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LA MONEDA DE ALEJANDRO
LA MONEDA DE ALEJANDRO Álex Sánchez ISBN: 978-9942-02-416-9 Derecho de autor: 031325 Edición: Álex Sánchez Revisión de textos: Angélica Peñafiel Diagramación: Fausto Machado Ayala Dirección de Arte: Fausto Machado Ayala Fotografía: Ioch Editorial Álex Sánchez Dirección: Punta Arenas Oe8-15 y Telmo Hidalgo Telf.: (593-2) 263 2276 302 2094 alex.javier.sanchez@hotmail.com Impreso en Ecuador Primera edición en 2009 Prohibida la reproducción total o parcial de este libro. Ninguna parte de esta obra puede ser almacenada, copiada o transmitida en forma alguna, sea electrónica o física, incluyendo su almacenanmiento en sistemas de protección de información, sin el permiso escrito del autor.
Álex Sánchez
Índice ISLANDIA 11 LUCÍA HARDENBERG
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PREMONICIÓN 29 FENRIR 39 EL DESTINO
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ACTITUD 61 EUDORO ACEVEDO
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UNA DE LAS FORMAS DE LA MUERTE
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CARTA 83 LOS ANDRÓGINOS
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PRÓLOGO Eudoro Acevedo, en el epílogo del Libro de arena, declara que el tema del amor es común en sus versos mas no en su prosa. Ulrica, el segundo de la serie, manifiesta que es el único. La nieve, el amor constante en los años, la espada, Brynhild y Sigur se contemplan en su lienzo. Al favor de sus líneas he empezado, desde años atrás, a buscar la delgada figura como lo hizo y dejó de hacerlo Thomas de Quincey. En su todo he ido entendiendo que, acaso, la muchacha de suave plata y furioso oro, como la de Blake, me sigue aguardando en la lejana isla. Es claro que el idealismo ha perseguido mis noches y mis días. Debo asegurar que no me ha cansado la desdicha de no saberme en la nieve ni el hecho de desconocer el aullido de un lobo. Sin embargo, pese a todo, me he resignado y he condescendido a la tarea literaria, en donde, y sin tedio alguno, me he entregado a la invención de los nombres, de las fechas, de los lugares y de la tibia y delgada cintura entregada a la esperanza de mi abrazo. Al lector le bastará recorrer estas páginas para saber que no se necesita más que la fe en la valquiria, en Fenrir,
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el lobo, cuya progenie ha de devorar al sol y a la luna, en los puñales que permite el Sur, en los tangos, en la segura muerte y en el irreductible destino para compilar en largos días, perdidos de sueño, algunas piezas que vindican, casi de manera involuntaria, la recta soledad de un hombre. Es cierto que todavía no alcanzo los velámenes del viking, la copa en el Valhalla, el desfallecimiento de la princesa. Es cierto que el acero no late en la mano del enemigo, que la letra de una canción no ha limitado un jardín ni la desolada llanura. Es cierto que a la vigilia la he enmarañado de sueños, es verdad que, quizás, nunca alcance mi mano ni la moneda ni el filoso destello. Seguiré en la infamia, hombre como todo hombre, desconozco la suerte misteriosa que nos deparan las noches y los días venideros. A. S. Quito, noviembre 2008.
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En aquel preciso momento el hombre se dijo: Qué no daría yo por la dicha de estar a tu lado en Islandia bajo el gran día inmóvil y de compartir el ahora como se comparte la música o el sabor de una fruta. En aquel preciso momento el hombre estaba junto a ella en Islandia. Jorge Luis Borges
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ISLANDIA Yo quiero recordar aquel beso con el que me besabas en Islandia. (Gunnar Thorgilsson) Jorge Luis Borges
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a pluralidad de sentimientos ante una grata noticia según Milan Kundera se denomina litost. Aquella mañana, al recibir la invitación, experimenté esa circunstancia: la obnubilada pasión de sentimientos tratando de beberse al unísono el solitario vaso con agua. Es justo mencionar que la carta venía de la lejana isla, también que había sido dictada por un hombre cuya tarea y cansados años se habían ido en la justificación de las letras. La economía de sus párrafos, que no admitía el mínimo énfasis, aseguraban su regreso, el ocaso de sus días y nuestro final encuentro. Con el desdén que me han venido otorgando los días y la soledad, empecé a tejer la trama de la cita; el hecho de prever situaciones y diálogos ulteriores era la consumación exacta de mi ansiedad. Sin embargo, y pese a la fatiga que me había
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provocado el acontecimiento, después del almuerzo recibí la visita de Horacio. Entre el café y un pausado intercambio de datos ontológicos le comenté el suceso de la carta. Para Horacio era imperioso brindar ya que algunas de mis páginas habían llegado tan lejos. —Eso no me alienta —dije—. Por lo menos yo estoy seguro de mi fracaso literario —aseguré con soberbia. Horacio guardó silencio. Después de una despedida que especulaba los mejores augurios, salió como era su costumbre: arreglándose el abrigo y con el leve cigarrillo en los labios. El día convenido procuré, en vano, bosquejar algunos versos o perderme en la lectura en curso. Fue difícil esquivar la inquietud, el tiempo con su reloj y su arena me fueron dibujando en una lenta premura hacia la exactitud de la visita. Vestido con la elegancia que exigía la ocasión, tomé un taxi hasta Eloy Martínez y Pedro del Valle. En la entrada, que no confundía ninguna numeración, me recibió un hombre con una seriedad impecable. Después de aclararme que el poeta bajaría en unos momentos, me acercó una copa. Es difícil precisar cómo el hombre va creando héroes o fantasmas. Es también difícil precisar los sentimientos cuando se los tiene frente a frente como en un espejo. —Usted ha cambiado mucho desde la última vez —dije, y le estreché la mano. —En aquella ocasión le prometí este encuentro. Al hombre después de todo sólo le queda el nombre que le han dado los padres, es un deber guardarlo con honor a lo largo de la vida. Esta noche, como verá, estoy cumpliendo con mi palabra, quizás, porque sé que el final está cerca.
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Después de escuchar su acento descubrí que el castellano poco a poco había dejado de ser su lengua. Antes de invitarme a pasar al estudio y en un tono casi doctrinal, recalcó: —Recuerdo que cuando nos conocimos usted era muy joven, ahora encuentro en sus ojos una clara resignación. Al entrar no me asombró la sencillez de los muebles y las pocas fotografías. Debo admitir, eso sí, que me parecieron excelsos todos los tomos, su rectitud y sus letras doradas y de molde. Me asombró el empastado marrón y de cuero en cuya tapa leí: Skallgrimsson; fui injusto con la realidad, de la cual dudé cuando tuve en mis manos las páginas de las Eddas y de Stefan Olafsson. Al entender la impresión que me habían causado las obras, refirió: —Usted debe recordar la espada Gram. —Por supuesto, cómo olvidar: Hann tekr sverthit Gram ok leggr i methal theira bert —respondí, y por primera vez pensé que la memoria no era una de las formas de la vanidad. Con una sonrisa que parecía lejana y sin vacilaciones, me entregó una fotografía. —Sé que es una réplica pero, como postula Schopenhauer, quién podría dudar que es la misma que usó el héroe Sigurd. Al tenerla en mi mano sentí que la frialdad la colmaba. En su reverso, cuyo lienzo parecía eterno, leí: “Tomó la espada Gram y la extendió, desnuda entre los dos”. En aquel momento supe que no había sido en vano haber perdido mis días en la soledad absoluta. Supe, después de devolver la fotografía, que todas las vicisitudes del hombre esconden en el fondo una misteriosa felicidad. Hubo un
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silencio que conjugaba con los pequeños sonidos que nos llegaban de la calle, hubo por un momento una nostalgia que se refugiaba en un mar helado, en una columna cuyos grabados poseían toda la memoria del hombre y, por supuesto, en la blancura intacta de la isla. Después de habernos perdido en la insolencia de los pensamientos, me dijo: —Creo que ya habrá entendido que el idealismo conjuga en su acto más puro la soledad y su serena consecuencia. —Lo he entiendo muy bien —respondí. —Habrá entendido, entonces, que como un deber y gracias a la apatía de los días, vamos buscando las albas y los ocasos que mitiguen la nostalgia. Debo asegurarle que la forma de ganarle al desdén de la vida la he encontrado en Islandia —aclaró al final. —Sí, “¡Islandia de los mares!”. Es incuestionable que el frío, la soledad y la nieve le pertenecen a sus versos. No sé por qué, pero después de mis palabras su rostro cambió, reconocí que en su mirada se conjugaba una perfecta melancolía. Ah, Robert Burton, algún capítulo de su Anatomy of melancholy debía contener esa nostalgia hacia la isla, esa nostalgia hacia la nieve. Lentamente la tarde fue entrando en la noche. A través del cristal que daba a un seguro jardín contemplé el disco totalmente blanco de la luna. Antes de salir de mi encanto, el tablero ya había sido preparado. Mientras los mínimos peones avanzaban seguros del golpe en sesgo, esperé que la espada escandinava cruzara el aire silencioso buscando, como hace años escribí, la mano que no le alcanza.
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En diálogos posteriores nos perdimos en la barca hecha con las uñas de los muertos: Naglfar, la barca que los dioses temen; en el árbol Ygdrasill, en Asgard, en Odín, el cual, y gracias a un brebaje mágico, había aprendido el lenguaje de los pájaros. Afuera pensé que había empezado a llover, mas esa era una necia pretensión de mis nervios y de la vehemencia de la conversación. Tratando de encontrar el hilo que nos devolviera a las letras, a las muchas de sus páginas, a las mínimas que mi mano había escrito, conjeturé: —Con seguridad habrá entendido que la osadía de la literatura favorece muchas veces al sueño y a una búsqueda inconclusa. Por su parte, él no acusó palabra alguna y siguió concentrado en el tablero. Un movimiento errado me hizo sacrificar a la leal torre. La jugada pretendía ser osada, mas sólo valió para que mi reina fuera vencida. Hay momentos en la vida en que la realidad se explaya con mayor lucidez. Swedemborg, al favor de sus ángeles, proponía que después de la muerte todo sería más vívido y con más colores. Y aquel día pude comprobar que la vida no siempre se nos escapa de las manos como el agua en la clepsidra. Ese día entendí que reconocería la nieve después de contemplar el hierro de la espada en la mano de Odín. Entendí que contemplaría el mejor de mis ocasos en la arena de Islandia; entendí que la vejez no me esperaba; entendí que una tarde la vería como la han soñado mis ojos, que una tarde la contemplaría totalmente blanca y ligera. Entendí, además, que ese día no estaba tan próximo, pero que tampoco me alejaban los lustros de sus labios.
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Con el ecuestre embate forjándose en su mano, con la parsimonia de vencer a un rey que no era de Noruega ni de Dinamarca, y antes de claudicar en el ajedrez, me dijo: —Es grato ver que no todos los hombres perecen sin sueños y, como es justo, sin deshonra. No le acuso de nada, Sánchez, en su primer libro he leído: “La fortuna del poeta es nada más ser consecuente con su búsqueda y con su suerte. Estoy seguro que el favor más grande que la divinidad ha ofrecido al hombre son los sueños; descreo por completo del pasado que es casi ilusorio, descreo también del presente que es una suerte trágica. El juego había terminado, la copa estaba vacía. La despedida que esta vez no postergaba nuevas ventanas me preparó para el final del encuentro. Casi no hubo palabras, salí como entré de su estudio, con total asombro a los gratos volúmenes. Unos grabados en la pared blanca me hicieron recordar el viaje que aún no hacía al Geiser Strokkur. Impecable y sereno me estrechó por última vez la mano. En su rostro, cansado de años, encontré la tranquilidad que aún no me favorecían los días. Afuera, el frío no era contundente. La nieve, intolerable, en una ciudad que siempre la supo lejana e imposible, me pareció justa para un sueño. Caminé varias calles y todo me fue desconocido; sabía que pronto despertaría, sabía que a la mañana siguiente me quedarían sólo leves signos del sueño: la nieve, la mitología de Islandia, la mujer que algún día iba a amar y, sobre todo, mi otro yo acercándome a los días venideros.
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LUCÍA HARDENBERG
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o creo que el benévolo lector tome como una falacia mi resignada forma de asumir las largas horas de la noche sin sueño. Alguna ocasión, gracias al tedio del intelecto, referí que la aproximación histriónica más perfecta de nuestra conciencia se resume en el insomnio. Podría asegurar que nadie, en ninguna parte de su vida, ha estado fuera de esa intolerancia. Nadie, ni el más insensible ni el más santo ha podido esquivar ese desolado y complejo castigo. Y ha sido en esa coyuntura que me han legado las noches febriles, en donde he visto perderse la vida, en donde he visto la apoteosis, en donde he repasado línea a línea el hecho ocurrido largos años atrás en la residencia Hardenberg. Como es de conocimiento público, Adrián Undset, bajo el tormento de la locura, perdió sus días en una clínica desolada y sin amigos. Es también justo aclarar que después de la muerte de Lucía Hardenberg, Martín Luján se abandonó a la soledad de su casa de campo, en donde cierta mañana había decidido el whisky con arsénico. No pensé jamás dar a la imprenta estas páginas, sin embargo, ante el suicido de Luján, como también la publicación 17
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