mercancías y por la mañana estuviera lejos de la cuadrilla de búsqueda de Ballston Spa, tal vez en Chicago o en Nueva York. Tuvo tiempo suficiente para huir. Hasta es posible que la Policía de Nueva York lo detuviera tras oírlo divagar sobre el asesinato de unos niños blancos, y tras comprobar que no habían disparado a niño alguno en su jurisdicción, lo enviara al famoso pabellón psiquiátrico del hospital Bellevue. Y puede que el doctor Kreizler, que trabaja para dicho hospital, fuera llamado a «evaluar» el estado mental del hombre. Tal vez haya pensado que sufría alucinaciones, y ese desgraciado siga allí, pudriéndose en una celda, atormentado por pesadillas de los niños del carro... Ahora Darrow miraba al suelo y su voz había cobrado un dejo lejano y ausente. De repente frunció las cejas y se sacudió. —Lo importante, caballeros —prosiguió— es que acaso nunca lo sepamos. Cada año hay miles de casos como éste, casos sin resolver que se convierten en heridas abiertas en el alma de nuestra sociedad. Naturalmente, queremos cerrar esas heridas. ¿Quien quiere seguir viviendo como de costumbre, sabiendo que en cualquier momento un lunático aparecerá en su camino y le robará las cosas, o peor aún, las personas que más ama en la vida? Nadie. Así que buscamos soluciones, salvaguardas, y cada vez que hallamos una nos decimos que estamos más cerca de encontrarnos seguros, perfectamente seguros. Pero es un espejismo, caballeros, y no voy a permitir que se sacrifique a mi cliente en aras de un espejismo. Es probable que el ministerio fiscal y algunos de los miembros de esta comunidad duerman más tranquilos al pensar que han hecho justicia con la persona que mató a Thomas y Matthew Hatch, pero eso no hará que los cargos sean más ciertos o verosímiles para aquellos de nosotros que tenemos el valor de tomar distancia y observar los acontecimientos a la fría luz de la razón. El ministerio fiscal les ha hablado de las pruebas que presentarán y de los testigos que llamará a declarar para probar sus alegaciones. Y ahora yo les digo que en cada momento la defensa ofrecerá la declaración de testigos, peritos o no, que refutarán punto por punto los argumentos del ministerio fiscal. Darrow alzó uno de sus gruesos dedos y señaló a Picton. —Ellos les dirán que tienen pruebas materiales, avaladas por «expertos», de que el arma usada para asesinar a los pequeños Hatch pertenecía al padre de éstos y que fue disparada por su madre. Pero esa teoría se basa en la «ciencia» forense, que como les explicará un testigo perito de la defensa no merece tal nombre. El ministerio fiscal luego les dirá que mi cliente tenía razones económicas y sentimentales para desear la muerte de sus hijos. Pero, caballeros, ¡los cotilleos domésticos no son ninguna prueba! —Acalorado, Darrow se dio la vuelta para mirar a las gradas del público, haciendo el primer movimiento rápido de la sesión—. Por último les dirán que mi cliente está cuerda y que en consecuencia merece que la encierren en un terrible cuarto de una penitenciaría, la aten a una silla más digna de las mazmorras de un tirano medieval que de las cárceles de Estados Unidos, y la sometan a una perversa descarga eléctrica hasta que muera. ¡Todo para que el estado de Nueva York pueda cerrar este caso y para que los ciudadanos recuperen la «paz»!