzó a llorar, derramando amargas lágrimas y extendiendo los brazos para estrecharme; mas la fuerza de otros días le había abandonado, como también el vigor que animaba sus miembros flexibles. Y yo también lloraba, henchido de piedad mi corazón, y le dije estas palabras aladas: —Atreida Agamenón, príncipe de hombres, ¿cómo la Ker de la muer-
te funesta ha conseguido domarte? ¿Te ha vencido Poseidaón, conjurando contra tus naves olas inmensas y terribles vientos, o te han herido hombres enemigos en tierra firme, porque les arrebataste sus bueyes y sus grandes rebaños de ovejas, o porque combatías por apoderarte de su ciudad y sus mujeres? Así le dije, y en el acto me respondió: —Divino Laertiada, ingenioso Ulises, no me ha vencido Poseidaón a bordo de mis naves, irritando los inmensos soplos de sus terribles vientos, ni hombres enemigos me han herido sobre la tierra firme; pero Egisto me ha inflingido la Ker y la muerte con la ayuda de mi pérfida esposa. Convidándome a una comida en su morada, me mató como a un buey en el establo, y así sufrí una muerte lamentable. Y en torno a mí mis compañeros fueron degollados como cerdos de blancos dientes que se sacrifican en los palacios de un hombre rico y poderoso para bodas, festines sagrados o comidas de fiesta. Cierto que tú te has encontrado en medio de matanzas de numerosos guerreros, rodeado de muertos, en terrible mezcolanza; pero te hubieras dolido en tu corazón al ver aquello. Yacíamos en las estancias, entre las cráteras y las mesas repletas, y toda la sala estaba salpicada de sangre. Y oí la voz afligida de Casandra, la hija de Príamo, a quien la pérfida Clitemnestra degollaba a mi lado. Y conforme estaba, tendido y moribundo, alcé mis manos en busca de mi espada, pero la mujer de ojos de can se alejó y no quiso cerrar mis ojos ni mi boca en el momento en que yo descendía a la morada de Edes. Nada hay más cruel ni más impío que una mujer que ha podido meditar tales crímenes. ¡Y así, sin embargo, Clitemnestra preparó la miserable muerte del primer marido que la poseyó, y yo perecí de este modo, cuando creía volver a mi morada y ser bien acogido por mis hijos, por mis criados y por mis esclavos! ¡Mas esta mujer, llena de horribles pensamientos, cubrirá con su infamia a todas las mujeres futuras, aun a aquellas que tuvieran la virtud por patrimonio! Así habló, y yo le respondí: —¡Oh Dioses! ¡En verdad que Zeus, que truena desde lo alto, no ha dejado de aborrecer la raza de Atreo, a causa de las acciones de sus mujeres! Ya, a causa de Helena, murieron muchos de los nuestros, y Clitemnestra preparaba su traición mientras estabas ausente. Así dije, y me contestó en el acto: —No seas, pues, benévolo jamás con tu esposa y no le confíes todos tus pensamientos, sino que le dirás algunos y le ocultarás otros. Mas a ti,
Ulises, no te vendrá tu perdición por tu esposa, pues Penélope, la hija de Icario, está dotada de prudencia y de buenas intenciones en su corazón. La dejamos recién casada cuando partimos para la guerra, y su hijo estaba prendido a su pecho; y ahora se cuenta entre los hombres, y es feliz porque su querido padre le verá cuando regrese, y él abrazará a su padre. En cuanto a mí, mi esposa no ha permitido que mis ojos se saciaran mirando a mi hijo, y me ha matado antes. Mas te diré otra cosa, y guarda mi consejo en tu corazón: haz llegar tu nave al querido suelo de tu patria, no pública, sino ocultamente, pues no se debe fiar en las mujeres. Ahora habla y dime la verdad. ¿Has oído decir si mi hijo vive aún, sea en Orcomeno, sea en la arenosa Pilos, sea al lado de Menelao, en la extensa Esparta? Porque, en efecto, el divino Orestes no ha desaparecido aún de la tierra. Así habló, y yo le respondí: —Atreida, ¿por qué me preguntas esas cosas? No sé si es muerto o vivo. Y no conviene hablar inútilmente. Y cambiamos tan tristes palabras afligidos y derramando llanto. Y vino el alma del Peleida Aquiles, y la de Patroclo, y la del irreprochable Antiloco, y la de Áyax, el más alto y hermoso de todos los aqueos, después del irreprochable Peleo, y me reconoció el alma del veloz Eakida, y, gimiendo, me dijo estas palabras aladas: —¡Divino Laertiada, ingenioso Ulises! ¿Cómo has podido meditar algo más grande que tus actos anteriores? ¿Cómo has osado llegar hasta el Edes, donde habitan las vanas sombras de los hombres muertos? Así dijo, y yo le respondí: —¡Oh Aquiles, hijo de Peleo, el más valiente de los aqueos! He venido por el oráculo de Tiresias, porque él me enseñe cómo he de regresar a Ítaca; pues no he llegado a la Acaia ni a la tierra de mi patria, y he padecido mucho. Pero tú, Aquiles, eres más dichoso que todos los hombres que han sido, ninguno de los venideros será más dichoso que tú. Cuando vivías, nosotros los aqueos te honrábamos como a un Dios, y ahora riges a todos los muertos. No te lamentes, pues, Aquiles, ya que así estás, a pesar de ser muerto. Así dije, y él me respondió: —No me hables de la muerte, ilustre Ulises. Preferiría ser labrador y servir por un salario a un hombre pobre que apenas pudiera mantenerme, a reinar sobre los que ya no son. Mas háblame de mi ilustre hijo. ¿Combate en primera fila o no? Dime cuanto hayas oído del irreprochable Peleo. ¿Se halla en posesión de los mismos honores, entre los nume-
rosos mirmidones, o le menosprecian en la Hélade y en Ftia porque la vejez ha entorpecido sus pies y sus manos? ¡Ay! Ya no soy nadie para defenderle bajo el esplendor de Helios, como lo era algún día ante la gran Troya, cuando yo vencía a los más bravos, combatiendo por los aqueos. Si yo apareciera siendo tal, un solo instante en la morada de mi padre, en verdad que dominara con mi fuerza y con mis manos invictas a aquellos que le ultrajaran o le quitaran sus honores. Así dijo, y yo le repuse: —Cierto que nada he oído del irreprochable Peleo; pero he de decir toda la verdad, como deseas, respecto a tu querido hijo Neoptolemo. Por mí mismo le conduje a bordo de una abierta nave desde la isla de Sciro donde estaban los aqueos de hermosas grebas. Cuando convocamos al ágora ante la ciudad de Troya, habló el primero, sin errar nunca, y el ilustre Néstor y yo sólo luchábamos contra él. Cuantas veces combatimos los aqueos en torno a la ciudad de Troya, otras tantas él dejó de mezclarse a la multitud de los guerreros y a la turba, y, por el contrario, corría delante de todos, no cediendo a nadie en valentía. Y mató a muchos guerreros en el terrible combate, y no podría yo nombrarlos ni contarlos, que a tantos dio muerte defendiendo a los aqueos. Y así mató con el bronce al héroe Telefida Euripilo, y a su alrededor numerosos keteos fueron muertos a causa de los presentes de algunas mujeres. Y Euripilo era el más hermoso de los hombres que he visto, después del divino Memnón. Y cuando subimos nosotros, los príncipes aqueos, al caballo que había fabricado Epeo, me encomendaron a mí el cuidado de abrir y cerrar aquella enorme emboscada. Y los demás jefes aqueos vertían lágrimas y temblaban sus miembros; pero nunca le vi palidecer, ni temblar, ni lamentarse. Me rogaba le dejase salir del caballo, y acariciaba su espada y su pesada lanza de bronce, meditando el exterminio de los troyanos. Y cuando hubimos destruido la excelsa ciudad de Príamo, embarcó con una lucida parte del botín en su nave, sano y salvo, sin haber sido herido jamás de bronce agudo, ni de cerca ni de lejos, como ocurre con frecuencia en la guerra cuando Ares enzarza furiosamente a los guerreros. Así habló, el alma del Eakida de los pies ligeros se alejó, marchando apresuradamente por la pradera de asfodelos y alegre porque yo le había dicho que su hijo era ilustre por su bravura. Y las demás almas de aquellos que ya no existen avanzaban tristemente, y cada una me contaba sus dolores; pero sólo el alma del Telamoniada Áyax quedaba a distancia, irritada a causa de la victoria que
yo había obtenido sobre él, junto a las naves, por las armas de Aquiles. La venerable madre del Eakida las depositó ante nosotros, y nuestros jueces fueron los hijos de los troyanos y Palas Atenea. Pluguiera a los Dioses que no le hubiese derrotado en esta lucha, que envió bajo tierra a un cerebro como el de Áyax, el más gallardo y más valiente de los aqueos, después del irreprochable Peleo, y yo le dirigí estas dulces palabras: —Áyax, hijo irreprochable de Telamón, ¿no debías, ni aun después de muerto, deponer tu cólera a causa de las fatales armas que los Dioses nos concedieron para ruina de los argivos? ¡Por eso has perecido tú, que eras para ellos como una torre! Y los aqueos no te han llorado menos que al Peleida Aquiles. Pero la culpa no corresponde a nadie. Zeus solamente, en su odio al ejército de los danaenos, te libró de la Moira, ven ¡oh rey!, escucha mi ruego y domina tu cólera y tu magnánimo corazón. Así le dije, pero no me contestó nada, y se confundió en el Erebo con las otras almas de los que ya no existen. Sin embargo, me hubo hablado como yo le hablé, a pesar de su cólera; pero yo apetecía mejor, en mi caro corazón, ver las demás almas de los muertos. Y vi a Minos, el ilustre hijo de Zeus, que llevaba un cetro de oro, y sentado, juzgaba a los muertos. Y éstos se sentaban y se alzaban a su alrededor, para defender sus causas en la extensa morada de Edes. Después vi al gran Orión cazando en la pradera de asfodelos animales feroces que había matado en otro tiempo sobre las silvestres montañas, llevando en sus manos la maza de bronce que jamás se rompía. Después vi a Ticio, el hijo de la augusta Gea, tendido sobre el suelo, y que medía nueve yugadas de largo. Y dos buitres, uno a cada lado, le roían el hígado con sus picos, y sus manos no les podían alcanzar; porque había ultrajado por la violencia a Leto, la ilustre concubina de Zeus, cuando se dirigía a Pito, a lo largo del riente Panopeo. Y vi a Tántalo, que sufría crueles tormentos, en pie, en un lago que le llegaba hasta el mentón. Y allí permanecía, padeciendo sed y sin poder beber. Cuantas veces, en efecto, el anciano se inclinaba en su deseo de beber, el agua decrecía, absorbida, y la tierra negra aparecía alrededor de sus pies, pues un Daimón la desecaba. Los altos árboles dejaban pender sus frutos sobre su cabeza —peras, granadas, naranjas, higos dulces y aceitunas verdes—, y cuantas veces el anciano quería asirlas con sus manos, el viento las levantaba hasta las nubes sombrías. Y vi a Sísifo, que sufría grandes tormentos conduciendo una inmensa roca con las dos manos. Y se esforzaba en conducirla con sus manos y sus
pies hasta la cumbre de una montaña. Y cuando se hallaba a punto de escalar la cumbre, en aquel instante le flaqueaba la fuerza, y la inmensa roca rodaba hasta abajo. Pero él recomenzaba de nuevo, y el sudor brotaba de sus miembros y el polvo se alzaba por encima de su cabeza. Y vi a la Fuerza de Hércules, o su imagen mejor, pues él se hallaba entre los Dioses inmortales, gozando de sus banquetes y en posesión de Hebe, la de los lindos talones, hija del magnánimo Zeus y de Hera, la de las áureas sandalias. Y en torno a la Fuerza Heracliana el rumor de los muertos era como el de los pájaros, y huían hacia todos los lados. Y Hércules se acercaba, semejante a la sombría noche, el arco en la mano, la flecha sobre la cuerda, con la mirada torva, como el hombre que va a lanzar un dardo. Un espantoso tahalí de oro rodeaba su pecho; en él estaban esculpidas admirables figuras de osos, de jabalíes salvajes y de leones terribles, batallas, luchas y combates aniquiladores de hombres, pues un habilísimo obrero había construido su tahalí. Y viéndome, me reconoció en seguida y me dijo, sollozando, estas palabras aladas: —Divino Laertiada, ingenioso Ulises, sin duda eres desdichado y un mal designio te conduce, como a mí, cuando vivía bajo la claridad de Helios. Era el hijo del Cronida Zeus, mas sufría innumerables desdichas, oprimido por un hombre inferior a mí y que me ordenaba penosos trabajos. Un día me envió aquí para que sacase al perro Cerbero, pensando que éste sería el más cruel de los trabajos; pero saqué a Cerbero y le conduje fuera de las moradas de Edes porque hubieron de ayudarme Hermes y Atenea, la de los ojos claros. Así dijo, y volvió a internarse en la morada de Edes. Y allí quedé yo inmóvil, con el fin de ver a algunos de los hombres heroicos que murieron en los tiempos lejanos, y quizá hubiera visto a los antiguos héroes que deseaba ver —a Teseo, a Peritoo, ilustres hijos de los Dioses—; pero la innúmera multitud de muertos se agitó, con tan enorme tumulto, que el pálido terror me sobrecogió, y temí que la ilustre Persefonia me mandara, desde el Edes, la cabeza del horrible monstruo Gorgona. Y en el acto me volví hacia mi nave, y ordené a mis compañeros que embarcaran y desataran el cable. Y al punto ocuparon sus bancos, y la corriente empujó a aquélla sobre el río Océano con la ayuda de la fuerza de los remos y del viento favorable.
CANTO XII La nave, dejado atrás el río Océano, corrió sobre las olas del mar, allí donde se alza Helios, donde Eos, hija de la mañana, tiene sus mansiones y sus coros, hacia la isla Eea. Cuando llegamos allí, sacamos la nave a la arena; y en la orilla del mar nos acostamos, esperando a la divina Eos. Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, mandé a mis compañeros hacia la casa de Circe, a fin de que trajesen el cadáver de Elpénor, que ya no existía. Después de haber cortado árboles a lo largo de la orilla, hicimos sus funerales, tristes y derramando copiosas lágrimas. Y cuando fueron quemados el cadáver y las armas del difunto, después de construir el túmulo, rematado por una columna, clavamos el remo en lo alto. Hicimos todo esto; pero, de vuelta del Edes, no retornamos a casa de Circe. Ella vino por sí misma, presurosamente, y con ella vinieron sirvientas, que traían pan, carnes abundantes y vino rojo. Y la noble Diosa, en medio de nosotros, dijo así: —Desdichados los que, vivos, habéis descendido a la morada de Edes, pues moriréis dos veces, mientras los demás hombres sólo mueren una. ¡Vamos! Comed y bebed durante todo el día, hasta la caída de Helios; y al nacer el alba volved a navegar, y yo os indicaré el camino y os advertiré de toda cosa, para evitar que sufráis aún males crueles en el mar y en la tierra. Así dijo, y persuadió a nuestra alma generosa. Y durante todo el día, hasta la caída de Helios, permanecimos allí comiendo abundantes carnes y bebiendo vino dulce. Y cuando Helios cayó, sobrevino la noche y mis compañeros se acostaron junto a las amarras de la nave. Pero Circe, tomándome de la mano, me condujo lejos de mis compañeros, y acostándose conmigo, me interrogó sobre cuanto me había ocurrido. Y yo se lo referí todo, y entonces la venerable Circe me dijo: —Así has cumplido todos tus trabajos. Ahora escucha lo que voy a decirte. Un Dios, más tarde, hará por sí mismo que lo recuerdes. Encontrarás primero a las Sirenas, que encantan a todos los hombres que se les aproximan; pero está perdido aquel, que, imprudentemente, escuche su canto, y jamás su mujer ni sus hijos volverán a verle en su morada ni a regocijarse con su vuelta. Las Sirenas le hechizan con su canto armonioso, reclinadas en una pradera al lado de un enorme montón de osamentas de
hombres y de pieles en putrefacción. Navega rápidamente al otro lado y tapa la orejas de tus compañeros con cera blanda, para evitar que alguno las oiga. En cuanto a ti, escúchalas, si te place; pero que tus compañeros te aten, con ayuda de cuerdas, en la ligera nave, a lo largo del mástil, por los pies y por las manos antes de que escuches con una gran delicia la voz de las Sirenas. Y si suplicas, si ordenas a tus compañeros que te desaten, que todavía redoblen las ligaduras. Después de que hayáis navegado lejos de allí, no puedo indicarte cuál, de dos caminos que hallarás, te conviene seguir; tú lo decidirás en tu corazón. Te los describiré, sin embargo. Allá se alzan dos altas rocas, y contra ellas resuenan las grandes olas de Anfitrita, la de los ojos azules. Los Dioses venturosos las llaman las Errantes. Y jamás los pájaros vuelan más allá, ni aun las tímidas palomas que llevan la ambrosía al Padre Zeus. A menudo, una de ellas cae sobre la roca, pero el Padre crea otra, con el fin de que el número quede completo. Ninguna de las naves que se aproximó a estas rocas pudo escapar; y las olas del mar y la tempestad llena de resplandores se llevan los bancos de los remeros y los cuerpos de los hombres. Y una sola nave, surcando el mar, ha llegado más allá: Argos, grata a todos los Dioses, y que volvía de la tierra de Eetes. Y también hubiera sido arrojada contra las enormes rocas; pero Hera la hizo pasar de uno a otro lado, porque Jasón le era grato. Estos son los dos escollos. Uno escala el alto Urano con su agudo pico y una nube azul le envuelve de continuo, y jamás la claridad baña su cumbre ni en estío ni en otoño, y nunca hombre alguno pudo subir a él ni bajar de él, aun cuando tuviera veinte pies y veinte brazos; tan alta y tan pulida es esta roca. En medio del escollo hay una negra caverna cuya entrada mira al Erebo; y a esta caverna, ilustre Ulises, debes acercar tu abierta nave. Un hombre con toda la fuerza de la juventud no podría desde su nave lanzar una flecha hasta el fondo de esta profunda caverna. Es la que habita Escila, que lanza rugidos, y cuya voz es tan fuerte como la de un joven león. Es un monstruo extraordinario, y nadie se alegra de haberla visto, ni siquiera un Dios. Tiene doce pies deformes y seis cuellos largos salen de su tronco, y a cada cuello va unida una cabeza horrible, y en cada boca, llena de la negra muerte, hay un triple fila de dientes numerosos y apretados. Está sumergida en la abierta caverna hasta los riñones; pero saca hacia afuera su cabeza, y mirando alrededor del escollo, caza delfines, perros marinos y cuantos horribles monstruos quiere coger de los que cría la gimiente Anfitrita. Jamás pudieron los marineros gloriarse de haber pasado junto a ella sanos e indemnes a bordo de sus naves, pues cada cabeza arrebata a un hombre y le saca fuera
del bajel de azulada proa. El otro cercano escollo que has de ver, Ulises, es menos alto, y llegarías a su cumbre con un dardo. Crece en él una enorme higuera silvestre cargada de hojas, y bajo esta higuera la divina Caribdis ingurgita agua negra. Tres veces cada día la devuelve y otras tres torna a sorberla horriblemente. Y si llegas cuando la sorbe, ni Aquel que sacude la tierra podría salvarte aunque quisiera. Empuja rápidamente tu nave lejos de Escila, pues mejor es perder seis de tus compañeros que perderlos todos. Así dijo, y yo le contesté: —Habla Diosa, y dime la verdad. Si puedo escapar a la funesta Caribdis, ¿no podrá atacar a Escila cuando coja a mis compañeros? Así le dije, y me respondió la noble Diosa: —¡Desdichado! ¿Sueñas aún con empresas de guerra? ¿No quieres ceder ni ante los Dioses inmortales? Escila no es mortal, sino un monstruo cruel, terrible y salvaje, que no puede ser combatido. Ningún valor podría triunfar de él. Si no te apresuras, aun armado, a huir lejos de la roca, temo que, lanzándose de nuevo, te arrebate tantos hombres como cabezas tiene. Boga, pues, rápidamente e invoca a Crateis, madre de Escila, que la parió para perdición de los hombres, con el fin de que la apacigüe y no se te precipite nuevamente. Llegarás en seguida a la isla Trinakia. Allí pacen los bueyes y los grandes rebaños de Helios. Hay seis rebaños de bueyes y otros tantos de ovejas, con cincuenta cabezas cada uno. Y no procrean ni mueren nunca, y sus pastoras son las divinas Ninfas, Faetusa y Lampetia, que la divina Nerea concibió de Helios Hiperonida. Y su venerable madre, después de parirlas y criarlas, las dejó en la isla Trinakia, a fin de que viviesen lejos, guardando las ovejas paternales y los bueyes de retorcidos cuernos. Si pensando en tu retorno no tocas a estos rebaños, entraréis todos en Ítaca, después de haber sufrido mucho; mas si los dañases, te predigo la pérdida de tu nave y la de tus compañeros. Tú lograrás escapar solo, pero llegarás tarde y desdichadamente a tu morada, después de haber perdido a todos los tuyos. Habló así; en el acto, Eos ocupó su trono de oro y la noble Diosa Circe se internó en la isla. Y volviendo hacia mi nave, invité a mis compañeros a embarcarse y soltar las amarras. Circe, la de los hermosos cabellos, terrible y venerable Diosa, envió tras de la nave de azulada proa un viento favorable que hinchó las velas, y en su sitio colocadas todas las cosas, nos sentamos, y el viento y el piloto condujéronnos. Entonces, triste en mi corazón, dije a mis compañeros: —¡Oh amigos! No conviene que sea uno solamente, ni siquiera sólo
dos, los que sepan lo que me ha anunciado la noble Diosa Circe, sino que es preciso que lo sepamos todos, y yo os lo diré. Quizá muramos, o esquivando el peligro escapemos a la muerte y a la Ker. Ante todo, nos ordena huir del canto y la pradera de las divinas Sirenas, y sólo a mí me concede que las oiga; mas habéis de atarme fuertemente con cuerdas, en pie y a lo largo del mástil a fin de que permanezca inmóvil, y si os suplicara y os mandara que me desataseis, entonces, por el contrario, habréis de redoblar las ligaduras. Mientras esto decía a mis amigos, la bien construida nave se acercaba rápidamente a la isla de las Sirenas, pues nos empujaba el favorable viento; pero éste se calmó de pronto, reinó el silencio y un Daimón adormeció las olas. En aquel momento, mis compañeros, levantándose, plegaron las velas y las depositaron en la abierta nave, y una vez sentados emblanquecieron el agua con sus pulidos remos. Y corté, con la ayuda de mi afilado bronce, un gran pedazo redondo de cera, que amasé en trozos con mis vigorosas manos; y la cera se ablandó, pues el calor del Rey Helios era abrasante y yo usaba de gran fuerza. Y tapé las orejas de todos mis compañeros. Y en la misma nave me ataron con cuerdas, de pies y manos, a lo lago del mástil. Y después, ya sentados, hirieron con sus remos el mar espumoso. Nos acercamos a una distancia desde la que se hubiera oído nuestra voz, y la nave rápida, ya tan próxima, fue al punto advertida por las Sirenas, que entonaron su armonioso canto: —Ven, ¡oh ilustre Ulises!, alta gloria de los aqueos. Detén tu nave, a fin de que escuches mi voz. Ningún hombre ha pasado de nuestra isla a bordo de su negra nave sin escuchar nuestra dulce voz, sino que se han alejado llenos de alegría y sabiendo muchas cosas. Sabemos, en efecto, todo cuanto han sufrido aqueos y troyanos ante la vasta Troya por la voluntad de los Dioses, y sabemos asimismo todo aquello que ocurre en la tierra nutridora. Así cantaban, haciendo resonar su hermosa voz, y mi corazón quería oírlas; y moviendo las cejas, hice señas a mis compañeros para que me desataran, pero agitaron más vivamente los remos, y en el acto Perimedes y Euriloco se levantaron y redoblaron mis ligaduras. Cuando las hubimos dejado atrás y no oíamos su voz y su canto, mis queridos compañeros se quitaron la cera de las orejas y me desataron; mas apenas habíamos dejado atrás la isla, cuando vi humareda y grandes olas y escuché un ruido enorme. Y mis compañeros, tomados de pavor, dejaron caer los remos de sus manos. Y la corriente empujó la nave, pues
ellos no movían los remos. Y yo, corriendo aquí y allá, exhortaba a cada uno con estas dulces palabras: —¡Oh amigos! ¡En verdad que desconocemos las desgracias! ¿No sufrimos un mal peor cuando el Cíclope, con su terrible fuerza, nos tenía encerrados en su profunda gruta? Y entonces, por mi valor, por mi astucia y por mi prudencia, conseguimos escapar. Supongo que no lo habréis olvidado. Haced, pues, ahora todo lo que yo os diga; obedecedme todos. Sentaos en los bancos, herid con vuestros remos las olas profundas del mar; tú, piloto, conserva en la memoria aquello que te ordené, pues que tienes el gobernalle de la abierta nave. Dirígela lejos de esa humareda y de esa corriente y procura ganar ese otro escollo. No dejes de bogar hacia allá con energía, así evitarás nuestras perdición. Así le dije, y obedecieron al punto mis palabras; pero no les hablé nada de Escila, tristeza irremediable, por temor que, asustados, cesasen de manejar los remos para ocultarse todos a la vez en el fondo de la nave. Y entonces olvidé las duras órdenes de Circe, que me había aconsejado no me armara, pues, revistiéndome de mis brillantes armas y habiendo tomado dos largas picas, me coloqué a la proa de la nave, desde donde creía ver primero la rocosa Escila, que había de llevar la muerte a mis compañeros. Pero no pude verla, y mis ojos se fatigaban de mirar a todos los lados de la roca negra. Y pasamos este estrecho sollozando. A un lado estaba Escila y al otro la divina Caribdis, sorbiéndose la horrible agua salobre del mar; y cuando la devolvía, borboteaba como en una vasija puesta al fuego, la lanzaba al aire y el agua llovía sobre los dos escollos. Y cuando de nuevo sorbía, la salobre agua del mar parecía removerse hasta lo más íntimo, rugía horrorosamente alrededor de la roca y aparecía la arena del fondo, y el pálido terror sobrecogía a mis compañeros. Y mirábamos a Caribdis, pues de ella esperábamos nuestra perdición; pero, mientras tanto, Escila arrebató de la abierta nave seis de mis valerosos compañeros. Cuando miré a la nave, vi sus pies y sus manos en el aire, y me llamaban en su desesperación. Igual que un pescador, desde lo alto de una roca, con una larga caña echa al mar el cebo encerrado en el cuerno de un buey montaraz, para que piquen los pececillos, y arroja a cada uno de los que coge palpitante en el roquedo, del mismo modo Escila arrojaba a mis compañeros, palpitantes también, y los devoraba en el umbral, mientras ellos prorrumpían en gritos y tendían sus manos hacia mí. Y era esta la más lamentable de las cosas que yo he contemplado en mis correrías por el mar. Después de haber huido de
la horrible Caribdis y Escila, llegamos a la isla del Dios, donde estaban los irreprochables bueyes de anchas testuces y los nutridos rebaños del Hiperionida Helios. Y desde el mar, a bordo de mi nave, oí los mugidos de los bueyes en los establos y los balidos de las ovejas; y las palabras del adivino ciego, del tebano Tiresias, me vinieron a la memoria, y Circe también, que me había recomendado huir de la isla de Helios, que encanta a los hombres. Entonces, triste en mi corazón, hablé así a mis compañeros: —Escuchad mis palabras, compañeros, aunque estéis agobiados por las desdichas, para que os diga los oráculos de Tiresias y de Circe, que me ha aconsejado huir precipitadamente de la isla de Helios, que lleva la luz a los hombres. Me dijo que una gran desdicha me amenazaba aquí. Así, empuja de la nave negra al otro lado de esta isla. Así les dije, y se dolió su corazón. Y, en el acto, Euriloco me contestó estas funestas palabras: —¡Eres duro con nosotros, Ulises! Tu vigor es enorme, tus miembros no se fatigan jamás y todo tu pareces de hierro. ¡No quieres que tus compañeros, rendidos de sueño y de fatiga, echen pie a tierra en esta isla rodeada de olas, donde prepararíamos comida abundante, sino que ordenas que vaguemos a la ventura durante la rápida noche lejos de esta isla sobre el mar sombrío! Los vientos de la noche son peligrosos y hacen zozobrar las naves. ¿Quién de nosotros evitará la Ker fatal si, súbitamente, sobreviene una tempestad del Noto o del violento Céfiro, que siempre pierden las naves a despecho de los mismos Dioses? Obedezcamos, pues, ahora a la negra noche y preparemos nuestra comida junto a la rápida nave. Reembarcaremos mañana de madrugada y hendiremos el vasto mar. Así habló Euriloco, y mis compañeros aprobaron. Y yo noté claramente que un Daimón meditaba su daño. Y le dije estas palabras aladas: —Euriloco, gran fuerza me hacéis, porque estoy solo; pero júrame, con solemne juramento, que, si hallamos algún rebaño de bueyes o de numerosas ovejas, ninguno de vosotros, para evitar la comisión de un crimen, matará ni un buey ni una oveja. Comed tranquilamente de los víveres que nos dio la inmortal Circe. Así les hablé, y en el acto me juraron, como les ordenara. Y tan pronto como hubieron pronunciado las palabras del juramento, detuvimos la bien construida nave en un puerto profundo, junto a una fuente de agua dulce, y mis compañeros saltaron de la nave y prepararon al punto su comida. Luego, después de estar saciados de beber y comer, lloraron a los queridos compañeros que había arrebatado de la nave abierta y devora-
do Escila. Y mientras lloraban los cogió el dulce sueño. Pero al último tercio de la noche, a la hora en que los astros declinan, Zeus, que amontona las nubes, suscitó un viento impetuoso, con grandes torbellinos, y envolvió la tierra y el mar en niebla, y la oscuridad descendió del Urano. Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, arrastremos la nave al abrigo de una honda caverna. Allí estaban las hermosas moradas de las Ninfas y sus asientos. Y entonces, reunida el ágora, dije de este modo: —¡Oh amigos! Puesto que hay en la rápida nave que comer y beber, abstengámonos de tocar esos bueyes, a fin de que no nos sobrevenga una desgracia. Estos son los bueyes terribles y los ilustres rebaños de un Dios, de Helios, que todo lo ve y escucha. Así les dije, y su ánimo generoso se persuadió. Y todo un mes el Noto sopló constantemente y ningún otro viento soplaba que no fuera el Noto y el Euro. Y durante el tiempo en que mis compañeros tuvieron pan y vino rojo, se abstuvieron de tocar los bueyes que deseaban vivamente; pero cuando todos los víveres se agotaron y la necesidad nos apretó, hicimos, con la ayuda de corvos anzuelos, presa de peces, y comimos los pájaros que caían en nuestras manos, pues el hambre atormentaba nuestro vientre. Entonces yo me interné en la isla, con el fin de rogar a los Dioses y de ver si alguno de ellos me mostraba el camino del retorno. Y anduve por la isla, y, alejado de mis compañeros, lavé mis manos al abrigo del viento y rogué a todos los Dioses que habitan el ancho Olimpo. Y extendieron el dulce sueño sobre mis párpados. Y en tanto, Euriloco inspiró a mis compañeros un designio fatal: —Escuchad mis palabras, compañeros, aunque sufráis muchos infortunios. Todas las muertes son odiosas a los míseros humanos, pero morir de hambre es cuanto puede haber de más lamentable. ¡Vamos! Cojamos los mayores bueyes de Helios y sacrifiquémoslos a los Dioses inmortales que habitan el ancho Urano. Si volvemos a entrar en Ítaca, la patria tierra, elevaremos en seguida a Helios un hermoso templo, donde colocaremos todo género de cosas valiosas; mas si, indignado a causa de sus bueyes de enhiestos cuernos, quiere perder la nave y los demás Dioses lo consienten, deseo mejor perecer de una vez ahogado por las olas que sufrir mucho tiempo en esta isla desierta. Así habló Euriloco, y todos le aplaudieron. Y en seguida condujeron los mejores bueyes de Helios, pues los ejemplares negros de ancha testuz pacían no lejos de la nave de azulada proa, y rodeándolos, rogaron a los
Inmortales; y tomaron hojas de una encina joven, pues no tenían cebada blanca a bordo de la nave. Y cuando hubieron orado, degollaron los bueyes y los desollaron; después asaron los muslos, recubiertos de grasa por uno y otro lado, y colocaron por encima las entrañas crudas. Y como no tenían vino para hacer las libaciones sobre el fuego sagrado, las hicieron con agua, mientras se asaban las entrañas. Cuando los muslos se consumieron probaron las entrañas, y después, cortando lo restante en pedazos, lo atravesaron en los asadores. Entonces el dulce sueño abandonó mis párpados y me apresuré a regresar hacia el mar y hacia la nave rápida. Mas cuando me hallé cerca del lugar donde aquélla estaba, el dulce olor llegó hasta mí. Y sollozando, grité, dirigiéndome a los Dioses inmortales: —Padre Zeus, y vosotros, Dioses venturosos e inmortales, ciertamente que, para mi desdicha, me enviasteis este sueño fatal, pues mis compañeros, solos aquí, han cometido un gran crimen. En el acto, Lampetia, la del largo pelo, fue a anunciar a Helios Hiperionida que mis compañeros habían matado sus bueyes, y el Hiperionida, indignado en su corazón, dijo inmediatamente a los otros Dioses: —Padre Zeus, y vosotros, Dioses venturosos e inmortales, vengadme de los compañeros del Laertiada Ulises. Han matado audazmente los bueyes cuya presencia me regocijaba cuando subía a través del Urano estrellado y cuando bajaba del Urano a la tierra. Si no me concedéis una justa compensación por mis bueyes, descenderá a la morada de Edes y alumbraré a los muertos. Y Zeus, que amontona las nubes, le dijo respondiéndole: —Helios, alumbra siempre a los Inmortales y a los hombres mortales sobre la tierra fecunda. Yo quemaré luego con el blanco rayo su nave destrozada en medio del sombrío mar. Y yo supe esto por Calipso, la de la hermosa cabellera, que lo supo por el mensajero Hermes. Cuando hube llegado a la nave y al mar, dirigí reproches violentos a cada uno de mis compañeros; pero no pudimos hallar ningún remedio al mal, pues los bueyes ya habían muerto. Y en seguida se manifestaron los prodigios de los Dioses: las pieles reptaban como serpientes, y las carnes, tanto asadas como crudas, mugían en torno al asador, y se oía la voz de los propios bueyes. Y durante seis días, mis caros compañeros comieron de los mejores bueyes de Helios, a los que dieron muerte. Y cuando Zeus amaneció al séptimo día, el viento dejó de soplar impetuoso.
Entonces, embarcando en la nave, la empujamos un gran trecho, y enderezado el mástil, desplegamos las blancas velas. Y abandonamos la isla, y sin tierra alguna a la vista, sólo se veía el Urano y el mar. Entonces el Cronida suspendió una espesa nube sobre la abierta nave, que no marchaba muy veloz, y bajo ella el mar se tornó completamente negro. Y en seguida el estridente Céfiro sopló con gran estruendo, y la tempestad rompió dos cables del mástil, que cayó en el fondo de la nave con todos los aparejos. Y se desplomó sobre la popa, rompiendo el cráneo al piloto, que cayó de su banco como si fuera un buzo. Y su alma generosa abandonó su esqueleto. Mientras tanto, Zeus tronó y lanzó el rayo contra la nave, la cual, herida por el rayo de Zeus, produjo un remolino y se llenó de azufre, y mis compañeros se fueron a pique. Semejantes a dos cornejas marinas, eran transportados por las olas, y un Dios les impidió el retorno. Yo seguí a bordo de la nave hasta que la violencia de la tempestad hubo arrancado sus flancos. Y las olas la llevaban inerte, acá y allá. El mástil se había roto por la base; pero una correa de piel de buey quedaba atada a él. Con ella le sujeté a la carena, y sentándome encima, fui arrastrado por la fuerza de los vientos. Entonces, sí es verdad que el Céfiro calmó sus torbellinos; pero el Noto siguió acarreándome otras desdichas, pues de nuevo fui arrastrado hacia la funesta Caribdis. Fui arrastrado toda la noche y al nacer Helios llegué al lado de Escila y de la horrible Caribdis, que estaba sorbiendo la salobre agua del mar. Y me agarré a las ramas de la alta higuera y estuve suspendido en el aire como un murciélago, sin poder apoyar los pies ni encaramarse, pues las raíces estaban lejos, como las ramas enormes que daba sombra a Caribdis; pero me mantuve fuertemente sujeto hasta que aquélla hubo vomitado el mástil y la carena. Y tardaron mucho tiempo para mi deseo. A la hora en que el juez, para tomar su alimento, sale del ágora, donde juzga los numerosos litigios de los hombres, el mástil y la carena salieron con ímpetu de Caribdis, y yo me dejé caer con estruendo sobre las largas piezas de madera, y sentándome encima, navegué, usando las manos como remos. Y el Padre de los Dioses y de humanos no permitió que Escila me advirtiese, pues entonces no hubiera podido escapar a la muerte. Y fui arrastrado durante nueve días, y a la décima noche los Dioses me llevaron a la isla Ogigia, donde vivía Calipso, elocuente y venerable Diosa de hermosos cabellos, que me recogió y me amó. Mas, ¿para qué referir esto? Ya lo he referido en tu casa a ti y a tu casta esposa, y me es ingrato contar de nuevo las mismas cosas.
CANTO XIII Habló así, y en el oscuro palacio todos quedaron silenciosos y encantados. Y le contestó Alkinoo: —¡Ah Ulises! Puesto que has llegado hasta mi alta morada de bronce, no creo que errarás de nuevo ni sufrirás otros males antes de tu retorno, pues demasiado padeciste ya. Y digo a cada uno de los que en mis palacios bebéis el honorable vino rojo y escucháis al Aeda: ya están encerrados en un hermoso cofre los vestidos y el oro labrado y todos los presentes que los jefes de los faiakienos han ofrecido a nuestro huésped; mas ahora, que cada uno de nosotros le regale aún un gran trípode y una fuente. Reunidos, solicitaremos la cooperación de todo el pueblo, pues sería difícil a cada uno de nosotros regalarle tanto. Alkinoo dijo así, y sus palabras a todos placieron, y cada uno se retiró a dormir a su morada. Cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, dirigiéronse presurosamente hacia la nave, llevando el sólido bronce. Y la Fuerza sagrada de Alkinoo colocó los regalos en la nave, ordenándolos por sí mismo bajo los bandos de los remeros, a fin de que a éstos, al encorvarse sobre los remos, no les estorbase nada. Después regresaron al palacio de Alkinoo y prepararon el banquete. Ante ellos, la Fuerza sagrada de Alkinoo degolló un buey en honor de Zeus Cronida, que amontona las nubes y que reina en todos. Y asaron los muslos, y celebraron, encantados el ilustre banquete; y ante ellos cantó el divino Aeda Demodoco, honrado por los pueblos. Mas Ulises volvía con frecuencia la cabeza hacia Helios, que esclarece todas las cosas, afanoso de volver a su nave y anhelando su partida. Igual que el labrador desea su alimento, después de que durante todo el día sus negros bueyes han hundido el arado en la besana, y ve al fin amortiguarse la luz de Helios, y que él se dirige hacia la cena, rendidas las rodillas de cansancio, así Ulises vio con alegría decrecer la luz de Helios, y en seguida dijo a los faiakienos, hábiles remeros, y especialmente a Alkinoo: —¡Rey Alkinoo, el más ilustre de todo el pueblo! Despedidme sano y salvo, después de hacer las libaciones. ¡Yo os saludo a todos! Ya se cum-
ple lo que anhelaba mi querido corazón; decidido está mi regreso, y en mi poder vuestros caros presentes, con los que los Dioses del Urano me han otorgado una riqueza. ¡Plegue a ellos que encuentre en mi palacio a mi irreprochable esposa y a mi hijo sanos e indemnes! ¡Y a vosotros, que quedáis al lado de vuestras esposas e hijos queridos, que los Dioses os concedan virtud y os preserven de toda calamidad colectiva! Habló así, y todos les aplaudieron, decidiendo que partiera su huésped, que hablaba tanto y tan razonablemente. Y entonces dijo a un heraldo la Fuerza sagrada de Alkinoo: —Pontonoo, mezcla vino en la crátera y distribúyelo entre todos cuantos se hallan en la estancia, para que, una vez suplicado el Padre Zeus, enviemos nuestro huésped a su patria. Así dijo, y Pontonoo mezcló vino y miel y lo distribuyó a todos. E hicieron las libaciones a los Dioses venturosos que habitan el ancho Urano, sin abandonar sus asientos. Y el divino Ulises se levantó, y poniendo en las manos de Arete una redonda copa, dijo estas palabras aladas: —Salve, ¡oh reina!, y sé dichosa hasta que le lleguen la vejez y la muerte, que son inevitables a los hombres. Yo me voy. Tu huélgate aquí, en tu palacio, con tus hijos, con tus conciudadanos y con el rey Alkinoo. Dicho esto, el divino Ulises salió, y la Fuerza sagrada de Alkinoo mandó que un heraldo le precediera hasta la nave rápida, a la orilla del mar. Y Arete envió también a sus doncellas, y una llevaba una clámide blanca y una túnica, y otra un pintado cofre, y otra pan y vino rojo. Cuando llegaron al mar, los marineros, en seguida, subieron a la abierta nave y colocaron el vino y las vituallas. Después extendieron en la popa un lecho y una tela de lino, a fin de que Ulises se acostara muellemente. Y entró en la nave y se acostó en silencio. Y cuando estuvieron en orden en sus bancos, desataron el cable de la piedra agujereada, y luego, encorvándose, hirieron el mar con sus remos. Y un dulce sueño se extendió por los párpados de Ulises, invencible, agradabilísimo y semejante a la muerte. Del mismo modo que en un llano una cuadriga de potros, azuzados por los mordiscos de la tralla, devora el camino velozmente, así marchaba la nave, y el agua negra y profunda del mar rumoroso quedaba hendida tras de ella. Y la nave corría, tan segura y veloz, que el gavilán, el más ligero de los pájaros, no hubiera podido seguirla. Así, corriendo velozmente, surcaba las aguas del mar, llevando en sí a un varón cuyos pensamientos igualaban a los de los Dioses, y que en su alma había padecido infortunios
innúmeros, combatiendo con los hombres y sobre los mares peligrosos. Y ahora dormía tranquilo, olvidado de cuanto padeciera. Y cuando se levantó la estrella más brillante, aquella que anuncia la luz de Eos, hija de la mañana, la nave que hendía el mar llegó a la isla. El puerto de Forkis, anciano del mar, está situado en la costa de Ítaca. Dos abruptos promontorios le cercan y defienden de los fuertes vientos y las enormes olas, y cuando hasta allí llegan las naves provistas de bancos de remeros, allí permanecen sin amarras. Al extremo del puerto crece un olivo de ramas espesas ante el antro oscuro, húmedo y sagrado de las Ninfas que se llaman Náyades. En ese antro existen ánforas y cráteres, donde las abejas fabrican su miel, y grandes telares, donde las Ninfas tejen purpúreas telas admirables. Allí hay también manantiales inagotables. Y dos entradas, una para los hombres, mirando al Bóreas, y otra para los Dioses, orientada hacia el Noto. Y siendo para los Dioses, jamás los hombres entran por ella. Cuando los faiakienos reconocieron el lugar, desembarcaron. La mitad de la nave varó en la playa; ¡tan vigorosamente la empujaban los brazos de los remeros! Saliendo apenas de la nave, éstos transportaron primeramente a Ulises lejos de ella, y con él el lecho espléndido y la tela de lino, y le dejaron dormido sobre la arena. Transportaron también las cosas que le habían regalado al partir los ilustres faiakienos, inspirados por la magnánima Atenea. Y las pusieron al lado de las raíces del olivo, retiradas del camino, temerosos de que algún pasajero las hurtara antes de que despertase Ulises. Luego regresaron a sus casas. Pero Aquel que sacude la tierra no había echado en olvido las amenazas que hiciera el divino Ulises, y quiso explorar el pensamiento de Zeus: —Padre Zeus, ya no seré jamás honrado por los Dioses inmortales, pues los faiakienos no me honran, a pesar de ser ellos de mi estirpe. Yo quería que aún padeciera Ulises numerosos infortunios antes de llegar a su palacio, si bien no me oponía completamente a su retorno, puesto que tú se lo habías jurado y prometido. Pero he aquí que los faiakienos le han conducido por el mar, durmiendo en su rápida nave, y le han dejado en Ítaca. Y le han colmado de valiosos presentes, de oro, de bronce, de vestiduras tejidas en tal copia, que Ulises no hubiera nunca sacado tantos de Troya si hubiese venido sano y salvo y con su parte de botín. Y le contestó, diciendo así, Zeus, que amontona las nubes: —¿Qué dices tú, Dios que sacudes la tierra? No te desprecian los Inmortales, pues sería difícil despreciar al más anciano y más ilustre de
los Dioses; pero si algún mortal inferior a ti en fuerza y en potencia no te respetara, no se retarde tu venganza. Haz tú como quieras y te plazca. Y respondió Poseidaón, que sacude la tierra: —Haré en el acto cuanto me dices tú, que amontonas las nubes, pues acato tu voluntad y el respeto. Ahora quiero perder la hermosa nave de los faiakienos que regresan de su viaje sobre el mar sombrío, para que en lo sucesivo se abstengan de repatriar forasteros, y colocaré una gran montaña delante de su ciudad. Y Zeus, que amontona las nubes, le contestó: —¡Oh, Poseidaón! Me parece que lo mejor será esto: cuando salga la multitud de la ciudad para esperar la nave, conviértela en un roquedo, a fin de que todos los hombres la admiren, y coloca una gran montaña ante la ciudad. Y Poseidaón que sacude la tierra, cuando esto oyó, se dirigió hacia Eskeria, donde habitaban los faiakienos. Y cuando la nave, vigorosamente empujada, iba llegando, Aquel que sacude la tierra, tocándola con su mano, la transformó en roca de hondas raíces, y se alejó. Y los faiakienos, ilustres navegantes, se dijeron unos a otros: —¡Oh Dioses! ¿Quién ha petrificado nuestra rápida nave en el mar cuando regresaba hacia nuestros hogares? Así se decían todos, y ninguno comprendía lo ocurrido. Pero Alkinoo les dijo: —¡Oh Dioses! He aquí que se cumplen los oráculos de mi anciano padre, pues decíame que Poseidaón se enojaría con nosotros porque conducíamos a todos los forasteros sanos e indemnes. Y me dijo que una hermosa nave de los faiakienos se perdería al regreso de un viaje sobre el sombrío mar, y que una gran montaña sería colocada ante la ciudad. Así hablaba el anciano, y todo se va cumpliendo. ¡Ea, haced lo que os diga! No repatriaremos a ningún forastero, sea quien fuere el que venga a nuestra ciudad. Ofreceremos un sacrificio de doce toros escogidos a Poseidaón, a fin de que se apiade de nosotros y no cubra la entrada a la ciudad con esta enorme montaña. Así dijo, y los faiakienos, medrosos, prepararon los toros. Y los ciudadanos, los jefes y los príncipes de los faiakienos suplicaban al rey Poseidaón, en pie, alrededor del altar. Pero el divino Ulises se despertó del sueño que dormía en el suelo de su patria, del que había estado ausente tanto tiempo, y no lo reconoció. Y la Diosa Palas Atenea le envolvió en una nube, a fin de que permaneciese ignorado hasta tanto ella le aleccionara en toda cosa, para evitar que su mujer, sus conciudadanos y sus amigos le reconociesen antes que
hubiera castigado la insolencia de los pretendientes. Por lo tanto, todo le parecía cambiado, los caminos, el puerto, las altas rocas y los árboles verdeantes. Y levantóse, y puesto en pie, contempló su tierra patria. Y lloró, y, golpeándose los muslos con las manos, dijo sollozante: —¡Desdichado de mí! ¿A qué tierra habré llegado y qué hombres habitarán en ella? ¿Serán insolentes, violentos e inicuos? ¿Serán hospitalarios y de espíritu piadoso? ¿Dónde ir yo mismo? Pluguiera a los Dioses que me hubiese quedado con los faiakienos. Habría encontrado algún otro rey magnánimo que me habría agasajado y facilitado compañeros para el retorno. Ahora no sé dónde llevar estos tesoros ni dónde dejarlos, temeroso de que sean presa de otros hombres. ¡Oh Dioses! ¡No son, en verdad, veraces ni justos los príncipes y jefes de los faiakienos que me han conducido hasta esta tierra extraña, no obstante decirme que me conducirían a Ítaca! No han cumplido lo que dijeron. ¡Que Zeus, a quien se ruega, me vengue de ellos, ya que vela por los hombres y castiga a aquellos que obran mal! Pero voy a contar mis riquezas y veré si me han robado algo llevándoselo en la abierta nave. Hablando así, contó los hermosos trípodes y las fuentes, el oro y las hermosas vestiduras tejidas, y nada le faltaba. Y lloraba por el suelo de su patria, y llorando se tendió a la orilla del mar de innumerables ruidos. Y Atenea se acercó a él bajo la figura de un joven pastor de ovejas, ataviado como suelen los hijos de los reyes, llevando un hermoso manto en los hombros, sandalias en los delicados pies y una lanza en la mano. Y Ulises, contento de verla, se llegó a ella y le dijo estas palabras aladas: —¡Oh amigo! ¡Salud, ya que eres el primero a quien encuentro en este lugar! No vengas a mí con ánimo enemigo. Sálvame a mí y a mis riquezas. Te lo pido como a un Dios y me postro a tus caras rodillas. Dime la verdad, para que yo la conozca. ¿Qué tierra es ésta? ¿Qué hombres la habitan? ¿Cuál es tu pueblo? ¿Es esta en que estoy una hermosa isla o la costa avanzada de una tierra fértil? Y le contestó Atenea, la Diosa de los ojos claros: —No eres muy sensato, forastero, o vienes de muy lejos, pues me preguntas qué tierra es ésta, sea de los que habitan hacia el lado de Eos y de Helios, sea de los del lado de la noche oscura. En verdad, es abrupta y poco propicia para los caballos, pero, aunque pequeña, no es estéril. Es rica en trigo y posee abundantes viñas, pues abundan en ella la lluvia y el rocío. Tiene buenos pastos para cabras y vacas, y selvas, con toda clase de árboles, y está bañada por manantiales que nunca se agotan. Por
eso, forastero, el nombre de Ítaca llegó hasta Troya, que está muy alejada, según dice, de la tierra aquea. Así dijo, y el paciente y divino Ulises se llenó de alegría, regocijándose de su patria, que mostraba Palas Atenea, la hija de Zeus tempestuoso. Y le dijo en palabras aladas, pero ocultando la verdad, pues no olvidaba nunca su natural astucia: —Había oído hablar de Ítaca en la vasta Creta, situada muy lejos, al otro lado del mar. Ahora he venido aquí con mis riquezas y he dejado otras tantas a mis hijos. He huido después de matar al hijo bienamado de Idomeneo, Orsiloco, el de los pies veloces, que en la vasta Creta sobresalía de entre todos los hombres por la ligereza de sus pies. Y le he matado porque quería llevarse el botín que saqué de Troya, por el que había yo padecido mis sinsabores, ya combatiendo con los hombres, ya recorriendo los mares. Y no quise servir, complaciendo a su padre, en la llanura troyana, pues mandaba a otros guerreros distintos de los suyos. Y en el campo, oculto en una emboscada con uno de mis compañeros, atravesé con mi lanza de bronce a Orsiloco, que venía hacia mí. Y como la negra noche cubría todo el Urano, ningún hombre nos vio, y pude arrancarle el alma sin testigos. Y cuando le hube matado con mi lanza aguda, me acogí a una nave de los ilustres faiakienos, les supliqué que me llevaran a Pilos o a la divina Elide, donde reinan los epeos; pero la fuerza del viento les desvió, a pesar suyo, pues ellos no querían engañarme. Y llegamos aquí a la ventura esta noche pasada y entramos en el puerto, y sin pensar en comer, si bien faltos de energías, nos acostamos todos apenas fuera de la nave. Y como estaba fatigado, el dulce sueño me cogió en seguida. Y los faiakienos, después de sacar mis riquezas de la abierta nave, las dejaron en la arena, donde yo estaba tendido, y partieron para la hermosa Sidón, dejándome lleno de tristeza. Habló así, y Atenea, la Diosa de los ojos claros, se puso a reír y, acariciándole la mano, tomó la apariencia de una hermosa mujer, alta y hábil para las labores, y le dijo estas palabras aladas: —¡Ah trapacero, engañoso, sagaz e incansable en la astucia! ¿Quién aun cuando fuera un Dios, podría aventajarte en ingenio? ¿No quieres, ni aun en el suelo de tu patria, renunciar a las astucias y a las palabras engañosas que adoras desde que naciste? Pero no hablemos de ese modo. Los dos conocemos esas artes, y lo mismo que tú sobresales entre todos los hombres por tu prudencia y elocuencia, me glorio de sobresalir entre todos los Dioses. ¿No has reconocido aún en mí a Palas Atenea, hija de Zeus, quien te asiste siempre en todos tus infortunios y te protege, quien te ha hecho
grato a los faiakienos? Ven, pues, conmigo, para que te aconseje y te ayude a ocultar las riquezas que te dieron los ilustres faiakienos por mi inspiración cuando partiste para tu patria. Te diré los dolores que te están reservados en tu bien construida morada. Súfrelos, porque es necesario; no confíes a hombre ni mujer tus correrías y tu llegada; por el contrario, soporta en silencio tus numerosos pesares y los ultrajes que te hicieron los hombres. Y el ingenioso Ulises, respondiéndole, dijo así: —Difícil es que un hombre, al dar contigo, pueda reconocerte, ¡oh Diosa!, así sea el más sabio, pues tomas todas las apariencias. Sé muy bien que me fuiste propicia cuando nosotros, los hijos de los aqueos, peleamos ante Troya; pero cuando hubimos destruido la gran ciudadela de Príamo, partimos en nuestras naves, y un Dios dispersó a los aqueos. Después no he vuelto a verte, hija de Zeus, ni he advertido tu presencia en mi nave para alejar de mí la desventura, pues con el corazón eternamente colmado de dolor vagué, hasta que los Dioses me han librado del infortunio. Y tú me infundiste valor con tus palabras en el rico país de los faiakienos, y por ti misma me llevaste a su ciudad. Ahora yo te suplico, por tu padre, me digas si en verdad he llegado a Ítaca, pues veo una tierra extraña, y pienso que me hablas de ese modo para burlarte de mí y confundir mi ánimo. Y le respondió Atenea, la Diosa de los ojos claros: —¿Siempre albergaste esa idea en tu pecho? No puedo permitir que seas desdichado, pues eres persuasivo, inteligente y cauto. Otro hombre cualquiera, después de haber vagado tanto, desearía ardientemente volver a ver a su esposa y a sus hijos en su casa; pero tú no quieres hablarles ni escucharles hasta tanto hayas probado a tu mujer, que permanece en tu palacio pasando los días y las noches entre lágrimas y sollozos. Ciertamente, jamás dudé de lo que ella dudó, pues en mi ánimo estaba que habías de regresar después de haber perdido a tus compañeros. Pero no quise oponerme a Poseidaón, hermano de mi padre, que estaba irritado contra ti porque cegaste a su querido hijo. Y ahora te enseñaré la tierra de Ítaca, para que te convenzas. Este puerto es el de Forkis, el anciano del mar, y al extremo de este puerto puedes ver el olivo frondoso situado ante la caverna alta y sombría de las Ninfas sagradas que se llaman Náyades. Esta es la caverna donde sacrificabas hecatombes a las Ninfas. Y he aquí el monte Nérito cubierto de fronda. Cuando hubo dicho esto, la Diosa disipó la nube y la tierra apareció. Y el paciente y divino Ulises se llenó de alegría, regocijándose de ver su patria. Y besó la tierra fecunda, y en el acto, levantando las manos suplicó, a las Ninfas:
—¡Ninfas Náyades, hijas de Zeus! Pensé que no volvería a veros. Y ahora os saludo con voz alegre. Os ofreceré regalos, como otras veces, si la Devastadora hija de Zeus me deja vivir y permite que crezca mi querido hijo. Y les respondió Atenea, la Diosa de los ojos claros: —Cobra ánimo y no te inquiete eso; pero coloquemos tus riquezas en lo profundo de la divina caverna, donde estarán seguras, y deliberemos los dos sobre aquello que mejor conviene. Habiendo dicho esto, la Diosa entró en la gruta oscura y buscó un lugar apartado, y Ulises llevó al punto el oro y el duro bronce y los hermosos vestidos que le habían dado los faiakienos. Allí los colocó, y Palas Atenea, hija de Zeus tempestuoso, cerró la entrada con una piedra. Después, los dos, una vez sentados al pie del olivo sacro, meditaron acerca del exterminio de los soberbios pretendientes. Y dijo primero Atenea, la Diosa de los ojos claros: —Divino Laertiada, ingenioso Ulises, piensa cómo pondrás mano en los soberbios pretendientes que gobiernan tu casa hace tres años, solicitando a tu divina esposa y ofreciéndola regalos. Ella espera siempre tu retorno, gimiendo en su corazón, pero da esperanzas y hace promesas a cada uno de ellos, y les envía mensajeros; pero en su alma alberga otros pensamientos. Y el ingenioso Ulises le contestó, diciendo: —¡Oh Dioses! Yo hubiera perecido de una muerte maldita en mi palacio, como el Atreida Agamenón, si tú, ¡oh Diosa!, no me avisaras a tiempo. Mas dime cómo castigaremos a esos hombres. En pie y a mi lado infunde en mi ánimo una gran audacia, como el día en que hubimos de destruir las fuertes murallas de Troya. Si permaneces a mi lado llena de ardimiento, ¡oh Atenea de los ojos claros!, si tú me ayudas, ¡oh venerable Diosa!, yo lucharía solo contra trescientos guerreros. Y le respondió Atenea, la Diosa de los ojos claros: —Estaré a tu lado, ciertamente, y no te perderé de vista mientras llevemos a cabo esas empresas. Y espero que el ancho pavimento se salpicará de sangre y del cerebro de más de uno de esos pretendientes que devoran tus riquezas. Voy a hacerte incognoscible para todos los hombres. Arrugaré tu hermosa piel sobre tus miembros encorvados; haré caer los rubios cabellos de tu cabeza; te cubriré de harapos, que te harán repelente a quien te vea; empañaré tus ojos, bellos ahora, y aparecerás ante tu esposa y ante el hijo que dejaste en tu palacio. Ve primero a buscar al
porquerizo que guarda tus cerdos, que te quiere bien, y adora a tu hijo y a la prudente Penélope. Le encontrarás vigilando los cerdos, los cuales se alimentan junto a la roca del Cuervo y la fuente Aetusa, comiendo bellota, que les place, y bebiendo el agua turbia. Quédate con él y pregúntale con habilidad sobre cuanto quieras, hasta que yo vuelva de Esparta, la de las hermosas mujeres, donde llamaré, ¡oh Ulises!, a tu querido hijo Telémaco, que ha marchado a la vasa Lacedemonia para informarse de ti cerca de Menelao y averiguar si vives todavía. Y respondió, diciendo así, el divino Ulises: —¿Y por qué no dijiste nada, tú que todo lo sabes? ¿Quizá para que viva errante y sufra males innúmeros sobre el mar indomable, mientras los demás se comen sus riquezas? Y le respondió Atenea, la Diosa de los ojos claros: —No te inquietes por él. Le he conducido por mí misma, con el fin de que se haga un gran renombre; pero no sufre infortunio alguno, sino que se halla aposentado tranquilamente en las moradas del Atreida, donde todo le es ofrecido en abundancia. A la verdad, los jóvenes pretendientes le tienden una emboscada a bordo de su negra nave y desean matarle antes de que regrese a su patria tierra; pero creo que esto no ocurrirá, y creo, sin embargo, que la tierra acogerá primero a más de uno de esos pretendientes que devoran tus riquezas. Dicho esto, Atenea le tocó con una varita y desecó su hermosa piel sobre los miembros fornidos e hizo caer los rubios cabellos de su cabeza. Hizo envejecer todo su cuerpo; empañó sus ojos, hasta entonces tan bellos; le dio un vestido harapiento, desgarrado, sucio y manchado de humo; le cubrió luego con la ancha piel de un ciervo rápido y le entregó, por fin, un báculo y un zurrón miserable, sujeto por una correa retorcida. Se separaron después de haberse convenido y Atenea se marchó hacia la divina Lacedemonia, donde estaba el hijo de Ulises.
CANTO XIV Y Ulises se alejó del puerto por un áspero sendero a través de selva y de eminencias, hacia el lugar donde Atenea le había dicho que hallaría a su porquerizo, que cuidaba sus bienes con más interés que todos los criados adquiridos por el divino Ulises. Y le encontró sentado bajo el pórtico, en un lugar descampado, donde él había construido hermosos y vastos establos, alrededor de los cuales se podía pasear. Y para sus cerdos habíalo construido de piedras superpuestas y rodeadas de un vallado espinoso, en ausencia del Rey y sin la ayuda de su señora y del viejo Laertes. Había clavado fuera estacas espesas y numerosas, de corazón de encina, y en el interior había construido doce pocilgas para los cerdos. En cada una se tendían cincuenta hembras preñadas, y los machos se tumbaban fuera; y eran éstos mucho menos numerosos, porque los divinos pretendientes los disminuían, comiéndolos, y el porquerizo les enviaba siempre el más gordo y el mejor de todos; y no quedaban más que trescientos sesenta. Cuatro perros, semejantes a fieras, y que el principal de los pastores alimentaba, vigilaban a los cerdos continuamente. Éste se ocupaba en ceñir a sus pies unas sandalias que cortaba de la piel de una vaca rojiza. Y de los otros, tres porquerizos andaban dispersos cuidando sus piaras, y el cuarto había sido mandado a la ciudad con un cerdo para los orgullosos pretendientes, para que éstos, después de darle muerte, devorasen su carne. Y tan pronto como los perros ladradores vieron a Ulises, acudieron aullando; pero Ulises se sentó astutamente y dejó caer el báculo de su mano. Entonces hubiera quizá sufrido un duro trato junto al establo que le pertenecía; pero el porquerizo acudió prontamente con pie ligero; se le cayó el cuero de las manos, y gritando, echó a los perros a pedradas, y dijo al Rey de esta manera: —¡Oh anciano! En verdad que han podido destrozarte estos perros y cubrirme de oprobio. Los Dioses me proporcionan otros infortunios, pues aquí estoy llorando por un Rey divino y cuido de estos sus crasos cerdos para que otros se los coman; y quizá ocurra que él padezca hambre, errando por pueblos extraños, si vive aún y puede ver la luz de
Helios. Mas sígueme y entremos en el establo, ¡oh anciano!, a fin de que, saciado a tu placer de manjares y de vino, me digas de dónde eres y qué males has sufrido. Diciendo esto, el divino porquerizo le precedió camino del establo, e introduciéndole en él, le hizo sentar sobre espesas ramas que cubrió con la piel de una cabra silvestre y velluda. Y acostado sobre esta piel grande y espesa, Ulises se holgó de ser recibido así, y dijo: —Que Zeus y los demás Dioses inmortales te concedan lo que tú más desees, ya que me has recibido bondadosamente. Y el porquerizo Eumeo respondióle: —Forastero, no me es lícito despreciar a un huésped, por miserable que sea, pues los forasteros y los pobres provienen de Zeus, y el módico agasajo que nosotros les hacemos suele placerles; aun cuando sólo esto pueden hacer los esclavos, siempre temerosos cuando mandan reyes jóvenes. Cierto que los Dioses se oponen al regreso de aquel que me quería y me hubiera dado un dominio tan extenso como el que un buen rey acostumbra a dar a un criado que haya trabajado mucho por él y un Dios hace que fructifique sus labores, tal como una morada, una parte de sus bienes y una mujer apetecible. Y como mi trabajo ha dado fruto, el Rey me hubiera recompensado largamente, si aquí se hubiera hecho viejo; pero ya ha perecido. ¡Plegue a los Dioses que la estirpe de Helena haya perecido también totalmente, ya que ella ha quebrantado las rodillas de tantos guerreros! Que también mi señor, por la causa de Agamenón, marchó hacia Ilios, fecunda en corceles, para combatir con los troyanos. Cuando esto dijo, ciñó y compuso su túnica, y dirigiéndose hacia los establos, donde estaba encerrada la piara de cerdos, tomó dos lechoncillos, los degolló, encendió lumbre, los dividió y puso en asadores, y después de asarlos ofreciólos a Ulises calientes aún, junto a los asadores. Luego los cubrió de harina blanca, mezcló vino dulce en una tosca copa, y sentándose ante Ulises le invitó a comer y le dijo: —Come ahora forastero, de estos manjares, destinados a los siervos, pues los pretendientes se comen los cerdos grandes, sin ningún pudor ni consideración. Pero los Dioses venturosos no gustan de las acciones perversas, y aman, por el contrario, la justicia y las acciones sensatas. Hasta los bárbaros enemigos que invaden una tierra extraña, y a quienes Zeus otorga el botín y vuelven a sus hogares con las naves repletas, sienten la inquietud y el pesar en su alma. Pero aquéllos, sin duda, han escuchado de boca de algún Dios la muerte funesta de Ulises, cuando no quieren
contraer legales nupcias ni volverse a sus casas, sino que devoran inmoderadamente y sin duelo los bienes del Rey, y todas las noches y todos los días, que proceden de Zeus, sacrifican no una sola víctima, sino dos por lo menos. Y agotan el vino bebiéndolo sin mesura. Y, ciertamente, las riquezas de mi señor eran cuantiosas. Ningún héroe tenía tantas, ni sobre la fecunda tierra negra ni en la misma Ítaca. Veinte hombres juntos no poseyeran tanta riqueza. Te haré su cuenta: doce vacas en el continente, otros tantos rebaños de ovejas, otras tantas piaras de cerdos y otros tantos establos para cabras, todo ello vigilado por pastores forasteros. Aquí, al extremo de la isla, once rebaños de cabras pacen bajo la vigilancia de buenos criados, y cada uno lleva a diario a los pretendientes la mejor de las más robustas cabras. Y yo cuido y vigilo de estos cerdos, y envío también a los pretendientes el mejor y el más rollizo. Así habló, y Ulises, comiendo carne y bebiendo vino en silencio, meditaba el exterminio de los pretendientes. Y cuando hubo comido, bebido y satisfecho su ánimo, Eumeno le entregó llena de vino la copa donde él bebiera antes. Y Ulises la aceptó y, alegre, en su corazón, dijo a Eumeo estas palabras aladas: —¡Oh amigo! ¿Quién es ese hombre que te adquirió con sus bienes y que dices tan rico y poderoso? ¿Dices que ha muerto por la causa de Agamenón? Sepa yo su nombre, pues pudiera conocerle. Zeus y los demás Dioses inmortales saben si yo vengo a anunciarte que le he visto, pues he vagado por infinitas tierras. Y le respondió el mayoral de los pastores: —¡Oh anciano! Ningún vagabundo que traiga noticias persuadirá a su mujer y a su querido hijo, ¡que los mendigos de profesión mienten con descaro y no quieren decir verdad! Cuantos forasteros llegan a Ítaca van a ver a mi señora y le cuentan patrañas. Ella les recibe con benevolencia, les trata bien y les interroga sobre muchos puntos. Luego solloza, y las lágrimas descienden de sus párpados, como es natural en la mujer cuyo marido ha muerto. Y tú, anciano, inventarás también alguna historia, a fin de que ella te regale un manto, una túnica o unas vestiduras. Pero ya los canes rápidos y las aves rapaces han arrancado la carne de sus huesos, y le ha abandonado el alma, o los peces le han devorado en el fondo del mar y sus huesos yacen en la orilla cubiertos por un montón de arena. Así ha perecido, dejando a sus amigos y a mí profunda pena, pues a cualquier lugar que vaya no encontraré un señor tan bueno, aun cuando vaya a la casa de mis padres, allí donde nací y ellos me educaron.
Y no les lloro tanto, ni deseo tanto verles con mis ojos en la tierra patria, como lloro por la nostalgia de Ulises ausente. Y ahora que no está aquí, ¡oh forastero!, le nombro con respeto, pues me quería y cuidaba de mí; por eso le llamo hermano mayor, a pesar de estar ausente y lejos. Y le contestó el paciente y divino Ulises: —¡Oh amigo! Ya que niegas mis palabras y afirmas que no regresará, mostrándose incrédula tu alma, yo, que no hablo en balde, te juro que Ulises ha de volver. Socórraseme por esta buena nueva cuando él haya entrado en su palacio. Nada aceptaré antes, a pesar de mi pobreza; pero sólo quiero entonces que me regalen unas vestiduras, un manto y una túnica. Me es tan odioso como las puertas de Edes aquel que, aguijoneado por la miseria, habla engañosamente. ¡Que Zeus, el primero de los Dioses, sea testigo! ¡Y esta mesa hospitalaria y el hogar del irreprochable Ulises en que me hallo! En verdad que han de cumplirse cuantas cosas anuncio. Ulises llegará aquí este mismo año y al final de este mismo mes; dentro de pocos días penetrará en su palacio y castigará a cada uno de aquellos que ultrajan a su esposa y a su ilustre hijo. Y le contestó el porquerizo Eumeo: —¡Oh anciano! No tendré que darte esa recompensa por tu buena nueva, porque jamás volverá Ulises a su palacio. Bebe tranquilo, y no hablemos más de eso, ni me recuerdes tales cosas, que se entristece mi corazón cuando alguien se acuerda de mi glorioso señor. Pero acepto tu juramento. Que Ulises vuelva, como yo deseo, así como Penélope, el viejo Laertes y el divino Telémaco. Por este niño sollozo ahora, por Telémaco, a quien engendró Ulises y a quien los Dioses han criado como a una planta tierna. Contaba yo que, entre todos los hombres, no sería él inferior a su padre bienamado, ni en prudencia ni en bondad; pero alguno, entre los Inmortales o entre los humanos, ha turbado su serena reflexión, y ha marchado hacia la divina Pilos para informarse de su padre, y los orgullosos pretendientes le preparan una emboscada para cuando regrese, a fin de que la estirpe del divino Arkesio se extinga totalmente en la isla de Ítaca. ¡Mas dejémosle, ya perezca o pueda escapar a la muerte, y que el Cronida le tenga en su mano! Y tú, anciano, refiéreme tus desdichas y háblame con veracidad, a fin de que yo te escuche. ¿Quién eres? ¿Cuál es tu pueblo? ¿Quiénes son tus padres? ¿A bordo de qué nave has llegado hasta aquí? ¿Qué marineros te trajeron a Ítaca? ¿Quiénes son? Pues supongo que no habrás venido a pie. Y el ingenioso Ulises respondió:
—Te hablaré de todo eso con veracidad; pero aun cuando estos alimentos y tu vino dulce duraran mucho tiempo y permaneciéramos aquí mientras los otros trabajaran, fácil sería que transcurriera un año contándote los infortunios que he sufrido por la voluntad de los Dioses. Me vanaglorio de haber nacido en la extensa Creta y de ser hijo de un hombre acaudalado. Muchos más hijos le habían nacido en su palacio de una mujer legítima, y allí se habían criado. En cuanto a mí, una mujer adquirida para ser su concubina me echó al mundo; pero Cástor Hilacida me quiso tanto como a sus hijos legítimos, y me envanezco de haber sido engendrado por quien, algún día, era honrado como un dios por los cretenses por sus muchas riquezas, por sus dominios y por sus hijos ilustres. Pero la Ker y la muerte le arrastraron a las moradas de Edes, y sus hijos magnánimos partieron sus bienes, sorteándolos. Y me entregaron muy pequeña parte de ellos y una casa. Mas, por mi valor, me casé con la hija de un hombre muy rico, pues no era ni necio ni cobarde. Ahora todo en mí está decaído; pero puedes juzgar por el rastro, aunque he sufrido males crueles. Ares y Atenea me habían concedido la audacia y la intrepidez, y cuando meditando en la destrucción de mis enemigos elegía a los hombres valientes para llevarles a una emboscada, jamás mi corazón animoso me puso la muerte ante los ojos, sino que, corriendo a las primera filas, mataba con mi lanza al enemigo que no me ganara en agilidad. Tal era yo en la guerra, pero los trabajos y los cuidados de la familia, para los cuales son educados los hijos, no me gustaban nada, sino que me placían las naves provistas de remos, los combates, los dardos agudos de las flechas y todas las armas crueles e ingratas a otros hombres, pues un Dios me las presentaba siempre propicias a mi espíritu. Así, cada hombre se regocijaba con cosas diferentes. Y yo, antes de que los hijos de los aqueos hubiesen puesto el pie en Troya, había mandado nueve veces guerreros y veloces naves contra los pueblos extranjeros, y todo me había salido bien. Elegía primero mi legítimo botín, y luego aceptaba muchos dones; y así, mi casa prosperaba y yo era temido y respetado entre los cretenses. Mas cuando el irreprochable Zeus dispuso aquella expedición odiosa, en la cual a tantos héroes se había de romper las rodillas, entonces, las gentes nos ordenaron a mí y al ilustre Idomeneo que condujéramos nuestras naves a Ilios, y no pudimos rehusar, a causa de los rumores amenazantes que circulaban en el pueblo. Allí, nosotros, los aqueos, luchamos nueve años, y el décimo, después de saquear la ciudad de Príamo, regresamos con nuestras naves hacia nuestros hogares; pero un Dios dispersó a los aqueos. Y a mí, desdichado, el
sabio de Zeus me mandó otros sinsabores. Permanecí un mes, no más, en mi morada, holgándome con mis hijos, con mi mujer y con mis riquezas, pues mi ánimo me impulsó en seguida a navegar hacia Egipto, a bordo de mis bien construidas naves y con mis divinos compañeros. Y preparé nueve naves, que pronto fueron equipadas. Durante seis días, mis queridos compañeros celebraron alegres banquetes, pues yo ofrecía muchos sacrificios a los Dioses, y a la vez manjares a mis hombres. El séptimo día salimos de la extensa Creta, y navegamos cómodamente al soplo propicio del Bóreas, como por la corriente de un río, y ninguna de mis naves sufrió daño, sino que en ellas permanecíamos reposadamente, sanos e indemnes, pues el viento y los pilotos nos llevaban, y al quinto día llegamos al hermoso río Egipto. Y en el río Egipto detuve mis corvas naves. Ordené a mis compañeros que se quedaran al lado de las naves para guardarlas, y envié exploradores a hacer la descubierta. Pero aquéllos, llevados de su audacia y confiando en sus fuerzas, devastaron primero los hermosos campos de los egipcios, se llevaron las mujeres y los niños y mataron a los hombres. En seguida el tumulto llegó hasta la ciudad. Y los habitantes, oyendo estos clamores, llegaron al levantarse Eos, y toda la llanura se llenó de peatones, de jinetes y de estruendo de bronces. Y el tonante Zeus puso a mis compañeros en fuga, y ninguno resistió el ataque y la muerte les cercó por todas partes. Allí el bronce agudo acabó con gran parte de los nuestros, y los otros fueron llevados vivos para hacerles sus esclavos. Pero el propio Zeus puso en mi ánimo esta resolución, y pluguiera a los Dioses que hubiera muerto en Egipto, sufriendo entonces mi destino, pues otros males me esperaban. Me quité al instante el casco de la cabeza y el escudo de mis hombros, y arrojando mi lanza, corrí hacia los caballos del Rey y me abracé a sus rodillas. Y tuvo piedad de mí, y me salvó, y haciéndome montar en su carro me llevó a sus palacios. Sus guerreros me rodearon, queriendo matarme con sus lanzas de fresno, pues estaban muy irritados; pero él me apartó de ellos, temeroso de la cólera de Zeus hospitalario, que castiga sobre todo las acciones perversas. Allí estuve siete años, y amontoné muchas riquezas entre los egipcios, pues todos me ofrecían presentes. Mas hacia el año octavo llegó un hombre de la Fenicia, maestro en engaños, y que había causado ya muchos males a los hombres. Y me convenció con sus astucias para que fuera a Fenicia, donde estaban su hogar y sus bienes. Y allí estuve a su lado un año entero. Y cuando fuéronse extinguiendo los días y los meses y, cumplido el año, las estaciones se sucedieron, me hizo embarcar en una nave, so pretexto de conducir un cargamento a Libia,
pero con el fin de venderme y obtener por mí una gran ganancia. Le seguí forzosamente, aunque sospechando algo. Y la nave, empujada por el soplo de Bóreas, se aproximó a Creta, cuando Zeus preparaba nuestra ruina. Y cuando hubimos dejado Creta, y nada se veía, sino el Urano y el mar, entonces el Cronida suspendió una nube negra sobre la abierta nave, y bajo esta nube el mar se ennegreció también. Y tronó Zeus y despidió el rayo sobre la nave, que volcó, maltrecha por el rayo de Zeus, y se llenó de humo. Y todos los hombres fueron lanzados de la nave y llevados como pájaros marinos por las olas alrededor de ella; y un Dios les privó de regresar. Zeus, entonces, tomó entre sus manos el mástil de la nave de azulada proa para que yo pudiera escapar a la muerte, y abrazado a él, fui presa de los vientos furiosos, que me empujaron durante nueve días, y en la décima noche negra una ola enorme me arrojó a la tierra de los tesprotas. Allí, el héroe Feidón, rey de los tesprotas, me acogió generosamente, pues antes me había encontrado a su hijo, y éste me condujo, agobiado de frío y de fatiga y sosteniéndome con la mano, hasta la morada de su padre. Y éste me dio vestidos, un manto y una túnica. Allí oí hablar de Ulises. Feidón me dijo que le daba hospitalidad y le trataba como amigo, y que estaba para regresar a su tierra patria. Y me enseñó las riquezas que había reunido Ulises (oro, bronce, hierro difícil de labrar), todo en cantidad suficiente para mantener a sus descendientes hasta la décima generación. Y todos esos tesoros estaban guardados en la morada del Rey. Y éste me dijo que Ulises había ido a Dodona para escuchar de la Gran Encina la voluntad de Zeus, y para saber cómo le convenía, después de tan larga ausencia, entrar en su tierra de Ítaca, si pública o secretamente. Y Feidón me juró, haciendo las libaciones en su palacio, que estaban prontos la nave y los hombres que habían de llevar a Ulises al querido suelo de su patria. Pero antes me remitió a mí, aprovechando una nave de los tesprotas que iba hacia Dulikio. Y ordenó que me llevaran al rey Acasto; pero aquellos hombres tomaron una resolución funesta para mí, con el fin, sin duda, de que conociera todas las desgracias. Cuando la nave se alejó de tierra, pensaron reducirme a esclavitud; y despojándome de mis vestidos, mi manto y mi túnica, echaron sobre mí estos miserables harapos y esta túnica desgarrada que tienes ante tus ojos. Por la tarde llegamos a los campos de la riente Ítaca y me sujetaron a los bancos de la nave con una cuerda bien torcida, y ellos descendieron a la orilla del mar para tomar la cena. Pero los propios Dioses desataron fácilmente mis ligaduras. Entonces, envolviendo mi cabeza con estos harapos, bajé al mar deslizándome por el gobernalle, y dando al agua
mi pecho y nadando con ambas manos llegué muy lejos de ellos. Salí a la costa, allí donde crece un bosque de florecientes encinas, y me eché a dormir en el suelo, mientras ellos me buscaban, sollozantes; mas como no me hallaran, juzgaron más conveniente no seguir en mi busca, pues los Dioses me habían ocultado con facilidad a sus miradas y me han conducido a la majada de un varón excelente, pues mi destino es que viva todavía. Y el porquerizo Eumeo le contestó: —¡Oh forastero desdichado! En verdad que has conmovido mi corazón refiriendo los infortunios que sufristeis en tus andanzas; pero al hablar de Ulises creo que no lo has hecho sinceramente, y no me persuadirás. ¿Cómo puede un hombre como tú mentir tan descaradamente? Sé muy bien qué pensar del regreso de mi señor. Cierto que no es ingrato a los Dioses, pues no fue vencido por los troyanos ni permitieron aquéllos que viniera a morir después de la guerra entre los brazos de sus amigos, pues todos los aqueos le hubieran erigido un túmulo y hubieran legado para el porvenir una gloria inmensa a su hijo. Pero sin gloria alguna le habrán arrebatado las Arpías, mientras yo, lejos de todos, permanezco entre mis cerdos, y no voy a la ciudad sino cuando la prudente Penélope me manda ir, que es cuando ha recibido alguna nueva. Y entonces todos se apresuran a preguntarme, igual los que se entristecen con la larga ausencia de su Rey que los que se regocijan devorando impunemente sus riquezas. Pero a mí no me agrada preguntar ni responder desde que un etolio me engañó con sus palabras. Después de matar a un hombre había vagado por muchos países, y llegó a mi casa y le recibí amistosamente. Me contó que había visto en Creta, yendo él con Idomeneo, a mi señor reparando las naves, que las tempestades le habían destrozado. Y me dijo que Ulises había de regresar este verano o este otoño acompañado de sus amigos y trayendo cuantiosas riquezas. Por eso tú, anciano, que has padecido tantos males, y a quien el destino ha conducido hasta aquí, no esperes halagarme con tus embustes, pues no te honraré ni te amaré por eso, sino por compasión hacia ti y por respeto a Zeus hospitalario. Y el ingenioso Ulises le respondió: —Ciertamente que albergas en tu pecho un corazón incrédulo, cuando, aun habiéndote prestado un juramento, no he podido convencerte. Mas hagamos un pacto, y que los Dioses que habitan el Urano sean testigos de él. Si tu Rey regresara a esta morada, me darás un manto y una túnica y harás que me lleven a Dulikio cuando yo lo desee; y si tu Rey no volviera, contra lo que te digo, manda a tus criados que me arrojen
desde lo alto de un roquedo, para que en lo sucesivo se guarden de mentir los pordioseros. Y le contestó el divino porquerizo: —¡Huésped! Perdería mi buena fama entre los hombres, para siempre jamás, si, después de conducirte a mi cabaña y ofrecerte los hospitalarios dones, te arrancara la vida, que se quiere tanto. ¿Cómo rogar después al Cronida Zeus? Mas ha llegado la hora de cenar; mis compañeros no tardarán mucho y prepararemos una buena comida en la cabaña. Mientras así departían, llegaron los cerdos y sus guardianes. Encerraron éstos el ganado, según costumbre, para que pasara la noche, y un rumoreo de gruñidos se alzó de los animales según entraban en el cercado. Después el divino porquerizo dijo a sus compañeros: —Traedme un robusto cerdo para que lo sacrifique en honor de este huésped, que llega de lejos, y nos deleitaremos también nosotros, ya que sufrimos tanto y que cuidamos de los cerdos de blancos dientes, mientras otros se comen impunemente el fruto de nuestro trabajo. Diciendo así, cortó leña con el afilado bronce. Y los pastores trajeron un cerdo muy rollizo que tenía cinco años y lo dejaron junto al hogar. Pero Eumeo, dotado de buenos pensamientos, no se olvidó de los Inmortales, y echó primeramente al fuego unas cerdas de la cabeza del lechón de blancos dientes, y suplicó a todos los Dioses que el ingenioso Ulises retornara a su morada. Después, levantando el brazo, hirió a la víctima con un trozo de encina que había reservado, y el cerdo perdió la vida. Y los pastores lo degollaron, lo chamuscaron y lo dividieron en pedazos. Y Eumeo, separando las entrañas sangrientas y recubriéndolas de grasa, que tomó del cuerpo, las arrojó al fuego después de espolvorearlas con flor de harina de cebada. Y los pastores, cuando acabaron de partir lo que quedaba, atravesaron los trozos en asadores, los tostaron con cuidado y los retiraron de la lumbre. Luego los colocaron en los platos. Eumeo, que era justo y equitativo, se levantó para hacer las particiones, y todo lo dividió en siete suertes. Ofrendó una a las Ninfas y a Hermes, hija de Maia, y distribuyó las demás individualmente; pero honró a Ulises con el lomo entero del cerdo de blancos dientes. Y el héroe, el ingenioso Ulises, se envaneció, y dijo a Eumeo: —Quieran los Dioses, Eumeo, que siempre seas grato al Padre Zeus, ya que, aun siendo lo que soy, me has obsequiado con la mejor parte. Y le contestó el porquerizo Eumeo: —Come alegremente, huésped mío, y deléitate con estos manjares. Un
Dios nos lo ha otorgado y nos lo quitará si le place, pues lo puede todo. Habló así, y ofreció las primicias a los Dioses inmortales. Después de hacer las libaciones con vino rojo, puso una copa en manos de Ulises, destructor de fortalezas, que se sentó ante el lomo del cerdo. Y Mesaulio, a quien el porquerizo principal había adquirido en ausencia de su señor y sin la ayuda de su señora ni del viejo Laertes, distribuyó las participaciones. Y habíale adquirido con sus propios bienes a los tafios. Y todos pusieron mano en los manjares colocados ante ellos. Y después de satisfecha la necesidad de beber y comer, Mesaulio quitó el pan, y todos, hartos de alimento, se retiraron a sus lechos. Pero se presentó la noche desapacible y oscura, y Zeus llovió toda la noche, y el Céfiro impetuoso sopló cargado de agua. Entonces Ulises habló así, para probar al porquerizo, que tanto se cuidaba de él, y ver si, quitándose su manto, se lo entregaba o si lo pedía para él a alguno de sus compañeros: —Escuchadme ahora, tú, Eumeo, y vosotros, sus compañeros, que voy a hablaros alabándome, pues me empuja a ello el insensato vino, el que induce a bailar al más prudente, a cantar, a reír y a pronunciar palabras que fuera más cuerdo tener calladas, pero que, una vez hablador, no he de dejar de decir. ¡Pluguiera a los Dioses que fuese ahora un joven y mi fuerza fuese tan grande como el día en que tendimos la emboscada contra Troya! Eran los jefes Ulises y el Atreida Menelao, y yo mandaba a ellos, porque por sí mismos me habían elegido. Cuando hubimos llegado a la ciudad, al pie de la gran muralla, nos echamos con las armas en un pantano, entre cañas y espesa maleza. Y vino la noche desapacible, y soplaba el Bóreas helado. Después cayó la nieve fría y la escarcha cubrió nuestros escudos. Todos tenían manto y túnica, y dormían tranquilos cubriendo con ellos sus espaldas y sus armaduras. Pero yo había cedido mi manto a unos compañeros, imprudentemente, pues no pensé que pudiera sobrevenir un frío tan intenso, y sólo tenía el escudo y una túnica brillante. Y cuando la noche iba a extinguirse, a esa hora en que declinan los astros, tocando en el codo a Ulises, que estaba junto a mí, le dije estas palabras que en seguida atendió: —Divino Laertiada, ingenioso Ulises, no viviré mucho tiempo; este frío me matará, ya que no tengo abrigo, pues un Daimón me ha engañado haciendo que sólo me haya puesto una túnica, y ya el mal no tiene remedio. Así le dije, y pronto meditó un recurso en su alma, pues era rápido en el pensar y en el combatir. Y me dijo: —Cállate, no sea que te escuche alguno de los aqueos.
Dijo, y apoyado sobre el codo, habló de esta manera: —Escuchadme, amigos. He tenido un sueño divino. Estamos lejos de las naves, pero debe salir uno de nosotros para decir al Atreida Agamenón ordene a un número de los suyos que abandonen las naves y vengan con nosotros. Así dijo, y en el acto Toas Andremonida se levantó, arrojó su purpúreo manto y corrió hacia las naves, y yo, alegremente, me envolví en su manto hasta que clareó Eos, la del aúreo trono. ¡Pluguiera a los Dioses que yo fuera tan joven y tuviera tanta fuerza como entonces; cualquiera de los pastores de esta cabaña me regalaría un manto por simpatía y por temor a un hombre valiente. Pero ahora me desprecian por los miserables harapos que cubren mis carnes. Y le contestó el porquerizo Eumeo: —¡Oh anciano! Has hecho un relato irreprochable y nada has dicho, en su transcurso, vano e inconveniente. Por eso no carecerás de manto ni de cuanto necesite un suplicante desdichado que viene de lejos; pero mañana volverás a tomar tus harapos, porque aquí no tenemos muchos mantos ni túnicas de remuda, sino que cada cual cuenta con una. Cuando el caro hijo de Ulises esté de retorno te dará por sí mismo vestiduras, un manto y una túnica, y hará que se te lleve donde tu corazón desee ir. Dicho esto se levantó, aproximó al fuego un lecho de pieles de cabra y oveja, donde se tendió Ulises, y echó sobre él un ancho y espeso manto con el cual se mudaba cuando el mal tiempo sobrevenía. Y se acostó Ulises, y después que él los jóvenes pastores; mas no así Eumeo, que no quería reposar lejos de sus cerdos, y hacia ellos se fue provisto de armas. Y Ulises se regocijaba de que tomara con tanto celo el cuidado de sus bienes durante su ausencia. Primero colgó Eumeo una aguda espada de sus robustos hombros, después se cubrió con un tupido manto, que le librara del viento, y se puso también una piel grande de cabra; cogió una pica agudizada para defenderse de hombres y de perros, y se fue a dormir donde dormían los cerdos, bajo una roca cóncava, al abrigo de Bóreas.
CANTO XV Y Palas Atenea se dirigió a la extensa Lacedemonia, en busca del ilustre hijo del magnánimo Ulises, para avisarle e invitarle al regreso. Y encontró a Telémaco y al preclaro hijo de Néstor durmiendo bajo el pórtico de la morada del ilustre Menelao. Y dormía el Nestorida apaciblemente; mas el dulce sueño no había tomado a Telémaco, que pensaba en su padre durante la noche solitaria. Y le dijo así, deteniéndose ante él, Atenea, la de los ojos claros: —Telémaco, no será bien que permanezcas más tiempo lejos de tu morada y de tus bienes abandonados al arbitrio de hombres insolentes que se los repartirán y devorarán luego, pues habrías hecho un viaje inútil. Pide cuando antes al ilustre Menelao que te repatríe, a fin de que halles aún a tu irreprochable madre en tu palacio. Ya su padre y sus hermanos le aconsejan que se case con Eurimaco, pues sobresale de entre todos los pretendientes por los regalos que ofrece y la más rica dote que promete. Cuida de que, mal de tu grado, no lleve riquezas de tu casa. Demasiado sabes cómo es el alma femenina; quiere siempre enriquecer la casa del que la hace su esposa. No se acuerda más de sus primeros hijos, ni de su marido muerto, ni piensa en ellos jamás. Regresa allí y confía, hasta tanto que los Dioses no te hayan deparado una esposa digna, todas tus riquezas a la mejor de tus sirvientas. Y te diré otra cosa, y pon mis palabras en tu corazón. Los más bravos pretendientes te preparan una emboscada en el estrecho que separa Ítaca de la estéril Samos, con el propósito de matarte antes de que entres en tu patria; pero no creo que lo consigan, y por el contrario, la tierra acogerá antes que a ti a uno de esos pretendientes que consumen tus bienes. Conduce tu bien construida nave lejos de las islas y navega de noche. Y cuando hayas llegado a la ribera de Ítaca, envía la nave y a todos tus compañeros a la ciudad y dirígete primero al porquerizo que cuida tus cerdos y te tiene cariño. Duerme en su cabaña y mándale a la ciudad para que anuncie a la irreprochable Penélope tu saludo y tu regreso de Pilos. Cuando hubo así hablado, se remontó al alto Olimpo. Y Telémaco despertó al Nestorida de su dulce sueño empujándole con el pie, y le dijo:
—Levántate, Nestorida Pisístrato, y unce al carro los corceles de macizos cascos, para que partamos. Y le respondió el Nestorida Pisístrato: —No nos es posible, Telémaco, por mucha prisa que tengamos, partir en esta noche tenebrosa. No tardará en aparecer Eos. Esperemos a la mañana y a que el héroe Atreida Menelao, famoso por su lanza, haya colocado sus presentes en el carro y te haya despedido con amistosas palabras. Un huésped siempre guarda recuerdo de un hombre hospitalario que le ha recibido amistosamente. Así habló, y al momento Eos se sentó en su trono de oro, y el bravo Menelao se acercó a ellos, abandonando el lecho donde estaba Helena, la de hermosos cabellos. Y cuando el caro hijo del divino Ulises le hubo reconocido, se apresuró a vestirse su espléndida túnica, y colgando de sus hombros un gran manto, salió del pórtico y dijo a Menelao: —Divino Atreida Menelao, príncipe de pueblos, envíame en seguida al querido suelo de mi patria, pues deseo en mi corazón volver a ver mi morada. Y le respondió el valiente Menelao: —No te detendré más tiempo, puesto que quieres regresar, que igualmente me enojo contra un hombre que ama a su huésped sin medida que contra el que le aborrece. Un moderado proceder es lo mejor. Tan mal se conduce con un huésped aquel que le despide cuando él no quiere irse, como el que retiene al deseoso de partir; que es preciso tratarle con cariño mientras está entre nosotros y dejarle si desea partir. Espera, sin embargo, hasta que haya puesto en tu carro los hermosos presentes, que has de ver con tus ojos, y ordene a mis criados que preparen un festín abundante con los manjares que se guardan en mi palacio, que es honrado, glorioso y útil recorrer una gran extensión de tierra después de haber comido. Si quieres recorrer la Hélade y Argos, unciré a su yugo mis corceles y te conduciré hacia las ciudades habitadas, y nadie nos tratará desconsideradamente, sino que cada cual nos obsequiará con algún regalo; un trípode de bronce, un caldero, un par de mulas, una copa de oro... Y le respondió el prudente Telémaco: —Divino Laertiada Menelao, príncipe de pueblos, quiero regresar a mis lares, porque no he dejado allí ningún guardián de mis riquezas, y temo, o perecer buscando a mi divino padre, o perder durante mi ausencia mis tesoros. Apenas oyó esto, el valiente Menelao mandó a su esposa y a sus servidores preparar en el palacio una comida abundante con los manjares que
allí se encerraban. Entonces el Boetida Etonteo, que acababa de levantarse, pues vivía no lejos del Rey, se acercó a éste. Y el valiente Menelao le mandó encender lumbre y poner a asar las viandas. Y el Boetida obedeció tan pronto como oyó la orden. Y Menelao entró en la olorosa cámara nupcial, y con él iban Helena y Megapentes. Cuando llegaron al lugar donde se guardaban los objetos preciosos, el atreida tomó una redonda copa y mandó a su hijo Megapentes que cogiese una crátera de plata. Y Helena se detuvo ante un arca donde encerraban los vestidos de variados colores, que ella misma confeccionara. Y Helena, la divina mujer, tomó un peplo, el más hermoso de todos por la variedad de sus matices, el más amplio, el que resplandecía como una estrella, y estaba debajo de los otros, y volvieron por el palacio hasta llegar a donde se hallaba Telémaco. Y le dijo el valiente Menelao: —Telémaco, que Zeus, el soberano esposo de Hera, te permita el regreso que deseas en tu alma. De todos los tesoros que se guardan en mi palacio te daré el más hermoso, el más preciado, esta crátera, admirablemente labrada, de plata maciza, y cuyos bordes están guarnecidos de oro. Es obra de Hefesto, el héroe ilustre, rey de Sidón, y hubo de ofrecérmela cuando a mi regreso me recibió en su palacio. Y yo quiero ofrecértela. Cuando así hubo dicho, el héroe Atreida puso en sus manos la redonda copa; y el robusto Megapentes colocó ante él la espléndida crátera de plata, y Helena, sosteniendo el peplo con sus manos, se acercó y le dijo: —También yo, querido hijo, te haré este presente, obra de las manos de Helena, para que se lo regales a la bienamada mujer con quien hayas de casarte. Hasta entonces, téngalo a su cuidado tu querida madre. Y cuando abandones nuestra morada para ir a tu tierra patria, huélgate de mi recuerdo. Diciendo esto, cogió el peplo con sus manos y él lo recibió con alegría. Y el héroe Pisístrato colocó los presentes en una cesta y los contempló en su alma. Después el rubio Menelao les condujo a las estancias, donde se sentaron en sillas y sillones. Y una sirvienta vertió agua de un jarro de oro en una fuente de plata para el lavamanos y colocó ante ellos la mesa pulimentada. Y la irreprochable despensera, llena de agrado para todos, cubrió la mesa de pan y de numerosos manjares, y el Boetida cortaba las viandas y distribuía las porciones, y el hijo del ilustre Menelao servía el vino. Y todos pusieron mano en los manjares que tenían ante ellos. Y cuando satisficieron el apetito y la sed, Telémaco y el ilustre hijo de Néstor, después de uncir al yugo los caballos montaron en el espléndido carro y salieron del vestíbulo y del pórtico sonoro. Y el rubio Atreida
Menelao salió con ellos, llevando en la mano una copa de oro llena de vino dulce, con la que hacer una libación antes de que partieran. Y deteniéndose ante los caballos, dijo de esta manera: —¡Salud, oh jóvenes! Llevad mi saludo al príncipe de pueblos Néstor, que era para mí tan dulce como un padre cuando los aqueos combatíamos en Troya. Y le respondió el prudente Telémaco: —¡Oh divino! Repetiremos tus palabras a Néstor. Permitan los Dioses que, de regreso en Ítaca y en la morada de Ulises, pueda contar con cuánto cariño me has recibido y con cuántos hermosos presentes me has obsequiado. Y mientras así decía, un águila voló a su derecho llevando entre sus garras un gran ánsar doméstico. Hombres y mujeres la seguían con sus gritos, y el águila, aproximándose, pasó a la derecha de los caballos. Y todos, al verla, se regocijaron en su corazón, y el Nestorida Pisístrato habló el primero y dijo: —Dinos, divino Menelao, príncipe de pueblos, si ese augurio que nos envían los Dioses es para todos o sólo para ti. Así dijo, y Menelao, grato a Ares, pensó cómo respondería prudentemente; pero Helena, la del ancho peplo, se adelantó y contestó: —Escuchadme, y yo os predeciré, tal como los Dioses me lo inspiran y creo se cumplirá. Lo mismo que el águila descendió de la montaña donde nació y tiene sus crías y arrebató al ánsar de la casa donde se hallaba, así Ulises, después de haber sufrido y errado mucho, volverá a casa y se vengará. Quizá ya esté en su palacio sembrando la muerte entre los pretendientes. Y le contestó el prudente Telémaco: —Quiéralo así el poderoso Zeus tonante, esposo de Hera, y en adelante te dirigiré plegarias como si fueras una Diosa. Así dijo, y hostigó a los caballos, que se lanzaron a la carrera por la ciudad y la llanura. Y durante todo el día galoparon bajo el yugo, y Helios cayó, y todos los caminos se tornaron oscuros. Llegaron a Feras, a la morada de Diocleo, hijo de Orsiloco, a quien engendró Alfeo. Y allí pasaron la noche, porque se les ofreció hospitalidad. Pero cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, aparejaron los caballos y, montando en el carro espléndido, salieron del vestíbulo y del pórtico sonoro. Y fustigaron a los corceles con el látigo, y éstos corrían impetuosos. Y llegaron en seguida a la magnífica ciudad de Pilos. Entonces Telémaco habló así al hijo de Néstor:
—Nestorida, ¿cómo cumplirás lo que me prometiste? Nos gloriamos de ser recíprocamente huéspedes de por vida, por la amistad de nuestros padres, por nuestra edad, que es la misma, y por este viaje, que nos unirá más todavía. ¡Oh divino! No me conduzcas más allá de mi nave; déjame aquí, no sea que el Anciano me retenga, a mi pesar, en su morada, por el deseo de agasajarme, que es preciso que yo parta con premura. Habló así, y el Nestorida meditó en su corazón el medio de cumplir concienzudamente su promesa. Y de cuantas pensó ésta le pareció la resolución más acertada. Volvió los caballos hacia el lugar donde estaba la rápida nave en la orilla del mar; puso los espléndidos presentes, los vestidos y el oro que había entregado Menelao sobre la popa, y dijo a Telémaco estas palabras aladas: —Date prisa a embarcarte y háganlo contigo tus compañeros, antes de que yo llegue a casa, y lo refiera al Anciano, pues conozco en mi alma y en mi corazón su entereza de ánimo. Y no te dejaría partir; por el contrario, vendría a buscarte por sí mismo y no querría volverse sin ti. Y entonces se enojaría mucho. Cuando así hubo hablado, dirigió los caballos de hermosas crines hacia la ciudad de los pilios, y regresó rápidamente a su morada. Mientras tanto, Telémaco exhortó a sus compañeros: —Compañeros, preparad los aparejos de la negra nave, embarquémonos y continuemos nuestra ruta. Así dijo, y tan pronto como le oyeron, se embarcaron y ocuparon sus puestos en los bancos. Y mientras ellos se preparaban, rogaba él a Atenea desde el extremo de la nave. Y he aquí que llegó un extranjero, fugitivo de Argos, donde había matado a un hombre, y que era un adivino de la estirpe de Melampo. Este vivió algún tiempo en Pilos, criadora de ovejas, y era rico entre los pilios, pues poseía hermosos palacios; pero huyó lejos de su patria, hacia otro pueblo, por temor al magnánimo Neleo, el más ilustre de los vivientes, que la había retenido por fuerza sus riquezas numerosas durante un año, mientras él, cargado de cadenas, sufría muchos tormentos en la morada de Filaces, pues había ultrajado a Ificles a causa de la hija de Neleo e impelido por la cruel Diosa Erinnia. Pero escapó a la muerte, se llevó los mugidores bueyes de Filaces a Pilos, vengándose del ultraje del divino Neleo, y condujo a donde estaba su hermano a la joven con quien se casara, y su destino fue vivir entre los argivos, sobre los que reinó. Y engendró a Anfiaro, salvador del pueblo, a quien Zeus tempestuoso y Apolo amaron más que a nadie. Pero no llegó
al umbral de la vejez, pues pereció en Tebas, traicionado por su mujer, a quien seducían los regalos. Y de él nacieron dos hijos: Alcmaon y Anfiloco. Y Mantio engendró a Polifeideo y a Clito. Pero Eos, la del áureo trono, arrebató a Clito por su hermosura y le colocó entre los Inmortales. Y cuando murió Anfiarao, Apolo hizo a Polifeideo el más hábil de los adivinos. Pero éste, irritado contra su padre, se retiró a Hiperesia, donde vivió, haciendo profecías a los hombres. Y le sucedió su hijo, que se llamaba Teoclimeno, y que era quien, deteniéndose ante Telémaco, que rogaba y hacía libaciones en un extremo de la negra nave, le dijo estas palabras aladas: —¡Oh amigo! Puesto que te encuentro haciendo libaciones en este lugar, te suplico por esas libaciones, por el Dios que invoques, por tu propia cabeza y por la de tus compañeros, me digas la verdad sin ocultarme nada. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu pueblo? ¿Quiénes son tus padres? Y le contestó el prudente Telémaco: —Extranjero, te diré la verdad. Mi familia es de Ítaca y mi padre es Ulises, si vive todavía, que probablemente pereció de funesta muerte. Y yo he venido aquí con mis compañeros, a bordo de mi negra nave, para informarme de mi padre, tanto tiempo ausente. Y el divino Teoclimeno, le repuso: —También yo voy huyendo de mi patria, donde he matado a un hombre. Sus hermanos y sus numerosos compañeros viven en Argos, criadora de caballos, y tienen poder entre los aqueos. Huyo de su venganza y de la negra Ker, ya que mi destino es errar entre los hombres. Déjame embarcar en tu nave, pues vengo a ti suplicante, no sea que me maten, porque creo que me persiguen. Y le contestó el prudente Telémaco: —En verdad que no te arrojaré de mi nave. Sígueme; te acogeremos con amistad y como mejor podamos. Diciendo esto, tomó la lanza de bronce de Teoclimeno y la colocó sobre el puente de la nave de dos filas de remos; y subió a ella, y sentándose junto a popa, hizo un sitio a su lado a Teoclimeno. Sus compañeros desataron la amarra, ordenóles preparar el aparejo, y se apresuraron a obedecerle. Izaron el mástil de abeto sobre el punte, sujetándolo con cuerdas, y desplegaron las blandas velas, estirándolas con la ayuda de correas. Atenea, la de los ojos claros, les envió un viento propicio, que soplaba con fuerza, y la nave surcó rápidamente la salobre agua del mar.
Helios cayó, y todos los caminos se tornaron oscuros. Y la nave, empujada por un viento grato a Zeus, dejó atrás a Fera y a la divina Elide, donde reinan los epeos. Después Telémaco se intrincó entre islas rocosas, preguntándose si se libraría de la muerte o si sería hecho cautivo. Pero mientras, Ulises, el divino porquerizo y los otros pastores tomaban de nuevo su comida en la cabaña, y cuando hubieron satisfecho el hambre y la sed, entonces Ulises dijo al porquerizo, por ver si le obsequiaba de todo corazón permitiéndole permanecer en la cabaña, o si, por el contrario, le obligaría a marchar a la ciudad. —Escuchadme, tú, Eumeo, y vosotros, sus amigos. Pienso ir mañana a la ciudad, a fin de mendigar y no seros gravoso. Dadme, pues, un buen consejo y un guía que me conduzca. Entraré en el palacio del divino Ulises, por llevar noticias a la prudente Penélope. Y me mezclaré entre los soberbios pretendientes porque me den de comer, ya que tienen vituallas abundantes. Y haré todo aquello que me ordenen, pues te diré (y escúchame y guarda mis palabras en tu alma) que por gracia del mensajero Hermes, que honra todos los trabajos de los hombres, ninguno podrá competir conmigo en destreza para encender fuego, partir leña seca y amontonarla de modo que arda bien, preparar la comida, escanciar vino y atender a todos los servicios que los pobres hacen a los poderosos. Y el porquerizo Eumeo, indignadísimo, le contestó: —¡Oh huésped mío! ¿Qué proyecto concibió tu alma? Si deseas mezclarte a la turba de los pretendientes, es que quieres perecer. Su violencia y su orgullo insolente llegan al Urano de hierro. Sus criados no se parecen a ti; son jóvenes, ataviados con hermosos mantos y preciosas túnicas, hermosos de apostura y de gesto, que cubren las pulidas mesas de pan, de viandas y de vino. Quédate con nosotros, que ninguno se enojará de tu presencia: ni yo ni mis compañeros. Y cuando regrese el hijo de Ulises, él te regalará una túnica y un manto y hará que se te conduzca donde tu corazón te mande ir. Y respondió el paciente y divino Ulises: —Quieran los Dioses, Eumeo, que seas tan grato al Padre Zeus como a mí me lo eres, puesto que has puesto fin a mis correrías de errante y a mis trabajos; pues nada hay peor para los hombres que vagar así, y muchos de ellos, vagando, sufren la inquietud, el dolor y la angustia de su vientre hambriento. Y ahora, puesto que me retienes y me mandas que espere la vuelta de Telémaco, háblame de la madre del divino Ulises y de su padre, que dejó él al partir de los umbrales de la ancianidad.
¿Viven aún bajo el esplendor de Helios, o han muerto y moran ya en las regiones de Edes? Y el mayoral de los porqueros le respondió: —Te diré la verdad, huésped mío. Laertes vive aún, mas suplicando continuamente a Zeus en su morada que le separe el alma de su carne, pues gime con amargura por su hijo ausente y por su esposa, con la que se casó doncella, y cuya muerte le agobia de tristeza y le hace sentir el horror de la vejez. Murió de deplorable muerte por el recuerdo de su ilustre hijo. Ojalá no perezca de ese mal ninguno a quien yo quiera. Durante el largo espacio de su vida gustaba de preguntarme y consultarme, pues me había educado por sí misma, a la vez que a su ilustre hija Climene, la del largo peplo, a quien parió la última. Con su hija me crió, y nunca me honró menos que a ella. Pero cuando los dos llegamos a la pubertad, Climene se casó con un samio que hizo numerosos regalos a sus padres. Y entonces Anticlea me dio un manto, una túnica, unas lindas sandalias y me envió al campo y aún me quiso más en su corazón. Ahora carezco de todos esos bienes; pero los Dioses han hecho que fructifique mi trabajo, y por ellos como y bebo y socorro a los venerables suplicantes. Sin embargo, me es doloroso no poder oír las palabras de mi señora; pero la desgracia y los hombres insolentes han invadido aquella casa, y están los sirvientes privados de hablar con libertad a su señora, de preguntarle, de comer y de beber con ella, y de llevarse al campo algunos de los presentes que regocijan el ánimo de los criados. Y le respondió el paciente Ulises: —¡Oh Dioses! Joven, en verdad, porquerizo Eumeo, fuiste alejado de tu pueblo y de tus padres. Y ahora, cuéntame la verdad. ¿Fue destruida la ciudad de anchas calles donde vivió tu padre y tu venerable madre, o te cogieron algunos hombres perversos mientras cuidabas tus ovejas o tus bueyes, transportándote en su nave y vendiéndote en la morada de algún hombre que ofreciera por ti una buena suma? Y le contestó el mayoral de los porquerizos: —Forastero, puesto que me preguntas estas cosas, óyeme en silencio y regocíjate bebiendo vino con reposo. Las noches son largas y dejan tiempo para dormir y tiempo para recrearse en los relatos. Y no conviene que duermas antes de la hora pues el mucho sueño es perjudicial. Si el alma y el corazón de alguno de los presentes le piden dormir, que salga, y al alzarse Eos, una vez que desayune, vaya a cuidar de los cerdos del señor. Nosotros, comiendo y bebiendo en la cabaña, deleitarémonos
con el recuerdo de nuestros infortunios, pues el hombre que ha sufrido y vagado mucho se encanta con el recuerdo de sus trabajos. Y voy a contestarte, puesto que me interrogas: «Hay una isla, cuyo nombre es Siria, encima de Ortigia, del lado donde Helios cae. Es pequeña, pero agradable, y produce en abundancia bueyes, ovejas, vino y trigo, y jamás el hambre aflige al pueblo, ni enfermedad alguna a sus míseros moradores. Cuando las personas de una generación envejecen, Apolo, el del arco de plata, y Artemisa se presentan y las matan con sus ilustres flechas. Dos ciudades se han repartido el país y mi padre, Ctesio Ormenida, semejante a los Inmortales, regentaba las dos, cuando llegaron los fenicios, ilustres por el arte de navegar, hábiles y astutos, llevando a bordo de su negra nave mil objetos caprichosos. Había en casa de mi padre una mujer de Fenicia, alta, hermosa y hábil en las labores de mano. Y los fenicios, astutos, la sedujeron. Uno de éstos, yendo aquélla a lavar, se unió a ella en la abierta nave por vínculos de amor, que turba a las mujeres lujuriosas, aunque sean prudentes. Luego le preguntó quién era y de dónde procedía, y al punto habló ella de la magnífica casa de su padre: —Me envanezco de ser de Sidón, rica en bronce, y soy la hija del poderoso Aribas. Los piratas tafienos me robaron un día en el campo, y fui transportada aquí, a la morada de Ctesio, que, pagó por mí una buena suma. Y aquel hombre le respondió: —Si quisieras volver con nosotros hacia tus lares, volverías a contemplar la magnífica morada de tus padres, y a ellos mismos, pues todavía viven. Y la mujer le respondió: —Sea como decís, si los marinos quieren prestarme juramento de que han de repatriarme sana y salva. Habló así, y todos se lo juraron y cuando hubieron pronunciado todas las palabras del juramento, la mujer le dijo todavía: —Ahora ninguno de vosotros me hable si me hallara en la calle o en la fuente, no se lo digan al anciano, pues si algo sospechara me cargaría de cadenas y prepararía vuestra muerte. Guardad mis palabras en vuestro corazón y apresuraos a adquirir vituallas. Y cuando la nave esté repleta de provisiones, que vaya un mensajero a avisarme a mi casa. Os traeré todo el oro que caiga en mis manos y os haré, porque así lo deseo, otro presente. Cuido, a la sazón, en sus moradas, del hijo de Ctesio, un niño inquieto y que suele salir a correr fuera de su casa. La traeré a la nave, y podréis obtener por él una buena suma vendiéndole a los extranjeros.
Después de decir esto fue a nuestro magnífico palacio. Y los fenicios permanecieron un año entre nosotros, acumulando numerosas riquezas en su abierta nave. Y cuando ésta estuvo llena, mandaron a la mujer un mensajero con el aviso de que iban a partir. Y aquel mensajero, maestro en astucias, vino a la casa de mi padre con un collar de oro adornado de esmalte. Y mi venerable madre y todas las criadas pasaron el collar de mano en mano, contemplándolo, y cada una le ofreció por él una buena suma; pero el hombre no respondía, y después de hacer una seña a la mujer; se volvió hacia la nave. Entonces, la mujer, cogiéndome de la mano, salió de mi casa. Y encontró en el vestíbulo algunas copas de oro sobre las mesas de los convidados a quienes mi padre había obsequiado con un festín. Y éstos habían ido al ágora del pueblo. Cogió tres copas, que ocultó en su seno, y salió y yo la seguí sin sospechar nada. Cayó Helios, y todos los caminos se tornaron oscuros; pronto llegamos al puerto donde estaba la rápida nave de los fenicios, que, una vez que nos acomodaron en ella, subieron y surcaron los húmedos caminos, y Zeus nos envió un viento propicio. Y navegamos durante seis días y seis noches; pero cuando el Cronida Zeus amaneció al séptimo, Artemisa, que se envanece de sus flechas, mató a la mujer, que cayó con gran ruido a la sentina como si fuera un gallinazo. Los marinos la arrojaron para que fuera pasto de los peces y las focas, y yo quedé solo, dolorido en mi corazón. Y el viento y las olas empujaron a los fenicios hasta Ítaca, donde Laertes me compró con sus propias riquezas. Y por eso he visto con mis propios ojos esta tierra.» Y le respondió el divino Ulises: —¡Eumeo, en verdad que has conmovido mi corazón refiriéndome todos los infortunios que has sufrido; pero Zeus ha mezclado para ti el mal con el bien, pues entraste, después de padecer tantos trabajos, en la casa de un varón excelente, que te da en abundancia de comer y beber, y tu vida es apacible, mientras que yo sólo he conseguido llegar aquí después de vagar, a través de numerosas poblaciones! Así departían. Después durmieron poco tiempo, pues Eos apareció en su hermoso trono. Durante este tiempo, los compañeros de Telémaco, habiendo tocado tierra, plegaron las velas y abatieron el mástil y condujeron la nave al puerto con la ayuda de los remos. Echaron luego las anclas y sujetaron los cables. Después, cuando salieron de la nave, prepararon la comida en la orilla del mar y mezclaron el rojo vino. Y cuando hubieron satisfecho el hambre y la sed, el prudente Telémaco les dijo:
—Conducid la negra nave a la ciudad, que yo voy hacia el campo y mis pastores. Y esta noche, cuando haya visto el trabajo de mis tierras, volveré; y mañana, de madrugada, os ofreceré un buen festín de viandas y vino dulce. Y entonces le dijo el divino Teoclimeno: —Y yo, querido hijo, ¿dónde iré? ¿Con quién de los varones que gobiernan la abrupta Ítaca ganaré mi vida? ¿Debo ir al lado de tu madre, a tu propio palacio? Y el prudente Telémaco le contestó: —No te aconsejara yo que fueras a otra casa que la mía, donde no habían de faltarte los dones de la hospitalidad; mas hoy sería lo peor para ti. Estaré yo ausente, y mi madre no te ha de ver, pues teje una tela en las cámaras más altas, lejos de los pretendientes; pero yo te indicaré otro hombre hacia el que has de dirigirte: Eurimaco, hijo ilustre del prudente Polibo, a quien los itacenses miran como a un Dios. Es como mucho el más ilustre de los hombres, y desea vivamente casarse con mi madre y poseer los honores de Ulises. Pero el olímpico Zeus que habita en el Éter sabe si todos han de ver amanecer su último día antes del de sus nupcias. Esto decía, cuando un gavilán, rápido mensajero de Apolo, voló a su derecha llevando entre sus garras una paloma, cuyas plumas esparció entre la nave y el propio Telémaco. Entonces Teoclimeno, llevando a aquél lejos de sus compañeros, le cogió la mano y le dijo: —Telémaco, ese pájaro no voló a tu derecha, sin que lo quisiera un Dios. Lo he mirado y conozco que es un signo augural. No hay más estirpe real que la vuestra en Ítaca, y seréis siempre poderosos. Y en seguida respondió Telémaco: —¡Permitan los Dioses, forastero, que tus palabras se cumplan! Te adoraría y te haría numerosos presentes, y nadie podría llamarse más dichoso que tú. Así habló, y dijo a su fiel compañero Pireo: —Pireo Clítida, eres el más querido compañero de cuantos me siguieron a Pilos. Conduce a este hombre a tu morada, ten cuidado de él y hónrale hasta que yo vaya. Y respondió Pireo, famoso por su lanza: —Telémaco, aun cuando tengas necesidad de permanecer mucho tiempo aquí, yo atenderé a este forastero, y nada le faltará de cuanto es debido a un huésped. Dijo así, entró en la nave y dio orden a sus compañeros de embarcar y desatar los cables. Y Telémaco, después de calzar sus pies con lindas
sandalias. tomó del puente de la nave una lanza sólida y brillante con broncínea punta. Y mientras sus compañeros desataban los cables y navegaban con rumbo a la ciudad, según ordenara Telémaco, el caro hijo de Ulises, éste se dirigió con paso ágil hacia la cerca donde estaban encerrados sus numerosos cerdos, junto a los cuales dormía el porquerizo fiel y afecto a sus señores.
CANTO XVI Al levantarse Eos, Ulises y el divino porquerizo prepararon la comida, encendieron la lumbre y mandaron a los pastores con las piaras de los cerdos. Y cuando Telémaco se aproximaba, los perros aulladores no ladraron, sino que movieron la cola. Y Ulises, que les vio mover la cola y había oído ruidos de pasos, dijo a Eumeo estas palabras aladas: —Eumeo, sin duda uno de tus compañeros se aproxima o algún hombre conocido, pues no aúllan los canes, sino que mueven la cola, y siento ruido de pasos. Apenas había dicho esto, cuando su querido hijo se detuvo ante el pórtico. El porquerizo se adelantó, estupefacto, y el vaso en el cual mezclaba el vino rojo se le cayó de las manos, y llegando ante su señor, le besó en la cabeza, en los bellos ojos y en las manos, vertiendo lágrimas como un padre lleno de ternura que vuelve de una tierra lejana después de diez años de ausencia y abraza a su hijo único, engendrado en la vejez, y por el que se han sufrido muchos males. Así el porquerizo cubría de besos al divino Telémaco, y abrazándole como si hubiera escapado de la muerte le dijo, llorando, estas palabras aladas: —¡Ya has vuelto, Telémaco, dulce luz! Creí que no volvería a verte jamás después de tu partida a Pilos. Entra pronto, hijo querido, para que me deleite mirándote, ya que llegas de tan lejos. No vienes con frecuencia a tus tierras a ver tus riquezas y a vigilar la funesta turba de los pretendientes. Y le respondió el prudente Telémaco: —Sea como tú quieres, abuelo. He venido por ti, para verte con mis ojos y para oírte, y para que me digas si mi madre continúa en nuestra casa o alguien la ha hecho su esposa. ¡Que pudiera ser el abandonado lecho de Ulises lugar para las inmundas arañas! Y el mayoral de los porquerizos le repuso: —Tu madre permanece con ánimo paciente en tu palacio, y llora noche y día, agobiada por la pena. Cuando así hubo dicho, tomó su lanza de bronce. Y Telémaco entró, trasponiendo el umbral de piedra. Y Ulises, su padre, quiso cederle su sitio; pero Telémaco le retuvo, diciéndole:
—Siéntate, forastero, que yo hallaré otro lugar en esta cabaña, y este hombre me lo preparará. Así dijo, y Ulises tornó a sentarse, y el porquerizo amontonó ramas verdes y echó una piel por encima, y el caro hijo de Ulises se sentó. Después el porquerizo colocó ante ellos platos de carnes asadas que habían dejado de la comida de la víspera. Amontonó presurosamente pan en los cestos, mezcló vino rojo y espeso y se sentó frente a Ulises. Y pusieron mano en las viandas que tenían ante ellos. Y cuando hubieron satisfecho el hambre y sed, Telémaco dijo al divino porquerizo: —Dime, abuelo, ¿de dónde viene este huésped? ¿Cómo los marineros le trajeron a Ítaca? ¿Quién se gloria de ser? Pues no creo que haya venido andando hasta aquí. Y le repuso el porquerizo Eumeo: —Hijo mío, te diré la verdad. Se gloria de ser de la vasta Creta. Y dice que, vagando, ha recorrido numerosas ciudades habitadas, pues sin duda un Dios le impuso ese sino. Ahora, huyendo de la nave de unos trespotas, ha llegado a mi cabaña, y a ti te lo confío. Haz de él lo que quieras, pues dice que es tu suplicante. Y le contestó el prudente Telémaco: —Eumeo, ciertamente, has pronunciado una palabra dolorosa. ¿Cómo recibirle yo en mi morada? Soy joven, y no podré reprimir por mi propia mano a quien intentara ultrajarle. El espíritu de mi madre duda, y no sabe si, por respeto al lecho de su esposo, y a la opinión pública, continuar al cuidado de la casa, o seguir al más ilustre de los aqueos, que se casaría con ella y le haría numerosos presentes. Mas, puesto que este forastero ha llegado a tu morada, yo le daré preciosos vestidos, un manto y una túnica, una espada de doble filo y un par de sandalias y le enviaré donde su corazón desee ir. Si tú consientes en ello, cuídale en tu cabaña. Aquí mandaré yo los vestidos y el pan, a fin de que se alimente y no os sea gravoso ni a ti ni a tus compañeros. Mas no he de dejarle que se aproxime a los pretendientes, cuya insolencia es tan grande, pues podrían intentar ultrajarle, y ello me produciría un amargo dolor; porque, ¿qué podría hacer un solo hombre, aun siendo muy vigoroso, contra tan crecido número? Siempre resultarán ellos los más fuertes. Y dijo el paciente y divino Ulises: —¡Oh amigo! Puesto que me permites que te responda, te diré que se desgarra mi corazón al oírte decirle que, mal de tu agrado y siendo quien eres, cometen los pretendientes semejantes iniquidades en tu casa. Dime
si las consientes voluntario o si tus convecinos, obedeciendo a los Dioses, te aborrecen. Si no tienes queja de tus hermanos, deberías ayudarte de ellos, pues es un apoyo al que es preciso acudir cuando se suscita una pública disensión. ¡Pluguiera a los Dioses que yo fuese tan joven como tú y estuviera lleno de vigor, o fuese el irreprochable hijo de Ulises, o Ulises mismo, y que regresara, porque no está perdida toda esperanza! Consentiría en que un enemigo me cortara la cabeza si no me dirigía inmediatamente a la morada del Laertiada Ulises para ser la ruina de todos! ¡Y si, siendo solo, la multitud de ellos me vencía, preferiría ser muerto en mi casa a ver esos espectáculos vergonzosos: mis huéspedes maltratados, mis doncellas miserablemente violadas en mis hermosas estancias, mi vino agotado, mis vituallas devoradas descaradamente y por un designio vano que jamás ha de cumplirse! Y le contestó el prudente Telémaco: —Forastero, te diré la verdad. El pueblo no está irritado contra mí, y no acuso tampoco a mis hermanos, con cuyo apoyo hay que contar cuando de una gran disensión pública se trate. El Cronida sólo ha concedido un hijo a cada familia de nuestra estirpe, Arkesio no ha engendrado más que a Laertes, y Laertes no ha engendrado más que a Ulises, y Ulises no ha engendrado más que a mí en las moradas en que hubo de dejarme y donde no ha gozado de compañía. Y ahora hay en mi casa numerosos enemigos. Los que dominan en las islas, con Dulikio, en Same, Zacintio, cubierta de bosques, y aquellos otros que dominan en Ítaca, todos desean a mi madre y arruinan mi mansión. Y mi madre no rehúsa ni acepta esas odiosas nupcias, y todos agotan mis bienes, arruinan mi casa y pronto me matarán a mí también. Mas, en verdad, estas cosas están en el halda de los Dioses. Ve, abuelo Eumeo, y di a la prudente Penélope que llegué indemne de regreso de Pilos. Yo te espero aquí. Vuélvete cuando le hayas hablado a ella, y que ninguno de los aqueos te escuche, pues todos preparan mi perdición. Y le contestó el porquerizo Eumeo: —Oigo y comprendo lo que mandas hacer. Mas dime si, de paso, llevaré esta noticia al infortunado Laertes. Antes, aun cuando lloraba Ulises, sobrellevaba su infortunio, y cuando su ánimo se lo ordenaba, bebía y comía con los criados en su mansión; mas, desde que partiste en la nave para Pilos, dicen que no come ni bebe y que no vigila los trabajos, sino que permanece suspirando y lamentándose y que se consume en torno a los huesos.
Y le respondió el prudente Telémaco: —Muy triste es eso; pero no vayas a verle, pese a su dolor. Si el destino pudiera ser elegido por los hombres, nosotros eligiríamos el día del retorno de mi padre. Vuélvete tan pronto como hayas hablado con mi madre y no te alejes por el campo en busca de Laertes; pero di a mi madre que comunique en seguida secretamente mi regreso al anciano por mediación de la despensera. Así dijo, excitando al porquerizo, que ató las sandalias a sus pies y partió para la ciudad. Pero no pasó inadvertida para Palas Atenea la partida de Eumeo, y hubo de aparecérsele semejante a una hermosa mujer, alta y hábil en delicadas labores. Se detuvo en el umbral de la cabaña, haciéndose visible solamente a Ulises, y Telémaco no la vio, pues los Dioses no se manifiestan a todos los hombres. Y Ulises y los perros la vieron y no aullaron los perros, sino que huyeron rezongando, al interior de la cabaña. Entonces Atenea hizo una seña con las cejas, y el divino Ulises la entendió, y saliendo, se alejó del gran muro del establo, y se detuvo ante Atenea, que le dijo: —Divino Laertiada, ingenioso Ulises: habla ahora a tu hijo y no le ocultes nada, para que preparéis el exterminio y la muerte de los pretendientes y marchéis a la ciudad. No estaré mucho tiempo alejada de vosotros, pues tengo deseos de luchar. Así dijo Atenea, y le tocó con su varita de oro. Le cubrió con hermosos vestidos que llevaba de antemano, aumentándole la talla y rejuveneciéndole, y sus mejillas se tornaron más brillantes y su barba se volvió negra. Y Atenea, después de hacer esto, desapareció. Entonces Ulises entró de nuevo en la cabaña, y su caro hijo se quedó estupefacto en su presencia, volviendo los ojos a otro sitio, temeroso de que fuese un Dios. Y le dijo estas palabras aladas: —Extranjero, me pareces otro distinto al de antes; llevas otras vestiduras y tu cuerpo no es el mismo. Si eres un Dios de los que pueblan el ancho Urano, sé piadoso. Te ofreceremos excelentes sacrificios y te haremos presentes de oro. Ampáranos. Y le respondió el paciente y divino Ulises: —No soy ningún Dios. ¿Por qué me confundes con los Dioses? Soy tu padre, por quien suspiras y por quien has sufrido dolorosas penas y ultrajes de los hombres. Diciendo esto abrazó a su hijo, y sus lágrimas cayeron de sus mejillas al suelo, pues hasta entonces las había retenido. Pero Telémaco, no pudiendo convencerse de que fuera su padre, le dijo de nuevo:
—Tú no eres Ulises, mi padre, sino un Dios que me engaña, para que suspire y solloce más aún. Nunca podrá un hombre mortal llevar a cabo ciertas cosas si un Dios, presentándose, no le hace fácilmente convertirse a su capricho en joven o en viejo. Pues tú eras anciano ha poco tiempo y vestías miserablemente, y he aquí que ahora te asemejas a los Dioses que habitan el ancho Urano. Y el prudente Ulises le contestó: —Telémaco, no es bien que permanezcas ante tu querido padre en tal grado sorprendido y estupefacto. Ningún otro Ulises vendrá jamás aquí, pues yo soy Ulises, el que ha sufrido innumerables males, y que regresa, después de veinte años, a la tierra patria. La devastadora Atenea ha obrado este prodigio. Ella me hace aparecer como le place, porque tiene poder para ello. Unas veces me torna semejante a un mendigo; otras, me cambia en un hombre joven que lleva hermosas vestiduras sobre su cuerpo, pues es fácil a los Dioses que habitan el ancho Urano glorificar a un hombre mortal o convertirle en un miserable. Así dijo, y se sentó. Entonces Telémaco abrazó a su valeroso padre, derramando lágrimas. A los dos les tomó el deseo de llorar, y lloraron abundantemente y con grandes gritos, como las águilas o como los buitres de corvas uñas cuando los pastores les arrebatan sus crías antes de que puedan volar. Así caían las lágrimas de sus párpados, y antes de que acabaran de llorar, la luz de Helios hubiérase extinguido si Telémaco no dijera súbitamente a su padre: —Padre, ¿qué marineros te condujeron hasta Ítaca en su nave? ¿Quiénes son? Pues no creo que hayas venido andando. —Y el paciente y divino Ulises contestóle: —Hijo mío, te diré la verdad. Los ilustres marinos faiakienos me han traído, pues tienen la costumbre de repatriar a todos los hombres que llegan hasta ellos. Me han traído surcando el mar, dormido a bordo de su ligera nave, y me han dejado en tierra de Ítaca; me han dado abundantes y cuantiosos regalos: bronce, oro y espléndidos vestidos. Por consejo de los Dioses, todos fueron depositados en una caverna; y vine hasta aquí, asesorado por Atenea, a fin de que meditemos el exterminio de nuestros enemigos. Dime el número de los pretendientes, para que yo sepa cuántos bravos son, y consultaré en mi corazón irreprochable si debemos retarles solos o si nos será preciso buscar ayuda. Y le respondió el prudente Telémaco: —He oído, padre, en efecto, hablar de tu gran fama, y sé que eres
muy bravo y guardas mucha prudencia; pero has pronunciado una gran palabra, y me ha sobrecogido el estupor, pues dos hombres solamente no pueden combatir contra tan fuertes guerreros. Los pretendientes no son diez, ni dos veces diez, sino muchos más, y voy a contártelos, para que sepas su número. Hay, por lo pronto, cincuenta y dos jóvenes escogidos de Dulikio, con seis de sus criados; veinticuatro de Same, veinte aqueos jóvenes de Zacinto y los doce más valientes de la propia Ítaca. Con éstos está Medón, heraldo y divino Aeda, y dos siervos duchos en preparar banquetes. Si atacamos a todos reunidos, ve si no sufrirás amarga y terriblemente las consecuencias de su superioridad. Mas puedes llamar en nuestra ayuda a algún aliado que nos secunde con ánimo firme. Y le respondió el paciente y divino Ulises: —Escucha con atención lo que voy a decirte. Piensa si Atenea y su padre Zeus nos serán suficientes y si debo pedir la ayuda de otro aliado. Y le contestó el prudente Telémaco: —Los que tú nombras son los mejores aliados. Tienen asiento en las altas nubes y mandan en los hombres y en los Dioses inmortales. Y le contestó el divino Ulises: —No permanecerán mucho tiempo alejados de la ruda lucha cuando la Fuerza de Ares haya de juzgar entre nosotros y los pretendientes en nuestra propia morada. Tú, en cuanto se alce Eos, marcha a tu casa, y habla a los soberbios pretendientes. El porquerizo me acompañará en seguida a la ciudad, donde apareceré transformado en un mendigo. Si me ultrajasen en mi propia casa, soporte con paciencia tu corazón mis sufrimientos. Igual si me arrastraran con los pies fuera de casa que si me hirieran con sus armas, míralo todo con paciencia. Pídeles sólo con suaves palabras que cesen en sus ultrajes. Mas no te escucharán, porque ese día fatal se aproxima. Cuando Atenea, la de los muchos consejos, haya inspirado mi espíritu, te haré una señal con la cabeza, y tú la entenderás. Transporta entonces a un rincón de la estancia alta todas las armas de Ares que están en la gran sala. Y si los pretendientes preguntan por ellas, diles con suaves palabras: «Las puse yo lejos del humo, porque ya no son las que eran otro tiempo, cuando Ulises las dejó al partir para Troya, sino que están sucias por el calor de la lumbre. Además, el Cronida me ha sugerido un buen pensamiento, temeroso de que, excitados por el vino, se arme querella entre nosotros, y os hirieseis mutuamente, manchando así el festín y vuestras nupcias futuras, pues el hierro atrae al hombres.» Dejarás solamente para nosotros dos espadas, dos lanzas y dos escudos, que podamos coger cuan-
do nos arrojemos contra ellos. Después Palas Atenea y el muy sabio Zeus nublarán su espíritu. Y ahora he de decirte otra cosa. Retenla en tu corazón. Si eres, en verdad, de mi sangre, que nadie sepa que Ulises ha regresado, ni Laertes, ni el porquerizo, ni ninguno de los criados, ni Penélope misma. Solos tú y yo exploremos el espíritu de siervos y criados, a fin de que sepamos quiénes de ellos nos honran y respetan en su corazón y quiénes no se cuidan de nosotros y a ti te menosprecian. Y le respondió su ilustre hijo: —Ciertamente, padre, pienso que pronto te darás cuenta de mi ánimo, pues no soy ni perezoso ni blando; pero creo también que esto no nos conviene a ti ni a mí, y te ruego que lo medites. Perderás mucho tiempo en probar a cada criado, recorriendo los campos, mientras los pretendientes, tranquilos en tu casa, devoran descaradamente tus riquezas, sin escatimar nada. Cuídate de averiguar qué siervos te son fieles y cuáles te ultrajan; pero no pruebes a los criados en el palacio. Hazlo después, si, en efecto, ves alguna señal de Zeus tempestuoso. Mientras así conversaban, llegó la nave bien construida que había traído de Pilos a Telémaco y todos sus compañeros, y entró en el hondo puerto. Allí ya, arrastraron la negra nave a tierra. Después los magnánimos servidores se llevaron los aparejos y también los espléndidos presentes a las moradas de Clitio. Y luego enviaron un mensaje a la morada de Ulises, para que anunciase a la prudente Penélope que Telémaco se hallaba en el campo y había ordenado condujeran la nave a la ciudad, para que la ilustre reina, confortada, no vertiera más lágrimas. Y el mensajero y el divino porquerizo, portadores del mismo recado para la noble señora, se encontraron, y cuando llegaron al palacio del divino Rey, el heraldo dijo, en medio de las sirvientas: —Ha llegado, ¡oh Reina!, tu querido hijo. Y el porquerizo, acercándose a Penélope, le repitió todo lo que su querido hijo le había ordenado que dijera. Y cuando hubo cumplido su mandato, se apresuró a reunirse con sus puercos, abandonando el patio y el palacio. Y los pretendientes, entristecidos y confusos en su ánimo, salieron de la morada y se sentaron junto a un gran muro del patio, ante las puertas. Y habló primero Eurimaco, hijo de Polibo, diciendo: —¡Amigos! Ciertamente, Telémaco ha llevado a término una empresa audaz, que nosotros creíamos no acabaría. Botemos al mar una sólida y negra nave y reunamos en seguida a los remeros que avisen a los nuestros para que vengan presurosos.
Y no había acabado de hablar, cuando Anfinomo, que estaba mirando al mar, vio entrar una nave en el profundo puerto. Sus marinos habían recogido las velas y sólo se servían de los remos. Entonces dijo a los pretendientes, echándose a reír: —No enviemos ningún mensaje. Helos ahí, entrando. O algún Dios se lo habrá dicho, o vieron venir la otra nave, y no pudieron alcanzarla. Así dijo, y todos, levantándose, corrieron a la orilla del mar. En seguida los marinos sacaron la negra nave a tierra, y los magnánimos servidores quitaron los aparejos. Luego todos se reunieron en el ágora y no dejaron que con ellos se sentaran ni jóvenes ni viejos. Y Antinoo, hijo de Eupites, les dijo: —¡Oh amigos! Los Dioses han preservado a ese hombre de todo mal. Todos los días numerosos centinelas permanecían sentados en las altas rocas azotadas por los vientos. Después de caer Helios jamás hemos dormido en tierra, sino que, navegando a bordo de la ligera nave, esperábamos a la divina Eos, acechando a Telémaco, con el fin de darle muerte en la travesía. Pero un Dios le ha traído a su morada. Deliberemos ahora sobre su muerte. Es preciso que Telémaco no se nos escape, pues creo que, si vive, no se cumplirá nuestro designio, que está dotado de prudencia y buen criterio y las gentes no nos son favorables. Apresurémonos, antes de que reúna a los acayos en al ágora, que supongo no tardará en hacerlo. Desahogará su cólera y dirá, alzándose entre todos, que tenemos pensado matarle, pero que no hemos podido encontrarle. Y cuando le oigan no aprobarán tan malvado propósito. Temamos que mediten nuestro daño, que nos echen de nuestras propias casas y nos veamos forzados a huir a pueblos extranjeros. Prevengamos a Telémaco, dándole muerte lejos de la ciudad, en los campos o en el camino. Tomemos su vida y sus riquezas, que repartiremos entre todos equitativamente, y dejaremos el palacio para su madre y para el que con ella se despose. Si mis palabras no os complacen y queréis que viva y conserve los bienes de su patrimonio, no consumamos reunidos aquí sus caras riquezas, y que cada uno de nosotros, retirado en su casa, pretenda a Penélope ofreciéndole presentes, y cásese ella con el que le haga más regalos y sea designado por la suerte. Así dijo, y todos quedaron silenciosos. Entonces les habló Anfinomo, hijo del rey Niso Aretiada. Era jefe de los pretendientes llegados de Dulikio, herbosa y fecunda en trigo, y placía más que los otros a Penélope por sus palabras y sus pensamientos. Y les habló prudentemente, diciéndoles:
—¡Oh amigos! Yo no quiero dar muerte a Telémaco, que es terrible acabar el linaje de los Reyes. Consultemos por de pronto los designios de los Dioses. Si los decretos del gran Zeus nos aprueban el propósito, yo mataré a Telémaco por mis propias manos y excitaré a los demás a que me imiten; mas si los Dioses nos apartaran de él, yo os rogaría que no emprendiéramos nada. Así dijo Anfinomo, y lo que dijo se aplaudió. Y en el acto se levantaron todos y fueron al palacio de Ulises y tomaron asiento en los sillones pulimentados. Y Penélope resolvió entonces presentarse ante los injuriosos pretendientes, pues había tenido noticia de la muerte que preparaban a su hijo en su propia casa. El heraldo Medón, que conocía aquellos propósitos, se lo había dicho. Y se apresuró a bajar al salón con sus doncellas. Y cuando la noble mujer llegó adonde estaban los pretendientes, se detuvo en el umbral de la hermosa sala con un velo que le cubría las mejillas. Y recriminó a Antinoo, diciéndole: —Insolente y malvado Antinoo: dicen que sobresales entre los de tu edad en el pueblo de Ítaca por tu prudencia y tu palabra; pero no es verdad lo que de ti se dice. ¡Insensato! ¿Por qué urdes la asechanza y la muerte contra Telémaco y no te cuidas de ruegos de los suplicantes que tienen a Zeus por testigo? Es un impío pensamiento eso de maquinar la muerte de otro. ¿No sabes que tu padre se refugió aquí huyendo del pueblo indignado contra él? En unión de los piratas tafienos había saqueado a los esprotas, que eran nuestros amigos, y el pueblo quería matarle, desgarrar su corazón y devorar sus cuantiosas riquezas. Pero Ulises lo impidió, conteniéndolos. ¡Y he aquí que ahora que arruinas vergonzosamente su palacio, pretendes a su mujer y quieres matar a su hijo y colmas mi espíritu de tormentos! Te ordeno que te reportes y hagas que se reporten los demás. Y le respondió Eurimaco, hijo de Polibo: —Hija de Icario, prudente Penélope, cobra ánimo y no haya más inquietudes en tu espíritu. No existe ni existirá jamás, mientras yo viva y tenga luz en los ojos, el hombre que ponga su mano en tu hijo Telémaco. Digo, en verdad, y mi palabra se cumpliría, que negra sangre resbalaría a lo largo de mi lanza. Muchas veces Ulises, el destructor de ciudades, me tuvo sentado en sus rodillas y me ofreció con sus manos carne asada y vino rojo. Por eso Telémaco me es el más caro de los hombres. Le exhorto a que no tema la muerte, si han de causársela los pretendientes, ya que no se puede evitar si lo manda un Dios.
Dijo así, y la tranquilizó; pero él urdía también la muerte de Telémaco. Y Penélope subió a su espléndida y elevada estancia, donde lloró por Ulises, su querido esposo, hasta que Atenea, la de los ojos claros, hubo extendido en sus párpados el dulce sueño. Y al anochecer, el divino porquerizo llegó al lado de Ulises y de su hijo, los cuales habían sacrificado un cerdo de un año y preparaban la cena en la cabaña. Y Atenea acercóse al Laertiada Ulises, y tocándole con su varita, de nuevo le cambió en un anciano. Y le cubrió el cuerpo de harapos, temerosa de que le reconociera el porquerizo y fuera a dar la noticia a la prudente Penélope, que tal vez olvidara su prudencia. Y Telémaco fue el primero en hablar, y dijo: —¡Ya estás de vuelta, divino Eumeo! ¿Qué se dice en la ciudad? ¿Han regresado ya los soberbios pretendientes de su emboscada, o me acechan aún en la travesía? Y le respondió el porquerizo Eumeo: —No me he ocupado de eso mientras he estado en la ciudad, pues mi corazón me ordenaba regresar prontamente una vez cumplido mi mensaje; pero me he encontrado a un diligente heraldo enviado por tus compañeros, y que ha sido el primero en hablar con tu madre. Pero sé esto otro que mis ojos han visto: ya fuera de la ciudad, desde la colina de Hermes, he advertido una rápida nave que entraba en el puerto. Conducía muchos hombres y estaba cargada de escudos y de lanzas de dos puntas. Creo que eran los propios pretendientes, pero no lo sé con certeza. Así dijo, y la Fuerza sagrada de Telémaco se puso a reír viendo a su padre a espaldas del porquerizo. Y después de terminado su trabajo, prepararon la comida y comieron, y a ninguno, en su corazón, le faltó su parte equitativa. Y cuando hubieron satisfecho el hambre y la sed, se acostaron y durmiéronse.
CANTO XVII Cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, Telémaco, el caro hijo del divino Ulises, sujetó a sus pies las hermosas sandalias, cogió una sólida lanza que se adaptaba a sus manos y, presto a salir hacia la ciudad, dijo al porquerizo: —Abuelo; voy a la ciudad para que mi madre me vea, pues no creo deje de llorar y gemir hasta que nuevamente me haya visto. A ti te ordeno lleves a la ciudad a este desdichado extranjero, para que mendigue su alimento. El que quiera darle de comer y beber, lo hará. Yo no puedo, tal como estoy agobiado de pesares, encargarme de todos hombres. Si este forastero se irrita, peor será para él, pues a mí me gusta hablar sinceramente. Y le contestó el sutil Ulises: —¡Oh amigo! No deseo ser retenido aquí. Quiero mejor mendigar mi comida por la ciudad y el campo. Me socorrerá el que quiera. No quiero permanecer más tiempo en tus establos, sujeto a obedecer las órdenes de un jefe. Vete, pues, y éste me conducirá, como tú le ordenas, después de que me haya arrimado al fuego y el calor haya venido; pues contando sólo con estos harapos, temo me coja el frío de la mañana, que, según decís, la ciudad está lejos. Así dijo, y Telémaco salió de la cabaña a buen paso, urdiendo la destrucción de los pretendientes. Después, cuando llegó al palacio, apoyó su lanza en una alta columna y entró, trasponiendo el umbral de piedra. Y fue la primera en verle Euriclea, su nodriza, que extendía a la sazón pieles sobre los sillones bien labrados, y se fue hacia él, deshecha en llanto. Y las demás sirvientas del paciente Ulises se reunieron en torno a él, rodeándole con sus brazos y besándole la cabeza y los hombros. Y la prudente Penélope salió presurora de la alcoba nupcial, semejante a Artemisa o a Afrodita de oro. Y llorando, echó los brazos sobre su querido hijo, besó su cabeza y sus hermosos ojos y le dijo, sollozando, estas palabras aladas: —Ya has vuelto, Telémaco, ¡mi dulce luz! Creí no volver a verte después de que partiste para Pilos en una nave, ocultamente y contra mi gusto, a fin de informarte de tu querido padre. Mas dime al punto lo que hayas oído. Y le contestó el prudente Telémaco:
—Madre mía, ya que he escapado a la muerte, no suscites mis lágrimas ni remuevas mi corazón en el fondo de mi pecho. Antes bien, baña tu cuerpo, toma tus vestidos nuevos, sube con tus sirvientas a las estancias de arriba y ofrece a todos los Dioses completas hecatombes, que tú les sacrificarás si Zeus me permite vengarme. En cuanto a mí, voy al ágora a buscar un huésped que ha venido conmigo. Le mandé delante con mis queridos compañeros y he ordenado a Pireo que le acogiera en su casa, le tuviera a su cuidado y le honrara hasta que yo llegase. Así dijo, y no habló en vano. Penélope bañó su cuerpo, tomó sus ligeros vestidos, subió con sus sirvientas a las cámaras altas y ofreció a todos los Dioses completas hecatombes, que ella había de sacrificar si Zeus permitía que su hijo se vengara. Telémaco salió en seguida de su morada armado con su lanza. Dos canes de ligero andar le siguieron, y Atenea le infundió una divina gracia. Toda la gente le admiraba al pasar, y los procaces pretendientes se reunían a su alrededor, felicitándole a porfía, aun cuando en el fondo de su alma meditaban su mal. Se desentendió de su grupo y fue a sentarse donde estaban Men-tor, Antifos y Haliterses, que eran antiguos amigos de su padre. Y se sentó con ellos, y le hicieron preguntas sobre muchas cosas. Y Pireo, famoso por su lanza, se llegó a ellos, trayendo con él a su huésped hacia el ágora, a través de la ciudad. Y Telémaco no tardó en ponerse al lado del forastero. Pero fue Pireo el que primero habló, y dijo de este modo: —Telémaco, manda pronto a tus sirvientas a mi casa, a fin de que te remita los presentes que te dio Menelao. Y le contestó el prudente Telémaco: —No sabemos, Pireo, cómo rodarán las cosas. Si los procaces pretendientes me matan en silencio en mi morada y en mi propia casa, soporte con paciencia tu corazón mis sufrimientos, pues prefiero que los disfrutes tú a que los disfrute alguno de ellos. Si yo les proporcionara la Ker y la muerte, entonces tú me los traerás, gozoso, a mi morada, y yo me regocijaré. Así diciendo, condujo hacia su casa al desdichado huésped. Y cuando hubieron llegado, dejaron sus mantos en sillas y sillones y se bañaron en las pulimentadas bañeras. Y cuando las sirvientas les hubieron bañado y ungido de aceite, les cubrieron de túnicas y de ricos mantos y se sentaron en sus sillones. Una sirvienta les echó agua de una jarra de oro en una fuente de plata para el lavamanos, y colocó ante ellos una mesa pulimentada, que la venerable despensera, llena de agrado para todos, cubrió de pan y de manjares numerosos. Y Penélope se sentó frente a ellos, a la entrada de
la sala, y reclinándose en su silla, hilaba lana fina. Después pusieron mano en los manjares que tenían ante ellos; y cuando hubieron satisfecho el hambre y la sed, la prudente Penélope habló la primera, y dijo: —Telémaco, ¿subiré a mi alcoba nupcial y me acostaré en mi lecho, lleno con mis suspiros y regado con mis lágrimas, desde el día en que Ulises salió hacia Ilios con los Atreidas, y no habrás querido decirme, antes de que los pretendientes procaces entren en esta casa, todo lo que hayas oído del regreso de tu padre? Y le respondió el prudente Telémaco: —Te diré la verdad, madre mía. Llegamos a Pilos para ver a Néstor, príncipe de pueblos, que me recibió en sus magníficas estancias y me colmó de atenciones, como un padre acoge a su hijo recién llegado después de una larga ausencia. Así me acogieron él y sus ilustres hijos. Pero me dijo que ninguno entre los hombres mortales le había dicho nada del infortunado Ulises, vivo o muerto. Y me envió con un carro y un par de caballos hacia el Atreida Menelao, famoso por su lanza. Y allí vi a la argiva Helena, por la cual y por la voluntad de los Dioses han sufrido tantos acayos y troyanos. Y el bravo Menelao me preguntó en seguida por qué había ido a la divina Lacedemonia, y le dije la verdad, y entonces me respondió en esta forma: «¡Oh Dioses! ¡Ciertamente, quieren acostarse en el lecho de un valiente hombres cobardes! Así como una cierva deposita en la guarida de un león fornido sus cervatillos recién nacidos y que aún maman, mientras ella va a pacer por los riscos o por los valles herbosos, y he aquí que el león, entrando en su guarida, mata indignamente a los cervatillos, así Ulises les infligirá una muerte miserable. ¡Permitan el Padre Zeus, Atenea y Apolo que Ulises se mostrara a los pretendientes tal como en Lesbos, la bien edificada, cuando, alzándose para combatir con el Filomelida, le derribó violentamente, y todos los aqueos le aplaudieron. La vida de los pretendientes sería breve y sus bodas serían amargas. Pero las cosas que, suplicante, me preguntas, te las diré, sin ocultarte nada, tales como me las ha referido el veraz Anciano del mar. Todas te las diré, sin ocultarte una. Me ha dicho que vio a Ulises padeciendo crueles pesares en la isla y en la morada de la ninfa Calipso, que le retenía por fuerza. Y no podría volver a pisar el suelo de su patria, pues no tenía naves provistas de remos ni compañeros que le condujeran por el ancho dorso del mar.» Así me habló el Atreida Menelao, famoso por su lanza. Después partí, y los Inmortales me enviaron un viento favorable y me han traído rápidamente a mi tierra patria.
Así dijo, y el alma de Penélope se conmovió en su pecho. Y le dijo el divino Teoclimeno: —¡Oh venerable esposa del Laertiada Ulises! Telémaco no sabe nada. Escucha, sin embargo, mis palabras. Te profetizaré cosas verdaderas y nada te ocultaré. ¡Sépanlo Zeus, el primero entre los Dioses, y esta mesa hospitalaria y la casa del divino Ulises, a donde he llegado! Ulises está en su tierra patria. Oculto o errante, se entera de las cosas funestas que ocurren y prepara el exterminio de los pretendientes. Tal es el signo que vi a bordo de la nave y que revelé a Telémaco. Y le respondió la prudente Penélope: —¡Plegue a los Dioses, forastero, que se cumplan tus palabras! Conocerás entonces mi amistad, pues te haré numerosos presentes y todos te llamarán dichoso. Así departían. Y los pretendientes, ante la morada de Ulises, se regocijaban lanzando discos y disparando flechas en el mismo hermoso pavés donde acostumbraban a mostrar su insolencia. Mas cuando llegó la hora de cenar y los rebaños llegaron del campo por doquier, conducidos por los que ordinariamente los gobernaban, entonces Medón, que era quien entre los heraldos les parecía más grato y comía con ellos, habló de esta manera: —¡Jóvenes! Pues que ya habéis regocijado vuestra alma con los juegos, entrad en casa y preparemos la cena, que es bueno tomar alimento cuando llega su hora. Dijo así y todos se levantaron y entraron en la casa. Y ya dentro, abandonaron sus mantos en sillas y sillones. Después degollaron ovejas grandes y robustas cabras. Y degollaron también cerdos crasos y una ternera cerril, y prepararon la cena. Mientras tanto, disponíanse Ulises y el divino porquerizo a trasladarse del campo a la ciudad, y el mayoral de los porquerizos habló el primero, y dijo: —Vamos forastero, puesto que deseas entrar hoy en la ciudad, como mi señor te ha ordenado. Yo hubiera querido, en verdad, hacerte guardián de los establos; pero le respeto y temo que se irrite, que son de temer las amenazas de los señores. Vamos, pues, ahora, que el día declina ya y el frío es más vivo cuando va anocheciendo. Y le contestó el ingenioso Ulises: —Te escucho, te comprendo y haré a conciencia cuanto ordenas. Vamos, guíame y dame un báculo para que me apoye, ya que, según dices, el camino es ingrato.
Así dijo, y echó sobre sus espaldas el miserable zurrón lleno de agujeros y cerrado por una correa retorcida. Y Eumeo le entregó un báculo, como deseaba, y partieron, dejando a los pastores y a los perros la guarda de los establos. Y Eumeo conducía así hacia la ciudad a su Rey, semejante a un viejo y astroso mendigo apoyado en un báculo y cubierto de harapos. Avanzando por el difícil camino, se acercaban a la ciudad y la fuente de hermosas y claras aguas, donde venían a beber los ciudadanos. Itaco, Nésito y Polictor la construyeron, y a su alrededor tenía un sagrado bosque de álamos, regado por el agua helada de lo alto de una roca y sobre ella existía un altar a las Ninfas, donde sacrifican a todos los viajeros. Y allí se encontró con ellos Melantio, hijo de Dolio. Conducía las mejores cabras de sus rebaños para la cena de los pretendientes y dos pastores le seguían. Tan pronto como vio a Ulises y Eumeo, les insultó grosera y vergonzosamente, conmoviendo el ánimo de Ulises. —¡He aquí cómo un miserable conduce a otro miserable y cómo Dios reúne a los que se parecen! ¿Dónde llevas, innoble porquerizo, a ese mendigo voraz, vil carroña de los banquetes, que gastará sus espaldas apoyándose en todos los pórticos, pidiendo sobras y no espadas ni calderos? Si me lo dejas, le haré guardián de mis establos para que me los limpie. Llevaría el forraje de los caballos, y bebiendo suero, por lo menos engordaría. Pero sin duda vale sólo para hacer el mal, y no quiere trabajar, prefiriendo mendigar por los pueblos para henchir su insaciable vientre. Oye lo que digo, que mis palabras se cumplirán: si entra en la morada del divino Ulises, los escabeles de los hombres volverán junto a su cabeza, le herirán y le molerán los costados. Apenas dijo esto, el insensato se acercó y dio a Ulises un golpe en un muslo, sin conseguir desviarle del camino. Ulises quedó inmóvil, dudando si le arrancaría el alma de un bastonazo, o si, alzándose en alto, le aplastaría la cabeza contra el suelo. Pero se contuvo en su alma. Y el porquerizo, visto aquello, se indignó, y dijo levantando las manos: —Ninfas Creniadas, hijas de Zeus, si alguna vez Ulises quemó en honor vuestro muslos crasos y olorosos de corderos y cabras, cumplid mi voto. ¡Que aquel héroe regrese y que una divinidad le conduzca! Ahora, ¡oh Melantio!, turbaría tus alegrías, de las que gozas vagando sin cesar lleno de insolencia por la ciudad, mientras pastores perversos destrozan los rebaños. Y le respondió el cabrero Melantio: —¡Oh Dioses! ¿Qué dice este perro astuto? Un día, quizá pronto, le conduciré a bordo de una negra nave lejos de Ítaca y un gran precio me
valdrá. ¡Plegue a los Dioses que Apolo, el del arco de plata, matara hoy a Telémaco en su morada o muriera a manos de los pretendientes, como es cierto que Ulises, lejos de aquí, ha perdido el día de su vuelta! Diciendo así, les dejó que caminaran en silencio, y adelantándose, llegó muy pronto a las moradas del Rey. En el acto entró y tomó asiento entre los pretendientes, al lado de Eurimaco, que le quería mucho. Le sirvieron su porción de viandas, y la venerable despensera le llevó pan que comer. En tanto, Ulises y el divino porquerizo, que se acercaban, detuviéronse, y el sonido de una hueca cítara llegó hasta ellos, pues Femio comenzaba a cantar en la reunión de los pretendientes. Y Ulises dijo al porquerizo, tomándole la mano: —Eumeo, esta es, sin duda, la hermosa mansión de Ulises. Fácil es de reconocer entre las demás, que son muy diferentes. El patio está rodeado de muros y de estacas y las puertas de dos hojas son muy sólidas. Ningún hombre podría forzarlas. Se nota que muchos hombres toman su cena, pues viene olor a manjares y resuena la cítara, de la que los Dioses hicieron el encanto de los banquetes. Y le contestó el porquerizo Eumeo: —Lo has notado con facilidad, porque eres muy inteligente; mas deliberemos sobre los que nos conviene hacer. O entra tú el primero en la magnífica morada, mezclándote a los pretendientes, y yo me quedaré aquí, o si quieres quedarte tú, yo iré delante; pero no tardes, no sea que te hieran o te arrojen algo. Te invito a que te decidas. Y el paciente y divino Ulises contestó: —Sé lo que quieres, te comprendo y haré a conciencia cuanto dices. Ve delante y yo quedaré aquí. Estoy acostumbrado a las heridas, y mi ánimo recibe los golpes con paciencia, pues he sufrido muchos males en el mar y en la guerra. Venga lo que quiera. No es posible acallar el hambre cruel que devora mi vientre y que hace sufrir tanto a los hombres y que empuja sobre el indómito mar las naves de bancos remeros que llevan el daño a sus enemigos. Así hablaban, cuando un perro que estaba echado levantó la cabeza y enderezó las orejas. Era Argos, el can del infortunado Ulises, que algún día le crió por sí mismo y que no aprovechó luego, pues partió en seguida para Ilios. Otro tiempo los jóvenes habíanle sacado a cazar cabras monteses, ciervos y liebres, y ahora, en ausencia de su amo, yacía, decaído, sobre el montón de estiércol de los bueyes y las mulas que había a la puerta, y
permanecía allí, hasta que los criados de Ulises transportaban el estiércol para abonar la extensa huerta. Allí yacía el perro Argos, roído de miseria. Y en el acto reconoció a Ulises, que se acercaba, y movió la cola y enderezó las orejas; pero no pudo llegar hasta su amo, el cual, conociéndole, se enjugó una lágrima ocultándose hábilmente de Eumeo, a quien preguntó en seguida: —Eumeo, he aquí una cosa sorprendente. Ese perro que yace sobre el estiércol tiene un cuerpo hermoso. Yo no sé si con esa belleza fue ligero en la carrera, o si es uno de esos perros que los hombres alimentan a su mesa y crían los Reyes sólo por su buen aspecto. Y le contestó el porquerizo Eumeo: —Este es el perro de un hombre que murió lejos. Si tuviera aún la forma y las condiciones que reunía cuando Ulises lo dejó al marchar a Troya, admirarías su ligereza y su vigor. Ningún animal feroz levantado por él se le escapaba en la espesura del monte, pues estaba dotado de un excelente olfato. Pero ahora los males le abruman. Su dueño murió lejos de su patria, y las sirvientas, negligentes, no se ocupan de él. Los criados, cuando el amo deja de mandarlos, no quieren trabajar como es justo; que el tonante Zeus arrebata al hombre la mitad de su virtud el día que le somete a la servidumbre. Así dijo, y entró en la rica morada, que atravesó para llegar a donde estaban los pretendientes. Y entonces la Ker de la negra muerte se apoderó de Argos, cuando acababa de ver a Ulises después de veinte años. El divino Telémaco fue el que primero vio a Eumeo entrar en el palacio, y le hizo una seña para que viniera al punto a su lado. Y el porquerizo miró a su alrededor y tomó la silla vacía que el trinchante solía ocupar cuando servía las abundantes viandas a los pretendientes. Y Eumeo llevó esta silla ante la mesa de Telémaco, y se sentó. Y un heraldo le ofreció manjares y pan que sacó de un canastillo. Detrás de Eumeo penetró Ulises en la casa, semejante a un mísero y anciano mendigo, apoyado en su báculo y cubierto de harapientos vestidos. Se sentó en el umbral de fresno por dentro de la puerta, y se reclinó contra el marco de ciprés que un obrero puliera algún día diestramente y enderezara a cordel. Entonces, Telémaco, llamando al porquerizo, tomó un pan entero del lindo canastillo y tantas viandas como sus manos podían abarcar, y dijo: —Toma esto y dáselo al forastero, y mándale que pida a todos los pretendientes. Y dile que la vergüenza no conviene al que mendiga.
Habló así, y el porquerizo, que le escuchaba, se aproximó a Ulises y le dijo estas palabras aladas: —Telémaco, ¡oh forastero!, te regala esto y te manda que pidas a todos los pretendientes. Y dice que la vergüenza no conviene al que mendiga. Y le respondió el ingenioso Ulises: —¡Rey Zeus! ¡Permite que Telémaco sea dichoso entre todos los hombres y que se cumpla todo lo que él desea! Así dijo, y tomando el alimento entre sus manos, lo colocó a sus pies, sobre el roto zurrón, y comió mientras el divino Aeda cantaba en las estancias. Mas el divino Aeda calló, y los pretendientes armaron un gran tumulto, y Atenea, aproximándose al Laertiada Ulises, le invitó a que pidiera a los pretendientes, para que pudiera probar cuáles eran justos y quiénes inicuos, si bien ninguno había de escapar a la muerte. Y Ulises se apresuró a mendigar de uno en uno, comenzando por la derecha y extendiendo las dos manos, según acostumbran los mendigos. Y le socorrían, apiadándose de él, y se extrañaban y le preguntaban quién era y de dónde venía. Entonces el cabrero Melantio les dijo: —Oídme, pretendientes de la ilustre Reina, y os hablaré de ese forastero, que yo ya había visto. Seguramente, el porquerizo le trajo hasta aquí; mas no sé de dónde es. Así dijo, y Antinoo reprendió al porquerizo con estas palabras: —¿Por qué condujiste, ¡oh porquerizo!, a este hombre hasta la ciudad? ¿No tenemos bastantes vagabundos y mendigos, carroña de los banquetes? ¿Crees tú que no son suficientes los que se reúnen aquí para devorar los bienes de tu señor que aún has llamado a éste? Y le respondió el porquerizo Eumeo: —No han sido, Antinoo, muy discretas tus palabras, bien que seas ilustre. ¿Qué hombre puede llamar a un forastero y traerle de lejos, si no es de aquellos que son útiles, como un adivino, un obrero que talle la madera o un gran Aeda que deleite cantando? Éstos son ilustres entre los hombres de la tierra inmensa. Pero nadie llama a un mendigo si no quiere entorpecerse a sí mismo. Eres el más duro de los pretendientes para los criados de Ulises, y sobre todo para mí; pero no he de preocuparme por eso mientras la prudente Penélope y el divino Telémaco vivan en este palacio. Y el prudente Telémaco le dijo: —Cállate y no repliques con muchas palabras. Antinoo tiene costumbre de buscar querella con injuriosas frases y excitar a los demás. Así dijo, y habló a Antinoo en seguida con estas palabras aladas:
—Antinoo, tú cuidas de mí como un padre de su hijo, cuando imperiosamente ordenas a un forastero que salga de mi casa; ¡pero que ningún Dios permita semejante cosa! Socorre a ese hombre, que no te lo desaprobaré; antes al contrario, te lo ordeno. No ofenderás con ello ni a mi madre ni a ninguno de los criados que viven en la morada del divino Ulises. Mas no es ese el pensamiento que albergas en tu pecho; que quieres mejor comértelo tú solo que ofrecérselo a otro. Y le repuso Antinoo: —¿Qué has dicho, Telémaco, orgulloso y colérico agoreta? Si todos los pretendientes le dieran lo que yo, permanecería lejos de aquí tres meses por lo menos. Así dijo, cogiendo y mostrando el escabel sobre el cual apoyaba sus pies brillantes bajo la mesa. Pero todos los demás socorrieron a Ulises y llenaron su zurrón de viandas y pan. Y ya Ulises se retiraba a gustar los donativos de los aqueos, cuando se paró junto a Antinoo, y le dijo: —Socórreme, amigo, que no pareces el último de los aqueos, sino mejor el primero entre ellos, ya que eres semejante a un Rey. Te corresponde socorrerme con más generosidad que los demás, y yo te alabaré sobre la tierra inmensa. Algún día yo también habité un palacio entre los hombres; fue rico y dichoso, y socorrí frecuentemente a forasteros, fueran quienes fueran y fueran las que fueran sus miserias. Poseí numerosos criados y todo aquello que hace la vida dichosa y la fama de opulentos; pero Zeus Cronida todo me lo destruyó, porque esa fue su voluntad. Me envió con vagabundos piratas al lejano Egipto, para que allí pereciese. Al quinto día detuve mis naves de dos filas de remos en el río Egipto. Ordené a mis compañeros que se quedaran junto a las naves para guardarlas, y envié dos exploradores a hacer la descubierta. Pero ellos, impelidos por su audacia y confiando en sus fuerzas, devastaron prontamente los hermosos campos de los egipcios, llevándose las mujeres y los niños y matando a los hombres. Pronto alcanzó el tumulto a la ciudad, y los vecinos, oyendo estos clamores, acudieron al alzarse Eos, y toda la llanura se llenó de peatones, de jinetes y de bronce brillante. Y el fulminante Zeus puso en fuga a mis compañeros; ninguno de ellos resistió al ataque, y la muerte les envolvió por todas partes. Allí nos mataron a muchos hombres con el bronce agudo, y otros fueron arrebatados vivos para hacerles esclavos. Y los egipcios me entregaron a Dmetor Yasida, que reinaba en Chipre, y allí me llevó, y desde allí he venido aquí, después de haber padecido mucho.
Y le respondió Antinoo: —¿Qué Dios ha conducido aquí esta peste, esta carroña de los banquetes? Quédate ahí en medio de la sala, lejos de mi casa, si no quieres ver todavía un Egipto y un Chipre amargo, como eres un descarado e indecoroso mendigo. Te detienes ante cada uno y te socorren inconsideradamente; nada les impide dar lo que no les pertenece, pues lo tienen en gran abundancia. Y retrocediendo, dijo el ingenioso Ulises: —¡Oh Dioses! No tienes, en verdad, los pensamientos que corresponden a tu hermosura, y a aquel que a ti te pidiera no le darías ni siquiera sal en tu propia casa, cuando hallándote sentado en mesa ajena no puedes albergar el pensamiento de darme un trozo de pan, a pesar de haber de todo en abundancia. Así dijo, y Antinoo se indignó vivamente en su corazón, y dirigiéndole una mirada torva, le dijo estas palabras aladas: —No espero que salgas sano e indemne de esta casa después de haber pronunciado ese ultraje. Dijo así, cogió su escabel y arrojándoselo hirió a Ulises en el hombro derecho, al extremo de la espalda. Pero Ulises permaneció firme como una roca, sin que el golpe de Antinoo le hiciera vacilar. Y sacudió en silencio la cabeza, meditando la muerte del pretendiente. Luego retrocedió a sentarse en el umbral, colocó en el suelo su zurrón repleto y dijo a los pretendientes: —Oídme, pretendientes de la ilustre Reina, a fin de que os diga aquello que mi corazón me inspira en el pecho. No hay dolor ni vergüenza en que un hombre sea herido combatiendo por sus bienes, sean bueyes, sean robustas ovejas; pero Antinoo me ha herido porque mi vientre está roído por el hambre cruel, que tantos infortunios acarrea a los hombres. Así es que, si existen Dioses y Erinnias para los mendigos, Antinoo hallará la muerte antes de sus nupcias. —Come y calla, forastero, o sal de aquí, no sea que, por hablar como lo haces, los jóvenes te arrastren por la casa tirando de tus pies o de tus manos, y te corten en pedazos. Así habló, pero todos los demás blasfemaron duramente, y uno de los soberbios jóvenes le dijo: —Antinoo, has obrado mal al herir a este infortunado vagabundo. ¡Insensato! ¿Y si fuera uno de los Dioses de Urano? Porque los Dioses, que toman todas las apariencias, vagan frecuentemente por las ciudades
semejantes a forasteros errabundos, con el fin de comprobar la justicia o la insolencia de los hombres. Así dijeron los pretendientes, pero sus palabras no conmovieron a Antinoo. Y una gran pena se alzó del corazón de Telémaco a causa de aquella agresión. Sin embargo, no vertió una sola lágrima; pero movió en silencio la cabeza, meditando la muerte del pretendiente. Y la prudente Penélope, que oyó que un forastero había sido herido en su morada, dijo a sus sirvientes: —¡Ojala Apolo, famoso por su arco, hiriera también a Antinoo! Y Eurínome, la despensera, le contestó: —Si nosotros pudiéramos cumplir nuestros propios votos, ninguno de ésos vería el retorno de la hermosa mañana. Y le dijo la prudente Penélope: —Nodriza, todos me son aborrecibles, pues fraguan mi mal; pero Antinoo, más que todos, me parece semejante a la negra Ker. Un infortunado forastero mendiga en esta casa pidiendo a cada uno, porque la necesidad le apremia, y todos le socorren; pero Antinoo le hiere con un escabel en el hombro derecho. Así dijo, rodeada de sus sirvientas. Y el divino Ulises acabó su cena, y Penélope hizo venir al divino porquerizo, y le dijo: —Ve, divino Eumeo, y manda al forastero que se acerque para que yo le salude y le pregunte. Puede ser que haya oído hablar del desdichado Ulises o que le haya visto con sus propios ojos, pues parece que ha debido viajar mucho. Y le respondió el porquerizo Eumeo: —¡Pluguiera a los Dioses, Reina, que todos los aqueos guardaran silencio, para que él deleitara tu corazón con sus palabras! Tres días y tres noches le he tenido en mi establo, pues a mí llegó inmediatamente de escapar de una nave. Y no acabó de referir toda su malaventura. Igual que se reverencia a un Aeda instruido por los Dioses para cantar con dulce palabra a los hombres, y no se quiere dejar de escucharle cuando canta, así me ha deleitado este hombre en mi cabaña. Dice que su padre fue huésped de Ulises y que vive en Creta, donde reina la estirpe de Minos. Después de haber sufrido mucho, vagando aquí y allá, ha llegado hasta nosotros. Dice que ha oído hablar de Ulises, que está vivo todavía, en el rico país de los trespotas, y que regresa a su hogar trayendo cuantiosas riquezas. Y le contestó la prudente Penélope:
—¡Anda! Ve y llámale, para que hable conmigo. Los pretendientes se regocijan, unos sentados a la puerta, los otros en el palacio, porque su ánimo está alegre. Permanecen sus riquezas intactas en sus casas, y su pan y su vino sirve para sus criados solamente. Sin embargo, todos los días, en nuestra casa, sacrifican nuestros bueyes, nuestras ovejas y nuestras cabras; las devoran y beben impunemente nuestro vino rojo, y así han consumido ya mucha riqueza. Y no hay aquí un hombre como Ulises, para arrojar esta ruina fuera de palacio. Mas si Ulises volviera a pisar el suelo de su patria, muy pronto, ayudado por su hijo, reprimiría la insolencia de estos hombres. Así dijo, y Telémaco estornudó ruidosamente y toda la morada resonó. Se puso a reír Penélope, y, en el acto, dijo a Eumeo estas palabras aladas: —¡Anda! Ve y tráeme a ese forastero. ¿No ves que mi hijo ha estornudado tan pronto como acabé de hablar? ¡Que la perdición de todos los pretendientes se cumpla, pues, y que ninguno evite la Ker y la muerte! Te diré otra cosa y retenla en tu corazón: si yo me persuado de que ese forastero me dice la verdad, le regalaré hermosos vertidos, un manto y una túnica. Así dijo, y el porquerizo, apenas lo oyó, se aproximó a Ulises y le dirigió estas palabras aladas: —Padre huésped, la prudente Penélope, la madre de Telémaco, te llama. Su ánimo la induce a preguntarte sobre su esposo, pues padece muchos pesares. Si observa que le dices la verdad, te regalará un manto y una túnica, de lo que estás necesitado; y después implorarás tu pan por el pueblo y satisfarás tu hambre, pues cada cual podrá socorrerte si quiere. Y le respondió el paciente y divino Ulises: —Eumeo, yo diré en seguida toda la verdad a la hija de Icario, la prudentísima Penélope. Conozco toda la malaventura de Ulises y hemos sufridos los mismos infortunios. Mas temo a la turba de los procaces pretendientes. Su orgullo y su violencia han llegado hasta el Urano de hierro. Hace poco, uno de ellos, según cruzaba yo descuidadamente la sala, me ha herido, produciéndome mucho daño. Y ni Telémaco ni nadie lo ha evitado. Así es que ahora convence a tu señora, a pesar de su impaciencia, para que me espere en sus habitaciones hasta la caída de Helios. Entonces, sentado yo al lado del fuego, puede preguntarme acerca del regreso de su esposo, pues no tengo más que vestidos harapientos; tú lo sabes, que eres el primero a quien supliqué. Así dijo, y el porquerizo le dejó cuando le hubo oído. Y cuando apareció en el umbral, Penélope le dijo:
—¿No le traes, Eumeo? ¿Por qué se niega? ¿Teme algún daño o le da vergüenza? La vergüenza no está bien a un indigente. Y le contestó el porquerizo Eumeo: —Habla con juicio y piensa como en su caso pensara cada cual. Quiere evitar la insolencia de los orgullosos pretendientes, y te ruega que le escuches a la caída de Helios. Te será así más fácil, ¡oh Reina!, hablar sola con el forastero y escucharle. Y le respondió la prudente Penélope: —Ese forastero, fuere quien fuere, no parece un insensato, pues, en efecto, ninguno entre los hombres más injuriosos ha meditado las iniquidades de ellos. Habló así, y el divino porquerizo volvió a la reunión de los pretendientes después de haber hablado. E inclinando la cabeza hacia Telémaco, con el fin de que los demás no oyeran nada, le dijo estas palabras aladas: —Yo parto, amigo, para guardar tus cerdos y velar por tus bienes y los míos. Mira por lo que hay aquí. Pero guárdate y considera cómo has de preservarte, que numerosos aqueos tienen aviesos designios. ¡Aunque Zeus les aniquile antes de que nos dañen! Y le respondió el prudente Telémaco: —Así haré, abuelo. Y vete antes de anochecer. Vuelve mañana de madrugada y trae hermosas víctimas. Y del resto nos preocuparemos los Inmortales y yo. Así dijo, y el porquerizo volvió a sentarse en la silla pulimentada, y confortó su alma comiendo y bebiendo. Después, presuroso por volverse a sus cerdos, dejó el patio y la morada llena de convidados, que se deleitaban con la danza y el canto, porque ya caía la tarde.
CANTO XVIII Y llegó un mísero que vagaba por la ciudad y mendigaba en Ítaca. Era famoso por su insaciable vientre, pues comía y bebía sin medida; pero no tenía ni fuerza ni valor, si bien era gallardo y grande. Se llamaba Arneo, que era el verdadero nombre que su venerable madre le había puesto al nacer, pero todos los mozos le llamaban Iro, porque hacía voluntario los recados cuando alguno se lo mandaba. Y en cuanto llegó, quiso arrojar a Ulises de su casa, e insultándole, le dijo estas palabras aladas: —Sal del pórtico, anciano, si no quieres ser arrastrado muy pronto de los pies. ¿No adviertes que todos me hacen señas para que te arroje fuera? Sin embargo, tengo lástima de ti. Levántate, pues, no sea que en la disputa vengamos a las manos. Y el ingenioso Ulises le dijo, dirigiéndole una mirada torva: —¡Desdichado! No te hago ningún daño, ni te digo nada, ni te envidio porque puedas recibir muchas limosnas. Este umbral nos servirá a los dos. No debes envidiar a un forastero, pues me pareces un vagabundo como yo, y son los Dioses los que distribuyen las riquezas. No me provoques, pues, ni despiertes mi cólera, no sea que ensangriente tu pecho y tus labios, a pesar de que soy viejo. Mañana estaría más tranquilo, pues no sospecho que volvieras, después de eso, a la morada del Laertiada Ulises. Y el mendigo Iro, indignado, le dijo: ¡Oh Dioses, con cuánta facilidad habla este mendigo, semejante a una vieja ahumada! ¡Mas yo podría maltratarle, hiriéndole en las dos manos, y le haría saltar todos sus dientes como a un jabalí que se comiera las mieses! Cíñete a mí, pues, y que todos éstos nos vean luchar! ¡Pero cómo has de luchar con un hombre joven! Así, ante las altas puertas, sobre el pulido umbral, se denostaban animosamente. Y la Fuerza sagrada de Antinoo les escuchaba, y, echándose a reír, dijo a los pretendientes: —¡Oh amigos! Jamás se vio una cosa igual. ¡Qué diversión nos ha mandado un Dios a esta morada; Iro y el forastero disputan y van a terminar a golpes. Pongámosles en seguida frente a frente. Así dijo, y todos se levantaron, riendo, para colocarse en torno de los harapientos mendigos, y Antinoo, hijo de Eupites, les dijo:
—Oídme, ilustres pretendientes, que voy a hablaros. Dos pechos de cabra hay puestos a la lumbre para la cena, llenos de sangre y grasa. Aquel que resulte vencedor y más fuerte elegirá la porción que quiera. Asistirá siempre a nuestros banquetes y no permitiremos que ningún otro mendigo pida limosna entre nosotros. De este modo habló Antinoo y a todos les parecieron bien sus palabras; pero, sospechando añagazas, el ingenioso Ulises habló así, lleno de astucia: —¡Oh amigos! No es justo que un anciano agobiado por la pena luche con un hombre joven; pero el hambre, mala consejera, me induce a dejarme cubrir de heridas. Sin embargo, ofrecedme, mediante un solemne juramento, que ninguno de vosotros me golpeará con su potente mano ni vendrá en ayuda de Iro para que yo sea derrotado. Habló así, y todos juraron como había pedido. Y la Fuerza sagrada de Telémaco le dijo: —Forastero, si tu corazón y tu ánimo valiente te impulsan a arrojar aquí a ese hombre, no temas nada de los aqueos. Aquel que te pegara tendría que combatir con muchos, pues yo te he dado hospitalidad, y dos reyes prudentes, Eurimaco y Antinoo, aprueban mis palabras. Dijo así, y todos lo aprobaron. Y Ulises ciñó las partes viriles con sus harapos y mostró sus muslos hermosos y grandes, y sus anchas espaldas, y su pecho, y sus robustos brazos. Y Atenea, acercándose a él, aumentó los miembros del príncipe de pueblos. Y todos los pretendientes quedaron sorprendidos, y se dijeron unos a otros: —Ciertamente, pronto Iro dejará de ser Iro, y habrá hallado lo que buscó. ¡Tales muslos muestra este anciano una vez separados sus harapos! Así dijeron, y el ánimo de Iro se turbó: pero los criados, después de sujetarle a viva fuerza, le condujeron, y toda su carne temblaba en torno a sus huesos. Y Antinoo le recriminó diciéndole: —¡Podías no haber nacido, para ser sólo un fanfarrón, ya que tiemblas ante un anciano agobiado por el infortunio! Mas te diré, y ha de cumplirse mi palabra: si aquél resulta vencedor y más fuerte que tú, echándote en una negra nave, te enviará al continente, al rey Eketo, el más feroz de todos los hombres, el cual te cortará la nariz y las orejas con el afilado bronce, te arrancará los órganos viriles y los arrojará, sangrando, para que se los coman los canes. Así habló, y un enorme terror hizo temblar la carne de Iro. Le condujeron al medio, y los dos levantaron los brazos. Entonces el paciente y divino Ulises pensó si le atacaría de modo que le arrancara el alma de un solo
golpe, o si sólo le haría dar con el cuerpo en tierra. Y juzgó que esto sería lo mejor, herirle sólo ligeramente, temeroso de que le conocieran los aqueos. Ambos ya con los brazos levantados, Iro le dio un golpe en el hombro derecho; pero Ulises le golpeó en el cuello, bajo la oreja, y le rompió los huesos y una sangre negra llenó su boca, y cayó en el polvo, gritando, saltándosele los dientes y golpeando la tierra con los pies. Los procaces pretendientes, en alto los brazos, se morían de risa. Pero Ulises le arrastró de un pie a todo lo largo del pórtico, hasta el patio y las puertas, y allí le adosó de nuevo, le puso un bordón entre las manos y le dirigió estas palabras aladas: —Ahora quédate allá, y cuida de los perros y de los puercos, y no te creas señor de forasteros y de pobres, ¡miserable!, no te venga algún mal peor. Dijo así, y echando sobre sus hombros el mísero zurrón lleno de rotos, suspendido de una correa retorcida, volvió a sentarse en el umbral. Y todos los pretendientes entraron riendo, y le dijeron: —Que Zeus y los demás Dioses inmortales, forastero, te concedan lo que desees y aquello que más grato sea a tu corazón, ya que nos has privado de este insaciable mendigo. Pronto le enviaremos al continente, a casa del rey Eketo, el más feroz de todos los hombres. Tal dijeron, y el divino Ulises se holgó de la promesa. Y Antinoo le puso delante un ancho pecho de cabra lleno de sangre y de grasa. Y Anfinomo tomó de un cestillo dos panes, que le trajo, y ofreciéndole una copa de oro le dijo: —¡Salud, padre huésped! Que la riqueza que poseías te sea devuelta, ya que ahora estás agobiado de pesares. Y le respondió el ingenioso Ulises: —Anfinomo, me pareces lleno de discreción, igual que tu padre, pues yo he sabido, por la fama, que Niso era en Dilikio un hombre rico y virtuoso. Dicen que él te engendró, y pareces un hombre prudente. Te he de decir esto; escucha y entérate bien. De todo lo que respira y se arrastra sobre la tierra y ella misma nutre, nada hay más miserable que el hombre. Nunca cree que la desdicha puede agobiarle un día mientras los Dioses le conservan la fuerza y sus rodillas se mueven; mas cuando los Dioses venturosos le envían la desgracia, no quiere soportarla con ánimo paciente. Tal es el alma de los terrestres varones, semejante a los variados días que les trae el Padre de los hombres y los Dioses. Yo también, algún tiempo, era dichoso entre los guerreros, y he cometido muchas acciones injustas con mi fuerza y mi poder, amparado en la ayuda de mi padre y mis hermanos. Por
eso, nadie sea injusto, sino que acepte en silencio los dones de los Dioses. Veo a los pretendientes, llenos de pensamientos perversos, consumiendo las riquezas y ofendiendo a la esposa de un hombre que (yo lo afirmo) no estará mucho tiempo alejado de sus amigos y de la tierra patria. Que un Daimón te retenga en tu casa y no te encuentres con él cuando vuelva al querido suelo de la patria, pues no se resolverá sin sangre la lucha entre él y los pretendientes cuando regrese a su palacio. Así dijo, y haciendo una libación, bebió el vino dulce, y volvió a poner la copa en manos del príncipe de pueblos. Y éste, el corazón desgarrado y moviendo la cabeza, paseaba por la sala, pues, en efecto, su alma preveía las desdichas. Sin embargo, no debía huir a la Ker, pues Atenea le impidió salir, para que luego fuera muerto por las manos y la lanza de Telémaco. Y fue a sentarse de nuevo en el sillón de donde se había levantado. Entonces Atenea, la Diosa de los ojos claros, inspiró en el ánimo de la hija de Icario, de la prudente Penélope, la idea de aparecer ante los pretendientes, para que sus corazones se transportaran y ella fuera más honrada que nunca por su esposo y por su hijo. Penélope sonrió ligeramente y dijo: —Eurínome: he aquí que mi alma me induce ahora a presentarme a los odiosos pretendientes. Diré a mi hijo unas palabras que le serán muy útiles. Le aconsejaré que no se mezcle a los pretendientes procaces que le hablan con amistad y proyectan su muerte. Y Eurínome, la despensera, le respondió: —Hija mía, eso que dices es prudente; hazlo. Da ese consejo a tu hijo y no le ocultes nada. Lava tu cuerpo y perfuma tus mejillas con óleos, y no salgas con el rostro surcado de lágrimas, que nada hay peor que llorar continuamente, y tu hijo ya es tal como tú suplicabas que fuese a los Dioses inmortales. Y le respondió la prudente Penélope: —No me hables, mientra sollozo, de lavar y perfumar mi cuerpo. Los Dioses que habitan el Olimpo me han arrebatado mi esplendor desde el día en que Ulises partió a bordo de las abiertas naves. Pero manda a Antinoo y a Hippodamia que vengan, para que me acompañen a mis estancias; que no quiero ir sola a donde están los hombres, pues me da vergüenza. Dijo así, y la vieja salió de la habitación, con el fin de advertir a las sirvientas que vinieran prestamente. Y entonces la Diosa Atenea, la de los ojos claros, tuvo un nuevo pensamiento, y extendió el dulce sueño sobre la hija de Icario. Y ésta se durmió, inclinada hacia atrás, y su fuerza la abandonó sobre el lecho. Y entonces la noche Diosa le favoreció con inmortales dones, a fin de que
fuera admirada por los aqueos. Purificó su rostro con ambrosía, igual que Citerca, la de la hermosa corona, se perfuma cuando va a los amables coros de las Gracias. Hizo que pareciera más alta, más majestuosa, y la volvió más blanca que el marfil recién labrado. Hecho todo esto, la noble Diosa se alejó, y las dos sirvientas de los brazos blancos que habían sido llamadas subieron a la estancia, y el dulce sueño abandonó a Penélope. Oprimió sus mejillas con las manos y dijo así: —En verdad que, a despecho de mis penas, el dulce sueño me ha envuelto. ¡Puede la casta Artemisa enviarme una muerte tal dulce! No seguiría consumiendo mi vida en sollozar desde mi corazón recordando a mi amado esposo, que atesoraba todas las virtudes y que era el más ilustre de los aqueos. Cuando esto hubo dicho, descendió de las cámaras espléndidas. Y no iba sola, sino que la seguían dos sirvientas. Y cuando la divina mujer llegó a donde estaban los pretendientes, se detuvo en el umbral de la sala, decorada lujosamente, con las mejillas cubiertas por un hermoso velo. Y las prudentes doncellas permanecían a ambos lados. Y las rodillas de los pretendientes se quebraron y sus corazones se transportaron de amor y desearon acostarse con ella en su lecho. Pero ella dijo así a su hijo Telémaco: —No tienes firmes ni tu alma ni tu pensamiento. Cuando eras niño tenías el juicio más sereno; pero ahora que eres mayor y has llegado al fin de la pubertad, y que todos dicen que eres el hijo de un hombre dichoso, y que el forastero admira tu estatura y tu bondad, no es tu criterio recto ni tienes ideas justas. ¿Cómo has permitido que tan baja acción se cometiera en tu casa y que un huésped haya sido ultrajado de tal modo? ¿Qué ocurrirá si un extranjero acogido en nuestra casa sufre semejante ofensa? La vergüenza y el oprobio caerán sobre ti entre todos los hombres. Y le respondió el prudente Telémaco: —Madre mía, no te censuro que te indignes, pues ya comprendo y advierto en mi corazón lo que es justo e injusto. No hace mucho aún era un niño y no podía tener igual discreción para observar las cosas. Estos hombres sentados juntos proyectan mi perdición, y no tengo quien me defienda. Pero el combate del forastero y de Iro no acabó a satisfacción de los pretendientes, pues nuestro huésped ha sobresalido por su fuerza. Pluguiera al Padre Zeus, a Atenea, a Apolo, que los pretendientes, vencidos en nuestra casa, se hallaran los unos en el pórtico, los otros en la sala, con la cabeza derrumbada y las fuerzas rotas; igual que Iro, sentado ante las puertas exteriores con la cabeza baja, como un hombre ebrio que
no puede sostenerse en pie ni volver a sus lugares de costumbre, porque sus fuerzas le han abandonado. De este modo hablaban. Y Eurímaco dijo a Penélope: —Hija de Icario, discreta Penélope, si todos los aqueos de Argos y de Iaso te contemplaran, otros muchos pretendientes vendrían mañana a sentarse a nuestros banquetes, pues sobresales entre todas las mujeres por tu hermosura, tu majestad y tu inteligencia. Y le contestó la discreta Penélope: —Eurímaco, los Inmortales me desposeyeron de mi gracia y mi hermosura desde que los argivos salieron para Ilios y se fue Ulises con ellos; mas si regresara y cuidara de mi vida, mi fama sería más grande y yo me volvería más hermosa. Ahora estoy afligida, pues tantos infortunios me ha enviado un Daimón enemigo. Cuando Ulises abandonó el suelo de su patria, hubo de decirme: «¡Oh esposa! No creo que todos los aqueos de hermosas grebas vuelvan de Troya sanos y salvos. Se dice que los troyanos son guerreros valientes, excelentes tiradores de dardos y flechas y buenos jinetes de veloces caballos, que deciden pronto la victoria en medio del furioso combate. Por tanto, yo no sé si un Dios me protegerá o si moriré allí, delante de Troya. Pero tú toma a tu cuidado todas estas cosas, y acuérdate, mientras estés en este palacio, de mi padre y de mi madre, como ahora, y más aún mientras yo esté ausente. Después, cuando veas que tu hijo llega a la pubertad, cásate con quien tú elijas y abandona esta morada.» Así habló, y todas sus palabras van cumpliéndose, y llegará la noche en que yo soporte odiosas nupcias, porque Zeus me ha arrebatado la ventura. Pero un dolor amargo ha tomado mi corazón y mi alma, porque ahora los pretendientes no seguís las costumbres antiguas. Aquellos que querían esposar con la noble hija de un hombre poderoso, y se la disputaban, traían a su morada bueyes y rollizas ovejas y ofrecían a la pretendida banquetes y espléndidos presentes y no devoraban impunemente bienes de otros. Así habló, y el paciente y divino Ulises se regocijó de que ella solicitara sus presentes y halagara su alma con palabras dulces mientras abrigaba otros pensamientos. Y Antinoo, hijo de Eupites, le contestó: —Hija de Icario, prudente Penélope, acepta los presentes que cada uno de los aqueos querrá traerte, pues no es bien rehusar las dádivas; pero no retornaremos a nuestros asuntos ni haremos cosa alguna hasta que te hayas casado con aquel que prefieras de entre los aqueos.
Así dijo Antinoo, y sus palabras fueron alabadas por todos. Y cada cual mandó un heraldo para que trajese los presentes. El de Antinoo trajo un hermosísimo peplo de variados colores adornado con doce anillas de oro donde se sujetaban otros tantos broches curvos. El de Eurímaco trajo un rico collar de oro y de ámbar brillante semejante a Helios. Los dos criados de Euridamas, pendientes maravillosos y bien labrados, de insuperable gracia. El criado de Pisandro Polictorida trajo un collar ricamente adornado. Y otros heraldos trajeron también hermosos presente de otros aqueos. Y la noble mujer subió a sus elevadas estancias, a la vez que sus sirvientas llevaban los magníficos presentes. Los pretendientes permanecieron hasta que vino la noche, deleitándose con la danza y el canto. Y la noche sombría sobrevino mientras así se deleitaban. Entonces colocaron tres lámparas en las estancias, para que les alumbrasen, y alrededor dispusieron leña puesta a secar mucho tiempo y cortada con la ayuda del bronce. Después impregnaron las antorchas, y las siervas del ingenioso Ulises alumbraban por turno; pero el paciente y divino Ulises les dijo: —Siervas del rey Ulises, tanto tiempo ausente, volvemos a la estancia donde está la venerable Reina. Alegradla, sentaos con ella, haced girar los husos y preparad la lana para cardarla. Yo sólo tendré estas antorchas para alumbrar a todos. Y si quieren esperar a la brillante Eos, no por eso me cansaré, pues tengo mucha paciencia. Así dijo, y las siervas se echaron a reír, mirándose unas a otras. Y Melanto, la de las hermosas mejillas, le contestó injuriosamente. Dolio la engendró y Penélope la había criado y educado como a una hija, rodeándola de caprichos; pero ella no tomaba parte en el pesar de Penélope, pues estaba unida a Eurímaco, de quien era amante. Y dirigió estas afrentosas palabras a Ulises: —Miserable forastero; estás falto de juicio, ya que no vas a dormir a la casa de cualquier obrero o a un chiribitil cualquiera, y puesto que pronuncias palabras necias en medio de tantos héroes, sin temor a nada. Ciertamente, el vino nubla tu inteligencia, si es que no es ese tu natural, y sólo dices palabras vanas. ¿Quizá te enorgullece haber vencido al vagabundo Iro? Pues teme que uno más fuerte que Iro se levante de pronto y te agobie con sus robustos puños, arrojándote de aquí lleno de sangre. Y el ingenioso Ulises, mirándola con expresión torva, le dijo: —Voy a repetir a Telémaco lo que has osado decir, perra, para que aquí mismo te despedace.
Dijo así, y espantadas las sirvientas, huyeron por toda la casa, temblorosas de terror y creyendo que hablaba seriamente. Y él encendió las antorchas, quedando al lado de ellas y cuidando otros designios que habían de cumplirse. Y Atenea no permitió que los procaces pretendientes cesaran de ultrajarle, a fin de que la cólera penetrara más hondo en el corazón del Laertiada Ulises. Y entonces, Eurímaco, hijo de Polibo, comenzó a mofarse de Ulises, provocando la risa de sus compañeros: —Escuchadme, pretendientes de la ilustre Reina, que voy a deciros lo que mi corazón inspira en el fondo del pecho. Este hombre no ha venido a la morada de Ulises sin que lo haya deseado la voluntad de un Dios. El resplandor de las antorchas parece salir de su cuerpo y su cabeza, en la cual no tiene un solo cabello. Así habló, y dijo a Ulises, destructor de ciudades: —Forastero, si quieres servir por un salario, yo te mandaré a un rincón de mis campos. Tu salario será suficiente. Repararás los vallados y plantarás árboles. Te daré abundante comida, vestidos y sandalias. Pero tú sólo sabes malas obras; no quieres trabajar y prefieres mendigar por el pueblo para satisfacer tu insaciable vientre. —¡Pluguiera a los Dioses, Eurímaco, que pudiéramos competir en el trabajo, allá por la primavera, cuando los días son largos, caminando en ayunas y segando con la hoz corva en un prado durante todo el día mientras la hierba no faltara! ¡Pluguiera a los Dioses que hubiese de guiar dos grandes y hermosos bueyes, bien alimentados de forraje y de iguales fuerzas, en un vasto campo de cuatro obradas! Verías entonces si sabía abrir un profundo surco y dominar la tierra con el arado. Y si el Cronida suscitara una guerra hoy mismo y tuviera yo un escudo, dos lanzas y un casco de bronce que ceñir a mi cabeza, me verías confundido con los primeros combatientes y no me ultrajarías burlándote de mí porque tengo hambre. Pero me insultas con insolencia porque eres cruel y te crees grande y bravo entre un pequeño grupo de cobardes. ¡Mas si tornara Ulises y pisara el suelo de su patria, pronto estas anchas puertas te parecerían demasiado estrechas para escapar cuando fueras huyendo por el pórtico! Así habló, y Eurímaco, indignadísimo en su corazón y dirigiéndole una mirada torva, le dijo estas palabras aladas: —¡Ah miserable! He de infligirte un castigo, puesto que pronuncias tales frases en medio de tantos héroes, sin temor alguno. Ciertamente, el vino nubla tu inteligencia, si es que no es ese tu natural, y sólo dices palabras necias. ¿Quizá te enorgullece haber vencido al vagabundo Iro?
Mientras así decía, cogió un escabel; pero Ulises se abrazó a las rodillas de Anfinomo de Dulikio para guardarse de Eurímaco, que alcanzó con un golpe en la diestra mano del niño que servía la bebida; y el jarro cayó con estrépito y el propio niño fue a dar en el polvo. Y los pretendientes, alborotando la oscura morada, decíanse unos a otros: —¡Pluguiera a los Dioses que este errante forastero hubiera perecido lejos de aquí y no hubiese venido a traer tanto desorden! Pues ya nos querellamos por un mendigo, y la alegría de nuestros banquetes desaparecerá, puesto que el mal le arrebata. Y la fuerza sagrada de Telémaco les dijo: —¡Desdichados! Os habéis vuelto locos. No comáis ni bebáis más, pues algún Dios os excita. Idos a dormir, hartos ya, a vuestras moradas cuando os lo pida el corazón, que yo no obligo a nadie. Así dijo, y todos se mordieron los labios, admirando a Telémaco, que había hablado audazmente. Y entonces, Anfinomo, el hijo ilustre del rey Niso Aretiada, les dijo: —¡Amigos! Que nadie conteste con indignadas palabras a esa justa reprimenda. No toquéis a este forastero, ni a ninguno de los criados que se encuentran en la mansión del divino Ulises. ¡Ea!, que distribuya el escanciador vino en las copas para que podamos hacer libaciones y marcharnos después a nuestras casas. Dejemos aquí al forastero al cuidado de Telémaco, que le ha acogido en su querida morada. Habló así, y sus palabras fueron aplaudidas por todos. Y el héroe Mulio, heraldo de Dulikio y criado de Anfinomo, mezcló vino en la crátera y lo distribuyó, como era costumbre. Y todos hicieron las libaciones a los Dioses venturosos y bebieron vino dulce. Y después de haber hecho las libaciones y bebido tanto como su alma apetecía, se apresuraron a retirarse para descansar cada cual en su morada.
CANTO XIX El divino Ulises quedó en la casa, proyectando con Atenea la muerte de los pretendientes. Y de súbito, dijo a Telémaco estas palabras aladas: —Telémaco, es preciso sacar todas las armas guerreras fuera de la sala y cuando los pretendientes te las pidan, engañarles con estas dulces frases: «Las puse yo lejos del humo, porque ya no son las que eran para Troya, sino que están sucias del calor de la lumbre. Además, el Cronida me ha sugerido un buen pensamiento, temeroso de que, excitados por el vino, se arme querella entre vosotros y os hiráis mutuamente, manchando así el festín y vuestras nupcias futuras, pues el hierro atrae al hombre.» Así habló, y Telémaco obedeció a su padre, y llamando a la nodriza Euriclea, le dijo: —Cierra a las mujeres en sus estancias hasta que haya transportado a la alcoba nupcial las espléndidas armas de mi padre, que están descuidadas y se han ensuciado con el humo durante su ausencia, porque aún era yo un niño. Ahora quiero trasladarlas allí, donde no alcanza el calor de la lumbre. Y la cara nodriza Euriclea le repuso: —¡Plegue a los Dioses, hijo mío, que siempre tengas la prudencia de cuidar de tu casa y de conservar tus bienes! Mas, ¿quién te acompañará con la luz, si no quieres que las sirvientas te alumbren? Y el prudente Telémaco le contestó: —Este forastero. No le dejaré sin hacer nada, ya que ha comido a mi mesa, aun cuando venga de lejos. Así dijo, y su palabra fue escuchada. Euriclea cerró las puertas de las amplias estancias. Después Ulises y su ilustre hijo se apresuraron a transportar los cascos, los broqueles convexos y las agudas lanzas. Y Palas Atenea, precediéndoles con una lámpara de oro, les alumbraba espléndidamente, y entonces Telémaco dijo a su padre, de improviso: —¡Oh padre! ¡En verdad que con mis propios ojos veo un gran prodigio! Los muros del palacio, sus hermosos intercolumnios, las vigas de abeto y las altas columnas brillan como el ardiente fuego. Sin duda ha entrado en esta casa algún Dios de los que habitan el ancho Urano.
Y le respondió el ingenioso Ulises: —Cállate, refrena tu pensamiento y no me preguntes nada. Así se conducen, en efecto, los Dioses que habitan el Olimpo. Vete a dormir. Yo quedaré aquí, a fin de probar a los criados y a tu madre; pues, inducida por su gran dolor, ha de preguntarme muchas cosas. Dijo así, y Telémaco salió de la sala, subiendo, alumbrado por las flameantes antorchas, a la alcoba donde acostumbraba a dormir. Y allí durmió, esperando la próxima mañana, y el divino Ulises quedó en la sala, proyectando con Atenea la muerte de los pretendientes. Y la prudente Penélope, semejante a Artemisa o a Afrodita1 de oro, salió de su alcoba nupcial. Y las siervas colocaron para ella, ante la lumbre, el trono en que solía sentarse. Era de marfil y plata, todo lleno de adornos, y habíale construido el obrero Icmalio en otro tiempo, así como un escabel para que la Reina apoyara los pies, y que estaba cubierto con una piel de gran tamaño. Y allí se sentó la prudente Penélope. Salieron de las habitaciones de la casa las doncellas de brazos blancos y trajeron numerosos panes, mesas y las copas en que habían bebido las procaces pretendientes. Arrojaron al fuego la lumbre de las antorchas y amontonaron encima leña, que debía alumbrarles y darles calor. Y entonces Melanto injurió de nuevo a Ulises. —Forastero, ¿pero aún andas vagando por la casa, espiando a las mujeres? Sal de aquí, miserable, ya que estás harto, o te arrojaré un tizón. Y el prudente Ulises, mirándola con semblante torvo le dijo: —¡Desdichada! ¿Por qué me ofendes con furor? ¿Quizá porque voy sucio, vestido de harapos y porque mendigo por el pueblo, impelido por la necesidad? Tal es la suerte de los indigentes y los vagabundos. Yo también, algún día, era dichoso y vivía en una rica morada y socorría a los mendigos, fueran ellos quienes fueran y fuesen las que fuesen sus necesidades. Y tenía numerosos criados y todo aquello que hace dichosos a los hombres y les vale fama de opulentos; pero el Cronida Zeus todo me lo llevó, porque así quiso. Por eso, mujer, teme perder un día la belleza de que estás dotada y que te distingue de las demás siervas; teme que tu señora, irritada, te castigue, o que vuelva Ulises, pues no se ha perdido 1 Artemisa, diosa de la mitología clásica, hija de Zeus y de Latona y hermana gemela de Apolo. Diosa lunar protectora de la castidad. Afrodita, diosa griega del amor y de la belleza, de la procreación y de la vida, llamada así por haber nacido de la espuma del mar. Los romanos la llamaron Venus. Compréndase bien la fuerza del símbolo, castidad y amor de Penélope abandonando la alcoba nupcial.
toda esperanza. Mas si hubiera perecido y por eso no volviera, su hijo Telémaco le sustituye, por la voluntad de Apolo, y nada de cuanto las mujeres hagan en el palacio le pasará inadvertido, que ya está en edad de comprenderlo todo. Tal dijo, y la prudente Penélope, que le oyó, recriminó a su sirvienta con estas palabras: —¡Perra atrevida! No puedes ocultarme tu insolencia descarada, que has de pagar con tu cabeza, pues sabías muy bien, por habérmelo oído a mí misma, que quiero, por hallarme apenada, interrogar a este forastero sobre la muerte de mi esposo. Así habló, y dijo a la despensera Eurínome: —Eurínome, aproxima una silla y cúbrela con una piel, a fin de que este forastero, cómodamente sentado, me escuche y me responda, pues deseo interrogarle. Dijo, y Eurínome aproximó en seguida una silla pulimentada, que recubrió con una piel, y el paciente y divino Ulises se sentó, y la prudente Penélope le habló de este modo: —Forastero, primero he de preguntarte respecto a ti propio. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu pueblo y quiénes tus padres? Y le contestó el prudente Ulises: —¡Oh mujer! Ninguno de los mortales que pueblan la tierra inmensa podrá censurarte, y, verdaderamente, tu gloria llega hasta el ancho Urano, tal que la gloria de un rey irreprochable, que, venerando a los Dioses, manda sobre numerosos y valientes guerreros, administra justicia, y por él la tierra negra produce cebada y trigo, y los árboles están cargados de fruta, y los rebaños se multiplican, y el mar da peces, y bajo sus justas leyes los pueblos son prósperos y felices. Mas ahora, en tu palacio, pregúntame otras cosas, pero no por mi estirpe y mi patria. No llenes de ese modo mi corazón de nuevos pesares haciéndome recordar, pues estoy muy afligido y no quiero gemir y llorar en una casa extraña, que siempre llorar es vergonzoso. Alguna de tus siervas me insultaría, y quizá te irritaras tú misma al creer que lloraba así por tener la mente nublada por el vino. Y le respondió la discreta Penélope: —Ciertamente, forastero, mis atractivos y mi hermosura me los arrebataron los Dioses el día que los argivos partieron para Ilios, y con ellos mi esposo Ulises. Si él volviera y gobernara mi vida, mi fama sería más grande y yo más hermosa. Pero actualmente sollozo porque un Dios adverso me ha abrumado de desgracias. Cuantos reinan en las islas, en
Dulikio, en Same, en Zakinto, cubierta de bosques, y aquellos otros que viven en la propia abrupta Ítaca, todos me pretenden, a despecho mío, y arruinan mi mansión. Y no pongo cuidado en los forasteros, ni en los suplicantes, ni en los heraldos que actúan en público, sino que padezco nostalgia de Ulises y por él solloza mi pobre corazón. Los pretendientes anhelan que me case, y yo medito engaños. Al principio un Dios me inspiró la idea de tejer en mis estancias una gran tela, larga y fina, y les dije al punto: «Jóvenes, mis pretendientes: puesto que el divino Ulises ha muerto, no tengáis prisa por mis bodas hasta que haya acabado este lienzo para el héroe Laertes (pues temo que se me pierda el hilo), que no quiero que, el día en que la Moira funesta de la muerte acabe con él, puedan reprocharme las mujeres aqueas el que un hombre que ha tenido tantos bienes fuera enterrado sin sudario.» Así les hablé, y su corazón generoso se dejó persuadir, y entonces, durante el día tejía la gran tela y por la noche, alumbrada por antorchas, deshacía lo tejido. De este modo, durante tres años, oculté mi azaña y engañé a los aqueos; pero cuando llegó el año cuarto y las estaciones recomenzaron, después del curso de los meses y los días numerosos, entonces, advertidos por mis sirvientas perras, sorprendieron mi engaño y hubieron de amenazarme, y contra mi deseo fue conminada a terminar la tela. Ahora no puedo evitar mis bodas ni sé buscar ninguna astucia. Y mis padres me exhortan a que me case, y mi hijo soporta, apenado, que aquéllos devoren nuestros bienes, porque ya es un hombre y puede gobernar esta casa y Zeus le ha dado gloria. Mas dime tú, forastero, tu estirpe y tu patria, pues no procederás de la encina y del roquedo de las antiguas historias. Y le respondió el prudente Ulises: —¡Oh esposa venerada del Laertiada Ulises! ¿No dejarás de preguntarme por mi estirpe? Te responderé, aun cuando así renueves mis innumerables dolores; pues este es el sino de un hombre largo tiempo ausente de su patria, como yo, que he vagado por tantas ciudades agobiado por el infortunio. Te diré, sin embargo, aquello que tú deseas: «En medio del sombrío mar se eleva, hermosa y fértil, una tierra que se llama Creta, donde habitan innumerables hombres y existen noventa ciudades. Se hablan allí lenguajes diversos, pues viven los aqueos, los magníficos cretenses indígenas, los cidones, tres tribus de dorios y los divinos pelasgos. Sobre todas se destaca la gran ciudad de Cnosos, donde reina Minos, que habló durante nueve años con el gran Zeus y fue padre del magnánimo Deucalión, mi padre. Y Deucalión nos engendró a mí y
al rey Idomeneo, que fue a bordo de las naves de corva proa a Ilios con los Atreidas. Mi nombre famoso es Eetón, y era el más joven. Idomeneo era el mayor y el más valiente. He visto a Ulises, y le he ofrecido los dones hospitalarios. Conforme él iba hacia Ilios, la violencia del viento le había separado de Creta, lejos del promontorio de Malea, en Amniso, donde está la caverna de Ilitia, y en este puerto difícil, a duras penas escapó de la tormenta. Llegado a la ciudad, preguntó por Idomeneo, a quien él llamaba su huésped caro y venerable. Pero Eos había aparecido diez u once veces desde que a bordo de sus naves de corva proa Idomeneo había partido hacia Ilios. Entonces conduje a Ulises a mis moradas y le acogí amistosamente, colmándole de agasajos con ayuda de las riquezas que yo poseía, y dándole, así como a sus compañeros, harina, vino rojo, bueyes para matar, hasta que satisficiera su apetito. Los divinos aqueos quedaron allí doce días, pues el enorme y tempestuoso Bóreas soplaba y les detenía, excitado por algún Dios malo. Pero el viento amainó al día treceno, y se hicieron al mar.» Así hablaba, diciendo numerosas mentiras con apariencias de verdad, y Penélope, oyéndole, lloraba, y sus lágrimas resbalaban por su rostro como resbala la nieve de las altas montañas después de que el Céfiro la ha amontonado y el Euro la derrite en torrentes que llenan los ríos. Así las hermosas mejillas de Penélope dejaban resbalar las lágrimas mientras añoraba a su esposo. Y Ulises estaba lleno de compasión viendo llorar a su esposa; pero sus ojos, como el cuerno y el hierro, permanecían inmóviles bajo sus párpados y reprimía sus lágrimas por prudencia. Y cuando se hubo saciado de llorar y de lamentarse, Penélope, contestándole, le dijo de nuevo: —Ahora, forastero, voy a someterte a una prueba, y veré si, como dices, has recibido en tu casa a mi esposo y sus divinos compañeros. Dime cómo eran los vestidos que le cubrían, cómo era él mismo y cómo los compañeros que le seguían. Y el prudente Ulises, contestándole, le dijo así: —¡Oh mujer! Es muy difícil, después de tanto tiempo, responderte, pues ya hace veinte años que Ulises llegó a mi patria y se fue de ella. Sin embargo, te diré todo aquello que recuerde en mi espíritu. El divino Ulises llevaba un doble manto de lana purpúrea, que sujetaba con un broche de dos agujeros y adornado por la parte exterior con un perro que tenía entre sus patas delanteras un cervatillo tembloroso. Y todos contemplaban, admirados de que ambos animales fuesen de oro, a este can que pretendía ahogar al cervatillo y a aquel que bajo sus pies, trabajaba
por huir. También vi sobre el cuerpo de Ulises una túnica espléndida. Fina, tanto como una binza de cebolla, esta túnica brillaba como Helios. En verdad, todas las mujeres le admiraban. Pero yo he de decirte (y guarda mis palabras en tu corazón) que no sé si Ulises usaba estos vestidos en su casa o si alguno de sus compañeros se los había dado cuando iba con él en la ligera nave, o quizá alguno de sus huéspedes, pues Ulises era estimado de muchos hombres, porque pocos aqueos le eran comparables. Yo le regalé una espada de bronce, un doble y hermoso manto purpúreo y una larga túnica, y le conduje respetuosamente hasta su nave de bancos para los remeros. Un heraldo algo más viejo que yo le seguía, y te diré cómo era. Tenía los hombros altos, la tez morena y los cabellos crespos. Se llamaba Euribates, y Ulises le distinguía entre todos sus compañeros porque era discreto y prudente. Así dijo, y el deseo de llorar se apoderó de Penélope, pues reconoció las señas de Ulises como ciertas. Y después que se hubo saciado de llorar y de lamentarse, dijo de nuevo: —Si antes, ¡oh huésped!, eras digno de mi lástima, ahora serás considerado y honrado en mi palacio. Yo di por mí misma a Ulises esos vestidos que describes y que estaban guardados en mi alcoba nupcial, y yo les puse ese broche brillante. ¡Mas ya no volveré a verle de regreso en el caro suelo de la patria! Por un hado funesto partió Ulises hacia esa Troya fatal, que nunca debería nombrarse, a bordo de su abierta nave! Y el prudente Ulises le respondió: —¡Oh venerable esposa del Laertiada Ulises, no marchites más tu hermoso rostro ni consumas tu corazón en el llanto! Sin embargo, no te lo censuraré. ¿Qué mujer no llorará por un esposo joven, aun cuando no sea como Ulises, a quien consideran semejante a un Dios? Mas cesa de llorar y escúchame. Te diré la verdad, sin ocultarte nada. He oído hablar del regreso de Ulises, que está en el opulento país de los tesprotas, donde llegó indemne y trajo numerosas riquezas que reunió en tres pueblos; más perdió a sus queridos compañeros y su abierta nave en el negro mar, después de abandonar Trinakia. Zeus y Helios estaban enojados porque sus compañeros habían matado los bueyes de Helios, y todos perecieron en el mar tempestuoso. Pero el mar arrojó a Ulises abrazado a la quilla de su nave sobre las costas de los faiakienos, que descienden de los Dioses. Y allí le han honrado como a un Dios, y le han regalado con numerosos presentes, y han querido conducirle sano y salvo hasta su casa. Y Ulises estaría aquí ya hace algún tiempo si no le hubiera pareci-
do más conveniente amontonar riquezas recorriendo muchas tierras, pues conoce más número de argucias que todos los hombres y nadie puede competir con él. Así me habló Feidón, rey de los tesprotas. Y me juró, haciendo libaciones en su casa, que estaban preparados la nave y los hombres que habían de conducir a Ulises a la querida tierra patria. Pero antes me envió a mí, aprovechando una nave de los tesprotas que iba a Dulikio, fértil en trigo. Y me enseñó las riquezas que había acaparado Ulises en bronce, oro y hierro, difícil de trabajar, todo ello suficiente para mantener hasta a su décima generación. Y me refirió que Ulises había ido a Dodona para escuchar de la Gran Encina la voluntad de Zeus, y para saber cómo, tras su larga ausencia, había de entrar en su tierra de Ítaca, si pública o encubiertamente. Así, pues, Ulises está salvo, y pronto regresará y no permanecerá mucho tiempo alejado de sus amigos y de su patria. Y te prestaré un gran juramento: sépanlo Zeus, el mejor y el más alto de los Dioses, y la casa del valiente Ulises, adonde he llegado. Todo se verificará como digo. Ulises regresará antes de fin de año, antes de fin de mes, en estos días que corren. —Y le respondió la prudente Penélope: —¡Plegue a los Dioses, forastero, que tus palabras se cumplan! Te demostraré pronto mi amistad con numerosos presentes, tales que todo el mundo te llamaría dichoso; pero yo pienso en mi corazón que nunca ha de volver Ulises a su casa y que no está aquí tampoco quien ha de llevarte a la tuya. No hay jefes como Ulises entre los hombres (si es que no fue su vida un sueño) que conduzcan a los huéspedes después de haberles acogido y obsequiado. Ahora, sirvientas, lavad a nuestro huésped y preparadle el lecho con mantas y colchas espléndidas a fin de que espere caliente a Eos, la del trono de oro. Luego, cuando amanezca, bañadle y perfumadle, para que, sentado en la sala haga su comida al lado de Telémaco. Y desdichado de aquel que intente ultrajarle, pues esa sería la última acción que realizara aquí, por mucho que se indignase. ¿Cómo, si no, forastero, reconocerías que sobresalgo entre las demás mujeres por talento y discreción, si, falto de vestidos y harapiento, te dejara sentar a comer en el palacio? La vida de los hombres es breve. A aquel que es injusto y realiza actos vituperables, los hombres le dirigen imprecaciones mientras vive y le maldicen muerto; pero de aquel que es intachable y realiza el bien, los extranjeros llevan lejos la fama y todos los hombres le alaban. Y el prudente Ulises le contestó, diciendo:
—¡Oh esposa venerable del Laertiada Ulises! Los vestidos lujosos y los mantos espléndidos no me placen, desde que, a bordo de la nave de largos remos, abandoné las nevadas montañas de Creta. Me acostaré, como lo he verificado durante muchas noches, sin sueño, en una cama miserable, y esperaré a la divina Eos; los pediluvios tampoco me agradan, y ninguna sirvienta me tocará los pies, a no ser que haya alguna entre ellas que sea vieja y prudente y que haya padecido tanto como yo. No me opondré entonces a que ésa me lave los pies. Y le contestó la prudente Penélope: —Caro huésped, ninguno entre los amigos forasteros que han venido a esta casa te aventaja en discreción, y todo cuanto dices está lleno de prudencia. Tengo sí, una mujer vieja y muy prudente, que amamantó y crió algún tiempo al desdichado Ulises, después de haberle recibido en sus brazos cuando lo parió su madre. Ésa, a pesar de estar ya débil, te lavará los pies. Levántate, prudente Euriclea; ven y lava los pies a este forastero que tiene la edad de tu señor. Acaso los pies y las manos de Ulises se parezcan a los suyos, pues los hombres envejecen de prisa en el dolor. Así habló, y la anciana ocultó el rostro entre las manos y vertió cálidas lágrimas, diciendo estas dolorosas palabras: —¡Ay, estoy sin fuerza para ayudarte, hijo mío! Seguramente Zeus te odió más que a los otros hombres, a pesar de haber tenido tú un espíritu piadoso. Ningún hombre quemó más muslos crasos a Zeus, que se regocija con el rayo, ni le ofreció más perfectas hecatombes. ¡Tú le suplicabas pidiéndole para el futuro una vejez tranquila y que te arrebató el día del regreso! Acaso también otras mujeres le agraviaron cuando entró en el ilustre palacio de su señor, como estas perras te agraviaron a ti. Huyes de sus injurias y sus palabras vergonzosas y no quieres que te laven; y la hija de Icario, la prudente Penélope, me manda que lo haga yo, y yo la complazco. Por eso lavaré tus pies, por cariño a Penélope y a ti, porque tus desventuras han emocionado mi corazón. Pero escucha lo que voy a decirte de todos los infortunados forasteros que han llegado hasta aquí, ninguno se parece a Ulises más que tú. Tienes su cuerpo, su voz y sus pies. Y el prudente Ulises le respondió así: —¡Oh anciana! Todos cuantos nos contemplaron con sus ojos dicen, en efecto, que nos semejamos mucho. Has hablado, pues, discretamente. Así dijo, y la anciana cogió un baño reluciente, el cual utilizaba para lavar los pies, y echó en él mucha agua fría y después otra caliente. Ulises se sentó ante el hogar, volviéndose hacia el lado de la sombra, pues súbita-
mente le asaltó el temor de que, al tocarle, reconociera una cicatriz de la herida que un jabalí le hiciera en otro tiempo con sus blancos dientes, en el Parnaso, cuando fue a visitar a Autólico y sus hijos. Autólico era el ilustre padre de su madre y ganaba a todos los hombres en habilitada para el expolio y en hacer falsos juramentos. Un Dios le había hecho este don — Hermes—, por el que solía quemar carnes de cordero y de cabras y siempre le asistía. Y Autólico vino al opulento país de Ítaca y halló al hijo recién nacido de su hija. Y Euriclea, después de comer, le había puesto sobre las rodillas de Autólico diciéndole: «Autólico, da nombre por ti mismo al querido hijo de tu hija, ya que le has deseado tanto.» Y Autólico le respondió: «Yerno, hija mía, llamadle por el nombre que voy a deciros. He venido aquí indignado contra numerosos hombres y mujeres que viven sobre la madre tierra. Sea, pues, su nombre Ulises. Cuando llegue a la pubertad, que vaya al Parnaso, al gran palacio de su abuelo materno, allí donde tengo mis riquezas, y le haré copiosos presentes y os lo devolveré lleno de alegría.» Y para dar cumplimiento a estas palabras, Ulises fue para recibir los dones espléndidos. Y Autólico y los hijos de Autólico le estrecharon entre sus brazos y le recibieron con dulces palabras. Anfitea, la madre de su madre, le abrazó, besando su cabeza y sus hermosos ojos. Y Autólico y los hijos de Autólico le estrecharon entre sus brazos y le recibieron con dulces palabras. Anfitea, la madre de su madre, le abrazó, besando su cabeza y sus hermosos ojos. Y Autólico ordenó a sus hijos ilustres que prepararan la comida. Y en el acto obedecieron; en pedazos, que pusieron en los asadores, los tostaron y luego los repartieron. Y todo el día, hasta la caída de Helios, lo pasaron comiendo, y nadie se vio falto de la porción correspondiente. Cuando Helios cayó y sobrevinieron las tinieblas, se acostaron y durmieron; pero cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, los hijos de Autólico y sus perros salieron de caza y el divino Ulises con ellos. Treparon a lo alto del Parnaso, cubierto todo de bosque, y penetraron en sus quebraduras, azotadas por el viento. Helios, apenas elevado del curso del profundo Océano, hería el campo con su luz, cuando los cazadores llegaron a un valle. Les precedían los perros oliendo una pista, luego venían los hijos de Autólico, y con ellos, cerca de los perros, el divino Ulises caminaba blandiendo una aguda lanza. En el frondoso bosque se hallaba echado un gran jabalí. Ni la húmeda violencia de los vientos llegaba hasta aquel jaral, ni el luciente Helios le hería con sus rayos, ni siquiera caía allí la lluvia —tanta espesura había—, y allí estaba echado el jabalí sobre un montón de hojarasca. Llegó hasta él el ruido de los hom-
bres y de los perros, y cuando los cazadores llegaron, salió a su encuentro desde el jaral, las cerdas del cuello erizadas y echando fuego por los ojos, y se detuvo cerca de ellos. Entonces Ulises fue el primero en acometerle, levantando su larga danza con la vigorosa mano y yéndose a él con intención de atravesarle; pero el jabalí, prevenido, le hirió en la rodilla con un golpe oblicuo de sus dientes, que le rasgó bastante carne, sin llegar al hueso. Y Ulises le hirió en la paletilla derecha, y la punta de su lanza brillante le pasó de lado a lado, haciéndole caer en el polvo, donde perdió la vida. Al punto los queridos hijos de Autólico se agruparon alrededor del irreprochable Ulises, le vendaron la herida con cuidado y detuvieron la sangre negra con un ensalmo; después le volvieron a la morada de su padre. Y Autólico, una vez que curaron a Ulises y le ofrecieron ricos presentes, le repatrió lleno de alegría a su querida Ítaca. Allí, su padre y su madre venerada se holgaron por su retorno, preguntándole mil cosas e interesándose por la herida que había recibido. Y he aquí que la anciana, tocando con sus propias manos esta cicatriz, reconoció, y dejó caer el pie, rebotando en el baño de bronce, que resonó y se volcó, esparciéndose el agua por el suelo. Y la alegría y el dolor invadieron a la vez el alma de Euriclea, y sus ojos se llenaron de lágrimas y su voz se entrecortó, y tomando el mentón de Ulises, le dijo: —¡Tu eres, en efecto, Ulises, mi querido hijo! No te había reconocido antes de tocarte, señor. Así habló, e hizo una seña con los ojos a Penélope para hacerle saber que su querido esposo estaba en el palacio; pero desde el sitio donde se hallaba Penélope no pudo verla ni comprenderla, pues Atenea había distraído su espíritu. Entonces, Ulises, cogiendo con su diestra mano la garganta de Euriclea y atrayéndola hacia sí con la otra, le dijo: —Ama, ¿por qué quieres perderme, tú que me alimentaste con la leche de tu pecho? Ahora, después de sufrir muchos infortunios, llego, tras una ausencia de veinte años, al suelo de mi patria. Mas ya que me has reconocido y un Dios te ha inspirado, cállate y que nadie sospeche, pues voy a decirte esto que se cumplirá: si un Dios mata por mis manos a los procaces pretendientes, no te perdonaría a ti, aun cuando hayas sido mi nodriza, al matar a las demás sirvientas en mi palacio. Y le respondió la prudente Euriclea: —Hijo mío, ¿qué palabras se han escapado de entre tus dientes? Sabes que mi ánimo es constante y firme. Yo me callaré como la piedra y el hierro. Y te diré otra cosa, y guarda mis palabras en tu espíritu: si un Dios
destruye por tu mano a los procaces pretendientes, te indicaré qué mujeres te honran en tu casa y cuáles son las que te menosprecian. Y contestó el prudente Ulises: —Ama, ¿para qué indicármelas? No es necesario. Juzgaré por mí mismo y las conoceré. Guarda silencio y confiere el resto a los Dioses. Así dijo, y la vieja cruzó la sala en busca de otro baño de pies, pues toda el agua se había derramado. Después de lavado y perfumado Ulises, aproximó ella su silla al fuego para que se calentase y cubrió la cicatriz con sus harapos. Y dijo de nuevo la prudente Penélope: —Forastero, todavía he de preguntarte unos instantes, pocos, pues la hora del sueño es dulce, y el sueño en sí también lo es, aun para el desventurado. A mí un Dios me ha enviado una aflicción inmensa, y de día, al menos, la sobrellevo, lamentándome y vigilando los quehaceres de mis criados, y distraigo así mi dolor; pero cuando llega la noche y el sueño acoge a todos, me acuesto en mi lecho, y en torno a mi impenetrable corazón, los amargos pensamientos exacerban mi pena. Igual que la verde Aedón, hija de Pandaro, canta al renacer la primavera bajo las hojas espesas de los árboles, desde donde extiende su voz sonora, llorando a su caro Itilo, que engendró al rey Zetoo, y a quien hubo de matar con el bronce, estando loca, así mi alma se agita aquí y allá, dudando si debo permanecer al lado de mi hijo, guardando con cariño mis riquezas, mis criados y mi magnífica morada, respetando el lecho de mi esposo y la opinión pública, o si debo casarme, eligiendo entre los aqueos que me solicitan en mi palacio a aquel que sea más noble y que me ofrezca más regalos. Mientras mi hijo fue niño, sin raciocinio, no he podido casarme ni abandonar la mansión de mi marido; pero ahora que ha llegado a la pubertad, me ruega que abandone esta casa, lleno de indignación porque los aqueos devoran sus riquezas. Pero escucha e interpreta este sueño: veinte gansos, saliendo del agua, comen trigo en mi palacio, y yo les contemplo alegre. Mas he aquí que un águila de corvo pico desciende de una alta montaña, cae sobre ellos y los mata. Quedan muertos formando un montón, y el águila se alza en el Éter divino. Y lloro y me lamento en mi sueño, y las aqueas de hermosas cabelleras se reúnen junto a mí, que gimo amargamente porque el águila mató mis gansos. Mas he aquí que el águila vuelve a descender, y desde lo alto de mi palacio me dice con voz humana: «Tranquilízate, hija del ilustre Icario; esto no ha sido un sueño, sino un augurio feliz que ha de cumplirse. Los gansos son los pretendientes, y yo, que parezco un águila, soy tu esposo, que ha regresado para infligir una muerte afrentosa a todos
ellos.» Así dijo, me abandonó el sueño, y buscándolos con mis ojos, vi a mis gansos que comían trigo en el caldero, como antes. Y respondió el prudente Ulises: —¡Oh mujer! Nadie podrá explicar el sueño de otro modo, pues, ciertamente, Ulises mismo te dijo lo que ha de ocurrir. La extinción de los pretendientes es manifiesta, y ninguno de ellos evitará la Ker y la muerte. Y le respondió la prudente Penélope: —Hay sueños difíciles de explicar, forastero, y no todos se cumplen entre los hombres. Los sueños salen por dos puertas: una de cuerno y otra de marfil. Los que salen por la puerta del labrado marfil engañan con sus vanas palabras que no se cumplen nunca; mas los que salen por la puerta de cuerpo pulido dicen la verdad a los hombres que los ven. Y no sospecho que éste haya salido por la última y sea dichoso para mi hijo y para mí. Veo llegar el infausto día que ha de alejarme de la morada de Ulises, pues quiero proponer una prueba. Ulises tenía en sus estancias hachas, que colocaba en fila como los mástiles de las naves, y desde lejos hacía pasar una flecha por sus anillos. Voy a proponer esta prueba a los pretendientes. ¡Aquel que con sus manos tienda el arco más hábilmente y haga pasar la flecha a través de los doce anillos de las hachas, a aquél seguiré lejos de esta morada tan hermosa que ha conocido mi juventud, donde de todo hay en abundancia y de la que me acordé, creo yo, hasta en mis sueños! Y le respondió el ingenioso Ulises: —¡Oh esposa venerable del Laertiada Ulises! No retrases más esa prueba en tu palacio. El prudente Ulises regresará, antes que ellos hayan tendido la cuerda, asegurado el arco pulido y lanzado la flecha a través del hierro. Y le contestó la prudente Penélope: —Si quisieras, forastero, sentarte a mi lado para deleitarme en esta sala, el sueño no se extendería por mis párpados; pero los hombres no pueden permanecer sin dormir, y los Inmortales han hecho que los mortales en la tierra fecunda empleen el tiempo en varias cosas. Así es que yo subiré a mi alta estancia y me acostaré en mi lecho, lleno de tristeza y rociado con mis lágrimas desde el día en que Ulises partió hacia esa Ilios fatal, que no debiera nombrarse. Allí me acostaré, y tú hazlo en esta sala, sobre el suelo o en la cama que te prepararán. Diciendo así, subió a su elevada y espléndida estancia, pero no sola, sino acompañada de dos sirvientas. Y cuando hubo llegado con las sirvientas a la alta habitación, lloró por Ulises, su caro esposo, hasta que Atenea, la de los ojos claros, extendió el dulce sueño por sus párpados.
CANTO XX Y el divino Ulises se acostó en el vestíbulo, tendiendo en el suelo la piel de un buey aún fresca y por encima de ella numerosas pieles de ovejas que los aqueos había sacrificado. Y Euriclea echó un manto sobre él cuando se hubo acostado. Y así tendido, Ulises meditaba en su ánimo la muerte de los pretendientes, completamente despierto. Y las mujeres, que desde mucho tiempo se entregaban a los pretendientes, salían del palacio riendo y bromeando entre ellas y pensando en holgorios. El corazón de Ulises se agitó en su pecho, dudando si arrojarse sobre ellas y matarlas a todas, o si dejarlas que, por última vez, se unieran a los procaces pretendientes.Y el corazón le aullaba en su pecho, como una perra, al llegar a sus cachorros, aúlla al desconocido y desea acometerle. Así su corazón aullaba contra estos ultrajes; mas, golpeándose el torso, le reprimía con estas palabras: —¡Sufre aún, corazón mío, que infortunios mayores padeciste el día en que el Cíclope, invencible por su fuerza, devoró a mis queridos compañeros! Y tú lo soportaste bravamente hasta que mi astucia te hubo retirado de la caverna donde pensaste perecer. Así dijo, calmando en su pecho a su querido corazón, y su corazón se calmó paciente. Más Ulises se revolvía a uno y otro lado. Igual que un hombre da vueltas y más vueltas sobre una lumbre ardiente a un vientre lleno de grasa y sangre, así se revolvía a uno y otro lado, pensando cómo, solo contra una multitud, pondría mano a los soberbios pretendientes. Pero Atenea descendió del Urano, se acercó a él semejante a una mujer mortal, y deteniéndose sobre su cabeza le dijo estas palabras: —¿Por qué velas aún, ¡oh tú, el más desventurado de los hombres!? Esta casa es tu casa, tu esposa está aquí, tu hijo también, que es tal como todos desearan fuese el suyo. Y el ingenioso Ulises le respondió: —Ciertamente, Diosa, has hablado con discreción; mas yo pienso en mi alma cómo pondría mano a los pretendientes procaces, pues soy solo y ellos constituyen un gran número. Y tengo en mi ánimo un pensamiento más importante. ¿Hallaré yo la muerte por la voluntad de un
Dios, o por la tuya podré escapar de ella? Quisiera saberlo por ti. Y Atenea, la Diosa de los ojos claros, le respondió: —¡Insensato! Todo hombre tiene confianza en el más débil de sus compañeros, que no es sino un mortal y de poca prudencia. Y yo soy una Diosa que te ha asistido en todos tus infortunios y que ahora te dice claramente: aun cuando cincuenta ejércitos de hombres hablando lenguas distintas nos rodearan para matarte con la espada, no dejarías por eso de arrebatarles sus bueyes y sus crasas ovejas. Duerme, pues, que es cruel velar toda la noche. En breve escaparás a todos tus males. Así dijo, y extendió después el sueño por los párpados de Ulises, envolviendo todos sus miembros y calmando las preocupaciones de su corazón. Su esposa se despertó, y lloró sentada en su lecho mullido. Y cuando se hubo saciado de llorar, la noble mujer suplicó a la venerable Artemisa, hija de Zeus: —Artemisa, venerable Diosa, hija de Zeus, ¡pluguiera a los Dioses que me arrancaras el alma en este mismo instante con tus flechas o que las tempestades pudieran arrastrarme por los caminos sombríos y arrojarme a la corriente del tempestuoso Océano! Que así las tempestades arrastraron algún tiempo a las hijas de Pandaro. Los Dioses quisieron que murieran sus padres, y ellas quedaron huérfanas en sus mansiones, donde la divina Afrodita las crió con queso, con dulce miel y vino oloroso. Hera las dotó más pródigamente que a otras mujeres de belleza y discreción; tú, casta Artemisa, de elevada talla, y Atenea les enseñó a hacer buenas obras. Fue entonces cuando la divina Afrodita subió al alto Olimpo, a fin de pedir para sus doncellas dichosas bodas a Zeus, que se regocija con el rayo y que conoce el bueno y el mal destino de los hombres mortales. Y durante este medio tiempo las Arpías arrebataron a estas doncellas y las entregaron como siervas a las Erinnias. ¡Que los Olímpicos me guarden igual destino! ¡Que me hiera Artemisa, la de los hermosos cabellos, para ver de nuevo a Ulises, por lo menos bajo la tierra odiosa, antes que regocijar el alma de un hombre indigno! Se puede soportar cualquier mal cuando, después de haber llorado todo el día con el corazón afligido, se duerme durante la noche, pues el sueño, cerrando los párpados, hace olvidar a todos los hombres los bienes y los males. Mas un Daimón me ha enviado el insomnio ingrato y se ha acostado junto a mí tomando la forma de Ulises, tal como era cuando partió con su ejército. Y mi corazón estaba consolado creyendo que no era un sueño, sino la misma verdad. Así habló, y en seguida Eos, la del trono de oro, se dejó contemplar. Y el
divino Ulises oyó la voz de Penélope, que lloraba. Y pensó y le vino a la mente que, colocada sobre su cabeza, le había reconocido. Por eso, amontonando las pieles y la manta sobre las que había dormido, las colocó en un sillón de la sala y, arrojando fuera la piel de buey, alzó las manos y suplicó a Zeus: —¡Padre Zeus! Si por la voluntad de los Dioses me has traído a mi patria a través de la tierra y el mar, después de agobiarme con tantos infortunios, haz que alguno de los que en el interior de esta casa están despiertos diga una palabra feliz y que fuera se muestre alguno de tus designios. Tal dijo, suplicando, y el sapiente Zeus le escuchó. Y en el acto tronó desde lo alto del Olimpo, por encima de las nubes, y el divino Ulises se alegró. Y en aquel instante una mujer que se ocupaba en la molienda alzó su voz en la casa. Pues había no lejos de él doce molinos del príncipe de pueblos y otras tantas sirvientas los regían preparando el aceite y la harina sustento de los hombres. Todas se habían dormido después de moler el grano, mas una no había terminado, por ser la más débil de todas. Ésta paró su muela, y dijo unas palabras gratas al rey: —Padre Zeus, que imperas en los Dioses y en los hombres, acabas de tronar estentóreamente desde el alto Urano estrellado, donde no hay una sola nube. Es indudablemente una señal para alguien. Cúmpleme a mí, desdichada, este anhelo. ¡Que los pretendientes hagan hoy por última vez su espléndida comida en el palacio de Ulises! ¡Puesto que ellos han quebrado mis rodillas en este duro trabajo de molerles harina, que hagan hoy su último banquete! Así dijo, y el divino Ulises se regocijó de este presagio, y del tronar de Zeus, y pensó que podría castigar a los culpables. Las otras sirvientas reuniéronse en las hermosas estancias de Ulises y encendieron un gran fuego en el hogar. Y el divino Telémaco se levantó de su lecho y se puso sus vestidos. Colgó una espada de sus hombros y calzó sus pies brillantes con unas espléndidas sandalias; cogió después una fuerte lanza de punta de bronce, y parándose tan pronto como traspuso el umbral, dijo a Euriclea: —Querida nodriza, ¿cómo honraste al forastero en esta casa? ¿Le diste cama y alimento, o yace quizá sin cuidado de nadie? Porque mi madre a menudo obra así, a pesar de su discreción; festeja desmesuradamente al peor de los hombres y despide al más benemérito sin honores. Y la prudente Euriclea le contestó: —No censures a tu inocente madre, hijo mío. El forastero estuvo sentado, y bebió tanto vino como le plugo; pero se negó a comer más cuando tu madre le instó a que lo hiciera. Ésta también mandó a las sirvien-
tas que le prepararan un lecho; pero él, como un hombre lleno de preocupaciones y desventuras, se negó a dormir en cama bajo colchas, y se tendió en el vestíbulo sobre una piel fresca de buey y otras pieles de oveja, y nosotras le cubrimos con un manto. Así dijo, y Telémaco salió de la morada, llevando su lanza en la mano. Y dos perros veloces le siguieron. Y dirigióse a buen paso hacia el ágora de los aqueos de hermosas grebas. Y Euriclea, hija de Opos Peisenorida, la más noble entre las mujeres, dijo a las sirvientas: —¡Ea, daos prisa! Barred la sala, regadla, poned tapices purpúreos sobre los sillones, fregad las mesas, haced relucir las cráteras y las copas redondas, y algunas de vosotras, marchad a la fuente a coger agua y regresad en seguida. Los pretendientes no tardarán en venir, pues lo harán muy de mañana, que hoy es fiesta para todos. Habló así, y tan pronto como le oyeron, obedecieron las sirvientas. Y unas fueron a la fuente de aguas profundas, y las otras trabajaron afanosamente en la casa. Después entraron los soberbios pretendientes y se pusieron a partir leña. Las sirvientas volvieron de la fuente, y tras ellas entró el porquerizo, que traía tres de sus mejores cerdos. Y los dejó que comieran dentro del cercado. Después dirigió a Ulises estas dulces palabras: —¿Te tratan mejor los aqueos, forastero, o te ultrajan como al principio? Y le respondió el prudente Ulises: —¡Quieran los Dioses, Eumeo, castigar su insolencia, pues cometen acciones vergonzosas y perversas en una casa extraña, sin sentir el menor reparo! Y mientras así hablaban, el cabrero Melantio se acercó a ellos, conduciendo para los pretendientes las mejores cabras de sus rebaños y seguido de dos pastores. Ató las cabras bajo el sonoro pórtico, y dijo a Ulises, insultándole de nuevo: —¿Todavía estás aquí, extranjero, para importunar a todos pidiendo con insistencia? ¿Nunca te irás por esas puertas? Me parece que no nos separaremos sin que hayas probado mis puños, pues mendigas aquí demasiado y hay otras comidas entre los aqueos. Así dijo, y el prudente Ulises no le contestó nada, sino que permaneció silencioso, pero moviendo la cabeza y meditando su venganza. Después llegó Filetio, mayoral de los pastores, conduciendo para los pretendientes una ternera cerril y cabras rollizas. Dos barqueros de los que conducen a los hombres en sus botes los habían traído. Y Filetio ató los animales bajo el sonoro pórtico, y acercándose al porquero, le dijo: —Porquerizo, ¿quién es este forastero llegado recientemente a nuestra morada? ¿De dónde es? ¿Cuál es su familia y cuál su patria? ¡Desdichado!
Ciertamente, se parece a un rey; mas los Dioses agobian a cuantos vagan sin descanso, y hasta a los propios reyes destinan infortunios. Así dijo, y tomando en las suyas la mano diestra de Ulises, le dirigió estas palabras aladas: —¡Salud, padre huésped! ¡Que el bienestar te llegue pronto, ya que ahora estás agobiado de males! Padre Zeus, ninguno de los Dioses te aventaja en crueldad, pues no tienes compasión de los hombres que tú mismo creaste, y a quienes agobias de miserias y de amargos sufrimientos. El sudor me resbala y mis ojos se llenan de lágrimas contemplando a este extranjero, pues me acuerdo de Ulises y pienso que quizá vaga también entre los hombres cubierto de harapos semejantes, si es que aún ve la luz de Helios. Y si ha muerto y está ya en las regiones de Edes, siempre gemiré al recuerdo del irreprochable Ulises, que me envió, siendo yo muy joven, a guardar sus bueyes al país de los cefalenos. Ahora son innumerables, pues nadie posee tantas vacas de ancha testuz. Y los pretendientes me mandan traérselas para sus banquetes, sin ocuparse para nada del hijo de Ulises en esta casa, sin tener respeto ni temor a los Dioses, pues desean ambiciosamente repartirse las riquezas de un rey cuya ausencia dura largo tiempo. A menudo suele dudar mi corazón en el caro pecho. Sería una mala acción, viviendo aún Telémaco, marcharse a otro país, al lado de hombres extraños, con mis bueyes; pero, por otra parte, es duro permanecer aquí guardándolos para gente extraña y sufriendo tantos sinsabores. Ya hubiera huido hace mucho tiempo a servir a algún rey lejano, porque aquí todo es ya intolerable; pero pienso que aquel desdichado podría venir y dispersar de su palacio a los soberbios pretendientes. Y le contestó el prudente Ulises: —Boyero: no me pareces un insensato ni un mal hombre y se advierte que tu espíritu está dotado de prudencia. Por eso voy a jurarte esto solemnemente; que de ello sean testigos Zeus, el más sapiente y el primero de los Dioses, esta mesa hospitalaria y esta casa del valiente Ulises, a la que he llegado. Hallándote tú aún aquí, Ulises vendrá, y le verás con tus propios ojos, si quieres verle, dar muerte a los pretendientes que en esta casa dominan. —Extranjero, ¡plegue al Cronida que tus palabras se cumplan! Entonces verás cómo son mis fuerzas y mis brazos. Y Eumeo suplicó a la vez a todos los Dioses que trajeran al prudentísimo Ulises a sus moradas. Mientras hablaban así, los pretendientes tramaban la muerte de
Telémaco. Pero en aquel momento un águila voló a su izquierda, llevando entre sus garras una tímida paloma. Y Anfinomo les dijo: —Nuestro propósito de matar a Telémaco no se cumplirá jamás. No pensemos sino en comer. Dijo Anfinomo, y su palabra les gustó. Una vez dentro de la morada de Ulises, colocaron sus mantos sobre las sillas y sillones y sacrificaron enormes ovejas y rollizas cabras, los cerdos y la ternera cerril. Y se distribuyeron las entrañas tostadas. Mezclaron luego el vino en sus cráteras, y el porquerizo les sirvió las copas. Y Filetio, mayoral de los pastores, repartió el pan en preciosos cestillos, y Melantio escanció el vino. Y pusieron todos mano en los manjares que tenían delante. Telémaco hizo sentar a Ulises, que pensaba astucias junto al umbral de piedra, en la propia sala y en una silla rústica, y colocó ante él, en una mesa pequeña, una parte de entrañas. Puso luego vino en una copa de oro, y le dijo: —Siéntate aquí, entre los hombres, y bebe vino. Por mí mismo alejaré de ti los ultrajes de los pretendientes, pues esta casa no es pública; es la mansión de Ulises, y él la construyó para mí. Y vosotros, pretendientes, absteneos de injuriar, y reprimid vuestras manos, no sea que se suscite la discordia. Así habló, y todos, mordiéndose los labios, contemplaron a Telémaco y admiráronse de su audacia. Y Antinoo, hijo de Eupites, hubo de decirles: —Acabamos de oír, acayos, las severas palabras de Telémaco, con las cuales nos ha amenazado duramente. Ciertamente, el Cronida Zeus no lo ha querido; pues, si no, ya le hubiéramos hecho enmudecer en esta casa, a pesar de ser él un hábil agoreta. Dijo así Antinoo, y Telémaco no se inquietó lo más mínimo. Los heraldos, mientras tanto, conducían a través de la ciudad la sagrada hecatombe, y los aqueos de largas cabelleras se reunieron en el espeso bosque del Arquero Apolo. Cuando hubieron tostado las carnes superficiales, los pretendientes distribuyeron las porciones y celebraron su magnífica cena; y conforme había ordenado Telémaco, el caro hijo del divino Ulises, los servidores llevaron a éste una parte igual a la de los convidados; pero no quiso Atenea que los pretendientes cesaran en sus ultrajes, a fin de que el corazón de Ulises rebosara de cólera. Había entre los pretendientes un hombre de inicua intención. Se llamaba Ctesipo, y tenía su morada en Same. Confiado en las riquezas de su padre, pretendía a la esposa de Ulises, tanto tiempo ausente. Y fue el que dijo a los procaces pretendientes:
—Oídme, ilustres pretendientes. Ya ha recibido el forastero una parte igual a la nuestra, como conviene, pues no sería ni bueno ni justo desatender a los huéspedes de Telémaco, fueren quienes fueren los que traspusieran estos umbrales. Mas yo también le haré un presente hospitalario, a fin de que él pueda obsequiar a los bañeros o a otro cualquiera de los criados que viven en la morada del divino Ulises. Hablando así, cogió de un canastillo una pata de buey y se la lanzó vigorosamente; pero Ulises esquivó el golpe bajando la cabeza y sonrió sardónicamente en su corazón, y la pata de buey se estrelló contra el bien construido muro. Entonces Telémaco recriminó así a Ctesipo: —Ctesipo, ciertamente ha sido mucho mejor para ti que no hayas herido a mi huésped, y que él por sí mismo haya evitado el golpe, pues, si no, te hubiera atravesado con mi aguda lanza por la mitad del cuerpo, y en lugar de tus bodas, tu padre hubiera costeado tu sepulcro. Por eso, procurad no demostrar vuestra insolencia en mi palacio, pues comprendo y sé cuáles son buenas y malas acciones, que ya no soy un niño. He sufrido mucho tiempo presenciando estas violencias, mientras mis ovejas eran degolladas, y consumido mi vino, y comido mi pan, porque es difícil a uno solo oponerse a muchos: mas no me ultrajéis en adelante. Si tenéis pensamiento de matarme con el bronce, hacedlo ya, que es preferible que yo muera a que viva viendo vuestras acciones vergonzosas, maltratados mis huéspedes y mis sirvientas indignamente violadas en las hermosas estancias. Habló así, y todos permanecieron silenciosos. Mas el Damastórida Agelao dijo al fin: —No es preciso, ¡oh amigos!, responder injuriosamente a esas justas palabras, ni golpear a ese extranjero ni a ninguno de los criados que están en las moradas del divino Ulises; que yo hablaré cariñosamente a Telémaco y a su madre, y puede que sea grato al espíritu de ambos. Durante el largo tiempo que vuestro corazón ha esperado en vuestros pechos el retorno del ingenioso Ulises a su morada, no nos hemos indignado porque, reteniéndoos, no hayáis hecho esperar a los pretendientes en vuestro palacio, y pensando en que Ulises había de regresar, era aquello, efectivamente, lo mejor. Pero ahora que es seguro que no ha de volver, ve a tu madre y dile que se case con el más ilustre de entre nosotros, con aquél que le haga más presentes. Tú disfrutarías entonces de los bienes paternales, comiendo y bebiendo, y tu madre iría a casa de otro. Y le respondió el prudente Telémaco:
—No, Agelao, por Zeus y por los infortunios de mi padre, que estará muerto o errará lejos de Ítaca, no; yo no me opongo a las bodas de mi madre, y la invito a desposarse con aquel que ella elija con severas palabras, temeroso de que un Dios no lo cumpliese. Así dijo Telémaco, y Palas Atenea suscitó una risa ruidosa en los pretendientes y turbó su juicio; y reían con las mandíbulas apretadas, y comían las carnes crudas, y sus ojos se llenaban de lágrimas, y su alma presentía la desgracia. Entonces el divino Teoclimeno les dijo: —¡Ah, desdichados! ¡Qué desgracia vais a sufrir! ¡Vuestras cabezas, vuestros rostros, vuestras rodillas, están envueltas en la noche; prorrumpís en sollozos; vuestras mejillas están cubiertas de lágrimas; estas columnas y estos muros aparecen rociados de sangre; el pórtico y el patio están llenos de sombras que se precipitan hacia las tenebrosidades del Erebo. ¡Helios muere en el Urano y la niebla fatal avanza! Así habló, y todos se dieron a reírse de él, y Eurímaco, hijo de Polibo, habló el primero y dijo: —¡Tú estás loco, extranjero que llegaste recientemente! Echadle al punto de esta morada y que vaya al ágora, puesto que toma el día por noche. Y el divino Teoclimeno le respondió: —Eurímaco, no ordenes que me arrojen de aquí. Son suficientes mis ojos, mis orejas, mis pies y el espíritu justiciero que guardo en mi pecho. ¡Saldré de aquí, porque adivino la desgracia que se cierne sobre nosotros, y ninguno escapará a ella, oh pretendientes, hombres perversos que cometéis acciones inicuas en la mansión del divino Ulises! Cuando esto hubo dicho, salió de las ricas estancias y se volvió a casa de Pireo, que le había acogido cariñosamente. Y los pretendientes se miraban unos a otros, zahiriendo a Telémaco y mofándose de sus huéspedes. Y uno de los procaces jóvenes le dijo: —Telémaco, ningún dispensador de hospitalidad es más desgraciado que tú. Aún tienes ahí a ese vagabundo hambriento, falto de vino y pan, sin valor ni habilidad para hacer nada, inútil fardo de la tierra, y viene el otro a profetizar quién sabe de dónde. Escúchame: sería lo mejor que metiéramos a tus dos huéspedes en una nave y les enviáramos a Sicilia. Por cada uno nos pagarían un buen precio. Así hablaban los pretendientes, y Telémaco no se inquietó por sus palabras; mas miraba en silencio a su padre, esperando siempre que pusiera mano en los procaces pretendientes. Y la hija de Icario, la prudente Penélope, acodada en su hermoso
sillón, escuchaba las palabras que cada uno de ellos pronunciaba en su palacio. Reían alegremente, continuando su banquete, aun cuando ya habían comido mucho. Mas ninguna fiesta había de serles más fatal que aquella que les preparaban una Diosa y un hombre valiente, por haber cometido antes vergonzosas acciones.
CANTO XXI Atenea, la Diosa de los ojos claros, inspiró a la hija de Icario, la prudente Penélope, la idea de llevar a los pretendientes el arco y el hierro brillante para la prueba que en la mansión de Ulises debía ser la iniciación de la matanza. Subió la alta escalera del palacio, llevando en la mano la hermosa llave curvada, de bronce y cabo de marfil, y se precipitó con sus sirvientas a la estancia alta donde estaban guardados los tesoros del Rey; el bronce, el oro y el hierro difícil de labrar. Allí estaban el arco encorvado, el carcaj y las flechas terribles que lo llenaban. Se los donó a Ulises, Ifito Euritida, de Lacedemonia, semejante a los Dioses, cuando le halló en Masena, en la morada del valiente Orsiloco, donde había ido Ulises con una Comisión que todo el pueblo le había encargado. Habían los masenios arrebatado de Ítaca en sus naves trescientas ovejas y sus pastores. Y a reclamarlos fue Ulises, joven aún, enviado por su padre y otros ancianos. También Ifito había ido a buscar doce yeguas que había perdido y otras tantas mulas pacientes, por las cuales había de atraerse la muerte, pues estando con Heracles, hijo magnánimo de Zeus, famoso por sus empresas, hubo de matarle en su morada, a pesar de ser su huésped. Y le mató indignamente, sin temor a los Dioses ni respeto a la mesa donde él le había hecho sentar, y retuvo sus yeguas de cascos vigorosos. Yendo en busca de estas yeguas fue cuando Ifito encontró a Ulises y le regaló este arco, que había usado el gran Eurito y que legó a sus hijos al morir en su magnífica morada. Y Ulises le dio una aguda espada y una lanza poderosa. Este fue el comienzo de una triste amistad que no pudo ser más prolongada, pues antes de invitarse recíprocamente a sus mesas, el hijo de Zeus mató al Euritida Ifito, semejante a los Inmortales. Y el divino Ulises servíase de aquel arco en Ítaca, mas no lo llevó en sus negras naves cuando partió para la guerra, sino que lo dejó en su casa como recuerdo de su querido huésped. Y cuando la noble mujer llegó a la estancia alta, pisó en el umbral de encima que otro tiempo un obrero hábil había pulimentado y tendido a nivel y al cual adosara los batientes y las espléndidas puertas. Desató la correa del anillo, introdujo la llave y corrió los cerrojos. Y, semejantes a un toro que muge paciente en la pradera, las hermosas puertas resonaron, y al empuje de la llave se abrieron en el acto.
Y Penélope subió al alto estante donde se hallaban los cofres que guardaban los vestidos olorosos, y descolgó del clavo el arco y el carcaj espléndido. Sentándose allí, lo colocó entre sus rodillas y lloró amargamente. Y cuando se hubo saciado de lágrimas y dolor, fue a la sala grande, donde se reunían los procaces pretendientes, llevando en sus manos el corvo arco y el carcaj y las terribles flechas que lo llenaban. Y las sirvientas llevaban el cofre donde se encerraba mucho hierro y bronce para los juegos del Rey. Y la noble mujer, cuando llegó a donde estaban los pretendientes, se detuvo en el umbral de la hermosa sala, con el velo levísimo caído sobre las mejillas y dos sirvientas al lado. Y al punto habló a los pretendientes, diciéndoles: —Oídme, ilustres pretendientes, quienes por comer y beber sin tino habéis invadido la casa de un hombre mucho tiempo ausente, y devoráis mis riquezas sin otro pretexto que el de querer desposaros conmigo, os propongo esta prueba. Os traeré el gran arco de Ulises, y aquel que con sus manos lo tienda más fácilmente y lance una flecha por el ojo de las doce hachas, yo le seguiré, y él me conducirá lejos de esta casa que ha visto mi juventud, que es muy hermosa y abundante en todo, y de la que creo he de acordarme hasta en mis sueños. Así dijo, y mandó al porquerizo Eumeo que llevara el arco de hierro a los pretendientes. Y Eumeo lo cogió, llorando, y lo llevó. Y el boyero lloraba viendo el arco del Rey. y Antinoo les recriminó, diciendo: —Rústicos necios, que sólo pensáis en el día de hoy, ¿por qué lloráis, miserables, y removéis así en su pecho el ánimo de esta mujer, que es presa de un gran dolor desde que ha perdido a su caro esposo? Comed en silencio, o id a llorar fuera y dejad aquí el arco. Será esta una prueba difícil para los pretendientes, pues no creo que sea fácil tender este arco pulimentado. Y no hay aquí un solo hombre semejante a Ulises. Yo le vi por mis propios ojos, y le recuerdo, aun cuando era un niño. Así dijo, aun cuando esperaba en su alma tender el arco y pasar su flecha a través del hierro; más debía, sin embargo, gustar antes que nadie una flecha lanzada por las manos del irreprochable Ulises, a quien él había ofendido en su morada y contra el que había excitado a sus compañeros. Entonces la Fuerza sagrada de Telémaco dijo de esta manera: —¡Oh Dioses! Ciertamente, el Cronida me ha vuelto el juicio. ¡Y mi querida madre, siendo tan discreta, dice que va a seguir a otro hombre y abandonar esta casa! ¡Y yo me río y me regocijo con espíritu malsano! Aceptad, pretendientes, la prueba que os propone. No hay mujer igual en la tierra aquea, ni en la sagrada Pilos, ni en Argos, ni en Mikena, ni
en Ítaca, ni en la negra Epiro. Mas si vosotros lo sabéis, ¿para qué alabar a mi madre? ¡Ea!, no retraséis más la prueba; apresuraos a tender el arco, a fin de que veamos quiénes sois. Yo también tomaré parte en ella, y si tiendo el arco y meto una flecha entre el hierro, mi venerable madre no abandonará este palacio para irse con otro hombre, ni me abandonará a mí, que habría cumplido en los nobles juegos de mi padre. Así habló, y levantándose, se despojó de su manto purpúreo y se descolgó del hombro la aguda espada. Después cavó en el suelo una larga fosa y colocó, alineados, los anillos de las hachas, apretando la tierra a su alrededor. Y todos quedaron sorprendido de su destreza, pues nunca habían visto hacerlo. Después, deteniéndose ante el umbral, en pie, se puso a ensayar el arco. Tres veces intentó tenderlo con el deseo de estirar la cuerda y lanzar una flecha a través del hierro, y tres veces la fuerza le faltó. Y como lo intentara por cuarta vez, Ulises le hizo una seña, y le contuvo, contra su deseo. Entonces dijo así la Fuerza sagrada de Telémaco: —¡Oh Dioses! O yo no seré nunca sino un hombre sin fuerza, o soy aún demasiado joven y no tengo la fuerza necesaria para rechazar a un guerrero que me atacase. ¡Ea!, vosotros, que me superáis en fuerza, jugad con este arco y terminaremos esta prueba. Diciendo esto, dejó el arco en el suelo, en pie y apoyado en los batientes pulidos de la puerta, y puso la aguda flecha al lado del arco de cabo curvo. Después volvió a sentarse en el sillón que había abandonado. Y Antinoo, hijo de Eupites, dijo a los pretendientes: —Compañeros, levantaos todos y avanzad uno tras otro en el mismo orden que se sigue cuando se escancia el vino. Así habló Antinoo, y lo que dijo hubo de agradarles. Y Leiodes, hijo de Enope, se levantó el primero. Era su oficiante y se sentaba siempre al lado de la hermosa crátera. No le placían las acciones inicuas, y se indignaba sin cesar con los pretendientes. Y fue el primero en coger el arco y el dardo veloz. Y en pie ante el umbral, probó el arco, mas no pudo tenderlo, y se fatigó inútilmente los brazos. Entonces dijo a los pretendientes: —¡Amigos! Yo no puedo tender este arco; que otro lo coja. Este arco está destinado a privar de su corazón y de su ánimo a muchos bravos guerreros; pero es mejor morir que retirarnos vivos de aquí no habiendo cumplido aquello que esperamos. Que ninguno espere ya en su alma casarse con Penélope, la esposa de Ulises. Después de probado este arco, cada uno de vosotros verá que le es preciso buscar alguna otra mujer entre las aqueas de hermosos peplos, y a la cual hará sus presentes.
Penélope se desposará en seguida con aquel que le ofrezca más regalos y para el que ella esté destinada. Así habló Leiodes, y colocó el arco apoyado en los batientes pulidos de la puerta, y puso la aguda flecha al lado del arco de cabo curvo. Después volvió a sentarse en el sillón que había abandonado. Entonces Antinoo hubo de recriminarle, diciéndole: —Leiodes, ¿qué palabra se ha escapado de entre tus dientes? Malvada y funesta es, y estoy indignado de habértela oído. ¿Este arco debe privar de su ánimo y su corazón a muchos guerreros porque tú no hayas podido tenderlo? Tu venerada madre no te ha parido para tender los arcos, pero muy pronto otros ilustres pretendientes habrán de tender ése. Así dijo, y dio esta orden al cabrero Melantio: —Melantio, enciende al punto lumbre en la sala y coloca ante la lumbre una gran silla cubierta de pieles. Trae el gran disco de grasa que hay dentro, para que los jóvenes, después de calentarla, suavicen este arco y terminemos esta prueba. Así habló, y en el acto, Melantio encendió un gran fuego y colocó ante él una silla cubierta de pieles, y los jóvenes, después de calentar el gran disco de grasa que estaba dentro, suavizaron el arco y no pudieron tenderlo, pues eran demasiado débiles. Y sólo faltaba ya Antinoo y el divino Eurimaco, jefe de los pretendientes, y los más bravos de entre ellos. Entonces el porquerizo y el boyero del divino Ulises salieron juntos de la casa, y el divino Ulises salió tras ellos. Y cuando se hallaron fuera, en el patio, Ulises, apresurando sus palabras, les dijo: —Boyero, y tú, porquerizo, ¿os diré una cosa o no os la diré? Mi alma, en verdad, me ordena hablar. ¿Acudiríais vosotros en ayuda de Ulises si apareciera bruscamente, porque un Dios lo trajese? ¿A quién ayudaríais, a los pretendientes o a Ulises? Decidme aquello que vuestro corazón y vuestra alma os ordene decir. Y el boyero le respondió: —¡Plegue a los Dioses que mi voto se cumpliese, padre Zeus! ¡Plegue a los Dioses que ese héroe regrese y que un Dios le traiga; tú sabrías entonces a quién pertenecían mi fuerza y mis brazos! Asimismo Eumeo pidió a todos los Dioses que trajeran al prudente Ulises a su palacio. Entonces aquél advirtió que eran aquéllos sus sinceros pensamientos, y hablándoles de nuevo les dijo: —Yo soy Ulises. Después de sufrir innumerables males, regreso a los veinte años a mi tierra patria. Sé que, entre mis servidores, sólo vosotros
habéis deseado mi retorno, pues no he oído a ninguno de los demás rogar porque yo volviese a mi morada. Voy a deciros lo que ocurrirá. Si un Dios castiga por mis manos a los procaces pretendientes, os entregaré a los dos mujeres, riquezas y casas construidas al lado de las mías, y seréis para Telémaco dos compañeros y dos hermanos. Mas voy a mostraros una seña clara, para que me reconozcáis perfectamente y os persuadáis en vuestro corazón: esta herida que un jabalí me produjo en otro tiempo con sus blancos dientes, cuando fui al Parnaso con el hijo de Autólico. Así dijo, y entreabriendo sus harapos, mostróles la extensa cicatriz. Y cuando la vieron, en el acto la reconocieron. Lloraron, rodearon al prudente Ulises con sus brazos y le besaron la cabeza y los hombros. Y la luz de Helios hubiérase apagado y aún permanecerían llorando si Ulises no les calmara, diciéndoles: —Cesad de llorar y de gemir, no sea que alguien salga de la casa y os vea y lo cuente, y entrad uno tras el otro, no a la vez. Yo entraré primero; después vosotros, en seguida. Ahora escuchadme: los procaces pretendientes no permitirán (ninguno entre tantos como son) que se me entregue el arco y el carcaj; pero tú, divino Eumeo, acércamelo y pónmelo a la mano, y manda luego a las sirvientas que cierren las sólidas puertas del palacio. Si alguna oye desde el patio gemidos y tumulto, que siga allí y se ocupe tranquilamente de sus labores. Y a ti, divino Filetio, te mando que cierres las puertas del patio y sujetes bien las verjas después de correr los cerrojos. Luego de decir esto, entró en la gran sala y se sentó en la silla que había dejado. Después entraron los dos servidores del divino Ulises. Ya Eurimaco tenía el arco en sus manos, calentándolo por todos los lados al resplandor del fuego; mas no lo pudo tender y su glorioso corazón suspiró profundamente. Y habló, diciendo así: —¡Oh Dioses! En verdad que siento una gran pena por mí y por todos. No me lamento sólo por mis frustradas nupcias, bien que esto me entristezca, pues hay muchas otras aqueas en Ítaca, la rodeada por las olas, y en otras ciudades, sino que me duele que seamos tan inferiores en vigor al divino Ulises que no podamos manejar su arco. Será esta una vergüenza en lo futuro. Y Antinoo, hijo de Eupites, le repuso: —Eurimaco, eso no ocurrirá. Tú sueñas. Hoy se celebra entre el pueblo la fiesta sagrada de un Dios; ¿quién, pues, podría tender un arco? Dejémosle en reposo y que los anillos de las hachas queden clavados. No
creo que ninguno se los lleve de la morada del Laertiada Ulises. ¡Ea!, que el encargado de escanciar el vino llene las copas, a fin de que hagamos las libaciones después de haber dejado el arco. Mandad al cabrero Melantio que traiga mañana las mejores cabras de sus rebaños, para que, una vez quemados sus muslos en honor de Apolo, famoso por su arco, tendamos éste de nuevo y terminemos la prueba. Así dijo Antinoo, y lo que él dijo plugo a los otros. Y los heraldos sirviéronles agua para las manos, y los jóvenes llenaron de vino las cráteras y lo distribuyeron entre todos en copas llenas. Y cuando hubieron hecho las libaciones y bebido tanto como su ánimo les permitía, el prudente Ulises, meditando argucias, les dijo: —Escuchadme, pretendientes de la ilustre Reina, que voy a deciros lo que en el pecho me inspira mi corazón. Suplico sobre todo a Eurimaco y al rey Antinoo, ya que este último ha hablado discretamente. Dejad por ahora este arco y conferid el resto a los Dioses. Mañana un dios otorgará la victoria a quien él quiera; mas dadme este arco pulido, para que, ante vosotros, pruebe mis manos y mi fuerza y vea si aún tengo el vigor de otro tiempo en mis miembros encorvados, o si mis continuas correrías y la miseria me lo han arrebatado. Así habló, y todos se indignaron, temerosos de que tendiera el arco pulido. Y Antinoo recriminóle, diciendo: —¡Ah extranjero miserable! ¡No te queda pizca de juicio! ¿No te basta con comer tranquilamente de nuestras mesas? ¿Estás falto de alimento? ¿No escuchas nuestras palabras? Pues jamás otro extranjero ni otro mendigo gozó de este honor. El dulce vino te turba, como turba a todo aquel que lo bebe en abundancia y sin mesura. También el vino turbó al ínclito Centauro Suritión en el país de los lapitas, en la morada del magnánimo Peiritoo. Turbado su juicio por el vino, enfurecióse prontamente y cometió nefandas acciones en la morada de Peiritoo. Y el enojo tomó a aquellos héroes, que lo arrojaron fuera del pórtico y le cortaron las orejas y la nariz con el bronce cruel. Y con el espíritu extraviado hubo de huir, llevando consigo su suplicio y su furioso corazón. Y a entonces se remonta la guerra entre los Centauros y los hombres; pero fue el primero Euritión quien, por estar ebrio, encontró su desventura. Te auguro, pues, un castigo tan grande si tiendes el arco. No tendrás nadie a quien suplicar en esta casa, pues pronto te enviaremos a bordo de una negra nave al rey Eketo, el más feroz de todos los mortales. Y una vez allí, no tendrás salvación. Bebe, pues, tranquilamente y no luches contra hombres más jóvenes que tú.
Y dijo así la prudente Penélope: —Antinoo, no es bueno ni equitativo ultrajar a los huéspedes de Telémaco, sean quienes sean los llegados a esta casa. ¿Crees tú que si este forastero, confiando en sus fuerzas, lograra tender el gran arco de Ulises me llevaría a su casa y haría de mí su esposa? Ni él lo espera en su espíritu. Que ninguno, pues, de los que aquí os sentáis en la mesa se inquiete por eso, pues no es discreto pensar tal cosa. Y Eurimaco, hijo de Pobilo, le respondió: —Hija de Icario, prudente Penélope, no creemos que este hombre te haga su esposa, pues semejante ocurrencia no sería razonable; pero tememos los comentarios de hombres y mujeres. El último de los aqueos dirá: «Ciertamente, no son escogidos los hombres que pretenden a la esposa de un varón irreprochable, cuando no han podido tender un arco, mientras un mendigo vagabundo lo ha tendido fácilmente y ha hecho pasar una flecha a través del hierro.» Y hablando así, nos cubriría de oprobio. Y le contestó la prudente Penélope: —No es posible, Eurimaco, que gocen de prestigio entre el pueblo quienes menosprecian y arruinan la mansión de un hombre valeroso. ¿Por qué os habéis cubierto de oprobio vosotros mismos? Este forastero es alto y fuerte, y se envanece de ser de una buena estirpe. Dadle, pues, el arco de Ulises, a fin de que veamos lo que hace. Y digo, y mi palabra se cumplirá: si tiende el arco, porque Apolo quiera otorgarle esa gloria, yo le vestiré con hermosos vestidos, un manto y una túnica, y le regalaré una aguda lanza para que se defienda de los perros y los hombres, y una espada de dos filos. Le regalaré también sandalias y le enviaré allí donde anhelen ir su alma y su corazón. Y entonces le contestó el prudente Telémaco: —Madre mía, ninguno entre los aqueos puede impedirme que dé este arco o se lo quite a aquel a quien yo quiera, ni aquellos que dominan en la abrupta Ítaca, ni los que viven en Elide, donde pacen los caballos. Ninguno de ellos me detendrá si quiero dar el arco a mi huésped. Mas sube a tu alta estancia y ocúpate de tus labores: de la tela y del huso, y ordena a tus sirvientas que reanuden sus tareas. De lo demás cuidaremos los hombres, y principalmente yo, que mando en esta casa. Y Penélope, sorprendida, volvió a su aposento, pensando en su alma en las prudentes palabras de su hijo. Después, cuando llegó a la estancia más alta, acompañada de sus sirvientas, lloró por su caro esposo Ulises, hasta que Atenea, la de los ojos claros, extendió en sus párpados el dulce sueño.
Mientras tanto, el divino porquerizo tomó el arco corvo y se lo llevó. Los pretendientes armaron un gran tumulto en la sala, y uno de los procaces jóvenes dijo: —¿Dónde llevas ese arco, sucio porquerizo, vagabundo? Muy pronto los canes ligeros que alimentas te comerían en medio de tus cerdos, lejos de los hombres, si Apolo y los demás Dioses inmortales no fueran propicios. Así dijeron, y Eumeo dejó el arco donde estaba, lleno de terror, pues le amenazaban en multitud dentro de la casa. Mas, por otro lado, Telémaco le gritó amenazante: —¡Abuelo! Lleva pronto el arco adelante y no obedezcas a todos, no sea que, a pesar de ser más joven que tú te arroje a pedradas hacia el campo, ya que soy más fuerte. ¡Pluguiera a los Dioses que también aventajara por el vigor de mis brazos a los pretendientes que se hallan aquí, pues les arrojaría al punto vergonzosamente de mi casa, donde cometen perversas acciones! Así dijo, y todos los pretendientes se dieron a reírse de él y cesaron en su indignación. Y el porquerizo, cruzando la sala, llevó el arco y lo puso en manos del ingenioso Ulises. Y en el acto llamó con estas palabras a la nodriza Euriclea: —Te manda Telémaco, ¡oh prudente Euriclea!, cerrar las sólidas puertas de la casa. Y si alguna de vosotras oye desde el patio gemidos o tumulto, que permanezca allí y se ocupe tranquilamente de su labor. Habló así, y sus palabras no se pronunciaron en balde, pues Euriclea cerró las puertas de la magnífica morada. Filetio, saliendo fuera, cerró también las puertas del patio. Había bajo el pórtico un cable de cuero perteneciente a una nave de remos y con él aseguró las puertas. Después, volviendo a la sala, ocupó de nuevo la silla que había abandonado, y miró a Ulises. Pero éste, dando vueltas al arco por todas partes, mirábalo aquí y allá por si los gusanos había roído el cuerno durante la ausencia de su dueño. Y contemplándole, los pretendientes decíanse unos a otros: —Ciertamente, éste es un aficionado a los arcos o un ladrón de ellos. ¿Tendrá quizá algunos semejantes en su casa o querrá construirlos? ¡De qué modo le da vueltas entre sus manos este extranjero, lleno de malos designios! Y pidió también uno de los jóvenes procaces: —¡Plegue a los Dioses que ese arco le atraiga el infortunio, tan seguramente como que no podrá tenderle! Así se expresaron los pretendientes; mas el ingenioso Ulises, después de haber examinado el gran arco, lo tendió tal fácilmente como un hombre
hábil en tañer la cítara y en el canto tiende, con ayuda de una clavija, una cuerda nueva hecha con el intestino torcido de una oveja. Así fue como Ulises, sosteniendo el gran arco, tendió fácilmente con la mano derecha la cuerda, que sonó como el grito de una golondrina. Un amargo enojo tomó a los pretendientes, y todos cambiaron el color, y Zeus hizo ostensible una señal, tronando estrepitosamente, y el paciente y divino Ulises se regocijó de que el hijo del sutil Cronos le enviase aquel aviso. Tomó una flecha rápida que, fuera del carcaj, yacía sobre la mesa, pues las otras estuvieron en la hueca aljaba hasta que las probaron los aqueos; después, asiendo el puño del arco, estiró la cuerda sin abandonar su silla, y mirando al blanco, lanzó la pesada flecha de bronce, que no se desvió nada y atravesó los anillos de las hachas. Luego dijo a Telémaco: —Telémaco, no te avergüenza el forastero que sientas en tu casa. No me he desviado del blanco y no me fatigó nada tender el arco. Mis fuerzas están aún completas, y los pretendientes no me despreciarán más. Pero he aquí llegada la hora de preparar la cena de los aqueos, mientras dura aún el día, para que luego se deleiten al son de la cítara y el canto, que constituyen el adorno de los banquetes. Dijo así, e hizo una seña con las cejas, y Telémaco, el caro hijo del divino Ulises, ciñó una aguda espada, empuñó una lanza y armado de bronce brillante, se colocó al lado de la silla de Ulises.
CANTO XXII Entonces el ingenioso Ulises, despojándose de sus harapos y teniendo en sus manos el arco y el carcaj lleno de flechas, salió del ancho umbral, extendió las veloces flechas a sus pies y dijo a los pretendientes: —Ya está acabada este prueba. Ahora apuntaré a otro blanco que ningún hombre ha acertado jamás. ¡Que Apolo me conceda la gloria de acertarle! Dijo así, y dirigió la amarga flecha contra Antinoo. Éste alzaba a la sazón con sus dos manos una hermosa copa de oro de dos asas para beber en ella, y nada tenía más lejos de su espíritu que la idea de la muerte. Porque, en verdad, ¿quién hubiera pensado que un hombre solo, en medio de tan numerosos convidados, había de osar, cualquiera que fuese su fuerza, enviarle la muerte y la negra Ker? Mas Ulises le hirió con su flecha en la garganta, y la punta atravesó el cuello delicado. Cayó hacia atrás, y la copa se escapó de su mano inerte, y un chorro de sangre brotó de su nariz. Empujó la mesa con los pies, y los manjares rodaron, esparciéndose por el suelo, ensuciándose el pan y la carne asada. Los pretendientes temblaron en la sala cuando vieron caer al hombre, y levantándose en tropel de las sillas que ocupaban, miraron por doquier en los labrados muros, buscando lanzas y escudos que manejar, y dirigiendo a Ulises estas airadas palabras: —¡Forastero, tú lanzas traidoramente tus flechas contra los hombres! No intentarás nuevas pruebas, pues va a cumplirse tu terrible destino. ¡Acabas de matar al más ilustre de los jóvenes de Ítaca, y aquí mismo te devorarán los buitres! Así le decían, creyendo que le había matado involuntariamente, pues los insensatos no adivinaban que las Keres de la muerte pendían sobre sus cabezas. Y mirándoles con torva mirada, el ingenioso Ulises les dijo: —¡Perros! No pensabais que retornaría jamás a mis lares, de vuelta del país de los troyanos. ¡Y destrozabais mi hacienda y yacíais por la fuerza con mis siervas, y, vivo aún yo, pretendíais a mi esposa, sin temor a los Dioses que pueblan el ancho Urano ni al desprecio de los hombres venideros! ¡Mas ahora las Keres de la muerte os harán a todos sus víctimas! Así dijo, y el terror les tomó, y cada cual miraba en torno, buscando por dónde huir del negro destino. Y sólo Eurimaco le contestó, diciendo:
—Si es verdad que eres Ulises el itacense, que ha regresado aquí, has dicho bien cuando dijiste que los aqueos han cometido acciones inicuas en tu casa durante este tiempo. Pero he aquí yacente a quien tuvo la culpa de todo. Antinoo fue el culpable, no sólo por su deseo de nupcias, sino porque concebía otros designios que el Cronida no ha permitido que se cumplan. Quería reinar en el bien construido pueblo de Ítaca, y preparaba una emboscada a tu hijo para quitarle la vida. Ahora que él ha sido muerto justamente, ten piedad de tus conciudadanos. Nosotros te desagraviaremos ante el pueblo y te resarciremos de todo cuando hemos comido y bebido en tu palacio. Cada uno de nosotros te traerá veinte bueyes, bronce y oro hasta que tu alma quede satisfecha, pues, hasta tanto que tal hagamos, tu cólera es legítima. Y mirándole con torva mirada, le dijo el prudente Ulises: —Eurimaco, aun cuando me trajerais todo vuestro patrimonio y cuanto cada cual posea ahora, mis manos no se abstrendrían de matar, hasta haber castigado la insolencia de todos los pretendientes. Escoged, pues, entre luchar conmigo o escapar, si os es posible, a la Ker y a la muerte, que no pienso que ninguno de vosotros haya de eludir el negro destino. Así habló, y a todos se les doblaron las rodillas. Y Eurimaco, hablando por segunda vez, le dijo: —¡Oh amigos! Este hombre no dará paz a sus manos inexorables habiendo cogido el arco y el carcaj y disparará sus flechas desde el umbral de la sala hasta que nos haya matado a todos. Aprestémonos, pues, a combatir, sacad vuestras espadas, oponed las mesas a sus dardos veloces, arrojémonos sobre él y echémosle del umbral. Salgamos luego a la ciudad promoviendo un gran tumulto, y quizá entonces este hombre disparará su última flecha. Dicho esto, desenvainó su aguda espada de dos filos y se lanzó contra Ulises, gritando horriblemente; pero el divino Ulises, previniéndose, le lanzó una flecha, que le atravesó el pecho por el lado de la tetilla, yendo a hundirse el dardo veloz en medio del hígado. Y la espada se le vino a tierra de la propia mano y él se derrumbó sobre una mesa, dispersando los manjares y las copas repletas, y, rendido a su propio peso, cayó, retorciéndose y gimiendo, hiriendo el suelo con su frente y empujando un sillón con sus dos pies. Y la eterna oscuridad se extendió sobre sus ojos. Entonces Anfinomo se arrojó sobre Ulises, después de sacar su aguda espada, a fin de arrojarle de la puerta. Mas Telémaco le previno, hiriéndole en la espalda, entre los hombros, con la lanza de bronce que cruzó su
pecho. Y el pretendiente cayó con estrépito e hirió la tierra con su frente. Telémaco se recobró súbito, dejando su larga lanza clavada en el cuerpo de Anfinomo, pues temía que alguno de los aqueos le alcanzase conforme se acercaba, hiriéndole con su bronce mientras inclinaba la cabeza. Y corriendo, acudió presto al lado de su caro padre, y le dijo estas palabras aladas: —¡Oh padre! Voy a traerte un escudo, dos lanzas y un casco de bronce que se ajuste a tus sienes. Yo también me armaré, y también el porquerizo y el boyero, porque es mejor estar apercibidos. Y le contestó el prudente Ulises: —Tráelos corriendo, que mientras yo tenga flechas para luchar no me alejarán de estas puertas, aun cuando me halle solo. Habló así, y Telémaco obedeció a su querido padre, apresurándose a subir a las estancias altas, donde se hallaban las armas magníficas. Cogió cuatro escudos, ocho lanzas y cuatro cascos fuertes de bronce y volvió con ellos, satisfaciendo a su querido padre. Él mismo se cubrió el primero de bronce, y sus dos criados, armados a su vez, rodearon al prudente e ingenioso Ulises. Y mientras éste tuvo flechas, hirió sin descanso a los pretendientes, que caían amontonados en la sala. Mas cuando le faltaron al Rey, apoyó su arco en los muros espléndidos de la sólida sala, echó sobre sus hombros un escudo de cuatro hojas, tocó su cabeza con un espeso casco de crines de caballo, en cuya cimera se agitaba un penacho, y cogió dos fuertes lanzas de bronce: Había en el bien construido muro, sobre el alto umbral, una puerta que daba salida a la calle y que cerraban dos tablas sólidas. Ulises mandó el divino porquerizo que se apostara en esta puerta para guardarla, pues no había otra salida libre. Y entonces Agelao dijo a los pretendientes: —¡Amigos! ¿No podría alguno subir a ese postigo, a fin de hablar al pueblo y promover una algarada? Quizá este hombre entonces disparará su última flecha. Y le dijo el cabrero Melantio: —Eso no es posible, divino Agelao. La entrada al patio es estrecha y difícil de pasar, y un solo hombre vigoroso nos rechazaría a todos. Pero voy a traeros armas de las habitaciones altas, pues pienso que allí, y no en otro lado, Ulises y su hijo ilustre las guardan. Dicho esto, el cabrero Melantio se dirigió a la alta estancia de Ulises por las escaleras de la sala. De allí tomó doce lanzas y otros tantos cascos de bronce adornados de espesas crines y, apresurándose a transportarlos, los entregó a los pretendientes. Y cuando Ulises les vio armarse y blandir las lar-
gas lanzas con ambas manos, le flaquearon las rodillas y el corazón, pues temía que sus esfuerzos fueran inútiles, y dijo a Telémaco estas palabras aladas: —Telémaco, indudablemente alguna de las mujeres de la casa o Melantio nos exponen a un daño terrible. Y le contestó el prudente Telémaco: —¡Oh, padre! Sólo yo he tenido la culpa y ninguno más que yo de esto que ocurre, pues he dejado abierta la sólida puerta del alto aposento, y el espía de los pretendientes ha estado más alerta que yo. Ve tú, divino Eumeo, cierra la puerta y entérate de si es alguna de las mujeres la que ha hecho esto o es, como supongo, Melantio, hijo de Dolio. Y mientras esto decían, el cabrero Melantio volvió de nuevo a la estancia alta para coger más armas; mas el divino porquerizo le vio, y al punto, aproximándose a Ulises, le dijo: —Divino Laertiada, ingenioso Ulises, ese mal hombre de quien sospechábamos ha vuelto al alto aposento. Dime sinceramente: ¿debo matarle, si soy más fuerte que él, o te lo traigo para que expíe todas las acciones execrables que ha cometido en esta casa? Y le contestó el ingenioso Ulises: —Telémaco y yo resistiremos a los procaces pretendientes, a pesar de su furor. Atadle vosotros los pies y las manos, tiradle en la estancia, y antes de cerrar las puertas tras de vosotros, encadenadle y suspendedle de lo alto de una columna, para que, viviendo mucho tiempo, sufra crueles tormentos. Así dijo, y ellos le escucharon y obedecieron. Y subieron en seguida al alto aposento, sorprendiendo a Melantio, que ya había entrado y buscaba armas en el fondo. Apostáronse a ambos lados del umbral, y cuando el cabrero Melantio disponíase a salir, llevando en una mano un hermoso casco y en la otra un ancho broquel antiguo que el héroe Laertes usó en su juventud y que yacía olvidado tanto tiempo, que ya estaban roídas sus correas, entonces se arrojaron sobre él, arrastrándole por los cabellos a la estancia, después de derribarle, gimiente, contra el suelo. Y le ligaron pies y manos con una cuerda bien trenzada, tal como les había dicho el paciente y divino Ulises, hijo de Laertes.Y después de encadenado suspendiéronle de una alta columna muy cerca de las vigas. Y en son de mofa, le dijo el porquerizo Eumeo: —Ahora, Melantio, vas a hacer centinela toda la noche en ese mullido lecho, que te mereces. Eos, la del trono de oro, no te pasará inadvertida cuando emerja de las olas del Océano a la hora en que tú solías traerlas cabras a los pretendientes para preparar sus festines.
Y allí le dejaron, cruelmente sujeto. Después, ya provistos de armas, cerraron las puertas espléndidas y henchidos de valor, volvieron al lado del prudente e ingenioso Ulises. Eran cuatro defendiendo el umbral y en la sala numerosos y valientes guerreros. Y Atenea, la hija de Zeus, apareció adoptando la figura y la voz de Mentor. Y Ulises, satisfecho de verla, le dijo: —Mentor, aleja de nosotros el peligro y recuerda a tu caro compañero que te he colmado de bienes, pues eres de mi edad. Así habló Ulises, aun cuando conoció que era la protectora Atenea. Los pretendientes, desde su puesto, proferían gritos amenazadores que ensordecían la sala, y el Damastórida Agelao fue el primero que recriminó a Atenea: —Mentor, que Ulises no te convenza para que luches contra los pretendientes y te pongas de su parte. No se cumplirá nuestro deseo hasta que hayamos matado al padre y al hijo. Tú morirás con ellos si piensas en auxiliarles, pagando tu acción con la cabeza. Y cuando con el bronce hayamos dominado vuestro furor, mezclaremos tus riquezas con las de Ulises, y no permitiremos que vivan en tu palacio ni tus hijos, ni tus hijas, ni tu esposa venerable! Así exclamó, y Atenea se indignó al punto, y recriminó a Ulises con estas airadas palabras: —No tienes, Ulises, el vigor y la bravura de cuando combatiste en la ruda contienda con numerosos guerreros, y por tu consejo fue tomada Príamo, la ciudad de las amplias calles. ¿Por qué ahora, que has regresado a tus lares y a tus haciendas, dejas de ser valeroso frente a los pretendientes? ¡Ea, caro Ulises! ¡Permanece a mi lado, mírame luchar y fíjate si contra tus enemigos, Mentor Alkimida te paga el bien que le has hecho! Así habló, pero aún no le otorgó la victoria, deseosa de probar la fuerza y el valor de Ulises y de su ilustre hijo, y tomando la forma de una golondrina, fue a posarse, volando, en una viga de la espléndida sala. En tanto, el Damastórida Agelao, Eurinomo, Anfimedón, Demoptolemo, Pisandro Polictorida y el valiente Polibo enardecían a los pretendientes. Eran los más decididos de cuantos vivían aún y luchaban por su vida, pues el arco y las flechas habían derribado a los otros. Y Agelao les dijo: —¡Oh amigos! Ahora contendrá este hombre con sus manos inexorables. Ya Mentor, que había venido profiriendo bravatas vanas, les ha dejado solos en el umbral de la puerta. Lanzad, pues, contra ellos vuestras largas picas. Mas lanzad seis primeramente; que si Zeus nos otorga la gloria de herir a Ulises, derribado éste, poco pueden preocuparnos los demás.
Así dijo, y todos, llenos de ardor, lanzaron sus picas como había ordenado; mas Atenea las trocó en inútiles, yendo una a clavarse en el umbral de la sala, otra en la puerta sólida y otra en el muro. Y cuando hubieron esquivado el golpe de las picas de los pretendientes, el divino y paciente Ulises dijo a los suyos: —Amigos, lancemos nuestras picas contra la turba de los pretendientes, que, matándonos, quieren dar cima a los muchos males que nos han causado. Así dijo, y todos lanzaron sus agudas picas: Ulises contra Demoptolemo, Telémaco contra Euriades, el porquerizo contra Elato y el boyero contra Pisandro, y todos cuatro mordieron la tierra. Los pretendientes se replegaron en el fondo de la sala y los vencedores se abalanzaron a arrancar las picas a los cadáveres. Entonces, los pretendientes lanzaron de nuevo sus largas picas con gran fuerza. Pero Atenea las trocó en inútiles, yendo una a clavarse en el umbral, otra en la puerta sólida y otra en el muro. Anfimedón tocó someramente la mano de Telémaco, y la punta de bronce le arañó la epidermis. Ctesipo hirió el hombro de Eumeo por encima del broquel, pero la larga pica pasó y cayó al suelo. Ulises y los que le rodeaban lanzaron otra vez sus largas picas contra la turba de los pretendientes, y el destructor de ciudades atravesó a Eridamas; Telémaco a Anfinomo; el porquero a Polibo, y el boyero hirió en el pecho a Ctesipo, a quien, vanagloriándose dijo: —¡Oh Plitersida, amigo de la injuria! Es preciso callarse las palabras arrogantes y dejar hablar a los Dioses, que son más poderosos. He aquí el pago al golpe que diste al divino Ulises cuando vino a mendigar a su propia casa. Así habló el guarda de los bueyes de flexibles remos, y mientras tanto, con su larga pica, Ulises atravesó al Damastórida, y Telémaco hirió de una lanzada en el vientre al Evenorida Leiocrito. Trapasóle el bronce, y al caer de bruces, hirió la tierra con su frente. Entonces Atenea, fatal para los hombres, mostró la Égida desde el techo de la sala, y los pretendientes, espantados, se dispersaron por doquier, como una vacada a la que importuna en primavera, cuando los días son largos, un tábano de variados colores. Lo mismo que los buitres de uñas y picos corvos, bajando de las montañas, persiguen a los pájaros asustados que se dispersan por la llanura, y vuelan hacia las nubes, y les matan, sin que les salve huir, mientras se regocijan los labriegos, así Ulises y sus compañeros se arrojaban en la sala sobre los pretendientes,
hiriéndoles por doquier, y un terrible rumor de gemidos y de golpes se alzaba y la tierra se inundaba de sangre. Y Leiodes corrió a abrazarse a las rodillas de Ulises, y le suplicó con estas palabras aladas: —¡Te suplico, Ulises, que me escuches y tengas piedad de mí! Te juro que jamás en tus estancias dije una palabra irrespetuosa a las mujeres ni cometí una acción inicua, y contuve a los otros pretendientes cuando querían cometerla; pero no me obedecían ni se abstenían de ejercer violencia, y por eso han sufrido tan vergonzoso fin, en expiación de su locura. Mas, yo su oficiante, que nada ha hecho, ¿moriré también como ellos? ¿No tendrán, en el porvenir, recompensa las buenas acciones? Y mirándole con torva mirada, le respondió el prudente Ulises: —Si, como dices, has sido su oficiante, ¿no habrás pedido con frecuencia que no llegara jamás el día de mi retorno a la patria? ¿No habrás deseado a mi amada esposa, anhelando que pariera hijos tuyos? ¡Por todo esto no escaparás a la muerte lóbrega! Diciendo esto, cogió del suelo con su mano vigorosa la espada que Agelao había dejado caer cuando murió e hirió con ella a Leoides en mitad del cuello, y hablando todavía, su cabeza rodó por el polvo. Y el Aeda Terpiada Femio esquivó la negra Ker, porque cantaba contra su voluntad entre los pretendientes. Permanecía en pie junto a la puerta, sosteniendo en su mano la cítara sonora, y dudando en su corazón si saldría de la estancia para humillarse en el patio entre el altar del gran Zeus, allí donde Laertes y Ulises habían quemado tantos muslos de buey, o si suplicaría a Ulises, abrazándose a sus rodillas. Y le pareció mejor abrazarse a las rodillas de Ulises Laertiada. En consecuencia, dejó en tierra su hueca cítara, entre la crátera y el sillón de clavos argénteos, y dirigiéndose a Ulises, le abrazó las rodillas y le suplicó con palabras aladas: —¡Te suplico, Ulises, que me escuches y tengas piedad de mí! Un gran pesar te aprisionaría más tarde si mataras a un Aeda que canta a los Dioses y a los hombres. Yo me he instruido a mí mismo y en Dios se han inspirado todas mis canciones. Quiero cantarte como a un dios; no me degüelles, pues. Telémaco, tu querido hijo, te dirá que, no por mi gusto, ni porque me haya obligado la necesidad estoy en tu palacio para cantar después de los festines de los pretendientes, sino que, como eran tantos y fuertes, me obligaban a venir contra mi gusto. Habló así, y la Fuerza sagrada de Telémaco le escuchó y en el acto, acercándose a su padre, le dijo:
—Repórtate; no hieras con el bronce a un inocente. Y salvaremos también al heraldo, Medón, que, desde que yo era un niño ha tenido cuidado de mí en nuestra morada, si ya no le ha matado Filetio o el porquerizo, o si no has tropezado con él cuando arremetías por la sala. Así dijo, y le oyó el prudente Medón. Espantado y huyendo de la negra Ker, se había ocultado bajo su sillón, envuelto en la piel fresca de un buey. En el acto se levantó, y arrojando la piel en que se envolvía, se dirigió a Telémaco, y abrazóse a sus rodillas y le suplicó con estas palabras aladas: —¡Oh amigo, estoy aquí aún! Detente y di a tu padre que no agobie mi debilidad con su fuerza y el bronce agudo, irrigado aún contra los pretendientes, que han devorado sus riquezas en su propio palacio y a ti te han menospreciado neciamente: Y el prudente Ulises le repuso, sonriendo: —Cobra valor, puesto que Telémaco ya te ha salvado, para que sepas en tu ánimo, y lo digas a los demás, cuánto más vale obrar bien que mal. Mas salid de la casa y sentaos en el patio, lejos de la matanza, el ilustre Aeda y tú, mientras acabo de hacer aquí lo que es preciso. Dijo así, y los dos salieron de la casa y se sentaron junto al altar del Gran Zeus mirando a todos los lados y esperando una nueva matanza. Entonces Ulises registró toda la sala, a fin de ver si vivía aún alguno de los pretendientes, por haber escapado a la negra Ker. Y a todos les contempló tendidos en la sangre y en el polvo, como peces que los pescadores extrajeran con la red del mar espumoso y profundo y arrojaran a la costa. Esparcidos por la arena esperan el agua del mar, mas Helios les arrebata la vida. Así los pretendientes yacían, extendidos unos sobre los otros. —Telémaco, llama en seguida a la nodriza Euriclea, para que yo le diga lo que abrigo en mi ánimo. Así dijo, y Telémaco obedeció a su querido padre, y abriendo la puerta, llamó a la nodriza Euriclea: —¡Ven, oh anciana, nacida ha muchos años, tú que vigilas a las sirvientas en nuestra casa, ven al punto! Mi padre te llama para hablarte. Dijo así, y sus palabras no se pronunciaron en vano. Euriclea abrió las puertas de la magnífica estancia y se apresuró a seguir a Telémaco. Y encontró a Ulises rodeado de cadáveres, salpicado de sangre y de polvo, como un león que, escapado en la noche de su encierro, hubiera devorado a un buey y tuviera el pecho y las mandíbulas ensangrentadas y todo el aspecto terrible. Así Euriclea hubo visto aquellos cadáveres y aquel mar de sangre, comenzó a gritar de alegría, pues comprendió que
se había acabado una gran empresa. Pero Ulises la contuvo y le dirigió estas palabras aladas: —Anciana, regocíjate en tu corazón, pero no grites, que no es piadoso insultar a los hombres muertos. La Moira de los Dioses y sus propias acciones execrables han terminado con ellos, pues no honraban a ninguno de los hombres mortales que a ellos se llegase, fuera bueno o perverso. Por eso han sufrido una muerte vergonzosa a causa de sus iniquidades. Mas ahora dime qué mujeres de entre cuantas hay en esta casa me han ofendido y cuáles son las que me han sido fieles. Y la cara nodriza le repuso: —Hijo mío, te diré la verdad: tienes en tu palacio cincuenta mujeres que hemos adiestrado en el trabajo, hemos enseñado a cardar lana y a soportar la servidumbre. Doce de ellas se han entregado a la impudicia, sin ningún respeto a mí ni a la propia Penélope. En cuanto a Telémaco, que hasta hace poco era un niño, su madre no le ha permitido que mandara en las mujeres. Mas voy a subir a la alta y espléndida estancia, para avisar a Penélope, a quien un Dios ha enviado el sueño. Y le contestó el prudente Ulises: —No la despiertes aún. Ordena a las mujeres que vengan aquí, y primero a aquellas que han cometido acciones indignas. Así dijo, y la vieja salió de la sala para advertir a las mujeres y rogarles que se apresurasen a presentarse. Y Ulises llamó por sí a Telémaco, al boyero y al porquero, y les dijo estas palabra aladas: —Comenzar a sacar los cadáveres y ordenadlo también a las mujeres. Después, con agua y esponjas porosas, limpiad los hermosos sillones y las mesas. Y cuando todo esté en orden en la sala, sacad a las mujeres fuera de palacio, y entre la rotonda y el muro del patio, heridlas con vuestras agudas y largas espadas, hasta que todas hayan entregado el alma y olvidado a Afrodita, de quien tanto gozaron, entregándose en secreto a los pretendientes. Así dijo, y todas las mujeres entraron, gimiendo lamentablemente y vertiendo lágrimas. Primero, ayudándose unas a otras, arrastraron los cadáveres, que colocaron en el pórtico del patio. Ulises se lo ordenó, dándoles prisa y obligándolas a obedecerle. Luego lavaron los espléndidos sillones y las mesas con agua y porosas esponjas. Y Telémaco, el boyero y el porquerizo barrieron con escobas el pavimento de la sala, y las sirvientas se llevaron la basura y la arrojaron fuera. Después, cuando en la sala todo estaba en orden, condujeron a las sirvientas fuera de la
estancia, entre la rotonda y el muro del patio, reteniéndolas en este lugar estrecho, de donde no podían huir. Y entonces Telémaco habló el primero, y dijo: —No arrancaré el alma a estas mujeres dándoles muerte honrosa, pues extendieron el oprobio sobre mi cabeza y sobre la de mi madre acostándose con los pretendientes. Así habló, y ató el cable de una negra nave a lo alto de una columna, rodeando la rotonda, de tal modo que ninguna de las sirvientas tocara el suelo con los pies. Y así como los tordos de anchas alas y las palomas caen en una pared preparada en medio del breñal cercado donde han ido a posarse, y encuentran funesto lecho, así aquellas mujeres tenían sus cuellos cogidos en sendos lazos para recibir una muerte miserable, y sus pies, en verdad, no se agitaron mucho tiempo. Después sacaron a Melantio por el pórtico al patio. Y una vez allí, le cortaron con el bronce las narices y las orejas, y le arrancaron las partes viriles, que arrojaron sangrientas para que las devoraran los canes, y con el mismo furor le cortaron los pies y las manos, y cumplida que estuvo su tarea volvieron a la morada de Ulises. Y éste, entonces, dijo a la nodriza Euriclea: —Anciana, tráeme azufre, que libra del mal, y trae también fuego para que purifique la casa. Y ordena a Penélope que venga con sus sirvientas. Que todas las sirvientas vengan aquí. Y la cara nodriza Euriclea le respondió: —Ciertamente, hijo mío, has hablado con oportunidad; pero voy a traerte vestidos, un manto y una túnica. No permanezcas más tiempo en tu morada con los hombros cubiertos, como ahora, con harapos, que sería vergonzoso. Y el prudente Ulises le respondió: —Trae primero fuego a la sala. Así dijo, y la cara nodriza Euriclea le obedeció. Y trajo fuego y azufre, y Ulises purificó la sala, el resto de la casa y el patio. Después la anciana subió a las hermosas habitaciones de Ulises para llamar a las mujeres y mandarles bajar. Y entraron en la sala trayendo antorchas en las manos. Y rodearon y saludaron a Ulises, tomándole las manos y besando su cabeza y sus hombros. Y él sintió un anhelo de llorar, pues en el alma las reconoció a todas.
CANTO XXIII Y la anciana, llena de alegría, subió a la alta estancia para decir a su señora que su caro esposo había retornado y sus rodillas estaban firmes y sus pies se movían ágilmente. E inclinándose sobre la cabeza de su señora, le dijo: —Levántate, Penélope, querida hija, que con tus propios ojos veas lo que deseas todos los días. Ulises ha regresado, y aunque tarde, ha vuelto a entrar en su casa, dando muerte a los pretendientes procaces que le arruinaban, devorando sus riquezas y violentando a su hijo. Y le respondió la prudente Penélope: —Ama querida, los Dioses te han vuelto loca; ellos, que pueden turbar el juicio del más sensato y volver prudente al más necio, han trastornado tu espíritu que antes de ahora fue lleno de prudencia. ¿Por qué turbas a mi corazón, ya de por sí tan afligido, diciéndome semejantes cosas? ¿Por qué me privas del dulce sueño que me tenía cogida, cerrando mis ojos bajo mis caros párpados? Jamás había dormido tanto desde el día en que Ulises partió para esa Ilios fatal que no debería nombrarse. ¡Vamos, vuélvete abajo! Si alguna otra de mi criadas hubiera venido a traerme esta nueva y a quitarme el sueño, la hubiera despedido vergonzosamente de este palacio; pero tu ancianidad te libra de ello. Y la amada nodriza Euriclea le respondió: —No me burlo de ti, hija querida; es cierto que Ulises ha regresado y vuelto a entrar en su casa, como te he dicho. Es aquel extranjero a quien todos ultrajaban en tu palacio. Telémaco lo sabía ya, pero callaba, por prudencia, los propósitos de su padre para que pudiese castigar las violencias de estos hombres insolentes. Así habló, y Penélope, gozosa, saltó de su lecho, abrazó a la anciana y, vertiendo lágrimas de sus párpados, le dijo estas palabras aladas: —Ah! Si tú me has dicho la verdad, nodriza, y, por lo tanto, Ulises ha vuelto a su morada, ¿cómo, siendo él solo, ha podido poner mano en los pretendientes procaces que suelen reunirse aquí? Y le respondió la cara nodriza Euriclea: —Yo no he visto nada, yo nada he oído, sino los gemidos de los hom-
bres degollados. Nosotras permanecíamos sentadas en el fondo de las estancias, y las sólidas puertas nos aislaban, hasta que tu hijo Telémaco me llamó, pues su padre le había mandado que me llamara. En seguida vi a Ulises en pie entre los cadáveres, que yacían amontonados en el piso, y a ti se te hubiera regocijado el alma contemplándole salpicado de sangre y de polvo, semejante a un león. Ahora están hacinados bajo el pórtico, y Ulises purifica, con la ayuda de una lumbre que ha encendido, la magnífica sala, y me ha enviado a llamarte. Sígueme para que ambos regocijéis vuestros generosos corazones con la alegría, ya que tantos males sufristeis. Ya se han cumplido vuestros grandes anhelos. Ulises ha retornado a su morada y os ha encontrado a ti y a tu hijo, y a los pretendientes que le habían ofendido les ha castigado en su propia morada. Y le respondió la prudente Penélope: —¡No te deleites más burlándote! Sabes cuánto nos placería y cómo nos colmaría de gozo que él apareciese aquí, a mí sobre todo y al hijo que engendramos; pero no son veraces tus palabras. Alguno de los Inmortales ha matado a los procaces pretendientes, indignado por su descarada insolencia y por sus inicuas acciones; pues nunca honraron a ningún hombre mortal de cuantos a ellos se acercaron, ya fuere bueno, ya fuere perverso. Esta habrá sido la causa de que hayan sufrido el destino fatal: su iniquidad manifiesta; pero lejos de Acaya, Ulises ha perdido la esperanza del retorno y ha muerto también. Y la cara nodriza Euriclea le respondió: —¡Hija mía! ¿Qué palabra se escapó de entre tus dientes? Cuando tu esposo, que jamás pensabas volver a contemplar en sus propios lares, está en ellos de regreso, ¿sigue incrédulo tu espíritu? Mas escucha; te diré una señal manifiesta: mientras le lavaba, le he reconocido la cicatriz de aquella herida que en otro tiempo le infligiera un jabalí con sus blancos dientes. Yo quise decírtelo, pero me tapó la boca con sus propias manos y no permitió que hablara, con discreto juicio. Sígueme, que yo me entregaré a ti si te engaño, para que me des una muerte vergonzosa. Y le respondió la prudente Penélope: —Cara nodriza, aun cuando sepas muchas cosas, es difícil conocer el designio de los Dioses eternos. Mas vayamos hacia donde está mi hijo, para que yo vea a los pretendientes muertos y a aquel que les mató. Así dijo, y descendió de la alta estancia, dudando en su corazón si interrogaría desde lejos a su querido esposo o si en el acto besaría su cabeza y sus manos. Después de entrar en la sala y haber traspuesto el
umbral de piedra, se sentó frente a Ulises, junto a la pared opuesta, en donde daba la claridad el fuego. Y Ulises estaba asimismo sentado junto a una alta columna, mirando a otra parte, en espera de que su ilustre esposa le hablara tan pronto como le viese. Mas permaneció mucho tiempo silenciosa, sobrecogido su ánimo por el estupor. Y cuando más atentamente le miraba, menos le reconocía bajo sus vestidos harapientos. Entonces Telémaco, reprendiéndola, le dijo: —¡Madre mía, desdichada madre de cruel corazón! ¿Por qué permaneces así, lejos de mi padre? ¿Por qué no te sientas a su lado y le hablas y le interrogas? No habrá otra mujer capaz de permanecer así, con el ánimo sereno, lejos de su esposo que, después de haber sufrido tanto infortunios, regresa, tras veinte años de ausencia, al suelo de su patria. Pero tu corazón es más duro que la piedra. Y le respondió la prudente Penélope: —Hijo mío, mi ánimo está estupefacto en el fondo de mi pecho, y no puedo ni hablarle, ni preguntarle, ni mirarle a la cara. Mas si es verdaderamente Ulises, que ha retornado a su morada, solos nos reconoceremos mejor. Tenemos señales que todos ignoran y sólo nosotros podemos reconocer. Así dijo, sonrió el paciente y divino Ulises, y dirigió al punto a Telémaco estas palabras aladas: —Deja, Telémaco, a tu madre que me pruebe dentro de nuestras estancias, que así quizá me reconozca mejor. Ahora, como estoy sucio y cubierto de harapos, me desprecia y me desconoce. Pero deliberemos sobre lo que es más conveniente. Si alguien en el pueblo mata a un hombre que tiene tras sí muchos vengadores, huye, abandonando a su padre y a su patria. Nosotros hemos matado lo escogido de la ciudad, los más ilustres jóvenes de Ítaca. Por eso te invito a reflexionar sobre ello. Y le respondió el prudente Telémaco: —Decide tú mismo, caro padre. Se dice que eres el más discreto de los hombres y que ningún varón mortal puede competir en prudencia contigo. Te obedeceremos con gusto, y no creo que me falte valor mientras me duren las fuerzas. Y le respondió el paciente Ulises: —Te diré entonces lo que me parece mejor. Lavaos primero y tomad vestidos limpios, y mandad a las sirvientas que se pongan también otros vestidos en sus estancias. Después, el divino Aeda, tocando su sonora cítara, nos acompañará en la alegre danza, a fin de que todo aquel que desde fuera nos escuche, al pasar por el camino, piense que celebramos
ya las nupcias. No es preciso que la nueva matanza de los pretendientes se extienda por la ciudad hasta tanto hayamos pasado nuestros campos llenos de arboleda. Allí deliberaremos sobre aquellos que el Olímpico nos sugiera como más conveniente. Así dijo, y apenas le escucharon, todos le obedecieron. Laváronse primero, y cogieron vestidos limpios; ataviáronse las mujeres, y el divino Aeda hizo vibrar su cítara sonora, y la amplia sala resonó bajo los pies de los hombres que bailaban y de las mujeres de bellas cinturas. Y decían algunos que desde fuera del palacio les escuchaban: —Sin duda, alguien se ha casado con la Reina, solicitada por tantos pretendientes. ¡Desdichada! No ha sabido resistir en la hermosa morada de su primer esposo hasta que él regrese. Así decían, ignorando lo que allí había pasado. Y la despensera Eurínome lavó al magnánimo Ulises en su aposento y le perfumó con aceite, cubriéndole luego con un manto y una túnica. Y Atenea extendió la hermosura sobre su cabeza, a fin de que pareciera más alto y más majestuoso, e hizo que de ella colgaran los cabellos, semejantes a las flores del jacinto. Y lo mismo que un hábil obrero, a quien Hefesto y Palas Atenea hubieran educado, mezcla el oro y la plata y concluye con arte encantadoras labores, igual Atenea extendió la gracia sobre la cabeza y los hombros de Ulises, que salió del baño semejante en hermosura a los Inmortales, y se sentó de nuevo sobre el sillón que había abandonado, y volviéndose hacia su esposa, le dijo: —¡Desdichada! Los Dioses que habitan en el Olimpo te han dado un corazón más duro que a las demás mujeres. Ninguna otra permanecería tanto tiempo retirada de su esposo que, después de sufrir tantos infortunios, vuelve tras veinte años de ausencia, al suelo de su patria. ¡Ea!, nodriza, prepara mi lecho para que yo duerma, pues no hay duda de que esta mujer tiene en el pecho un corazón de hierro. Y le respondió la Prudente Penélope: —¡Desgraciado! Ni te glorifico ni te desprecio; pero no te reconozco, aunque recuerdo muy bien cómo eras cuanto partiste de Ítaca a bordo de tu nave de largos remos. Ve, pues, Euriclea, y prepara fuera de la estancia nupcial el sólido lecho que Ulises construyó por sí mismo y echa sobre el aderezado lecho colchas, pieles y tapices espléndidos. Así habló, para probar a su marido; pero Ulises, indignado, dijo a su prudente esposa: —¡Oh mujer! ¿Qué lamentable palabra has pronunciado? ¿Quién me
habrá transportado el lecho? Ningún hombre viviente, aun cuando esté lleno de juventud, hubiera podido, a menos que un dios le ayudara, no transportarlo, sino moverlo fácilmente. Y la labor de ese lecho tiene una señal inconfundible, pues lo hice yo mismo sin ayuda de otro. Hay en la cerca del patio un olivo de largas hojas, verdeante y más grueso que una columna. En torno a ella construí mi cámara nupcial con pesadas piedras; puse un techo sobre ella, y la cerré con puertas sólidas y fuertes. Después corté las ramas de aquel olivo de hojas largas y colgantes, serré su tronco al pie de la raíz y pulí cuidadosamente con el bronce, ayudándome con el nivel. Después de agujerearlo con un barreno, hice la base del lecho, que construí luego sobre ella y que adorné con oro, con plata y con marfil, extendiendo en el fondo de él la piel purpúrea y espléndida de un buey. Te doy esta señal; mas no sé, ¡oh mujer!, si mi lecho continúa aún en el mismo lugar o si alguno lo ha transportado después de haber tronchado el tronco del olivo por encima de sus raíces. Dijo así, y el corazón y las rodillas de Penélope desfallecieron cuando conoció las señales que Ulises le revelaba. Lloró cuando hubo descrito las cosas tal cual eran, y echando sus brazos al cuello de Ulises, besó su cabeza y le dijo: —¡No te indignes contra mí, Ulises, el más prudente de los hombres! Los Dioses nos colmaron de infortunios y nos han enviado la alegría de gozar juntos de nuestra juventud y de llegar juntos al umbral de la vejez. Mas no te irrites contra mí, ni me desprecies porque no te haya abrazado tan pronto como te vi. Temía mi ánimo en el fondo del pecho que algún hombre llegara aquí y me engañara con sus palabras: pues muchos meditan perversas astucias. La argiva Helena, hija de Zeus, no se hubiera unido en amor a un extranjero si hubiese sabido que los hijos de los aqueos debían volverla algún día a su morada y al querido suelo de su patria. Pero un Dios la empujó en aquella acción vergonzosa, y no pensó en arrojar de su corazón el pensamiento funesto y terrible que ha sido la causa primera de su desdicha y de la nuestra. Ahora me has revelado las señales exactas de nuestro lecho, que ningún hombre ha visto jamás, pues sólo tú y yo le hemos visto y mi sirvienta Actoris, que me regaló mi padre cuando vine aquí y que custodia las puertas de nuestra cámara nupcial, y has persuadido al fin mi corazón, aun cuando estaba lleno de desconfianza. Así habló, y el anhelo de llorar tomó a Ulises, y lloró cogiendo entre los brazos a su cara y prudente esposa. Del mismo modo que la tierra aparece grata a los náufragos de la nave bien construida que perdió Poseidaón después de azotarla con el viento
y el agua negra, y unos pocos han escapado al mar espumoso, y con el cuerpo lleno de espuma llegan alegres a la costa, evitando la muerte, igualmente dulce le era a Penélope la presencia de su esposo, que no acertaba a quitar sus brazos del cuello de Ulises. Y Eos, la de los dedos rosados, les hubiera sorprendido llorando, si la Diosa Atenea, la de los ojos claros, no hubiera tenido un nuevo pensamiento. Contuvo la larga noche sobre el horizonte y apresó en el Océano a Eos, la del trono de oro, prohibiéndole uncir al yugo los veloces caballos Lampo y Faetón, que llevan la luz a los mortales y conducen a Eos. Y entonces Ulises dijo a su esposa: —¡Oh mujer! No hemos terminado aún todas las pruebas; que una empresa seria y difícil me falta llevar a cabo, según me anunció el alma de Tiresias el día que descendí a la morada de Edes, para consultarle sobre mi retorno y sobre el de mis compañeros. Mas ven, y vamos ahora a nuestro lecho, ¡oh mujer!, y gocemos juntos del dulce sueño. Y le respondió la prudente Penélope: —Iremos al punto a nuestro lecho, puesto que lo deseas en tu ánimo, y ya que los Dioses te han dejado volver a tu palacio bien construido y a tu tierra patria. Y ya que lo sabes, puesto que un Dios te lo dictó, dime cuál será esa última prueba. Supongo que he de conocerla más tarde, y nada impedirá que me la digas ahora. Y le contestó el prudente Ulises: —¡Desdichada! ¿Por qué me ruegas tan ardientemente, forzándome a hablar? Todo te lo diré, sin ocultarte nada, y tu espíritu no se regocijará, ni el mío tampoco, pues Tiresias me ha mandado que recorra todavía numerosas ciudades habitadas, llevando conmigo un remo ligero, hasta que encuentre a unos hombres que nunca han visto el mar y que no echan sal en los alimentos, que desconocen las naves de rojas proas y los remos, que son las alas de las naves. Y me reveló una señal que no te ocultaré. Cuando me encuentre otro viandante que crea ver sobre mis hombros un azote de quebrantar mieses, debo clavar el remo en tierra y sacrificar en sagradas ofrendas al rey Poseidaón un carnero, un toro y un verraco. También me dijo que ya de regreso en mi morada, ofrezca sagrados holocaustos a los Dioses inmortales que pueblan el ancho Urano. Y una dulce muerte me llegará del mar y me matará en una vejez dichosa mientras, en torno a mí, las gentes serán felices. Todas estas cosas me dijo, y habrán de cumplirse. Y le respondió la prudente Penélope:
—Si los Dioses te reservan una vejez dichosa, ten la esperanza de escapar a los infortunios. Y mientras así departían, Eurínome y la nodriza preparaban, al resplandor de las antorchas, el lecho aderezado con blandas ropas. Y cuando hubieron preparado con presura el lecho muelle, la anciana precedió a los cónyuges cuando se dirigían hacia el lecho. Y una vez conducidos a la cámara nupcial, se retiró, y ellos, alegres, se acostaron en su antiguo tálamo. Y entonces Telémaco, el boyero, el porquerizo y las mujeres dejaron de bailar y se fueron todos a dormir a sus estancias oscuras. Y después que Ulises y Penélope se deleitaron en el amor, recreáronse aún con sus palabras. La noble mujer le dijo cuánto había sufrido en su palacio, rodeada de la funesta turba de pretendientes, que, por su causa, degollaban sus bueyes y sus robustas ovejas y consumían todo el vino de las tinajas. Y el divino Ulises contó los daños que había inferido a los hombres y aquellos que había sufrido él. Todo lo contó, y ella se regocijaba escuchándole, y el sueño no se acercó a sus párpados hasta que hubo dado fin a su relato. Contó primero cómo había derrotado a los cicones, y cómo después había llegado a la fértil tierra de los lotófagos. Díjole lo que le hiciera al Cíclope y cómo castigo el haberle devorado sin piedad a sus valientes compañeros; como llegó a donde moraba Eolo, que le recibió y despidió benévolamente, y cómo el Destino no le consintió ver aún la querida tierra patria, pues la tempestad de nuevo le arrastró, gemebundo, sobre el dorso del mar abundante en peces. Contó cómo había tocado en Lestrigonia Telepila, donde habían perecido todos sus compañeros, y perdiéronse sus naves salvándose sólo él a bordo de la suya. Después le refirió las astucias de Circe y cómo había ido hasta la extensa región de Edes, a fin de interrogar al tebano Tiresias, y donde vio a todos sus compañeros y a la madre que le concibió y le crió del niño. Dijo también cómo escuchara la voz de las Sirenas armoniosas y cómo pasó frente a las Rocas errantes, las horribles Caribdis y Escila, de las que los hombres no pueden escapar sanos e indemnes, y cómo sus compañeros habían matado los bueyes de Helios, y cómo Zeus que truena en las alturas había roto su rápida nave con el brillante rayo, hundiendo en el abismo a todos sus valientes compañeros, mientras él nada más eludía las funestas Keres.
Contó cómo había llegado a la isla Ogigia, donde la Ninfa Calipso le retuvo en las abiertas grutas, deseándole para marido y amándole, mientras le prometía tornarle Inmortal y librarle de la vejez, y cómo ni así pudo rendir su alma en el fondo de su pecho. Dijo, asimismo, cómo había llegado al país de los faiakienos, después de haber padecido mucho, y cómo le habían honrado como a un Dios y conducido en una nave hasta la tierra patria, después de haberle regalado oro, bronce y numerosos vestidos. Y cuando dijo todo esto, el dulce sueño envolvió sus miembros y calmó las inquietudes de su alma. Entonces, Atenea, la Diosa de los ojos claros, tuvo otro pensamiento, y cuando supuso que Ulises se había deleitado suficientemente con el amor y el sueño, hizo surgir del Océano a la Hija de la mañana, la del áureo trono, a fin de que llevara la luz a los hombres. Y Ulises se levantó de su lecho mullido, y dijo a su esposa: —¡Oh mujer! Los dos hemos estado hartamente sometidos a duras pruebas, tú has llorado aquí por mi difícil regreso y yo he soportado los males que me enviaran Zeus y los demás Dioses que me han retenido tanto tiempo lejos de la patria. Ahora, puesto que hemos vuelto a hallarnos en este deseado lecho, es conveniente que tome el cuidado de las riquezas de nuestra casa. Para reemplazar los rebaños que los procaces pretendientes han devorado, iré yo mismo a capturar numerosas reses, y los aqueos nos darán otras, hasta que los establos estén llenos. Mas parto para mi campo lleno de árboles, a fin de ver a mi padre ilustre, que gime sin cesar por mí. Aun cuando confío en tu prudencia, mujer, te aconsejo que tan pronto como Helios aparezca y se extienda el rumor de que he matado a los pretendientes en mi palacio, subas a tu alto aposento con tus sirvientas, sin que nadie te vea ni te interrogue. Dicho esto, cubrió sus hombros con su magnífica armadura, despertó a Telémaco, al boyero y al porquerizo, y les mandó se proveyeran de sus armas de guerra, y ellos le obedecieron presurosos y se cubrieron de bronce. Luego abrieron las puertas y salieron precedidos de Ulises. Ya la luz se había extendido por la tierra; pero Atenea, envolviéndoles en una niebla, les condujo presurosamente fuera de la ciudad.
CANTO XXIV El kilenio Hermes evocó las almas de los pretendientes, teniendo en su mano la hermosa varita de oro, con la que encanta, a su capricho, los ojos de los hombres o despierta a los que duermen. Y con esta varita guiaba a las almas, que le seguían temblorosas. De igual modo que los murciélagos, en el fondo de un divino antro, vuelan chillando cuando uno de ellos cae de la roca donde en masa están adheridos, así las almas temblorosas y el bienhechor Hermes precedíales en busca de los largos caminos. Y llegaron al curso del Océano y la ciudad de los Sueños, llegando prontamente a la Pradera de Asfodelo, donde moran las Almas, imágenes de la Muerte. Y allí encontraron el alma de Peleida, Aquiles y la de Patroclo, y la del irreprochable Antiloco, y la de Áyax, que era el más grande y el más hermoso de los danaenos, después del irreprochable Peleo. Todos se reunían en torno a éste, cuando llegó el alma doliente del Atreida Agamenón, seguida de las de todos aquellos que, muriendo en la morada de Egisto, habían sufrido su destino. Y dijo, la primera, el alma de Peleo: «—Atreida, creíamos que eras, entre todos los héroes, el más grato a Zeus que se regocija con el rayo, porque mandabas a numerosos y valientes varones en la tierra de los troyanos, donde los de Acaya han sufrido tantos infortunios. Mas la Moira falta había de elegirte el primero y a ella no puede escapar nadie una vez que ha nacido. ¡Pluguiera a los Dioses que, colmado de todos los honores, hubieras sucumbido al Destino y a la Muerte en la tierra de los troyanos! Todos los aqueos te hubiesen erigido un túmulo y hubieras legado a tu hijo una gran gloria para el futuro; pero he aquí que te estaba reservada una muerte miserable. —Dichoso hijo de Peleo, Aquiles, semejante a los Dioses, tú hallaste la muerte ante Troya, lejos de Argos, y los más valerosos de los hijos troyanos y aqueos se mataron mutuamente combatiendo por ti. Y yacías tendido entre un torbellino de polvo, grande, ocupando un ancho espacio, olvidado de los caballos. Nosotros combatimos todo el día, y no hubiéramos cesado de combatir si Zeus no nos calmara mandándonos una tempestad. Después de sacarte del campo de la refriega y llevarte a
las naves, te colocamos en un lecho, lavado ya tu arrogante cuerpo con agua tibia y ungido con aceite. Y a tu alrededor, los danaenos derramaban lágrimas amargas y se cortaban los cabellos. Y entonces salió tu madre de las aguas con las inmortales Diosas marinas al conocer la nueva, pues nuestras voces habían llegado hasta el fondo del mar. Un gran terror sobrecogió a los aqueos, y, huyendo, todos se hubieran dirigido a las naves abiertas si un hombre lleno de antigua prudencia, Néstor, no les hubiese detenido. Vio que aquello era lo más conveniente, arengóles, diciendo: “—¡Deteneos, argivos! ¡No huyáis, hijos de Acaya! Una madre sale de las aguas con las inmortales Diosas marinas para ve a su hijo que ha sido muerto.” —Así dijo, y los magnánimos aqueos perdieron el temor. Y las Hijas del Anciano del mar lloraban en torno a ti, gimiendo dolorosamente, y te cubrieron con vestidos inmortales. Las nueve musas, alternando con sus hermosas voces, se plañían, y ni un solo argivo permaneció sin llorar, pues de tal modo la armoniosa Musa conmovía el alma. Diecisiete días y diecisiete noches te lloramos, inmortales Dioses y varones mortales, y al decimoctavo día te entregamos al fuego y degollamos a tu alrededor un gran número de rollizas ovejas y de bueyes negros. Y fuiste quemado con tus divinas vestiduras, después de perfumársete con aceite espeso y miel dulce; los héroes aqueos, infantes y jinetes, se reunieron en masa alrededor de la pira, promoviendo un gran tumulto. Y cuando la llama de Hefesto te hubo consumido, recogimos tus blancos huesos, ¡oh Aquiles!, lavándolos con vino puro y con aceite, y tu madre nos entregó una urna de oro, que dijo era un presente de Dionisios y obra del ilustre Hefesto. En esa urna descansan tus huesos blancos, ¡oh Aquiles!, mezclado con los del Menetiada Patroclo. Al lado de esos restos, el ejército sagrado de los argivos te erigió un grandioso e irreprochable túmulo sobre un alto promontorio del amplio Helesponto, para que se divise desde el mar y puedan contemplarlo los hombres que ahora viven y los hombres venideros. Tu madre, con el asenso de los Dioses, depositó allí magníficos premios para los juegos que habían de celebrarse entre argivos ilustres. Me he encontrado en las exequias de un buen número de héroes, cuando los jóvenes se aprestan ante la tumba de un rey a ceñirse e intervenir en el certamen; pero hubieras admirado, sobre todo en su corazón, los premios que la Diosa Tetis, la de los pies argénteos, colocó en el suelo para los que se celebraron en tu honor, porque eras grato a los Dioses. Por tanto, Aquiles, si es verdad que has muerto, tu nombre
no se ha olvidado, y entre los hombres todos, tu gloria siempre será inmensa. Pero yo, ¿qué he ganado con escapar vivo de la guerra? A mi regreso, Zeus me reservaba una muerte deplorable por las manos de Egisto y de mi pérfida esposa.» Y mientras así hablaban, el mensajero Matador de Argos se acercó a ellos conduciendo las almas de los pretendientes vencidos por Ulises. Y todos, cuando las vieron, corrieron espantados ante ellas. Y el alma del Atreida Agamenón reconoció al ilustre Anfimedón, hijo de Melantio, porque había sido su huésped en Ítaca. Y habló primero el alma del Atreida para decirle: «—Anfimedón, ¿qué desgracia habéis sufrido para venir a la negra tierra tantos ilustres varones de la misma edad? No se elegirían fácilmente otros más preclaros en una ciudad. ¿Os ha matado Poseidaón a bordo de vuestras naves suscitando los vientos furiosos y las olas enormes, o acaso hombres enemigos os mataron en tierra firme porque les robabais sus bueyes y sus hermosos rebaños de ovejas? ¿O fuisteis muertos combatiendo por vuestra ciudad y por vuestras mujeres? Respóndeme, que yo he sido tu huésped. ¿No recuerdas que fui a tu morada con el divino Menelao, a fin de instar a Ulises a que nos siguiera a Ilios a bordo de las sólidas naves de bancos de remeros? Durante un mes navegamos por el vasto mar y apenas pudimos persuadir a Ulises, devastador de ciudades. Y le respondió el alma de Anfimedón: —Ilustre Rey de hombres, Atreida Agamenón, recuerdo todas esas cosas, y te diré, sin mentira, el fin desdichado de nuestra vida. Nosotros éramos los pretendientes de la esposa de Ulises, ausente ya desde largo tiempo. Ella no rehusaba ni daba cumplimiento a las odiosas nupcias, mas nos preparaba la muerte y la Ker negra. Y meditó en su ánimo otra astucia, pues se puso a tejer en su aposento una gran tela larga y fina, y nos dijo al punto: “—Jóvenes, mis pretendientes, puesto que el divino Ulises ha muerto, esperad, para optar a mis nupcias, a que yo haya acabado (no se me inutilicen los hilos) este lienzo, para que el héroe Laertes tenga sudario cuando le coja la Moira funesta de la muerte inexorable, y no pueda ninguna mujer aquea reprocharme ante todo el pueblo que un hombre que ha poseído tantos bienes haya sido enterrado sin mortaja.” —Así dijo, y nuestro generoso corazón se dejó convencer. Y entonces, durante el día tejía la gran tela, y durante la noche, a la luz de las antorchas, deshacía lo tejido. Así, por espacio de tres años, ocultó su argucia y
engañó a los aqueos; pero cuando el cuarto llegó y pasaron los meses y los días, una de sus doncellas, que conocía su engaño, nos lo dijo. Y la sorprendimos deshaciendo su hermosa tela, y contra su voluntad, se vio compelida a terminarla. Y terminó, en efecto, aquella hermosa tela, semejante por su brillo a Helios y a Selene. Mas he aquí que un Daimón enemigo trajo a Ulises de alguna parte y le llevó a un rincón de sus campos, allí donde habitaba su porquerizo. Y allí llegó también el caro hijo del divino Ulises, de retorno, a bordo de su negra nave, de la arenosa Pilos. Y meditaron la muerte de los pretendientes y se dirigieron a la ilustre ciudad, llegando Ulises el último pues Telémaco le precedía. El porquerizo condujo a Ulises cubierto de harapos y semejante a un mendigo encorvado sobre su báculo. Y así llegó de súbito, y ninguno de nosotros ni los de más edad le reconocimos. Y le ultrajamos con palabras injuriosas y con golpes; pero él soportó mucho tiempo en su palacio, pacientemente, las ofensas y los golpes. Y cuando el espíritu de Zeus tempestuoso le hubo irritado, descolgó las viejas armas con la ayuda de Telémaco, y las colocó en las estancias altas, que cerró con cerrojos. Después, rico en astucias, mandó a su esposa que trajera a los pretendientes el arco y el brillante hierro para la prueba en que debíamos perecer miserablemente y había de constituir el origen de la matanza. Y ninguno de nosotros pudo tender las cuerdas del sólido arco, que éramos, en verdad, demasiado débiles. Cuando el arco iba a llegar a las manos de Ulises, nos indignamos, amenazantes, a fin de que no se lo entregara, a pesar de que lo pedía con insistencia. Sólo Telémaco no se opuso, sino que le animaba, y el paciente y divino Ulises, tomando el arco, lo tendió fácilmente, y mandó una flecha a través del hierro. Luego, erguido sobre el umbral, extendió a sus pies las veloces flechas y atravesó al rey Antinoo. Después, mirando por doquier, lanzó sus dardos mortales contra todos los pretendientes, que caían confundidos, y entonces reconocimos que alguno de los Dioses le ayudaba. A la vez, su hijo y sus dos criados, amparándose en su fuerza, mataban aquí y allá, y espantosos gemidos se alzaban y la tierra manaba sangre. ¡Así hemos perecido, Agamenón! Nuestros cadáveres, abandonados, yacen aún en la morada de Ulises, y nuestros amigos, en sus casas, no saben la noticia, que si no, hubieran lavado la sangre negra de nuestras heridas y nos enterrarían gimiendo, pues tales honores se deben a los muertos. Y le reconoció el alma del Atreida: —¡Dichoso hijo de Laertes, prudente Ulises, en verdad que posees una esposa de grandes virtudes, ya que el sabio corazón de la irrepro-
chable Penélope, hija de Icario, no se olvidó jamás del héroe Ulises, con quien se había desposado virgen! Por eso, la fama de su virtud no perecerá y los Inmortales inspirarán a los hombres de la tierra graciosos cantos en honor de la discreta Penélope. No obró así, ciertamente, la hija de Tíndaro, matando al marido, con quien se casó virgen. ¡Y también un odioso canto le recordará a los hombres y vergonzante memoria se extenderá a todas las mujeres, hasta aquellas que fueren virtuosas!» Mientras así hablaban en las moradas de Edes, entre las tinieblas de la tierra, Ulises y los suyos, fuera ya de la ciudad, llegaron pronto al hermoso huerto de Laertes, que él mismo adquiriera en otro tiempo, después de haber sufrido mucho. Allí estaba su casa, rodeada de poyos, sobre los que se sentaban, comían y dormían los criados que trabajaban para él. Allí también estaba una anciana mujer de Sicilia, que en el campo, lejos de la ciudad, tenía cuidado del viejo. Y entonces dijo Ulises a los dos pastores y a su hijo: —Entrad en la bien construida casa, y matad, para el almuerzo, un cerdo, el mejor de todos. Yo probaré a mi padre, por ver si me conoce cuando me vea, o me desconoce después de tanto tiempo pasado lejos de él. Diciendo así entregó sus armas de guerra a los criados, que al punto penetraron en la casa. Y bajó al huerto, y no halló ni a Dolio ni a ninguno de sus hijos, ni a ninguno de los criados. Habían ido a reunir zarzas para cercar el huerto, precedidos del anciano. Y Ulises halló a su padre solo en el huerto, arrancando hierbas, vestido con una túnica sórdida, desgarrada, rota. Había ajustado a sus piernas, para evitar rasguños, unas grebas de cuero rozado; llevaba guantes en las manos para librarse de las zarzas y en la cabeza un casco de piel de cabra, que hacía su aspecto más miserable. El paciente y divino Ulises, al ver a su padre agobiado por la vejez, henchido de un hondo pesar, derramó lágrimas, en pie bajo un alto peral. Y dudó en su espíritu y en su corazón si abrazaría a su padre, diciéndole cómo había retornado al suelo de su patria, o si le preguntaría primero para probarle. Y pensó que era preferible tentarle con palabras mordaces. En consecuencia, el divino Ulises fue hacia él, que se hallaba a la sazón cavando, con la cabeza inclinada, un hoyo alrededor de un árbol. Y aproximándose, le habló así: —¡Oh anciano! No eres, en verdad, inhábil para cultivar un huerto. Todo está aquí bien atendido: el olivar, la viña, la higuera, los perales. Ninguna parcela de tierra está abandonada en este huerto. Sin embargo, te diré, y no se enoje por ello tu corazón, que no pones iguales cuidados en ti mismo.
Soportas a la vez la triste ancianidad y los sucios y vergonzosos vestidos que te cubren. Tu señor no te tendrá, sin duda, en ese abandono a causa de tu pereza, y nada hay en tu aspecto de servil, sino que, por tu hermosura y majestad, te semejas a un rey. Eres como aquellos que, después de bañarse y comer, duermen en un mullido lecho, según es costumbre entre encianos. Mas dime la verdad: ¿A quién sirves? ¿De quién es el huerto que cultivas? Dime la verdad, para que yo la conozca: si he llegado a Ítaca, según me ha dicho un hombre que acabo de encontrar y me parece insensato, pues ni ha sabido escucharme ni responderme, cuando le he preguntado si un huésped mío vive todavía o ha muerto y descendido a las moradas de Edes. Mas a ti te lo diré; óyeme y entérate. Yo di otro tiempo hospitalidad en el querido suelo de la patria a un hombre que llegó a mi casa, el de más calidad de los extranjeros errantes. Decía que había nacido en Ítaca y que su padre era Laertes Arkesiada. Yo mismo le conduje a mi palacio y le recibí con cordialidad. Se guardaban muchas riquezas en mi casa y le hice valiosos presentes hospitalarios, pues le di siete talentos de oro bien labrado, una crátera floreada en plata maciza, doce mantos sencillos, otros tantos tapices, doce mantos de más rica consistencia y otras tantas túnicas, y además, cuatro mujeres, que eligió el mismo, hermosas y muy hábiles en todas las labores. Y su padre le contestó llorando: —Forastero, te encuentras, en efecto, en la comarca por la que preguntas; mas unos hombres injustos y procaces la oprimen, y los presentes de que acabas de hablar se han perdido. Si hubieras hallado a tu huésped en Ítaca, te despidiera, después de haberte ofrecido hospitalidad y de haberte colmado de tantos regalos como tú le hiciste a él, según es costumbre. Y ahora dime: ¿cuántos años hace que recibiste a tu huésped desgraciado, que sin duda era mi hijo, o jamas él lo fue? ¡Oh triste! Lejos de sus amigos y de su tierra natal, o los peces le han devorado en el fondo del mar, o en tierra firme ha sido destrozado por las fieras y los pájaros, pues ni su madre ni su padre, los que hubimos de engendrarle, le hemos podido llorar al darle tierra. ¡Y su propia esposa, tan bien dotada de riquezas, la prudente Penélope, tampoco ha llorado sobre su lecho fúnebre al esposo bienamado, ni ha podido cerrar sus ojos, que es honor debido a los difuntos! Pero dime la verdad, para que yo la sepa. ¿Quién eres entre los demás hombres? ¿Cuáles son tus padres y tu patria? ¿Dónde está anclada la nave que te ha conducido aquí, así como a tus compañeros? ¿Viniste como un pasajero en nave extraña, que después de dejarte en tierra ha continuado su camino? Y el prudente Ulises, respondiéndole, dijo así:
—Te diré toda la verdad. Nací en Alibas, donde tengo mis ilustres lares; soy hijo del rey Afidas Polipemonida y mi nombre es Epérito. Un Daimón me ha traído aquí, contra mi voluntad, de las costas de Sicania, y mi nave está encallada lejos de la ciudad, en la orilla. Hace cinco años que Ulises abandonó mi patria. Cuando partía volaron los pájaros a su derecha, y yo le despedí, regocijándome, y él también partió contento. Y esperábamos en nuestra alma volver a vernos y obsequiarnos con espléndidos presentes. Así habló, y una nube sombría de dolor envolvió a Laertes, que, suspirando profundamente, cubrió de polvo con ambas manos su cabeza blanca. Se conmovió el alma de Ulises, y un picor agudo subió hasta sus narices viendo así a su querido padre; adelantándose, le estrechó en sus brazos, y besándole, le dijo: —¡Padre! Yo soy el que esperas, que regreso, después de veinte años, a la tierra patria. Mas deja de llorar y lamentarte, pues te advierto que es conveniente que nos apresuremos. Acabo de matar en mi propia casa a los pretendientes, castigando así sus indignos ultrajes y acciones perversas. Y Laertes le respondió: —Si eres Ulises, mi hijo, que ha regresado, dame una señal manifiesta que me persuada de ello. Y le contestó el prudente Ulises: —Ve primero con tus ojos esta herida que un jabalí me infirió con sus blancos dientes en el Parnaso, cuando me enviasteis ir, tú y mi venerada madre, al lado de Autólico, el querido abuelo materno, para que cogiera los presentes que me había prometido cuando vino aquí. Escucha y te diré aún los árboles de tu bien labrado huerto que me diste en otro tiempo tal como los pedía siendo niño y siguiéndote a través de su extensión. Marchábamos entre los árboles y tú me nombrabas cada uno de ellos, y me diste trece perales, diez manzanos y cuarenta higueras, y me prometiste cincuenta surcos de viñedo lleno de fruto, de aquel cuyos racimos maduraban cuando las estaciones de Zeus pesaban sobre ellos. Así habló, y las rodillas y el caro corazón de Laertes desfallecieron mientras reconocía los exactos indicios que le daba Ulises. Echó sus brazos alrededor de su querido hijo, y el paciente y divino Ulises le recibió privado de su aliento. Al fin respiró, y unidos sus espíritus, dijo así: —¡Padre Zeus, y vosotros Dioses! Ciertamente, subsistís aún en el Olimpo, si en verdad los pretendientes han pagado sus ultrajes. Mas ahora temo en mi alma que todos los itacenses se dirijan aquí con premura y envíen mensajeros a todas las ciudades de los cefalenos.
Y le respondió el prudente Ulises: —Ten valor, y no inquiete eso tu espíritu. Y ahora vamos hacia la casa que está al lado del huerto, que allí he mandado a Telémaco, al boyero y al porquerizo para que preparen la comida. Dichas estas palabras, fueron hacia la hermosa morada, donde hallaron a Telémaco, al boyero y al porquerizo cortando abundantes carnes y mezclando el vino rojo. Mientras tanto, la sirvienta siciliana lavó y ungió con aceite al magnánimo Laertes en sus estancias y le envolvió completamente en un hermoso manto, y Atenea, acercándose, robusteció los miembros del príncipe de pueblos y le hizo parecer más alto y más majestuoso que antes. Y salió del baño, y su querido hijo le contempló, admirado, viéndole semejante a los Dioses inmortales, y le dijo estas palabras aladas: —¡Oh padre! En verdad, uno de los Dioses eternos te hace parecer más excelso por tu gallardía y majestad! Y le respondió el prudente Laertes: —¡Ojalá hubieran permitido el Padre Zeus, Atenea y Apolo, que hubiese estado ayer en nuestra casa, tal como cuando tomé en el continente, al mando de los cefalenos, la bien construida ciudad de Nérico! Las espaldas cubiertas con mi armadura hubiera arrojado a los pretendientes y roto las rodillas de buen número de ellos allí mismo, y tú te hubieras regocijado en tu alma. Así hablaban, y terminado su trabajo, prepararon la comida y ocuparon por orden las sillas y sillones, y ya iban a tomar su alimento, cuando el viejo Dolio llegó con sus hijos, fatigados de sus labores, pues su madre, la vieja siciliana, que les había criado y tenía cuidado del anciano desde que la mucha edad le agobiaba, había ido a llamarlos. Vieron a Ulises y le reconocieron en su alma, y estupefactos, se detuvieron en la estancia. Pero Ulises, tranquilizándoles, les dijo estas dulces palabras: —¡Oh anciano! Siéntate a comer y cesa en tu asombro, que os hemos esperado largamente en esta casa, deseosos de poner mano en los manjares. Así dijo, y Dolio, con los brazos extendidos, se dirigió a Ulises y cogiéndole las manos se las besó, y le dijo estas palabras aladas: —¡Oh amigo! Puesto que has regresado y estás entre nosotros, que te añorábamos y pensábamos no volver a verte, es que te han traído los propios Dioses. ¡Salud! ¡Regocíjate y que los Inmortales te hagan venturoso! Pero dime la verdad, para que yo la conozca. ¿Sabe la prudente Penélope que has regresado, o le enviamos un mensaje? Y le respondió el prudente Ulises:
—¡Oh anciano! Ya lo sabe. ¿Por qué te inquietan esas cosas? Así dijo, y volvió a sentarse en su silla pulimentada. Y en torno al ilustre Ulises, los hijos de Dolio saludaron a su señor en igual forma, con palabras y besándole las manos. Y en seguida se sentaron junto a Dolio, su padre. Y mientras ellos comían en la casa, Ossa corrió por la ciudad, anunciando la Ker y la deplorable muerte de los pretendientes. Y al conjuro de esta nueva, todos acudieron de uno y otro lado, tumultuosamente y lanzando gemidos, ante la mansión de Ulises. Y llevaron los muertos a sus respectivas moradas y después los enterraron, y a los que eran de otras ciudades los hicieron conducir a las suyas, colocándoles en veloces naves. Luego, afligidos en su corazón, se congregaron en el ágora. Y cuando estuvieron reunidos en masa, Eupites se alzó y habló entre todos. Y un dolor intolerable afligía su corazón, a causa de la pérdida de su hijo Antinoo, a quien el divino Ulises había matado el primero. Y vertiendo lágrimas por su hijo, habló así: —¡Oh amigos! En verdad que este hombre ha inferido un gran perjuicio a los aqueos. Todos aquellos numerosos valientes que se llevó en sus naves perecieron; perdió también las abiertas naves, perdió a sus conciudadanos, y he aquí que, a su retorno, ha matado a los más bravos cefalenos. Vamos, pues, antes de que huya rápidamente a Pilos o a la divina Elide, donde dominan los epeos, ¡vamos!, que si no, seremos siempre escarnecidos, y los hombres futuros recordarán esta afrenta si no nos vengamos de la matanza de nuestros hermanos. Y no me sería grato vivir entonces, y mejor querría descender cuanto antes a la mansión de los muertos. ¡Vamos!, no sea que, temiéndose, se escape. Así dijo, llorando, y el dolor hizo presa en todos los aqueos. Mas entonces Medón y el divino Aeda se acercaron juntos. Venían de la morada de Ulises, donde permanecieron hasta que el sueño abandonóles, y se detuvieron en medio del ágora. Todos se sobrecogieron de estupor, y el prudente Medón les dijo: —¡Escuchadme, itacenses! Ulises no ha acabado esas hazañas sin la ayuda de los Dioses inmortales. Yo mismo vi a un Dios inmortal que estaba al lado de Ulises bajo la figura de Mentor. A veces se adelantaba a Ulises este Dios inmortal para estimular su audacia y otras se lanzaba corriendo por la sala, turbando a los pretendientes, que caían confundidos. Así habló, y un pálido terror se apoderó de todos. Y el viejo héroe Haliterses Mastorida, que sabía las cosas pasadas y futuras, lleno de discreción les dijo así:
—Escuchadme itacenses, lo que os diga. Vuestra propia iniquidad, camaradas, ha sido causa de lo ocurrido. Nunca, en efecto, me atendisteis, ni a Mentor, príncipe de pueblos, cuando os instamos a reprimir las insolencias de vuestros hijos, que han cometido locamente acciones vituperables, consumiendo las riquezas y ultrajando a la esposa de un varón reforzado que creían no habría de volver. Y ahora que ya está aquí, haced lo que os aconsejo: no vayáis a buscarle, no sea que os llegue una desdicha. Así habló, y unos se levantaron tumultuosamente, y otros, en gran número, permanecieron allí, pues no les placieron las palabras de Haliterses, y obedecieron a Eupites. Al punto se arrojaron sobre sus armas, y una vez cubiertos con el bronce brillante, reunidos, atravesaron la vasta ciudad. Y Eupites guió a estos insensatos, pues esperaba vengar la muerte de su hijo; mas no era su destino el de volver con vida, sino el de sufrir la Ker. Entonces Atenea dijo a Zeus Cronión: —Nuestro Padre Cronida, el más poderoso de los Reyes, contéstame: ¿Qué oculta tu razón? ¿Fomentarás la guerra lamentable y la ruda refriega, o restablecerás la concordia entre ambos bandos? Y le respondió Zeus, que amontona las nubes: —Hija mía, ¿por qué me interrogas sobre estas cosas? ¿No decidiste tú en tu propio ánimo de manera que Ulises, a su regreso, se vengara de sus enemigos? Obra, pues, según tu voluntad; pero yo te diré lo que más conviene. Ahora que el divino Ulises ha castigado a los pretendientes, júrese una sincera alianza y reine él por siempre. Nosotros llevaremos a éstos el olvido de la matanza de sus hijos y sus hermanos, y se amarán los unos a los otros, como antes, dentro de la paz y la abundancia. Así dijo, estimulando a Atenea, que, ya llena de entusiasmo, descendió de la cumbre del Olimpo. Y cuando los que tomaban su aliento en compañía del paciente y divino Ulises hubieron calmado el hambre, aquél habló el primero, y dijo: —Salga uno de vosotros y vea si se aproximan ya los que deben venir. Así habló, y uno de los hijos de Dolio salió, según mandara; y en pie, desde el umbral, vio la turba que se acercaba. Y al punto dijo a Ulises estas palabras aladas: —Helos aquí, armémonos pronto. Dijo así, y todos se arrojaron a las armas: Ulises, sus tres compañeros y los seis hijos de Dolio. Y con ellos Laertes y Dolio se armaron también, pues aun cuando tenían los cabellos blancos, la necesidad les obligaba a combatir. Y cuando estuvieron cubiertos con el bronce reluciente, abrieron las puertas y salieron, precedidos de Ulises. Y vino a ellos Atenea, hija de Zeus, seme-
jante a Mentor en presencia y en voz. Y el paciente y divino Ulises, tan pronto como la vio, regocijóse, y así habló en el acto a su caro hijo Telémaco: —Telémaco, es preciso que te señales combatiendo por ti mismo a los guerreros, que es en la lucha donde los valientes se destacan. No desmintamos la estirpe de nuestros abuelos, quienes han llenado con la fama de su empuje y su valor toda la tierra. Y le respondió el prudente Telémaco: —Ya verás, si te place, cómo no deshonro tu estirpe. Así habló, y Laertes, regocijándose, dijo: —¡Qué día para mí, Dioses amigos! En verdad que estoy alegre, pues mi hijo y mi nieto compiten en valor. Y Atenea, la de los ojos claros, aproximándose, le dijo: —Arkesiada, el más caro de mis compañeros, suplica al padre Zeus y a su hija, la de los claros ojos, y en el mismo instante arroja tu larga pica, blandiéndola con fuerza. Diciendo así, Palas Atenea, le infundió gran brío, y él rogó a la hija del gran Zeus, y arrojó su pica, blandida con fuerza. Y fue a dar con ella en el casco de bronce de Eupites, que no resistió suficientemente y fue atravesado por el bronce. Y Eupites cayó con estrépito, y sus armas resonaron sobre él. Y Ulises y su ilustre hijo se lanzaron sobre los primeros combatientes, hiriéndoles con sus espadas y sus lanzas de dos filos. Y todos hubieran sido muertos y privados del retorno si Atenea, la hija de Zeus tempestuoso, no hubiera detenido a la gente, gritando: —Cesad en la terrible lucha, itacenses, y separaos pronto sin más carnicería. Así habló Atenea, y fueron poseídos de pálido terror; las armas, desprendidas de sus manos, cayeron a tierra al grito de la Diosa, y todos, por salvar la vida, huyeron hacia la ciudad. Y el paciente y divino Ulises, entre terribles gritos, se arrojó a ellos como el águila que vuela en las alturas. Mas el Cronida lanzó el fulminante rayo, que vino a caer ante la hija de ojos claros de un padre prepotente. Y entonces Atenea, la de los ojos claros, dijo así a Ulises: —Divino Laertiada, ingenioso Ulises, detente: haz que cese la discordia de la intestina lucha, no sea que el Cronida Zeus, que a lo lejos truena, se irrite contra ti. Así habló Atenea, y él la obedeció, llena su alma de alegría. Y Palas Atenea, hija de Zeus tempestuoso y semejante a Mentor por la voz y la figura, selló para siempre la concordia entre ambos bandos.